Busqueda de contenidos

contexto
Una de las mejores maneras de escapar de la violencia implícita en la vida altomedieval será el ingreso en un monasterio, verdadero espacio de paz y tranquilidad donde la búsqueda de Dios se convertía en el principal objetivo. Las primeras reglas monásticas que se establecen en la Galia se remontan al siglo V, recordando en algunos aspectos a los eremitas que habían abundado en los primeros años del cristianismo. Este fenómeno del eremitismo también se desarrollará en esta época, algo extraño en unos momentos donde la comunidad era la única defensa del individuo. Los profundos bosques o las montañas servirán de refugio a numerosos eremitas que abandonan el mundo para buscar a Dios. Se considera que en la Galia septentrional hubo unos 350 eremitas a lo largo de los siglos V y XI. Se manifestaron tres oleadas de eremitas, produciéndose la primera en el siglo V y la segunda en los siglos VI y VII. Después se entró en una etapa de crisis, motivada por la regulación de la práctica eremita a través de la legislación carolingia, permitiendo establecerse sólo a unas cuantas personas. De esta manera, se limitó el movimiento hasta la tercera oleada que se produce tras el año 850. Curiosamente si en los anteriores fenómenos eremitas eran gentes del pueblo y mujeres quienes se retiraban, la tercera oleada la integrarán mayoritariamente nobles y varones. Se necesitaba de una personalidad fuerte para aguantar la vida de eremita, alimentándose de hierbas, raíces, pan seco, bebiendo agua empantanada y viviendo en pequeñas cabañas construidas de ramas donde no había nada. De esta manera sanaban su cuerpo y su alma para encontrarse con Dios, aunque no estaban exentos de la violencia que definía a la sociedad altomedieval. Muchos fueron los eremitas asesinados posiblemente porque para algunas sociedades eran considerados también fuera de la ley, lo que permitía su asesinato. Como decíamos, estas reglas monásticas mantenían cierto aire eremítico hasta que san Columbano unificó las reglas antiguas con la de san Benito de Nursia, recogiendo las palabras del propio san Benito para que "el monasterio ha de construirse de tal manera que todo lo necesario, es decir, el agua, el molino, el jardín y los diversos oficios, radique en su interior, de suerte que los monjes no se vean obligados a andar fuera de acá para allá, porque esto no es bueno para sus almas". Desde el año 817 se multiplican los monasterios por las tierras francas, verdaderos micro-organismos donde es posible encontrar a Dios y a uno mismo. Pero estas comunidades no estaban aisladas del mundo que las rodeaba ya que permitían el contacto de huéspedes, peregrinos y novicios. San Benito consideró que la comunidad debía de estar dirigida por un padre o abad -abba significa padre en arameo- que vigila a sus hijos y les guía en la espiritualidad, la humildad y el silencio. El abad de Corbie, Adalhardo, establece que la comunidad no debe aumentar de 400 personas, incluyendo a los sirvientes laicos, con el fin de evitar caer en el anonimato. Al acceder a la comunidad se abandona el mundo al aceptar los votos de castidad, pobreza y obediencia. Cuando el monje había aprendido a leer y escribir y había memorizado los 150 salmos se le permitía entrar en meditación. Era obligatorio recitar el salterio cada semana de manera cantada. La regla benedictina introdujo una novedad respecto al modo de vida romano al plantear la máxima "ora et labora", rompiendo así con la ociosidad que definía a la sociedad romana cultivada. Para san Benito "la ociosidad es la enemiga del alma (...) Los hermanos han de hallarse ocupados en tiempos determinados con el trabajo manual y dedicados en horas también a la lectura divina". De esta manera se alcanzará el equilibrio. Era frecuente entre los monjes las lecturas en común, durante las comidas o incluso en el trabajo. San Benito también estableció las horas diarias de lectura de los habitantes del monasterio: desde Pascua al 11 de noviembre, dos horas de lectura, y en invierno se aumentaba a tres horas. En la siesta estaba permitido leer "con tal que no moleste a nadie" ya que la lectura casi siempre se hacía en voz alta. Los domingos de Cuaresma están dedicados íntegramente a la lectura. Dos ancianos vigilaban durante las horas de lectura a aquellos monjes inclinados a la charla o a la holgazanería mientras que si alguien continuaba la lectura por la noche se le proporcionaba un lugar iluminado. La regla benedictina hace referencia a "que el monje le prohiba hablar a su lengua, y que, guardando silencio, aguarde para hablar a que se le interrogue". De esta manera el silencio debía permitir el cultivo del interior, acercándose así a Dios. La soledad del monje se reafirma en uno de los oficios más característico del monasterio: el escriba. En los últimos años del Imperio Romano se abandona el papiro para adaptar el codex, libro en pergamino que era escrito por estos monjes escribas. Su trabajo era fatigoso, quejándose algunos del frío que pasan en el "scriptorium" o de como se helaba la tinta con la que escribían. El escriba en primer lugar preparaba las líneas y los márgenes gracias a una punta seca para después realizar su labor con una cañita o una pluma de ave, iluminando el libro que se colocaba sobre sus rodillas o sobre una mesa o pupitre. Cuando se reunían varios escribas no podían hablar a fin de mantener la concentración. En la elaboración del libro también trabajaban correctores, pintores, iluminadores y encuadernadores, desempeñando una labor crucial para el mantenimiento de la cultura antigua. La dureza del trabajo la resumen a la perfección las palabras de un iluminador: "oscurece la vista, le encorva a uno, hunde el pecho y el vientre, perjudica a los riñones. (...) Por eso, lector, vuelve con dulzura sus páginas y no pongas los dedos sobre las letras". Una Biblia llevaba un año de trabajo y se necesitaba la piel de un cordero para cada cuatro folios, encareciéndose el libro con la riqueza de los trabajos de su cubierta, frecuentemente adornada con piedras preciosas y esmaltes. También conocemos de la existencia en la Alta Edad Media de comunidades judías, surgidas a raíz de la diáspora producida entre los siglos I y II. Sus ejes serán la Torah y la Biblia, autoadministrándose a través de las asambleas constituidas por los jefes familiares. Cada creyente ocupaba un puesto concreto en la escala social y los rabinos sólo desempeñaban labores docentes. Uno de los miembros de la comunidad era elegido para regular cuestiones de convivencia con los cristianos. Solían vivir en lugares apartados, dedicándose al comercio.
contexto
Resulta difícil hallar una institución en apariencia tan humilde y en la práctica tan decisiva a la hora de analizar la religiosidad laica como la parroquia. Célula básica de la organización eclesiástica y eje de la piedad y liturgia cotidianas, la parroquia permitió en la Edad Media realizar el encuadramiento religioso de la población europea, tanto a nivel rural como urbano. El triunfo del modelo parroquial puede constatarse ante todo desde el punto de vista cuantitativo. A partir de finales del siglo XI el número de parroquias en Europa se acrecentó enormemente debido a la conjunción de tres factores: incremento general de la población, con el consiguiente desarrollo de multitud de aldeas en las tierras recientemente roturadas; reforzamiento general de los marcos institucionales de control administrativo del territorio y, por supuesto, mejora drástica de la cura pastoral. La parroquia, como lugar de culto permanente y marco de referencia obligado para la colectividad en asuntos religiosos como civiles, cuenta con un clero propio y de residencia estable. Su número sin embargo varía, pues, según la importancia de la Iglesia, pueden existir cierto número de capellanes y vicarios auxiliares. Sin embargo, la dirección corresponde siempre al cura párroco. Éste, también denominado "plebanus", pastor, "rector ecclesiae", etcétera, ejerce la jurisdicción eclesiástica en representación del obispo, y sus funciones incluyen la administración de los bienes de la Iglesia, el cobro de los diezmos y, naturalmente, la dirección de una vida religiosa. La celebración de la misa, los rezos y salmodias cotidianas, el sermón, la confesión regular, la administración de los otros sacramentos, etc., entran dentro de sus cometidos, a los que se añaden pláticas y charlas informales, que otorgan al cura un incuestionable poder moral en la colectividad. Respecto al índice de instrucción del clero parroquial, lo cierto es que hasta la segunda mitad del siglo XIII no debía ser en ocasiones muy elevado, a juzgar por las quejas que tanto sínodos como visitas episcopales expresan. Aunque el nivel mínimo de conocimientos exigido por la legislación eclesiástica (además expresado en lengua vulgar) equivaldría hoy a un simple grado de primera comunión, sólo una parte de los clérigos lo alcanzaba. Conocemos, en efecto, numerosos ejemplos de sacerdotes -sobre todo pertenecientes al personal auxiliar del párroco-, que no conocían ni una sola palabra de latín, por lo que tampoco entendían los rezos y fórmulas litúrgicas. Ello redundaba no sólo en una deficiente formación catequética del laicado, sino también en la práctica ausencia de la predicación, que únicamente la llegada de los mendicantes, a partir del primer tercio del siglo XIII, pudo suplir. Las decisiones del III y IV Concilios de Letrán reorganizando la enseñanza eclesiástica de base, consiguieron sin embargo modificar sustancialmente este panorama, y a fines del siglo XIII debía haber mejorado de forma notable, pues las quejas sobre el deficiente grado de formación del bajo clero desaparecen paulatinamente. Incluso, por estas mismas fechas, el número de clérigos con estudios universitarios (litterati) era ya significativamente alto, alcanzándose para Francia e Inglaterra porcentajes de entre el 12 y 15 por 100 para los curas residentes y del 3 al 5 por 100 para capellanes y vicarios. Las visitas episcopales eran el método más seguro y directo para conocer la realidad parroquial, evaluando así el grado de aplicación de las medidas dictadas por concilios y estatutos sinodales. Definitivamente sistematizado por el IV Concilio de Letrán, el mecanismo de la visita -anual y teóricamente aplicado a todas y cada una de las iglesias- se extendió sólo regularmente a las principales parroquias, más a algunas que aleatoriamente eran designadas cada año. Bien conocidas, sobre todo para la segunda mitad del siglo XIII, por los informes elaborados por los escritorios episcopales tras su realización, las visitas seguían un rígido proceso, regulado incluso formalmente mediante cuestionarios previos. Como prueba de la mejora alcanzada a todos los niveles en el mundo parroquial, los informes de fines del XIII solían refrendarse con la significativa frase de "todo está bien en lo temporal como en lo espiritual" (omnia bene temporaliter et spiritualiter). Centro de la vida religiosa popular, la parroquia era también un instrumento imprescindible de participación en la vida pública. Esta realidad se constataba incluso físicamente, pues la parroquia, aparte de lugar de oración y culto, era por lo común el único edificio capaz de albergar de una sola vez a toda la comunidad. Coincidiendo o no con la celebración de la misa, el cura párroco utilizaba el ámbito de la iglesia para divulgar todo tipo de noticias tanto de orden civil como eclesiástico. Pese a las protestas de los moralistas, que aludían continuamente al conocido pasaje evangélico del templo como "spelunca latrorum", la parroquia, como el cementerio, eran lugares habituales (loca consueta) pare la reunión de la comunidad.
contexto
Resulta difícil hallar una institución en apariencia tan humilde y en la práctica tan decisiva a la hora de analizar la religiosidad laica, como la parroquia. Célula básica de la organización eclesiástica y eje de la piedad y liturgia cotidianas, la parroquia permitió realizar el encuadramiento religioso de la población europea, tanto a nivel rural como urbano. El triunfo del modelo parroquial puede constatarse ante todo desde el punto de vista cuantitativo. A partir de finales del siglo XI el número de parroquias en Europa se acrecentó enormemente debido a la conjunción de tres factores: incremento general de la población, con el consiguiente desarrollo de multitud de aldeas en las tierras recientemente roturadas; reforzamiento general de los marcos institucionales de control administrativo del territorio y, por supuesto, mejora drástica de la cura pastoral. La parroquia, como lugar de culto permanente y marco de referencia obligado para la colectividad en asuntos religiosos como civiles, contaba con un clero propio y de residencia estable. Su número sin embargo variaba, pues, según la importancia de la Iglesia, podían existir cierto número de capellanes y vicarios auxiliares. Sin embargo, la dirección correspondía siempre al cura párroco. Este, también denominado "plebanus", pastor, "rector ecclesiae", etcétera, ejercía la jurisdicción eclesiástica en representación del obispo, y sus funciones incluían la administración de los bienes de la Iglesia, el cobro de los diezmos y, naturalmente, la dirección de una vida religiosa. La celebración de la misa, los rezos y salmodias cotidianas, el sermón, la confesión regular, la administración de los otros sacramentos, etc., entraban dentro de sus cometidos, a los que se añadían pláticas y charlas informales que otorgaban al cura un incuestionable poder moral en la colectividad. Respecto al índice de instrucción del clero parroquial, lo cierto es que hasta la segunda mitad del siglo XIII no debía ser en ocasiones muy elevado, a juzgar por las quejas que tanto sínodos como visitas episcopales expresan. Aunque el nivel mínimo de conocimientos exigido por la legislación eclesiástica (además expresado en lengua vulgar) equivaldría hoy a un simple grado de primera comunión, sólo una parte de los clérigos lo alcanzaba. Conocemos, en efecto, numerosos ejemplos de sacerdotes -sobre todo pertenecientes al personal auxiliar del párroco-, que no conocían ni una sola palabra de latín, por lo que tampoco entendían los rezos y fórmulas litúrgicas. Ello redundaba no sólo en una deficiente formación catequética del laicado, sino también en la práctica ausencia de la predicación, que únicamente la llegada de los mendicantes, a partir del primer tercio del siglo XIII, pudo suplir. Las decisiones del III y IV Concilios de Letrán reorganizando la enseñanza eclesiástica de base, consiguieron sin embargo modificar sustancialmente este panorama, y a fines del siglo XIII debía haber mejorado de forma notable, pues las quejas sobre el deficiente grado de formación del bajo clero desaparecen paulatinamente. Incluso, por estas mismas fechas, el número de clérigos con estudios universitarios (litterati) era ya significativamente alto, alcanzándose para Francia e Inglaterra porcentajes de entre el 12 y 15 por 100 para los curas residentes y del 3 al 5 por 100 para capellanes y vicarios. Las visitas episcopales eran el método más seguro y directo para conocer la realidad parroquial, evaluando así el grado de aplicación de las medidas dictadas por concilios y estatutos sinodales. Definitivamente sistematizado por el IV Concilio de Letrán, el mecanismo de la visita -anual y teóricamente aplicado a todas y cada una de las iglesias- se extendió sólo regularmente a las principales parroquias, más a algunas que aleatoriamente eran designadas cada año. Bien conocidas, sobre todo para la segunda mitad del siglo XIII, por los informes elaborados por los escritorios episcopales tras su realización, las visitas seguían un rígido proceso, regulado incluso formalmente mediante cuestionarios previos. Como prueba de la mejora alcanzada a todos los niveles en el mundo parroquial, los informes de fines del XIII solían refrendarse con la significativa frase de "todo está bien en lo temporal como en lo espiritual" (omnia bene temporaliter et spiritualiter). Centro de la vida religiosa popular, la parroquia era también un instrumento imprescindible de participación en la vida pública. Esta realidad se constataba incluso físicamente, pues la parroquia, aparte de lugar de oración y culto era por lo común el único edificio capaz de albergar de una sola vez a toda la comunidad. Coincidiendo o no con la celebración de la misa, el cura párroco utilizaba el ámbito de la iglesia para divulgar todo tipo de noticias tanto de orden civil como eclesiástico. Pese a las protestas de los moralistas, que aludían continuamente al conocido pasaje evangélico del templo como "spelunca latrorum", la parroquia, como el cementerio, eran lugares habituales (loca consueta) pare la reunión de la comunidad.
contexto
En este capítulo vamos a analizar las consecuencias de los cambios institucionales que tuvieron lugar en los países europeos occidentales, entre 1870 y 1900, en tres campos: el carácter social de los sistemas políticos, la vida política tal como se expresó a través de los partidos y las elecciones, y la intervención del Estado en la sociedad. Las preguntas básicas a las que trataremos de responder son: ¿En qué medida se produjo un cambio en la elite social que hasta entonces había ejercido el poder? ¿Hasta qué punto las mayorías sociales, masculinas, a quienes se había concedido el derecho de representación, se integraron efectivamente en los sistemas políticos y dieron lugar al tipo de vida política que consideramos "moderno", caracterizado por la participación libre y consciente? ¿Cómo y porqué cambió el carácter de la acción estatal? Estas cuestiones han ocupado buena parte de la investigación y de los debates de la más reciente historia política sobre la Europa occidental de este período; una historia política cuyas fronteras con la historia social se han difuminado extraordinariamente.
contexto
La vertebración básica en la estructura social sigue siendo, como en el mundo romano, la división entre hombres libres y siervos. El elemento más alto de la sociedad, constituido por los hombres libres pertenecientes a la nobleza palatina, al palatinu officium, y, tras ellos el resto de la aristocracia laica y el poder eclesiástico, que constituían una oligarquía, ha quedado expuesto al tratar el tema de los instrumentos para el ejercicio del poder. Bajo estas primeras categorías se puede distinguir: - Población libre no privilegiada. Los privasi, a veces denominados ingenui, y específicamente dentro de esta categoría los possesores o pequeños propietarios, que debían asumir, al igual que los denominados siervos fiscales, una gran carga tributaria personal de tipo territorial. Este hecho condujo a que, a lo largo del siglo VII, muchos de estos pequeños propietarios libres se sometieran al patrocinio de un gran propietario. Así conseguían la protección y seguridad necesarias a cambio de la propiedad de las tierras. La mayoría de individuos libres vivía en los núcleos urbanos, puesto que la propia estructura social de las ciudades, con cierto gobierno autónomo, favoreció y protegió la libertad de sus habitantes. A pesar de que su vida transcurría en los ámbitos urbanos, podían dedicarse o bien a las labores agrícolas practicadas en los territorios circundantes, o bien a las profesiones normales que se generaban en dichos núcleos urbanos. No debe sorprender la existencia de artesanos, orfebres, arquitectos, escultores, ingenieros, picapedreros, médicos, maestros, etc... Pueden incluirse en este grupo los miembros del ejército de rangos inferiores, llamados a veces viliores personae. - Clientes, encomendados y libertos. Coloni. Este grupo desposeído de tierras dio un gran poder a los grandes propietarios puesto que fueron incrementando las relaciones clientelares, lo que redundó en un fortalecimiento mayor de la nobleza. Los libertos eran siervos manumitidos, con una condición jurídica inferior a la de los ingenui o libres. Pero su dependencia del señor era enorme. En los núcleos de hábitat rural, las jerarquizaciones sociales se hacen mucho más patentes, puesto que se diferencia entre aristócratas y esclavos, o entre señores y servidores, o bien entre ricos y pobres. Coloni: Campesinos que trabajan las propiedades reales o privadas. Estaban adscritos a la tierra y pagaban un diezmo de los productos cultivados, junto con otras cargas. No podían enajenar ningún bien sin saberlo su señor. Eran, como los libertos, dependientes. - Gran masa de población servil. Muy numerosa. Organizada en varias categorías, dentro de dos básicas, la de los idonei, de mayor rango, y la de los viliores, inferiores. Entre los primeros destacan los siervos reales, al servicio de la corte, que tenían sus propios esclavos. Los siervos fiscales, también al servicio de la corte, poseían un cierto número de propiedades, pagaban sus tributos y eran prácticamente libres. Los siervos de la Iglesia (servi ecclessiae) eran siervos rurales que trabajaban las propiedades de la Iglesia. Según se deduce del canon 5 del XVI Concilio de Toledo (693) cada iglesia debía tener al menos diez siervos para que la productividad del patrimonio eclesiástico fuese rentable. Algunos de los siervos y esclavos de la Iglesia llegaron a alcanzar su libertad entrando a formar parte del clero, como es el caso de Decencio, siervo de Fructuoso de Braga, al que éste convirtió en abad del monasterio de Turonio. Una categoría dentro de los idonei la constituían los siervos domésticos al servicio de los dueños y propietarios, mayoritariamente en ámbitos rurales y adscritos a la tierra; en una pizarra procedente del Barrado se habla de mancipios. Cuando eran siervos por su origo, es decir, nacían de una familia de siervos de un dominus o señor, se llamaban vernuli. Los viliores eran, en general, esclavos rústicos, formaban una gran masa y trabajaban las tierras, a pesar de que su estatuto jurídico era inferior al de los idóneos conseguían su libertad mucho más fácilmente. En muchos casos los siervos rústicos pasaron a formar parte del ejército (cf. tropas de Ervigio). Sobre las diferentes categorías de población rural, de campesinos dependientes y siervos, las pizarras constituyen documentos de excepcional interés pues algunas reflejan diferentes categorías, los pagos que hacen por las tierras y diversas cargas, incluso qué tipo de tierras o cultivos tienen, a la vez que sirven de ejemplo de contrastes sociales y de la vida rural.
contexto
En 1707, cuando ya su padre habría hecho una clientela y afianzado su taller, tanto como para admitir discípulos, vino al mundo Francisco, el tercero de los hijos, primer varón, para el que don Nicolás Salzillo querría una selecta educación que lo pudiera alejar del trabajo manual. Así lo puso a estudiar con los jesuitas, al tiempo que tomaba clases de dibujo y colorido con el presbítero don Manuel Sánchez. Desde siempre se viene afirmando también que llegó a ingresar como novicio en los dominicos, orden para la que su padre trabajaba frecuentemente y que él mismo haría años después. Así, su infancia y juventud parecen transcurrir con la tranquilidad que propicia una vida provinciana y una familia de estatus social y económico holgado, formándose intelectualmente y en las artes que serían completadas con la instrucción en el modelado y escultura que recibiera en su propia casa. La muerte del padre en el año 1727, le obligó, con veinte años, a colocarse al frente del taller y no sólo como gestor o director del trabajo que hicieran los oficiales y aprendices que allí hubiera, sino tomando directamente las herramientas para concluir de su mano las esculturas que habían quedado a medio hacer, y de entre ellas una Santa Inés de Monte Pulciano, santa dominica que había sido canonizada el año anterior. Queda doña Isabel y sus seis hermanos a su cargo: Teresa, José Antonio, Magdalena, Francisca de Paula, Inés y Patricio, teniendo la mayor 23 años y los dos pequeños, 10 y 5, respectivamente. Con este panorama no es difícil aceptar lo que se dice del viaje frustrado a Roma, y también es lógico que entre todos ayudaran hasta conseguir perfeccionarse como así lo hicieron José Antonio en el primer tallado de las figuras, y más tarde Inés y Patricio en la colocación de postizos y policromía. Desde el primer momento se pretendía que todo quedara en casa; los discípulos llegaron después. En el mismo silencio que había vivido sus primeros veinte años continuó hasta que acontecieron dos desgracias seguidas: la muerte en el año 1744 de su hermano José Antonio, y la de su madre al año siguiente. Antes, el 35, había habido otra baja familiar: su hermana Francisca de Paula había ingresado en las monjas capuchinas, y su hermano menor, Patricio, se orientaba hacia el sacerdocio. Al año siguiente de la muerte de su madre contrae matrimonio con la hija de un platero: doña Juana Vallejo Martínez Taibilla, de familia también muy religiosa ya que tiene un hermano, José, sacerdote, y otro, Agustín, fraile agustino. Para ese tiempo ya está haciendo Salzillo las más bellas obras que culminarán en la década siguiente. Al casarse, su hermana M? Magdalena abandona la casa, mientras los otros tres hermanos permanecen con los recién casados, hasta que Inés hace una buena boda con el procurador don Francisco García Comendador. Francisco Salzillo y Juana Vallejo no fueron muy afortunados con los hijos; en 1748 tuvieron una hija, Catalina de Rizis, que murió pronto, luego un varón en el 50, al que pusieron Nicolás y también falleció, y por fin en el 53, otra hija, María Fulgencia, a la que su padre alcanzó a ver bien casada con don Salvador López Núñez, hijo del regidor del Ayuntamiento. Se viene diciendo desde Ceán que hacia mediados del siglo se le llamó a Madrid a fin de que colaborase en las esculturas que, bajo la dirección de Olivieri y Castro, se estaban haciendo para decoración del nuevo Palacio Real, y también se dice que no aceptó. Lo que sí es cierto es que en el 55 le distinguió el Ayuntamiento de Murcia con el título de escultor y modelista de la ciudad. En 1765 murió su esposa y, pese a la corta edad de su hija, no volvió a casarse. Dos años después hizo testamento y por él sabemos que, para entonces, estaban en su casa José López y Roque López, a los que deja sendos juegos completos de herramientas de trabajo. En el mismo año 65 fundó una academia de dibujo en su propia casa; allí se estudiaban modelos y se copiaba del natural. Fue ésta una auténtica avanzadilla en la ciudad y un buen prolegómeno a la organizada por la Sociedad Económica de Amigos del País, de la que fue nombrado director desde el momento de su inauguración en 1779. Para ese año Salzillo ya estaba muy viejo, aunque seguía en plena actividad; aún se compromete con encargos (San Pedro, de su parroquia, o Los Azotes, para Librilla), pero a principios del 83 enfermó, testando en 20 de febrero y expirando el 2 de marzo de ese mismo año. Fueron 55 años de intenso trabajo, en general bien hecho, que pudo dar de sí ese elevado número de obras (1729) que cita su primer biógrafo Ceán Bermúdez.
Personaje Religioso
Tras estudiar la carrera de Leyes en Barcelona, se decantó por el sacerdocio. En 1899 ya comenzó a ejercer como tal en Tarragona. Cuatro años más tarde de ser nombrado arcipreste. En 1914, se convirtió en obispo de Solsona (Lleida). Vidal continuó ascendiendo en la escala religiosa hasta acceder al capelo cardenalicio en 1921. Defensor de la lengua catalana, en tiempos de la dictadura de Miguel Primo de Rivera fue muy criticado por ello. Coincidiendo ya con la II República, sustituyó a Pedro Segura y Sáenz, cardenal y arzobispo de Toledo, cuando éste fue expulsado. En esta tesitura, al frente de la Iglesia española, tuvo que mantener una posición prudente con la República. Cuando estalló la Guerra Civil se escondió en Poblet (Tarragona). Consiguió que los anarquistas le liberasen y pudo escapar a Italia. Desde este país mostró su oposición al régimen de Franco.
Personaje
Personaje Arquitecto
No son muchos los datos que disponemos de este arquitecto andaluz, activo en el siglo XVII. Entre sus primeras obras se encuentra el diseño del retablo de la capilla de Santa Francisca Romana en la catedral cordobesa (1637) mientras que entre sus últimos trabajos destaca la ejecución de la fachada de la iglesia de San Rafael de la misma ciudad (1686).
Personaje Militar Político
Desde muy joven es iniciado en la educación militar. Tras graduarse con diecinueve años como subteniente del Arma de Infantería, desempeñó diversas funciones militares al tiempo que fue ascendiendo en la escala de rangos. En la década de los cincuenta se encargó de la Subsecretaría de Guerra y posteriormente alcanzó el rango de teniente coronel. Su trayectoria personal continuó estando plagada de éxitos y en 1975 fue ascendido a Comandante General del Ejército. Un año después dio un golpe de Estado que derrocó a María Estela Martínez de Perón, inaugurando así un periodo de control militar. Acabó con la pluralidad política y reinstauró la pena de muerte. En 1978 se convirtió en presidente electo y permaneció en este puesto hasta 1981, fecha en que le sucedió el general Viola. Dos años más tarde, Videla fue condenado por violación de los derechos humanos, mientras permaneció en el poder. En 1984 fue apresado y sentenciado a cadena perpetua. En los noventa consiguió el indulto de Menem.