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CAPÍTULO VI Gobierno temporal, económico y religioso de los misioneros Bien es que tratemos del porte en lo temporal y espiritual de los Misioneros, para mejor entender lo que luego se dirá de los indios. En el pueblo de la Candelaria, que está en medio, tiene su asiento ordinario un Misionero que es el Superior de todos los demás, con la autoridad de un Rector de un colegio. Él cuida como en los colegios, de las necesidades temporales y espirituales de todos. Como el Rey, por percibir diezmos, da renta a los eclesiásticos, como ya se dijo, la da a eéstos treinta Curas, y es 466 pesos y cinco reales a cada uno, sea grande o pequeño el pueblo, con uno o más compañeros. Esta renta no la perciben los Curas, por ajustarse más al voto de pobreza: percíbela el Superior. Este tiene en aquel pueblo, además del Cura y su Compañero, un hermano Coadjutor como administrador de esta renta, que hace traer con ella de Buenos Aires vestuario interior y exterior para todos, calzado, aceite y vinagre, vino y cuanto se suele gastar en un colegio, que no se halla en aquellos pueblos; si se halla, lo compra como si lo comprara a un español, y lo pone con el conjunto de la comunidad. Tiene en su pueblo bodega y almacén; ocho indios sastres y zapateros, que hacen sus oficios para todos a la medida del pie y cuerpo de cada particular, a los cuales les paga cumplidamente su trabajo; y en los meses de sementera, se remudan cada semana con otros tantos. No da el Rey sínodo para el Procurador ni Superior, ni para dos o tres Coadjutores más que entienden de cirugía y botica, y son los únicos médicos que allá tenemos; ni para algún otro pintor o arquitecto, que de tiempo en tiempo suele haber, para enseñar a los indios. Sólo lo da a los treinta Curas; y de esta renta se sustenta el Superior con los otros cinco o seis: la que bien manejada en manos de uno, basta para todos. Al principio señaló el Rey por sínodo doblada renta: novecientos treinta y tres pesos y dos reales, por ser la que se da en el Perú a los Curas, así seculares como regulares, de que hay muchos de varias religiones; pero los Nuestros no quisieron admitir más de la mitad, alegando que, en el ejercicio de nuestros ministerios, no solíamos tomar más que lo preciso para vestido y alimento; y que en aquella tierra donde las cosas eran más baratas que en el Perú, bastaba la mitad. Pasando por la Candelaria conduciendo tres Demarcadores mostré al principal la Cédula Real que esto decía, y tuvo harto que admirar, atenta la fama común de los Jesuitas. Cada mes envían los Curas por vino, y con esa ocasión piden la ropa interior o exterior que necesitan para sí y sus compañeros, y cualquiera otra cosa de que hubiera necesidad, y son proveídos prontamente. Se envía un frasco ordinario para cada semana para cada uno; vino para todo el mes para Misas, y como no son bebedores, hay bastante con esto. No se toma del pueblo cosa ninguna de éstas: sólo se toma lo que no puede dar el hermano Coadjutor que hace de Procurador (que dista de algunos pueblos más de 50 leguas), como son huevos, pescado, hortaliza, legumbres, y trigo. Lo que se puede comprar, como son huevos, se compran con las cosas que más estiman los indios, no porque ellos pidan paga: que sin ella lo dieran todo por agradecidos que están al bien que se les hace, y andamos tras los Mayordomos para que no pidan a los indios cosa alguna sin pagar; los que, sabiendo que es para los Padres, todo lo dan luego. Las demás cosas que se hacen de comunidad, como legumbres, trigo, etc., se las pagamos o resarcimos de otro modo. Para eso, envía el Superior por Navidades a cada Cura una buena cantidad de cuchillos, tijeras, agujas, abalorios, sal, que no la hay allí y se compra de fuera, y es cosa de que gusta mucho el indio; jabón, y otras cosillas, para que a cada uno se vaya dando, no sólo al que le lavó la ropa, al sacristán que le remendó algo, a los hortelanos, a los que le trasladaron algo por escrito, que algunos hacen muy buena letra, sino a todos los demás que tuvieron parte en lo que hicieron por junto. Y estas cosas las compra el P. Superior con la renta sinodal. En todo esto se mira a hacer por caridad puramente lo que se hace por ellos, y el sínodo del Rey miramos como la renta que tiene un colegio de su fundador. Los seglares de entidad, de razón y equidad, que algunas veces van a estos pueblos por negocios del Gobernador, o por otro título, viendo ese desinterés, exclaman: Pues ¿no está el Padre cuidando de toda la hacienda como un tutor de sus pupilos, como un capataz, como un mayordomo, y finalmente con el afán de un padre de familia en una casa? ¿Pues esto, no es cosa estimable? El sínodo del Rey es por oficio de Cura meramente, como se da a los Curas de otras partes, en que no cuidan de lo temporal: no por ser capataz, mayordomo, procurador, etc. Cualquiera de nosotros que hiciera lo que el Cura, no sería bien pagado con 700 u 800 pesos al año. ¿Cómo no dan eso los pueblos a sus Curas, pues esto lo pide la justicia? Como hombres de mundo, que no tratan de perfección, y su norte en sus acciones y oficios es adquirir riquezas y honras, les es tan difícil esto, como a nosotros fácil: y así les repondemos: ¿No ven en Buenos Aires al Padre que es maestro de escuela, de Gramática, y Filosofía, que están quebrantándose la cabeza tarde y mañana con aquellos muchachos, trabajando tanto para su bien? Ya ven que nada piden ni reciben. Bien vemos que en todo rigor debían dar los indios al Cura por su trabajo temporal, a que no está obligado, 500 ó 600 pesos al año, pues sin él, nada tuvieran. Bien sabemos que si dijéramos a los indios que queríamos tomar esa paga de la hacienda del pueblo, luego darían el sí. Pero así como aquellos oficios de los colegios se hacen sin interés, por mera caridad; así hacemos esto por lo mismo, para tener mérito para el cielo. Y como vemos que sin ese trabajo no podemos conseguir el provecho de aquellos pobrecitos, que es nuestro primario objeto, nos es esto nuevo motivo para el desinterés. Felipe V, en la Cédula citada de 43, dice que el Obispo Fajardo de la Orden de la Merced (conocile en Buenos Aires) de resulta de la Visita de los 30 pueblos, pues visitó también los 13 que pertenecían al Obispado del Paraguay, a petición de su Sede-Vacante, le dice que en los días de su vida vio desinterés semejante al que veía en aquellos Padres: pues ni para su vestido, calzado ni otra cosa se valían de los indios, siendo así que ellos estaban continuamente afanados no sólo por su bien espiritual, sino también temporal. Esto piensan los hombres de seso, los prudentes y bien intencionados que ven aquello. Pero los malignos, los que hablan sin examen, o no han visto lo que hay, y que, si lo han visto, ha sido sólo de paso, sin enterarse de la materia, y que todo lo sospechan y echan a mala parte, piensan que sacamos de allí mil intereses. De esta calidad serían los que encajaron al General portugués, que sacábamos millón y medio de pesos anualmente; y los que quisieron hacer creer el Prelado el Arzobispo de Burgos, Señor Arellano que de sola yerba sacábamos cada año un millón de pesos para nuestro P. General. Y el que poco ha sacó a luz un tomo de Reino Jesuítico, que desde la primera hasta la última palabra es una falsedad, una pura sospecha y juicios temerarios, sin pruebas ni razones, más que porque él lo dice. La verdad de todo, con toda sinceridad es lo que aquí se dice. Convido a todo el mundo a que envíe a aquellos pueblos los jueces más justos y rigurosos y, prevenidos de intérpretes muy peritos y fieles, examinen con este papel en la mano todo lo que se ha dicho y dirá. Dicho ya con toda brevedad el gobierno económico y temporal de los Padres, digamos algo del espiritual y regular. Tiene el Superior cuatro Consultores, y Admonitor, como en los colegios: éste para que le avise de sus defectos, aquéllos para consultar con ellos todas las cosas de monta, y son de aquellos que habitan más cerca de la Candelaria, y los más graves y experimentados. Hay un libro de Órdenes hecho por los Provinciales, que fueron Misioneros muchos años, y por eso muy prácticos en el asunto: en él se trata de nuestro porte religioso y del gobierno de los indios en lo espiritual, político y económico y militar; y se ordenan y mandan en él las cosas más menudas y particulares. Este libro lo tienen los Curas y Compañeros, y se lee por media hora cada semana en presencia de los dos o tres, o más, que hubiere en el pueblo. El Superior anda con frecuencia visitando los pueblos todos, y examinando con suavidad si se cumplen; y si eso no basta, con penitencia y rigor. Como todos obran según ese libro, y ninguno puede por su cabeza hacer cosa distinta, sin que haya reprensión o penitencia, todo anda uniforme. De que se pasman los españoles que pasan, viendo que las modas, costumbres, usos y distribuciones son las mismas en cada pueblo que en otro. No sabe el libro que hay de ello y lo que se cela su observancia. Cuando el P. Superior reprende a alguno, no estando en el pueblo del culpado, envía el papel de represión al Compañero, si es algún anciano, o a otro del pueblo más cercano, con orden de que vaya a leérselo al reo a su pueblo; el cual lo oye de rodillas, como en los colegios, y después le despacha por todos los pueblos para que todos le vean. Hay órdenes repetidas por los Generales para que no envíen a aquellos pueblos ni a otras Misiones a cualquiera, sino a sujetos muy probados en virtud. Esto debía bastar para que todo fuese muy regular; y para ayudar a que así sea, hay la frecuente visita de los Superiores y la continua práctica de avisos, reprensiones y penitencias, con la mucha caridad que las usa nuestra religión. Y si alguno no se porta como debe, luego el Provincial lo quita de Cura, y le pone por súbdito de otro (que los Curas son Superiores de los que están en su pueblo) o le saca a los colegios. Y ésta es la causa porque hay pocos expulsos de los Misioneros: de que se jacta el autor de aquel desatinado libro que acabamos de insinuar, suponiendo que hay muchos delitos, y no menos que de homicidios, de hurtos muy crecidos y de lujuria, y que se permiten sin expeler a nadie. No trae pruebas de ellos, sino sólo sospechas temerarias; pues de lo poco que alega para ellas, se infiere lo contrario de lo que dice, en el juicio de cualquiera hombre cuerdo. Tal cual expulso suele haber, aunque él dice que ninguno. El oficio de Cura es algo impropio de todo religioso, que entró en la religión para servir en el Monasterio debajo de un Superior presente. De la nuestra no es tan impropio por ser religión de clérigos. No obstante, por no ser otra cosa tan conforme, hubo a los principios mucha contradicción de los nuestros en orden a recibir Curatos, de manera que quebraron con el Virrey, que instaba a que los recibieran en el Perú. Convertían muchas naciones de indios, ya de alguna cultura, que cultivaban la tierra, y se sustentaban en forma de república en pueblos ya de otros muy bárbaros, como los de nuestro asunto. Después de reducidos a vida racional, política y cristiana, los entregaban al Obispo para que pusiese Curas clérigos. Como la pobreza del indio, especialmente de los que son de la calidad de nuestro asunto, más necesitan de Cura que les sustente, afanándose en buscar bienes temporales sobre los espirituales sin interés ninguno, que de quien busque de ellos rentas y obvenciones para enriquecerse a sí o a sus parientes; y éstos les pedían de sus pobres cosechas y alhajas estipendio por Misas, casamientos, entierros y demás ministerios, se volvían a su gentilismo, desamparando los pueblos, y los Curas a su casa. Viendo nuestros Misioneros estas desgracias repetidas en muchas partes, y juntándose a ello el orden o exhortación del Rey, admitieron los Curatos, por no perder sus trabajos, en que varios derramaban su sangre, y porque no se perdiese aquella cristiandad. En todos tiempos mueren mártires varios Misioneros a manos de los bárbaros. En mi tiempo han muerto de esta suerte cinco de mis compañeros; y yo he estado algunas veces destinado y buscado para este sacrificio, pero no lo han merecido mis pecados. En los Guaraníes de que hablamos, murieron a sus bárbaras manos a los principios hasta cinco, y otros fueron heridos. De los que hemos venido ahora desterrados a Italia, han venido dos con las cicatrices de las saetas, con que les hirieron los infieles, entendiendo en su conversión; porque ya de los Misioneros de los Guaraníes, ya de los que estaban en los colegios, no cesaban las Misiones a los infieles, siempre que se abría puerta para ellas. Los Provinciales, por privilegios pontificios y Cédulas reales, pueden remover de los Curatos a sus súbditos sin dar razón del motivo para ello: porque son AMOVIBILES AD NUTUM SUPERIORIS; el mismo privilegio tienen las demás religiones, pero no pueden poner otro. Es menester para eso presentación real y canónica colación. En toda la América el Rey es el patrón que presenta los Curatos y demás oficios eclesiásticos, y en su lugar el Virrey o Gobernador de cada Obispado. Cuando el Obispo quiere poner algún Cura, presenta al Gobernador tres en primero, segundo y tercero lugar, para que elija como Vice-Patrono Real; éste presenta el electo al Obispo, y el Obispo le da la colación y elección canónica. El Provincial regular presenta tres del mismo modo, primero, segundo y tercero al Gobernador; y éste al Obispo el que eligió; y el Obispo le da la colación, y el Cura hace la protestación de la fe, toma posesión de las llaves de la iglesia, con todas las demás ceremonias canónicas. Como nuestros pueblos son muchos, y a tiempos está el Provincial distante 300 y 400 leguas del pueblo o Curato que vacó, y el Gobernador y Obispo algunos centenares de leguas, pide licencia a estos dos Superiores, para poner interino por medio del Superior, mientras él se puede informar de más cerca, para ver a quién puede y debe presentar, y siempre se la dan. Él viene en su trienio (que muchas veces en la América es cuadrienio por privilegio, y de ahí no pasa) una o dos veces a todos los pueblos. Acabada su Visita, en que se informó de todo, hace presentación al Vice-Patrón; y suele ser de muchos Curas, unos que quita, otros que muda, de que han tomado ocasión los inconsiderados para publicar que el Provincial es Gobernador, y Obispo, y que quita y pone Curas a su antojo. El Gobernador, como ve que no hay oposición, ni pretensión: que un Curato no es renta más pingüe que otro, y no los conoce bien, apenas cuida de los sujetos; porque para tales Curatos no bastan letras y virtud solamente, sino también son menester otras prendas de gobierno y economía que el Provincial sabe; y está satisfecho que éste no desea más que el bien de aquellos pueblos, y que le propone los más aptos, por vía de prudencia y buen gobierno elige siempre al que va en primer lugar, aunque pudiera elegir otro, y lo mismo hace el Obispo; y así es verdad que en el Provincial consiste que éste y no aquél sea Cura, pero es porque así lo quieren para el bien común los que gobiernan, y con toda subordinación a ellos. Estos puntos no examinados, los émulos e imprudentes los llevan a mal, censurando a los Superiores. El Marqués de Valdelirios, superior de los Demarcadores de la línea divisoria, sujeto de muchas prendas, estaba impresionado de estos delatores, en varios puntos, especialmente en que no se cumplían las regalías dichas en la colación de los Curatos, o que se hacía una pura ceremonia. Informándole yo en una larga conferencia de dos horas de todo lo que va dicho, y cómo constaba todo de las firmas de los Obispos y Gobernadores, y tratándole juntamente de lo que acababa de suceder con uno de los principales Demarcadores, conociendo y confesando éste no haber querido nosotros admitir todo el sínodo, a lo primero quedó admirado, y mostraba que se gozaba de ello: y a lo segundo, admirándose mucho más, exclamó: pues allá en el Perú (es natural de aquel Reino) averiguamos que un Provincial (y nombró la religión que yo callo) sacó de la Visita de cuatro Curatos que tienen sus frailes, treinta mil pesos; y prosiguió ponderando la codicia de aquellas partes. Este su Demarcador, que también es peruano, me afirmó que eran imponderables las sumas de dinero que sacaban de aquellos indios, que no son como nuestros Guaraníes, sino indios muy capaces y de economía y gobierno, como descendientes de los ingas del Perú, en otro tiempo, entre quienes corre plata y oro, como quienes están en medio de estos estimados metales. Decía también que el Provincial insinuado, el día de su elección, cada Cura de los cuatro le daba mil pesos; y así lo confirmaban también los familiares de un Obispo que con él vinieron del Perú; y añadió que comúnmente estaban dando dinero al Provincial para que no les sacase del Curato, y que en él mantenían a sus padres y parientes. Yo no creo todo esto: sino que hay mucha exageración en los relatores, aunque no se mostraban desafectos a la tal religión; pero prueba aún algo muy distinto del desinterés de nuestras Misiones, de donde nada se saca, ni para Provincial, ni para colegios, ni para sí, ni para sus parientes, sino que después de poner todo cuidado en lo espiritual de los indios, como en lo que más importa, se afana por buscarles hacienda como a pobres pupilos, como medio para lo espiritual. Hay renovación de votos con su triduo, oración mental, y demás ejercicios espirituales, como en el colegio: para eso junta el Superior en dos o tres pueblos a los que han de renovar; va allá; hace su plática, o la encarga a algún Padre de los más graves, toma cuenta de conciencia, y se leen en presencia de todos, al fin de los tres días, las faltas que en cada uno se han notado, para que se enmiende; para todo lo cual, y para la confesión general que se hace desde los seis meses antecedentes, lleva consigo uno o dos Padres ancianos. Se hacen ejercicios de ocho días, y en ésos, y el triduo, nunca se dispensa, aunque sean muchas y muy particulares las ocupaciones. El Cura los hace en otro pueblo, para que no le distraigan las ocupaciones del suyo. En ese tiempo se da de mano a toda ocupación y cuidado. El Compañero, que no tiene ese cuidado, los hace en el suyo, o en otro. Todo está así ordenado, y se practica. Por Cuaresma se mudan todos los Curas, y todos hacen misión por ocho días a otro pueblo, así para afervorizar más a los indios, como para que tengan libertad de confesarse, sin la vergüenza que suele causar hacerlo con el que ve y trata cada día. Todos los domingos hay plática doctrinal a todo el pueblo; y todos los días de precepto hay sermón en forma. Todos los días, excepto los jueves, el sábado y los días de fiesta, se enseña la doctrina a los muchachos de ambos sexos. El sábado por la tarde, después del Rosario, hay Salve cantada con toda la música, y por eso no hay doctrina. Guárdase clausura en las casas como en los colegios; de manera que jamás entra mujer alguna, ni en el principio de los patios. Hay dos patios: uno principal que tiene al oriente, y en algunos pueblos al poniente, todo lo largo de la iglesia; al sur o mediodía, una hilera de aposentos de nuestra vivienda, que regularmente son seis y anterrefectorio y refectorio. A poniente, la cocina, almacenes de los mayordomos, sala donde se guardan los vestidos de los Cabildantes, militares y danzantes, y la armería de bocas de fuego, flechas y saetas y el aposento del portero, que siempre es un viejo, el cual cierra las puertas desde las Avemarías hasta un cuarto de hora antes de acabarse la oración, y desde examen antes de comer hasta después de las dos; y también están allí las escuelas de leer y escribir, de música y danzas. Los nuestros son tantos, por los huéspedes que frecuentemente pasan y para las fiestas eclesiásticas, especialmente la del patrón del pueblo, que se hace con singular solemnidad, y se convida de otro pueblo al predicador, y los tres de la Misa, con otros, y suelen estar de dos en dos en los aposentos. Cuando viene el P. Provincial, suele haber durante la Visita ocho o diez Padres: su Secretario, su Coadjutor y el Superior, que siempre anda con él, y algunos otros que vienen a consultar negocios. Algunos del ejército de la línea divisoria murmuraban de que, para dos sujetos, hubiese seis o siete aposentos, hasta que se informaron de la necesidad de ello. Cuando no hay estas necesidades, están ocupados por pintores y escribientes. Al norte está la portería con su pared y ancho corredor o soportal, por dentro y fuera, sin aposentos y oficinas: suele ser este patio de 70 a 80 varas en cuadro. El segundo y menos principal patio es en el que se matan las vacas y se hacen las raciones; alrededor, con soportal ancho, están todas las oficinas con sus oficiales mecánicos, de que hemos hablado; y es mayor que el primero. Todos estos aposentos y oficinas, con todas las demás fábricas del pueblo, son de un suelo: no hay altos; y lo mismo sucede en todas las demás ciudades de españoles, excepto Buenos Aires, en que van haciendo algunas casas de un alto; y no porque haya terremotos, como en el Perú y Chile, sino por mera conveniencia. Lo mismo es en las ciudades de la China. No salen los Padres a las casas de los indios a visitar, sino a administrar sacramentos. Cuando se va a alguna confesión de enfermos, sale el Padre con un Santo Cristo al cuello y una Cruz en la mano de dos varas de alto, y grueso como el dedo pulgar, que le sirve de báculo: y acompañado de un enfermero que llaman CURUZUYÁ, porque siempre anda con una cruz como la del Padre, y son los médicos de que hablaré después. El enfermero lleva una pequeña estera debajo del brazo; un monacillo, una silla de las que se doblan, un candelero con su vela y un vaso de agua bendita con su hisopo; la silla es para que se siente el Padre a oír la confesión, que raro indio usa ni tiene silla; la estera para poner debajo de los pies, porque el indio enfermo suele tener fuego debajo y al lado de la cama, y está aquello sucio con ceniza y rescoldo, que es donde el Padre se sienta; la vela para encenderla, si es mujer la enferma: que suelen tener oscuros sus aposentos. No dan poco que admirar estas cosas tan santas a los españoles cuerdos, que pasan por allí y cuentan a los suyos con edificación; pero los émulos, apasionados y maldicientes todo lo echan a mala parte. Los demás sacramentos de Viático y Extremaunción se les administran con grande devoción y con aderezos muy lucidos, y con mucho cuidado y prontitud, de día y de noche, según la necesidad; de manera que si por culpa de sus domésticos, o de los médicos, por no haber avisado con tiempo, murió alguno sin alguno de ellos, luego sin remedio lleva el culpado una vuelta de azotes, que es el castigo ordinario. Se le dice también la recomendación del alma, aunque no tan necesaria, con mucho cuidado, y los monacillos saben muy bien responder a su contenido. Los Baptismos se hacen con solemnidad los domingos. Hay pueblos en que hay cada domingo 16 y 20 Baptismos solemnes: hácense a las dos y tres de la tarde, y es función bien larga. Hay para este sacramento en todos los pueblos vasos de plata harto preciosos, y el baptisterio está con mucho adorno de dorado y pintura. Remúdanse el Cura y el Compañero por semanas en estos ministerios; aunque como el Cura tiene tanto que cuidar en lo temporal, el Compañero suele llevar la mayor carga en lo espiritual, haciendo lo que toca al Cura en su semana. Nunca hay contienda en esto: antes bien lo ordinario es andar el Cura tras el Compañero para que no trabaje tanto, y que deje algo para él. En echar la bendición y acción de gracias en el refectorio, decir la misa en el altar mayor, leer el libro moral y el de órdenes lunes y viernes, como no es cosa de trabajo especial, ni que impida al Cura sus cuidados, se mudan por semanas. En el conversar con mujeres se ha puesto aquí más cuidado y recato que el que usamos en otras partes con las españolas, por haber advertido que este recato (aunque nimio si lo hay en la materia) les edifica aún más, que a la gente culta. Nunca se visita mujer alguna. Nunca se le da en la mano cosa alguna. Si es menester darlas un rosario, medalla, etcétera, se la da el Padre al indio que está al lado para que éste se lo dé a la india: nunca se habla con mujer alguna a solas. Si alguna trae algún negocio, da cuenta al Alcalde viejo; éste avisa al Padre: y en la iglesia o en la portería hacia la plaza en público la oye, estando presente el Alcalde: si de suyo pide secreto, lo hace a la vista, lo más cerca que se puede: y no habla con ella si no es en estos dos parajes. La distribución cuotidiana es ésta: A las 4 en verano, se toca a levantar. A las 5 en invierno. A las 4 y media en otoño y primavera. A las 4 y media toca la campana de la torre a las Avemarías: a las 4 y media a oración mental. A las cinco y cuarto abre la puerta el portero para que entren los sacristanes y cocinero. A las 5 y media, a salir de oración con la campana chica de los Padres, y con la de la torre, a Misa. Dice inmediatamente Misa uno en el altar mayor, el otro en el colateral. Acabada ésta, va a dar el Viático o Extremaunción al que lo necesita, o hace algún entierro, y como son pueblos grandes, pocas veces falta. Si corre prisa antes, aunque sea a media noche, se va con toda presteza. Después de esto, a rezar horas menores, confesiones de enfermos, de sanos en la iglesia: a las diez y cuarto, a examen: después a comer, quiete o conversación, en que también se toca a salir: siesta hasta las dos: a las dos se toca la campana grande a vísperas. Se abre la portería, y entran los sacristanes con los oficiales mecánicos, maestros de escuela con sus discípulos, etc. A las 5, a rezar los muchachos, y pregúntales la Doctrina un Padre: acabada ésta, toca la campana grande al rosario, viene el pueblo, y se reza a coros, asistiendo los Padres. Al fin se dice el Acto de contrición y cantan los músicos del Bendito y alabado, respondiendo todo el pueblo a cada cláusula, un día en su lengua y otro día en castellano. Hecho esto, se van los Padres a su rezo del Oficio, haciendo antes algún ministerio de confesión de enfermos, Viático, etc., que se hacen en estos dos tiempos, después de Misa y Rosario, cuando no hay priesa. Después a su lección espiritual, etc., hasta cenar, a que se toca a las 7 en verano y a las 8 en invierno; después a quiete, leer los puntos para la oración, y acostar a las 9. De suerte que en todo el día se toca once veces la campana de los Padres a todas las distribuciones que en los colegios, lo que se practica puntualmente. Causa esto tanta edificación a los buenos, que hallándome yo en tiempo de la línea divisoria en un pueblo con uno de los principales oficiales del ejército que estuvo allí unos días, a negocios de su General; y siguiendo y ajustándose él a esta distribución en lo que podía, no acababa de alabar nuestro particular método y concierto: diciendo que no había cosa más prudentemente dispuesta, no sólo para el alma, sino también para el cuerpo, con tiempo de orar, rezar y parlar con toda moderación y cristiandad. Aunque haya muchos huéspedes, nunca se deja esta distribución. En la Cuaresma es mucho lo que hay que trabajar en los ministerios espirituales. Dos veces a la semana se predica el ejemplo, además de la plática doctrinal el domingo. Desde Septuagésima hasta la octava del Corpus se da por privilegio para cumplir con la iglesia: y el mismo tienen los Curas rurales de españoles por la penuria de sacerdotes. Vienen a confesarse para cumplir con el precepto por parcialidades o cacicazgos por su lista. Cada Padre suele confesar cada día 40 ó 50. Pídeles con mucha cuenta la Cédula de confesión y comunión. Todos los días hay esas tareas de confesiones de precepto, que suelen llegar a tres mil, y en pueblos grandes a cuatro y cinco mil. Y como se confiesan muchos en cada fiesta por devoción, suelen llegar al año a diez mil: lo que se sabe por las formas de la comunión, que se apuntan. Así sucede en Yapeyú y en otros, que en los años pasados casi le igualaban en lo grande. Este es el gobierno, observancia regular, y ministerios de los Padres. Ya es tiempo que volvamos a los indios.
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Capítulo VI 81 De la fiesta llamada panquezalizthi, y de los sacrificios y homicidios que en ella se hacían; y cómo sacaban los corazones y los ofrecían, y después comían los que sacrificaban 82 En aquellos días de los meses que arriba quedan dichos, en uno de ellos que se llamaba panquezalizthi, que era el catorceno, el cual era dedicado a los dioses de México, mayormente a dos de ellos que se decían ser hermanos y dioses de la guerra, poderosos para matar y destruir, vencer y sujetar; pues en este día, como pascua o fiesta más principal, se hacían muchos sacrificios de sangre, así de las orejas como de la lengua, que esto era muy común; otros se sacrificaban de los brazos y pechos y de otras partes del cuerpo; pero porque en esto de sacarse un poco de sangre para echar a los ídolos, como quien esparce agua bendita con los dedos, o echar la sangre en unos papeles y ofrecerlos de las orejas y lengua a todos y en todas partes era general; pero de las otras partes del cuerpo en cada provincia había su costumbre; unos de los brazos, otros de los pechos, que en esto de las señales se conocían de qué provincia eran. Demás de estos y otros sacrificios y ceremonias, sacrificaban y mataban a muchos de la manera que aquí diré. 83 Tenían una piedra larga, de una brazada de largo, y casi palmo y medio de ancho, y un buen palmo de grueso o de esquina. La mitad de esta piedra estaba hincada en la tierra, arriba en lo alto encima de las gradas, delante del altar de los ídolos. En esta piedra tendían a los desventurados de espaldas para los sacrificar, y el pecho muy tenso, porque los tenían atados los pies y las manos, y el principal sacerdote de los ídolos o su lugarteniente, que eran los que más ordinariamente sacrificaban, y si algunas veces había tantos que sacrificar que éstos se cansasen, entraban otros que estaban ya diestros en el sacrificio, y de presto con una piedra de pedernal con que sacan lumbre, de esta piedra hecho un navajón como hierro de lanza, no mucho agudo, porque como es piedra muy recia y salta, no se puede hacer muy aguda; esto digo porque muchos piensan que eran de aquellas navajas de piedra negra, que en esta tierra las hay, y sácanlas con el filo tan delgado como de una navaja, y tan dulcemente corta como navaja, sino que luego saltan mellas; con aquel cruel navajón, como el pecho estaba tan tenso, con mucha fuerza abrían al desventurado y de presto sacábanle el corazón, y el oficial de esta maldad daba con el corazón encima del umbral del altar de parte de fuera, y allí dejaba hecha una mancha de sangre; y caído el corazón, estaba un poco bullendo en la tierra, y luego poníanle en una escudilla delante del altar. Otras veces tomaban el corazón y levantábanle hacia el sol, y a las veces untaban los labios de los ídolos con la sangre. Los corazones, a las veces los comían los ministros viejos; otras los enterraban, y luego tomaban el cuerpo y echábanle por las gradas abajo a rodar; y allegado abajo, si era de los presos en guerra, el que lo prendió, con sus amigos y parientes llevábanlo, y aparejaban aquella carne humana con otras comidas, y otro día hacían fiesta y le comían; y el mismo que le prendió, si tenía con qué lo poder hacer, daba aquel día a los convidados, mantas; y si el sacrificado era esclavo no le echaban a rodar, sino abajábanle a brazos, y hacían la misma fiesta y convite que con el preso en guerra, aunque no tanto con el esclavo; sin otras fiestas y días de más de muchas ceremonias con que las solemnizaban, como en estotras fiestas parecerá. Cuanto a los corazones de los que sacrificaban, digo: que en sacando el corazón a el sacrificado, aquel sacerdote del demonio tomaba el corazón en la mano, y levantábale como quien le muestra a el sol, y luego volvía a hacer otro tanto a el ídolo, y poníasele delante en un vaso de palo pintado, mayor que una escudilla, y en otro vaso cogía la sangre y daban de ella como a comer a el principal ídolo, untándole los labios, y después a los otros ídolos y figuras del demonio. En esta fiesta sacrificaban de los tomados en guerra o esclavos, porque casi siempre eran de éstos los que sacrificaban, según el pueblo, en unas veinte, en otros treinta, en otros cuarenta, y hasta cincuenta y sesenta; en México sacrificaban ciento, y de ahí arriba. 84 En otro día de aquellos ya nombrados se sacrificaban muchos, aunque no tantos como en la fiesta ya dicha; y nadie piense que ninguno de los que sacrificaban matándoles y sacándoles el corazón, o cualquiera otra muerte, que no era de su propia voluntad, sino por fuerza, y sintiendo muy sentida la muerte y su espantoso dolor. Los otros sacrificios de sacarse sangre de las orejas o lengua, o de otras partes, estos eran voluntarios casi siempre. De aquellos que así sacrificaban, desollaban algunos, en unas partes dos o tres, en otras cuatro o cinco, en otras, diez, y en México, hasta doce o quince, y vestían aquellos cueros, que por las espaldas y encima de los hombros, dejaban abiertos, y vestido lo más justo que podían, como quien viste jubón y calzas, bailaban con aquel cruel y espantoso vestido; y como todos los sacrificados o eran esclavos o tomados en la guerra, en México para este día guardaban alguno de los presos en la guerra, que fuese señor o persona principal, y a aquél desollaban para vestir el cuero de él el gran señor de México, Moteuczoma, el cual con aquel cuero vestido bailaba con mucha gravedad, pensando que hacía gran servicio a el demonio que aquel día honraban; y esto iban muchos a ver como cosa de gran maravilla porque en los otros pueblos no se vestían los señores los cueros de los desollados, sino otros principales. Otro día de otra fiesta, en cada parte sacrificaban una mujer, y desollábanla, y vestíase uno el cuero de ella y bailaba con todos los otros del pueblo; aquél con el cuero de la mujer vestido, y los otros con sus plumajes. 85 Había otro día en que hacían fiesta al dios del agua. Antes que este día allegase, veinte o treinta días, compraban un esclavo y una esclava y hacíanlos morar juntos como casados; y allegado el día de la fiesta, vestían al esclavo con las ropas e insignias de aquel dios, y a la esclava con las de la diosa, mujer de aquel dios, y así vestidos bailaban todo aquel día hasta la medianoche que los sacrificaban; y a éstos no los comían sino echábanlos en una hoya como silo que para esto tenían.
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Cómo llegamos a Apalache Llegamos que fuimos a Apalache, el gobernador mandó que yo tomase nueve de caballo, y cincuenta peones, y entrase en el pueblo, y ansí lo acometimos el veedor y yo; y entrados, no hallamos sino mujeres y muchachos; mas de aquí a poco, andando nosotros por él, acudieron, y comenzaron a pelear, flechándonos, y mataron el caballo del veedor; mas al fin huyeron y nos dejaron. Allí hallamos mucha cantidad de maíz que estaba ya para cogerse, y mucho seco que tenían encerrado. Hallámosles muchos cueros de venados, y entre ellos algunas mantas de hilo pequeñas, y no buenas, con que las mujeres cubren algo de sus personas. Tenían muchos vasos para moler maíz. En el pueblo había cuarenta casas pequeñas y edificadas, bajas y en lugares abrigados, por temor de las grandes tempestades que continuamente en aquella tierra suele haber. El edificio es de paja, y están cercados de muy espeso monte y grandes arboledas y muchos piélagos de agua, donde hay tantos y tan grandes árboles caídos, que embarazan, y son causa que no se puede por allí andar sin mucho trabajo y peligros.
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CAPITULO VI Prosíguese las cosas del Reino de México Los Indios de este reino es gente muy ingeniosa, y ninguna cosa ven que no la imiten, de donde viene que son muy buenos cantores y tañedores de toda suerte de instrumentos, aunque las voces no les ayudan. Son muy aficionados a cosas de ceremonias de la Iglesia y dados al culto divino, y así en ellas exceden mucho a los españoles. En todos los pueblos hay cantores señalados que acuden cada día a la iglesia a decir el oficio de Nuestra Señora y lo hacen con mucho concierto y devoción. En cosa de aderezar y adornar una iglesia y componerla con muchas flores y curiosidades tiene particular ingenio. Pintan razonablemente en algunas partes; hacen imágenes de plumas de unos pajaritos muy pequeños llamados en su lengua zinzones, que no tienen pies ni comen otra cosa que el rocío del cielo, y es cosa muy de ver y que en España suele causar admiración a los pintores muy afamados, y principalmente ver la sutileza con que hacen la pintura y el aplicar los colores de la pluma. Es gente muy limosnera, particularmente con los eclesiásticos; y a esta causa uno de ellos puede caminar de mar a mar, que son más de 500 leguas, sin gastar un solo real en la comida ni en otra cosa, porque se la dan los naturales con mucha voluntad y afición. Para lo cual en todas las comundades, que es un mesón de los forasteros, tienen hombres diputados para proveer a los tales eclesiásticos que pasan de camino, de lo que han menester, y ni más ni menos a los seculares por sus dineros; y no sólo no reciben pesadumbre con ellos, pero van ellos mesmos a rogarles que vayan a sus pueblos, haciéndoles al entrar en ellos grandes recibimientos, a los cuales salen todos, chicos y grandes, en procesión, y algunas veces más de media legua, precediendo música de trompetas, flautas y chirimías. Los principales salen con ramilletes de flores en las manos, de los cuales hacen presente al religioso a quien reciben, y algunas veces les suelen echar más flores de las que querrían. Reverencian,. en general, a todos los eclesiásticos, y en particular a los de las Religiones que en aquel reino se han ocupado en la conversión de ellos y fueron los que al principio los bautizaron, y es eso en tanta manera, que si el Religioso quiere, por alguna culpa, azotar a alguno de ellos, lo hace con tanta facilidad como un Maestro de España a quien enseña. Esta reverencia y subjeción introdujo entre ellos el valeroso Capitán Hernando Cortés, Marqués del Valle, que fue el que en nombre del Emperador Carlos V, de gloriosa memoria, ganó y conquistó aquel reino: el cual entre otras virtudes que de él se dicen (y duran hasta el día de hoy en la memoria de los naturales de este reino y según yo creo debe de haber dado muchos grados de gloria a su alma), tuvo una por excelencia, que fue grandísima reverencia y respeto a todos los sacerdotes, y en especial a los Religiosos: la cual queriendo que se introdujese entre los Indios, todas las veces que hablaba con algún Religioso era con tanta humildad y respeto, como el que tiene el siervo al señor; y nunca jamás los topó en la calle que, si iba a pie, gran rato antes de llegar a ellos no se destocase y besase en llegando a ellos las manos; y si acaso iba a caballo, tenía la mesma prevención y se apeaba y hacía lo propio. De cuyo ejemplo quedaron los naturales con la mesma costumbre que se guarda hasta el día de hoy en todo el reino, acompañada con tanta devoción que en cualquiera pueblo donde llega un eclesiástico o religioso, el primero que le ve antes de entrar en él, va corriendo a la iglesia y tañe la campana de ella (señal muy conocida por todos los de que viene religioso), al punto salen todas las mujeres a la calle por donde el tal pasa con los niños en los brazos y se los ponen delante para que les eche la bendición (aunque el tal vaya a caballo o pase de camino). Es toda esta tierra tan abundante de mantenimientos y frutas, que con ser la moneda de poca estima (por haber mucha) y por no valer tanto un real como un cuartillo en España, se halla por doce reales un hermosísimo novillo y cincuenta mil que quieran, al mismo precio; y una ternera por 6 u 8 reales, un carnero entero en cuatro, y dos gallinas de Castilla por un real, y de las de las Indias, que llaman en Castilla pavos, se hallarán cien mil que quieran a real y medio cada una; y a este respecto, todos los demás mantenimientos que quisieran comprar, aunque sean muy regalados: el vino y el aceite vale caro porque se lleva de España, no porque la tierra no lo daría en mucha abundancia, como se ha visto por experiencia, sino que lo dejan de hacer por otros respetos. Hay en todo el reino muchas yerbas medicinales, y los indios son grandes herbolarios y curan siempre con ellas, de manera que casi no hay enfermedad, para la cual no sepan remedio y le dan: y a esta causa viven muy sanos, y casi por maravilla mueren, sino de flaqueza, o cuando el húmido radical se consume. Usan poco de sangrías y menos de purgas compuestas, por tener entre ellos otras simples con que evacuan los humores, trayéndolas del campo y aplicándolas luego al enfermo. Son para poco trabajo, y pásanse con poca comida, y por maravilla duermen, si no sobre una estera en el suelo y los más al sereno, que, como habemos dicho, jamás hace daño ni a ellos ni a nuestros españoles. Y para decir en pocas palabras lo que requería muchas (y con todas ellas no se explicara bien lo que hay que decir de este gran reino), concluyo con compararlo a cualquiera de los mayores y más ricos de todos los que se saben en el mundo fuera del de la China, de quien en esta historia se han dicho tantas cosas y se dirán cuando lleguemos a tratar de ella, por pasar a tratar del Nuevo México, como lo prometí en el Capítulo V que por ser cosa tan nueva creo que será cosa de mucho gusto.
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CAPÍTULO VI Contaremos ahora el tiro de cerbatana que dispararon los dos muchachos contra Vucub Caquix, y la destrucción de cada uno de los que se habían ensoberbecido. Vucub Caquix tenía un gran árbol de nance, cuya fruta era la comida de Vucub Caquix. Éste venía cada día junto al nance y se subía a la cima del árbol. Hunahpú e Ixbalanqué habían visto que ésa era su comida. Y habiéndose puesto en acecho de Vucub Caquix al pie del árbol, escondidos entre las hojas, llegó Vucub Caquix directamente a su comida de nances. En este momento fue herido por un tira de cerbatana de Hun-Hunahpú, que le dio precisamente en la quijada, y dando gritos se vino derecho a tierra desde lo alto del árbol. Hun Hunahpú corrió apresuradamente para apoderarse de él, pero Caquis le arrancó el brazo a Hun Hunahpú y tirando de él lo dobló desde la punta hasta el hombro. Así le arrancó el brazo Vucub Caquix a Hun Hunahpú. Ciertamente hicieron bien los muchachos no dejándose vencer primero por Vucub Caquix. Llevando el brazo de Hun Hunahpú se fue Vucub-Caquix para su casa, a donde llegó sosteniéndose la quijada. -¿Qué os ha sucedido, Señor? -dijo Chimalmat, la mujer de Vucub Caquix. -¿Qué ha de ser, sino aquellos dos demonios que me tiraron con cerbatana y me desquiciaron la quijada? A causa de ello se me menean los dientes y me duelen mucho. Pero yo he traído su brazo para ponerlo sobre el fuego. Allí que se quede colgado y suspendido sobre el fuego, porque de seguro vendrán a buscarlo esos demonios. Así habló Vucub-Caquix mientras colgaba el brazo de Hun-Hunahpú. Habiendo meditado Hun Hunahpú e Ixbalanqué, se fueron a hablar con un viejo que tenía los cabellos completamente blancos y con una vieja, de verdad muy vieja y humilde, ambos doblados ya como gentes muy ancianas. Llamábase el viejo Zaqui Nim-Ac y la vieja Zaqui Nimá Tziís. Los muchachos les dijeron a la vieja y al viejo: -Acompañadnos para ir a traer nuestro brazo a casa de Vucub-Caquix. Nosotros iremos detrás. "Éstos que nos acompañan son nuestros nietos; su madre y su padre ya son muertos; por esta razón ellos van a todas partes tras de nosotros, a donde nos dan limosna, pues lo único que nosotros sabemos hacer es sacar el gusano de las muelas." Así les diréis. De esta manera, Vucub Caquix nos verá como a muchachos y nosotros también estaremos allí para aconsejaros, dijeron los dos jóvenes. -Está bien -contestaron los viejos. A continuación se pusieron en camino para el lugar donde se encontraba Vucub Caquix recostado en su trono. Caminaban la vieja y el viejo seguidos de los dos muchachos, que iban jugando tras ellos. Así llegaron al pie de la casa del Señor, quien estaba gritando a causa de las muelas. Al ver Vucub Caquix al viejo y a la vieja y a los que los acompañaban, les preguntó el Señor -¿De dónde venís, abuelos? -Andamos buscando de qué alimentarnos, respetable Señor, contestaron aquéllos. -¿Y cuál es vuestra comida? ¿No son vuestros hijos éstos que os acompañan? -¡Oh, no, Señor! Son nuestros nietos; pero les tenemos lástima, y lo que a nosotros nos dan lo compartimos con ellos, Señor, contestaron la vieja y el viejo. Mientras tanto, se moría el Señor del dolor de muelas y sólo con gran dificultad podía hablar. -Yo os ruego encarecidamente que tengáis lástima de mí. ¿Qué podéis hacer? ¿Qué es lo que sabéis curar?, les preguntó el Señor. Y los viejos contestaron -¡Oh Señor, nosotros sólo sacamos el gusano de las muelas, curamos los ojos y ponemos los huesos en su lugar. -Está muy bien. Curadme los dientes, que verdaderamente me hacen sufrir día y noche, y a causa de ellos y de mis ojos no tengo sosiego y no puedo dormir. Todo esto se debe a que dos demonios me tiraron un bodocazo, y por eso no puedo comer. Así, pues, tened piedad de mí, apretadme los dientes con vuestras manos. -Muy bien, Señor. Un gusano es el que os hace sufrir. Bastará con sacar esos dientes y poneros otros en su lugar. -No está bien que me saquéis los dientes, porque sólo así soy Señor y todo mi ornamento son mis dientes y mis ojos. -Nosotros os pondremos otros en su lugar, hechos de hueso molido. Pero el hueso molido no eran más que granos de maíz blanco. -Está bien, sacadlos, venid a socorredme, replicó. Sacáronle entonces los dientes a Vucub Caquix; y en su lugar le pusieron solamente granos de maíz blanco, y estos granos de maíz le brillaban en la boca. Al instante decayeron sus facciones y ya no parecía Señor. Luego acabaron de sacarle los dientes que le brillaban en la boca como perlas. Y por último le curaron los ojos a Vucub Caquix reventándole las niñas de los ojos y acabaron de quitarle todas sus riquezas. Pero nada sentía ya. Sólo se quedó mirando mientras por consejo de Hunahpú e lxbalanqué acababan de despojarlo de las cosas de que se enorgullecía. Así murió Vucub Caquix. Luego recuperó su brazo Hunahpú. Y murió también Chimalmat, la mujer de Vucub Caquix. Así se perdieron las riquezas de Vucub Caquix. El médico se apoderó de todas las esmeraldas y piedras preciosas que habían sido su orgullo aquí en la tierra. La vieja y el viejo que estas cosas hicieron eran seres maravillosos. Y habiendo recuperado el brazo, volvieron a ponerlo en su lugar y quedó bien otra vez. Solamente para lograr la muerte de Vucub Caquix quisieron obrar de esta manera, porque les pareció mal que se enorgulleciera. Y en seguida se marcharon los dos muchachos, habiendo ejecutado así la orden del Corazón del Cielo.
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De lo que sucedió al general Nuño de Chaves después de la división de su armada La Provincia de Santa Cruz de la Sierra fue descubierta por Juan de Ayolas y después pasaron por ella otras muchas armadas de la provincia del Río de la Plata, como queda expresado en esta historia, hasta esta última vez en que hizo su viaje Nuño de Chaves, lo que por ser perteneciente a esta historia, y donde más largamente se consumieron las fuerzas, armas y naturales de aquel gobierno, trataré de esta materia con la posible brevedad. Partidos los soldados del campamento de Nuño de Chaves, bajo la conducta de Gonzalo Casco, hacia el puerto donde había dejado sus navíos, el capitán Nuño de Chaves caminó con el resto de la gente hacia la parte del occidente con tanto valor y determinación, como si llevase un poderoso ejército, y pasando por varios y grandes pueblos de indios, llegó al del Guapay, y pasando a la otra parte a los llanos de Guilguerigota, envió a llamar a los Guaraníes, o Chiriguanas, a tiempo que había llegado del Perú un capitán llamado Andrés Manso con buena compañía de soldados, con comisión de poblar aquella tierra por orden del Marqués de Cañete, Virrey que fue del Perú. Este, con la noticia de la entrada de Nuño de Chaves caminó a largas jornadas hasta dar con él, donde tuvieron grandes diferencias sobre el derecho de esta conquista, diciendo Andrés Manso que toda aquella tierra pertenecía a su gobierno, concedida por el Exmo. Señor Virrey de aquel Reino. El capitán Nuño de Chaves alegaba que le pertenecía este derecho, así por la antigua posesión, que los del Río de la Plata tenían de aquella conquista, como la comisión y facultad que traían de poblarla y conquistarla. En estas competencias estuvieron ambos capitanes algunos días, hasta que la Real Audiencia de la Plata, avisada del caso, dio orden de componerlos, para lo cual fue enviado Pedro Ramírez de Quiñones, Regente de aquella Audiencia, que les pusó término y límite, para que cada uno conociese lo que le tocaba de jurisdicción, con que estuvieron muchos días los dos capitanes no muy distantes entre sí. En este tiempo determinó Nuño de Chaves pasar al Perú, y de allí a la ciudad de los Reyes a verse con el Virrey, dejando por su lugar Teniente a Hernando de Salazar, que era casado con la hermana de su mujer, el cual habiendo adquirido la voluntad de los soldados de Andrés Manso, y trabajando amistad con ellos, mañosamente le prendió en cierta cordillera, y preso, le despachó al Perú, agregando a su campo los soldados de Andrés Manso, de modo que estaba este campo bien aventajado para cualquier efecto. Llegado Nuño de Chaves a la ciudad de los Reyes, dio cuenta al Marqués de Cañete del estado de aquella conquista, que decía era muy rica y abundante de gente, que le obligó a que diese el gobierno a don García de Mendoza, su hijo, el cual luego nombró por su Teniente Genera a Nuño de Chaves, así por sus méritos y servicios, como por estar casado con doña Elvira de Mendoza, hija de don Francisco, por cuyo pariente se tenía, ayudándole con toda la costa necesaria para su entrada, y por este despacho se volvió a esta tierra, donde fundó la ciudad de Santa Cruz en medio de los términos de esta provincia al pie de una sierra sobre la ribera de un deleitoso arroyo, poblado de muchísimos naturales, de que se empadronaron más de 60.000 en su término y jurisdicción, y casi a la parte del setentrión y Río de la Plata, como a la de Andrés Manso, que a este tiempo tornaba a entrar con algunos soldados en prosecución de su demanda por la frontera de Tomina, donde se habían juntado los que con él quisieron ir, se fue con su gente al pie de una sierra llamada Cuzcotoro, y en un acomodado valle fundó una población, en que nombró Regidores y Oficiales, de que después tuvo contradicción por la ciudad de la Plata, que despachó a Diego Pantoja a impedir la población y prender a Andrés Manso por intruso en su jurisdicción; y habiéndole éste esperado en un peligroso y estrecho paso, le arcabuceó con sus soldados, de modo que el Alcaide Diego Pantoja no pudo pasar adelante, y a persuaciones de Martín de Almendras, y Cristóbal Barba se volvió a la ciudad. Poco después Andrés Manso alzó su gente, y se fue a un pueblo de Chiriguanas llamado Zapiran, y saliendo a los llanos de Taringuí distante 12 leguas sobre un río mediano, asentó su Real, e hizo su población, en que le acudieron de paz todos los indios comarcanos dándole obediencia. En este tiempo los Chiriguanas despoblaron un pueblo que estaba sobre la barranca del Río Guapay 40 leguas de Santa Cruz, y muerto al capitán Pedraza, a Antón Cabrera, y a los demás pobladores, y hecho este daño, vinieron sobre la población de Andrés manso, poniéndole cerco una noche, y la quemaron por todas partes, y como tomaron las puertas, fácilmente mataron a los que salían fuera, y sin mucha resistencia acabaron con todos, sin que escapase ninguno. De este desgraciado suceso le quedó a esta provincia llamarse los Llanos de Manso, que es un territorio dilatado que se extiende hasta el río del Paraguay que está el este: al sur de él está la gobernación del Tucumán, al poniente las tierras del Perú, donde nace el río llamado Yeticá, en que están situados los Chiriguanas, el mismo que también llaman Pilcomayo: esta provincia antiguamente fue muy poblada de naturales, y al presente se sabe se han extinguido, así por los continuos asaltos que les daban los españoles, que se servían de ellos, como por las crueles y sangrientas guerras de los Chiriguanas, que con sola su sed carnicera de humana sangre han destruido varias naciones de esta provincia, como queda dicho.
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CAPÍTULO VI Lo que sucedió a Juan Ortiz con los españoles que por él iban Juan Ortiz, caminando por el camino real, llegó a la senda por donde el indio había descaminado a Baltasar de Gallegos y a sus caballeros, y, sospechando lo que fue y temiendo no fuesen los castellanos por otra parte e hiciesen daño en el pueblo de Mucozo, consultó con los indios lo que harían. Acordaron todos que sería bien siguiesen a toda prisa el rastro de los caballos hasta los alcanzar y que no tomasen otro camino porque no los errasen. Pues como los indios siguiesen el rastro de los españoles y los españoles volviesen por el mismo camino que habían llevado, se dieron vista los unos a los otros en un gran llano, que a una parte de él había un monte cerrado de matas espesas. Los indios, viendo los castellanos, dijeron a Juan Ortiz que sería cordura asegurar sus personas y vidas con meterse en aquel monte hasta que los cristianos los reconociesen por amigos, porque, teniéndolos por enemigos, no los alanceasen en lo raso del campo. Juan Ortiz no quiso tomar el buen consejo de los indios, confiado en que era español y que los suyos le habían de reconocer luego que le viesen, como si viniera vestido a la española o estuviera en alguna cosa diferenciado de los indios para ser conocido por español. El cual, como los demás, no llevaba sino unos pañetes por vestidura y un arco y flechas en las manos y un plumaje de media braza en alto sobre la cabeza por gala y ornamento. Los castellanos, como noveles y ganosos de pelear, viendo los indios, arremetieron a ellos a rienda suelta, y, por muchas voces que el capitán les dio, no bastó a los detener. ¿Quién podrá con bisoños cuando se desmandan? Los indios, como viesen cuán denodada e inconsiderademente iban los castellanos a ellos, se arrojaron todos en el monte, que no quedó en el campo más de Juan Ortiz y un indio que no se dio tanta prisa como los otros a meterse en la guarida, al cual hirió un español que había sido soldado en Italia, llamado Francisco de Morales, natural de Sevilla, de una lanzada en los lomos, alcanzándole a las primeras matas del monte. Con Juan Ortiz arremetió otro español llamado Álvaro Nieto, natural de la villa de Alburquerque, uno de los más recios y fuertes españoles que iban en todo el ejército, el cual, cerrando con él, le tiro una brava lanzada. Juan Ortiz tuvo buena ventura y destreza que rebatiendo la lanza con el arco dio un salto al través huyendo a un mismo tiempo del golpe de la lanza y del encuentro del caballo, y, viendo que Álvaro Nieto revolvía sobre él, dio grandes voces diciendo "Xivilla, Xivilla", por decir Sevilla, Sevilla. En este paso, añade Juan Coles, que, no acertando Juan Ortiz a hablar castellano, hizo con la mano y el arco la señal de la cruz para que el español viese que era cristiano. Porque, con el poco o ningún uso que entre los indios había tenido de la lengua castellana, se le había olvidado hasta el pronunciar el nombre de la propia tierra, como yo podré decir también de mí mismo que por no haber tenido en España con quién hablar mi lengua natural y materna, que es la general que se habla en todo el Perú (aunque los incas tenían otro particular que hablaban entre sí unos con otros), se me ha olvidado de tal manera que, con saberla hablar tan bien y mejor y con más elegancia que los mismos indios que no son incas, porque soy hijo de palla y sobrino de incas, que son los que mejor y más apuradamente la hablan por haber sido lenguaje de la corte de sus príncipes y haber sido ellos los principales cortesanos, no acierto ahora a concertar seis o siete palabras en oración para dar a entender lo que quiero decir, y más, que muchos vocablos se me han ido de la memoria, que no sé cuáles son, para nombrar en indio tal o tal cosa. Aunque es verdad que, si oyese hablar a un inca, lo entendería todo lo que dijese y, si oyese los vocablos olvidados, diría lo que significan; empero, de mí mismo, por mucho que lo procuro, no acierto a decir cuáles son. Esto he sacado por experiencia del uso o descuido de las lenguas, que las ajenas se aprenden con usarlas y las propias se olvidan no usándolas. Volviendo a Juan Ortiz, que lo dejamos en gran peligro de ser muerto por los que más deseaban verlo vivo, como Álvaro Nieto le oyese decir Xivilla, le preguntó si era Juan Ortiz, y, como le respondiese que sí, lo asió por un brazo y echó sobre las ancas de su caballo como a un niño, porque era recio y fuerte este buen soldado, y con mucha alegría de haber hallado lo que iba a buscar, dando gracias a Dios de no haberle muerto, aunque le parecía que todavía lo veía en aquel peligro, lo llevó al capitán Baltasar de Gallegos. El cual recibió a Juan Ortiz con gran regocijo y luego mandó llamasen a los demás caballeros que por el monte andaban ansiosos por matar indios como si fueran venados para que todos se juntasen a gozar de la buena suerte que les había sucedido, antes que hiciesen algún mal en los amigos por no conocerlos. Juan Ortiz entró en el monte a llamar a los indios, diciéndoles a grandes voces que saliesen y no hubiesen miedo. Muchos de ellos no pararon hasta su pueblo a dar aviso a su cacique de lo que había pasado. Otros, que no se habían alejado tanto, volvieron de tres en tres y de cuatro en cuatro, como acertaban a hallarse, y todos y cada uno por sí, con mucha saña y enojo, reñían a Juan Ortiz su poca advertencia y mucha bisoñería. Y, cuando vieron al compañero herido por su causa, se encendieron de manera que apenas se contenían de poner las manos en él, y se las pusieran, si los españoles no estuvieran presentes, mas vengaban su enojo con mil afrentas que le decían, llamándole tonto, necio, impertinente, que no era español ni hombre de guerra y que muy poco o nada le habían aprovechado los duelos y toda la malaventura pasada, que no en balde se la habían dado y que la merecía mucho peor. En suma, ningún indio salió del monte que no riñese con él, y todos le decían casi unas mismas palabras, y él propio las declaraba a los demás españoles, para su mayor afrenta. Juan Ortiz quedó bien reprehendido de haber sido confiado, mas todo lo dio por bien empleado a trueque de verse entre cristianos. Los cuales curaron al indio herido y, poniéndole sobre un caballo, se fueron con él y con Juan Ortiz y con los demás indios al real, deseosos de ver al gobernador por llevar en tan breve tiempo tan buen recaudo de lo que les había mandado. Y antes que saliesen del puesto, despachó Juan Ortiz un indio con relación a Mucozo de todo lo sucedido porque no se escandalizase de lo que los indios huidos le hubiesen dicho. Todo lo que hemos referido de Juan Ortiz lo dicen también Juan Coles y Alonso de Carmona en sus relaciones. Y el uno de ellos dice que le cayeron gusanos en las llagas que el fuego le hizo cuando lo asaron. Y el otro, que es Juan Coles, dice que el gobernador le dio luego un vestido de terciopelo negro y que, por estar hecho a andar desnudo, no lo pudo sufrir, que solamente traía una camisa y unos calzones de lienzo, gorra y zapatos y que anduvo así más de veinte días, hasta que poco a poco se hizo a andar vestido. Dicen más estos dos testigos de vista, que entre otras mercedes y favores que el cacique Mucozo hizo a Juan Ortiz fue una hacerle su capitán general de mar y tierra.
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De la vuelta de los soldados que se dividieron de Nuño de Chaves hasta llegar a la Asunción Divididos los soldados de la compañía de Nuño de Chaves, dieron vuelta al puerto de los Jarayes bajo el mando de Gonzalo de Casco, y pasando por algunos pueblos indios amigos, llegaron a los de los Jarayes sin controversia alguna: allí fueron recibidos, con mucho aplauso, y hallaron cuanto en poder de estos nobles indios habían dejado sin la menor falta, y sacando las embarcaciones que estaban hundidas, fueron carenadas; y puesto todo en punto de franquía, se embarcaron en ellas, y tomando las balsas y canoas que allí estaban, se fueron río abajo, y con feliz viaje llegaron a la Asunción, en circunstancias que acababa de morir el Teniente General Gonzalo de Mendoza, que no vivió en el oficio más que un año, en el cual hizo algunas cosas de consideración en beneficio de la República, como fue poner freno a los indios Agaces, que señoreándose del río, molestaban con ordinarios asaltos a los vecinos matándoles los indios de su servicio y robando sus ganados y haciendas, a cuya expedición fue despachado Alonso Riquelme y Ruy García Mosquera, con otras personas de distinción, más de doscientos soldados y mil indios amigos: y habiendo llegado a sus asientos, vinieron a la pelea poderosamente, y después de varias y sangrientas escaramuzas, fueron los más de los indios presos y rendidos. Habiendo muerto como queda dicho, Gonzalo de Mendoza, quedando la provincia sin Superior Gobierno, y para tenerle como convenía, fue acordado por todos los caballeros nombrar una persona que los gobernase en paz y justicia, y hecha la publicación del Consejo, se opusieron al Gobierno los más beneméritos, como el contador Felipe de Cáceres, el capitán Salazar, Alonso de Valenzuela, el capitán Juan Romero, Francisco Ortiz de Vergara, y Alonso Riquelme de Guzmán; y llegando el día aplazado, juntos los vecinos mercaderes, y demás personas que en aquella sazón se hallaban en la República con asistencia del Obispo don Fray Pedro Fernández de la Torre, cada uno de ellos dieron sus cédulas en manos del Prelado, habiendo precedido el juramento y solemnidad acostumbrada de elegir a quien en Dios y en sus conciencias les pareciese convenir para tal oficio, y hechas las demás solemnidades necesarias se sacaron de un cántaro, donde estaban metidas estas nominaciones de las suertes de los volantes, y habiéndose conferido, hallaron la mayor parte de votos a favor de Francisco Ortiz de Vergara, caballero sevillano de noble nacimiento, gran afabilidad, y digno merecedor de cualquier honra. Hecha la elección mandó el obispo sacar una cédula de S.M., para que públicamente fuese leída, en la cual se le daba facultad, que en semejante caso, eligiéndose persona, que en su Real nombre hubiese de gobernar la provincia le diese el título y nombramiento que le pareciese, o ya de Capitán General, o de Gobernador, y entendido por todo su contexto, dijo en alta voz su Ilustrísima que por honra de aquella República, y de los caballeros que en ella residían, nombraba, y nombró en nombre de S.M. por Gobernador y Capitán General y justicia mayor, a su dilectísimo hijo Francisco Ortiz de Vergara, persona que recta y canónicamente había salido electa; y todos a voz aprobaron y aceptaron, y luego habiendo hecho el juramento de fidelidad debido en razón del uso y administración de él en conformidad de la Real cédula, que habla en esta razón, y por el derecho común de las gentes; y entregándole todas las varas de justicia, las dio y proveyó de nuevo a su arbitrio con otras cosas, tocantes al servicio de Dios y del Rey. Hízose esta elección el día 22 de julio de 1558 años en la Iglesia Parroquial de Nuestra Señora de la Encarnación, siendo Alcaldes Ordinarios, y de la Hermandad en aquella ciudad Alonso de Angulo, y el capitán Agustín de Campos, que estuvieron juntos con los demás Capitulares y Regidores.
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CAPÍTULO VII La fiesta que todo el ejército hizo a Juan Ortiz, y cómo vino Mucozo a visitar al gobernador Buena parte de la noche era ya pasada cuando Baltasar de Gallegos y sus compañeros entraron en el real. El gobernador que los sintió recibió sobresalto, temiendo que, pues volvían tan presto, les había acaecido alguna desgracia, porque no los esperaba hasta el día tercero. Mas, certificado del buen recaudo que traían, toda la congoja se convirtió en fiesta y regocijo. Rindió las gracias al capitán y a sus soldados de que lo hubiesen hecho tan bien, recibió a Juan Ortiz como a propio hijo, con lástima y dolor de acordarse de tantos trabajos y martirios como lo había dicho y su mismo cuerpo mostraba haber pasado, porque las señales de las quemaduras de cuando lo asaron eran tan grandes que todo un lado no era más que una quemadura o señal de ella. De los cuales trabajos daba gracias a Dios le hubiese librado, y del peligro de aquel día, que no había sido el menor de los que había pasado. Acarició los indios que con él vinieron; mandó que con gran cuidado y regalo curasen al herido. Despachó aquella misma hora dos indios al cacique Mucozo con mucho agradecimiento por los beneficios que había hecho a Juan Ortiz y por habérselo enviado libremente y por el ofrecimiento de su persona y amistad, la cual, dijo, que en nombre del emperador y rey de España, su señor, que era el principal y mayor de la cristiandad, y en nombre de todos aquellos capitanes y caballeros que con él estaban, y en el suyo, aceptaba para le agradecer y pagar lo que por todos ellos había hecho en haber escapado de la muerte a Juan Ortiz, que todos ellos le rogaban los visitase, que quedaban con deseo de le ver y conocer. Los capitanes y ministros, así del ejército como de la Hacienda Real, y caballeros y todos los demás soldados en común y particular, festejaron grandemente a Juan Ortiz que no se tenía por compañero el que no llegaba a le abrazar y dar la enhorabuena de su venida. Así pasaron aquella noche que no la durmieron con este general regocijo. Luego, el día siguiente, llamó el general a Juan Ortiz para informarse de lo que sabía de aquella tierra y para que le contase particularmente lo que por él había pasado en poder de aquellos caciques. Respondió que de la tierra, aunque había tanto tiempo que estaba en ella, sabía poco o nada, porque en poder de Hirrihigua, su amo, mientras no le atormentaban con nuevos martirios, no le dejaba desmandarse un paso del servicio ordinario que hacía acarreando agua y leña para toda la casa y que, en poder de Mucozo, aunque tenía libertad para ir donde quisiese, no usaba de ella porque los vasallos de su amo, viéndole apartado de Mucozo, no le matasen, que para lo hacer tenían su orden y mandato, y que por estas causas no podía dar buena noticia de las calidades de la tierra, mas que había oído decir que era buena y cuanto más adentro era mejor y más fértil; y que la vida que con los caciques había pasado había sido en los dos extremos de bien y de mal que en este siglo se puede tener, porque Mucozo se había mostrado con él tan piadoso y humano cuanto el otro cruel y vengativo, sin poderse encarecer bastantemente la virtud del uno ni la pasión del otro, como su señoría habría sido ya informado, para prueba de lo cual mostró las señales de su cuerpo, descubriendo las que se podían ver, y amplió la relación que de su vida hemos dado y de nuevo relató otros muchos tormentos que había pasado, que causaron compasión a los oyentes. Y lo dejaremos por excusar prolijidad. El cacique Mucozo, al día tercero de como se le había hecho el recaudo con los indios, vino bien acompañado de los suyos. Besó las manos del gobernador con toda veneración y acatamiento. Luego habló al teniente general y al maestre de campo y a los demás capitanes y caballeros que allí estaban, a cada uno conforme a la calidad de su persona, preguntando primero a Juan Ortiz quién era éste, aquél y el otro, y aunque le dijese por alguno de los que le hablaban que no era caballero ni capitán sino soldado particular, le trataba con mucho respeto, pero con mucho más a los que eran nobles y a los ministros del ejército, de manera que fue notado por los españoles. Mocozo, después que hubo hablado y dado lugar a que le hablasen los que presentes estaban, volvió a saludar al gobernador con nuevos modos de acatamiento. El cual, habiéndole recibido con mucha afabilidad y cortesía, le rindió las gracias de lo que por Juan Ortiz había hecho y, por habérselo enviado tan amigablemente, díjole que le había obligado a él y a su ejército y a toda la nación española para que en todo tiempo se lo agradeciesen. Mucozo respondió que lo que por Juan Ortiz había hecho lo había hecho por su propio respeto, porque habiéndoselo ido a encomendar y socorrer a su persona y casa con necesidad de ella, en ley de quien era estaba obligado a hacer lo que por él había hecho, y que le parecía todo poco, porque la virtud, esfuerzo y valentía de Juan Ortiz, por sí solo, sin otro respecto alguno, merecía mucho más; y que el haberlo enviado a su señoría más había sido por su propio interés y beneficio que por servir a su señoría, pues había sido para que, como defensor y abogado, con su intercesión y méritos alcanzase merced y gracia para que en su tierra no se le hiciese daño. Y así, ni lo uno ni lo otro no tenía su señoría que agradecer ni recibir en servicio, mas que él se holgaba, como quiera que hubiese sido, de haber acertado a hacer cosa de que su señoría y aquellos caballeros y toda la nación española, cuyo aficionado servidor él era, se hubiesen agradado y mostrado haber recibido contento. Suplicaba a su señoría que con el mismo beneplácito lo recibiese en su servicio debajo de cuya protección y amparo ponía su persona y casa y estado, reconociendo por principal señor al emperador y rey de España y segundariamente a su señoría como a su capitán general y gobernador de aquel reino, que con esta merced que se le hiciese se tendría por más aventajadamente gratificado que había sido el mérito de su servicio hecho en beneficio de Juan Ortiz ni el haberlo enviado libremente, cosa que su señoría tanto había estimado. A lo cual decía que él estimaba y tenía en más verse como aquel día se veía, favorecido y honrado de su señoría y de todos aquellos caballeros, que cuanto bueno había hecho en toda su vida, y que protestaba esforzarse a hacer de allí adelante cosas semejantes en servicio de los españoles, pues aquéllas le habían salido a tanto bien. Estas y otras muchas gentilezas dijo este cacique con toda la buena gracia y discreción que en un discreto cortesano se puede pintar, de que el gobernador y los que con él estaban se admiraron no menos que de las generosidades que por Juan Ortiz había hecho, a las cuales imitaban las palabras. Por todo lo cual, el adelantado Hernando de Soto y el teniente general Vasco Porcallo de Figueroa y otros caballeros particulares aficionados de la discreción y virtud del cacique Mucozo se movieron a corresponderle en lo que de su parte, en agradecimiento de tanta bondad, pudiesen premiar. Y así le dieron muchas dádivas no sólo a él sino también a los gentileshombres que con él vinieron, de que todos ellos quedaron muy contentos.
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CAPÍTULO VII De la riqueza que se ha sacado y cada día se va sacando del cerro de Potosí Dudado he muchas veces, si se halla en las historias y relaciones de los antiguos tan gran riqueza de minas como la que en nuestros tiempos hemos visto en el Pirú. Si algunas minas hubo en el mundo ricas y afamadas por tales, fueron las que en España tuvieron los cartaginenses, y después los romanos, las cuales, como ya he dicho, no sólo las letras profanas sino las sagradas, también encarecen a maravilla. Quien más en particular haga memoria de estas minas, que yo haya leído, es Plinio, el cual escribe en su natural historia, así: "Hállase plata cuasi en todas provincias, pero la más excelente es la de España. Esta también se da en tierra estéril, y en riscos y cerros, y doquiera que se halla una veta de plata, es cosa cierta hallar otra no lejos de ella; lo mismo acaece cuasi a los otros metales, y por eso los griegos (según parece) los llamaron metales. Es cosa maravillosa que duran hasta el día de hoy en las Españas, los pozos de minas que comenzaron a labrar en tiempo de Annibal, en tanto que aun los mismos nombres de los que descubrieron aquellas minas les permanecen el día de hoy, entre las cuales fue famosa la que de su descubridor llaman Bebelo también agora. De esta mina se sacó tanta riqueza, que daba a su dueño Annibal cada día trescientas libras de plata, y hasta el día presente se ha proseguido la labor de esta mina, la cual está ya cavada y profunda en el cerro, por espacio de mil y quinientos pasos, por todo el cual espacio tan largo sacan el agua los gascones por el tiempo y medida que las candelas les duran, y así vienen a sacar tanta, que parece río." Todas estas son palabras de Plinio, las cuales he querido aquí recitar porque darán gusto a los que saben de minas, viendo que lo mismo que ellos hoy experimentan, pasó por los antiguos. En especial es notable la riqueza de aquella mina de Annibal en los Pirineos, que poseyeron los romanos, y continuaron su labor hasta en tiempo de Plinio, que fueron como trescientos años, cuya profundidad era de mil y quinientos pasos, que es milla y media. Y a los principios fue tan rica, que le valía a su dueño trescientas libras de a doce onzas cada día; mas, aunque ésta haya sido extremada riqueza, yo pienso todavía que no llega a la de nuestros tiempos en Potosí; porque según parece por los libros reales de la Casa de Contratación de aquel asiento, y lo afirman hombres ancianos fidedignos, en tiempo que el licenciado Polo gobernaba, que fue hartos años después del descubrimiento del cerro, se metían a quintar cada sábado de ciento y cincuenta mil pesos a doscientos mil, y valían los quintos treinta y cuarenta mil pesos, y cada año millón y medio, o poco menos. De modo que conforme a esta cuenta, cada día se sacaban de aquellas minas obra de treinta mil pesos, y le valían al Rey los quintos seis mil pesos al día. Hay otra cosa que alegar por la riqueza de Potosí, y es que la cuenta que se ha hecho es sólo de la plata que se marcaba y quintaba. Y es cosa muy notoria en el Pirú, que largos tiempos se usó en aquellos reinos la plata que llamaban corriente, la cual no era marcada y quintada, y es conclusión de los que bien saben de aquellas minas que en aquel tiempo, grandísima parte de la plata que se sacaba de Potosí se quedaba por quintar, que era toda la que andaba entre indios, y mucha de la de los españoles, como yo lo vi durar hasta mi tiempo. Así que se puede bien creer que el tercio de la riqueza de Potosí, si ya no era la mitad, no se manifestaba ni quintaba. Hay aun otra consideración mayor, que Plinio pone haberse labrado mil y quinientos pasos aquella veta de Bebelo, y que por todo este espacio sacaban agua, que es el mayor impedimento que puede haber para sacar riqueza de minas. Las de Potosí, con pasar muchas de ellas de doscientos estados su profundidad, nunca han dado en agua, que es la mayor felicidad de aquel cerro; pues las minas de Porco, cuyo metal es riquísimo, se dejan hoy día de proseguir y beneficiar por el fastidio del agua en que han dado; porque cavar peñas y sacar agua son dos trabajos insufribles para buscar metal; basta el primero y sobra. Finalmente, el día de hoy tiene la Católica Majestad, un año con otro, un millón de solos los quintos de plata del cerro de Potosí, sin la otra riqueza de azogues y otros derechos de la Hacienda Real, que es otro grande tesoro. Echando la cuenta los hombres expertos, dicen que lo que se ha metido a quintar en la caja de Potosí, aunque no permanecen los libros de sus primeros quintos con la claridad que hoy hay, porque los primeros años se hacían las cobranzas por romana (tanta era la grosedad que había), pero por la memoria de la averiguación que hizo el Visorey D. Francisco de Toledo el año de setenta y cuatro, se halló que fueron setenta y seis millones hasta el dicho año, y desde el dicho año hasta el de ochenta y cinco, inclusive, parece por los libros reales haberse quintado treinta y cinco millones. De manera que monta lo que se había quintado hasta el año de ochenta y cinco, ciento y once millones de pesos ensayados, que cada peso vale trece reales y un cuartillo. Y esto sin la plata que se ha sacado sin quintar y se ha venido a quintar en otras Cajas Reales, y sin lo que en plata corriente se ha gastado y lo hay por quintar, que es cosa sin número. Esta cuenta enviaron de Potosí al Virrey el año que he dicho, estando yo en el Pirú, y después acá aun ha sido mayor la riqueza que ha venido en las flotas del Pirú, porque en la que yo vine el año de ochenta y siete, fueron once millones los que vinieron en ambas flotas de Pirú y México, y era del Rey cuasi la mitad, y ésta, las dos tercias partes del Pirú. He querido hacer esta relación tan particular para que se entienda la potencia que la Divina Majestad ha sido servida de dar a los reyes de España, en cuya cabeza se han juntado tantas Coronas y Reinos, y por especial favor del Cielo se han juntado también la India Oriental con la Occidental, dando cerco al mundo con su poder. Lo cual se debe pensar ha sido por providencia de nuestro Dios para el bien de aquellas gentes que viven tan remotas de su cabeza, que es el Pontífice Romano, Vicario de Cristo Nuestro Señor, en cuya fe y obediencia solamente pueden ser salvas. Y también para la defensa de la misma fe Católica e Iglesia Romana en estas partes, donde tanto es la verdad opugnada y perseguida de los herejes. Y pues el señor de los cielos que da y quita los reinos a quien quiere y como quiere así lo ha ordenado, debemos suplicarle con humildad, se digne de favorecer el celo tan pío del Rey Católico, dándole próspero suceso y victoria contra los enemigos de su Santa Fe, pues en esta causa gasta el tesoro de Indias que le ha dado, y aun ha menester mucho más. Pero por ocasión de las riquezas de Potosí, baste haber hecho esta digresión, y agora volvamos a decir cómo se labran las minas, y cómo se benefician los metales que de ellas se sacan.