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Capítulo veinte y uno De los que venden colores, tochómil y xícara, etc. El que vende los colores que pone encima de un cesto grande es de está propriedad: que cada género de color pónelo en un cestillo encima del grande, y las colores que vende son de todo género, las colores secas y colores molidas, la grana y amarillo claro, azul claro, la greda, el cisco de teas, cardenillo, la alumbre y el ungüento amarillo llamado axi, y el chapuputli mezclado con este ungüento amarillo, llámase tzictli, y el almagre. Vende también cosas olorosas, como son las especies aromáticas, que se llaman en la lengua tlilxúchitl, mecaxúchiti, ueinacaztli. También vende cosillas de medicina, como está cola del animalejo llamado tlacuatzin, y muchas yervas y raízes de diversas especies. Allende de todo lo dicho, vende también el betún que es como pez, y el encienso blanco, y agallas para hazer tinta, y la cevadilla y panes de azul, y azeche, y marcaxita. El que es tintorero tiene por oficio teñir la lana con diversas colores, y a las vezes con colores deslavadas o falsas. La lana que vende es bien teñida, y dale buen punto, y tiñe de diversas colores: amarillo, verde escuro, verde claro, verde fino, encarnado, con las cuales colores tiñe la lana. El que vende las xícaras cómpralas de otro para tornallas a vender; y para venderlas bien, primero las unta con cosas que las hazen pulidas, y algunas las bruñe con algún betún con que las haze reluzientes, y algunas las pinta rayendo o raspando bien lo que no está llano ni liso. Y para que parezcan galanas, úntalas o con el axin o con los cuescos de los çapotes amarillos, molidos, y endurécelas o cúralas al humo, colgándolas en la chimenea. Y todas las xícaras véndelas, poniendo aparte o por si las que traen de Cuauhtemala y las de México y las de otros pueblos, unas de las cuales son blancas, otra prietas, unas amarillas, otras pardas, unas bruñidas encima, otras untadas con cosas que les dan lustre, unas son pintadas, otras llanas sin labor y color, unas son redondas, otras larguillas o puntiagudas, unas tienen pie, otras asillas o picos, unas asas grandes y otras como calderuelas, unas son para bever el agua y otras para bever atol. Fuera de esto, vende también las xícaras muy pintadas de Iúcar, y las xícaras como bacines, anchas, y xícaras para lavar las manos y xícaras grandes y redondas, y los vasos trasparentes, y las xícaras agujeradas para colar; éstas suélelas comprar de otro para tornallas a vender y para llevarlas a vender fuera de su tierra. El que trata en vender papel, májalo si es de la tierra. También vende el de Castilla, el cual es blanco o rezio, delgado, ancho y largo, o gordo, o grueso, mal hecho, gorolloso, pudrido, medio blanco, pardo. El que trata en cal, quiebra la piedra de que haze cal y la cueze, y después la mata. Y para cozerla o hazerla viva, junta primero toda la piedra que es buena para hazer cal, y métela después en el horno, donde la quema con harta leña, y después que la tiene cozida o quemada, mátala para augmentalla. Este tal tratante unas vezes vende la cal viva y otras vezes muerta; y la cal que es buena sácala de la piedra que se llama cacalótetl quemada, o de la piedra que se llama tepétlatl.
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CAPÍTULO VI Del cerro de Potosí, y de su descubrimiento El cerro tan nombrado de Potosí está en la provincia de los Charcas, en el reino del Pirú; dista de la Equinocial a la parte del Sur o Polo Antártico, veinte y un grados y dos tercios, de suerte que cae dentro de los Trópicos, en lo último de la Tórridazona. Y con todo eso es en extremo frío, más que Castilla la Vieja en España y más que Flandes, habiendo de ser templado o caliente conforme a la altura del polo en que está. Hácele frío, estar tan levantado y empinado, y ser todo bañado de vientos muy fríos y destemplados, especialmente el que allí llaman Tomahaui, que es impetuoso y frigidísimo, y reina por mayo, junio, julio y agosto. Su habitación es seca, fría y muy desabrida y del todo estéril, que no se da ni produce fruto, ni grano ni yerba, y así naturalmente es inhabitable por el mal temple del cielo y por la gran esterilidad de la tierra. Mas la fuerza de la plata, que llama a sí con su codicia las otras cosas, ha poblado aquel cerro de la mayor población que hay en todos aquellos reinos, y la ha hecho tan abundante de todas comidas y regalos, que ninguna cosa se puede desear que no se halle allí en abundancia, y siendo todo de acarreto, están las plazas llenas de frutas, conservas, regalos, vinos excesivos, sedas y galas, tanto como donde más. La color de este cerro tira a rojo obscuro; tiene una graciosísima vista, a modo de un pabellón igual o un pan de azúcar. Empínase y señorea todos los otros cerros que hay en su contorno. Su subida es agra, aunque se anda toda a caballo; remátase en punta en forma redonda; tiene de boj y contorno una legua por su falda; hay desde la cumbre de este cerro hasta su pie y planta, mil y seiscientas y veinte y cuatro varas de las comunes, que reducidas a medida y cuenta de leguas españoles hacen un cuarto de legua. En este cerro, al pie de su falda, está otro cerro pequeño que nace de él, el cual antiguamente tuvo algunas minas de metales sueltos que se hallaban como en bolsas y no en veta fija, y eran muy ricos, aunque pocos. Llámanle Guainapotosí, que quiere decir Potosí el mozo. De la falda de este pequeño cerro comienza la población de españoles e indios, que han venido a la riqueza y labor de Potosí. Tendrá la dicha población dos leguas de contorno; en ellas es el mayor concurso y contratación que hay en el Pirú. Las minas de este cerro no fueron labradas en tiempo de los Ingas, que fueron señores del Pirú antes de entrar los españoles, aunque cerca de Potosí labraron las minas de Porco, que está a seis leguas. La causa debió de ser no tener noticia de ellas, aunque otros cuentan no sé qué fábula, que quisieron labrar aquellas minas y oyeron ciertas voces que decían a los indios que no tocasen allí, que estaba aquel cerro guardado para otros. En efecto, hasta doce años después de entrados los españoles en el Pirú, ninguna noticia se tuvo de Potosí, y de su riqueza, cuyo descubrimiento fue en este modo: Un indio llamado Gualpa, de nación chumbibilca, que es en tierra del Cuzco, yendo un día por la parte del Poniente siguiendo unos venados, se le fueron subiendo el cerro arriba, y como es tan empinado y entonces estaba mucha parte cubierto de unos árboles que llaman quinua, y de muy muchas matas, para subir un paso algo áspero le fue forzoso asirse a una rama que estaba nacida en la veta, que tomó nombre la Rica, y en la raíz y vacío que dejó, conoció el metal que era muy rico, por la experiencia que tenía de lo de Porco, y halló en el suelo junto a la veta, unos pedazos de metal que se habían soltado de ella y no se dejaban bien conocer por tener la color gastada del sol y agua, y llevolos a Porco a ensayar por guaira (esto es probar el metal por fuego) y como viese su extremada riqueza, secretamente labraba la veta sin comunicarlo con nadie, hasta tanto que un indio, Guanca, natural del valle de Jauja, que es en los términos de la Ciudad de los Reyes, que era vecino en Porco del dicho Gualpa, chumbibilca, vio que sacaba de las fundiciones que hacía, mayores tejos de los que ordinariamente se fundían de los metales de aquel asiento, y que estaba mejorado en los atavíos de su persona porque hasta allí había vivido pobremente. Con lo cual y con ver que el metal que aquel su vecino labraba, era diferente de lo de Porco, se movió a inquirir aquel secreto; y aunque el otro procuró encubrillo, tanto le importunó que hubo de llevalle al cerro de Potosí, al cabo de otro mes que gozaba de aquel tesoro. Allí el Gualpa dijo al Guanca que tomase para sí una veta que él también había descubierto, que estaba cerca de la Rica, y es la que hoy día tiene nombre de la veta de Diego Centeno, que no era menos rica, aunque era más dura de labrar, y con esta conformidad partieron entre sí el cerro de la mayor riqueza del mundo. Sucedió después que teniendo el Guanca alguna dificultad en labrar su veta, por ser dura, y no queriéndole el otro Gualpa dar parte en la suya, se desavinieron, y así por esto como por otras diferencias, enojado el Guanca de Jauja, dio parte de este negocio a su amo, que se llamaba Villaroel, que era un español que residía en Porco. El Villaroel, queriendo satisfacerse de la verdad, fue a Potosí, y hallando la riqueza que su yanacona o criado le decía, hizo registrar al Guanca, estacándose con él en la veta que fue dicha Centeno. Llaman estacarse, señalar por suyo el espacio de las varas que concede la ley a los que hallan mina o la labran, con lo cual y con manifestallo ante la justicia, quedan por señores de la mina para labrarla por suya, pagando al Rey sus quintos. En fin, el primer registro y manifestación que se hizo de las minas de Potosí, fue en veinte y un días del mes de abril del año de mil y quinientos y cuarenta y cinco, en el asiento de Porco, por los dichos Villaroel, español, y Guanca, indio. Luego de allí a pocos días se descubrió otra veta que llaman del Estaño, que ha sido riquísima, aunque trabajosísima de labrar, por ser su metal tan duro como pedernal. Después, a treinta y uno de agosto del mismo año de cuarenta y cinco, se registró la veta que llaman Mendieta, y estas cuatro son las cuatro vetas principales de Potosí. De la veta Rica, que fue la primera que se descubrió, se dice que estaba el metal una lanza en alto a manera de unos riscos, levantado de la superficie de la tierra, como una cresta, que tenía trescientos pies de largo y trece de ancho, y quieren decir que quedó descubierta y descarnada del Diluvio, resistiendo como parte más dura al ímpetu y fuerza de las aguas. Y era tan rico el metal, que tenía la mitad de plata, y fue perseverando su riqueza hasta los cincuenta y sesenta estados en hondo, que vino a faltar. En el modo que está dicho se descubrió Potosí, ordenando la Divina Providencia, para felicidad de España, que la mayor riqueza que se sabe que haya habido en el mundo, estuviese oculta, y se manifestase en tiempo que el Emperador Carlos Quinto, de glorioso nombre, tenía el Imperio y los reinos de España y señoríos de Indias. Sabido en el reino del Pirú el descubrimiento de Potosí, luego acudieron muchos españoles, y cuasi la mayor parte de los vecinos de la ciudad de La Plata, que está diez y ocho leguas de Potosí, para tomar minas en él; acudieron también gran cantidad de indios de diversas provincias, y especialmente los guairadores de Porco y en breve tiempo fue la mayor población del reino.
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CAPÍTULO VI Comenzaron entonces sus trabajos, para darse a conocer ante su abuela y ante su madre. Lo primero que harían era la milpa. Vamos a sembrar la milpa, abuela y madre nuestra, dijeron. No os aflijáis; aquí estamos nosotros, vuestros nietos, nosotros los que estamos en lugar de nuestros hermanos, dijeron Hunahpú e Ixbalanqué. En seguida tomaron sus hachas, sus piochas y sus azadas de palo y se fueron, llevando cada uno su cerbatana al hombro. Al salir de su casa, le encargaron a su abuela que les llevara su comida. -A mediodía nos traeréis la comida, abuela, le dijeron. -Está bien, nietos míos, contestó la vieja. Poco después llegaron al lugar de la siembra. Y al hundir el azadón en la tierra, éste labraba la tierra, el azadón hacía el trabajo por sí solo. De la misma manera clavaban el hacha en el tronco de los árboles y en sus ramas y al punto caían y quedaban tendidos en el suelo todos los árboles y bejucos. Rápidamente caían los árboles, cortados de un solo hachazo. Lo que había arrancado el azadón era mucho también. No se podían contar las zarzas ni las espinas que habían cortado con un solo golpe del azadón. Tampoco era posible calcular lo que habían arrancado y derribado en todos los montes grandes y pequeños. Y habiendo aleccionado a un animal llamado Ixmucur, lo hicieron subir a la cima de un gran tronco y Hunahpú e Ixbalanqué le dijeron: -Observa cuando venga nuestra abuela a traernos la comida y al instante comienza a cantar y nosotros empuñaremos la azada y el hacha. -Está bien, contestó Ixmucur. En seguida se pusieron a tirar con la cerbatana; ciertamente no hacían ningún trabajo de labranza. Poco después cantó la paloma e inmediatamente corrió uno a coger la azada y el otro a coger el hacha. Y envolviéndose la cabeza, el uno se cubrió de tierra las manos intencionalmente y se ensució asimismo la cara como un verdadero labrador, y el otro adrede se echó astillas de madera sobre la cabeza como si efectivamente hubiera estado cortando los árboles. Así fueron vistos por su abuela. En seguida comieron, pero realmente no habían hecho trabajo de labranza y sin merecerla les dieron su comida. Luego se fueron a su casa. -Estamos verdaderamente cansados, abuela, dijeron al llegar, estirando sin motivo las piernas y los brazos ante su abuela. Regresaron al día siguiente, y al llegar al campo encontraron que se habían vuelto a levantar todos los árboles y bejucos y que todas las zarzas y espinas se habían vuelto a unir y enlazar entre sí. -¿Quién nos ha hecho este engaño?, dijeron. Sin duda lo han hecho todos los animales pequeños y grandes, el león, el tigre, el venado, el conejo, el gato de monte, el coyote, el jabalí, el pisote, los pájaros chicos, los pájaros grandes; éstos fueron los que lo hicieron y en una sola noche lo ejecutaron. En seguida comenzaron de nuevo a preparar el campo y a arreglar la tierra y los árboles cortados. Luego discurrieron acerca de lo que habían de hacer con los palos cortados y las hierbas arrancadas. -Ahora velaremos nuestra milpa; tal vez podamos sorprender al que viene a hacer todo este daño, dijeron discurriendo entre sí. Y a continuación regresaron a la casa. -¿Qué os parece, abuela, que se han burlado de nosotros? Nuestro campo que habíamos labrado se ha vuelto un gran pajonal y bosque espeso. Así lo hallamos cuando llegamos hace un rato, abuela, le dijeron a su abuela y a su madre. Pero volveremos allá y velaremos, porque no es justo que nos hagan tales cosas, dijeron. Luego se vistieron y en seguida se fueron de nuevo a su campo de árboles cortados y allí se escondieron, recatándose en la sombra. Reuniéronse entonces todos los animales, uno de cada especie se juntó con todos los demás animales chicos y animales grandes. Y era media noche en punto cuando llegaron hablando todos y diciendo así en sus lenguas: "¡Levantaos, árboles! ¡Levantaos, bejucos!" Esto decían cuando llegaron y se agruparon bajo los árboles y bajo los bejucos y fueron acercándose hasta manifestarse ante sus ojos de Hunahpú e Ixbalanqué. Eran los primeros el león y el tigre, y quisieron cogerlos, pero no se dejaron. Luego se acercaron al venado y al conejo y sólo les pudieron coger las colas. solamente se las arrancaron. La cola del venado les quedó entro las manos y por esta razón el venado y el conejo llevan cortas las colas. El gato de monte, el coyote, el jabalí y el pisote tampoco se entregaron. Todos los animales pasaron frente a Hunahpú e Ixbalanqué, cuyos corazones ardían de cólera porque no los podían coger. Pero, por último, llegó otro dando saltos al llegar, y a éste, que era el ratón, al instante lo atraparon y lo envolvieron en un paño. Y luego que lo cogieron, le apretaron la cabeza y lo quisieron ahogar, y le quemaron la cola en el fuego, de donde viene que la cola del ratón no tiene pelo; y así también le quisieron pegar en los ojos los dos muchachos Hunahpú e Ixbalanqué. Y dijo el ratón: -Yo no debo morir a vuestras manos. Y vuestro oficio tampoco es el de sembrar milpa. -¿Qué nos cuentas tú ahora?, le dijeron los muchachos al ratón. -Soltadme un poco, que en mi pecho tengo algo que deciros y os lo diré en seguida, pero antes dadme algo de comer, dijo el ratón. -Después te daremos tu comida, pero habla primero, le contestaron. -Está bien. Sabréis, pues, que los bienes de vuestros padres Hun-Hunahpú y Vucub Hunahpú, así llamados, aquéllos que murieron en Xibalbá, o sea los instrumentos con que jugaban, han quedado y están allí colgados en el techo de la casa: el anillo, los guantes y la pelota. Sin embargo, vuestra abuela no os los quiere enseñar porque a causa de ellos murieron vuestros padres. -¿Lo sabes con certeza?, le dijeron los muchachos al ratón. Y sus corazones se alegraron grandemente cuando oyeron la noticia de la pelota de goma. Y como ya había hablado el ratón, le señalaron su comida al ratón. -Ésta será la comida: el maíz, las pepitas de chile, el frijol, el pataxte, el cacao: todo esto te pertenece, y si hay algo que esté guardado u olvidado, tuyo será también, ¡cómelo!, le fue dicho al ratón por Hunahpú e Ixbalanqué. -Magnífico, muchachos, dijo aquél; pero ¿qué le diré a vuestra abuela si me ve? -No tengas pena, porque nosotros estamos aquí y sabremos lo que hay que decirle a nuestra abuela. ¡Vamos!, lleguemos pronto a esta esquina de la casa, llega pronto a donde están esas cosas colgadas; nosotros estaremos mirando al desván de la casa y atendiendo únicamente a nuestra comida, le dijeron al ratón. Y habiéndolo dispuesto así durante la noche, después de consultarlo entre sí, Hunahpú e Ixbalanqué llegaron a mediodía. Cuando llegaron llevaban consigo al ratón, pero no lo enseñaban; uno de ellos entró directamente a la casa y el otro se acercó a la esquina y de allí hizo subir al instante al ratón. En seguida pidieron su comida a su abuela. -Preparad nuestra comida, queremos un chilmol, abuela nuestra, dijeron. Y al punto les prepararon la comida y les pusieron delante un plato de caldo. Pero esto era sólo para engañar a su abuela y a su madre. Y habiendo hecho que se consumiera el agua que había en la tinaja: -Verdaderamente nos estamos muriendo de sed; id a traernos de beber, le dijeron a su abuela. -Bueno, contestó ella y se fue. Pusiéronse entonces a comer, pero la verdad es que no tenían hambre; sólo era un engaño lo que hacían. Vieron entonces en su plato de chile cómo el ratón se dirigía rápidamente hacia la pelota que estaba colgada del techo de la casa. Al ver esto en su chilmol, despacharon a cierto Xan, el animal llamado Xan, que es como un mosquito, el cual fue al río y perforó la pared del cántaro de la abuela, y aunque ella trató de contener el agua que se salía, no pudo cerrar la picadura hecha en el cántaro. -¿Qué le pasa a nuestra abuela? Tenemos la boca seca por falta de agua, nos estamos muriendo de sed, le dijeron a su madre y la mandaron fuera. En seguida fue el ratón a cortar la cuerda que sostenía la pelota, la cual cayó del techo de la casa junto con el anillo, los guantes y los cueros. Se apoderaron de ellos los muchachos y corrieron al instante a esconderlos en el camino que conducía al juego de la pelota. Después de esto se encaminaron al río, a reunirse con su abuela y su madre, que estaban atareadas tratando de tapar el agujero del cántaro. Y llegando cada uno con su cerbatana, dijeron cuando llegaron al río: -¿Qué estáis haciendo? Nos cansamos de esperar y nos vinimos, les dijeron. -Mirad el agujero de mi cántaro que no se puede tapar, dijo la abuela. Al instante lo taparon y juntos regresaron, marchando ellos delante de su abuela. Y así fue el hallazgo de la pelota.
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Capítulo VI 233 De cómo los indios se confiesan por figuras y caracteres y de lo que aconteció a dos mancebos indios en el artículo de la muerte 234 Una cuaresma estando yo en Cholola, que es un gran pueblo cerca de la ciudad de los Ángeles, eran tantos los que venían a confesarse, que yo no podía darles recado como yo quisiera; y díjeles: yo no tengo de confesar sino a los que trajeren sus pecados escritos y por figuras, que esto es cosa que ellos bien saben hacer y entender, porque esta era su escritura; y no lo dije a sordos, porque luego comenzaron tantos a traer sus pecados escritos, que tampoco me podía valer, y ellos con una paja apuntando, y yo con otra ayudándoles, se confesaban muy brevemente; y de esta manera hubo lugar de confesar a muchos, porque ellos lo traían tan bien señalado con caracteres y figuras, que poco más era menester preguntarles de lo que ellos allí traían escrito o figurado; y de esta misma manera se confesaban muchas mujeres de las indias que son casadas con españoles, mayormente en la ciudad de los Ángeles, que después de México es la mejor de toda la Nueva España, como se dirá adelante en la tercera parte. 235 Este mismo día que esto escribo, que es Viernes de Ramos del presente año de 1537, falleció aquí en Tlaxcala un mancebo natural de Cholola llamado don Benito, el cual estando sano y bueno se vino a confesar, y desde a dos días adoleció en una casa lejos del monasterio; y dos días antes que muriese, estando muy malo, vino a esta casa, que cuando yo le ví me espanté, de ver cómo había podido allegar a ella, según su gran flaqueza, y me dijo que se venía a reconciliar porque se quería morir; y después de confesado, descansando un poco díjome, que había sido llevado su espíritu a el infierno, adonde de sólo el espanto había padecido mucho tormento; y cuando me lo contaba temblaba del miedo que le había quedado, y díjome, que cuando se vio en aquel tan espantoso lugar, llamó a Dios demandándole misericordia, y que luego fue llevado a un lugar muy alegre, adonde le dijo un ángel: "Benito, Dios quiere haber misericordia de ti; ve y confiésate, y aparéjate muy bien, porque Dios manda que vengas a este lugar a descansar." 236 Semejante cosa que ésta aconteció a otro mancebo natural de Chautenpa, que es una legua de Tlaxcala, llamado Juan, el cual tenía cargo de saber los niños que nacían en aquel pueblo, y el domingo recogerlos y llevarlos a bautizar; y como adoleciese de la enfermedad que murió, fue su espíritu arrebatado y llevado por unos negros, los cuales le llevaron por un camino muy triste y de mucho trabajo, hasta un lugar de muchos tormentos; y queriendo los que lo llevaban echarle en ellos, comenzó a grandes voces a decir: "Santa María, Santa María" (que es su manera de llamar a Nuestra Señora): "Señora, ¿por qué me echan aquí? ¿Yo no llevaba los niños a hacer cristianos, y los llevaba a la casa de Dios? ¿Pues en esto yo no serví a Dios y a vos, Señora mía? Pues Señora, valedme y sacadme de aquí, que de mis pecados yo me enmendaré." Y diciendo esto fue sacado de aquel temeroso lugar, y vuelta su ánima al cuerpo; a esto dice la madre, que le tenía por muerto aquel tiempo que estuvo sin espíritu. Todas estas cosas de grande admiración dijo aquel mancebo Juan, llamado, el cual murió de la misma enfermedad, aunque duró algunos días doliente. Muchos de estos convertidos han visto y cuentan diversas revelaciones y visiones, las cuales visto la sinceridad y simpleza con que las dicen, parece que es verdad; mas porque podría ser a el contrario, yo no las escribo, ni las afirmo, ni las repruebo, y también porque de muchos no sería creído. 237 El Santísimo Sacramento se daba en esta tierra a muy pocos de los naturales, sobre lo cual hubo diversas opiniones y pareceres de letrados, hasta que vino una bula del Papa Paulo III, por la cual, vista la información que se le hizo, mandó que no se les negase, sino que fuesen admitidos como los otros cristianos. 238 En Huexuzinco, en el año 1528, estando un mancebo llamado Diego, criado en la casa de Dios, hijo de Miguel, hermano del señor del lugar; estando aquel hijo suyo enfermo, después de confesado demandó el Santísimo Sacramento muchas veces con mucha importunación, y como disimulasen con él no se le queriendo dar, vinieron a él dos frailes en hábito de San Francisco y comulgáronle, y luego desaparecieron, y el Diego enfermo quedó muy consolado; y entrando luego su padre a darle de comer, respondió el hijo diciendo que ya había comido lo que él más deseaba, y que no quería comer más, que estaba satisfecho. El padre maravillado preguntóle, que ¿quién le había dado de comer? Respondió el hijo: "¿no viste aquellos dos frailes que de aquí salieron ahora? Pues aquellos me dieron lo que yo deseaba y tantas veces había pedido"; y luego desde a poco falleció. 239 Muchos de nuestros españoles son tan escrupulosos que piensan que aciertan en no comulgar, diciendo que no son dignos, en lo cual gravemente yerran y se engañan, porque si por merecimientos hubiese de ser, ni los ángeles, ni los santos bastarían; mas quiere Dios que baste que te tengas por indigno, confesándote y haciendo lo que es en ti; y el cura que lo tan niega a el que lo pide, pecaría mortalmente.
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Capítulo VI Del orden que tenía el Ynga en el castigo de los delincuentes, ladrones y vagabundos Prosiguiendo, pues, en los castigos que el Ynga hacía, que fue el medio más poderoso para tener sujetas tantas provincias como hemos dicho, tenía en la ciudad del Cuzco un soterrano, o mazmorra, debajo de la tierra, que ellos llamauan sancahuasi, el cual estaba todo cubierto y empedrado de piedras muy agudas y esquinadas, que cortaban como cuchillos o navajas afiladas; dentro de este soterrano había innumerable cantidad de animales feroces y sabandijas ponzoñosas, como son leones, tigres, osos, vívoras, culebras, sapos, alacranes, arañas y otros géneros de esta manera, las cuales eran echadas y puestas a manos. En algún grave y atroz delito que mereciese castigo ejemplar, contra el Ynga, de quererlo matar o dar bebedizos a él, o a su mujer o hijos, o hermanos o parientes, o los de su consejo. Cuando venían a echarlo allí era constando ciertamente del delito, y con mucha consulta, para que allí lo pagase, y los animales y sabandijas los comiesen vivos. Así pagaban sus culpas, porque morían rabiando y con mil ansias, porque los animales los despedazaban, o las vívoras, y culebras y sapos, los mordían e infundían el veneno, con que acababan miserablemente en aquella mazmorra, que cierto era género de muerte triste y desesperada. Si acaso los animales y sabandijas no los comían ni tocaban, después de pasadas veinte y cuatro horas, los sacaban de la cárcel y el Ynga, vista aquella maravilla, los mandaba restituir en su honra y les favorecía mucho, y hacía mercedes, y mandaba a los orejones de su consejo, y a los gobernadores y curacas, que los honrasen y tubiesen en mucho. Y también decían que había algunos, tan perversos y malos, que aun los animales y fieras ponzoñosas que en aquel soterrado estaban no los querían comer, ni llegar a sus carnes. A estos tales, los mandaba hacer cuartos, y echarlos a los campos, a que las aves y animales los comiesen, y a otros echaban vivos. Demás de esto, al que llegaba alguna mujer, antes que el Ynga o quien tenía su comisión para ello, se la diese, o al que de su motivo la tomaba, les atormentaban a él y a ella, atándoles reciamente las manos atrás, que ellos llamaban chasma, y era con tanta fuerza, que algunos morían en el tormento con el dolor tan excesivo. Al indio casado que se juntaba con mujer ajena, o soltera, lo azotaban cruelmente y al varón le quitaban todo cuanto tenía y lo daban a la mujer soltera, para ella y para su casamiento. Desta manera no había ninguno que se osase desmandar, ni hacer fuerza en despoblado a ninguna mujer, aunque la topase sola y sin compañía. A la mujer casada que cometía adulterio, en probándosele, la sacaban al campo y la colgaban los pies arriba y la cabeza abajo, y se juntaban mucho número de indios, a pedradas la desmenuzaban y allí la dejaban, cubriéndola de espinas y cardones. Había grandísimo rigor en castigar los ladrones. Por la primera vez que cogían en hurto a algún indio, lo azotaban cruelmente, a la segunda vez lo atormentaban y, a la tercera, sin remedio ni excusa moría. Pero, si el primer hurto era cosa notable, le colgaban de los pies hasta que moría miserablemente. A los vagamundos, que no querían trabajar o aprender algún oficio les daban la misma pena, porque decían que si no querían aprender oficio era por hurtar; y esto mismo se guardaba con los hijos de los curacas y principales, salvo con el mayorazgo, que había de heredar el oficio a su padre, o que estaban en servicio del Ynga, ocupados en algún ministerio. A los parleros y chismosos y que se desmandaban en hablar demasiado, en perjuicio de otro, y metían zizañas y revueltas, castigaban de la misma manera que a los ladrones, y eran odiados y aborrecidos de todos. A los oficiales que no usaban bien de sus oficios, y ovejeros que no guardaban bien el ganado, les quitaban las camisetas, y les daban mucha cantidad de azotes con una soga gruesa, públicamente, y a otros les daban con una piedra o porra en las espaldas. A los indios que andaban huidos, los hacían llevar a su tierra, y si parecía estar asentado en su quipo, y tener algún oficio, les daban con una piedra en la cabeza ciertos golpes, hasta que moría; y si era mujer, la ahogaban con un chumpi, que es faja, o con una soga, pero si tenían hijos que criar, no los mataban sino de otra manera los castigaban, A los indios forasteros y mitimas, que se volvían de donde estaban puestos y reducidos, y a los que se huían de la guerra de el servicio del Ynga, o a los que quebrantaban los límites y mojones, o que entraban en los términos de los otros con sus ganados, sin su consentimiento, morían por ello. A otros los atormentaban, atándoles los brazos por detrás, y les apretaban tan fuertemente, hasta que se juntaban un hombro con otro, y a su cacique que lo había permitido o se había descuidado con él, le daban diez azotes con una huaraca, que quiere decir honda, y después otra vez tornaban a azotar al indio. En el castigo de todos los delitos y desórdenes, había gran cuidado y vigilancia, y se ejecutaban las penas dichas arriba sin remisión ninguna, y con gran rigor. A esta causa se cometían pocos delitos, porque el temor, que es el que mueve a esta gente y los lleva a hacer cosas de virtud, no los dejaba desmandar, y así todos andaban ocupados en sus oficios y en lo que tenían a su cargo, sin haber ninguno ocioso, ni vagabundo, con lo cual se excusaban hurtos, adulterios y homicidios entre ellos. El Ynga tenía cuidado de a los hijos de los curacas y personas principales, darles oficios y ocuparlos a unos en su corte, cerca de su persona, a otros en las guerras, haciéndoles capitanes, a otros en guarda de fortalezas, y a los que acudían puntualmente a sus obligaciones, les premiaba y honraba, haciéndoles mercedes y dándoles vestidos, mujeres y criados.
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Capítulo VI 322 De unos muy grandes montes que cercan toda esta tierra, y de su gran riqueza y fertilidad, y de muchas grandezas que tiene la ciudad de México 323 No son de menos fruto y provecho las salidas y visitaciones que continuamente se hacen de los monasterios a do residen los frailes que las ya dichas, porque demás de los pueblos cercanos que visitan a menudo, salen a otros pueblos y tierras que están apartados cincuenta y cien leguas, de los cuales antes que acaben la visita, y vuelvan a sus casa, han andado ciento cincuenta leguas y a veces doscientas; porque es cierto que a donde no allegan frailes no hay verdadera cristiandad; porque como todos los españoles pretenden su interés, no curan en enseñarlos y doctrinarlos, ni hay quién les diga lo que toca a la fe y creencia de Jesucristo, verdadero Dios y universal señor, ni quién procure destruir sus supersticiones y ceremonias y hechicerías, muy anejas a la idolatría, y es muy necesario andar por todas partes. Y esta Nueva España es toda llena de sierras, tanto que puesto uno en la mayor vega o llano, mirando a todas partes hallará sierra o sierras a seis y a siete leguas, salvo en aquellos llanos que dije en el capítulo pasado y en algunas partes de la costa de la mar. Especialmente va una cordillera de sierras sobre el Mar del Norte, esto es, encima del mar océano, que es la mar que traen los que vienen de España. Estas sierras van muchas leguas de largo, que es todo lo descubierto, que son ya más de cinco mil leguas, y todavía pasan adelante y van descubriendo más tierras. Esta tierra se ensangosta tanto, que queda de mar a mar en solas quince leguas, porque desde el Nombre de Dios, que es un pueblo en la costa del Mar del Sur, no hay más de solas quince leguas; y estas sierras que digo, pasada esta angostura de tierra, hacen dos piernas; la una prosigue la misma costa del Mar del Norte, y la otra va la vuelta de la tierra del Perú, en muy altas y fragosas sierras, mucho más sin comparación que los Alpes ni que los montes Pirineos; y pienso que en toda la redondez de la tierra no hay otras montañas tan altas ni tan ásperas, y puédense sin falta llamar estos montes los mayores y más ricos del mundo, porque ya de esta cordillera de sierras, sin la que vuelve al Perú, están como dije, descubiertas más de cinco mil leguas, y no las han llegado al cabo. Y lo que más es de considerar, y que causa grandísima admiración es, que tantos y tan grandes montes hayan estado encubiertos tanta multitud de años como ha que pasó el gran diluvio general, estando en la mar océana, adonde tantas naos navegan, y los recios temporales y grandes tormentas y tempestades han echado y derramado tantas naos muy fuera de la derrota que llevan y muy lejos de su navegación, y siendo tantas y en tantos años y tiempos, nunca con estas sierras toparon, ni estos montes parecieron. La causa de esto debemos dejar para el que es causa de todas las causas; creyendo que pues él ha sido servido de que no se manifestasen ni descubriesen hasta nuestros tiempos, que esto ha sido lo mejor y que más conviene a la fe y religión cristiana. 324 Lo más alto de esta Nueva España, y los más altos montes, por estar en la más alta tierra, parecen ser los que están a redor de México. Está México toda cercada de montes, y tienen una muy hermosa corona de sierras a la redonda de sí, y ella está puesta en medio, lo cual le causa gran hermosura y ornato, y mucha seguridad y fortaleza; y también le vienen de aquellas sierras mucho provecho, como se dirá adelante. Tiene muy hermosos montes, los cuales la cercan toda como un muro. En ella asiste la presencia divina en el Santísimo Sacramento, así en la iglesia catedral como en tres monasterios que en ella hay, de agustinos, dominicos y franciscanos, y sin éstas hay otras muchas iglesias. En la iglesia mayor reside el obispo con sus dignidades, canónicos, curas y capellanes. Está muy servida y muy adornada de vasijas y ornamentos para el culto divino, como de instrumentos musicales. En los monasterios hay muchos y muy devotos religiosos, de los cuales salen muchos predicadores, que no sólo en lengua española más en otras muchas lenguas de las que hay en las provincias de los indios, los predican y convierten a la creencia verdadera de Jesucristo. 325 Asimismo está en México representando la persona del Emperador y gran Monarca Carlos V, el visorrey y Audiencia Real que en México reside, rigiendo y gobernando la tierra y administrando justicia. Tiene esta ciudad su cabildo o regimiento muy honrado, el cual la gobierna y ordena en toda buena policía. Hay en ella muy nobles caballeros y muy virtuosos casados, liberalísimos en hacer limosnas. Tiene muchas y muy buenas cofradías, que honran y solemnizan las fiestas principales, y consuelan y recrean muchos pobres y enfermos, y entierran honradamente los difuntos. Tiene esta ciudad un muy solemne hospital, que se llama de la Concepción de Nuestra Señora, dotado de grandes indulgencias y perdones, las cuales ganó don Hernando Cortés, marqués del Valle, que es su patrón. Tiene también este hospital mucha renta y hacienda. Está esta ciudad tan llena de mercaderes y oficiales como lo está una de las mayores de España. 326 Está esta ciudad de México o Temistitan muy bien trazada y mejor edificada de muy buenas, grandes y muy fuertes casas; es muy proveída y bastecida de todo lo necesario, así de lo que hay en la tierra como de cosas de España; andan ordinariamente cien arrias o recuas desde el puerto, que se llama la Veracruz, proveyendo esta ciudad, y muchas carretas que hacen lo mismo; y cada día entran gran multitud de indios, cargados de bastimientos o tributos, así por tierra como por agua, en acales o barcas, que en lengua de las islas llaman canoas. Todo esto se gasta y consume en México, lo cual pone alguna admiración, porque se ve claramente que se gasta más en sola la ciudad de México que en dos ni en tres ciudades de España de su tamaño. La causa de esto es que toda las casas están muy llenas de gente, y también que como están todos holgados y sin necesidad, gastan largo. 327 Hay en ella muchos y muy hermosos caballos; porque los hace el maíz y el continuo verde que tienen, que lo comen todo el año, así de la caña de maíz, que es muy mejor que alcacer, y dura mucho tiempo este pienso, y después entra un junquillo muy bueno, que siempre le hay verde en el agua, de que la ciudad está cercada. Tiene muchos ganados de vacas y yeguas, y ovejas, y cabras, y puercos. Entra en ella por una calzada un grueso caño de muy gentil agua, que se reparte por muchas calles; por esta misma calzada tiene una muy hermosa salida, de una parte y de otra llena de huertas que duran una legua. 328 ¡Oh México, que tales montes te cercan y coronan! Ahora con razón volará tu fama, porque en ti resplandece la fe y evangelio de Jesucristo. Tú que antes eras maestra de pecados, ahora eres enseñadora de verdad; y tú que antes estabas en tinieblas y. oscuridad, ahora das resplandor de doctrina y cristiandad. Más te ensalza y engrandece la sujección que tiene a el invistísimo césar don Carlos que el tirano señorío con que otro tiempo a todas querías sujetar. Era entonces una Babilonia, llena de confusiones y maldades; ahora eres otra Jerusalén, madre de provincias y reinos. Andabas e ibas a do querías, según te guiaba la voluntad de un idiota gentil, que en ti ejecutaba leyes bárbaras; ahora muchas velan sobre ti, para que vivas según leyes divinas y humanas. Otro tiempo con autoridad del príncipe de las tinieblas, anhelando amenazabas, prendías y sacrificabas, así hombres como mujeres, y su sangre ofrecías al demonio en cartas y papeles; ahora con oraciones y sacrificios buenos y justos adoras y confiesas a el Señor de los señores. ¡Oh México! Si levantase los ojos a tus montes, de que está cercada, verías que son en tu ayuda y defensa más ángeles buenos que demonios fueron contra ti en otro tiempo, para te hacer caer en pecados y yerros. 329 Ciertamente de la tierra y comarca de México, digo de las aguas vertientes de aquella corona de sierras que tiene a vista en derredor, no hay poco que decir sino muy mucho. Todos los derredores y laderas de las sierras están muy pobladas, en el cual término hay más de cuarenta pueblos grandes y medianos, sin otros muchos pequeños a éstos sujetos. Están en sólo este circuito que digo nueve o diez monasterios bien edificados y poblados de religiosos, y todos tienen bien en qué entender en la conversión y aprovechamiento de los indios. 330 En los pueblos hay muchas iglesias, porque hay pueblo, fuera de los que tienen monasterios, de más de diez iglesias; y éstas muy bien aderezadas, y en cada una su campana o campanas muy buenas. Son todas las iglesias por de fuera muy devotas y lucidas y almenadas, y la tierra en sí que es alegre y muy vistosa, por causa de la frescura de las montañas que están en lo alto, y el agua en lo bajo, de todas partes parece muy bien, y adornan mucho a la ciudad. 331 Parte de las laderas y lo alto de los montes son de las buenas montañas del mundo, porque hay cedros y muchos cipreses, y muy grandes; tanto, que muchas iglesias y casas son de madera de ciprés. Hay muy gran número de pinos, y en extremos grandes y derechos; y otros que también los españoles llaman pinos y hayas. Hay muchas y muy grandes encinas y madroños, y algunos robles. De estas montañas bajan arroyos y ríos, y en las laderas y bajos salen muchas y muy grandes fuentes. Toda esta agua y más la llovediza hace una gran laguna, y la ciudad de México está asentada parte dentro de ella, y parte a la orilla. A la parte de occidente por medio del agua va una calzada que la divide; la una parte es de muy pestífera agua, y la otra parte es de agua dulce, y la dulce entra en la salada porque está más alta; y aquella calzada tiene cuatro o cinco ojos con sus puentes, por donde sale de la agua dulce a la salada mucha agua. Estuvo México a el principio fundada más baja que ahora está, y toda la mayor parte de la ciudad la cercaba agua dulce, y tenía dentro de sí muy frescas arboledas de cedros, y cipreses y sauces, y de otros árboles de flores; porque los indios señores no procuran árboles de fruta, porque se la traen sus vasallos, sino árboles de floresta, de donde cojan rosas y adonde se críen aves, así para gozar del canto como para las tirar con cervatana, de la cual son grandes tiradores. 332 Como México estuviese así fundada dentro de la laguna, obra de dos leguas adelante, hacia la parte de oriente, se abrió una gran boca, por la cual salió tanta agua, que en poco días que duró hizo crecer a toda la laguna, y subió sobre los edificios bajos o sobre el primer suelo más de medio estado; entonces los más de los vecinos se retrajeron hacia la parte de poniente, que era tierra firme. Dicen los indios que salían por aquella boca muchos peces, tan grandes y tan gruesos como el muslo de un hombre; lo cual les causaba grande admiración, porque en el agua salada de la laguna no se crían peces, y en la dulce son tan pequeños, que los mayores son como un palmo de un hombre. Esta agua que así reventó debe ser de algún río que anda por aquellos montes, porque ya ha salido otras veces por entre dos sierras nevadas que México tiene a vista delante de sí hacia la parte de oriente y mediodía; la una vez fue después que los cristianos están en la tierra, y la otra pocos años antes. La primera vez fue tanta el agua que señalan los indios ser dos tanta que el río grande de la ciudad de los Ángeles, el cual río por las más partes siempre se pasa por puente; y también salían aquellos grandes pescados como cuando se abrió por la laguna. Entonces el agua vertió de la otra parte de la sierra hacia Huexuzinco, y yo he estado cerca de donde salió este agua que digo, y me he certificado de todos los indios de aquella tierra. 333 Entre estas dos sierras nevadas está el puerto que al principio solían pasar yendo de la ciudad de los Ángeles para México, el cual ya no se sigue porque los españoles han descubierto otros caminos mejores. A la una de estas sierras llaman los indios sierra blanca, porque siempre tiene nieve; a la otra llaman sierra que echa humo; y aunque ambas son bien altas, la del humo me parece ser más alta, y es redonda desde lo bajo, aunque el pie baja y se extiende mucho más. La tierra que esta sierra tiene de todas partes es muy hermosa y muy templada, en especial la que tiene a el mediodía. Este volcán tiene arriba en lo alto de la sierra una gran boca, por la cual solía salir un grandísimo golpe de humo, el cual algunos días salía tres y cuatro veces. Habrá de México a lo alto de esta sierra o boca doce leguas, y cuando aquel humo salía parecíase tan claro, como si estuviera muy cerca, porque salía con gran ímpetu y muy espeso; y después que subía en tanta altura y gordor como la torre de la iglesia mayor de Sevilla, aflojaba la furia, y declinaba a la parte que el viento le quería llevar. Este salir de humo cesó desde el año 1528, no sin grande nota de los españoles y de los indios. Algunos querían decir que era boca del infierno.
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De lo que pasó en el puerto de Paita y cómo la armada se hizo a la vela para su viaje En cada puerto desconcierto, y porque siendo éste de los mejores de la costa del Perú se guardó el bueno para allí. La cólera del maese de campo, que no perdonaba a nadie, se atravesó en el vicario sobre cierta averiguación de sus oficios: hubo palabras entre los dos, y hubiera obras si no se hallara el adelantado presente, que lo estorbó; pero quedaron sentidos y poco amigos. También se empezaron embites entre el maese de campo y el capitán don Lorenzo, sobre chismes que llevó y trajo cierto soldado. El maese de campo dio un golpe con el bastón a una persona de consideración: él decía que no la conoció, pero la parte bien conocía un palo cuánto pesa. Hubo un poco de alboroto, desnudó el maese de campo su espada (que era presto en esto), y dio tras otro soldado que se había sentido del golpe del compañero, y huyendo éste le prendieron: incontinenti le quisieron castigar. Salió doña Isabel a pedirlo. Mostróse tan airoso el maese de campo, que echó el bastón en el suelo y se iba a embarcar: porque no se fuese le daba el adelantado facultad contra el preso. Salió en esto el piloto mayor, a quien el adelantado no quería oír, diciendo que aquél había puesto la mano en la barba, y que era género de motín. Suplicóle el piloto mayor, no obstante esto, que le oyese o despidiese, y si no quería, estimase la verdad con que acudía a su oficio; y que aquel hombre le habían traído por fuerza y no parecía justo le quitasen la honra. Al fin con ruegos justos el adelantado le dio el preso libre. El maese de campo se había ido a tierra y luego envió por su ropa; mas mostrando el adelantado gana de que se quedase, intervinieron el almirante y el capitán don Lorenzo para que volviese a la nao. Parecióle al piloto mayor no ser cosa acertada ver los fines de tan desordenados principios, a cuya causa pidió al adelantado le dejase en tierra, y para esto le dio muchas razones que no le parecieron mal. Echóle los brazos al cuello el adelantado, diciendo que sólo un ángel podría llevar bien cuanto decía, que él pondría en todo buena orden y cierto remedio. Tornó el piloto mayor a instar por su licencia, pues a donde su persona estaba, que tan bien entendía el arte de navegar, podría bien excusarse. Mostróse el adelantado con mucha pena de lo que había oído decir, y con su sagacidad, muy blando y amigo le dijo palabras tan melosas que le obligaron a quedar. Embarcóse, y al pasar la barca, le dijeron los marineros: --¡Ah!, señor piloto mayor, muchas idas y venidas son éstas; seamos avisados de lo que piensa hacer, porque ninguno ha de quedar en esta nao aunque a todos cueste la vida. Saltando en tierra, el almirante, el teniente de Paita y otras personas de la armada se llegaron a él a porfiarle y él a dar su razón a todos. Llegó en esta sazón el maese de campo y en alta voz le dijo: --Ea, señor, que anda el diablo suelto entre nosotros por ver si puede impedir esta buena obra; vamos a lo que venimos y él váyase para quien es, que aunque le pese y más diligencias haga, habemos de llevar adelante tan cristiano pensamiento, y en esta jornada se ha de servir con muchas veras a Dios y al Rey. Respondió a esto el piloto mayor: --Señor maese de campo, para todo eso ha de haber moderación y medios, y vuesa merced es muy manipresto en alzar el bastón, desnudar la espada y maltratar de palabra a la gente de mar, tan necesaria; y como yo conozco el daño, quisiera ver el remedio para cumplir con todas mis obligaciones. El maese de campo, más manso en tierra, respondió que no podía andar un maese de campo tan medido. Replicó el piloto mayor, que bien mirado y muy medido había de ser; que aún estaba en el Perú, y que la gente de mar los había de llevar a las islas y llegados a ellas habían de guardar las naos, y que si los agraviaban como hombres, podían hacer alguna burla pesada; que ellos habían de traer la nueva y llevar el socorro y decir bien de la tierra, o por vengarse, mal, aunque fuese buena. No se aquietaba con la razón el maese de campo, casado con su parecer, y así le respondió, que si los favorecía tanto, que no harían en la mar lo que les mandase; que él los había de hacer saltar más de paso, y que todo lo pasado había sido menester para que no se desbaratase la armada; y cada uno en su oficio parece bien y es orden. Y con esto y otras muchas cosas que allí se dijeron se cerró esta plática. Embarcáronse los dos, no muy conformes, y el adelantado recogió allí un hombre que le dio dos mil pesos por la plaza de sargento mayor, y con esto se acabó de despachar; embarcando mil y ochocientas botijas de agua, dando instrucciones de la orden que se había de guardar y de la navegación que se había de hacer. Iban en la jornada trescientas y setenta y ocho personas por la lista: doscientas y ochenta que podían tomar armas; doscientos arcabuces y otras armas defensivas y ofensivas, de que tomó testimonio ante el teniente de Paita, para enviarle al Rey nuestro Señor, como lo hizo. La nao capitana se llamaba San Jerónimo: iba en ella el adelantado, su mujer, su cuñada y hermanos, los oficiales mayores y dos sacerdotes. El almiranta Santa Isabel: iba en ella el almirante Lope de Vega, dos capitanes y un sacerdote. La galeota, San Felipe: iba en ella el capitán Felipe Corzo, y sus oficiales y gente. La fragata, Santa Catalina: iba por el teniente capitán Alonso de Leyva. Puesto en todo lo dicho la orden referida, viernes diez y seis de junio, el adelantado mandó dar velas y seguir al Poniente el viaje de este puerto de Paita, que tiene de la parte del Sur cinco grados de latitud. Lo que se hizo fue decir, como es costumbre, todos: --Buen viaje nos dé Dios. Isla de la Magdalena.--Dadas velas, se fue navegando a la vuelta de les Sudoeste, tendido el estandarte Real y las banderas, tocando cajas y clarines y festejando todos a tan deseado día, como tenían aquél. Navegóse con vientos Sures y Sursuestes, que son los vientos del Perú, hasta que subimos a altura de nueve grados y medio, y de este punto se navegó al Oeste cuarta al Sudoeste, hasta en altura de catorce grados. De este paraje se navegó al Oeste cuarta del Noroeste, hasta veinte y uno. Se pesó el sol a medio día, y hecha su cuenta se halló diez grados cincuenta minutos; y a las cinco de la tarde se vio una isla al Noroeste cuarta del Norte, distancia de diez leguas. El adelantado la puso nombre de la Magdalena, por ser víspera de su día. Entendióse ser la tierra que se buscaba, a cuya causa fue muy alegre para todos su vista, celebrando haber venido a popa, breve el tiempo, amigo el viento, bueno el pasto, y la gente en paz y sana y gustosa. Hiciéronse en el viaje quince casamientos, no se tratando de uno para otro día sino quién se casaría mañana: ya parecía a todos correr parejas con la buena fortuna, grandes las esperanzas, muchas las cuentas y ninguna del bien de los naturales. Dijo el adelantado al vicario y capellán que con toda la gente de rodillas cantasen el Tedéum laudamus, y que diesen gracias a Dios por la merced de la tierra; lo cual se hizo con gran devoción. El siguiente día, con duda si aquella isla era poblada, se pusieron las naves al Sur de ella y muy cerca de tierra, y de un puerto que está junto a un cerro o picacho que queda a la parte del Leste, salieron setenta canoas pequeñas, no todas iguales, hechas de un palo, con unos contrapesos de cañas por cada bordo, al modo de postigos de galeras, que llegan hasta el agua en que escoran para no trastornarse, y bogando todos sus canaletes. En cada una los menos que habían eran tres y en la que más diez, unos a nado y otros sobre palos, como cuatrocientos indios, casi blancos y de muy gentil talle, grandes, fornidos, membrudos, bueno el pie y la pierna, y manos con largos dedos; buenos ojos, boca y dientes, y las demás facciones; de carnes limpias, en que mostraban bien ser gente sana y fuerte: hasta en el hablar eran robustos. Venían todos desnudos sin parte cubierta; los cuerpos y rostros todos muy labrados con un color azul, y dibujados algunos pescados y otras labores; los cabellos, como mujeres, muy crecidos y sueltos, algunos los traían torcidos y con ellos mismos dadas vueltas; eran muchos de ellos rubios y había lindos muchachos, que cierto para gente bárbara y desnuda era gusto el verlos, y había mucho de que alabar a su Criador. Entre los demás había un muchacho que parecía de diez años; venía con otros dos en una canoa bogando su canalete, los ojos puestos en la nao, su rostro que parecía de un ángel, aspecto y brío que prometía mucho, buena la color, no albo pero blanco, los cabellos como de una dama que se precia de ellos mucho: era todo tal, que puedo con razón decir, que en la vida tuve tanta pena como que tan bella criatura en parte de tal perdición se quedase. Venían los indios con mucha furia y priesa bogando sus canoas, y mostrando con los dedos su puerto y tierra, hablaban alto y usaban mucho decir atalut y analut. Esperaron nuestras naos, y llegados, nos dieron cocos y cierta casta de nueces, una comida como masa envuelta en hojas, buenos plátanos y unos grandes cañutos de agua; miraban la nao y gente y a las mujeres, que a verlos habían salido al corredor, a quienes con afición miraban y se reían mucho de verlas. Alcanzaron de la nao uno con la mano y con halagos le metieron dentro: vistióle el adelantado una camisa, poniendo en la cabeza un sombrero, que viéndose así se reía y remiraba dando voces a los demás, con las cuales entraron cuarenta, junto a quien los españoles parecían de marca pequeña: entre ellos había uno que era más alto, lo que hay de hombros a cabeza, que el mayor hombre nuestro que había, con haber uno bien alto. Comenzaron a andar por la nao con gran desenvoltura, echando mano a cuanto podían aver, y muchos de ellos tentaban los brazos a los soldados, tocaban con los dedos en muchas partes, miraban las barbas y rostros y hacían otras monerías; y como veían vestidos y tantos colores, mostrábanse confusos, mas los soldados por satisfacerlos se desnudaban los pechos, bajaban las medias y arremangaban los brazos, con que mostraban aquietarse y holgarse mucho. El adelantado y algunos soldados les dieron camisas, sombreros y otras cosas menudas, que luego colgaban al cuello, danzaban y cantaban a su usanza, y con grandes voces llamaban a los otros, mostrando lo que habían recibido. Empezaron a mostrarse importunos, y enfadado el adelantado de sus demasías, les decía por señas que se fuesen; pero ellos no querían, mas antes con más libertad echaban mano a cuanto veían: unos cortaban con cuchillos de cañas brevemente pedazos de nuestro tocino y carne, y queriendo llevar otras cosas, el adelantado mandó disparar un verso, que como lo sintieron y oyeron, con mucho espanto, sin quedar ninguno en la nao, se echaron todos al agua y nadando se entraron en sus canoas. Quedó sólo uno colgado en las mesas mayores de guarnición y nunca lo pudieron hacer desaferrar, hasta que cierta persona con la espada le hirió en una mano, que mostraba a los demás que en una canoa lo llevaron. En este tiempo ataron una cuerda al bauprés de la nao, y bogando tiraban por ella a tierra pensando la habían de llevar. Con la herida del indio se alborotaron todos, a quienes ponía en orden un indio que traía un quitasol de palmas. Entre ellos había un viejo, de una larga y bien puesta barba, que hacía notables fierezas con los ojos, ponía ambas manos en la barba, alzaba los mostachos, estaba en pie y daba voces mirando por muchas partes. Tocáronse caracoles y dando con los canaletes en las canoas se embravecían todos; algunos sacando lanzas de palo que traían arrizadas y otros con piedras en hondas, que no traían otras armas: con buen ánimo empezaron a tirar piedras con que hirieron a un soldado, pero primero había dado en el bordo de la nao, y los de las lanzas, blandiéndolas, hacían acometimientos para tirar con ellas. Los soldados con sus arcabuces apuntaban, y como había llovido, no tomaba fuego la pólvora, fue de ver el ruido y grita con que los indios llegaban y cómo algunos, cuando veían apuntar, se ponían colgados de las canoas dentro en el agua o detrás de otros indios. Pero al viejo de las bravuras se te dio un pelotazo por la frente de que cayó muerto, y otros siete u ocho con él y algunos heridos, se fueron quedando y nuestros navíos andando; y luego vinieron en una canoa dando voces tres indios, el uno traía un ramo verde y una cosa blanca en la mano y parecía ser señal de paz: parece que decía que fuesen a su puerto; mas no se hizo, y así se volvieron dejando unos cocos. Tendrá esta isla de boj al parecer diez leguas, en todo lo que de ella vimos. Limpia y tajada a la mar, alta y montuosa por las quebradas, que es a donde los indios viven; tiene el puerto a la parte del Sur; está en altura de diez grados y mil leguas de Lima: hay en ella mucha gente, porque demás de la que en las canoas vino, estaban la playa y peñas llenas de ella. Desconocióla el adelantado, y así desengañado dijo no ser las Islas en cuya demanda venía, sino descubrimiento nuevo.
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CAPÍTULO VI Hubo, sin embargo, una tribu que hurtó el fuego entre el humo, y fueron los de la casa de Zotzil. El dios de los cakchiqueles se llamaba Chamalcán y tenía la figura de un murciélago. Cuando pasaron entre el humo, pasaron suavemente, y luego se apoderaron del fuego. No pidieron el fuego los cakchiqueles porque no quisieron entregarse como vencidos, de la manera como fueron vencidas las demás tribus cuando ofrecieron su pecho y su sobaco para que se los abrieran. Y ésta era la abertura que había dicho Tohil: que sacrificaran a todas las tribus ante él, que se les arrancara el corazón del pecho y del sobaco. Y esto no se había comenzado a hacer cuando fue profetizada por Tohil la toma del poder y el señorío por Balam Quitzé, Balam Acab, Mahucutah e Iqui-Balam. Allá en Tulán Zuiva, de donde habían venido, acostumbraban no comer, observaban un ayuno perpetuo, mientras aguardaban la llegada de la aurora y atisbaban la salida del sol. Turnábanse para ver la grande estrella que se llama Icoquih, y que sale primero delante del sol, cuando nace el sol, la brillante Icoquih, que siempre estaba allí frente a ellos en el Oriente, cuando estuvieron allá en la llamada Tulán Zuiva, de donde vino su dios. No fue aquí, pues, donde recibieron su poder y señorío, sino que allá sometieron y subyugaron a las tribus grandes y pequeñas, cuando las sacrificaron ante Tohil y le ofrendaron la sangre, la sustancia, el pecho y el costado de todos los hombres. A Tulán les llegó al instante su poder; grande fue su sabiduría en la oscuridad y en la noche. Luego se vinieron, se arrancaron de allá y abandonaron el Oriente. -Ésta no es nuestra casa, vámonos y veamos dónde nos hemos de establecer, dijo entonces Tohil. En verdad les hablaba a Balam Quitzé, Balam Acab, Mahucutah e Iqui Balam. -Dejad hecha vuestra acción de gracias, disponed lo necesario para sangrares las orejas, picaos los codos, haced vuestros sacrificios, éste será vuestro agradecimiento ante Dios. -Está bien, dijeron, y se sacaron sangre de las orejas. Y lloraron en sus cantos por su salida de Tulán; lloraron sus corazones cuando abandonaron a Tulán. -¡Ay de nosotros! Ya no veremos aquí el amanecer, cuando nazca el sol y alumbre la faz de la tierra, dijeron al partir. Pero dejaron algunas gentes en el camino por donde iban para que velaran. Cada una de las tribus se levantaba continuamente para ver la estrella precursora del sol. Esta señal de la aurora la traían en su corazón cuando vinieron de allá del Oriente, y con la misma esperanza partieron de allá, de aquella gran distancia, según dicen en sus cantos hoy día.
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CAPÍTULO VI Luego dispusieron irse al Oriente, pensando cumplir así la recomendación de sus padres que no habían olvidado. Hacía mucho tiempo que sus padres habían muerto cuando las tribus les dieron sus mujeres, y se emparentaron cuando los tres tomaron mujer. Y al marcharse dijeron: -Vamos al Oriente, allá de donde vinieron nuestros padres. Así dijeron cuando se pusieron en camino los tres hijos. Qocaib llamábase el uno y era hijo de Quité, de los de Cavec. El llamado Qoacutec era hijo de Balam-Acab, de los de Nihaib; y el otro que se llamaba Qoahau era hijo de Mahucutah, de los Ahau Quiché. Éstos son, pues, los nombres de los que fueron allá al otro lado del mar; los tres se fueron entonces, y estaban dotados de inteligencia y de experiencia, su condición no era de hombres vanos. Despidiéronse de todos sus hermanos y parientes y se marcharon alegremente. "No moriremos, volveremos", dijeron cuando se fueron los tres. Seguramente pasaron sobre el mar cuando llegaron allá al Oriente, cuando fueron a recibir la investidura del reino. Y éste era el nombre del Señor, Rey del Oriente a donde llegaron. Cuando llegaron ante el Señor Nacxit, que éste era el nombre del gran Señor, el único juez supremo de todos los reinos, aquél les dio las insignias del reino y todos sus distintivos. Entonces vinieron las insignias de los Ahpop y los Ahpop Camhá, y entonces vino la insignia de la grandeza y del señorío del Ahpop y el Ahpop Camhá, y Nacxit acabó de darles las insignias de la realeza, cuyos nombres son: el dosel, el trono, las flautas de hueso, el cham-cham, cuentas amarillas, garras de león, garras de tigre, cabezas y patas de venado, palios, conchas de caracol, tabaco, calabacillas, plumas de papagayo, estandartes de pluma de garza real, tatam y caxcón. Todo esto trajeron los que vinieron, cuando fueron a recibir al otro lado del mar las pinturas de Tulán, las pinturas, como le llamaban a aquello en que ponían sus historias. Luego, habiendo llegado a su pueblo llamado Hacavitz, se juntaron allí todos los de Tamub y de Ilocab; todas las tribus se juntaron y se llenaron de alegría cuando llegaron Qocaib, Qoacutec y Qoahau, quienes tomaron nuevamente allí el gobierno de las tribus. Alegráronse los de Rabinal, los cakchiqueles y los de Tziquinahá. Ante ellos se manifestaron las insignias de la grandeza del reino. Grande era también la existencia de las tribus, aunque no se había acabado de manifestar su poderío. Y estaban allí en Hacavitz, estaban todos con los que vinieron del Oriente. Allí pasaron mucho tiempo, allí en la cima de la montaña estaban en gran número. Allí también murieron las mujeres de Balam Quitzé, Balam-Acab y Mahucutah. Viniéronse después, abandonando su patria y buscaron otros lugares donde establecerse. Incontables son los sitios donde se establecieron, donde estuvieron, y a los cuales les dieron nombre. Allí se reunieron y aumentaron nuestras primeras madres y nuestros primeros padres. Así decían los antiguos cuando contaban cómo despoblaron su primera ciudad llamada Hacavitz y vinieron a fundar otra ciudad que llamaron Chi Quix. Mucho tiempo estuvieron en esta otra ciudad, donde tuvieron hijas y tuvieron hijos. Allí estuvieron en gran número, y eran cuatro los montes a cada uno de los cuales le dieron el nombre de su ciudad. Casaron a sus hijas y a sus hijos; solamente las regalaban y los regalos y mercedes que les hacían los recibían como precio de sus hijas y así llevaban una existencia feliz. Pasaron después por cada uno de los barrios de la ciudad, cuyos diversos nombres son: Chi Quix,Chichac, Humetahá, Culbá y Cavinal. Éstos eran los nombres de los lugares donde se detuvieron. Y examinaban los cerros y sus ciudades y buscaban los lugares deshabitados porque todos juntos eran ya muy numerosos. Ya eran muertos los que habían ido al Oriente a recibir el señorío. Ya eran viejos cuando llegaron a cada una de las ciudades. No se acostumbraron a los diferentes lugares que atravesaron; muchos trabajos y penas sufrieron y hasta después de mucho tiempo no llegaron a su pueblo los abuelos y padres. He aquí el nombre de la ciudad a donde llegaron.
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CAPÍTULO VI El capitán Juan de Añasco llegó a la bahía de Aute, y lo que halla en ella No se habían apartado los castellanos cincuenta pasos del indio, que entendían que quedaba muerto y comido del perro, cuando oyeron dar grandes aullidos al lebrel, quejándose como si lo mataran. Los nuestros acudieron a ver qué era y hallaron que el indio, con el poco espíritu que le quedaba, le había metido los dedos pulgares por un lado y otro de la boca y se la rasgaba sin que el perro se pudiese valer. Uno de los españoles, viendo esto, le dio muchas estocadas, con que acabó de matarlo, y otro con un cuchillo de monte que llevaba, le cortó las manos, y después de cortadas no podía desasirlas de la boca del perro, tan fuertemente lo había asido. Con este suceso volvieron los españoles a su camino, admirados que un indio solo hubiese sido parte para haberles dado tanta pesadumbre, mas, como no supiesen a qué parte echar, estaban confusos, sin saber qué hacer. En esta confusión les socorrió la ventura con un indio que en el camino pasado, cuando volvieron al pueblo Aute, habían preso y lo habían traído siempre consigo, y aunque es verdad que antes de la muerte del indio guía los españoles le habían preguntado muchas veces si sabía el camino para ir a la mar, nunca había respondido palabra alguna, haciéndose mudo, porque el otro le había amenazado con la muerte si hablaba. Viendo, pues, ahora quitado el impedimento y que estaba cerca, porque de donde estaban oían los embates misma muerte que al otro, habló y respondió a lo que entonces le preguntaron, y, por señas y algunas palabras que se dejaban entender, dijo que los llevaría a la mar, al mismo lugar donde Pánfilo de Narváez había hecho sus navíos y donde se había embarcado, mas que era menester volver al pueblo Aute porque de allí se tomaba el camino derecho para la mar. Y, aunque los españoles le dijeron que mirase que estaba cerca, porque de donde estaba oían los embates y resaca de ella, respondió que jamás en toda la vida llegarían a la mar por donde ellos pensaban y el otro indio los llevaba, por las muchas ciénagas y maleza de montes que había en medio, por lo cual era forzoso volver al pueblo Aute. Con esta relación volvieron los castellanos al pueblo, habiendo gastado en este segundo viaje cinco días, y diez en el primero, con mucho trabajo de sus personas y con pérdida de los quince días, que era lo que ellos más sentían, por la pena que el gobernador tendría de su tardanza. Volviendo, pues, al pueblo, Gómez Arias y Gonzalo Silvestre, que iban delante descubriendo la tierra, prendieron dos indios que hallaron cerca del pueblo. Los cuales, preguntados si los sabrían guiar a la mar, dijeron que sí y en todo conformaron con lo que había dicho el indio que traían preso. Con estas esperanzas reposaron aquella noche los españoles, con algún más contento que las quince pasadas. El día siguiente los tres indios guiaron a los cristianos por un camino llano, limpio y apacible por entre unos rastrojos grandes y buenos. Saliendo de ellos, iba el camino más ancho y abierto, y en todo él no hallaron mal paso, sino una ciénaga angosta y fácil de pasar, que no atollaban los caballos a las cuartillas. Habiendo caminado poco más de dos leguas, llegaron a una bahía muy ancha y espaciosa, y, andando por su ribera, llegaron al sitio donde Pánfilo de Narváez estuvo alojado; vieron dónde tuvo la fragua en que hizo la clavazón para sus barcas; hallaron mucho carbón en derredor de ella; vieron asimismo unas vigas gruesas, cavadas como artesas, que habían servido de pesebres para los caballos. Los tres indios mostraron a los españoles el sitio donde los enemigos mataron diez cristianos de los de Narváez, como en su historia también lo cuenta Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Trajéronlos paso por paso por todos los que Pánfilo de Narváez anduvo; señalaban los puestos donde tal y tal suceso había pasado. Finalmente, no dejaron cosa de las notables que Pánfilo de Narváez hizo en aquella bahía de que no diesen cuenta por señas y palabras bien y mal entendidas y algunas dichas en castellano, que los indios de toda aquella costa se precian mucho de saber la lengua castellana y con toda diligencia procuran aprender siquiera palabras sueltas, las cuales repiten muchas veces. El capitán Juan de Añasco y sus soldados anduvieron con gran diligencia mirando si en los huecos de los árboles hallaban metidas algunas cartas o en las cortezas de ellos escritas algunas letras que declarasen cosas de las que los pasados hubiesen visto y notado, porque ha sido cosa usada y muy ordinaria dejar los primeros descubridores de nuevas tierras semejantes avisos para los venideros, los cuales avisos muchas veces han sido de gran importancia, mas no pudieron hallar cosa alguna de las que deseaban. Hecha esta diligencia, siguieron la costa de la bahía hasta la mar, que estaba tres leguas de allí, y, con la menguante de ella, entraron diez o doce nadadores en unas canoas viejas que hallaron echadas al través y sondaron el fondo que la bahía tenía en medio de su canal. Halláronla capaz de gruesos navíos. Entonces pusieron señales en los árboles más altos que por allí había para que los que viniesen costeando por la mar reconociesen aquel sitio, que era el mismo donde Pánfilo de Narváez se embarcó en sus cinco barcas, tan desgraciadas que ninguna de ellas salió a luz. Hechas las prevenciones que hemos dicho, y llevándolas, por escrito para que no errasen el puesto los que fuesen a él, se volvieron al real y dieron cuenta al gobernador de todo lo sucedido y de lo que dejaban hecho. El general holgó mucho de verlos porque estaba con cuidado de su tardanza y recibió contento de saber que había puerto para los navíos.