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CAPÍTULO VII Muy contentos se fueron a jugar al patio del juego de pelota; estuvieron jugando solos largo tiempo y limpiaron el patio donde jugaban sus padres. Y oyéndolos, los Señores de Xibalbá dijeron: -¿Quiénes son esos que vuelven a jugar sobre nuestras cabezas y que nos molestan con el tropel que hacen? ¿Acaso no murieron Hun Hunahpú y Vucub-Hunahpú, aquellos que se quisieron engrandecer ante nosotros? ¡Id a llamarlos al instante! Así dijeron Hun Camé, Vucub Camé y todos los Señores. Y enviándolos a llamar dijeron a sus mensajeros: -Id y decidles cuando lleguéis allá: "Que vengan, han dicho los Señores; aquí deseamos jugar a la pelota con ellos, dentro de siete días queremos jugar; así dijeron los Señores, decidles cuando lleguéis", fue la orden que dieron a los mensajeros. Y éstos vinieron entonces por el camino ancho de los muchachos que conducía directamente a su casa; por él llegaron los mensajeros directamente ante la abuela de aquéllos. Comiendo estaba cuando llegaron los mensajeros de Xibalbá. -Que vengan, con seguridad, dicen los Señores, dijeron los mensajeros de Xibalbá. Y señalaron el día los mensajeros de Xibalbá: Dentro de siete días los esperan, le dijeron a Ixmucané. -Está bien, mensajeros, ellos llegarán, respondió la vieja. Y los mensajeros se fueron de regreso. Entonces se llenó de angustia el corazón de la vieja. ¿A quién mandaré que vaya a llamar a mis nietos? ¿No fue de esta misma manera como vinieron los mensajeros de Xibalbá en ocasión pasada, cuando vinieron a llevarse a sus padres?, dijo su abuela, entrando sola y afligida a su casa. Y en seguida le cayó un piojo en la falda. Lo cogió y se lo puso en la palma de la mano, y el piojo se meneó y echó a andar. -Hijo mío, ¿te gustaría que te mandara a que fueras a llamar a mis nietos al juego de pelota?, le dijo al piojo. "Han llegado mensajeros ante vuestra abuela", dirás; "que vengan dentro de siete días, que vengan, dicen los mensajeros de Xibalbá; así lo manda decir vuestra abuela", le dijo ésta al piojo. Al punto se fue el piojo contoneándose. Y estaba sentado en el camino un muchacho llamado Tamazul, o sea el sapo. -¿A dónde vas?, le dijo el sapo al piojo. -Llevo un mandado en mi vientre, voy a buscar a los muchachos, le contestó el piojo al Tamazul. -Está bien, pero veo que no te das prisa, le dijo el sapo al piojo. ¿No quieres que te trague? Ya verás cómo corro yo, y así llegaremos rápidamente. -Muy bien, le contestó el piojo al sapo. En seguida se lo tragó el sapo. Y el sapo caminó mucho tiempo, pero sin apresurarse. Luego encontró a su vez una gran culebra, que se llamaba Zaquicaz. -¿A dónde vas, joven Tamazul?, díjole al sapo Zaquicaz. -Voy de mensajero, llevo un mandado en mi vientre, le dijo el sapo a la culebra. -Veo que no caminas aprisa. ¿No llegaré yo más pronto?, le dijo la culebra al sapo. -¡Ven acá!, contestó. En seguida Zaquicaz se tragó al sapo. Y desde entonces fue ésta la comida de las culebras, que todavía hoy se tragan a los sapos. Iba caminando aprisa la culebra y habiéndola encontrado el Vac, que es un pájaro grande, al instante se tragó el gavilán a la culebra. Poco después llegó al juego de pelota. Desde entonces fue ésta la comida de los gavilanes, que devoran a las culebras en los campos. Y al llegar el gavilán, se paró sobre la cornisa del juego de pelota, donde Hunahpú e Ixbalanqué se divertían jugando a la pelota. Al llegar, el gavilán se puso a gritar: ¡Vac có! ¡Vac-có! ¡Aquí está el gavilán!, decía en su graznido. ¡Aquí está el gavilán! -¿Quién está gritando? ¡Vengan nuestras cerbatanas!, exclamaron. Y disparándole en seguida al gavilán, le dirigieron el bodoque a la niña del ojo, y dando vueltas se vino al suelo. Corrieron a recogerlo y le preguntaron: -¿Qué vienes a hacer aquí?, le dijeron al gavilán. -Traigo un mensaje en mi vientre. Curadme primero el ojo y después os diré, contestó el gavilán. -Muy bien, dijeron ellos, y sacando un poco de la goma de la pelota con que jugaban, se la pusieron en el ojo al gavilán. Lotzquic le llamaron ellos y al instante quedó curada perfectamente por ellos la vista del gavilán. -Habla, pues, dijeron al gavilán. Y en seguida vomitó una gran culebra. -Habla tú, le dijeron a la culebra. -Bueno, dijo ésta y vomitó al sapo. -¿Dónde está tu mandado que anunciabas?, le dijeron al sapo. -Aquí está el mandado en mi vientre, contestó el sapo. Y en seguida hizo esfuerzos, pero no pudo vomitar; solamente se le llenaba la boca como de baba, y no le venía el vómito. Los muchachos ya querían pegarle. -Eres un mentiroso, le dijeron, dándole de puntapiés en el trasero, y el hueso del anca le bajó a las piernas. Probó de nuevo, pero sólo la baba le llenaba la boca. Entonces le abrieron la boca al sapo los muchachos y una vez abierta, buscaron dentro de la boca. El piojo estaba pegado a los dientes del sapo; en la boca se había quedado, no lo había tragado, sólo había hecho como que se lo tragaba. Así quedó burlado el sapo, y no se conoce la clase de comida que le dan; no puede correr y se volvió comida de culebras. -¡Habla!, le dijeron al piojo, y entonces dijo el mandado: -Ha dicho vuestra abuela, muchachos "Anda a llamarlos; han venido mensajeros de Hun-Camé y Vucub Camé para que vayan a Xibalbá, diciendo: 'Que vengan acá dentro de siete días para jugar a la pelota con nosotros, que traigan también sus instrumentos de juego, la pelota, los anillos, los guantes, los cueros, para que se diviertan aquí', dicen los Señores." "De veras han venido", dice vuestra abuela. Por eso he venido yo. Porque de verdad dice esto vuestra abuela y llora y se lamenta vuestra abuela, por eso he venido. -¿Será cierto?, dijeron los muchachos para sus adentros, cuando oyeron esto. Y yéndose al instante llegaron al lado de su abuela; sólo fueron a despedirse de su abuela. -Nos vamos, abuela, solamente venimos a despedirnos. Pero ahí queda la señal que dejamos de nuestra suerte: cada uno de nosotros sembraremos una caña, en medio de nuestra casa la sembraremos: si se secan, esa será la señal de nuestra muerte. ¡Muertos son! , diréis, si llegan a secarse. Pero si retoñan: ¡Están vivos!, diréis, ¡oh abuela nuestra! Y vos, madre, no lloréis, que ahí os dejamos la señal de nuestra suerte, dijeron. Y antes de irse, sembró una caña Hunahpú y otra Ixbalanqué; las sembraron en la casa y no en el campo, ni tampoco en tierra húmeda, sino en tierra seca; en medio de su casa las dejaron sembradas.
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Capítulo VII 240 De a donde comenzó en la Nueva España el sacramento del matrimonio, y de la gran dificultad que hubo en que los indios dejasen las muchas mujeres que tenían 241 El sacramento del matrimonio en esta tierra de Anáhuac, o Nueva España, se comenzó en Tezcuco. En el año de 1526, domingo 14 de octubre, se desposó pública y solemnemente don Hernando, hermano del señor de Tezcuco, con otros siete compañeros suyos, criados todos en la casa de Dios, y para esta fiesta llamaron de México, que son cinco leguas, a muchas personas honradas, para que les honrasen y festejasen sus bodas; entre los cuales vinieron Alfonso de Ávila y Pedro Sánchez Farfán con sus mujeres, y trajeron otras personas honradas que ofrecieron a los novios a la manera de España, y les trajeron buenas joyas, y trajeron también mucho vino, que fue la joya con que más todos se alegraron; y porque estas bodas habían de ser ejemplo de toda la Nueva España, veláronse muy solemnemente, con las bendiciones y arras y anillos, como lo manda la Santa Madre Iglesia. Acabada la misa, los padrinos con todos los señores y principales del pueblo, que Tezcuco fue muy gran cosa en la Nueva España, llevaron sus ahijados a el palacio o casa del señor principal, yendo delante muchos cantando y bailando; y después de comer hicieron muy gran netotlilizth o baile. En aquel tiempo ayuntábanse a un baile de éstos mil y dos mil indios. Dichas las vísperas, y saliendo a el patio adonde bailaban, estaba el tálamo bien aderezado, y allí delante de los novios ofrecieron a el uso de Castilla los señores y principales parientes del novio, ajuar de casa y atavíos para sus personas; y el marqués del Valle mandó a un criado que allí tenía que ofreciese en su, nombre, el cual ofreció muy largamente. 242 Pasaron tres o cuatro años que no se velaban, sino los que se criaban en la casa de Dios, sino que todos estaban con las mujeres que querían, y había algunos que tenían hasta doscientas mujeres, y de allí abajo cada uno tenía las que quería; y para esto, los señores y principales robaban todas las mujeres, de manera que cuando un indio común se quería casar apenas hallaba mujer; y queriendo los religiosos españoles poner remedio en esto, no hallaban manera para lo poder hacer, porque como los señores tenían las más mujeres, no las querían dejar, ni ellos se las podían quitar, ni bastaba ruegos ni amenazas, ni sermones, ni otra cosa que con ellos se hiciese, para que dejadas todas se casasen con una sola en faz de la Iglesia; y respondían que también los españoles tenían muchas mujeres, y si les decíamos que las tenían para su servicio, decían que ellos también las tenían para lo mismo; y así, aunque estos indios tenían muchas mujeres con quien según su costumbre eran casados, también las tenían por manera de granjería, porque las hacían a todas tejer y hacer mantas y otros oficios de esta manera, hasta que ya ha placido a Nuestro Señor que de su voluntad de cinco a seis años a esta parte comenzaron algunos a dejar la muchedumbre de mujeres que tenían y a contentarse con una sola, casándose con ella como lo manda la Iglesia; y con los mozos que de nuevo se casan son ya tantos, que hinchen las iglesias, porque hay días de desposar cien pares; y días de doscientos y de trescientos y días de quinientos; y como los sacerdotes son tan pocos reciben mucho trabajo, porque acontece un sólo sacerdote tener muchos que bautizar y confesar, y desposar, y velar, y predicar, y decir misa, y otras cosas que no puede dejar. En otras partes he yo visto que a una parte están unos examinando casamientos, otros enseñando los que se tienen de bautizar, otros que tienen cargo de los enfermos, otros de los niños que nacen, otros de diversas lenguas e intérpretes que declaran a los sacerdotes las necesidades con que los indios vienen, otros que proveen para celebrar las fiestas de las parroquias y pueblos comarcanos, que por quitarles y desarraigarles las fiestas viejas celebran con solemnidad, así de oficios divinos, y en la administración de los sacramentos, como con bailes y regocijos; y todo es menester hasta desarraigarlos de las malas costumbres con que nacieron. Mas tornando a el propósito, y para que se entienda el trabajo que los sacerdotes tienen, diré cómo se ocupó un sacerdote, que estando yo escribiendo esto, vinieron a llamar de un pueblo una legua de Tlaxcala, que se dice Santa Ana de Chautenpa, para que confesase ciertos enfermos y también para bautizar. Allegado el fraile halló más de treinta enfermos para confesar, y doscientos pares que desposar, y muchos que bautizar, y un difunto que enterrar, y también tenía de predicar a el pueblo que estaba ayuntado. Bautizó este fraile aquel día entre chicos y grandes mil quinientos, poniéndoles a todos óleo y crisma, y confesó en este mismo día quince personas, aunque era una hora de noche y no había acabado; esto no le aconteció a este sólo sacerdote, sino a todos los que acá están, que se quieren dar a servir a Dios y a la conversión y salud de las ánimas de los indios; esto acontece muy ordinariamente. 243 En Xupanzinco, que es un pueblo de harta gente, con una legua a la redonda que todo es bien poblado, en domingo ayuntáronse todos para oír la misa y desposáronse así antes de misa como después por todo el día, cuatrocientos cincuenta pares, y bautizáronse más de setecientos niños y quinientos adultos. A la misa del domingo se velaron doscientos pares, y el lunes adelante se desposaron ciento cincuenta pares, y los más de éstos se fueron a velar a Tecoac, tras los frailes; y éstos todos lo hacen ya de su propia voluntad, sin parecer que reciben ningún trabajo ni pesadumbre; en Tecoac se bautizaron otros quinientos, y se desposaron doscientos cuarenta pares, y luego el martes se bautizaron otros ciento y se desposaron cien pares. La vuelta fue por otros pueblos a do se bautizaron muchos, y hubo día que se desposaron más de setecientos cincuenta pares; y en esta casa de Tlaxcala y en otra, se desposaron en un día más de mil pares, y en los otros pueblos era de la misma manera, porque en este tiempo fue el fervor de casarse los indios naturales con una sola mujer; y ésta tomaban, aquella con quien estando en su gentilidad primero habían contraído matrimonio. 244 Para no errar ni quitar a ninguno su legítima mujer, y para no dar a nadie, en lugar de mujer, manceba, había en cada parroquia quien conocía a todos los vecinos, y los que se querían desposar venían con todos sus parientes, y venían todas sus mujeres, para que todas hablasen y alegasen en su favor, y el varón tomase la legítima mujer, y satisficiese a las otras, y les diese con que se alimentasen y mantuviesen los hijos que les quedaban. Era cosa de ver verlos venir, porque muchos de ellos traían un hato de mujeres y hijos como de ovejas, y despedidos los primeros venían otros indios que estaban muy instructos en el matrimonio y en la práctica del árbol de la consanguinidad y afinidad; a éstos llamaban los españoles licenciados, porque lo tenían tan entendido como si hubieran estudiado sobre ello muchos años. Estos platicaban con los frailes los impedimentos: las grandes dificultades, después de examinadas y entendidas, enviábanlas a los señores obispos y a sus provisores, para que los determinasen; porque todo ha sido bien menester, según las contradicciones que ha habido, que no han sido menores ni menos que las del bautismo. 245 De estos indios se han visto muchos con propósito y obra determinados de no conocer otra mujer sino la con quien legítimamente se han casado después que se convirtieron, y también se han apartado del vicio de la embriaguez y hanse dado tanto a la virtud y a el servicio de Dios, que en este año pasado de 1536 salieron de esta ciudad de Tlaxcala dos mancebos indios confesados y comulgados, y sin decir nada a nadie se metieron por la tierra adentro más de cincuenta leguas, a convertir y enseñar a otros indios; y allá anduvieron padeciendo hartos trabajos y hicieron mucho fruto, porque dejaron enseñado todo lo que ellos sabían y puesta la gente en razón para recibir la palabra de Dios, y después son vueltos, y hoy día están en esta ciudad de Tlaxcala. Y de esta manera han hecho otros algunos en muchas provincias y pueblos remotos, adonde por sola la palabra de éstos han destruido sus ídolos, y levantado cruces, y puesto imágenes, adonde rezan eso poco que les han enseñado. 246 Como yo vi en este mismo año que salí a visitar cerca de cincuenta leguas de aquí de Tlaxcala hacia la costa del norte, por tan áspera tierra y tan grandes montañas, que en partes entramos mi compañero y yo adonde para salir hubimos de subir sierra de tres leguas en alto; y la una legua iba por una esquina de una sierra, que a las veces subimos por unos agujeros en que poníamos las puntas de los pies, y unos bejucos o sogas en las manos; y éstos no eran diez o doce pasos, mas uno pasamos de esta manera, de tanta altura como una alta torre. Otros pasos muy ásperos subimos por escaleras, y de éstas había nueve o diez; y hubo una que tenía diez y nueve escalones, y las escaleras eran de un palo sólo, hechas unas concavidades, cavado un poco en el palo, en que cabía la mitad del pie, sogas en las manos. Subimos temblando de mirar abajo, porque era tanta la altura que se desvanecía la cabeza; y aunque quisiéramos volver por otro camino, no podíamos porque después que entramos en aquella tierra había llovido mucho, y habían crecido los ríos, que eran muchos y muy grandes; aunque por esta tierra tampoco faltaban, mas los indios nos pasaban algunas veces en balsas, y otras atravesada una larga soga y a volapié la soga en la mano. Uno de estos ríos es el que los españoles llamaron el río de Almería, el cual es un río muy poderoso. En este tiempo está la yerba muy grande, y los caminos tan cerrados que apenas parecía una pequeña senda, y éstas las más veces allega la yerba de la una parte a la otra a cerrar, y por debajo iban los pies sin poder ver el suelo; y había muy crueles víboras, que aunque en toda esta Nueva España hay más y mayores que en Castilla, las de la tierra fría, son menos ponzoñosas, y los indios tienen muchos remedios contra ellas; pero por esta tierra que digo son tan ponzoñosas que a el que muerden no allega a veinte y cuatro horas; y como íbamos andando nos decían los indios: aquí murió uno, allí otro y acullá otro, de mordedura de víboras; y todos los de la compañía iban descalzos; aunque Dios por, su misericordia nos pasó a todos sin lesión ni embarazo ninguno. Toda esta tierra que he dicho es habitable por todas partes, así en lo alto como en lo bajo, aunque en otro tiempo fue mucho más poblada, que ahora está muy destruida. 247 En este mismo año vinieron los señores de Tepeutila a el monasterio de Santa María de la Concepción de Teoacan, que son veinte y cinco leguas, movidos de su propia voluntad; y trajeron gente de toda su tierra, los cuales fueron tantos, que causaron admiración a los españoles y naturales, y en ver de adónde venían y por dónde pasaban.
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Capítulo VII De la división que el Ynga hizo en este reino en cuatro partes y de los indios mitimas, y depósitos que tenía Para gobernar este Reino con más justicia, y que estuviese en más concierto y razón, hizo una división de todo él, maravillosa, en cuatro partes en cruz. La que estaba al oriente llamó Colla Suyo y ésta comprendía el Colla, Charcas y otras provincias, hasta Chile. La que estaba hacia la parte de poniente llamó Chinchay Suio, y comprendía innumerables provincias, hasta Quito, Pasto y los Gauancabilcas. La que estaba a la parte del Septentrión llamo Antisuio, que contenía muchas provincias de la otra parte de los Andes; y la que caía al medio día puso por nombre Contisuio, en que se incluía la provincia de los Chumpibilcas, Collaguas y otras muchas. Toda esta partición hizo respecto de la ciudad del Cuzco, que venía a estar en medio de estas partes y era el centro de todos sus Reinos y Señoríos, y en general le llamaban los indios Tahuantin Suio. Y esto estaba repartido y puesto en cabeza de los cuatro señores orejones de su consejo, que ya dijimos tenía a su cargo despachar los negocios que de su provincia les venían, y consultar en los dificultosos al Ynga, para que él determinase. Estos tenían puestos gobernadores por su orden, y del Ynga, que eran como sus tenientes en los lugares de su jurisdicción. Dicen que solía estar el Reino dividido en seis partes y que las dos que faltan que eran los Huancabilcas, Cayampis y Pastos; y por ser gente rebelde, y haberse querido alzar dos o tres veces contra Tupa Ynga Yupanqui y Huaina Capac; éste deshizo los dos suios y los consumió en los cuatro ya dichos, y mucho número de gente, de éstas los puso por mitimaes, y sacó infinitas mujeres solteras y los repartió por todo el reino, y por las casas de depósitos y dormidas; y hoy día hay las descendientes de éstas en la ciudad del Cuzco y en Jauja, y en otras partes del reino. A los indios les mandó dar y dio tierras y ovejas, y ropa y las demás cosas necesarias para su sustento, y mandó a los curacas de todas las provincias tuviesen grandísima cuenta con ellos, y solamente dejó viejos y muchachos, y en todas las fronteras y fortalezas de aquella tierra y de toda su comarca y jurisdicción, hijos de señores principales e yngas y orejones, por ser gente de quien tenía más confianza, con soldados de presidio para la guardia, y entonces hizo grandes castigos en los guancavilcas. Tuvo, demás de esto, el Ynga otro modo maravilloso de gobierno, con que se fue conservando en las provincias que sujetaba, que da muestras de su profunda prudencia, y era que, en conquistando alguna provincia, mandaba sacar della veinte y cinco o treinta mil indios, o la cantidad que le parecía bastante, con sus mujeres e hijos y familias, y a éstos mandaba trasladar y mudarse a otra parte y provincia, que fuese del mismo temple calidad y disposición que la otra donde eran naturales, y éstos se llamaban mitimas, que quiere decir gente mudada de una parte a otra, a los cuales el Ynga daba heredades, tierras, solares y casas para que edificasen, e hiciesen sus labores y se sustentasen, y mandábales que obedeciesen a su gobernador que allí tenía puesto. Con esta astucia los tenía sujetos, de suerte que si los naturales de las provincias donde los trasplantaba se querían rebelar y sacudir el yugo del Ynga, siendo los naturales con el gobernador que allí estaba, érale fácil reducirlos a obediencia y sosegarlos, y por el consiguiente si los mitimas se alborotasen, los naturales de la tierra y provincias los apremiasen, de manera que con esta industria y traza procuraban tener su Reino seguro. Para ser más amados y queridos de los naturales, tenían por costumbre, cuando conquistaban alguna provincia si veían al cacique y señor della inclinado a su obediencia, y conocían dél que perseveraría en ella, no le quitaban el señorío ni cacicazgo y, si era muerto, se lo daban a su hijo mayor y, en falta de éste, al menor, o a sus hermanos y parientes cercanos, y si el cacique cometía algún delito grave, que mereciese muerte o privación del oficio que tenía, el mando y señorío se lo daban a su hijo o hermano, de suerte que raras veces salía de la casa, a modo mayorazgo, y con esto los indios obedecían al Ynga puntualmente, y lo reverenciaban, sin tratar jamás de rebeliones y alzamientos. En otra cosa manifestó el Ynga el mucho cuidado que siempre tuvo con sus vasallos, y fue en los depósitos de comida y bastimentos que hizo hubiese en toda la tierra, en cada provincia, de lo que en ella se daba abundantemente. Estos depósitos, que ellos llaman colcas, y nosotros diremos alholies o graneros, estaban encomendados a personas principales e indios de mucha cuenta y razón, los cuales la tenían de todo lo que se gastaba por sus quipos. Estos bastimentos estaban guardados para que, cuando se ofrecía guerras o conquistas y el Ynga sacaba de las provincias gente de guerra, les diesen de ello lo necesario para el camino, y cuando pasaban por allí compañías de soldados, se les proveía por orden del Ynga. Demás de esto, se les mandaba a los gobernadores de las provincias que tuviesen sumo cuidado con los pobres, tullidos, mancos, cojos, y viejos que no podían trabajar, y a cuenta del Ynga les daban de estos depósitos el sustento necesario. Cuando los gobernadores iban nuevamente a las provincias, les hacían un parlamento muy grave en que, en suma, les encomendaba acudiesen bien y fielmente a su oficio, atendiendo a las mercedes que les había hecho guardándole lealtad y, sobre todo, les encargaba mirasen por los pobres, tullidos, y viudas y huérfanos, no consintiendo fuesen agraviados ni vejados de los poderosos, y esto era lo primero, y luego les encargaba no dejasen la gente andar ociosa, y la guarda y reparo de las fortalezas, puentes de crisnejas, caminos, y de los depósitos, advirtiéndoles que muy breve él irla por su provincia y miraría, por vista de ojos, cómo cumplían lo que se les mandaba, y que les daba orden cómo habían de sustentar la gente de guerra, que era: el señor de diez mil indios sustentaba mil, y el de cinco mil quinientos, y el de mil ciento. Cuando acontecía helarse las sementeras, y por esto haber falta de comida, mandaba el Ynga, y daba comisión a sus gobernadores por todo el reino, o provincia donde había esta falta y necesidad, que de sus depósitos repartiesen todo lo necesario para el sustento de los pobres, y entre éstos eran preferidos los viejos y los que tenían más hijos que criar; y juntamente ordenaba que se tuviese gran cuidado con los huérfanos chiquitos y sin padres, que los criasen a su costa y les diesen de comer y vestir, y todo lo necesario, tratándolos bien y alimentándolos, y para esto se hacía junta en cada pueblo, y se sabía los necesitados que había en ellos, de suerte que en cuanto era y tocaba al Ynga, ninguno, en sus amplísimos reinos, había de morir de hambre, ni pasar necesidad, que desde el mayor al menor de todos se acordaba, y a todos proveía.
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Capítulo VII 334 De los nombres que México tuvo, y de quien dicen que fueron sus fundadores: y del estado y grandeza del señor de ella, llamado Motezuma 335 México, según la etimología de esta lengua, algunos la interpretan fuente o manadero; y en la verdad, en ella y a la redonda hay muchos manantiales, por lo cual la interpretación no parece ir muy fuera de propósito; pero los naturales dicen, que aquel nombre de México trajeron sus primeros fundadores, los cuales dicen que se llamaban mexitli, y aún después [del algún tiempo los moradores de ella se llamaron mexitis; el cual nombre ellos tomaron de su principal dios o ídolo, porque a el sitio en que poblaron y a la población que hicieron llamaron Timixtitan, por causa de un árbol que allí hallaron, que se llamaba michtli, el cual salía de una piedra, a la cual llamaba tetl, de manera que se diría fruta que sale de piedra. Después andando el tiempo y multiplicándose el pueblo y creciendo la vecindad, hízose esta ciudad dos barrios o dos ciudades: a el más principal barrio llamaron México, y a los moradores de él llamaron mexicanos; estos mexicanos fueron en esta tierra como en otro tiempo los romanos. En este barrio llamado México residía el gran señor de esta tierra, que se llamaba Moteczuma, y nombrado con mejor crianza y más cortesía y acatamiento le decían Moteczumatzi, que quiere decir "hombre que está enojado o grave"; aquí en esta parte, como más principal, fundaron los españoles su ciudad, y este solo barrio es muy grande, y también hay en él muchas casas de indios, aunque fuera de la traza de los españoles. 336 A el otro barrio llaman Tlatetulco, que en su lengua quiere decir isleta, porque allí estaba un pedazo de tierra más alto y más seco que lo otro todo, que era manantiales y carrizales. Todo este barrio está poblado de indios; son muchas las casas y muchos más los moradores. En cada ciudad o barrio de éstos hay una muy gran plaza, adonde cada día ordinariamente se hace un mercado grande en el cual se ayunta infinita gente a comprar y vender; y en estos mercados que los indios llaman tianguez se venden de todas cuantas cosas hay en la tierra, desde oro y plata hasta cañas y hornija. Llaman los indios a este barrio San Francisco de México, porque fue la primera iglesia de esta ciudad y de toda la Nueva España. A el otro barrio llaman Santiago de Tlatelulco; y aunque en este barrio hay muchas iglesias, la más principal es Santiago, porque es una iglesia de tres naves; y a la misa que se dice a los indios de mañana siempre se hinche de ellos, y por la mañana que abren la puerta, ya los indios están esperando, porque como no tienen mucho que ataviarse ni que se componer, en esclareciendo tiran para la iglesia. Aquí en esta iglesia está el colegio de los indios, con frailes que los enseñan y doctrinan en lo que tienen de hacer. En toda la tierra nombran los indios primero el santo que tienen en su principal iglesia y después el pueblo, y así nombran: Santa María de Tlaxcala, San Miguel de Huexuzinco, San Antonio de Tezcuco, etc. 337 No piense nadie que me he alargado en contar el blasón de México, porque en la verdad muy brevemente he tocado una pequeña parte de lo mucho que de ella se podría decir, porque creo que en toda nuestra Europa hay pocas ciudades que tengan tal asiento y tal comarca, con tantos pueblos de la redonda de sí, y tan bien asentados; y aún más digo y me afirmo, que dudo si haya alguna tan buena y tan opulenta cosa como Timistitlan; y tan llena de gente, porque tiene esta gran ciudad Temultichan de frente de sí, a la parte de oriente, la laguna en medio, el pueblo de Tezcuco, que habrá cuatro o cinco leguas de traviesa, que la laguna tiene de ancho, y de largo tiene ocho, esto es la salada, y casi otro tanto tendrá la laguna dulce. Esta ciudad de Texcuco era la segunda cosa principal de la tierra, y asimismo el señor de ella era el segundo señor de la tierra; sujetaba debajo de sí quince provincias hasta la provincia de Tuzapan, que está a la costa del Mar del Norte, y así había en Tezcuco muy grandes edificios de templos del demonio, y muy gentiles casas y aposentos de señores; entre los cuales fue cosa muy de ver la casa del señor principal, así la vieja con su huerta cerrada de más de mil cedros muy grandes y muy hermosos, de los cuales hoy día están los más en pie, aunque la casa está asolada; otra casa tenía que se podrá aposentar en ella un ejército, con muchos jardines, y un muy grande estanque, que por debajo de la tierra solía entrar a él con barcas. Es tan grande la población de Tezcuco, que toma más de una legua en ancho, y más de seis en largo, en la cual hay muchas parroquias e innumerables moradores. A la parte de oriente tiene México Temistitlan una legua la ciudad o pueblo de Tlacuba, adonde residía el tercero señor de la tierra, a el cual estaban sujetas diez provincias; estos dos señores ya dichos se podían bien llamar reyes, porque no les faltaba nada para lo ser. 338 A la parte del norte o septentrión, a cuatro leguas de Temistitlan, está el pueblo de Cuauhtitlan, adonde residía el cuarto señor de la tierra, el cual era señor de otros muchos pueblos. Entre este pueblo y México hay otros grandes pueblos, que por causa de brevedad y por ser nombres extraños no los nombro. 339 Tiene México a la parte de mediodía a dos leguas, el pueblo de Coyoacán; el señor de él era el quinto señor, y tenía muchos vasallos; es pueblo muy fresco. Aquí estuvieron los españoles después que ganaron a Temistitlan, hasta que tuvieron edificado en México, adonde pudiesen estar, porque de la conquista había quedado todo lo más y mejor de la ciudad destruido. Dos leguas más adelante, también hacia el mediodía, que son cuatro de México, está la gran población de Xuchimilco, y desde allí hacia a do sale el sol, están los pueblos que llaman de la laguna dulce, y Tlalamanalco con su provincia de Chalco, do hay infinidad de gente. De la otra parte de Tezcuco, hacia el norte, está lo muy poblado de Otumba y Tepepulco. 340 Estos pueblos ya dichos y otros muchos tiene Temistitlan a la redonda de sí dentro aquella corona de sierra, y otros muy muchos que están pasados los montes, porque por la parte más ancha de los poblado hacia México, a los de las aguas vertientes afuera, hay seis leguas, y a todas las parte a la redonda va muy poblada y muy hermosa tierra. Los de las provincias y principales pueblos era como señores de salva o de dictado, y sobre todos eran los más principales los dos, el de Tezcuco y el de Tlacuba; y éstos con todos los otros todo lo más del tiempo residían en México, y tenían corte a Moteczuma, el cual servía como rey, y era muy temido y en extremo obedecido. Celebraba sus fiestas con tanta solemnidad y triunfo, que los españoles que a ella se hallaron presentes estaban espantados, así de esto como de ver la ciudad y los templos y los pueblos que a la redonda. El servicio que tenía, y el aparato con que se servía y las suntuosas casas que tenía Moteczuma, y las de los otros señores; la solicitud y multitud de los servidores, y la muchedumbre de la gente, que era como yerba en el campo, visto esto estaban tan admirados, que uno a otros se decían: "¿qué es aquesto que vemos? ¿Esta es ilusión o encantamiento? ¡Tan grandes cosas y tan admirables han estado tanto tiempo encubiertas a los hombres que pensaban tener entera noticia del mundo!" 341 Tenía Moteczuma en esta ciudad de todos los géneros de animales, así brutos y reptiles, como de aves de todas maneras, hasta aves de agua que se mantienen de pescado, y hasta pajaritos de los que se ceban de moscas, y para todas tenía personas que les daban sus raciones, y les buscaban sus mantenimientos, porque tenía en ellos tanta curiosidad, que si Motezcuma veía ir por el aire volando una ave que le agradase, mandábala tomar, y aquella misma le traían. Un español digno de crédito, estando delante de Moteczuma, vio que le había parecido bien un gavilán, que iba por el aire volando, o fue para mostrar su grandeza delante de los españoles, mandó que se le trajesen, y fue tanta la diligencia y los que tras él salieron, que el mismo gavilán bravo le trajeron a las manos. 342 Asimismo tenía muchos jardines y vergeles y en ellos sus aposentos; tenía peñones cercados de agua, y en ellos mucha caza, tenía bosques y montañas cercadas, y en ellas muy buenas casas y frescos aposentos, muy barridos y limpios, porque de gente de servicio tenía tanta como el mayor señor del mundo. Estaban tan limpias y tan barridas todas las calles y calzadas de esta gran ciudad, que no había cosa en que tropezar, y por doquiera que salía Moteczuma, así en ésta como por do había de pasar, eran tan barrido y el suelo tan asentado y liso, que aunque la planta del pie fuera tan delicado como la de la mano, no recibiera el pie detrimento ninguno en andar descalzo. ¿Pues qué diré de la limpieza de los templos del demonio, y de sus gradas y patios, y las casas de Moteczuma y de los otros señores, que no sólo estaban muy encaladas, sino muy bruñidos, y cada fiesta los renovaban y bruñían? 343 Para entrar en su palacio, a que ellos llaman tecpan, todos se descalzaban, y los que entraban a negociar con él habían de llevar mantas groseras encima de sí; y si eran grandes señores o en tiempo de frío, sobre las mantas buenas que llevaban vestidas ponían una manta grosera y pobre; y para hablarle estaban muy humillados y sin levantar los ojos; y cuando él respondía era con tan baja voz y con tanta autoridad, que no parecía menear los labios, y esto era pocas veces, porque las más respondía por sus privados y familiares, que siempre estaban a su lado para aquel efecto, que eran como secretarios; y esta costumbre no la había solamente en Moteczuma, sino en otros de los señores principales lo vi yo mismo usar al principio, y esta gravedad tenían más los mayores señores. Lo que los señores hablaban y la palabra que más ordinariamente decían a el fin de las pláticas y negocios que se les comunicaban, era decir con muy baja voz Tlaa, que quiere decir "sí", o "bien, bien". 344 Cuando Moteczuma salía fuera de su palacio, salía con él muchos señores y personas principales, y toda la gente que estaba en las calles por donde había de pasar se le humillaban y hacían profunda reverencia y grande acatamiento sin levantar los ojos a le mirar, sino que todos estaban hasta que era pasado, tan inclinados como frailes en gloria patri. Teníanle todos sus vasallos, así grandes como pequeños, gran temor y respeto, porque era cruel y severo en castigar. Cuando el marqués del Valle entró en la tierra, hablando con un señor de una provincia le preguntó: "¿si reconocía señorío o vasallaje?" y el indio le respondió: "¿quién hay que no sea vasallo y esclavo de Moteczuma? ¿Quién tan grande señor como Moteczumazi?" Queriendo sentir que en toda la tierra no había superior suyo ni aun igual. 345 Tenía Moteczumazi en su palacio enanos y corcovadillos, que de industria siendo niños los hacían jibosos, y los quebraban y descoyuntaban, porque de estos se servían los señores en esta tierra como ahora hace el Gran Turco, de eunucos. 346 Tenía águilas reales que las de esta Nueva España se pueden con verdad decir reales, porque son en extremo grandes; las jaulas en que estaban eran grandes y hechas de unos maderos rollizos tan gruesos como el muslo de un hombre. Cuando el águila se allegaba a la red adonde estaba metida, así se apartaban y huían de ella como si fuera un león u otra bestia fiera; tienen muy fuertes presas, la mano y los dedos tienen tan gruesa como un hombre, y lo mismo el brazo; tienen muy gran cuerpo y el pico muy fiero. De sola una comida come un gallo de papada, que es tan grande y mayor que un buen pavo español; y este gallo que digo tiene más de pavo que de otra ave, porque hace la rueda como el pavo, aunque no tiene tantas ni tan hermosas plumas, y en la voz es tan feo como es el pavo. 347 En esta tierra he tenido noticias de grifos, los cuales dicen que hay en unas sierras grandes, que están cuatro o cinco leguas de un pueblo que se dice Teocán, que es hacia el norte, y de allí bajaban a un valle llamado Auacatlan, que es un valle que se hace entre dos sierras de muchos árboles; los cuales bajaban y se llevaban en las uñas a los hombres hasta las sierras adonde se los comían y fue de tal manera, que el valle se vino a despoblar por el temor que de los grifos tenían. Dicen los indios que tenían las uñas como de hierro fortísimas. También dicen que hay en estas sierras un animal que es como león, el cual es lanudo, sino que la lana o vello tira algo a pluma; son muy fieros, y tienen tan fuertes dientes, que los venados que toman comen hasta los huesos, llámase este animal ocotochotli. De estos animales he yo visto uno de ellos; de los grifos ha más de ochenta años que no aparecen ni hay memoria de ellos. 348 Tornemos a el propósito de Temistitlan y de sus fundadores y fundamento. Los fundadores fueron extranjeros, porque los que primero estaban en la tierra llámanse chichimecas y otomís. Estos no tenían ídolos, ni casas de piedra, ni de adobes, sino chozas pajizas; manteníanse de caza, no todas veces asada, sino cruda y seca al sol; comían alguna poca de fruta que la tierra de suyo producía, y raíces y yerbas; en fin, vivían como brutos animales. Fueron los señores en esta tierra como ahora son y han sido los españoles, porque se enseñorearon de la tierra, no de la manera que los españoles, sino muy poco a poco y en algunos años; y como los españoles, han traído tras sí muchas cosas de las de España, como son caballos, vacas, ganados, vestidos, trajes, aves, trigo, plantas y muchos géneros de semillas, así de flores como de hortalizas, bien así en su manera los mexicanos trajeron muchas cosas que antes no las había, y enriquecieron esta tierra con su industria y diligencia; desmontáronla y cultiváronla, que antes estaba hecha toda bravas montañas, y los que antes la habitaban vivían como salvajes. Trajeron estos mexicanos los primeros ídolos, y los trajes de vestir y calzar; el maíz, y algunas aves; comenzaron los edificios, así de adobes como de piedra, y así hoy día casi todos los canteros de la tierra son de Temistitlan o de Tezcuco, y éstos salen a edificar y a labrar por sus jornales por toda la tierra, como en España viene los vizcaínos y montañeses. Hay entre todos los indios muchos oficios, y de todos dicen que fueron inventores los mexicanos.
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De cómo se tuvo vista de otras tres islas, sus nombres, y cómo se tomó puerto en la de Santa Cristina Isla de San Pedro.--A poca distancia de esta isla se tuvo la vista de otras tres islas, en cuya demanda se fue: la primera, a quien el adelantado puso nombre San Pedro, estará de la Magdalena diez leguas al Norte cuarta del Noroeste. No se supo si está poblada, porque no llegaron a ella: es isla de cuatro leguas de boj, de mucha arboleda pareja no muy alta; tiene a la parte del Leste un farellón poco apartado de la tierra. Isla Dominica.--Hay otra isla, que tendrá de boj quince leguas, su nombre es la Dominica; está al Noroeste de la de San Pedro, distancia cinco leguas: es isla de buena vista, córrese de Nordeste Sudoeste, tiene muy buenas llanadas y aun los altos lo parecían; es muy poblada y con manchas de mucha arboleda. Isla Santa Cristina, Las Marquesas de Mendoza.--Al Sur de la Dominica está la otra isla a quien se dio por nombre Santa Cristina: pareció tener nueve leguas de boj, dista de la Dominica poco más de una legua, con canal limpia, hondable. Púsolas, todas cuatro juntas, el adelantado por nombre Las Marquesas de Mendoza, en memoria del marqués de Cañete, porque en esto, y en hacerse en viernes a la vela con sus navíos de algún puerto, quería mostrar cuán agradecido estaba al despacho que le dio. De una en otra vuelta, buscando puerto en la isla Dominica, salieron de ella muchas canoas de indios, pareciendo algunos de color más morenos, y dando sus voces mostraban la misma voluntad que los pasados. Venía en una canoa un viejo bien ajestado, que en la una mano traía un ramo verde y otra cosa blanca: llamaba éste en ocasión que viraban de otra vuelta, y así creyendo que las naos se iban, comenzó a dar de nuevo muchas voces, hacía unas señas con sus mismos cabellos, y con ellos y con el dedo apuntaba a su tierra. Mostró el adelantado deseo de ir, mas no se pudo efectuar por ser la parte del Leste y ventar recio este viento y no se ver puerto abrigado a donde surgir, aunque la fragata, que lo andaba buscando bien cerca de tierra, dijo haber mucha más gente que la de la nao se vio, y que había entrado en ella un indio que con gran facilidad había alzado una ternera de una oreja. El siguiente día envió el general al maese de campo, con veinte soldados en la barca, a buscar puerto o agua en esta isla de Santa Cristina. Salieron muchos indios en muchas canoas y acercándose le cercaron: queriendo los nuestros asegurarse, mataron algunos, y uno por salvarse se echó a nado llevando un hijo en los brazos, y aferrados los dos fueron a fondo de un arcabuzazo que disparó uno, que decía después con gran dolor que el diablo había de llevar a quien se lo había mandado. Diciéndole a esto el piloto mayor que si tanto lo había de sentir que disparara por alto, dijo que por no perder la opinión de buen arcabucero; y el piloto mayor, que ¿de qué le había de servir entrar en el infierno con fama de buen puntero? Recogióse el maese de campo sin hallar puerto ni agua. En este mismo tiempo habían entrado en la nao capitana cuatro muy gallardos indios, y como al descuido cogió el uno una perrica, que era el regalo del maese de campo, y dando una voz todos se echaron al agua con un brío muy de ver, y nadando la llevaron a sus canoas. El día siguiente, que lo fue de Santiago, volvió el general a enviar al maese de campo con los veinte soldados a la isla de Santa Cristina, a buscar agua o puerto. Fue y surto en uno saltó en tierra; con la gente en orden, tocando caja, rodeó un pueblo, y los indios de él se estuvieron quedos mirándolos. Hizo el maese de campo alto, llamólos y vinieron como trescientos: los nuestros hicieron una raya, con señas de que no pasasen de ella, y pidiéndoles agua la trajeron en cocos; con otras frutas salieron las indias. Afirman los soldados ser muchas de ellas muy hermosas, y que fueron fáciles de sentarse junto a ellos en buena conversación, y regalarse todos de manos. Envió a los indios el maese de campo con botijas a buscar agua, pero ellos hacían señas que las cargasen los nuestros, huyendo con cuatro de ellas; a cuya razón los acañonearon. Avisado el general del puerto en que estaba el maese de campo, mandó guiar la nao para surgir en él, y estando cerca, con el abrigo de la tierra faltó el viento y de la mar vino un embate que tuvo la nao, el largo de una lanza, de una roca tajada que tenía a pique cincuenta brazas: hubo gran bullicio por el conocido peligro, y así se alargó velacho con que fue Dios servido cogiese viento y con él salió. Vino luego segundo aviso de ser el puerto ruin, fondo de ratones, e imposibilitados de salir una vez entrados. Estaba muy enfadado el adelantado de oír las quejas que había, causadas por el trabajo, de que movido quiso seguir su camino diciendo que bastaba el agua que había en las naos para llegar a sus Islas. Recordóle el piloto mayor la incertidumbre de la mar, a que respondió: --Y si no se halla puerto, ¿qué tengo que hacer? Dijo el piloto, que volver al de la Magdalena, que ya estaba visto y fondado por la fragata, y que por poco más era bueno asegurarlo más. Andaba en este tiempo el maese de campo costeando la isla, y bien cerca del Puerto en que había surgido halló otro en donde, avisados de él, se surgió.
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CAPÍTULO VII Llegaron por entonces a la cumbre de una montaña y allí se reunieron todo el pueblo quiché y las tribus. Allí celebraron todos consejo para tomar sus disposiciones. Llaman hoy día a esta montaña Chi-Pixab, éste es el nombre de la montaña. Reuniéronse allí y se ensalzaron a sí mismos -¡Yo soy, yo, el pueblo del Quiché! Y tú, Tamub, éste será tu nombre. Y a los de Ilocab les dijeron: -Tú, Ilocab, éste será tu nombre. Y estos tres pueblos quichés no desaparecerán, una misma es nuestra suerte, dijeron cuando designaron sus nombres. En seguida dieron su nombre a los Cakchiqueles Gagchequeleb fue su nombre. Asimismo a los de Rabinal, que éste fue su nombre que hasta ahora no han perdido. Y también a los de Tziquinahá, que así se llaman hoy día. Éstos son los nombres que se dieron entre sí. Allá se reunieron a esperar que amaneciera y a observar la salida de la estrella que llega primero delante del sol, cuando éste está a punto de nacer. -De allá venimos, pero nos hemos separado, decían entre sí. Y sus corazones estaban afligidos, y estaban pasando grandes sufrimientos: no tenían comida, no tenían sustento; solamente olían la punta de sus bastones y así se imaginaban que comían, pero no se alimentaban cuando venían. No está bien claro, sin embargo, cómo fue su paso sobre el mar; como si no hubiera mar pasaron hacia este lado. sobre piedras pasaron, sobre piedras en hilera sobre la arena. Por esta razón fueron llamadas Piedras en hilera, Arenas arrancadas, nombres que ellos les dieron cuando pasaron entre el mar, habiéndose dividido las aguas cuando pasaron. Y sus corazones estaban afligidos cuando conferenciaban entre sí, porque no tenían que comer, sólo un trago de agua que bebían y un puñado de maíz. Allí estaban, pues, congregados en la montaña llamada Chi-Pixab. Y habían llevado también a Tohil, Avilix y Hacavitz. Un ayuno completo observaba Balam Quitzé con su mujer Cahá-Paluma, que éste era el nombre de su mujer. Así lo hacían también Balam Acab y su mujer, la llamada Chomihá; y también Mahucutah observaba un ayuno absoluto con su mujer, la llamada Tzununihá, e Iqui Balam con su mujer, la llamada Caquixahá. Y ellos eran los que ayunaban en la oscuridad y en la noche. Grande era su tristeza cuando estaban en el monte que ahora se llama Chi Pixab.
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CAPÍTULO VII Chi-Izmachí es el nombre del asiento de su ciudad, donde estuvieron después y se establecieron. Allí desarrollaron su poder y construyeron edificios de cal y cante bajo la cuarta generación de reyes. Y gobernaron Conaché y Beleheb Queh, el Galel-Ahau. En seguida reinaron el rey Cotuhá e Iztayul, así llamados, Ahpop y Ahpop Camhá, quienes reinaron allí en Izmachí, que fue la hermosa ciudad que construyeron. Solamente tres Casas grandes existieron allí en Izmachí. No había entonces las veinticuatro Casas grandes, solamente tres eran sus Casas grandes, una sola Casa grande de los Cavec, una sola Casa grande de los Nihaib y una sola de los Ahau Quiché. Sólo dos tenían Casas grandes, las dos ramas de la familia los quichés y los Tamub. Y estaban allí en Izmachí con un solo pensamiento, sin animadversiones ni dificultades, tranquilo estaba el reino, no tenían pleitos ni riñas, sólo la paz y la felicidad estaban en sus corazones. No había envidia ni tenían celos. Su grandeza era limitada, no habían pensado en engrandecerse ni en aumentar. Cuando trataron de hacerlo, empuñaron el escudo allí en Izmachí y sólo para dar muestras de su imperio, en señal de su poder y señal de su grandeza. Viendo esto los de Ilocab, comenzó la guerra por parte de los de Ilocab, quienes quisieron ir a matar al rey Cotuhá, deseando tener solamente un jefe suyo. Y en cuanto al Señor Iztayul, querían castigarlo, que fuera castigado por los de Ilocab y que le diesen muerte. Pero su envidia no les dio resultado contra el rey Cotuhá, quien cayó sobre ellos antes que los de Ilocab pudiesen darle muerte al rey. Así fue el principio de la revuelta y de las disensiones de la guerra. Primero atacaron la ciudad y llegaron los guerreros, Y lo que querían era la ruina de la raza quiché, deseando reinar ellos solos. Pero sólo llegaron a morir, fueron capturados y cayeron en cautividad y no fueron muchos de entre ellos los que lograron escapar. En seguida comenzaron a sacrificarlos; los de Ilocab fueron sacrificados ante el dios, y éste fue el pago de sus pecados por orden del rey Cotuhá. Muchos fueron también los que cayeron en esclavitud y en servidumbre; .sólo fueron a entregarse y ser vencidos por haber dispuesto la guerra contra los Señores y contra la ciudad. La destrucción y la ruina de la raza y del rey del Quiché era lo que deseaban sus corazones; pero no lo consiguieron. De esta manera nacieron los sacrificios de los hombres ante los dioses, cuando se libró la guerra de los escudos, que fue la causa de que se comenzaran a hacer las fortificaciones de la ciudad de Izmachí. Allí comenzó y se originó su poderío, porque era realmente grande el imperio del rey del Quiché. En todo sentido eran reyes prodigiosos; no había quien pudiera dominarlos, ni había nadie que los pudiera humillar. Y fueron asimismo los creadores de la grandeza del reino que se fundó allí en Izmachí. Allí creció el temor a su dios, sentían temor y se llenaron de espanto todas las tribus, grandes y pequeñas, que presenciaban la llegada de los cautivos, los cuales eran sacrificados y matados por obra del poder y señorío del rey Cotuhá, del rey Iztayul y los de Nihaib y de Ahau Quiché. Solamente tres ramas de la familia quiché estuvieron allí en Izmachí, que así se llamaba la ciudad, y allí comenzaron también los festines y orgías con motivo de sus hijas, cuando llegaban a pedirlas en matrimonio. Y así se juntaban las tres Casas grandes, por ellos así llamadas, y allí bebían sus bebidas, allí comían también su comida, que era el precio de sus hermanas, el precio de sus hijas, y sus corazones se alegraban cuando lo hacían y comían y bebían en las Casas grandes. -Éstos son nuestros agradecimientos y así abrimos el camino a nuestra posteridad y nuestra descendencia, ésta es la demostración de nuestro consentimiento para que sean esposas y maridos, decían. Allí se identificaron, y allí les dieron sus nombres, se distribuyeron en parcialidades, en las siete tribus principales y en cantones. -Unámonos, nosotros los de Cavec, nosotros los de Nihaib y nosotros los de Ahau Quiché, dijeron las tres familias y las tres Casas grandes. Por largo tiempo estuvieron allí en Izmachí, hasta que encontraron y vieron otra ciudad y abandonaron la de Izmachí.
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CAPÍTULO VII Apercíbense treinta lanzas para volver a la bahía de Espíritu Santo Entretanto que los tres capitanes descubridores fueron y vinieron con la relación de lo que cada uno de ellos había visto y descubierto, el gobernador Hernando de Soto no holgaba ni reposaba, antes, con todo cuidado y vigilancia, entre sí mismo andaba estudiando y previniendo lo que a su ejército convenía. Viendo, pues, que el invierno se acercaba (que esto era ya por octubre), le pareció por aquel año no pasar adelante en su descubrimiento, sino invernar en aquella provincia de Apalache donde había mucho bastimento. Imaginaba enviar por el capitán Pedro Calderón y los demás españoles que con él quedaron en la provincia de Hirrihigua que viniesen a juntarse con él, porque donde estaban no hacían cosa alguna de importancia. Con estos propósitos mandó recoger todo el bastimento que fuese posible. Mandó hacer muchas casas, sin las que el pueblo tenía, para que hubiese alojamiento acomodado para todos sus soldados. Hizo fortificar el sitio, lo que le pareció que convenía, para la seguridad de su gente. No cesó en este tiempo de enviar mensajeros a Capasi, señor de aquella provincia, con dádivas y buenas palabras, rogándole saliese de paz y fuese su amigo. El cual no quiso aceptar partido alguno, antes se hizo fuerte en un monte muy áspero, lleno de ciénagas y malos pasos, que tomó para defensa y guarida de su persona. Ordenadas y proveídas las cosas dichas, mandó el gobernador apercibir al contador Juan de Añasco para que volviese a la provincia de Hirrihigua, por parecerle que este caballero era el capitán más venturoso, que mejores suertes había hecho desde el principio de esta jornada que otro alguno de los suyos, y que hombre tal, con las demás buenas partes que tenía de soldado, era menester para pasar por los peligros y dificultades a que le ofrecía. Con esta consideración le dio orden para que con otras veinte y nueve lanzas que se apercibieron, y la suya treinta, volviese al pueblo de Hirrihigua por el mismo camino que el ejército había traído para que el capitán Pedro Calderón y los demás soldados que con él estaban supiesen lo que su general les mandaba. Provisión fue muy rigurosa para que los que habían de volver casi ciento y cincuenta leguas de tierra poblada de valientes y crueles enemigos, ocupada con ríos caudalosos, con montes, ciénagas y malos pasos, donde, pasando todo el ejército, se había visto en grandes peligros, cuánto más ahora que no iban más de treinta lanzas y habían de hallar los indios más apercibidos que cuando el gobernador pasó, y, por las injurias recibidas, más airados y deseosos de vengarse. Mas todo esto no bastó para que los treinta caballeros apercibidos rehusasen la jornada, antes se ofrecieron a la obediencia con toda prontitud. Los cuales, porque fueron hombres de tanto ánimo y esfuerzo, y que pasaron tantos trabajos, peligros y dificultades, como veremos, será justo queden nombrados y se pongan los nombres de los que la memoria ha retenido. Los que faltaren me perdonen y reciban mi buena voluntad, que yo quisiera tener noticia no solamente de ellos, sino de todos los que fueron en conquistar y ganar el nuevo mundo, y quisiera alcanzar juntamente la facundia historial del grandísimo César para gastar toda mi vida contando y celebrando sus grandes hazañas, que cuanto ellas han sido mayores que las de los griegos, romanos y otras naciones tanto más desdichados han sido los españoles en faltarles quien las escribiese, y no ha sido poca desventura la de estos caballeros que las suyas viniesen a manos de un indio, donde saldrán antes menoscabadas y aniquiladas que escritas como ellas pasaron y merecen. Mas, con haber hecho todo lo que pudiere, habré cumplido con esta obligación, pues para servirles me cupo más caudal de deseos que de fuerzas y habilidad. Los caballeros apercibidos fueron: el contador y capitán Juan de Añasco, natural de Sevilla; Gómez Arias, natural de Segovia; Juan Cordero y Álvaro Fernández, naturales de Yelves; Antonio Carrillo, natural de Illescas (éste fue uno de los trece que con Francisco Hernández Girón se alzaron con el Cozco el año de mil y quinientos y cincuenta y tres); Francisco de Villalobos y Juan López Cacho, vecinos de Sevilla; Gonzalo Silvestre, natural de Herrera de Alcántara; Juan de Espinosa, natural de Úbeda; Hernando Atanasio, natural de Badajoz; Juan de Abadía, vizcaíno; Antonio de la Cadena y Francisco Segredo, naturales de Medellín; Bartolomé de Argote y Pedro Sánchez de Astorga, naturales de Astorga; Juan García Pechudo, natural de Alburquerque; Pedro Morón, mestizo, natural de la ciudad de Bayamo, de la isla de Cuba. Este soldado tuvo una gracia rarísima, que venteaba y sacaba por rastro más que un perro ventor, que muchas veces le acaeció en la isla de Cuba, saliendo él y otros a buscar indios alzados o huidos, sacarlos por el rastro de las matas o huecos de árboles o cuevas en que se habían escondido. Sentía asimismo el fuego por el olor a más de una legua, que muchas veces en este descubrimiento de la Florida, sin que hubiese visto candela ni humo, decía a los compañeros: "Apercibíos, que hay fuego cerca de nosotros". Y lo hallaba a media legua y a una legua. Era grandísimo nadador, como atrás dejamos dicho. Fue con él su compañero y compatriota Diego de Oliva, mestizo, natural de la isla de Cuba.
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Que trata de lo que pasó el gobernador y su gente por el camino y de la manera de la tierra De aqueste río llamado Iguazu, el gobernador y su gente pasaron adelante descubriendo tierra, y a 3 días del mes de diciembre llegaron a un río que los indios llaman Tibagi. Es un río enladrillado de losas grandes, solado, puestas en tanta orden y concierto como si a mano se hobieran puesto. En pasar de la otra parte de este río se rescibió gran trabajo, porque la gente y caballos resbalaban por las piedras y no se podían tener sobre los pies, y tomaron por remedio pasar asidos unos a otros; y aunque el río no era muy hondable, corría el agua con gran furia y fuera. De dos leguas cerca de este río vinieron los indios con mucho placer a traer a la hueste bastimentos para la gente; por manera que nunca les faltaba de comer, y agua a veces lo dejaban sobrado por los caminos. Lo cual causó dar el gobernador a los indios tanto y ser con ellos tan largo, especialmente con los principales, que, además de pagarles los mantenimientos que le traían, les daba graciosamente muchos rescates y les hacía muchas mercedes y todo buen tratamiento; en tal manera, que corría la fama por la tierra y provincia, y todos los naturales perdían el temor y venían a ver y traer todo lo que tenían, y se lo pagaban, según es dicho. Este mismo día, estando cerca de otro lugar de indios que su principal se dijo llamar Tapapirazu, llegó un indio natural de la costa del Brasil, que se llamaba Miguel, nuevamente convertido, el cual venía de la ciudad de la Ascensión, donde residían los españoles que iban a socorrer; el cual se venía a la costa del Brasil porque había mucho tiempo que estaba con los españoles; con el cual se holgó mucho el gobernador, porque de él fue informado del estado en que estaba la provincia y los españoles y naturales de ella, por el muy grande peligro en que estaban los españoles a causa de la muerte de Juan de Ayolas, como de otros capitanes y gente que los indios habían muerto; y habida relación de este indio, de su propia voluntad quiso volverse en compañía del gobernador a la ciudad de la Ascensión, de donde él se venía, para guiar la gente y avisar del camino por donde habían de ir; y dende aquí el gobernador mandó despedir y volver los indios que salieron de la isla de Santa Catalina en su compañía. Los cuales, así por los buenos tratamientos que les hizo como por las muchas dádivas que les dio, se colvieron muy contentos y alegres. Y porque la gente que en su compañía llevaba el gobernador era falta de experiencia, porque no hiciesen daños ni agravios a los indios, mandóles que no contratasen ni comunicasen con ellos ni fuesen a sus casas y lugares, por ser tal su condición de los indios, que de cualquier cosa se alteran y escandalizan, de donde podía resultar gran daño y desasosiego en toda la tierra; y asimesmo mandó que todas las personas que los entendían que traía en su compañía contratasen con los indios y les comprasen los bastimentos para toda la gente, todo a costa del gobernador; y así cada día repartía entre la gente los bastimentos por su propia persona y se los daba graciosamente sin interés alguno. Era cosa muy de ver cuán temidos eran los caballos por todos los indios de aquella tierra y provincia, que del temor que les habían, les sacaban al camino para que comiesen muchos mantenimientos, gallinas y miel, diciendo que porque no se enojasen que ellos les darían muy bien de comer; y por los sosegar, que no desamparasen sus pueblos, asentaban el real muy apartado de ellos, y porque los cristianos no les hiciesen fuerzas ni agravios. Y con esta orden, y viendo que el gobernador castigaba a quien en algo los enojaba, venían todos los indios tan seguros con sus mujeres e hijos, que era cosa de ver; y de muy lejos venían cargados con mantenimientos sólo por ver los cristianos y los caballos, como gente que nunca tal había visto pasar por sus tierras. Yendo caminando por la tierra y provincia el gobernador y su gente, llegó a un pueblo de indios de la generación de los guaraníes, y salió el señor principal de este pueblo al camino con toda su gente, muy alegre a rescebillo, y traían miel, patos y gallinas, y harina y maíz; y por lengua de los intérpretes les mandaba hablar y sosegar, agradesciéndole su venida, pagándoles lo que traían, de que recebía mucho contentamiento; y allende de esto, al principal de este pueblo, que se decía Pupebaje, mandó dar graciosamente algunos rescates de tijeras y cuchillos y otras cosas, y de allí pasaron prosiguiendo el camino, dejando los indios de este pueblo tan alegres y contentos, que de placer bailaban y cantaban por todo el pueblo. A los 7 días del mes de diciembre llegaron a un río que los indios llamaban Tacuari. Este es un río que lleva buena cantidad de agua y tiene buena corriente; en la ribera del cual hallaron un pueblo de indios que su principal se llamaba Aangohi, y él y todos los indios de su pueblo, hasta las mujeres y niños, los salieron a rescebir, mostrando grande placer con la venida del gobernador y gente, y les trujeron al camino muchos bastimentos: los cuales se lo pagaron, según lo acostumbraban. Toda esta gente es una generación y hablan todos un lenguaje, y de este lugar pasaron adelante, dejando los naturales muy alegres y contentos; y así, iban luego de un lugar a otro a dar las nuevas del buen tratamiento que les hacían, y les enseñaban todo lo que les daban; de manera que todos los pueblos por donde habían de pasar los hallaban muy pacíficos, y los salían a recibir a los caminos antes que llegasen a sus pueblos, cargados de bastimentos, los cuales se les pagaban a su contento, según es dicho. Prosiguiendo el camino, a los 14 días del mes de diciembre, habiendo pasado por algunos pueblos de indios de la generación de los guaraníes, donde fue bien rescebido y proveído de los bastimentos que tenían, llegado el gobernador y su gente a un pueblo de indios de la generación que su principal se dijo llamar Tocangucir, aquí reposaron un día, porque la gente estaba fatigada, y el camino por do caminaron fue al Oesnorueste y a la cuarta del Norueste; y en este lugar tomaron los pilotos la altura en 24 grados y medio, apartados del trópico un grado. Por todo el camino que se anduvo, después que entró en la provincia, en las poblaciones de ella es toda tiera muy alegre, de grandes campiñas, arboledas y muchas aguas de ríos y fuentes, arroyos y muy buenas aguas delgadas; y, en efecto, es toda tierra muy aparejada para labrar y criar.
contexto
De los trabajos que tuve llegar a una villa que se dice la Trinidad Ya he dicho que nos quedamos en la Habana ciertos soldados que no estábamos sanos de los flechazos, y para ir a la villa de la Trinidad, ya que estábamos mejores, acordamos de nos concertar tres soldados con un vecino de la misma Habana, que se decía Pedro de Ávila, que iba asimismo aquel viaje en una canoa por la mar por la banda del sur, y llevaba la canoa cargada de camisetas de algodón, que iba a vender a la villa de la Trinidad. Ya he dicho otras veces que canoas son de hechura de artesas grandes, cavadas y huecas, y en aquellas tierras con ellas navegan costa a costa; y el concierto que hicimos con Pedro de Ávila fue que daríamos diez pesos de oro porque fuésemos en su canoa. Pues yendo por la costa adelante, a veces remando y a ratos a la vela, ya que habíamos navegado once días en paraje de un pueblo de indios de paz que se dice Canarreon, que era términos de la villa de la Trinidad, se levantó un tan recio viento de noche, que no nos pudimos sustentar en la mar con la canoa, por bien que remábamos todos nosotros; y el Pedro de Ávila y unos indios de la Habana y unos remeros muy buenos que traíamos, hubimos de dar al través entre unos ceborucos, que los hay muy grandes en aquella costa; por manera que se nos quebró la canoa y el Ávila perdió su hacienda, y todos salimos descalabrados de los golpes de los ceborucos y desnudos en carnes; porque para ayudarnos que no se quebrase la canoa y poder mejor nadar, nos apercibimos de estar sin ropa ninguna, sino desnudos. Pues ya escapados con las vidas de entre aquellos ceborucos, para nuestra villa de la Trinidad no había camino por la costa, sino malos países y ceberucos, que así se dicen, que son las piedras con unas puntas que salen dellas que pasan las plantas de los pies, y sin tener que comer. Pues como las olas que reventaban de aquellos grandes ceborucos nos embestían, y con el gran viento que hacía llevábamos hechas grietas en las partes ocultas que corría sangre dellas, annque nos habíamos puesto delante muchas hojas de árboles y otras yerbas que buscamos para nos tapar. Pues como por aquella costa no podíamos caminar por causa que se nos hincaban por las plantas de los pies aquellas puntas y piedras de los ceborucos, con mucho trabajo nos metimos en un monte, y con otras piedras que había en el monte cortamos corteza de árboles, que pusimos por suelas, atadas a los pies con unas que parecen cuerdas delgadas, que llaman bejucos, que hacen entre los árboles; que espadas no sacamos ninguna, y atamos los pies y cortezas de los árboles con ello lo mejor que pudimos, y con gran trabajo salimos a una playa de arena, y de ahí a dos días que caminamos llegamos a un pueblo de indios que se decía Yaguarama, el cual era en aquella sazón del padre fray Bartolomé de las Casas, que era clérigo presbítero, y después le conocí fraile dominico, y llegó a ser obispo de Chiapa; y los indios de aquel pueblo nos dieron de comer. Y otro día fuimos hasta otro pueblo que se decía Chipiona, que era de un Alonso de Ávila e de un Sandoval (no digo del capitán Sandoval el de la Nueva España), y desde allí a la Trinidad; y un amigo mío, que se decía Antonio de Medina, me remedió de vestidos, según que en la villa se usaban, y así hicieron a mis compañeros otros vecinos de aquella villa; y desde allí con mi pobreza y trabajos me fui a Santiago de Cuba, adonde estaba el gobernador Diego Velázquez, el cual andaba dando mucha prisa en enviar otra armada; y cuando le fui a besar las manos, que éramos algo deudos, él se holgó conmigo, y de unas pláticas en otras me dijo que si estaba bueno de las heridas, para volver a Yucatán. E yo riendo le respondí que quién le puso nombre Yucatán; que allí no le llaman así. E dijo: "Melchorejo, el que trajistes, lo dice." E yo dije: "Mejor nombre sería la tierra donde nos mataron la mitad de los soldados que fuimos, y todos los demás salimos heridos." E dijo: "Bien sé que pasasteis muchos trabajos, y así es a los que suelen descubrir tierras nuevas y ganar honra, e su majestad os lo gratificará, e yo así se lo escribiré; e ahora, hijo, id otra vez en la armada que hago, que yo haré que os hagan mucha honra." Y diré lo que pasó.