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Capítulo VI Que trata de la manera que son las balsas y cómo las hacen los naturales para aprovecharse de la mar Puesto que sea fuera de nuestro propósito y derecho camino que llevamos, acordé, porque no quedase en olvido, contar cosas admirables que hay en esta provincia, las cuales vi siguiendo esta jornada. Quiero decir de una manera de navíos que hay en esta provincia de Atacama, que es deber poner por ser nueva manera y aún que no se ha visto en otras partes estas balsas, y con ellas entran en la mar y pescan. Úsanse estas balsas desde el valle de Arica hasta el valle de Quimbo que son más de doscientas leguas. Y éstos que habitan en los puertos y caletas de la mar son sus navíos con que navegan cerca de la tierra y salen a pescar. Son hechos en esta forma: que en los días que no hace aire andan los lobos marinos descuidados durmiendo, y llegan seguros los indios con sus balsas, tíranle un arpón de cobre, y por la herida se desangra y muere. Tráenlo a tierra y lo desuellan. Son muy grandes. Y todos no matan los lobos, sino los que lo usan, y no usan otra pesquería, sino matar lobos y comer la carne, y de los cueros hacer balsas para sí y para vender. Desuellan el lobo, que es como una gran ternera, y del cuero córtanle la cabeza y cortan por la junta de las piernas. Y aquel tarazón del cuerpo y pedazo córtanlo en dos partes, de suerte que queda la parte del lomo Por sí y la de la barriga por sí. Y de largo es cada pieza el compás que tiene del cuero, desde la cabeza hasta la cola del ... de las piernas. Y estas dos partes cortan este cuero por el canto de una parte hasta junto a la otra, e hacen de un cuero dos, digo así porque mejor se entienda. El cuero es grueso de canto y pónenlo de suerte como está un pliego de papel doblado, cada medio pliego por sí sin cortar la otra parte, y de aquella mesma hechura que está el pliego de papel doblado, lo abren, y abierto dejan tanto canto a una parte como a la otra, que vaya parejo. Cósenlo por la una abertura larga, quedando la otra parte firme sin costura, y así mismo cosen otros dos pequeños cueros, a manera de capilla de capuz con su punta, y cósenlas en las dos cabezas de aquel cuero que he dicho. Y cosen de esta suerte las costuras: toman las dos junturas del cuero o canto y ponen muchas púas juntas de espinas de cardones, que son tan gruesas como agujas de ensalmar y muy recias. Y puestas en el cuero van cortadas que sobre poca espina de una parte y de la otra, y de los nervios de carnero y de ovejas hacen ciertos hilos. Con éstos prenden las puntas y cabezas de las púas que en el cuero están, y van ligadas de tal suerte que jamás se desligan. De la sangre del lobo, de resina de los cardones y de barro bermejo hacen una manera de betún que suple por alquitrán, excepto ser colorado, y por de dentro alquitrán y brean el cuero. Ya entonces le podemos decir odre en tener cosidas las capillas, una a proa y otra a popa. Y a la parte que quieren que sea la popa van romas, y la proa van con puntas. En la popa hacen unos agujeros, y en él cosen sutilmente con otras púas más delgadas, una tripa del mismo lobo tan gruesa como el dedo y tan larga como del codo a la mano. Y a la parte de arriba que sobra de la tripa está bien atada una canilla de alcatraz, que es una ave de la mar muy grande. Tiene las canillas gruesas y vacías, sin tuétano. Son tan gruesas como el dedo y sirve allí de cañuto. En el papo de esta ave cabe trescientas sardinas y más de media arroba de agua. Tienen largo el cuello y grueso y grande el pico y ancha la boca. Es de color y grandeza de grulla. No tienen las piernas tan largas. Pues viendo el marinero indio dos cueros de aquellos hechos y bien cosidos y alquitranados en la forma dicha, atan sutilmente dos tabletas de a cuatro dedos de ancho y largas de nueve y diez pies que será el largo de cada odre, y a las cabezas de estas tabletas atan otras dos tabletas del ancho de los dos odres. Y encima de cada ingenio de tablas atadas ponen dos odres, júntanlos bien y átanlos recio por las puntas de las capillas. Y por aquellos canutos de canilla y tripa soplan tanto que hinchan los odres muy mucho. Y de que le parece al indio marinero o pescador tócale con la mano, está como atambor, y viendo que no cabe más aire y que no hay necesidad de soplar más, tuerce la tripa, echa el navío a la mar fácilmente, y sube encima con gran tiento. Lleva dentro lo que quiere y boga con una pala como canaleta. Y va tan recio este navío o balsa con lo que lleva dentro, como si le dieran vela. Porque sepa el que quisiere saber, algunas particularidades que acá hay, ansí mismo quiero decir dónde se crían estos lobos y dónde tienen su habitación, que es en islas inhabitables y en tierra caliente, donde hay mucho pescado y donde no reciben daño. Los que matan lobos no matan otros peces, como habemos dicho, y los que matan toninas es en ejercicio. Así que cada género de pescador mata el género de pescado a que se aficiona y no otro. Y cuando mueren, manda que encima de su sepultura pongan las calaveras y todos los instrumentos de pescar, ansí redes como arponcillos y anzuelos sin lengüeta. Cuando estos marineros van en esta balsa navegando y ven que tiene su navío necesidad de viento, acuden a la tripa y cañuto, y soplan hasta que se hincha muy bien, estando él encima. Y en veinte, treinta y cincuenta brazas andan y se descuidan en soplar, queda el navío en seco, aunque no en tierra, y el marinero saldría como pudiese y en esto tienen especial cuidado.
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CAPÍTULO VI Hácese una solemne procesión de indios y españoles para adorar la cruz Tres días había que el ejército estaba alojado en el pueblo llamado Casquin con mucho contento de indios y españoles cuando, al cuarto día, el curaca, acompañado de toda la nobleza de su tierra, que la había hecho convocar para aquella solemnidad, se puso ante el gobernador y, habiendo él y todos los suyos hecho una grandísima reverencia, le dijo: "Señor, como nos haces ventaja en el esfuerzo y en las armas, así creemos que nos la haces en tener mejor Dios que nosotros. Estos que ves aquí, que son los nobles de mi tierra y los plebeyos que por la bajeza de su estado y poco merecimiento no osaron parecer delante de ti y yo con todos ellos, te suplicamos tengas por bien de pedir a tu Dios que nos llueva, que nuestros sembrados tienen mucha necesidad de agua. El general respondió que, aunque pecadores todos los de su ejército y él, suplicarían a Dios Nuestro Señor les hiciese merced, como padre de misericordias. Luego, en presencia del cacique, mandó al maestro Francisco Ginovés, gran oficial de carpintería y de fábrica de navíos, que de un pino, el más alto y grueso que en toda la comarca se hallase, hiciese una cruz. Tal fue el que por aviso de los mismos indios se cortó, que después de labrado, quiero decir quitada la corteza y redondeado a más ganar, como dicen los carpinteros, no lo podían levantar del suelo cien hombres. El maestro hizo la cruz en toda perfección, en cuenta de cinco y tres, sin quitar nada al árbol de su altor. Salió hermosísima por ser tan alta. Pusiéronla sobre un cerro alto hecho a mano que estaba sobre la barranca del río y servía a los indios de atalaya y sobrepujaba en altura a otros cerrillos que por allí había. Acabada la obra, que gastaron en ella dos días, y puesta la cruz, se ordenó el día siguiente una solemne procesión en que fue el general y los capitanes y la gente de más cuenta, y quedó a la mira un escuadrón armado de los infantes y caballos que para guarda y seguridad del ejército era menester. El cacique fue al lado del gobernador, y muchos de sus indios nobles fueron entremetidos entre los españoles. Delante del general, de por sí aparte, en un coro iban los sacerdotes, clérigos y frailes cantando las letanías, y los soldados respondían. De esta manera fueron un buen trecho más de mil hombres, entre fieles e infieles, hasta que llegaron donde la cruz estaba y delante de ella hincaron todos las rodillas y, habiéndose dicho dos o tres oraciones, se levantaron y de dos en dos fueron primero los sacerdotes y, con los hinojos en tierra, adoraron la cruz y la besaron. En pos de los eclesiásticos fue el gobernador, y el cacique con él sin que nadie se lo dijese, e hizo todo lo que vio hacer al general y besó la cruz. Tras ellos fueron los demás españoles e indios, los cuales hicieron lo mismo que los cristianos hacían. De la otra parte del río había quince o veinte mil ánimas de ambos sexos y de todas las edades, los cuales estaban con los brazos abiertos y las manos altas mirando lo que hacían los cristianos y, de cuando en cuando, alzaban los ojos al cielo haciendo ademanes con manos y rostro como que pedían a Dios oyese a los cristianos su demanda. Otras veces levantaban un alarido bajo y sordo, como de gente lastimada, y a los niños mandaban que llorasen y ellos hacían lo mismo. Toda esta solemnidad y ostentaciones hubo de la una parte y otra del río al adorar de la cruz, las cuales al gobernador y a muchos de los suyos movieron a mucha ternura, por ver que en tierras tan extrañas, y por gente tan alejada de la doctrina cristiana, fuese con tanta demostración de humildad y lágrimas adorada la insignia de nuestra redención. Habiendo todos adorado la cruz de la manera que se ha dicho, se volvieron con la misma orden de procesión que habían llevado, y los sacerdotes iban cantando el Te Deum laudamus hasta el fin del cántico, con que se concluyó la solemnidad de aquel día, habiéndose gastado en ella largas cuatro horas de tiempo. Dios Nuestro Señor por su misericordia quiso mostrar a aquellos gentiles cómo oye a los suyos que de veras lo llaman, que luego la noche siguiente, de media noche adelante, empezó a llover muy bien y duró el agua otros dos días, de que los indios quedaron muy alegres y contentos. Y el curaca y todos sus caballeros, en la forma de la procesión que vieron hacer a los cristianos para adorar la cruz, fueron a rendir las gracias al gobernador por tanta merced como su Dios les había hecho por su intercesión, y en suma, con muy buenas palabras, le dijeron que eran sus esclavos y de allí adelante se jactarían y preciarían de serlo. El gobernador les dijo que diesen las gracias a Dios que crió el cielo y la tierra y hacía aquellas misericordias y otras mayores. Hanse contado estas cosas con tanta particularidad porque pasaron así y porque fue orden y cuidado del gobernador y de los sacerdotes que andaban con él que se adorase la cruz con toda la solemnidad que les fuese posible, porque viesen aquellos gentiles la veneración en que la tenían los cristianos. Todo este capítulo de la adoración, cuenta muy largamente Juan Coles en su relación y dice que llovió quince días. Acabadas estas cosas, habiendo ya nueve o diez días que estaban en aquel pueblo, mandó el gobernador se apercibiese el ejército para caminar el día siguiente en demanda de su descubrimiento. El cacique Casquin, que era de edad de cincuenta años, suplicó al gobernador le diese licencia para ir con él y permitiese que llevase gente de guerra y de servicio, los unos para que acompañasen el ejército y los otros para que llevasen el bastimento, porque habían de ir por tierras despobladas, y para que limpiasen los caminos y en los alojamientos trajesen leña y hierba para los caballos. El gobernador le agradeció su buen comedimiento y le dijo que hiciese lo que más su gusto fuese, con lo cual salió el curaca muy contento y mandó apercibir, o ya lo estaba, gran número de gente de guerra y servicio.
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De cómo el gran chichimeca dio a otros señores poblaciones y provincias Hasta la venida de los aculhuas, ninguno de los caudillos y señores que trajo consigo el gran chichimeca, tenía señorío particular, porque los traía ocupados en las poblaciones, unas veces en unas provincias y otras en otras; y porque ya era tiempo que fuesen premiados, pues el gran chichimeca había hecho tan grandes y espléndidas mercedes a los extraños, como lo eran los señores acolhuas, acordó en el mismo año atrás referido de dar y repartir a todos señoríos y estados, conforme a la calidad y méritos de sus personas. A los tres señores de los seis que trajo consigo, que fueron Acatómatl, Cuauhatlápatl y Cozcaquauh para que juntamente con Chalchiuhtlatónac, caballero de nación tulteca, fuesen señores de la provincia de Chalco, tierra fertilísima y abundante de todas las cosas necesarias a la vida humana; y a Metlíztac que era el cuarto, le dio y repartió la provincia de Tepeyácac; y a los otros dos, Técpatl y Quauhtlíztac, los hizo señores de la provincia de Macahuacan. A sus dos nietos hijos del príncipe Nopaltzin, fuera del sucesor, que eran Huixaquen y Cozanatzin, los envió a Zacatlan y Tenamítec para que fuesen señores de todas aquellas tierras, que caen fuera de la circunferencia de las sierras atrás referidas, corriendo desde los términos de las sierras y tierras de la Cuexteca hasta las de la Mixteca, suficiente señorío para la calidad de sus personas, porque incluye en sí muchas y muy grandes provincias, sin ningún vasallaje ni tributo al imperio, mas de tan solamente el homenaje y asistencia de la corte, cuando fuesen llamados, y ayuda y socorro de gente si se ofreciesen guerras, en favor del imperio. A todos los demás señores atrás referidos, fue con ciertas obligaciones y reconocimientos de tributo y vasallaje. La misma gracia y merced gozaron las hijas y yernos del gran chichimeca. En este mismo año cercó un gran bosque en la sierra de Tetzcuco, en donde entró cantidad de venados, conejos y liebres; y en medio de él edificó un cu que era como templo, en donde de la primera caza que cogían por las mañanas él y el príncipe Nopaltzin, o su nieto el príncipe Póchotl, la ofrecían por víctima y sacrificio al sol, a quien llamaban padre y a la tierra madre, que era su modo de idolatría, y no reconocían ningún otro ídolo por dios; y asimismo de aquí sacaban para su sustento y de las pieles su vestuario; y estaba a su cargo esta cerca y cuatro provincias, que eran Tepepolco, Zempoalan, Tolantzinco y Tolquachiocan. Y al príncipe Tlotzin, su nieto, le dio las rentas que pertenecían al imperio, que tenían obligación a dar los de las provincias de Chalco, Tlanahuacaztlálhuic, y todo lo que contenía desde el volcán, sierra-nevada hasta donde acaba aquella cordillera, y sierras de Tetzcuco, que es corriendo desde los valles de la campiña, por la parte del norte, hasta las tierras de la Mixteca, corriendo hacia el sur corriendo todas aquellas llanadas y lagunas: el cual puso su asiento y corte en un lugar que se dice Tlatzalantlalanóztoc; el cual se casó con Pachxochitzin, hija de Quauhatlápal, uno de los señores referidos de la provincia de Chalco, en quien tuvo seis hijos que fueron las dos primeras hembras; el tercero, y primero de los varones, fue el príncipe Quinatzintlaltecatzin; el segundo fue Nopaltzin Cuetlacchihui; el tercero y último Tochintecuhtli, que vino a ser el primer señor de la ciudad y provincia de Huexotzinco; y el cuarto y último fue Xiuhquetzalitecuhtli, primer señor de la ciudad y provincia de Tlaxcalan.
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De los monasterios de las mujeres Cerca del templo mayor de toda ciudad de importancia, se establecía una gran aula en la cual eran recibidas las mujeres dedicadas a los dioses por cierto tiempo, de las cuales algunas se encerraban allí por aquellos a quienes afligían las enfermedades; otras obligadas por la penuria de la familia; otras por virtud y santidad; otras para conseguir de los dioses riquezas o vida sana y larga; pero la mayor parte por el deseo de los buenos casamientos que se obtendrían de los dioses, u obligadas por el de copiosa prole. Se debe de admirar en esta parte la seguridad de aquella gente que con las puertas abiertas (porque todavía en verdad no conocían las puertas de batientes), pasaban el día y la noche sin la guardia de varón alguno, y no había quien se atreviera a ofender su pudor. Prometían a los dioses quedarse encerradas en el templo cuatro, cinco o más años, y pasado ese tiempo se casaban. En la primera entrada del templo se cortaban los cabellos para que por este indicio fuese patente que estaban dedicadas a los dioses o para que pudiesen ser distinguidas de los sacerdotes, que llevaban el cabello largo. Hilaban algodón, del cual hay gran provisión entre los indios, y entretejían admirables y varias plumas de múltiples aves en lienzos para ellas y para los dioses. Barrían y limpiaban la casa, el patio y las aulas del templo, porque las gradas y los oratorios más altos sólo se permitía asearlos a los sacerdotes. Algunas veces se sacaban sangre de varias partes del cuerpo en sacrificio a los dioses nefarios y para aplacar sus iras. Durante las fiestas solemnes iban en procesión con los sacerdotes y andaban por el templo siempre a la izquierda de ellos, pero ni cantaban himnos ni ascendían las gradas. Se mantenían con las erogaciones comunes de los ciudadanos y principalmente de los afines consanguíneos. Y también con las limosnas y beneficios implorados de algunos hombres ricos y buenos que les daban de carne y tortillas calientes cuanto estimaban que fuera necesario para ellas y para las obligaciones, porque constantemente las ofrecían calientes para que el vapor (así ellas mismas lo decían) ascendiera a los dioses y los deleitara. Consumían todas ellas por partes iguales las vituallas, según la costumbre de nuestros sacerdotes. Nunca se desnudaban los vestidos que se habían puesto la primera vez, ya sea en gracia del pudor, ya sea para que instando el tiempo de ministrar a los dioses y de ocurrir a los trabajos acostumbrados, se levantaran más deprisa y más expeditas. Los días festivos bailaban delante de los dioses según la costumbre de esa gente, adoptando géneros de bailes congruentes a cada una de las fiestas. Si cualquier varón tenía que ver con alguna de ellas, uno y otro eran castigados con pena de muerte, o las mujeres obligadas a seguir a perpetuidad esa regla de vida, y aun ellas mismas se afligían a si mismas con más de mil géneros de tormentos, con la firme creencia de que este crimen no podía ocultarse a los ojos de los dioses, ni sus cuerpos librarse de la podredumbre o de otro mal sordidísimo.
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CAPÍTULO VI De la guerra que tuvieron con los de Culhuacán Por consejo del ídolo, enviaron sus mensajeros al señor de Culhuacán, pidiéndole sitio donde poblar; y después de haberlo consultado con los suyos, les señaló a Tizaapán, que quiere decir aguas blancas, con intento de que se perdiesen y muriesen; porque en aquel sitio había grande suma de víboras, y culebras y otros animales ponzoñosos, que se criaban en un cerro cercano. Mas ellos, persuadidos y enseñados de su demonio, admitieron de buena gana lo que les ofrecieron, y por arte diabólica, amasaron todas aquellas animalias, sin que les hiciesen daño alguno, y aun las convirtieron en mantenimiento, comiendo muy a su salvo y placer de ellas. Visto esto por el señor de Culhuacán, y que habían hecho sementeras y cultivaban la tierra, tuvo por bien admitirlos a su ciudad y contratar con ellos muy de amistad, mas el dios que los mexicanos adoraban (como suele) no hacía bien sino para hacer más mal. Dijo pues, a sus sacerdotes, que no era aquel el sitio adonde él quería que permaneciesen, y que el salir de allí había de ser trabando guerra, y para esto se había de buscar una mujer que se había de llamar la diosa de la discordia, y fue la traza enviar a pedir al rey de Culhuacán, su hija, para reina de los mexicanos y madre de su dios. A él le pareció bien la embajada, y luego la dio con mucho aderezo y acompañamiento. Aquella misma noche que llegó, por orden del homicida a quien adoraban, mataron cruelmente la moza, y desollándole el cuero, como lo hacen delicadamente, vistiéronle a un mancebo, y encima sus ropas de ella, y de esta suerte le pusieron junto al ídolo, dedicándola por diosa y madre de su dios; y siempre de allí adelante la adoraban, haciéndole después ídolo que llamaron Tocci, que es nuestra abuela. No contentos con esta crueldad, convidaron con engaño al rey de Culhuacán padre de la moza, que viniese a adorar a su hija, que estaba ya consagrada diosa. Y viniendo él con grandes presentes y mucho acompañamiento de los suyos, metiéronle a la capilla donde estaba su ídolo, que era muy escura, para que ofreciese sacrificio a su hija, que estaba allí. Mas acaeció encenderse el incienso que ofrecían en un brasero a su usanza, y con la llama reconoció el pellejo de su hija, y entendida la crueldad y engaño, salió dando voces, y con toda su gente dio en los mexicanos, con rabia y furia, hasta hacerles retirar a la laguna, tanto que cuasi se hundían en ella. Los mexicanos, defendiéndose y arrojando ciertas varas que usaban, con que herían reciamente a sus contrarios, en fin cobraron la tierra, y desamparando aquel sitio, se fueron bojando la laguna, muy destrozados y mojados, llorando y dando alaridos los niños y mujeres contra ellos, y contra su dios que en tales pasos los traía. Hubieron de pasar un río, que no se pudo vadear, y de sus rodelas, y fisgas y juncia, hicieron unas balsillas en que pasaron. En fin, rodeando de Culhuacán, vinieron a Iztapalapa, y de allí a Acatzintitlán, y después a Iztacalco, y finalmente, al lugar donde está hoy la ermita de San Antón, a la entrada de México, y al barrio que se llama al presente de San Pablo, consolándoles su ídolo en los trabajos y animándoles con promesas de cosas grandes.
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CAPÍTULO VI Prosiguen las crueldades de los guachoyas y cómo el gobernador pretende pedir socorro No contenta la saña de los guachoyas con lo que en la hacienda y difuntos de Anilco habían hecho ni satisfechos con verse restituidos en sus banderas y armas, pasó la rabia de ellos a otras cosas peores, y fue que a ninguna persona de ningún sexo ni edad que en el pueblo hallaron quisieron tomar a vida sino que las mataron todas, y con las más capaces de misericordia, como viejas ya en la extrema vejez y niños de teta, con ésas usaron de mayor crueldad, porque a las viejas, despojándolas esa poca ropa que traían vestida, las mataban a flechazos, tirándoles a las pudendas más aína que a otra parte del cuerpo. Y a los niños, cuanto más pequeños, los tomaban por una pierna y los echaban en alto, y en el aire, antes que llegasen al suelo, los flechaban entre cinco o seis, o más, o menos, como acertaban a hallarse. Con estas crueldades, y más todas las que más pudieron hacer recatándose de los españoles, mostraron los guachoyas el odio y rencor que, como gente ofendida, tenían a los anilcos. Las cuales cosas, vistas por algunos castellanos, que no habían podido los indios encubrirlas tanto como quisieran, dieron luego noticia de ellas al gobernador, el cual se enojó grandemente de que hubiesen hecho agravio a los de Anilco, que su intención no había sido de hacerles mal ni daño, sino de ganarlos por amigos. Y porque la crueldad de los guachoyas no pasase adelante, mandó tocar a toda prisa a recoger y reprehendió al cacique de lo que sus indios habían hecho, y, para prevenir que no hiciesen más daño, mandó echar bando que, so pena de la vida, nadie fuese osado pegar fuego a las casas ni hacer mal a los indios, y, porque los guachoyas no ignorasen el bando, mandó que los intérpretes lo declarasen en su lengua, y, porque temió que todavía habían de hacer el daño que pudiesen hurtándose de los españoles, salió a toda prisa del pueblo de Anilco y se fue al río, habiendo mandado a los castellanos que llevasen antecogidos los indios, porque no se quedasen a quemar el pueblo y a matar la gente que en él se hubiese escondido. Con estos apercibimientos se remedió algo del mal para que no fuese tanto como pudiera ser, y el general se embarcó con toda su gente, así españoles como indios, y pasó el río para volverse a Guachoya. Mas no habían caminado un cuarto de legua cuando vieron humear el pueblo y encenderse muchas casas en llamas de fuego. La causa fue que los guachoyas, no pudiendo sufrir no quemar el pueblo, ya que les había sido prohibido el quemarlo al descubierto, quisieron quemarlo como pudiesen, para lo cual dejaron brasas de fuego metidas en las alas de las casas y, como ellas fuesen de paja y con el verano estuviesen hechas yesca, tuvieron poca necesidad de viento para encenderse presto. El gobernador quiso volver al pueblo para socorrerle que no se quemase del todo, mas, a este punto, vio acudir muchos indios vecinos suyos que a toda diligencia venían a matar el fuego, y con esto lo dejó y siguió su camino para el pueblo de Guachoya, disimulando su enojo por no perder los amigos que tenía por los que no había podido haber. Habiendo llegado al pueblo y hecho asiento en él con su ejército, dejó todos los otros cuidados a los ministros del campo y para sí tomó el cuidado de hacer los bergantines. En ellos imaginaba y fabricaba de día y de noche. Mandó cortar la madera necesaria, que la había en mucha abundancia en aquella provincia. Hizo juntar las sogas y cordeles que en el pueblo y su comarca se pudiesen haber para jarcia. Mandó a los indios le trajesen toda la resina y goma de pino y ciruelos, y otros árboles, que por los campos se hallasen. Ordenó que de nuevo se hiciese mucha clavazón y se aderezase la que en las piraguas y barcas pasadas había servido. En su ánimo tenía elegidos los capitanes y soldados que por más fieles amigos tenía, de quien pudiese confiar que volverían en los bergantines cuando los enviase a pedir el socorro que tenía pensado. Y, para cuando hubiese enviado los bergantines, había determinado pasar de la otra parte del Río Grande, a una provincia llamada Quigualtanqui, de la cual, por ciertos corredores que había enviado, caballeros e infantes, tenía noticia que era abundante de comida y poblada de mucha gente; y el pueblo principal de ella estaba cerca del pueblo de Guachoya, el río en medio, y que era de quinientas casas, cuyo señor y cacique, llamado también Quigualtanqui, había respondido mal a los recaudos que el gobernador le había enviado pidiéndole paz y ofreciéndole su amistad, que con mucho desacato había dicho muchos denuestos y vituperios y hecho grandes fieros y amenazas diciendo los había de matar a todos en una batalla, como verían muy presto, y les quitaría de la mala vida que traían, perdidos por tierras ajenas, robando y matando como salteadores ladrones, vagamundos y otras palabras ofensivas, y había jurado por el Sol y la Luna de no les hacer amistad como se la habían hecho los demás curacas por cuyas tierras habían pasado, sino que los habían de matar y ponerlos por los árboles. En este paso, dice Alonso de Carmona estas palabras: "Poco antes que el gobernador muriese mandó juntar todas las canoas de aquel pueblo, y las mayores juntaron de dos en dos y metieron caballos en ellas, y en las otras metieron gente, y pasaron a la otra parte del río, adonde hallaron muy grandes poblazones, aunque la gente alzada y huida, y así se volvieron sin hacer efecto. Lo cual, visto por los principales de aquella tierra, enviaron un mensajero al gobernador avisándole que otra vez no tuviese atrevimiento de enviar a sus tierras españoles, porque ninguno volvería vivo y que agradeciese a su buena fama y al buen tratamiento que a los indios de la provincia donde al presente estaba hacía, que por esta causa no había salido su gente a matar todos los españoles que a su tierra habían pasado, que, si algo pretendía de su tierra, que se viesen persona por persona, que le daría a entender el poco comedimiento y miramiento que había tenido en haber enviado a correr su tierra, y que no le acaeciese otra vez, que juraba a sus dioses de le matar a él y a toda su gente, o morir en la demanda." Todas son palabras de Alonso de Carmona, que, por ser casi las mismas que de Quigualtanqui hemos dicho, quise sacarlas a la letra. A los cuales denuestos siempre el gobernador había replicado con mucha blandura y suavidad, rogándole con la paz y amistad, y, aunque es verdad que Quigualtanqui, por el mucho comedimiento del general, había trocado sus malas palabras en otras buenas, dando muestras de paz y concordia, siempre se le había entendido que era con falsedad y engaño por coger descuidados a los españoles, que por las espías sabía el gobernador que andaba maquinando traiciones y maldades y que hacía llamamiento de su gente y de las provincias comarcanas contra los cristianos para los matar a traición debajo de amistad. Todo lo cual sabía el general y lo tenía guardado en su pecho para castigarlo a su tiempo, que todavía tenía ciento y cincuenta caballos y quinientos españoles, con los cuales, después de haber enviado los bergantines, pensaba pasar el Río Grande y hacer su asiento en el pueblo principal de Quigualtanqui y gastar allí el estío presente y el invierno venidero hasta tener el socorro que pensaba pedir. El cual se le pudiera dar con mucha facilidad de toda la costa y ciudad de México, y de las islas de Cuba y Santo Domingo, subiendo por el Río Grande, que era capaz de todos los navíos que por él quisiesen subir, como adelante veremos.
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CAPÍTULO VI De los trabajos incomportables que los españoles pasaron hasta llegar al Río Grande Un caballero natural de Badajoz, de una de las muy nobles familias que hay en aquella ciudad, llamado Juan de Vega (que yo en el Perú conocí y después en España), entendiendo que para un indio solo a pie bastaban dos castellanos a caballo, se había detenido en la carrera, aunque había salido en pos de ellos. Viéndolos ahora caídos en tierra, y sus caballos muertos, arremetió a toda furia a matar al indio. Por otra parte, los dos soldados, levantándose del suelo, fueron a él con sus lanzas en las manos. El indio, que se vio acometer por dos partes, salió corriendo del árbol a recibir al caballero, haciendo más cuenta de él solo que de los que había hecho infantes y peones, por parecerle que, si le matase el caballo como a los otros dos, quedaría libre de todos tres para acogerse por sus pies sin que le ofendiesen, por la común ventaja que en el correr hacen los indios a los españoles, y hubiérale sucedido el hecho como lo pudiera haber pensado, si Juan de Vega no viniera tan bien apercibido que traía en su caballo un pretal de media vara en ancho de tres dobleces de cuero de vaca, que los españoles curiosos hacían semejantes pretales de las pieles de vacas, leones, osos o venados que podían haber para defensa de los caballos. Habiendo salido el indio del árbol con todo el buen ánimo que un hombre puesto en tal peligro podía mostrar, tiró una flecha al caballo de Juan de Vega y, acertando en el pretal, pasó los tres dobleces del cuero y le hirió con cuatro dedos de flecha por los pechos, y por tan buen derecho que, si no llevara el pretal, fuera a parar al corazón, mas no quiso darle tanto la fortuna de la guerra. Juan de Vega lo alanceó y mató, empero, con su muerte no quitaron los nuestros el dolor que tenían de haber perdido en tan triste ocasión dos caballos en tiempo que tanto los habían menester, que ya llevaban pocos. Y cuando llegaron a ver el indio se les dobló la pena y enojo, porque su disposición no era como la de los otros floridos, que en común son bien dispuestos y membrudos, y aquél era pequeño, flaco y disminuido, que su talle no prometía valentía alguna, mas su buen ánimo y esfuerzo la hizo tan hazañosa que admiró y dejó que llorar a sus enemigos. Los cuales, maldiciendo su desdicha y a maestre Francisco que la había causado, se pusieron en camino y alcanzaron al ejército, donde por todos fue de nuevo llorada la pérdida de los caballos, porque en ellos tenían sus mayores fuerzas y esperanzas para cualquier trabajo que se les ofreciese. Con las molestias tantas y tan continuas que los indios hacían a los españoles, caminaron en demanda de la provincia de Guachoya y del Río Grande hasta fin de octubre del año de mil y quinientos y cuarenta y dos, por el cual tiempo empezó el invierno muy riguroso, con muchas aguas, fríos y vientos recios. Y como deseaban llegar al término señalado, no dejaban de caminar todos los días, por muy mal tiempo que hiciese, y llegaban llenos de agua y de lodo a los alojamientos, donde tampoco hallaban qué comer si no lo iban a buscar, y las más veces lo ganaban a fuerza de brazos y a trueque de sus vidas y sangre. Con estas necesidades y los malos temporales sintieron el trabajo del camino más que hasta allí lo habían sentido, y, pasando el tiempo más adelante, cargaron las aguas, cayeron muchas nieves, crecieron los ríos y la dificultad del pasarlos, que aun los arroyos no se podían vadear, por lo cual, casi a cada jornada, era menester hacer balsas para los pasar, y con algunos pasos de ríos se detenían cinco, seis, siete y ocho días por la contradicción perpetua de los enemigos y por el mal recaudo que hallaban para las balsas, de cuya causa se les aumentaba y alargaba el trabajo. El cual muchas noches, sin el que se había pasado de día, era tan excesivo que, por no hallar el suelo para poder reposar en él por la mucha agua y cieno que tenía, dormían o pasaban la noche los de a caballo encima de sus caballos, que no se apeaban de ellos, y los de a pie quede a imaginación de los que leyeren este paso cómo lo pasarían, pues traían el agua a las rodillas, y a medias piernas donde menos había. Por otra parte, como la ropa que traían vestida fuese de gamuza y otras pieles semejantes, y, siendo sola una ropilla ceñida, sirviese de camisa, jubón, sayo y capa, y con las muchas aguas y nieves y con el pasar de los muchos ríos siempre la trajesen mojada, que por maravilla se les enjugaba, y ellos anduviesen en piernas, sin medias calzas, zapatos ni alpargates, y como a estas necesidades propias e inclemencias del cielo se añadiese el mal comer y no dormir y el mucho cansancio del camino tan largo y trabajoso, enfermaron muchos españoles e indios de los domésticos que llevaban de servicio. Y, no contenta la enfermedad con la gente, pasó a los caballos, y, creciendo más y más en todos, empezaron a morir hombres y bestias en gran número, que cada día fallecían dos o tres españoles, y día hubo de siete, y al mismo paso iban los caballos y los indios de servicio, los cuales, por falta que a sus amos hacían, que les servían como hijos, eran llorados no menos que los mismos compañeros. Y de estos indios casi no escapó alguno, que español hubo que llevaba cuatro y se le murieron todos, y, con la prisa que llevaban de pasar adelante, apenas tenían lugar de enterrar los difuntos, que muchos quedaron sin sepultura, y los que enterraban quedaban a medio cubrir porque no podían más, que los más fallecían caminando e iban a pie por no haber en qué los llevar, que los caballos también iban enfermos y los sanos reservaban de llevar enfermos porque en ellos salían a resistir los enemigos que llegaban a dar los rebatos y armas continuas. Con todas estas miserias y aflicciones que los nuestros llevaban, no se descuidaban de velar de noche y de día poniendo sus centinelas y cuerpos de guardia como gente de guerra, porque los enemigos no los hallasen desapercibidos, para lo cual había tan poca salud y tantos males como se ha dicho. Aquí en este paso, habiendo contado largamente las miserias y trabajos de este viaje, dice Alonso de Carmona que hallaron una puerca que a la ida se les había quedado perdida, y que estaba parida con trece lechones ya grandes, y que todos estaban señalados en las orejas y cada uno con diferente señal. Debió ser que los hubiesen repartido los indios entre sí y señalándolos con las propias señales, de donde se puede sacar que hayan conservado aquellos indios este ganado. Con las inclemencias del cielo y persecuciones del aire, agua y tierra, y trabajos de hambre, enfermedad y muertes de hombres y caballos, y con el cuidado y diligencia, aunque flaca, de recatarse y guardarse de sus enemigos, y con la continua molestia de armas, rebatos y guerra que ellos les hacían, caminaron nuestros castellanos todo el mes de septiembre y octubre hasta los últimos de noviembre, que llegaron al Río Grande, que tan deseado y amado había sido de ellos, pues que con tantas adversidades y ansias de corazón habían venido a buscarle, y, al contrario, poco antes tan odiado y aborrecido que con ellas mismas le habían huido y alejádose de él. Con la vista del río se pidieron albricias unos a otros, pareciéndoles que con llegar a él se acababan sus miserias y trabajos. En este último viaje que después de la muerte del gobernador Hernando de Soto los nuestros hicieron, caminaron a ida y vuelta, con lo que anduvieron los corredores más de trescientas y cincuenta leguas, donde murieron a manos de los enemigos y de enfermedad cien españoles y ochenta caballos. Esta ganancia sacaron de su mal consejo, y, aunque llegaron al Río Grande, no cesó el morir, que otros cincuenta cristianos murieron en el alojamiento, como veremos luego.
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CAPITULO VI De la amenidad de los campos; plantas y arboles mas comunes y particulares que los pueblan 107 Es tan comun y permanente la fertilidad de las campañas de todo aquel país cercano á Cartagena que causa admiracion ver la frondosidad con que lo adornan las varias plantas silvestres que se crian en él y que nunca lleguen á perder estas aquellos lozanos brios con que la tierra las produxo y siendo constante el verdor y tan vario segun la diversidad de tantas hojas con que se visten los arboles y esmaltan los prados y las selvas, goza la vista en ellos el recreo de estenderse siempre sobre la perpetua primavera de aquel clima. Pero aquellos naturales poco inclinados á la agricultura se aprovechan perezosamente de los primores con que la naturaleza lo dotó. Las ramazones y brotes de los arboles en aquellos espaciosos ámbitos forman con sus entre texidos lazos espesas nubes de hojas que no permiten á los rayos del sol el penetrarlas y dar luz ni calor á las selvas que componen entre sí. 108 A proporcion que aquel país está poblado de corpulentos y espesos arboles, son estos varios en sus especies y particulares respecto de los de Europa; y entre todos exceden en la corpulencia los caobos, cedros, marias y balsamos, sirviendo los primeros para fabricar de su madera las canoas y champanes, de que se usan para la pesca y tráfico de comercio por los esteros y rios en todo lo que se estiende la jurisdiccion de aquel govierno. Estos no producen ninguna fruta util para las mesas porque refunden todo su vigor en formar una madera muy consistente, hermosa y fragrante. En los cedros hay dos especies la una es blanca, y la otra, colorada, y esta ultima, la que tiene mas estimacion. Las marias y balsamos, ademas de la utilidad de sus maderas, destilan las estimables resinas del aceyte de Maria y balsamo que llaman de Tolú por ser en las campañas inmediatas á la poblacion de este nombre donde se coge con mas abundancia, y es su virtud mas eficaz. 109 Además de estos, hay tamarindos, nisperos, sapotes, papayos, guayabos, cañasistolos, palmas, manzanillos y otros muchos que producen variedad de frutas comestibles, y sus maderas son de muy buena calidad y con diversidad de colores. Entre estos, es particular el manzanillo, cuya fruta le dá el nombre por semejarse á las manzanas en la figura, color y olor, aunque algo mas pequeña; su calidad es totalmente contraria á la de aquella y nociva á la naturaleza, pues, debaxo de una hermosura y bondad aparente, encierra un veneno tan pernicioso que, sin llegarla á comer, se experimentan los malos efectos de su ponzoña; el arbol es grande y coposo, y su madera, recia, de color algo amarillo; quando se corta, destila con abundancia un suco blanco algo parecido al de las higueras aunque no tan sólido ni blanco, pero tan ponzoñoso como la fruta, pues, llegando á tocar alguna parte de la carne, la cauteriza é inflama, y este daño se comunica á todo lo restante del cuerpo hasta que con remedios exteriores se procuran contener sus progressos; assi, es necessario, despues que está cortado, dexarlo secar algun tiempo para poderlo labrar sin peligro, y entonces queda hermosa su madera, que es toda beteada sobre aquel ligero amarillo de su propio color. Si por inadvertencia llega alguno á comer la fruta, inmediatamente se le hincha todo el cuerpo hasta que, no cabiendo toda su malignidad en él, hace rebentar y perder la vida á el que se engañó con su vista; de esto se han visto algunos exemplares sucedidos con los europeos visoños que van en los navios, quando se ofrece embiarlos al monte á cortar madera para las obras de las embarcaciones, y lo experimentaron muy frequentemente los castellanos recien descubierto este territorio, pero los salvó de la muerte el aceyte comun que hallaron poderoso antidoto á su veneno, segun refiere Herrera. Para evadirse, pues, del daño de estas y otras muchas plantas nocivas, es preciso ir acompañados con gente del país que las conoce. 110 Para hacer comprehender el grado de malignidad de este arbol, engañoso aún con su gran frondosidad, añaden que, poniendose á dormir en la espaciosa sombra que forman sus hojas, es de tanto perjuicio esta que causa la misma hinchazón en la persona, de lo que sobrevienen despues algunos molestos accidentes hasta que se cura con algunas unturas y bebidas frescas, lo qual, con natural instinto que el Supremo Autor ha dado á los irracionales, lo evitan huyendo de ella y menospreciando su fruta. 111 Las empinadas palmas, que á cortos trechos descollan sus copetes sobre los demás arboles, forman una agradable perspectiva en aquellos montes. Estas, aunque no se advierte muy sensible su diferencia, son de varias especies pero, quatro las mas notables, como se reconoce por su fruto. La una produce racimos de cocos, otra, datiles muy sazonados, la tercera, que llaman palma real, una simiente algo menor que los datiles, aunque su figura no sabrosa ni util para el usto, y la quarta, que llaman de corozo, dá otra fruta mayor que los datiles, sazonada al paladar y propia para hacer bebidas frescas y provechosas á la salud. La palma real produce muchos palmitos de buen gusto y tan grandes que muchas veces llegan á pesar de dos á tres arrobas, y, aunque tambien los crian las otras tres especies, no son ni en tanta abundancia ni tan gustosos y dulces. De todas quatro se hace tambien el vino de palmas, pero lo mas regular es sacarlo de la palma real y de la de corozo porque es mejor; el modo de hacerlo es, unas veces, cortando la palma, y, otras, dexandola en pie, abrirle un agugero, como un dado en el tronco, donde sitúan un canal, y á la piquera de esta, la vasija, en que se recoge el humor ó jugo que destila; dexase fermentar el tiempo necessario, que es quatro ó seis ó mas segun el país, y despues se bebe. Queda entonces de color blanquizco, hace mucha espuma y aun mas que la cerbeza, es algo picante y embriaga en usandolo con demasía; los naturales del país lo tienen por fresco y es muy usado entre los indios y negros. 112 No menos comunes son los guayacanes y evanos, cuya fortaleza quiere competir con el hierro; de ellos se suelen conducir algunas piezas á España, donde tienen la estimacion que no gozan en su país por la abundancia con que los hay. 113 Entre la variedad de plantas menores que á la sombra de las grandes nacen y pueblan los ámbitos inferiores de los bosques y lugares descumbrados, es muy comun la sensitiva, cuya propiedad fuera bastante quando otras pruebas infinitas no lo tuvieron persuadido para convencer la sensibilidad de las plantas. Es tan visible la de esta que, luego que se toca alguna de sus hojitas, se cierran todas las de aquella rama y aprietan unas con otras con tanta prontitud que no parece sino que los resortes de todas ellas estuvieron esperando aquel instante con prevencion para jugar todos á un mismo tiempo; despues que ha passado algun espacio no muy largo, vuelven pausadamente á desplegarse y irse apartando hasta que quedan totalmente abiertas. Esta planta es pequeña; solo se levanta de la tierra como pie y medio ó dos pies; su tronco principal es menudo, y las ramitas, delicadas, á proporcion y endebles; la hoja es muy menudita, larga y unida entre sí, de suerte que puede considerarse el todo de una rama cono una hoja de 4 á 5 pulgadas de largo y 10 lineas de ancho, la qual, subdividida en las otras pequeñas, forma en cada una de ellas la verdadera hojita, que tendrá de 4 á 5 lineas de largo y algo menos que una de ancho. Luego que se toca una de estas, se levantan todas de una y otra parte, hasta que quedan perpendiculares, dexando la disposicion horizontal que antes tenian y, unida por su superficie interior, forman una sola hojilla, las que antes de este tan sensible movimiento eran dos, cada una de su lado. No siendo propio de este lugar el nombre comun que le dan en Cartagena, havrá de omitirse; en otros parages, donde la tratan con mas decoro, la llaman unos la vergonzosa y otros la doncella. La corta reflexion tenia persuadido á aquellas gentes que las palabras que expressaban su nombre, prorrumpidas al tiempo de tocarla, eran las que producian el efecto y, assi, admiraban que en una yerva huviesse sentido y instinto para manifestar la obediencia á lo que se le mandaba ó que, avergonzada de la injuria, no le fuesse dissimulable el sentimiento. 114 En Guayaquil vimos despues mucha de esta yerva, y su temperamento parece aún mas propio que el de Cartagena para ella, assi por su mayor abundancia como porque la planta crece con mas vigor y llega á tener de 3 á 4 pies de alto, á cuya proporcion es la hoja. Tambien se suele encontrar en algunos parages de Europa aunque en ellos no es muy comun. 115 Hay en aquellos montes grande abundancia de bejucos, unos mas gruesos que otros, algunos chatos y, en fin, de diversidad de figuras y aun de colores. Entre estos, se conoce uno particularissimo por la fruta que produce, á quien dan el nombre de habilla de Cartagena; y siendo su virtud especial, no fuera justo dexarla en el silencio. El porte de esta habilla es como de una pulgada de ancho y nueve lineas de largo; formada como un corazon y chata, tiene una cascara algo dura aunque delgada, blanquizca y escabrosa en lo exterior, la qual encierra una medula como la de la almendra regular, no tan blanca y con extremo amarga. Esta comida es uno de los mas eficaces antidotos que se conocen allí contra las ponzoñosas picadas de las viboras y culebras, tal que un poco inmediatamente detiene los contrarios efectos del veneno y no dá lugar á que llegue á operar. Por esta razon, todos los que tienen su exercicio en el monte se preparan antes de entrar en él á cortar madera, rozar ó cazar comiendo un pedacito de esta habilla en ayunas, con cuya precaucion no llevan cuidado, pues he oido decir á un europeo, cuyo exercicio era el de la caza, y á otras personas dignas de todo credito que, aunque recibiessen alguna picada, no experimentaban daño. Dice aquella misma gente que la naturaleza de esta habilla es con extremo cálida y que, por esta razon, no se puede comer mucha, de modo que la dosis regular es menos de la quarta parte de una y que es menester precaberse de no beber inmediatamente á haverla comido ningun licor cálido como vino, aguardiente ú otro de esta especie. En este particular, no se puede juzgar otra cosa sino que la misma experiencia les ha servido de maestro. En muchas partes de las Indias inmediatas á Cartagena es conocida esta habilla por la particularidad de su virtud, y en todas la estiman mucho y la dan el mismo nombre por ser la jurisdiccion de esta ciudad la que goza el privilegio de producirla.
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Cómo la ciudad de San Sebastián estuvo poblada en la Culata de Urabá, y de los indios naturales que están en la comarca della En los años de 1500 fueron gobernadores de la Tierra Firme Alonso de Ojeda y Nicuesa, y en la provincia del Darién se pobló una ciudad que tuvo por nombre Nuestra Señora del Antigua, donde afirman algunos españoles de los antiguos que se hallaron la flor de los capitanes que ha habido en estas Indias. Y entonces, aunque la provincia de Cartagena estaba descubierta, no la poblaron, ni hacían los cristianos españoles más que contratar con los indios naturales, de los cuales, por vía de rescate y contratación, se había gran suma de oro fino y bajo. Y en el pueblo grande de Taruaco, que está de Cartagena (que antiguamente se nombraba Calamar) cuatro leguas, entró el gobernador Ojeda, y tuvo con los indios una porfiada batalla, donde le mataron muchos cristianos, y entre ellos al capitán Juan de la Cosa, valiente hombre y muy determinado. Y él, por no ser también muerto a manos de los mismos indios, le convino dar la vuelta a las naos. Y después desto pasado, el gobernador Ojeda fundó un pueblo de cristianos en la parte que llaman de Urabá, adonde puso por su capitán y lugarteniente a Francisco Pizarro, que después fue gobernador y marqués. Y en esta ciudad o villa de Urabá pasó muchos trabajos este capitán Francisco Pizarro con los indios de Urabá, y con hombres y enfermedades, que para siempre quedará dél fama. Los cuales indios (según decían) no eran naturales de aquella comarca antes era su antigua patria la tierra que está junto al río grande del Darién. Y deseando salir de la subjeción y mando que sobre ellos los españoles tenían, por librarse de estar subjetos a gente que tan mal los trataba, salieron de su provincia con sus armas, llevando consigo sus hijos y mujeres. Los cuales, llegados a la Culata que dicen Urabá, se hubieron de tal manera con los naturales de aquella tierra, que con gran crueldad los mataron a todos y les robaron sus haciendas, y quedaron por señores de sus campos y heredades. Y entendido esto por el gobernador Ojeda, como tuviese grande esperanza de haber en aquella tierra alguna riqueza, y por asegurar a los que se habían ido a vivir a ella, envió a poblar el pueblo que tengo dicho, y por su teniente a Francisco Pizarro, que fue el primer capitán cristiano que allí hubo. Y como después feneciesen tan desastradamente estos dos gobernadores Ojeda y Nicuesa, habiendo habido los del Darién con tanta crueldad con Nicuesa como es público entre los que han quedado vivos de aquel tiempo, y Pedrarias viniese por gobernador a la Tierra Firme, no embargante que se hallaron en la ciudad del Antigua más de dos mil españoles, no se atendió en poblar a Urabá. Andando el tiempo, después de haber el gobernador Pedrarias cortado la cabeza a su yerno el adelantado Vasco Núñez de Balboa, y lo mismo el capitán Francisco Hernández en Nicaragua, y haber muerto los indios del río del Cenu al capitán Becerra con los cristianos que con él entraron; y pasados otros trances, viniendo por gobernador de la provincia de Cartagena don Pedro de Heredia, envió al capitán Alonso de Heredia, su hermano, con copia de españoles muy principales, a poblar segunda vez a Urabá, intitulándola ciudad de San Sebastián de Buena Vista, la cual está asentada en unos pequeños y rasos collados de campaña, sin tener montaña, si no es en los ríos o ciénagas. La tierra a ella comarcana es doblada, y por muchas partes llena de montañas y espesuras. Estará del mar del Norte casi media legua. Los campos están llenos de unos palmares muy grandes y espesos, que son unos árboles gruesos, y llevan unas ramas como palma de dátiles, y tiene el árbol muchas cáscaras hasta que llegan a lo interior dél; cuando lo cortan sin ser la madera recia, es muy trabajosa de cortar. Dentro deste árbol, en el corazón dél, se crían unos palmitos tan grandes, que en dos dellos tiene harto que llevar un hombre; son blancos y muy dulces. Cuando andaban los españoles en las entradas y descubrimientos, en tiempo que fue teniente de gobernador desta ciudad Alonso López de Ayala y el comendador Hernán Rodríguez de Sosa, no comían muchos días otra cosa que estos palmitos; y es tanto trabajo cortar el árbol y sacar el palmito dél, que estaba un hombre con una hacha cortando medio día primero que lo sacase; y como los comían sin pan y bebían mucha agua, muchos españoles se hinchaban y morían, y así murieron muchos dellos. Dentro del pueblo a las riberas de los ríos hay muchos naranjales, plátanos, guayabas y otras frutas. Vecinos hay pocos, por ser la contratación casi ninguna. Tiene muchos ríos que nacen en las sierras. La tierra dentro hay algunos indios y caciques, que solían ser muy ricos por la gran contratación que tenían con los que moran en la campaña pasadas las sierras y en el Dabaybe. Estos indios que en estos tiempos señorean esta región, ya dije cómo muchos dellos dicen su naturaleza haber sido pasado el gran río del Darién, y la causa por que salieron de su antigua patria. Son los señoretes o caciques de los indios obedescidos y temidos, todos generalmente dispuestos y limpios, y sus mujeres son de las hermosas y amorosas que yo he visto en la mayor parte destas Indias donde he andado. Son en el comer limpios, y no acostumbran las fealdades que otras naciones. Tienen pequeños pueblos, y las casas son a manera de ramadas largas de muchos estantes. Dormían y duermen en hamacas; no tienen ni usan otras camas. La tierra es fértil, abundante de mantenimientos y de raíces gustosas para ellos y también para los que usaren comerlas. Hay grandes manadas de puercos zainos pequeños, que son de buena carne sabrosa, y muchas dantas ligeras y grandes; algunos quieren decir que eran de linaje o forma de cebras. Hay muchos pavos y otra diversidad de aves, mucha cantidad de pescado por los ríos. Hay muchos tigres grandes, los cuales matan a algunos indios y hacían daño en los ganados. También hay culebras muy grandes y otras alimañas por las montañas y espesuras, que no sabemos los nombres; entre los cuales hay los que llamamos pericos ligeros, que no es poco de ver su talle tan fiero y con la flojedad y torpeza que andan. Cuando los españoles daban en los pueblos destos indios y los tomaban de sobresalto, hallaban gran cantidad de oro en unos canastillos que ellos llaman habas, en joyas muy ricas de campanas, platos, joyeles, y unos que llaman caricuries, y otros caracoles grandes de oro bien fino, con que se atapaban sus partes deshonestas; también tenían zarcillos y cuentas muy menudas, y otras joyas de muchas maneras, que les tomaban; tenían ropa de algodón mucha. Las mujeres andan vestidas con unas mantas que les cubren de las tetas hasta los pies, y de los pechos arriba tienen otra manta con que se cubren. Précianse de hermosas; y así, andan siempre peinadas y galanas a su costumbre. Los hombres andan desnudos y descalzos, sin traer en sus cuerpos otra cobertura ni vestidura que la que les dio natura. En las partes deshonestas traían atados con unos hilos unos caracoles de hueso o de muy fino oro, que pesaban algunos que yo vi a cuarenta y a cincuenta pesos cada uno, y a algunos a más, y pocos a menos. Hay entre ellos grandes mercaderes y contratantes que llevan a vender a tierra dentro muchos puercos de los que se crían en la misma tierra, diferentes de los de España porque son más pequeños y tienen el ombligo a las espaldas, que debe ser alguna cosa que allí les nace. Llevan también sal y pescado; por ello traen oro, ropa y de lo que más ello tienen necesidad; las armas que usan son unos arcos muy recios, sacados de unas palmeras negras, de una braza cada uno, y otros más largos con muy grandes y agudas flechas, untadas con una hierba tan mala y pestífera que es imposible al que llega y hace sangre no morir, aunque no sea la sangre más de cuanta sacarían de un hombre picándole con un alfiler. Así, que pocos o ninguno de los que han herido con esta hierba dejaron de morir.
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