La vida cotidiana en la España del Siglo de Oro es bien conocida, pues no faltan documentos tantos históricos como literarios (Cervantes, Calderón, Lope, etc.) que dan fe de la mentalidad de la época, de las costumbres, de las fiestas, de la alimentación, de la educación, etc. Por encima de los demás destacan dos valores que están presentes en todas las manifestaciones de la vida cotidiana: la religiosidad y la honra, aspectos estos que determinan las relaciones sociales y las esferas pública y privada. A lo largo de los puntos que siguen se van a tratar estos y otros puntos, con la finalidad de ofrecer una visión global y lo más completa posible de aquéllos aspectos que resultan esenciales para comprender la mentalidad y forma de vida de los españoles del llamado Siglo de Oro.
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El mundo moderno debe numerosas señas de identidad a la Edad Media. Las universidades, nuestros idiomas, las instituciones políticas y un largo etcétera hunden sus raíces en la época medieval que tan lejana parece al ser humano moderno. Sin embargo, aún podemos encontrar en algunos ámbitos rurales comportamientos y actitudes mentales más cercanas al mundo medieval que a la actualidad contemporánea. Por eso nos acercaremos a la vida cotidiana de esa gente para conocerla algo mejor. Observaremos su relación con la naturaleza y su dependencia del medio físico, el ritmo de vida -totalmente alejado del nuestro- y el día a día, sus relaciones con el mundo exterior, sus hábitos alimentarios, cómo asumían la muerte y el más allá o la importancia de la naciente vida urbana que se gesta en los nuevos espacios: las ciudades. La vida de los campesinos y las mujeres también serán motivo de nuestro estudio, sin olvidar a los clérigos y monjes o la existencia de las familias aristocráticas, sin renunciar a conocer el arte medieval. De esta manera, el recorrido por la Plena Edad Media será más cercano al ser humano, conociendo las acciones y los pensamientos de los hombres y las mujeres medievales.
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La Revolución francesa pretende acabar con estructuras, tradiciones y formas de vida sólidamente arraigadas para imponer un nuevo orden social y cultural en el que los individuos serán más felices, regidas sus vidas por la racionalidad y el equilibrio. Para ello, consciente de la dificultad de su ambiciosa empresa, instaura mecanismos de control sobre las vidas individuales cuya mayor consecuencia es la inmiscusión en los ámbitos más recónditos de la privacidad. El nuevo Estado revolucionario se sabe débil en los primeros momentos, a veces incomprendido. Las fuerzas contrarrevolucionarias luchan por no verse desbancadas de sus posiciones de privilegio, mientras que una gran parte de la población no comprende los cambios y los observa con recelo. La continuidad de la Revolución ha de hacerse, piensan, mediante un violento control que se llevará hasta sus dramáticas consecuencias en la época del Terror. Los cambios propuestos afectan no sólo a la vida pública sino incluso a aquellas instituciones como la familia cuyo ámbito de actuación y desarrollo se insertan en la plena privacidad. Se propone conseguir un individuo nuevo como base para una sociedad transformada, más justa, libre y equilibrada. Para ello, los cambios no han de hacerse sólo en la superficie del sistema social: no basta con cambiar las formas de gobierno, ni las estructuras económicas, ni el sistema social basado en la división estamental. Los cambios han de penetrar en la vida cotidiana de los franceses, con el fin de fabricar desde la raíz un individuo nuevo que servirá de materia prima con la que construir una sociedad perfecta. Además, la necesidad de expresión y ubicuidad del nuevo estado Republicano, su búsqueda de legitimidad histórica y continuidad, le hará instaurar símbolos que estarán presentes en ámbitos tan dispares como los objetos de uso cotidiano o la percepción del tiempo. Una nueva sociedad requiere de un nuevo lenguaje: limadas las desigualdades, el vocabulario y las expresiones no son usados para marcar diferencias de clase sino para acercar a los individuos. Igual ocurrirá con el vestido, que ya no será un símbolo de distinción sino de homologación y uniformidad.La mujer revolucionaria, protagonista en muchas actuaciones en pie de igualdad con los hombres, luchará por salir del ámbito privado doméstico para mostrarse y participar de la vida pública. Sin embargo, para el Estado los ámbitos íntimos son por definición el medio en el que ha de desarrollarse lo femenino: la mujer ha de permanecer en la casa; lo contrario sería subvertir el orden natural.
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El escritor austríaco Stefan Zweig dijo en su autobiografía, El mundo de ayer, escrita en 1941, que los años 1924 a 1933 representaron la última oportunidad para el mundo. Y en efecto, pese al pesimismo que, como vimos anteriormente, impregnaba la conciencia intelectual de la posguerra, la vida social y la situación internacional mejoraron sensiblemente en la segunda mitad de la década de los años veinte. Aunque algunas economías aún experimentaran crisis coyunturales y aunque el paro fuese en todas ellas alto - superior a los niveles anteriores a 1914-, el crecimiento económico entre 1925 y 1929 fue en términos absolutos rápido, generalizado y sostenido. En 1923 se habían alcanzado ya los niveles productivos de 1913. El índice de la producción industrial mundial pasó de 100 en 1913 a 111 en 1924, 141,8 en 1928 y 153,3 en 1929. En Estados Unidos, la recuperación económica fue particularmente rápida una vez superada la crisis de los años 1920-21. Se debió, sobre todo, al aumento espectacular de la fabricación de automóviles (1,9 millones de vehículos en 1919; 5,6 millones en 1929), al incremento de la demanda de bienes de consumo y al boom de la construcción. La producción manufacturera creció entre 1921 y 1929 a una tasa media anual del 7,6 por 100. En Francia, la producción industrial aumentó entre 1924 y 1929 a una media anual del 3, 5 por 100. La producción de carbón pasó de 25,3 millones de toneladas en 1920 a 55 millones en 1930; la de acero, de 2,7 millones en 1920 a 9,4 millones en 1930; la de electricidad, de 5,8 millones de kilovatios-hora en 1920 a 17,5 millones en 1935. La recuperación fue más lenta en otros países industrializados como Gran Bretaña, y por descontado en Alemania; y también en países relativamente industrializados como Bélgica, Holanda, Suiza y los países escandinavos. Pero no fue por ello menos evidente. Así, pese a la sobrevaloración de la libra tras el retorno en 1925 a la paridad en oro de 1914 ordenada por Churchill como ministro de Hacienda, pese al declinar de algunas industrias tradicionales (carbón, acero, producción naval, textil) y a la pérdida de mercados internacionales, la economía inglesa creció regularmente desde 1922. Alemania se recuperó notablemente tras la reconversión del marco en 1924 y la renegociación en ese año del pago de las indemnizaciones de guerra (Plan Dawes). Los años 1925-29 fueron los años de la "prösperitat". El desempleo, que todavía en 1924 suponía el 13,5 por 100 de la población activa del país, había descendido en 1925 al 6,7 por 100. En 1927 la producción industrial superaba ya ampliamente los niveles anteriores a la guerra mundial. La producción total de carbón subió de 252,4 millones de toneladas en 1920 a 288, 7 millones en 1930; la de acero, que había bajado hasta los 6 millones de toneladas en 1923, alcanzó los 16,3 millones en 1927; la de electricidad pasó de 15 millones de kilovatios-hora en 1920 a unos 30 millones en 1930.
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Los años sesenta fueron una época de crucial importancia en la Historia del mundo, que han tenido una influencia larga y profunda en su evolución. Por supuesto, como suele suceder, el período citado no coincide exactamente con la década pero, empleando una terminología de Hobsbawm, quizá se pueda hablar de unos "largos años sesenta" que durarían entre 1958 y 1974. Los cambios que se produjeron no tuvieron que ver primordialmente con los políticos y de Gobierno que sucedieron en los países más desarrollados, sino más bien con una revolución cultural que contribuyó a crear una nueva sensibilidad y que permitió la aparición de un mundo en muchos aspectos esencialmente nuevo. Si la política pareció jugar un papel importante y estar a punto de producir incluso una revolución, su influencia resultó poco duradera y, además, en muchos aspectos poco digna de recuerdo, como más adelante veremos. Por otro lado, tampoco puede decirse que la revolución cultural fuera una consecuencia de la llamada "contracultura". Ésta no estuvo articulada de forma propiamente dicha ni tampoco significó una alternativa a la sociedad existente; poco creativa en ideas, aunque mucho más en experiencias, dejó un rastro epidérmico. Lo que hubo, en cambio, fue una transformación y permeabilización de la sociedad que la cambió de forma sustancial en sus comportamientos en un plazo corto de tiempo. En gran medida este proceso fue obra de empresarios que buscaban sus propios intereses de acuerdo con una ética del beneficio; en otros aspectos se demostró el resultado final de un largo proceso con precedentes remotos. Lo que no hubo fue verdadera revolución. Los marxistas radicales pretendieron que iba a producirse algo que no existió y en cambio desdeñaron aquello que transformó lo más importante, es decir las condiciones de vida, las libertades personales y las relaciones familiares de los seres humanos. Aun así resulta preciso hacer, al menos, alguna referencia a los aspectos políticos. En todo el mundo se sintió a comienzos de los sesenta una especie de nueva capacidad de enfrentarse con la realidad derivada de la ruptura con el inmediato pasado. La sensación de superación de la figura excesivamente paternal que era Eisenhower en Estados Unidos, el pontificado de Juan XXIII o el final de la IV República francesa fueron otros tantos nuevos puntos de partida para situaciones anquilosadas. De tener una significación ideológica precisa la mal llamada "Revolución del 68" tuvo un carácter libertario. El comienzo de los sesenta coincidió, por tanto, con unos años de esperanza casi ilimitada.
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Gracias a los textos de los poetas satíricos como Marcial y Juvenal, a los restos de las pinturas conservadas en Pompeya y a otro tipo de fuentes arqueológicas y escritas conocemos de forma bastante veraz la manera de vivir de los romanos y las romanas durante la época republicana y el Imperio. Podemos conocer cuál sería el papel del trabajo en la sociedad, como desarrollaban su labor los agricultores, los mineros, los artesanos, los comerciantes o los financieros, cuál era el coste de la vida, cómo estaba constituida la familia, el papel de las mujeres en la sociedad, el sistema educativo, sus diversiones o la regulación de la prostitución. Así mismo se conocen de manera bastante fidedigna como eran sus ciudades y sus casas, la filosofía, el derecho, la religión, el arte o la ciencia. De esta manera nos acercarnos a una forma diferente de conocer la historia de Roma, sin dejar de lado los asuntos políticos y económicos.
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El encumbramiento de la burguesía como grupo privilegiado en el siglo XIX conlleva a la vez el mantenimiento de hábitos tomados de la aristocracia y el surgimiento de otros nuevos. La familia burguesa será la célula básica de inserción del individuo en la sociedad, y por ello será también objeto de atención preferente y control por parte del Estado. El positivismo y los avances científicos hacen al individuo decimonónico situarse en la cúspide de la evolución y la historia humanas. El racionalismo rige, cual nueva religión, hasta los actos más privados, no siendo hasta finales de siglo cuando el ámbito de los sentimientos y la psique se revelen contra la dictadura de la racionalidad. Nietzsche y Freud dirigirán sus dardos contra la rígida moral burguesa, que anula los sentimientos, la espontaneidad, la voluntad. Es el momento en que se descubre lo psíquico, lo emocional, lo impulsivo.
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La práctica religiosa se realiza habitualmente a través de la parroquia, normalmente de pequeño tamaño, de forma que sus feligreses sean conocidos; a través de la parroquia se desarrolla la vida religiosa y también de relación social, y la formación de los laicos en los misterios de la fe. La parroquia es, además, un medio de encuadre y participación social, incluso un medio adecuado de conocer efectivamente la situación económica de cada uno, tanto a efectos fiscales como también asistenciales. La misa constituye el eje de la vida cristiana; oír misa es, efectivamente, la práctica piadosa más importante. Es, además, relativamente frecuente; en muchos casos porque se asiste diariamente, pero, sobre todo, porque es obligatoria la asistencia los domingos y días festivos, tan frecuentes en el calendario medieval. La misa de los días festivos es más solemne que la de los laborables e incluye la predicación, como elemento de formación de los fieles. Se produce un gran desarrollo del culto eucarístico, con especial insistencia en la presencia real de Cristo en las especies eucarísticas y la conveniencia de adorarle; se difunden ahora las costumbres de la exposición del Santísimo, la visita, a lo largo del día, de alguna iglesia en que éste se halle expuesto o reservado, las procesiones eucarísticas y, sobre todo, la fiesta del Corpus Christi. El tema eucarístico se convierte en uno de los motivos esenciales de inspiración artística y en el principal de muchos de los acontecimientos milagrosos de la época. La comunión no es una práctica demasiado frecuente, de modo general. Existe la obligación de comunión una vez al año, por Pascua, pero hay una corriente que aconseja una comunión mucho más frecuente, a pesar de que algunos predicadores reclaman una preparación excepcional para su recepción, lo que genera ciertos temores a hacerlo sin la adecuada preparación. Conviene tener en cuenta que, normalmente, se habla de comunión frecuente cuando tiene lugar mensualmente. La obligación de confesión al menos una vez al año había sido ya establecida por el IV Concilio de Letrán en 1215; aunque, al parecer, una mayoría de los fieles se conformó con ese cumplimiento estricto, un número creciente práctica la confesión, a partir del siglo XIV, con una frecuencia muy superior. Algunos pecados, como el homicidio, requieren todavía penitencia publica, o reparación colectiva, como el sacrilegio, o llevan consigo la obligación de peregrinación a alguno de los grandes santuarios de la Cristiandad. La penitencia cumple además la función esencial de dirección espiritual, acorde con las ansias de perfección espiritual a que nos hemos referido. En relación con la práctica penitencial se halla la difusión de manuales de confesión y de guías para el examen de conciencia. Algunos sacramentos, como la confirmación y la unción de los enfermos, conservan durante esta época una carácter ocasional; el bautismo se práctica, a veces, por el rito de inmersión. Como fruto, en parte, de una piedad más personal, y como consecuencia de la presencia, a veces obsesiva, de la muerte, se desarrollan algunas nuevas prácticas de piedad. Sin duda es la figura de Cristo el centro de la piedad; en especial lo es el Cristo crucificado, y, por ello, Salvador. La contemplación de los sufrimientos de la Pasión, que el arte de la época representa con un especial patetismo, constituye motivo central de la piedad cristiana, que alcanza su máxima expresión durante la Semana Santa, y también, en cierta medida, todos los viernes del año. El seguimiento de Cristo en la Pasión tiende a realizarse de un modo material, recordando los principales episodios de la misma y meditando su contenido. Poco a poco se irán estableciendo determinadas estaciones del itinerario, en las que se medita de modo especial el contenido del momento concreto que se evoca; lentamente se va elaborando un "via crucis", aunque su elaboración definitiva pertenece a los albores de la modernidad. La peregrinación a Tierra Santa, donde los franciscanos organizan el "via crucis" por excelencia, se convierte en una práctica piadosa de gran importancia, así como los recuerdos y narraciones que traen los peregrinos. La difusión de las reliquias relacionadas con la Pasión es muy considerable; aunque no es nueva, sí adquiere un gran desarrollo la veneración de la corona de espinas y de los numerosos fragmentos de la misma, así como de la cruz, que se conservan en diversas iglesias, santuarios y monasterios. Lo mismo podrían decirse de la Sabana Santa de Turín, de las reliquias de la Sangre del Señor, o del culto que comienza a perfilarse al Sagrado Corazón. Un cierto sentimiento trágico penetra la concepción de la vida; la muerte aparece como una dolorosa ruptura y es representada en el arte y la literatura con sus matices más macabros y repulsivos. Esa realidad impone una piedad un tanto angustiada por la presencia del infierno, pero también la necesidad de actos meritorios que garanticen la felicidad eterna; en esta época se difunden numerosos manuales llamados "Ars moriendi", efectivamente una guía para preparar el inexorable tránsito. En vida es posible ir garantizándose una buena muerte, no sólo con buenos actos, sino obteniendo indulgencias que permiten el perdón del resto de culpa que dejan los pecados una vez confesados. Las disposiciones piadosas en el testamento, la recepción de los sacramentos en el momento de la muerte, y los funerales y sufragios ofrecidos por los muertos, a veces numerosísimos, constituyen eslabones esenciales de esas garantías que se pretenden obtener. Extraordinario desarrollo adquiere el culto a la Virgen; no es enteramente nuevo, ya que venia intensificándose desde el siglo XIII, en que la figura de la Virgen se ha convertido en el eje iconográfico. El incremento del culto a la naturaleza humana de Cristo lleva consigo el culto a su Santísima Madre: desde la Anunciación, tema cuya representación se hace frecuentísimo, a las tiernas escenas del Nacimiento, o de la vida en Nazaret, hasta las trágicas horas del Calvario o el motivo iconográfico de la Piedad. En todos sus aspectos, la piedad mariana viene a insistir en el papel corredentor y mediador de la Virgen, temática ésta ya desarrollada en el siglo XIII. Las oraciones dedicadas a la Virgen conocen, desde ahora, un notable desarrollo. El "Angelus", oración habitual al atardecer, se generaliza al mediodía y también por la mañana. El "Avemaría," una invocación antigua, perfilada en su primera parte desde el siglo XII y difundida por los cistercienses, ahora acostumbra a completarse con invocaciones, similares a las que integran su redacción actual, casi configurada en el siglo XV, aunque sólo en la siguiente centuria tendrá una formulación definitiva. También la "Salve", configurada desde el siglo XI, alcanza una gran difusión, y, sobre todo, el "Rosario", una práctica de antiguos orígenes, difundido por cistercienses y dominicos, que adquiría, también en esta época, su definitiva configuración de tres partes con cinco misterios de diez avemarías cada uno, completado con las letanías, o invocaciones sucesivas; era una perfecta combinación de la contemplación de los momentos esenciales de la vida de Cristo y de la Virgen. Se multiplican a lo largo de los siglos XIV y XV las festividades dedicadas a la Virgen, tanto referidas a los distintos episodios de su vida, como a distintas advocaciones; también se abren nuevas perspectivas teológicas, como la Inmaculada Concepción, y se incrementan las referencias a milagros debidos a su intercesión, los hallazgos de imágenes largo tiempo desaparecidas, y los santuarios marianos, convertidos también en importantes centros de peregrinación. El culto a los santos crece cuantitativamente de modo extraordinario; también cualitativamente experimenta una variación: se trata de personajes humanos, próximos a los fieles, a menudo asociados a la protección y patronato de determinadas profesiones o ciudades o vinculados a la curación de ciertas enfermedades. Es una muestra de la nueva concepción de la piedad, de la mayor proximidad de lo divino al hombre, a quien el ejemplo de santos próximos puede servir de modelo más que los hieráticos santos de épocas anteriores. Las devociones a los santos tienden a hallar en la veneración de las reliquias una forma material en que apoyarse; la proliferación de santos y de sus reliquias, inscrita en una piedad a menudo excesivamente crédula, no dejó de producir algunos abusos señalados por los más activos reformadores. Otro aspecto importante de la devoción bajomedieval lo constituyen las peregrinaciones, tanto a santuarios marianos como a los dedicados a los diversos santos.
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Vida de Francisco Hernández: sus años en España Entre los muchos autores que han estudiado con mayor o menor intensidad la obra de Hernández, ninguno se ha adentrado en su vida y su obra como el español Germán Somolinos D'Ardois. Médico también, Somolinos llegó a México al finalizar la guerra civil de España y, entre otras cosas, se dedicó a estudiar la historia de la medicina tanto española como mexicana. En 1960, como la Universidad Nacional comenzó a publicar la magna edición de las Obras Completas de Hernández, Somolinos colaboró con una amplia investigación en la que plasmó la vida y los quehaceres del eminente médico toledano. Dada la calidad de lo escrito por Somolinos me parece prudente enfocar la vida y la obra de Hernández a través de aquél, hoy por hoy, su mejor biógrafo4. Nadie duda que Francisco Hernández nació en La Puebla de Montalbán, Toledo, patria también de Fernando de Rojas, el autor de La Celestina. En cambio, muchos dudan de la fecha exacta de su nacimiento. Somolinos acepta, como la más verosímil, el año de 1517 ó 1518. Esta misma oscuridad en cuanto al año de su nacimiento se nos manifiesta si queremos conocer el ambiente familiar en el que se desarrolló. Es posible que naciera de familia acomodada, ya que pudo realizar estudios universitarios. Hay varios datos para confirmar que estuvo en la Universidad de Alcalá de Henares, donde además de teología estudió medicina. Recordaré en pocas líneas que esta universidad, en tiempos de Hernández, era la más joven de España. Empezó a funcionar en 1508, patrocinada por el Cardenal Cisneros. Pronto se respiró en ella un ambiente innovador, empapado del espíritu reformista del propio Cisneros y sobre todo del de Erasmo de Rotterdam, de tal manera que, junto con Sevilla, Alcalá fue el centro erasmista más importante de España5. Hernández llegó a Alcalá a los veinte años. Allí vivió las más novedosas corrientes del Renacimiento y conoció a otros que después serían figuras destacadas, como el humanista Benito Arias Montano, de quien siempre fue amigo, los médicos Francisco de Valles y Juan Fragoso y el cronista Ambrosio de Morales. Señala Somolinos que coincidió la época de la juventud de Hernández con un momento de auge en los estudios médicos. Además del famosísimo doctor Andrés Laguna, varios médicos españoles eran entonces solicitados en las cortes europeas y en las universidades. Fue también un período en que la medicina española y la italiana estuvieron muy en contacto. A todo esto hay que añadir la influencia ejercida por Andrés Vesalio, quien vivió varios años en España como médico de Felipe II. Al terminar sus estudios en Alcalá, Hernández vuelve a su tierra, Toledo, donde adquiere sus primeras experiencias como médico. Pero poco después aparece en Sevilla como profesor de la Universidad. Esta ciudad debió presentar muchos alicientes para el joven Hernández. Allí existía una buena facultad de medicina, allí vivían médicos destacados como Nicolás Monardes y Juan Fragoso, y además se respiraba un ambiente erasmista. Era también Sevilla una ciudad próspera y dinámica, floreciente por el comercio con América. Es más que probable que Hernández, por vez primera, tomara allí contacto con el mundo americano y empezara su entrenamiento botánico recorriendo el campo andaluz. Hacia 1560 se traslada a Guadalupe. En este pueblecito extremeño existía, desde el siglo XV, un foco importantísimo de ejercicio de la medicina. El monasterio, regentado por los jerónimos, atraía muchos devotos, tanto simples peregrinos como miembros de la nobleza e incluso de la realeza. La costumbre de visitar Guadalupe databa de la época de Alfonso XI, el rey patrocinador del monasterio en honor de la Virgen del mismo nombre6. La gran afluencia de gente justificaba un buen hospital para los muchos casos de enfermedad que se producían. En los sótanos del monasterio existía un local donde se hacía la disección y la lectura de cadáveres, actividad muy en boga en el Renacimiento. En sus obras, Hernández frecuentemente recuerda las autopsias de Guadalupe y las muchas enseñanzas que de ellas extrajo. La práctica médica que se adquiría allí era tal que los reyes buscaban a sus protomédicos entre aquellos que habían pasado por la escuela y hospital del famoso monasterio jerónimo. Además de anatomía, Hernández tuvo ocasión de familiarizarse en Guadalupe con la herbolaria renacentista. El jardín botánico del monasterio gozaba de fama de ser el mejor de España, sobre todo en lo que se refiere a plantas medicinales, y además, el entorno montañoso de las Villuercas poseía una flora muy rica y una vegetación abundante. Mas no fue muy larga su estancia en Guadalupe. En 1567 lo encontramos de nuevo en su tierra natal, Toledo. Somolinos ofrece una razón muy convincente que explica el cambio, y es que Toledo era un lugar muy próximo a la corte, Madrid. No es extraño, pues, que Hernández deje Guadalupe a pesar de ser éste un centro clínico de primera importancia. Toledo, además, en estos años disfrutaba de una sociedad culta, en parte erasmista7, y pronto Hernández se relacionó con ella. Sabemos que por entonces tuvo amistad con Nicolás de Vergara, arquitecto muy destacado, y con Juanello Turriano. Este famoso relojero italiano trabajaba proyectando un artificio para llevar agua a la ciudad. En Toledo, Hernández ejercía la medicina privada y practicaba cirugía en el Hospital de Santa Cruz8. Y lo que fue más importante para su futuro en México, frecuentaba la corte de Felipe II. En su traducción de las obras de Plinio hace bastantes menciones de estas visitas, que incluían también estudios al huerto de su majestad y al jardín botánico de Aranjuez. En este tiempo tuvo oportunidad de conocer un perro pelón, Itzcuintli, de los de México, que era propiedad del príncipe Carlos. Y desde luego se relacionaba con gente prominente de la corte, como, por ejemplo, con Juan de Herrera, quien dirigía la Construcción de El Escorial. La amistad con Herrera debió ser muy estrecha desde el momento en que aparece como albacea de su testamento. Hecho capital en la vida de Hernández es que en estos mismos años fue nombrado médico del invictísimo Philippo Segundo, rey de Hespaña, Nuestro Señor, y poco después protomédico general en todas las Indias, yslas y tierra firme del mar océano9. Y aquí se presenta una contradicción que al parecer es sólo aparente. En efecto, ya estando en México, Hernández escribe al rey pidiéndole su nombramiento oficial de médico de cámara. Somolinos supone que la razón por la que Hernández no disponía de este nombramiento era debida simplemente a un retraso burocrático, a una cuestión de papeleo. La fecha de estos nombramientos no se conoce con exactitud, pero se supone que la de médico de cámara fue en 1567 y poco después la de protomédico de las Indias. Somolinos reflexiona sobre este último nombramiento y supone que en él influyó mucho Benito Arias Montano. Gracias a este humanista, Felipe II prefirió a Hernández sobre otros médicos más allegados a la corte. Cabe pensar también que en la decisión del rey pudo pesar favorablemente el interés que había mostrado Hernández por la botánica. Quizá esto lo hacía más idóneo para la empresa americana que otros médicos más afamados en la medicina pero menos atraídos por el estudio de las plantas. El hecho es que esta decisión real iba a cambiar la vida de Hernández y lo iba a meter de lleno en la historia del Nuevo Mundo.