De cómo el gobernador y su gente comenzaron a caminar por tierra adentro Estando bien informado el gobernador por do había de hacer la entrada para descubrir la tierra y socorrer los españoles, bien pertrechado de cosas necesarias para hacer la jornada, a 18 días del mes de octubre del dicho año mandó embarcar a la gente que con él había de ir al descubrimiento, con los veintiséis caballos y yeguas que habían escapado en la navegación dicha, los cuales mandó pasar al río de Itabucu, y lo sojuzgó, y tomó la posesión de él en nombre de Su Majestad, como tierra que nuevamente descubría, y dejó en la isla de Santa Catalina ciento cuarenta personas para que se embarcasen y fuesen por la mar al río de la Plata, donde estaba el puerto de Buenos Aires, y mandó a Pedro de Estopiñán Cabeza de Vaca, a quien dejó allí por capitán de la dicha gente, que antes que partiese de la isla forneciese y cargase la nao de bastimentos, ansí para la gente que llevaba como para la que estaba en el puerto de Buenos Aires; y a los indios naturales de la isla, antes que de ella partiese les dio muchas cosas porque quedasen contentos, y de su voluntad se ofrecieron cierta cantidad de ellos a ir en compañía del gobernador y su gente, así para enseñar el camino como para otras cosas necesarias, en que aprovechó harto su ayuda; y ansí, a 2 días del mes de noviembre del dicho año, el gobernador mandó a toda la gente que, demás del bastimento que los indios llevaban, cada uno tomase lo que pudiese llevar para el camino; y el mismo día el gobernador comenzó a caminar con doscientos cincuenta hombres arcabuceros y ballesteros, muy diestros en las armas, y veintiséis de caballo y los dos frailes franciscos y los indios de la isla, y envió la nao a la isla de Santa Catalina para que Pedro de Estopiñán Cabeza de Vaca desembarcase, y fuesen con la gente al puerto de Buenos Aires; y así, el gobernador fue caminando por la tierra adentro, donde pasó grandes trabajos, y la gente que consigo llevaba, y en diecinueve días atravesaron grandes montañas, haciendo grandes talas y cortes en los montes y bosques, abriendo caminos por donde la gente y caballos pudiesen pasar, porque todo era tierra despoblada; y al cabo de diecinueve días, teniendo acabados los bastimentos que sacaron cuando empezaron a marchar, y no teniendo de comer, plugo a Dios que sin se perder ninguna persona de la hueste descubrieron las primeras poblaciones que dicen del Campo, donde hallaron ciertos lugares de indios, que el señor y principal había por nombre Añiriri, y a una jornada de este pueblo estaba otro, donde había otro señor y principal que había por nombre Cipoyay, y adelante de este pueblo estaba otro pueblo de indios, cuyo señor y principal dijo llamarse Tocanguanzu; y como supieron los indios de estos pueblos de la venida del gobernador y gente que consigo iba, lo salieron a rescebir al camino, cargados con muchos bastimentos, muy alegres, mostrando gran placer con su venida, a los cuales el gobernador rescibió con gran placer y amor; y demás de pagarles el precio que valían, a los indios principales de los pueblos les dio graciosamente e hizo mercedes de muchas camisas y otros rescates, de que se tuvieron por contentos. Esta es una gente y generación que se llaman guaraníes; son labradores, que siembran dos veces al año maíz, y asimismo siembran cazabi, crían gallinas a la manera de nuestra España, y patos; tienen en sus casas muchos papagayos, y tienen ocupada muy gran tierra, y todo es una lengua, los cuales comen carne humana, así de indios sus enemigos, con quien tienen guerra, como de cristianos, y aun ellos mismos se comen unos a otros. Es gente muy amiga de guerras, y siempre las tienen y procuran, y es gente muy vengativa; de los cuales pueblos, en nombre de Su Majestad, el gobernador tomó la posesión, como tierra nuevamente descubierta, y la intituló y puso por nombre la provincia de Vera, como paresce por los autos de la posesión, que pasaron por ante Juan de Araoz, escribano de Su Majestad; y hecho esto, a los 29 días de noviembre partió el gobernador y su gente del lugar de Tocanguanzu, y caminando a dos jornadas, a primer día del mes de diciembre llegó a un río que los indios llaman Iguazu, que quiere decir agua grande. Aquí tomaron los pilotos el altura.
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Cómo desembarcaron en la bahía de la Florida veinte soldados, con nosotros el piloto Alaminos, para buscar agua, y de la guerra que allí nos dieron los naturales de aquella tierra, y lo que más pasó hasta volver a la Habana Llegados a la Habana acordamos que saliesen en tierra veinte soldados de los que teníamos más sanos de las heridas: yo fui con ellos y también el Piloto Antón de Alaminos, y sacamos las vasijas que había, y azadones, y nuestras ballestas y escopetas; y como el capitán estaba muy mal herido, y con la gran sed que pasaba muy debilitado, nos rogó que por amor de Dios que en todo caso le trajésemos agua dulce, que se secaba y moría de sed; porque el agua que había era muy salada y no se podía beber, como otra vez ya dicho tengo. Llegados que fuimos a tierra, cerca de un estero que entraba en el mar, el piloto reconoció la costa, y dijo que había diez o doce años que había estado en aquel paraje, cuando vino con Juan Ponce de León a descubrir aquellas tierras, y allí le habían dado guerra los indios de aquella tierra, y que les habían muerto muchos soldados, y que a esta causa estuviésemos muy sobre aviso apercibidos, porque vinieron, en aquel tiempo que dicho tiene, muy de repente los indios cuando. le desbarataron; y luego pusimos por espías dos soldados en una playa que se hacía muy ancha, e hicimos pozos muy hondos donde nos pareció haber agua dulce, porque en aquella sazón era menguante la marca; y quiso Dios que topásemos muy buena agua, y con el alegría, y por hartarnos della y lavar paños para curar las heridas, estuvimos espacio de una hora; y ya que queríamos venir a embarcar con nuestra agua, muy gozosos, vimos venir al un soldado de los que habíamos puesto en la playa dando muchas voces diciendo: "Al arma, al arma; que vienen muchos indios de guerra por tierra y otros en canoas por el estero"; y el soldado dando voces, venía corriendo, y los indios llegaron casi a la par con el soldado contra nosotros, y traían arcos muy grandes y buenas flechas y lanzas, y unas a manera de espadas, y vestidos de cueros de venados, y eran de grandes cuerpos, y se vinieron derechos a nos flechar, e hirieron luego a seis de nuestros compañeros, y a mí me dieron un flechazo en el brazo derecho de poca herida; y dímosles tanta prisa de estocadas y cuchilladas y con las escopetas y ballestas, que nos dejan a nosotros los que estábamos tomando agua de los pozos, y van a la mar y estero a ayudar a sus compañeros los que venían en las canoas donde estaba nuestro batel con los marineros, que también andaban peleando pie con pie con los indios de las canoas, y aun les tenían ya tomado el batel y le llevaban por el estero arriba con sus canoas, y habían herido a cuatro marineros, y al piloto Alaminos le dieron una mala herida en la garganta; y arremetimos a ellos, el agua más que a la cinta, y a estocadas les hicimos saltar el batel, y quedaron tendidos y muertos en la costa y en agua veinte y dos dellos, y tres prendimos, que estaban heridos poca cosa, que se murieron en los navíos. Después desta refriega pasada, preguntamos al soldado que pusimos por vela qué se hizo su compañero Berrio (que así se llamaba); dijo que lo vio apartar con una hacha en las manos para cortar un palmito, y que fue hacia el estero por donde habían venido los indios de guerra, y que oyó voces de español, y que por aquellas voces vino de presto a dar mandado a la mar, y que entonces le debieron de matar; el cual soldado solamente él había quedado sin ninguna herida en lo de Potonchan, y quiso su ventura que vino allí a fenecer; y luego fuimos en busca de nuestro soldado por el rastro que habían traído aquellos indios que nos dieron guerra, y hallamos una palma que había comenzado a cortar, y cerca della mucha huella en el suelo, más que en otras partes; por donde tuvimos por cierto que le llevaron vivo, por que no habla rastro de sangre, y anduvimos buscándole a una parte y otra más de una hora, y dimos voces, y sin más saber de él nos volvimos a embarcar en el batel y llevamos a los navíos el agua dulce, con que se alegraron todos los soldados, como si entonces les diéramos las vidas; y un soldado se arrojó desde el navío en el batel con la gran sed que tenía, tomó una botija a pechos, y bebió tanta agua, que della se hinchó y murió. Pues ya embarcados con nuestra agua y metidos nuestros bateles en los navíos, dimos vela para la Habana, y pasamos aquel día y la noche, que hizo buen tiempo, junto de unas isletas que llaman los Mártires, que son unos bajos que así los llaman, "los bajos de los Mártires". E íbamos en cuatro brazas lo más hondo, y tocó la nao capitana entre unas como isletas e hizo mucha agua; que con dar todos los soldados que íbamos a la bomba no podíamos estancar, e íbamos con temor no nos anegásemos. Acuérdome que traímos allí con nosotros a unos marineros levantiscos, y les decíamos: "Hermanos, ayudad a sacar la bomba, pues véis que estamos muy mal heridos y cansados de la noche y el día, porque nos vamos a fondo"; y respondían los levantiscos: "Facételo vos, pues no ganamos sueldo, sino hambre y sed y trabajos y heridos, como vosotros"; por manera que les hacíamos dar a la bomba aunque no querían, y malos y heridos como íbamos, mareábamos las velas y dábamos a la bomba, hasta que nuestro señor Jesucristo nos llevó a puerto de Carenas, donde ahora está poblada la villa de la Habana, que en otro tiempo puerto de Carenas se solía llamar, y no Habana; y cuando nos vimos en tierra dimos muchas gracias a Dios, y luego se tomó el agua de la capitana un buzano portugués que estaba en otro navío en aquel puerto, y escribimos a Diego Velázquez, gobernador de aquella isla, muy en posta, haciéndole saber que habíamos descubierto tierras de grandes poblaciones y casas de cal y canto, y las gentes naturales dellas andaban vestidos de ropa de algodón y cubiertas sus vergüenzas, y tenían oro y labranzas de maizales; y desde la Habana se fue nuestro capitán Francisco Hernández por tierra a la villa de Santispíritus, que así se dice, donde tenía su encomienda de indios; y como iba mal herido, murió dende allí a diez días que había llegado a su casa; y todos los demás soldados nos desparcimos, y nos fuimos unos por una parte y otros por otra de la isla adelante; y en la Habana se murieron tres soldados de las heridas, y los navíos fueron a Santiago de Cuba, donde estaba el gobernador, y desque hubieron desembarcado los dos indios que hubimos en la punta de Catoche, que ya he dicho que se decían Melchorcillo y Julianillo, y el arquilla con las diademas y ánades y pescadillos, y con los ídolos de oro que aunque era bajo y poca cosa, sublimábanlo de arte que en todas las islas de Santo Domingo y en Cuba y aun en Castilla llegó la fama dello, y decían que otras tierras en el mundo no se habían descubierto mejores, ni casas de cal y canto; y como vio los ídolos de barro y de tantas maneras de figuras, decían que eran del tiempo de los gentiles; otros decían que eran de los judíos que desterró Tito y Vespasiano de Jerusalén, y que habían aportado con los navíos rotos en que les echaron en aquella tierra; y como en aquel tiempo no era descubierto el Perú, teníase en mucha estima aquella tierra. Pues otra cosa preguntaba el Diego Velázquez a aquellos indios, que si había minas de oro en su tierra; y a todos les respondían que sí, y les mostraban oro en polvo de lo que sacaban en la isla de Cuba, y decían que había mucho en su tierra, y no le decían verdad, porque claro está que en la punta de Cotoche ni en todo Yucatán no es donde hay minas de oro; y asimismo les mostraban los indios los montones que hacen de tierra, donde ponen y siembran las plantas de cuyas raíces hacen el pan cazabe, y llámanse en la isla de Cuba yuca, y los indios decían que las había en su tierra, y decían tlati por la tierra, que así se llama la en que las plantaban; de manera que yuca con tale quiere decir Yucatan. Decían los españoles que estaban hablando con el Diego Velázquez y con los indios: "Señor, estos indios dicen que su tierra se llama Yucatán"; y así se quedó con este nombre, que en propria lengua no se dice así. Por manera que todos los soldados que fuimos a aquel viaje a descubrir gastamos los bienes que teníamos, y heridos y pobres volvimos a Cuba, y aun lo tuvimos a buena dicha haber vuelto, y no quedar muertos con los demás mis compañeros; y cada soldado tiró por su parte, y el capitán (como tengo dicho) luego murió, y estuvimos muchos días en curarnos los heridos, y por nuestra cuenta hallamos que se murieron al pie de sesenta soldados, y esta ganancia trajimos de aquella entrada y descubrimiento. Y Diego Velázquez escribió a Castilla a los señores que en aquel tiempo mandaban en las cosas de Indias, que él lo había descubierto, y gastado en descubrirlo mucha cantidad de pesos de oro, y así lo decía don Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos y arzobispo de Rosano, que así se nombraba, que era como presidente de Indias, y lo escribió a su majestad a Flandes, dando mucho favor y loor del Diego Velázquez, y no hizo mención de ninguno de nosotros los soldados que lo descubrimos a nuestra costa. Y quedarse ha aquí, y diré adelante los trabajos que me acaecieron a mí y a tres soldados.
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Capítulo VI De cómo el capitán con los españoles dieron en un pueblo de indios donde hallaron cierto oro, y cómo tomaron puerto en Pueblo Quemado; de donde enviaron el navío a Panamá y lo que más pasó Como Francisco Pizarro y sus compañeros viesen como había caminos entre aquellas montañas, determinaron de seguir por uno de ellos para ver si daban en algún poblado para tomar algunos indios de quien pudieran tomar lengua de la tierra en que estaban; y así, tomando sus espadas y rodelas anduvieron dos leguas o poco más la tierra adentro, donde toparon un pueblo pequeño, mas no vieron indio ninguno, porque todos habían huido, mas hallaron mucho maíz y raíces y carne de puerco y toparon más de seiscientos pesos de oro fino en joyas; y en las ollas, que hallaron al fuego, de los indios, entre la carne que sacaban de ellas para comer, se vieron algunos pies y manos de hombres, por donde se creyó que los de aquella parte eran caribes, y también tenían arcos y flechas con yerba de la que hacen con ponzoña. Los españoles comieron de lo que hallaron en aquel lugar y determinaron de dar la vuelta a la mar para embarcarse, pues no habían podido tomar hombre ninguno de los naturales de aquella tierra. Entrados en el navío anduvieron costeando hasta que llegaron a un pueblo que llamaron Pueblo Quemado, de donde con acuerdo de todos, se determinaron de entrar la tierra adentro, para ver si daban en pueblo que pudiesen tomar algunos indios, porque por aquella parte había mucha gente y todos estaban avisados de cómo andaban en la tierra y tenían puestas sus mujeres y alhajas en cobro. Tomando los nuestros españoles por un camino de aquéllos anduvieron poco más de una legua y dieron en un pueblo yermo porque los indios como de suso he dicho le habían desamparado; y hallaron gran cantidad de maíz y muchos maizales, y otras raíces gustosas de las que ellos comen, y no pocas palmas de las de pijabaes, que es cosa muy buena; y estaba este pueblo en la cumbre de unas laderas o sierras asentado a su usanza, muy fuertemente, que parecía fortaleza. Como habían hallado tanto mantenimiento en aquel pueblo, parecióle, así al capitán como a todos los españoles, que sería cosa muy acertada recogerse allí todos en aquel pueblo, pues era tan fuerte y estaba tan bien proveído de comida, y enviar la nave a Panamá que trajese socorro de españoles y a que fuese adobado, pues estaba tan mal tratado que por muchos lugares hacía agua; y pareciéndoles bien acertado, el capitán mandó a Gil de Montenegro, que con los españoles más sueltos y ligeros fuese a buscar algunos indios por entre el monte en los estalajes que tuviesen hechos, que acá llamamos rancherías, para que fuesen en el navío a dar a la bomba, porque todo era menester según había pocos marineros y el navío hacía agua. Los naturales de la comarca habíanse juntado y tratado en ellos de la venida de los españoles, y cómo era grande afrenta suya andar huyendo de sus pueblos por miedo de ellos, pues eran tan pocos, y determinaron de se poner a cualquier afrenta, o peligro que les viniese, por los expeler de sus tierras, o matarlos, si no quisiesen dejarlas; tratando mal de ellos, que eran vagabundos, pues por no trabajar andaban de tierra en tierra; y más que esto decían, como después lo confesaron algunos que de ellos hubieron de venir a ser presos por los españoles; y como tuviesen esta determinación, tenían puestas escuchas y velas de ellos mismos a la redonda del pueblo, donde los españoles estaban, para saber si algunos de ellos salían de allí o lo que determinaban de hacer. Y como Gil de Montenegro con los españoles, que fueron señalados para ir con él a la entrada que se había de hacer para tomar indios, que yendo en la nave pudiesen dar a la bomba, saliesen del pueblo, luego por los indios que estaban a la mira fue aviso al lugar donde la junta estaba con la determinación dicha. Y aunque tuviesen este designio los naturales, en quien se hizo la liga para matar a los españoles o lanzarlos de sus tierras, todavía aunque no eran cabales sesenta, les temían extrañamente; y este temor caber en tantos y que estaban en su tierra y la sabían y conocían no sé a qué se puede echar sino a Dios todopoderoso que ha permitido que los españoles salgan en tan grandes y dudosas cosas en tiempos y coyunturas que a no cegar el entendimiento a los indios, a soplos o con puños de tierra bastaban a los debaratar; y creo que tampoco lo permitía por sus méritos, sino que fue servido de volver por su honra, y porque tenían su apellido; a muchos de los cuales, por no conocer tan gran beneficio castigó poderosamente con brazo de venganza, como hemos visto. Mas como los montañeses tuviesen sus armas las que ellos usan, y viesen divididos los cristianos, alegres por la división, pensaron de ir a dar en Montenegro y matar a los que con él venían, y luego ir a donde estaba el capitán y hacer lo mismo; pues si salían con lo primero, les sería lo demás fácil de hacer; y así salieron a los nuestros, llenos los rostros y cuerpos (porque ellos andan desnudos) de la mixtura que ellos se ponen, que llamamos bija, que es como almagre, y de otra que tiene color amarilla, y otros se untaban con bija, que es como trementina (y a mí me han hecho bizmas con ella). Parecían demonios y daban grandes alaridos a su uso, porque así pelean, arremetieron a los españoles, que aunque vieron tantos enemigos delante y que ellos eran tan pocos, no desmayaron, mas antes encomendándose a Dios y a su poderosa madre, echaron mano a sus espadas, e hirieron a los indios que podían alcanzar; diciéndoles Montenegro, su caudillo, que los tuviesen en poco. Los indios procuraban de los matar; tiraban de sus dardos contra ellos, no usaban allegarse mucho por miedo de las espadas. Un cristiano a quien llamaban Pedro Vizcaíno, después de haber muerto algunos indios y herido, le dieron tales heridas, que murió de ellas; y de un apretón que dieron mataron otros dos españoles y hirieron a otros. Los que quedaban se defendieron tan bien, que, espantados los indios que hombres humanos para tanto fuesen, mirando que por tres que ellos habían muerto les faltaban tantos de los suyos, tornaron entre ellos a tratar de dejar aquéllos y dar sobre los que habían quedado; porque a razón por quedar enfermos no habían ido con aquellos que tanto daño les habían hecho; sin lo cual eran los menos a los que querían ir, que no los que dejaban.
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CAPÍTULO VI Partida de Mérida. --Mapa de Yucatán. --Timucuy. --Tecoh. --Calaveras y huesos humanos. --Iglesia y convento de Tecoh. --Espectáculo desagradable. --Vista desde la azotea de la iglesia. --Cura de Tecoh. --Continuación de la jornada. --Estanque curioso. --Telchaquillo. --Pozo subterráneo. --Caverna extraordinaria. --Hacienda de San Joaquín. --Ruinas de Mayapán. --Montículo notable. --Curiosos restos esculturados. --Otra caverna extraordinaria. --Edificio circular. --Doble hilera de columnas. --Líneas de montículos. --Arcos. --Derivación de la palabra Yucatán. --Antigua ciudad de Mayapán El martes 12 de noviembre nos levantamos para partir de Mérida. Nuestro amigo D. Simón Peón se encargó de trazar el plan de nuestra ruta y de todos los demás arreglos de la jornada. Desde la mañana muy temprano se adelantó nuestro equipaje a lomo de mulas e indios, y no teníamos qué hacer sino despedirnos de nuestros amigos. El dueño de la casa en que vivíamos no quiso recibir los cuatro pesos de alquiler que se le debían, diciéndonos que el placer de nuestra sociedad era una compensación suficiente, y que entre amigos no debía pensarse en alquileres de casas. Despedímonos de él muy cordialmente, y es muy probable que nunca más volveremos a verlo, al menos en materia de alquiler de casas. Almorzamos por la última vez en casa de D.? Micaela con nuestros compatriotas, con inclusión de Mr. Fisher y el capitán Mac-Kingley, que había llegado aquella mañana de Nueva York, y, deseándonos todos seguridad y buen éxito, emprendimos nuestra jornada para el interior. Era nuestra intención reasumir en Uxmal nuestras exploraciones en el punto en que las habíamos interrumpido por la enfermedad de Mr. Catherwood. Sin embargo, habíamos recibido noticia de las ruinas de Mayapán, ciudad antigua, que nunca había sido visitada, ocho leguas distante de Mérida y muy pocas del camino de haciendas que lleva a Uxmal. El relato que se nos había hecho era triste, pues se nos representó aquella ciudad como en absoluta ruina; pero, para cumplir con el propósito que habíamos formado de ir a cualquier sitio de ruinas de que oyésemos hablar, determinamos visitar éstas en nuestro tránsito para Uxmal. Por tanto nuestro camino era ahora para Mayapán. Nuestras sillas, bridas, pistolas y pistoleras, como eran del todo diferentes de los arreos que usan los jinetes en aquel país, llamaban la atención de todos los transeúntes. Un amigo nos acompañó hasta más allá de los suburbios y nos puso en el camino recto, que guiaba derechamente al fin de nuestra jornada de aquel día. En lugar de las ominosas amonestaciones que estábamos acostumbrados a oír en la América Central, sus últimas palabras fueron que estuviésemos tranquilos, pues allí no había peligro de ladrones ni interrupciones de ninguna otra especie. Partimos, pues, para nuestra expedición con estas favorables circunstancias, contentos y en buena salud, llevando recomendaciones del Gobierno para sus dependientes en varias secciones del país, y de los periódicos para que nos recibiesen con hospitalidad en el interior. Teníamos delante una región nueva y aún no explorada, en que podíamos esperar que hallaríamos diariamente nuevas escenas. Había sin embargo un inconveniente; y era que carecíamos de un criado o mozo de cualquiera especie, pues nuestros amigos no habían logrado proporcionarnos el que necesitábamos. Después de todo eso, no nos causaba mucha molestia su falta. El día estaba nublado, y eso nos salvó del calor del sol que, de otra manera y en aquella hora, nos habría causado mucha pena. El camino era recto, plano, pedregoso y de muy poco interés. De ambos lados había bosques bajos y espesos, de manera que no había otra vista que la del camino que teníamos delante; y de esa suerte sentimos, todavía al principio de nuestra jornada, que, si bien estábamos libres de la confusión que a cada paso nos esperaba en la América Central, en recompensa habíamos perdido también las montañas, valles, volcanes, ríos y toda la salvaje y magnífica escena que hace tan encantador aquel país, a despecho de las dificultades y peligros que esperan al viajero. Debo hacer observar aquí que ningún mapa de Yucatán ha sido jamás publicado, para que pueda servir de guía. D.? Joaquina Cano poseía uno manuscrito, que tuvo la bondad de poner a nuestra disposición con la advertencia de que no era correcto; y a fin de conservar un recuerdo de nuestras huellas, desde el tiempo que salimos de Mérida hasta que volvimos, marcamos los caminos, anotamos el número de horas empleadas en cada jornada y el paso de nuestros caballos; y aun en uno u otro lugar Mr. Catherwood hizo observaciones para descubrir la latitud. Nuestro mapa ha sido preparado sobre estas notas, y, aunque es correcto en lo relativo a nuestra ruta, no puede fijar con exactitud la localidad de los sitios que no visitamos. A la distancia de una legua pasamos una hermosa hacienda de ganado, y a la una y veinte minutos llegamos al pequeño pueblo de Timucuy, distante cinco leguas de Mérida. Este poblacho consistía en unas cuantas chozas de indios alrededor de una plaza abierta, en uno de cuyos ángulos había cierta especie de cobertizo, que servía de casa real. No había allí iglesia ni cura, y comenzamos ya a experimentar una dificultad, que no esperábamos hallar tan pronto. Era la población de indios solamente, los cuales no hablan en todo el país otra lengua que la maya. No había allí un solo hombre blanco, ni persona alguna que hablase un idioma capaz de ser comprendido por nosotros. Por fortuna, un arriero del interior, en su tránsito para Mérida, se había detenido para dar un pienso a sus mulas bajo la sombra de un gran árbol, y estaba en la casa real meciéndose en una hamaca. No dejó de sorprenderse de nuestra empresa de viajar solos por el interior, al ver nuestro embarazo desde el primer pueblo fuera de la capital; pero, encontrándonos sin duda, bajo otros respectos, algo más nacionales, vino en nuestro auxilio procurándonos hojas de ramón y agua para nuestros caballos. Había pasado su vida en conducir mulas desde una región del país llamada la Sierra hasta la capital; pero había oído ciertas historias extrañas acerca de los países extranjeros; y, entre otras, la de que en el Norte un hombre podía ganar un peso diario con su trabajo; pero se tranquilizó cuando supo que un solo real en su país tenía más valor que un peso en el nuestro; y como él interpretaba cuanto decíamos, para ponerlo al alcance de sus desnudos compañeros agachados bajo la sombra, nada les impuso tanto como la idea del frío y del hielo y la necesidad de gastar una gran porción del producto de sus trabajos diarios para comprar leña o carbón que les precaviese de helarse. A las tres dejamos aquella aldea, y poco después de las cuatro descubrimos las torres de la iglesia de Tecoh. En los suburbios del pueblo pasamos enfrente del camposanto, que es un vasto recinto cercado de altas murallas de piedra; y sobre la puerta lo mismo que en algunos nichos practicados en los muros había una hilera de calaveras humanas. Allá en el fondo del recinto veíase un enorme amontonamiento de huesos y calaveras, que se habían extraído de las sepulturas y arrojado en aquel horrible harnero conforme a una costumbre de los indios observada desde tiempo inmemorial. El pueblo consistía en una calle larga y recta con casas o chozas, casi ocultas dentro del follaje de los árboles, y habitadas exclusivamente por indios. Nos encaminamos a la plaza sin haber hallado una sola persona. En uno de los lados de esta plaza, sobre una elevada plataforma de piedra, descollaba una gigantesca iglesia con dos bellas torres, y a sus lados y al frente había escalinatas de piedra. Al cruzar la plaza, encontramos a una india, a la cual dirigimos la palabra convento, y siguiendo la dirección de su mano, nos encaminamos a la casa del cura, que se hallaba a espalda de la iglesia y circunvalada de una gran muralla. Cerrada estaba la puerta; pero abrímosla sin llamar. El convento estaba sobre la misma plataforma de la iglesia y tenía también una elevada escalinata de piedra. Al aspecto de personas de tan extraña apariencia, varios criados indios salieron del corredor y entendimos que el padre no se hallaba en casa, pero estábamos demasiado bien avenidos con la presente apariencia de las cosas para pensar en ir a ninguna otra parte; y por tanto, atamos en el patio los caballos, subimos las escaleras y atravesamos el corredor del convento y la plataforma de la iglesia para echar una ojeada sobre el pueblo. Delante de la puerta de la iglesia estaba en unas andas el cadáver de un párvulo. Allí no había féretro ninguno; pero el cuerpecillo estaba cubierto de papel de colores diferentes, en que el color rojo y el de oro dominaban. En medio de esto, salíale de la nariz un enjambre de gusanos enormes, que se crispaban sobre sus facciones. ¡Triste y horrible espectáculo, que muestra cuán miserable es la suerte que cabe a los hijos de los pobres en estos pueblos de indios! Poco después vino a nosotros el mismo coadjutor del cura, y nos dijo que éste se hallaba preparando para hacer aquel entierro y que, luego que se terminase, vendría a recibirnos. Entretanto, escoltados del ministro, subimos al tope de la iglesia. La subida se hacía por una gran escalera de piedra dentro del cubo de una de las torres. Desde arriba se descubría una vista dilatada, cubierta de una casi interminable floresta, que se extendía de un lado hasta el mar, y del otro, hasta la sierra que atraviesa la península de Yucatán y regresa a la gran cordillera de Guatemala, interrumpida únicamente esa vista por un alto montecillo, que, a distancia de tres leguas, se elevaba sobre la llanura, y era un sombrío monumento de las ruinas de Mayapán, capital antigua del destruido reino de los mayas. A nuestro regreso, encontramos al cura D. José Canuto Vela, que estaba esperándonos. Sabía de nuestra venida, y desde el día anterior esperaba recibirnos. Su curato consistía en cerca de dos mil almas y, a excepción de su ministro, no vimos un solo blanco en la población. El cura sería como de treinta años, nacido y educado en Mérida, y aunque según sus maneras parecía no hallarse en aquel sitio, sino fuera de su posición, sus sentimientos y simpatías, sin embargo, estaban identificados con el pueblo que tenía bajo su administración. El convento era un gran edificio de piedra, de robustas paredes y correspondiente a las dimensiones de la iglesia. Hallándose tan cerca de Mérida, estaba más que ordinariamente provisto de cuanto podía necesitarse; y entre otras cosas tenía el cura una pequeña colección de libros, que para allí era casi una librería. Él nos allanó todas las dificultades que se nos habían suscitado por falta de un intérprete, y, habiendo enviado llamar a los alcaldes indios, hizo desde luego todos los arreglos necesarios para adelantar nuestro equipaje y acompañarnos él mismo, al siguiente día, a las ruinas de Mayapán. Habíamos renovado otra vez nuestras relaciones con los padres; y este principio correspondía exactamente a la cordialidad y bondad, que siempre habíamos recibido anteriormente de ellos. Tuvimos a nuestra disposición catres o hamacas, según quisimos elegir, para pasar la noche; y a la hora del desayuno un grupo de músicos indios estaba en el corredor haciendo un continuo ruido que ellos llamaban música, hasta que montamos a caballo para partir. Acompañonos el cura montado en el mejor caballo que hubiésemos visto en el país; y, como era una cosa rara en él ausentarse un solo día de sus deberes parroquiales, echamos a galopar, como en una excursión de día de fiesta, fatigándonos mucho nosotros y nuestras pobres jacas por caminar al lado del cura. El camino que seguimos se separó de repente del camino real; y éste, sin embargo, lo mismo que otros decorados con el propio nombre, en otros países no habría sido considerado como indicio de adelanto en reformas interiores. Mas el que tomamos era mucho más áspero y pedregoso, enteramente nuevo y aún no concluido en algunos puntos. Este camino estaba recientemente abierto, y el motivo de su apertura es una cosa que demuestra muy bien el carácter de los indios. El pueblo a donde conduce estaba bajo el cuidado pastoral de nuestro amigable compañero, y se iba antes a él por un camino o vereda tan lleno de rodeos y dificultades, que el cura se vio precisado a notificar que, para cumplir sus otros deberes, los que tenía que llenar en este otro pueblo serían abandonados. Entonces los indios para prevenir esta calamidad abrieron el nuevo camino que es de dos leguas y cortado rectamente por en medio del bosque. El padre mostraba un vivo interés en el empeño recientemente excitado de explorar las antigüedades de aquel país, y nos dijo que aquel distrito en particular abundaba de muchos vestigios de los habitantes antiguos. A poca distancia del camino real nos encontramos con una hilera de piedras caídas, que formaba, según las apariencias, lo que podía considerarse como los restos de una antigua muralla que corría muy en el interior de la floresta por ambos lados atravesando el país, según se decía, hasta una gran distancia en las dos direcciones. A poco de andar, acercámonos a un gran estanque, seco enteramente, llamado aguada; y el cura nos dijo que era una obra artificial excavada y revestida de una muralla alrededor, y que servía a los antiguos como un reservatorio de agua. Por entonces, no convenimos en su opinión, creyendo que tal estanque fuese una obra natural; pero, por lo que vimos y observamos después, nos persuadimos que podía tener razón en su aserto. A las diez llegamos a Telchaquillo, pequeño pueblo de seiscientas almas y habitado también de pocos indios, que eran los mismos que abrieron el camino por el cual acabábamos de atravesar. La iglesia estaba al cuidado pastoral de nuestro amigo; dirigímonos al convento y allí desmontamos. Inmediatamente sonó la campana de la iglesia para dar noticia al pueblo de la llegada del cura, invitando a todos los que quisiesen confesarse o casarse, a los que tuviesen algún enfermo que visitar, niños que bautizar, o muertos que enterrar, para que acudiesen a él y fuesen satisfechas sus necesidades. El pueblo consistía enteramente en casas de paja. La iglesia había sido comenzada sobre una vasta escala, bajo la dirección de uno de los curas anteriores, quien, disgustado después con el pueblo, suspendió la obra. En una de sus extremidades se había formado rudamente una especie de capilla; más allá de ella, había dos elevadas paredes, pero sin techo. En la plaza de aquel pequeño pueblo había un gran cenote o pozo subterráneo, que proveía de agua a todos sus habitantes. Desde cierta distancia, el piso de la plaza parecía igual y perfectamente nivelado; pero las mujeres que la cruzaban con sus cántaros desaparecían súbitamente, mientras que otras se presentaban como saliendo de las entrañas de la tierra. Al acercarnos más, hallamos una gran abertura practicada en la superficie de la roca, semejante a la boca o entrada de una caverna. Bajábase a ella por escalones irregulares practicados en la peña. La cubierta era una inmensa techumbre rocallosa, y a una distancia acaso de quinientos pies de la entrada había un gran estanque o reservatorio de agua, sobre el cual se elevaba la bóveda a sesenta pies, penetrando en la línea perpendicular una cantidad de luz suficiente, por medio de una abertura practicada encima. Carecía el agua de corriente y su origen era un misterio. Durante la estación de las lluvias crece un tanto, pero nunca baja de cierto punto, y en todo tiempo es la única fuente de donde los habitantes se proveen. Las mujeres cargadas de sus cántaros suben y bajan constantemente; las golondrinas revoloteaban en la caverna por todas direcciones; y el conjunto formaba una escena salvaje, pintoresca y romántica. En este pueblo estaba esperándonos el mayordomo de la hacienda de San Joaquín, en cuyo territorio se hallan las ruinas de Mayapán. Dejando el cenote, montamos a caballo y lo seguimos. Como a media milla de distancia, detuvímonos a las inmediaciones de una gran caverna, recientemente descubierta y que no tenía fin, según nos dijo el mayordomo. Atamos a unos matojos los caballos, resueltos a visitarla. El mayordomo abrió una vereda en el bosque a corta distancia, y, siguiéndole, llegamos a un hueco enorme obstruido de árboles. Bajamos y entramos en una espaciosa caverna de elevadas bóvedas y pasadizos gigantescos, que se destacaban en diferentes direcciones, y que guiaban quién sabe hasta dónde. La tal caverna había sido descubierta por el mayordomo y unos vaqueros, mientras andaban en persecución de unos ladrones que habían robado un toro; y cierto que en las historias románticas ninguna cueva de ladrones podría igualar a ésta en rudeza y selvatiquez. Díjonos el mayordomo que él había entrado allí en compañía de diez hombres y que había estado haciendo por cuatro horas una exploración, sin haber hallado el fin. La cueva, su techo, base y pasadizos eran una inmensa formación fósil. Las conchas marinas estaban aglomeradas allí en sólidas masas, algunas de ellas bastante perfectas, demostrando una estructura geológica que indica que todo el país, o al menos aquella porción de él, había estado cubierta del mar, probablemente en una época no muy remota. De buena gana habríamos pasado un día entero haciendo una incursión en esta caverna, pero estuvimos únicamente pocos minutos y montamos de nuevo a caballo tomando algunas de aquellas muestras curiosas. Muy luego empezamos a encontrarnos con montecillos de tierra, fragmentos de piedras esculturadas, restos de paredes y edificios destruidos, que nos indicaron que estábamos otra vez pisando el sepulcro de alguna de las ciudades aborígenes. A las once llegamos a un claro del bosque, en que está situada la hacienda de San Joaquín. El edificio no era más que un simple rancho construido solamente para la residencia de un mayoral, que es una persona inferior al mayordomo, pero había alrededor un bello descampado, y la situación era hermosa y salvaje. En el corral había espléndidos árboles; y en la plataforma de la noria, piedras esculturadas, que se habían tomado de los edificios antiguos. Daban allí sombra las amplias ramas de un ramón o encino tropical con follaje de un verde vivísimo. Coronaban el conjunto, creciendo aparentemente fuera de él, las largas y pálidas hojas del cocotero. La hacienda o más bien rancho de San Joaquín, en donde se hallan diseminadas las ruinas de Mayapán, dista diez leguas al sur de Mérida. Forma parte de la gran hacienda Xcanchakan de D. José María Meneses, cura venerable de San Cristóbal, y en otro tiempo provisor del Obispado de Yucatán. Hicimos conocimiento con este señor en casa de su amigo el Sr. Rejón, secretario de Estado, y él había ordenado a su mayordomo, el mismo que nos encontró en el pueblo, que pusiese a nuestra disposición toda la gente de la hacienda. Las ruinas de Mayapán cubren un gran llano, que en aquel tiempo estaba tan arbolado, que escasamente se divisaba ningún objeto hasta llegar a él, y la maleza de debajo tan espesa, que nos estorbaba el paso. Nosotros fuimos los primeros que visitamos estas ruinas. Por siglos habían estado ocultas, desconocidas y abandonadas al impulso de la vegetación tropical; y el mayordomo que vivía en la hacienda principal, y no las había visto hacía veintitrés años;las conocía mejor que ninguna otra persona de quien tuviésemos noticia. Díjonos que se encontraban ruinas en una circunferencia de tres millas, y una fuerte muralla que cercaba en otro tiempo la ciudad, cuyos restos podían todavía notarse entre el bosque. A poca distancia de la hacienda, eleva su cima el gran cerro, que, aunque invisible por los árboles desde aquel lugar, habíamos visto desde lo alto de la iglesia de Tecoh, tres leguas distante. Tiene sesenta pies de altura y cien cuadrados en su base; y como los del Palenque y Uxmal, es de construcción artificial, sólidamente trabajado en el llano. Aunque se ve de mucha distancia sobre las copas de los árboles, estaba todo el campo tan montuoso, que escasamente le veíamos hasta que llegamos al pie de él; y aun el mismo cerro, a pesar de conservar la simetría de sus proporciones primeras, estaba también tan lleno de árboles, que parecía un simple cerro emboscado, pero notable en su forma regular. Cuatro grandes escaleras, cada una de veinticinco pies de ancho, daban acceso a una explanada a seis pies de la cima. Esta explanada tenía seis pies de ancho, y en cada lado había otra escalera más pequeña que guiaba a la cima. Estas escaleras se hallan en estado de ruinas: los escalones han desaparecido casi todos, y nosotros subimos agarrándonos de las piedras desprendidas ya y de los árboles que habían salido a los lados. Al subir espantamos una vaca, porque en estos bosques solitarios se enseñorea el ganado silvestre, pace al pie del cerro y sube hasta lo más elevado. La parte superior era una planicie de piedra llana, de quince pies cuadrados, sin ninguna estructura ni vestigios de haberla tenido; y probablemente era el gran cerro de los sacrificios, en que los sacerdotes, a la presencia del pueblo reunido, arrancaban los corazones a las víctimas humanas. La vista que dominaba este cerro era un gran llano desolado, con algunos cerros desmoronados que en esta parte y la otra se elevaban sobre los árboles, y a lo lejos se percibían las torres de la iglesia de Tecoh. En rededor de la base de este cerro, y esparcidas por todo el campo, tropezábamos constantemente con piedras esculpidas. Casi todas eran cuadradas, talladas en la superficie, y con una punta o agarradera en el extremo opuesto. Indudablemente habían estado fijadas en las paredes, formando alguna obra o combinación de ornamentos en la fachada, semejantes en todo a las de Uxmal. Además de estos fragmentos, había otros aún más curiosos. Eran éstos la representación de figuras humanas y de animales, con expresiones y figuras horrorosas, en que parece que el artista empleó toda su habilidad. El trabajo de estas figuras era tosco, las piedras estaban desgastadas por el tiempo, y muchas yacían medio enterradas. Dos nos llamaron más la atención, la una tiene cuatro pies de altura y la otra trece. La mayor parece representar un guerrero con su escudo. Tiene los brazos quebrados, y a mi entender transmitían una idea de las figuras de los ídolos que Bernal Díaz encontró en la costa, con horribles caras de demonios. Es probable que, despedazadas y medio enterradas como están en la actualidad, fuesen en otro tiempo objetos de adoración y reverencia, y al presente sólo existen como recuerdos mudos y melancólicos del antiguo paganismo. No lejos de la base del cerro había una abertura en la tierra, que formaba otra de aquellas cuevas extraordinarias de que ya está impuesto el lector. El cura, el mayordomo y los indios la llamaban cenote, y decían que había abastecido de agua a los habitantes de la antigua ciudad. La entrada era por una boca mal abierta, algo perpendicular y de cuidado en la bajada. En el primer descanso se extendía la boca a un grande aposento subterráneo, con un techo elevado y veredas que conducían a varias direcciones. Encontrábanse en varios lugares vestigios de fuego y huesos de animales, demostrando haber sido en algunas ocasiones lugar de asilo o residencia de los hombres. A la entrada de una de las veredas hallamos un ídolo esculpido, que despertó en nosotros la esperanza de descubrir algún altar, algún sepulcro o quizá alguna momia. Con esta esperanza despachamos los indios a buscar teas (tahchees), y, mientras Mr. Catherwood hacía algunos borradores, el Dr. Cabot y yo pasamos una hora registrando las sinuosidades de la cueva. En muchos lugares se había desplomado el techo y estaba interrumpido el paso. Seguimos varios caminos con mucho trabajo y ningún provecho, y por último dimos con uno, bajo y angosto, por el cual era preciso arrastrarse, y en el que con el fuego y el humo de la lumbre se hacía insoportable el calor. Al fin llegamos a un cuerpo de que, donde al meter la mano, hallamos saturada con una débil capa de sulfato de cal sobre la superficie, que se descompuso al sacarla al aire. Dejando la cueva o cenote, continuamos nuestro paseo entre las ruinas. Todos los cerros eran del mismo carácter general, los edificios habían desaparecido enteramente, a excepción de uno, y éste era enteramente de diferente construcción de los que hasta entonces habíamos visto, aunque en lo sucesivo hallamos otros semejantes. Hallábase sobre un cerro arruinado de unos treinta pies de elevación. La forma que había tenido este cerro era difícil de explicar, pero el edificio es circular. El exterior es de piedra lisa y llana, de diez pies de elevación hasta la cornisa inferior, y catorce de ésta a la superior. La puerta mira al occidente, y su dintel es de piedra. La pared exterior tiene cinco pies de espesor; la puerta se abre a un paso circular de tres pies de ancho, y en el centro hay una masa sólida de piedra de forma cilíndrica, sin ninguna puerta o entrada de ninguna clase. Todo el diámetro del edificio tiene veinticinco pies; de modo que, deduciendo el doble ancho del muro y paso, esta masa céntrica debe tener nueve pies de espesor. Las paredes tenían cuatro o cinco capas de estuco, y quedaban vestigios de las pinturas, cuyos principales colores, claramente visibles, eran el rojo, amarillo, azul y blanco. Por el lado sudoeste del edificio, y sobre un terraplén que sale del lado del cerro, había una doble fila de columnas, a ocho pies de distancia unas de otras, de las que sólo quedaban ocho, aunque, según los fragmentos que las rodeaban, es probable que hubiese habido mayor número; y cortando los árboles, habríamos encontrado otras en pie todavía. En nuestra breve visita a Uxmal habíamos visto objetos que supusimos pudieron haber sido destinados para columnas, pero de esto no estábamos seguros; y, aunque después vimos muchas, consideramos éstas como las primeras columnas verdaderas que habíamos visto. Tenían dos y medio pies de diámetro, y se componían de cinco partes redondas de ocho a diez pulgadas de espesor, colocadas unas sobre otras. No tenían capiteles, y no parecía la conexión particular que hubiesen tenido con el edificio. Aunque los fragmentos de escultura eran del mismo carácter general que los de Uxmal, no habíamos hallado, entre todos, un edificio bastante entero que nos ilustrara para poder identificar aquel arco particular que habíamos visto en todos los edificios arruinados de este país. A poca distancia de ese lugar, y al otro lado de la hacienda, había largas filas de cerros. Éstos habían sido edificios en otro tiempo, cuyos techos se habían desplomado, y casi habían enterrado la estructura. En el extremo había una puerta, embarazada y casi tapiada con los escombros; y, arrastrándonos por ella, nos paramos en apartamientos exactamente semejantes a los de Uxmal, con el arco formado de piedras, que sobresalían las unas a las otras, y una piedra llana que servía de techo. Estos apartamientos eran del mismo carácter que todos los demás que habíamos visto, aunque más toscos y más angostos. El día iba a expirar: estábamos sumamente fatigados con el calor y el trabajo, y los indios persistían en que habíamos visto ya las principales ruinas. Había tantos árboles, que nos habría ocupado mucho tiempo el cortarlos, y por entonces, al menos, era impracticable. Sobre todo, el único resultado que podíamos esperar era el sacar a la luz algunos fragmentos y piezas sueltas de escultura enterrada. No obstante, una cosa nos era indudable, y fue que las ruinas de esta ciudad eran del mismo carácter general que las de Uxmal, construidas por los mismos artífices probablemente de fecha anterior, y que habían sufrido más de la corrosión de los elementos y habían sido tratadas con más dureza por la mano destructora del hombre. Afortunadamente, en este mismo lugar volvemos a encontrar un rayo de luz histórica. Según los mejores datos, el país llamado actualmente Yucatán, era conocido por los indígenas, al tiempo de la invasión española, con el nombre de Maya, y jamás hasta aquel tiempo había sido conocido por otro. El nombre de Yucatán se lo dieron los españoles: es enteramente arbitrario y accidental, y se ignora su verdadero origen. Suponen unos que se deriva de la planta conocida en las islas con el nombre de yuca, y tal o thale el montón de tierra en que crece esta planta, pero se cree más generalmente derivarse de ciertas voces pronunciadas por los indígenas en respuesta a esta pregunta supuesta de los españoles a su primer arribo: "¿Cuál es el nombre de este país?" o "¿Cómo se llama este país?" "Yo no entiendo esas voces", o "yo no entiendo vuestras voces". Cualquiera de estas expresiones en el idioma del país tiene alguna analogía, en la pronunciación, con la voz Yucatán. Pero cualquiera que hubiese sido su origen, los naturales nunca han reconocido tal nombre, y hasta hoy, entre ellos, sólo le dan a su país el antiguo nombre de Maya. Jamás un indígena se llama yucateco, sino siempre un macehual, o nativo de la tierra Maya. Una lengua llamada Maya se hablaba en toda la península; y, aunque los españoles hallaron el país dividido en diversos gobiernos, con varios nombres y diferente caciques, hostiles los unos con los otros; en un período más remoto de su historia, toda la tierra de Maya estaba unida bajo el mando de un jefe o señor supremo. Este gran jefe o rey tenía por sitio de su monarquía una muy populosa ciudad llamada Mayapán, y le obedecían otros muchos señores o caciques, que estaban obligados a pagarle un tributo de telas de algodón, aves, cacao y goma o resina para incienso, y a servirle en las guerras y en los templos de los ídolos, de día y de noche, en las fiestas y ceremonias. También estos señores dominaban muchos vasallos y ciudades; y habiéndose llenado de orgullo y ambición, y no queriendo inclinar la cerviz ante un superior, se rebelaron contra el poder de su señor supremo, unieron todas sus fuerzas, y sitiaron y destruyeron la ciudad de Mayapán. Acaeció esto en el año de nuestro Señor 1420, como cien años antes del arribo de los españoles a Yucatán: según Herrera, como setenta solamente; y según el cómputo de los siglos entre los indios, doscientos y setenta años después de la fundación de aquella ciudad. La relación de todos los pormenores es confusa e indistinta; pero la existencia de una ciudad principal llamada Mayapán y su destrucción por la guerra en el tiempo indicado, poco más o menos, son cosas que mencionan todos los historiadores. Esa ciudad estaba ocupada por la misma raza de gente que habitaba el país al tiempo de la Conquista; y su sitio está identificado con el que acaba de presentársele al lector, conservando en todos los cambios y en sus ruinas su antiguo nombre de Mayapán.
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CAPÍTULO VI De otro género de idolatría con los defuntos Otro género de idolatría muy diverso de los referidos, es el que los gentiles han usado por ocasión de sus defuntos a quien querían bien y estimaban. Y aunque parece que el Sabio da a entender que el principio de la idolatría fue esto, diciendo así: "El principio de fornicación fue la reputación de los ídolos, y esta invención es total corrupción de la vida; porque al principio del mundo no hubo ídolos, ni al fin los habrá para siempre jamás. Mas la vanidad y ociosidad de los hombres trajo al mundo esta invención, y aun por eso acabaron sus vidas tan presto. Porque sucedió que sintiendo el padre amargamente la muerte del hijo mal logrado, hizo para su consuelo un retrato del defunto, y comenzó a honrar y adorar como a Dios, al que poco antes como hombre mortal acabó sus días; y para este fin ordenó entre sus criados, que en memoria suya se hiciesen devociones y sacrificios. Después, pasando días y tomando autoridad esta maldita costumbre, quedó este yerro canonizado por ley, y así por mandato de los tiranos y reyes, eran adorados los retratos e ídolos. De aquí vino que con los ausentes comenzó a hacer lo mismo, y a los que no podían adorar en presencia por estar lejos, trayendo los retratos de los reyes que querían honrar, por este modo los adoraban, supliendo con su invención y traza la ausencia de los que querían adorar. Acrecentó esta invención de idolatría la curiosidad de excelentes artífices, que con su arte hicieron estas imágenes y estatuas tan elegantes, que los que no sabían lo que era, les provocaban a adorarlas. Porque con el primor de su arte, pretendiendo contentar al que les daba su obra, sacaban retratos y pinturas mucho más excelentes. Y el vulgo de la gente, llevado de la apariencia y gracia de la obra, al otro que poco antes había sido honrado como hombre, vino ya a tenerle y estimarle por su Dios. Y este fue el engaño miserable de los hombres, que acomodándose ora a su afecto y sentimiento, ora a la lisonja de los reyes, el nombre incomunicable de Dios, le vinieron a poner en las piedras, adorándolas por dioses". Todo esto es del libro de la Sabiduría, que es lugar digno de ser notado; y a la letra hallarán los que fueren curiosos desenvolvedores de antigüedad, que el origen de la idolatría fueron estos retratos y estatuas de los defuntos. Digo de la idolatría que propriamente es adorar ídolos e imágenes, porque esa otra de adorar criaturas como al sol, y a la milicia del cielo, de que se hace mención en los Profetas, no es cierto que fuese después, aunque el hacer estatuas e ídolos en honra del sol y de la luna, y de la tierra, sin duda lo fue. Viniendo a nuestros indios, por los mismos pasos que pinta la Escritura vinieron a la cumbre de sus idolatrías. Primeramente los cuerpos de los reyes y señores procuraban coservarlos, y permanecían enteros, sin oler mal ni corromperse, más de doscientos años. De esta manera estaban los reyes ingas en el Cuzco, cada uno en su capilla y adoratorio, de los cuales el Virrey Marqués de Cañete (por extirpar la idolatría) hizo sacar y traer a la Ciudad de los Reyes tres o cuatro de ellos, que causó admiración ver cuerpos humanos de tantos años con tan linda tez y tan enteros. Cada uno de estos reyes ingas, dejaba todos sus tesoros, y hacienda y renta, para sustentar su adoratorio, donde se ponía su cuerpo y gran copia de ministros y toda su familia dedicada a su culto. Porque ningún rey sucesor usurpaba los tesoros y vajilla de su antecesor, sino de nuevo juntaba para sí y para su palacio. No se contentaron con esta idolatría de los cuerpos de los defuntos, sino que también hacían sus estatuas, y cada rey en vida hacía un ídolo o estatua suya, de piedra, la cual llamaba guaoiqui, que quiere decir hermano, porque a aquella estatua en vida y en muerte se le había de hacer la misma veneración que al propio Inga, las cuales llevaban a la guerra y sacaban en procesión, para alcanzar agua y buenos temporales, y les hacían diversas fiestas y sacrificios. De estos ídolos hubo gran suma en el Cuzco y en su comarca; entiéndese que ha cesado del todo o en gran parte la superstición de adorar estas piedras, después que por la diligencia del licenciado Polo se descubrieron, y fue la primera la de Ingaroca cabeza de la parcialidad principal de Hanan Cuzco. De esta manera se halla en otras naciones gran cuenta con los cuerpos de los antepasados y sus estatuas, que adoran y veneran.
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Capítulo VI Que prosigue el gobierno de justicia que hoy tiene el Perú No contenta la Majestad del rey de España, de haber puesto en el Perú un teniente y visorrey suyo que, representando su persona, atienda al gobierno dél, amparando los indios, y defendiendo la tierra y la mar de los incursos ordinarios de corsarios enemigos de nuestra santa fe católica, que quisieran sembrar entre estas nuevas plantas la cizaña de sus condenadas sectas, para mayor muestras, de su santo celo, y el cuidado que tiene en su pecho del bien de los indios y exaltación de la justicia, ha puesto en el reino del Perú, en los lugares más cómodos y aparejados, y donde habría más concurso de negocios, Audiencias y Chancillerías, como las que tiene en España, en la insigne ciudad de Valladolid y en la famosa de Granada. La más principal y de más nombre y autoridad es la que reside en la Ciudad de los Reyes, cuyo Presidente y cabeza es el Virrey que tenemos dicho, y a quien, por fin y muerte de los virreyes, pertenece y toca el gobierno del reino en todos los negocios que los virreyes pueden: de hacer mercedes de rentas y de encomiendas, de oficios, y corregimientos y todo lo demás concerniente al bien del reino, como la Majestad Real lo tiene declarado por sus cédulas. A causa de alguna disensión entre las demás Audiencias ha habido en la vacante por muerte del conde de Monterrey, pretendiendo cada chancillería gobernar su distrito, y así es la Audiencia de los Reyes, la suprema en todo el Reino. Hay en ella ocho oidores y un fiscal, que despachan todos los negocios civiles de justicia, que concurren y vienen de todo el distrito en grado de apelaciones y por remedio de los agravios que los jueces inferiores les hacen. Demás destos oidores, hay tres Alcaldes de Corte con su fiscal, que atienden a las causas criminales del distrito de la Audiencia, y al castigo de los delitos que se cometen, con grandísima vigilancia y rigor. Muchas veces, en casos arduos y que requieren castigos ejemplares, suelen algunos de los oidores y Alcaldes de Corte salir a las ciudades y villas del distrito a hacer justicia, y la hacen con brazo poderoso y temido, y cada día va cobrando la justicia y sus ministros más fuerza y poder, porque al principio estuvo flaca y poco temida, a causa de las revoluciones y tiranías deste reino. Tienen los oidores, Alcaldes de Corte y fiscales, cada uno, tres mil pesos ensayados de salario, con que pueden sustentar sus personas y casa con la decencia que el oficio que tienen pide, sin tener necesidad de otras cosas. En la ciudad y provincia de Quito está otra Audiencia y chancillería, que tiene un Presidente y cuatro oidores; y comprende un distrito muy extendido, hasta la gobernación de Popayán, y de salario cada oidor dos mil pesos de oro, suficientísimos para su gasto y de su casa, por ser tierra barata y abundante de todas las cosas necesarias. En la ciudad de Panamá, que es la escala principal para pasar de los reinos de España al Perú, también hay otra audiencia y chancillería con su presidente y cuatro oidores, sujetos al virrey del Perú, y tienen de salario a dos mil pesos. En la ciudad de la Plata, de la provincia de los Charcas, hay otra Audiencia con su presidente y cuatro oidores, que tienen de salario a cuatro mil pesos ensayados, y acuden a ella de la gobernación de Tucumán y de Santa Cruz de la Sierra, en grado de apelación, y aun del Paraguay. En todas estas Audiencias se despachan las provisiones con nombre y título del Rey, y sellándolas con el sello de las armas reales. Tiene Su Majestad en todas ellas, para el bien despacho y refugio de los indios, un protector general y un letrado y un procurador general, que tienen sus salarios muy cumplidos. Los indios, que de sus pueblos bajan o van a las Audiencias a los pleitos de sus cacicazgos, o con sus encomenderos o sobre los rérminos y pastos, o a querellarse de sus corregidores de los agravios que les hacen, hallan amparo y abrigo, y son favorecidos y con la mayor brevedad posible despachados, porque su protector, abogado y procurador no entienden en otra cosa sino en acudir a sus pleitos, y los oidores los prefieren en todo, viendo primero sus causas que las de los españoles; y de las provisiones y procesos no consienten se les lleven derechos excesivos, de manera que todo el estudio y diligencia de los ministros reales es atender al bien y utilidad de los indios y a su acrecentamiento, y así no se podrán con razón quejar de que no se les hace justicia, y no son mirados como pupilos y menores de los reyes de España. Es cierto que gran parte de las rentas que el Rey saca del Perú, se gastan en salarios que se dan a los ministros que en él tiene para la defensa del reino y justicia, todo tirando a este blanco de amparar los indios y favorecerlos. Demás desto en todas las provincias del Perú, que son muchas, hay puestos corregidores para los indios, con sus salarios competentes; y se entiende que suben los corregimientos de indios de setenta y más. Estos se proveen por los visorreyes en personas celosas de su bien, los cuales a sus antecesores toman cuenta del dinero de los indios que han entrado en su poder, de los bienes de sus comunidades que están en la caja como en depósito para, cuando se les ofrecen necesidades, se les acude con las cosas necesarias. En estas cajas se recogen los tributos y tasas que los indios pagan por sus tercios de Navidad y San Juan, y los corregidores pagan lo primero a los sacerdotes, que los doctrinan y sacramentan, los salarios que tienen señalados, y luego a los encomenderos y feudatarios lo que les pertenece, y después, a los curacas de los indios su parte por el trabajo que han tenido en cobrar de los demás indios y traer a la caja real los tributos, y conforme los indios tienen, así es el salario que se les da, fuera de los servicios personales con que les acuden los indios sujetos. Los curacas que gobiernan a los indios en la cobranza de las tasas, son los mismos que en tiempo del Ynga tuvieron el mando y señorío, y sus descendientes lo van continuando con título y mercerd, que para ello se les hacer por el virrey. Para ello hacen sus informaciones como sus padres y abuelos fueron curacas en el tiempo de los Yngas, y así se prosigue el gobierno por los mismos que los rigieron antiguamente. Demás que cada indio paga un tomín ensayado para el hospital y los pobres, el cual, después de junto, el corregidor con asistencia de sacerdote y cura y su aprobación, compra las medicinas que son menester, y se reparten a los pobres y enfermos para su regalo. En las residencias llama el nuevo corregidor a los curacas e indios particulares, para, si han sido agraviados, pidan su justicia y manifiesten en qué se sienten damnificados. Estos corregidores corren los pueblos de su distrito, que son muchos, y oyen de justicia por todos ellos a los indios que se querellan de sus curacas, y a los pleitos graves que entre ellos hay, que sus alcaldes no pueden determinar, porque también hay alcaldes de indios, que se eligen cada año con sus regidores y alguacil mayor, que hacen justicia en las causas que no son de mucho peso y dificultad, porque éstas se remiten a los corregidores, los cuales son también en sus distritos protectores de los indios. En cada ciudad de españoles del reino y en las villas hay su protector con muy buen salario, que acude a los pleitos de los indios dellas, y los favorecen, y tiene su juez de naturales, electo por el cabildo y regimiento, que siempre es un caballero de edad y experiencia, que conoce de sus causas, de suerte que, en todo el reino, el Rey y sus ministros el principal cuidado con que viven es mirar el bien y conservación de los indios con más diligencias que el de los españoles. No se piense que de parte de los Reyes de España es todo codicia y sacar dineros del Perú, que cierto lo más de sus rentas se emplean en amparar a los indios, que, sin duda, fueron venturosos en haber caído en las manos y señorío de los católicos reyes de España, de donde les ha venido tan inestimable bien para sus almas, que si en otros reyes cayeran, los cuales vemos enbueltos en heregías, sin duda fuera lastimoso y triste su estado, y la perdición de tantas almas como cada día se ganan y salvan en el Perú, fuera caso y negocio sin remedio alguno. Los tributos que los indios pagan están dispuestos con toda la suavidad posible por el virrey don Francisco de Toledo, porque, conforme la disposición de la provincia, así, son, que en la abundante de oro, la mayor parte pagan en oro y, si lo quieren conmutar en plata, pueden, y la provincia que tiene mucho ganado o cantidad de comidas, de maíz y trigo en ellas, pagan la mayor parte de los tributos y, en ello se mira su utilidad, de suerte que en todo se han dispuesto sus cosas con la menor carga posible.
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CAPÍTULO VI El gobernador y su ejército se hallan en mucha confusión por verse perdidos en unos desiertos y sin comida El ejército de los cristianos caminaba por sí aparte, en sus escuadrones formados los infantes y los de a caballo. Y el capitán general Patofa, que, como se ha dicho, llevaba cuatro mil hombres de guerra, gente escogida, caminaba asimismo en su escuadrón aparte, con avanguardia y retaguardia, y la gente de carga y servicio iba en medio. De esta manera caminaban estas dos naciones tan diferentes, aunque no en el gobierno militar, porque era cosa de gran contento ver la buena orden y concierto que cada cual, en competencia de la otra, llevaba. Y los indios, en ninguna cosa que fuese guardar buena milicia, querían reconocer ventaja a los españoles. De noche también se alojaban divididos, que, luego que los cuatro mil indios de carga entregaban el bastimento a los nuestros, se pasaban a dormir con los suyos, y así los indios como los castellanos ponían sus centinelas y se velaban y guardaban los unos de los otros como si fueran enemigos declarados. Particularmente hacían esto los cristianos porque de ver tanta orden y concierto en los infieles se recataban de ellos; mas los indios iban bien descuidados de toda malicia, antes mostraban deseo de agradar en toda cosa a los españoles, y el poner las centinelas con sus cuerpos de guardia y la demás orden que guardaban más lo hacían por mostrarse hombres de guerra que por recatarse de los españoles. Con esta vigilancia y cuidado caminaron todo el tiempo que les duró la compañía y por el paraje por do fueron, que acertó a ser por lo más angosto de la provincia de Cofaqui; salieron de ella en dos jornadas, y la segunda noche durmieron al principio del despoblado grande que hay entre las dos provincias de Cofaqui y Cofachiqui. Otras seis jornadas caminaron por el despoblado, y vieron que la tierra era toda apacible, y las sierras y montes que se hallaban no eran ásperos ni cerrados, sino que podían andar fácilmente por ellos. En estas seis jornadas, entre otros arroyos pequeños, pasaron dos ríos grandes, furiosos y de mucha agua, mas por traerla tendida pudieron vadearlos aprovechándose de los caballos, de los cuales hicieron una pared del un cabo al otro del río para que en ella quebrase la furia del agua, que era tan recia que a la cinta que diese a los infantes no podían tenerse, mas, con el socorro de los caballos, asiéndose a ellos, pasaron sin peligro todos los de a pie, así indios como españoles. Al seteno día se hallaron en medio de la jornada en gran confusión indios y españoles porque el camino que hasta allí habían llevado, que parecía un camino real muy ancho, se les acabó, y muchas sendas angostas, que a todas partes por el monte había, a poco trecho que por ellas caminaban, se les perdían y quedaban sin senda, de manera que, después de hechas muchas diligencias, se hallaron encerrados en aquel desierto sin saber por dónde pudiesen salir de él, y los montes eran diferentes que los pasados porque eran más altos y cerrados, que con trabajo podían andar por ellos. Los indios, así los que el gobernador traía domésticos como los que iban con el general Patofa, se hallaron perdidos, sin que entre todos ellos hubiese alguno que supiese el camino ni decir a cuál banda podían echar para salir más aína de aquellos montes y desiertos. El gobernador, llamando al capitán Patofa, le dijo que por cuál causa le había metido, debajo de amistad, en aquellos desiertos donde, para salir de ellos a parte alguna, no se hallaba camino, y cómo era posible ni creedero que entre ocho mil indios que consigo traía no hubiese alguno que supiese dónde estaban o por dónde pudiesen salir a la provincia Cofachiqui, aunque fuese abriendo los montes a mano, y que no era verosímil que, habiendo tenido guerra perpetua los unos con los otros, no supiesen los caminos públicos y secretos que pasaban de la una provincia a la otra. El capitán Patofa respondió que ni él ni indio de los suyos jamás habían llegado donde al presente estaban y que las guerras que aquellas dos provincias se habían hecho nunca habían sido en batallas campales de poder a poder, entrando los unos con ejército hasta las tierras de los otros, sino solamente en las pesquerías de aquellos dos ríos y los demás arroyos que atrás habían dejado y en las monterías y cacerías que los unos y los otros hacían por aquellos montes y despoblados que habían pasado, donde, encontrándose en tales monterías y pesquerías, como enemigos se mataban y cautivaban, y que, por haber sido los de Cofachiqui superiores a los suyos y haberles hecho siempre muchas ventajas en las peleas que así habían tenido, sus indios andaban amedrentados y como rendidos sin osar alargarse ni salir de sus términos y que, por esta causa, no sabían adónde estaban ni por dónde pudiesen salir de aquellos despoblados y que, si su señoría sospechaba que él los hubiese metido en aquellos desiertos con astucia y engaño para que pereciesen en ellos con su ejército, se desengañase, porque su señor Cofaqui ni él, que se preciaban de hombres de verdad, habiéndolos recibido por amigos, no habían de imaginar, cuánto más hacer, cosa semejante. Y para certificarse que era verdad lo que decía, tomase los rehenes que quisiese y que, si bastaba su cabeza para satisfacerle, que muy de su grado se la entregaba luego para que mandase cortársela, no sólo a él sino también a todos los indios que con él venían, los cuales todos estaban a su obediencia y voluntad, así por ley de guerra, porque era su capitán general, como por particular mandato que su curaca y señor les había dado diciendo que en toda cosa le obedecieron hasta la muerte. El gobernador, oyendo las buenas palabras de Patofa y viendo el ánimo apasionado con que las decía, porque no hiciese alguna desesperación, le dijo que le creía y estaba satisfecho de su amistad. Luego llamaron al indio Pedro, de quien dijimos le había maltratado el demonio en Cofaqui. El cual, desde la provincia de Apalache hasta aquel día, había guiado a los españoles con tanta noticia de la tierra que la noche antes decía todo lo que el día siguiente habían de hallar en el camino. Este mozo, también como los demás indios, perdió el tino que hasta allí había traído, y dijo que, como había cuatro o cinco años que había dejado de andar por aquel camino, estaba olvidado de tal manera que totalmente se hallaba perdido, que ni sabía el camino ni acertaría a decir a tiento por do pudiesen salir a la provincia de Cofachiqui. Muchos españoles, viéndole cerrarse y desconfiar de la noticia del camino, decían que de temor del demonio que le había maltratado y amenazado no quería guiarles ni decir por cuál parte habían de salir por aquel despoblado. Con esta confusión, sin saber cómo salir de ella, caminaron nuestros españoles lo que del día les quedaba sin camino alguno sino por donde hallaban más claro y abierto el monte. Yendo así perdidos, llegaron al poner del sol a un río grande, mayor que los dos que habían pasado, que por mucha agua no se podía vadear, cuya vista les causó mayores congojas porque ni para lo pasar tenían balsas o canoas, ni bastimento que comer mientras las hiciesen, que era lo que más pena les daba, porque la comida que de Cofaqui habían sacado había sido tasada para siete días que habían dicho duraría atravesar el despoblado y, aunque habían llevado cuatro mil indios de carga, habían sido las cargas tan livianas que no eran medias de las ordinarias y un indio a todo reventar no puede llevar más de media hanega de zara o maíz, y éstos, por ir cargados, no habían dejado de llevar sus armas como los demás indios que iban por soldados, que, como todos ellos habían salido de su tierra con intención de vengarse de los de Cofachiqui, iban apercibidos de sus armas y también las llevaban por no volverse con las manos en el seno habiendo de pasar por tierras ajenas y de enemigos. Por estas causas, porque éstos eran casi diez mil hombres y cerca de trescientos cincuenta caballos a comer del maíz, cuando llegó el seteno día de su camino ya no llevaban cosa de comer y, aunque el día antes se había echado bando guardasen la comida y se tasasen en ella, porque se temía si la hallarían tan presto o no, era ya tarde, que ya no había qué guardar. De manera que nuestros españoles se hallaron sin guía, sin camino, sin bastimento, perdidos en unos desiertos, atajados por delante de un caudaloso río y por las espaldas con el largo despoblado que habían andado y por los lados con la confusión de no saber cuándo ni por dónde pudiesen salir de aquellos breñales, y, sobre todo, la falta de la comida, que era lo que más les congojaba.
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CAPÍTULO VI Lucha de toros. --Carreras de a caballo. --Toreadores. --Su ridícula apariencia. --Muerte de un toro. --Un baile de etiqueta. --Sociedad en Yucatán. --Trajes de baile. --Nueva lucha de toros. --Una mestiza. --Escenas en la plaza de toros. --Un chubasco. --Dispersión de los espectadores. --Un descubrimiento. --Nueva reforma en Yucatán. --Celibato de los clérigos. --Dos palabras acerca de los padres. --Llegada de Mr. Catherwood y del Dr. Cabot. --Lluvia. --Operaciones daguerrotípicas. --La antigua cronología de Yucatán. --D. Juan Pío Pérez. --Calendario de los indios antiguos. --Es substancialmente el mismo que el de los mexicanos. --Este hecho tiende a probar el origen común de los aborígenes de Yucatán y México A la tarde se verificó la primera lucha de toros, y las de Ticul tienen por cierto una gran reputación en todo el país. En la anterior fiesta un toreador fue muerto, lo que prometía algo de excitante. Los jóvenes del pueblo continuaban ostentando el carácter de vaqueros; y antes de la lucha hubo una carrera de caballos, que consistía en cruzar a escape de uno en uno todo el circo desde una puerta a otra, y luego repetir la misma operación por las otras dos puertas. Era aquélla una buena oportunidad para exhibir las fuerzas del caballo y la destreza del jinete. Después de esto, se presentaron los toreadores, que, haciéndoles toda la justicia que se merecen, eran, por cierto, los hombres más feos que yo hubiese visto en ese y en cualquier otro país, exceptuando acaso los absurdos representantes de los doce apóstoles en la escena del lavatorio, de que fui testigo en Jerusalem. Los tales toreadores eran de la raza mixta de indio y negro, que forma, tal vez, la peor de las razas conocidas, y eran llamados pardos: su color es de un cobrizo oscuro, y, no satisfechos con la muy buena parte de fealdad con que la naturaleza les ha obsequiado, hacían de su lado lo posible para ser más feos ataviándose de un traje, que era una vil caricatura del vestido común europeo con algunos toques caprichosos de su fantástica elegancia. Al verlos, cualquiera habría imaginado que habían ido a hacer su tocador en el desechado guardarropa de algunos enfermos muertos en un santo hospital. Los caballos puestos a su disposición por la parte directiva de la fiesta, en la inteligencia de que han de pagarlos si mueren durante la lucha de toros, estaban cubiertos de mataduras, tenían esparaván, eran tuertos y aparecían como las bestias más miserables del mundo. Las sillas estaban cubiertas de un trapo color de escarlata, sus espuelas eran enormes, con ruedas de seis pulgadas, y portaban lanzas oxidadas con las antiguas manchas de sangre. La combinación de los colores, y, sobre todo, el escarlata, tenía por objeto aterrar al toro, y por cierto que ellos habrían sido muy capaces de meter miedo al mismo demonio. Terminadas las carreras, los vaqueros aficionados, teniendo a mano dos vaqueros reales y efectivos para acudir a cualquier emergencia, condujeron a la plaza el primer toro. Los toreadores cargaron sobre la bestia, lanza en ristre, presentando una viva pintura de los diablos desatados; y en seguida echaron pie a tierra, para atacar. El toro se halló acorralado junto al palco que ocupábamos, y por dos veces vi pasarle el acero entre las astas penetrando en la nuca con un ruido estridente, causándole una herida horrible, de que brotaba la sangre a borbollones. Al tercer golpe el toro vaciló, hizo un postrer esfuerzo para mantenerse en pie; pero al fin se desplomó sobre sus cuartos traseros, y con un débil bramido rodó sobre uno de sus costados: de su boca manaba un arroyo de sangre, su lengua caía revolcada en el polvo, y a pocos momentos murió. Los vaqueros aficionados atáronle los pies, sujetaron las cuerdas a las sillas de dos jinetes, otros sostuvieron la presa, y, mientras que el cuerpo era arrastrado por el circo, un bullicioso espectador vecino mío, exclamaba: "¡Dos caballos y seis cristianos!". No quiero decir lo demás. De los toros pasamos otra vez al baile, que, en la noche, era de etiqueta, y ningún caballero sin pantalones era admitido a él. La sociedad yucateca está montada sobre un cierto pie aristocrático, y se divide en dos grandes clases: una que gasta pantalones, y otra que es, sin duda alguna, la más numerosa, que no usa sino calzoncillos. La primera y más culminante regla de los bailes de etiqueta pesaba sobre esta última clase, y excluía de él a muchos de nuestros amigos de la mañana; pero no daban muestras de ofenderse por esta exclusión, y con mucha tranquilidad se fueron colocando en la parte exterior de la sala. El matador de cochinos fue admitido en calzoncillos, pero únicamente para ayudar a los sirvientes y presentar refrescos a las señoritas con quienes había bailado pocas horas antes. El aspecto general de las cosas había cambiado totalmente: los vaqueros estaban vestidos competentemente, o por lo menos su traje no era impropio para un baile de pueblo. Las señoritas se habían despojado de sus atavíos de mestizas, y se presentaron vestidas de túnicos hechos con toda propiedad para delinear la figura, o más bien para dividir ésta en dos: la superior y la inferior. Las danzas indias habían desaparecido, y en su lugar se bailaban cuadrillas, contradanzas, valses y galopas. Había aquel gracioso tinte que daba tanta vida al baile de mestizas; y las señoritas no me parecieron tan bellas en sus trajes propios. Sin embargo, había allí la misma dulzura de expresión, las danzas eran muy compasadas, la música sonora, y, en la quietud y decoro que reinaba en todo, era difícil reconocer la misma alegre y bulliciosa reunión de la mañana, y más todavía, persuadirse que aquellas lindas y tiernas fisonomías habían aparecido pocas horas antes animadas de la bárbara excitación que produce la lucha de toros. A las diez de la mañana del siguiente día comenzó de nuevo el espectáculo de los toros: las carreras de a caballo se hicieron entonces desde la plaza hasta la casa de don Felipe Peón, a lo largo de la calle principal. Por la tarde hubo otra lidia de toros, que comenzó para mí bajo las más agradables circunstancias. Yo no hubiera pensado en concurrir, si no hubiese asegurado con anticipación una silla, y, colocándome en un palco tan henchido de gente, que me vi obligado a permanecer en pie junto a la puerta. En frente mío estaba una de las más preciosas mestizas del baile: a su derecha había un asiento desocupado, y al lado de éste otro en que se sentó un clérigo, que acababa de llegar al pueblo. Era curioso saber quién sería el propietario de la silla vacante; pero en esto entró el dueño de ella, que era un caballero conocido mío, y me instó a que la ocupase. No me hice mucho de rogar, y lo primero que practiqué, al sentarme, fue dirigirme al clérigo para significarle mi buena fortuna en haber conseguido aquel asiento, cuya comunicación me pareció que no la había recibido con la gracia y cortesía que demandaba el caso. La corrida empezó con furor: los toros fueron cubiertos de lanzadas, la sangre corría a torrentes, y los toreadores caían sobre ella. Jamás había estado tan encantado en las escenas preliminares; pero se estaba levantando una tempestad, la atmósfera se había ennegrecido, los nubarrones volaban en alas del viento, los hombres con ansiedad y vacilación permanecían en pie, y las señoritas no estaban muy tranquilas pensando en sus tápalos y peinados. Aumentábase la oscuridad: el hombre y la bestia continuaban su abierta lucha en el circo, y sin duda causaría un extraño y desusado efecto, en medio de las negras y agitadas nubes que corrían encima, el ver desde la plaza la impresión que causaba la sangrienta lucha en el mar de cabezas que aparecía en rededor, y más allá un brillante arco iris iluminando una sola línea en la oscuridad de los cielos. Designele a la señora el arco iris como una indicación de que no llovería; pero el signo desapareció, una fugada formidable de viento hizo bambolear el frágil tablado, las tiras de papel desaparecieron, los chales y pañuelos volaron y en tres minutos la plaza de toros quedó vacía. Yo no tenía paraguas que ofrecer a la señora, que desapareció arrebatada de allí por alguna persona mal intencionada; y el matador de cochinos extendió su frazada sobre mi cabeza guiándome hasta una casa próxima, en donde hice un gran descubrimiento, sabiendo lo que todo el mundo sabía en el pueblo, menos yo; esto es, que la dama, que yo había supuesto fuese una señorita, era la comprometida, o para hablar con más precisión, era la compañera del clérigo que estaba sentado junto a mí en la plaza de toros. Hasta aquí he omitido hacer mención de un gran cambio o, como suele llamársele en el país, de una nueva reforma que está desarrollándose ahora en Yucatán, en nada parecida a las reformas emprendidas por legos desorganizadores que de tiempo en tiempo han causado tantas convulsiones en el mundo cristiano, sino una reforma peculiar y local, relativa únicamente a las relaciones domésticas de los clérigos. Muchos de mis lectores sabrán que en los primeros siglos de la Iglesia Católica no se prohibía a los sacerdotes el contraer matrimonio. Con el transcurso del tiempo, el Papa les impuso el celibato para desatarlos de los vínculos mundanos, ordenando la separación a los que estuviesen ya casados. Los clérigos resistieron y la lucha estuvo a punto de causar un sacudimiento en la economía del gobierno de la Iglesia; pero al cabo prevaleció el Papa, y por ocho siglos en todos los países en que se reconoce la dominación romana a ningún sacerdote se le ha permitido el matrimonio. Pero en Yucatán se ha encontrado esta carga demasiado pesada para poder soportarse. Desde mucho tiempo atrás, por las necesidades locales del país, se han hecho especiales concesiones al pueblo, entre otras la dispensa de poder comer carne en los días de ayuno; y guiados del espíritu liberal de esta bula, o de alguna otra que yo no conozco, los buenos padres de allí han aflojado considerablemente la tirantez de la cuerda que les ata al celibato. Ahora voy a hacer una revelación delicada y curiosa. Podrá considerarse como un maligno ataque contra la Iglesia Católica; pero, como yo me siento inocente de abrigar semejante intención, eso no me perturba. Hay otra consideración, y es que yo soy muy inclinado a los padres. No he recibido de ellos sino bondades, y doquiera que me he encontrado en su compañía me he hallado con amigos. Sólo quiero indicar la especie y pasar de largo; si bien me estoy temiendo que con este prefacio llegue yo a llamar una atención más particular sobre el asunto. Lo omitiría del todo si no fuese porque forma una tan culminante fisonomía del estado social de aquel país, que sin ella la pintura se quedaría incompleta. Sin más preliminares diré, pero sólo al oído del lector, que a excepción de Mérida y Campeche, en donde los clérigos están bajo la vista inmediata del Obispo, en todo Yucatán, para aliviarse del fastidio que les causa la vida aislada, los clérigos todos tienen compañeras o hermanas políticas, como ellos suelen llamarlas; y para hablar con más precisión añadiré que la proporción de los que tienen compañeras con los que no las tienen es casi la misma que guardan los casados y los solteros en una sociedad bien regulada. He dicho ya lo peor; y el mayor enemigo de los padres no puede decir más. Yo no quiero expresar mi opinión personal en esta materia; pero puedo hacer notar que, respecto del pueblo de aquel país, eso no mancha el carácter del padre, ni empeora en nada su situación. Algunas personas consideran esa conducta como irregular; pero generalmente es tenida por una amable fragilidad, y aun pudiera yo decir que se tiene como una recomendación para un padre de pueblo, por suponerse que le da ciertos hábitos de estabilidad y asiento, lo mismo que a un casado en la vida civil; y para emitir honradamente mi opinión, que no pensaba emitir por cierto, creo que eso es menos dañoso a la moral pública, que las frecuentes inconsecuencias que el celibato produce en algunos otros países católicos. El clérigo en Yucatán tiene la posición de un hombre casado, y cumple con todos los deberes que corresponden a un padre de familia. Personas de no escasa importancia en un pueblo no rehúsan el matrimonio de la mano izquierda con un clérigo. A pesar de eso, siempre nos fue muy sensible encontrarnos con individuos muy dignos, que no podíamos menos de estimar, colocados en lo que por fuerza debía tenerse como una falsa posición. Y volviendo al caso que provocó esta digresión, el clérigo de que he hablado era generalmente tenido por hombre de buena conducta; una especie de clérigo-modelo por sus hábitos correctos y uniformes, asentado, grave, de edad madura y con todas las apariencias de ser el último hombre que pudiese haber fijado la vista en una compañera tan preciosa. El único comentario que yo escuché sobre este particular era relativo a su buena fortuna, y en ese punto él conocía ya mi opinión. Al día siguiente llegaron Mr. Catherwood y el Dr. Cabot. Ambos habían tenido un nuevo acceso de fiebre, y estaban aún bastante débiles. Por la noche debía verificarse el baile de carnaval, pero, antes de que acabasen de reunirse los concurrentes, vímonos obligados a dispersarnos otra vez por la lluvia, que al siguiente día, en todo el discurso de él, fue la más copiosa que yo hubiese visto hasta allí en el país, en términos que aguó completamente todas las proyectadas diversiones del carnaval. El primer día sereno que tuvimos lo empleamos en tomar al daguerrotipo los retratos del cura y de dos de las mestizas. Además de las grandes tareas que ofrecían los bailes, los toros, los retratos al daguerrotipo y el examen de las costumbres de los clérigos, yo me ocupé en la rápida lectura de un manuscrito titulado "Antigua cronología yucateca; o simple exposición del método usado por los indios para computar el tiempo". Este ensayo me lo presentó su autor, don Juan Pío Pérez, con quien tuve la satisfacción de encontrarme en aquel pueblo. Ya sabía yo que este caballero era el mejor escolar en lengua maya que había en todo Yucatán, y que era igualmente notable por su investigación y estudio de todas las materias que tendían a dilucidar la historia de los antiguos indios. Su atención se había dirigido a este ramo, por la circunstancia particular de hallarse desempeñando en la secretaria de gobierno un destino, en el cual una multitud de documentos antiguos en lengua maya pasaban constantemente por sus manos. Por buena ventura para la ciencia y sus gustos favoritos, con motivo de un contratiempo político retirose de la vida pública, y durante dos años de retiro se consagró al estudio de la antigua cronología de Yucatán. Ésta es una obra que no habría osado emprender un hombre cualquiera; y, si la fama pública puede tenerse como prueba, es preciso decir que no había en el país un hombre tan competente como el señor Pérez que pudiese aplicar a la obra más luz e inteligencia. Sube de punto el mérito de sus tareas el saber que en ellas don Juan Pío se encontró solo, sin hallar siquiera quien simpatizase con él, persuadido de que por mejores resultados que lograse no serían debidamente apreciados, y que no lograría ni aun la esperanza de aquella honorífica distinción que, a falta de toda otra recompensa, anima al hombre estudioso en la prosecución de sus solitarias tareas de gabinete. El "ensayo" explica minuciosamente los fundamentos y principios del calendario de los antiguos indios. Con otros papeles interesantes que me dio don Pío, y de que hablaré luego, sometí ese "ensayo" al examen de un distinguido caballero, conocido por sus investigaciones sobre los idiomas y antigüedades de los indios, y estoy autorizado para decir que la obra de don Pío presenta una base para hacer comparaciones y formar deducciones, y que debe mirarse como uno de los más importantes tributos a la causa de la ciencia. Ese "ensayo" comprende cálculos y detalles que no serán interesantes para la generalidad de los lectores; pero que no podrán menos de serlo para algunos de ellos, y por lo mismo los he publicado todos en el Apéndice, limitándome aquí a indicar el resultado. Del examen y análisis verificado por el caballero de quien he hecho referencia, puedo establecer el hecho interesante de que el calendario de Yucatán, aunque diferente en algunos particulares, es sustancialmente el mismo de que usaban los mexicanos. Tiene el mismo año solar de trescientos sesenta y cinco días, dividido de la misma manera, primeramente en dieciocho meses de veinte días cada uno, con cinco días suplementarios, y luego, en veintiocho semanas de trece días, con uno adicional. Emplea el mismo método para distinguir los días del año por una combinación de aquellas dos series, y el mismo ciclo de cincuenta y dos años, en que éstos, lo mismo que en el calendario azteca, se distinguen por una combinación de las mismas series de trece, con otro de cuatro nombres o jeroglíficos; pero don Pío reconoce que en Yucatán no hay evidencia cierta de la intercalación (semejante a nuestro año bisiesto, o a la adición secular de trece días usada de los mexicanos) necesaria para corregir el error que resulta de contar el año como igual a trescientos sesenta y cinco días solamente. Verase en ese ensayo que, además del ciclo de cincuenta y dos años, común a yucatecos y aztecas, y aun según asegura don Pío Pérez fundado en la autoridad de Veytia, común también a los indios de Chiapas, Oaxaca y Soconusco, que los de Yucatán tenían otra edad o siglo de doscientos sesenta o de trescientos doce años, igual a cinco o seis ciclos de cincuenta y dos años; consistiendo cada una de aquellas edades o siglos en trece o doce períodos (llamados Ahaukatun), de veinte años según la opinión de varios escritores, o de veinticuatro según la de don Pío. Yo miro como de suma importancia e interés el hecho curioso de que, sin embargo de hablar un idioma diverso, los yucatecos y mexicanos tengan substancialmente un mismo calendario, porque no es probablemente la semejanza de hábitos lo que pueda producir los instintos naturales o la identidad de posición. Un calendario es una obra científica, fundada en cálculos, en signos arbitrarios y en símbolos característicos; y la semejanza prueba que ambas naciones reconocían el mismo punto de partida: que ambas daban el mismo significado a los mismos fenómenos y objetos, cuya significación era alguna vez arbitraria y no natural. Eso muestra una fuente común de conocimientos y manera de razonar, semejanza de culto e instituciones religiosas; y, en una palabra, ése es el eslabón de una cadena de evidencia que prueba un origen común entre los aztecas y los indígenas de Yucatán. Este precioso descubrimiento se lo debemos a don Juan Pío Pérez.
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CAPÍTULO VI De las universidades y estudios de la China De escuelas mayores y universidades de filosofía y otras ciencias naturales, los padres de la Compañía que han estado allá, dicen que no las vieron ni pueden creer que las haya, y que todo su estudio es de la lengua mandarín, que es dificilísima y amplísima, como está referido. Lo que también estudian son cosas que hay en esta lengua que son historias, setas, leyes civiles, y moralidad de proverbios y fábulas, y otras muchas composiciones; y los grados que hay son en estos estudios de su lengua y leyes. De las ciencias divinas ningún rastro tienen; de las naturales no más que algún rastro con muy poco, o ningún método ni arte, sino proposiciones sueltas, según es mayor o menor el ingenio y estudio de cada uno en las matemáticas, por experiencia de los movimientos y estrellas, y en la medicina por conocimiento de yerbas, de que usan mucho y hay muchos que curan. Escriben con pinceles; tienen muchos libros de mano y muchos impresos, todos mal aliñados. Son grandes representantes, y hácenlo con grande aparato de tablado, vestidos, campanas y atambores, y voces a sus tiempos. Refieren padres, haber visto comedia de diez o doce días con sus noches, sin faltar gente en el tablado, ni quien mire; van saliendo personajes y cenas diferentes, y mientras unos representan, otros duermen o comen. Tratan en estas comedias cosas morales y de buen ejemplo; pero envueltas en otras notables de gentilidad. Esto es en suma lo que los nuestros refieren de las letras y ejercicios de ellas de la China, que no se puede negar sea de mucho ingenio y habilidad; pero todo ello es de muy poca substancia, porque en efecto toda la ciencia de los chinas, viene a parar en saber escrebir y leer no más; porque ciencias más altas no las alcanzan, y el mismo escrebir y leer no es verdadero escrebir y leer, pues no son letras las suyas que sirvan para palabras, sino figurillas de innumerables cosas, que con infinito trabajo y tiempo prolijo se alcanzan, y al cabo de toda su ciencia, sabe más un indio del Pirú o de México, que ha aprendido a leer y escrebir, que el más sabio mandarín de ellos; pues el indio, con veinte y cuatro letras que sabe escrebir y juntar, escrebirá y leerá todos cuantos vocablos hay en el mundo, y el mandarín, con sus cien mil letras, estará muy dudoso para escrebir cualquier nombre proprio de Martín o Alonso, y mucho menos podrá escrebir los nombres de cosas que no conoce, porque en resolución, el escrebir de la China es un género de pintar o cifrar.
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Capítulo VI Calendario, ritos y escritura No se esconde ni aparta tanto el sol de esta tierra de Yucatán, que vengan las noches, jamás, a ser mayores que los días; y cuando mayores vienen a ser, suelen ser iguales desde San Andrés a Santa Lucía, que comienzan a crecer los días. Regíanse de noche para conocer la hora que era por el lucero y las cabrillas y los astilejos. De día, por el medio día, y desde él al oriente y poniente, tenían puestos a pedazos nombres con los cuales se entendían y se regían para sus trabajos. Tienen su año perfecto como el nuestro, de 365 días y 6 horas. Divídenlo en dos maneras de meses, los unos de a 30 días que se llaman U, que quiere decir luna, la cual contaban desde que salía nueva hasta que no parecía. Otra manera de meses tenían de a 20 días, a los cuales llaman Uinal Hunekeh; de éstos tenía el año entero 18, más los cinco días y seis horas. De estas seis horas se hacía cada cuatro años un día, y así tenía de cuatro en cuatro años el año 366 días. Para estos 360 días tienen 20 letras o caracteres con que los nombran, dejando de poner nombre a los otros cinco, porque los tenían por aciagos y malos. Las letras son las que siguen y lleva cada una su nombre debajo para que se entienda en nuestra lengua. Ya he dicho que el modo de contar de los indios es de cinco en cinco, y de cuatro cincos hacen veinte; así, en estos sus caracteres que son 20, sacan los primeros de los cuatro cincos de los 20 y éstos sirven, cada uno de ellos un año, de lo que nos sirven a nosotros nuestras letras dominicales para comenzar todos los primeros días de los meses de a 20 días. Entre la muchedumbre de dioses que esta gente adoraba, adoraban cuatro llamados Bacab cada uno de ellos. EÉstos, decían, eran cuatro hermanos a los cuales puso Dios, cuando crió el mundo, a las cuatro partes de él sustentando el cielo (para que) no se cayese. Decían también de estos bacabes que escaparon cuando el mundo fue destruido por el diluvio. Ponen a cada uno de éstos otros nombres y señálanle con ellos a la parte del mundo que dios le tenía puesto teniendo el cielo, y aprópianle una de las cuatro letras dominicales a él y a la parte que está; y tienen señaladas las miserias o felices sucesos que decían habían de suceder en el año de cada uno de éstos y de las letras con ellos. Y el demonio, que en esto como en las demás cosas los engañaba, les señaló los servicios y ofrendas que para evadirse de las miserias le habían de hacer. Y así, si no les venían, decían (que) era por los servicios que le hacían; y si venían, los sacerdotes hacían entender y creer al pueblo (que) era por alguna culpa o falta de los servicios o de quienes los hacían. La primera, pues, de las letras dominicales es Kan. El año que esta letra servía era el agüero del Bacab que por otros nombres llaman Hobnil, Kanalbacab, Kanpauahtun, Kanxibchac. A éste señalaban a la parte de medio día. La segunda letra es Muluc; señalábanla al oriente y su año era agüero el Bacab que llaman Canzicnal, Chacalbacab, Chacpauahtun, Chacxibchac. La tercera letra es Ix. Su año era agüero el Bacab que llaman Zaczini, Zacalbacab, Zacpauahtun, Zacxibcbac y señalábanle a la parte del norte. La cuarta letra es Cauac: su año era agüero el Bacab que llaman Hozanek, Ekelbacab, Ekpauaktun, Ekxibchac; a ésta señalaban a la parte del poniente. En cualquiera fiesta o solemnidad que esta gente hacía a sus dioses comenzaban siempre por echar de sí al demonio para mejor hacerla. Y el echarle unas veces era con oraciones y bendiciones que para ello tenían, y otras con servicios y ofrendas y sacrificios que por esta razón le hacían. Para celebrar la solemnidad de su año nuevo, esta gente, con más regocijo y más dignamente, según su desventurada opinión, tomaba los cinco días aciagos que ellos tenían por tales antes del día primero de su nuevo año, y en ellos hacían muy grandes servicios a los bacabes citados arriba y al demonio al que llamaban por otros cuatro nombres, a saber, Kanuuayayab, Chacuuayayab, Zacuuayayab, Ekuuayayab; y acabados estos servicios y fiestas, y lanzado de sí, como veremos, el demonio, comenzaban su año y las fiestas de él. Uso era en todos los pueblos de Yucatán tener hechos dos montones de piedras, uno frente a otro, a la entrada del pueblo y por las cuatro partes del mismo, a saber, oriente, poniente, septentrión y mediodía, para la celebración de las dos fiestas de los días aciagos las cuales hacían de esta manera cada año. El año cuya letra dominical era Kan, era el agüero Hobnil, y según ellos decían reinaban ambos por la parte del medio día. Este año, pues, hacían una imagen o figura hueca de barro del demonio que llamaban Kanuuayayab, y llevábanla a los montones de piedra seca que tenían hechos por la parte del mediodía; elegían un príncipe del pueblo, en cuya casa se celebrara estos días la fiesta, y para celebrarla hacían una estatua de un demonio al que llamaban Bolonzacab, la que ponían en casa del príncipe, aderezada en lugar público y al que todos pudiesen llegar. Hecho esto se juntaban los señores y el sacerdote, y el pueblo de los hombres, y teniendo limpio y con arcos y frescuras aderezado el camino, hasta el lugar de los montones de piedra en donde estaba la estatua, iban por ella todos juntos, con mucha devoción. Llegados, la sahumaba el sacerdote con cuarenta y nueve granos de maíz molido con su incienso, y ello lo arrojaban al brasero del demonio y le sahumaban. Llamaban al maíz molido solo zacab y a la (bebida) de los señores chabalté. Sahumada la imagen, degollaban una gallina y se la presentaban u ofrecían. Hecho esto metían la imagen en un palo llamado kanté poniéndole a cuestas un ángel en señal de agua, y este año había de ser bueno y estos ángeles pintaban y hacían espantables; y así la llevaban con mucho regocijo y bailes a la casa del principal donde estaba la otra estatua de Bolonzacab. Sacaban de casa de este principal al camino, para los señores y sacerdotes, una bebida hecha de cuatrocientos quince granos de maíz tostados que llaman piculakakla, y bebían todos de ella; llegados a la casa del principal, ponían esta imagen frente a la estatua del demonio que allí tenían, y así le hacían muchas ofrendas de comidas y bebidas, de carne y pescado, y repartían estas ofrendas a los extranjeros que allí se hallaban, y daban al sacerdote una pierna de venado. Otros derramaban sangre cortándose las orejas y untaban con ella una piedra que allí tenían de un demonio Kanalacantun. Hacían un corazón de pan y otro pan con pepitas de calabazas y ofrecíanlos a la imagen del demonio Kanuuayayab. Tenían así esta estatua e imagen estos días aciagos y sahumábanlas con su incienso y con los maíces molidos con incienso. Tenían creído que si no hacían estas ceremonias habían de tener ciertas enfermedades que ellos tienen en este año. Pasados estos días aciagos llevaban la estatua del demonio Bolonzacab al templo, y la imagen a la parte del oriente para ir allí al otro año por ella, y echábanla por ahí e íbanse a sus casas a entender en lo que le quedaba a cada uno por hacer en la celebración del año nuevo. Terminadas las ceremonias y echado el demonio según su engaño, tenían este año por bueno pues reinaba con la letra Kan el bacab Hobnil, del que decían no había pecado como sus hermanos y por eso no les venían miserias en él. Pero porque muchas veces las había, proveyó el demonio que le hiciesen servicios para que así, cuando las hubiese, echasen la culpa a los servicios o servidores y quedasen siempre engañados y ciegos. Mandábales, pues, hiciesen un ídolo que llamaban Izamnakauil y que le pusiesen en su templo y le quemasen en el patio del templo tres pelotas de una leche o resina llamada kik, y que le sacrificasen un perro o un hombre, lo cual ellos hacían guardando el orden que ya se dijo tenían con los que sacrificaban, salvo que el modo de sacrificar en esta fiesta era diferente, porque hacían en el patio del templo un gran montón de piedras y ponían al hombre o perro que habían de sacrificar en alguna cosa más alta que él, y echando atado al paciente de lo alto a las piedras, le arrebataban aquellos oficiales y con gran presteza le sacaban el corazón y le llevaban al nuevo ídolo, y se lo ofrecían entre dos platos. Ofrecían otros dones de comidas y en esta fiesta bailaban las viejas del pueblo que para ello tenían elegidas, vestidas de ciertas vestiduras. Decían que descendía un ángel y recibía este sacrificio. El año en que la letra dominical era Muluc, tenía el agüero de Canzienal y a su tiempo elegían, los señores y el sacerdote, un principal para hacer la fiesta, y después hacían la imagen del demonio como la del año pasado, a la cual llamaban Chacuuayayab, y llevábanla a los montones de piedra de hacia la parte del oriente, donde habían echado la pasada. Hacían una estatua al demonio llamado Kinchahau y poníanla en casa del principal en lugar conveniente, y desde allí, teniendo muy limpio y aderezado el camino, iban todos juntos con su acostumbrada devoción por la imagen del demonio Chacuuayayab. Llegados, la sahumaba el sacerdote con cincuenta y tres granos de maíz molidos y su incienso, a lo cual llaman zacah. Daba el sacerdote a los señores que pusiesen en el brasero más incienso del que llamamos chahalté y después degollábanle la gallina, como al pasado, y tomando la imagen en un palo llamado chasté la llevaban, acompañándola todos con devoción y bailando unos bailes de guerra que llaman holcanokot batelokot. Sacaban al camino, a los señores y principales, su bebida de trescientos ochenta maíces tostados como la de atrás. Llegados a casa del principal ponían esta imagen en frente de la estatua de Kinchahau y hacíanle todos sus ofrendas, las cuales repartían como las demás. Ofrecían a la imagen pan hecho con yemas de huevo, y otros con corazones de venados, y otro hecho con su pimienta desleída. Había muchos que derramaban sangre cortándose las orejas y untando con su sangre la piedra que allí tenían de un demonio que llamaban Chacacantun. Aquí tomaban muchachos y por fuerza les sacaban sangre de las orejas, dándoles cuchilladas en ellas. Tenían esta estatua e imagen hasta pasados los días aciagos y entretanto quemábanles sus inciensos. Pasados los días, llevaban la imagen a echar a la parte del norte donde otro año la habían de salir a recibir, y la otra al templo, y después íbanse a sus casas a entender en el aparejo de su año nuevo. Habían de tener, si no hacían las cosas dichas, mucho mal de ojos. Este año en que la letra Muluc era dominical y reinaba el bacab Canzienal tenían por buen año porque decían que éste era el mejor y mayor de esos dioses Bacabes, y así le ponían el primero en sus oraciones. Pero con todo eso les hacía el demonio hiciesen un ídolo llamado Yaxcocahmut, y que lo pusiesen en el templo y quitasen las imágenes antiguas e hiciesen en el patio, delante del templo, un bulto de piedra en el cual quemaban de su incienso y una pelota de la resina o leche kik, haciendo allí oraciones al ídolo y pidiéndole remedio para las miserias que aquel año temían, las cuales eran poca agua y echar los maíces muchos hijos y cosas de esta manera, para cuyo remedio los mandaba el demonio ofrecerle ardillas y un paramento sin labores el cual tejiesen las viejas que tenían por oficio bailar en el templo para aplacar a Yaxcocahmut. Tenían otras muchas miserias y malas señales aunque era bueno el año si no hacían los servicios que el demonio les mandaba, lo cual era hacer una fiesta y en ella bailar un baile con muy altos zancos y ofrecerle cabezas de pavos y pan y bebidas de maíz; habían de ofrecerle (también) perros hechos de barro con pan en las espaldas, y las viejas habían de bailar con ellos en las manos y sacrificarle un perrito que tuviese las espaldas negras y fuese virgen; y los devotos habían de derramar su sangre y untar con ella la piedra del demonio Chacacantun. Tenían este sacrificio y servicio por agradable a su dios Yaxcocahmut. El año en que la letra dominical era Ix y el agüero Zaczini, hecha la elección del principal que celebrase la fiesta, hacían la imagen del demonio llamado Zacuuayayab y llevábanla a los montones de piedra de la parte norte, donde el año pasado la habían echado. Hacían una estatua al demonio Yzamná y poníanla en casa del principal, todos juntos, y el camino aderezado, iban devotamente por la imagen de Zacuuayayab. Llegados la sahumaban como solían hacer y degollaban la gallina, y puesta la imagen en un palo llamado Zachia la traían con su devoción y bailes, los cuales llaman alcabtan Kamahau. Traíanles la bebida acostumbrada al camino y llegados a casa ponían esta imagen delante de la estatua de Izamná, y allí todos le ofrecían sus ofrendas y las repartían, y a la estatua de Zacuuayayab ofrecían la cabeza de un pavo y empanadas de codornices y otras cosas y su bebida. Otros se sacaban sangre y untaban con ella la piedra del demonio Zacacantun, y teníanse así los ídolos los días que faltaban hasta el año nuevo, y sahumábanlos con sus sahumerios hasta que llegado el día postrero llevaban a Yzamná al templo y a Zacuuayayab a la parte del poniente, a echarle por ahí para recibirla otro año. Las miserias que temían este año, si eran negligentes en estos servicios, eran desmayos y amortecimientos y mal de ojos; teníanlo por ruin año de pan y bueno de algodón. Este año en que la letra dominical era Ix y reinaba el bacab Zaczini tenían por ruin año porque decían que habían de tener en él muchas miserias como gran falta de agua y muchos soles, los cuales habían de secar los maizales, de lo que les seguiría gran hambre, y del hambre hurtos, de hurtos esclavos y vender a los que los hiciesen. De esto les vendrían discordias y guerras entre sí propios o con otros pueblos. También decían que habría mudanza en el mando de los señores o de los sacerdotes por razón de las guerras y las discordias. Tenían también un pronóstico: que algunos de los que quisiesen ser señores no prevalecerían. Decían que habrían de tener langosta, y que se despoblarían mucho sus pueblos por el hambre. Lo que el demonio les mandaba hacer para remedio de estas miserias, las cuales todas o algunas de ellas entendían les vendrían, era un ídolo que llamaban Cinchahau Izamná, y ponerlo en el templo donde le hacían muchos sahumerios y muchas ofrendas y oraciones y derramamientos de su sangre, con la cual untaban la piedra del demonio Zacacantun. Hacían muchos bailes y bailaban las viejas como solían, y en esta fiesta hacían de nuevo un oratorio pequeño al demonio, o renovaban el viejo y en él se juntaban a hacer sacrificios y ofrendas al demonio y a hacer todos una solemne borrachera, pues era fiesta general y obligatoria. Había algunos santones que de su voluntad y por su devoción hacían otro ídolo como el de arriba y le ponían en otros templos donde se hacían ofrendas y borrachera. Estas borracheras y sacrificios tenían por muy gratos a sus ídolos, y como remedio para librarse de las miserias del pronóstico. El año que la letra dominical era Cauac y el agüero Hozanek, hecha la elección del principal para celebrar la fiesta, hacían la imagen del demonio llamado Ekuuayayab y llevábanla a los montones de piedra de la parte del poniente, donde el año pasado la habían echado. Hacían también una estatua a un demonio llamado Uacmituanahau y poníanla en casa del principal, en lugar conveniente, y desde allí iban todos juntos al lugar donde la imagen de Ekuuayayab estaba, y tenían para ello el camino muy aderezado. Llegados a ella sahumábanla el sacerdote y los señores, como solían, y degollaban la gallina. Hecho esto tomaban la imagen en un palo que llamaban Yaxek, y ponían a cuestas de la imagen una calavera y un hombre muerto, y encima un pájaro carnicero llamado Kuch, en señal de mortandad grande, pues por muy mal año tenían éste. Llevábanla después de esta manera, con su sentimiento y devoción, y bailando algunos bailes entre los cuales bailaban uno como cazcarientas (sic), y así le llamaban Xibalbaokot, que quiere decir baile del demonio. Llegaban al camino los escanciadores con la bebida de los señores, la cual bebida llevaban al lugar de la estatua Uacmitunahau, y poníanla allí frente a la imagen que traían. Luego comenzaban sus ofrendas, sahumerios y oraciones y muchos derramaban la sangre de muchas partes del cuerpo, y con ella untaban la piedra del demonio llamado Ekelacantun, y así pasaban estos días aciagos, al cabo de los cuales llevaban a Uacmitunahau al templo y a Ekuuayayab a la parte de medio día, para recibirla otro año. Este año en que la letra era Cauac y reinaba el bacab Hozanek, tenían, además de la pronosticada mortandad, por ruin, pues decían que los muchos soles les habrían de matar los maizales, y las muchas hormigas y los pájaros comerse lo que sembrasen; y como esto no sería en todas partes, en algunas, con gran trabajo, habría comida. Obligábales el demonio, para remedio de estas miserias, (a) hacer cuatro demonios llamados Chicacchob, Ekbalamchac, Ahcanuolcab y Ahbulucbalam y ponerlos en el templo donde los sahumaban con sus sahumerios y les ofrecían para quemar dos pellas de una leche o resina de un árbol que llamaban kik, y ciertas iguanas y pan, y una mitra y un manojo de flores, y una piedra preciosa de las suyas. Además de esto, para la celebración de esta fiesta hacían en el patio una gran bóveda de madera y henchíanla de leña por lo alto y por los lados, dejándole en ellos puertas para poder entrar y salir. Después de hecho tomaban los más hombres sendos manojos de unas varillas muy secas y largas, atados, y puesto un cantor en lo alto de la leña, cantaba y hacía son con un tambor de los suyos; bailaban todos los de abajo con mucho concierto y devoción, entrando y saliendo por las puertas de aquella bóveda de madera, y así bailaban hasta la tarde en que dejando allí cada uno su manojo se iban a sus casas a descansar y a comer. En anocheciendo volvían y con ellos mucha gente, porque entre ellos esta ceremonia era muy estimada, y tomando cada uno su hachón lo encendía y con él cada uno por su parte pegaba fuego a la leña la cual ardía mucho y se quemaba presto. Después de hecho todo brasa, la allanaban y tendían muy tendida y junto a los que habían bailado, había algunos que se ponían a pasar descalzos y desnudos, como ellos andaban, por encima de aquella brasa, de una parte a otra; y pasaban algunos sin lesión, otros abrasados y otros medio quemados y en esto creían que estaba el remedio de sus miserias y malos agüeros, y pensaban que éste era el servicio más agradable a los dioses. Hecho esto, se iban a beber y hacer cestos, pues así lo pedía la costumbre de la fiesta y el calor del fuego. Con las letras de los indios puestas atrás, ponían nombres a los días de sus meses y de todos los meses juntos hacían un modo de calendario, con el cual se regían así para sus fiestas como para sus cuentas, tratas y negocios, como nosotros nos regimos con el nuestro, salvo que no comenzaban su calendario el día primero de su año, sino muy adelante, lo cual hacían por la dificultad con que contaban los días de los meses, todos juntos, como se verá en el propio calendario que pondré aquí; porque aunque las letras y días para sus meses son 20, tienen costumbre de contarlas desde una hasta 13. Tornan a comenzar de una después de las 13, y así reparten los días del año en 27 treces y 9 días sin los aciagos. Con estos retruécanos y embarazosa cuenta, es cosa de ver la liberalidad con que los que saben, cuentan y se entienden, y mucho de notar es que salga siempre la letra que es dominical en el primer día de su año, sin errar ni faltar, ni venir a salir allí otra de las 20. Usaban también de este modo de contar para sacar de estas letras cierto modo de contar que tenían para las edades y otras cosas que, aunque son para ellos curiosas, no nos hacen aquí mucho al propósito, y por eso se quedan, con decir que el carácter o letra con que comenzaban la cuenta de sus días o calendario se llama Hun Imix y es éste: --el cual no tiene día cierto ni señalado en que caiga, porque cada uno le muda la propia cuenta y con todo eso no falta el salir la letra que viene por dominical el primero del año que se sigue. El primer día del año de esta gente era siempre a 16 días de nuestro mes de julio, y primero de su mes de Pop, y no es de maravillar que esta gente, aunque simple en otras cosas, le hemos hallado curiosidad y opinión en ésta, como la han tenido otras naciones, pues según la glosa sobre Ezequiel, enero es, según los romanos, el principio del año; según los hebreos, abril; según los griegos, marzo; y según los orientales, octubre. Pero, aunque ellos comienzan su año en julio, yo no pondré aquí su calendario sino por el orden del nuestro y junto con el nuestro, de manera que irán señaladas nuestras letras y las suyas, nuestros meses y los suyos y su cuenta de los trece sobre dichos, puesta en cuenta de guarismos. Y porque no haya necesidad de poner en una parte el calendario y en otra las fiestas, pondré en cada uno de sus meses sus fiestas y las observancias y ceremonias con que las celebraban y con esto cumpliré lo que en alguna parte de atrás he dicho: que haré su calendario y en él diré de sus ayunos y de las ceremonias con que hacían los ídolos de madera y otras cosas, todas las cuales y las demás aquí tratadas no es mi intento sirvan de más de materia de alabar a la bondad divina que tal ha sufrido y tal ha tenido por bien remediar en nuestros tiempos, para que advirtiéndolo con entrañas cristianas le supliquemos por su conservación y aprovechamiento en buena cristiandad y los que a su cargo lo tengan, los favorezcan y ayuden porque por los pecados de esta gente o los nuestros, no les falte la ayuda, o ellos no falten en lo comenzado y así vuelvan a sus miserias ni a sus yerros y les acaezcan cosas peores que las primeras, tornando los demonios a las casas de sus almas, de donde con trabajosos cuidados hemos procurado echarlos, limpiándoselas y barriéndolas de sus vicios y malas costumbres pasadas; y no es mucho temer esto viendo la perdición que hace tantos años hay en toda la grande y muy cristiana Asia, y en la buena y católica y augustísima África, y las miserias y calamidades que el día de hoy pasan en nuestra Europa y en nuestra nación y casas, por lo cual podríamos decir: se nos han cumplido las evangélicas profecías sobre Jerusalén de que la cercarían sus enemigos y la agostarían y apretarían tanto que la derrocasen por tierra; y esto ya lo habría permitido Dios, según somos, pero no puede faltar su iglesia ni lo del que dijo: Dominus reliquisset semen, sicut Sodoma fuissemus.