Así se denomina el pequeño moño que tiene Buda sobre la cabeza. Es una de las treinta y dos marcas que distingue al superhombre y es símbolo de sabiduría.
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El siglo XVIII supone la aparición de un nuevo arte de vivir cuyo apogeo llega al mediar la centuria y en el que la corte, junto con el monarca, dan las pautas. Sus líneas maestras pueden considerarse una mezcla de elementos tradicionales y de nueva creación, que a veces pueden parecernos, incluso, contradictorios. No se ensalzan los placeres del hogar, pero sí los de la intimidad que, como hemos visto, trata de preservarse de la mirada general. Persiste la mezcla de edades, sexos y condiciones en la vida social, pero se asiste a una división creciente de papeles y espacios. Se alcanza mayor permisividad respecto a lo que se puede decir en público, pero siempre que se haga con ingenio y el debido decoro. La representación se impone, de forma especial, entre las capas superiores, que a cambio del sacrificio económico que ella supone esperan recibir favores, pensiones y el reconocimiento público. Dos ámbitos especialmente sensibles a los cambios acaecidos y, al mismo tiempo, fiel reflejo de ellos van a ser el de la vivienda y el de los usos sociales.
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Un matrimonio honorable, una esposa de alcurnia y una profesión respetable eran signos de distinción, pero no excluían la simultaneidad de otro tipo de relaciones irregulares que eran comunes entre los menos acomodados. A la hora de redactar su testamento muchos hombres y mujeres mencionaban a los hijos naturales procreados antes del matrimonio, a los ilegítimos, nacidos de una relación de concubinato, y a los expósitos recogidos o formalmente adoptados. Los varones, solteros o casados, podían incluir a los habidos con esclavas o sirvientas en contactos ocasionales. Era inevitable, por lo tanto, que en los hogares urbanos convivieran vástagos de distintos orígenes, lo que creaba conflictos frecuentes. Hubo casos en los que los herederos vendieron a sus medio-hermanos tras la muerte del padre, porque éste no había hecho pública la legitimación de los hijos nacidos fuera del matrimonio, a pesar de que unos y otros habían recibido el mismo trato y educación. En otras ocasiones, la legitimación se hacía sin dificultad tras la muerte del padre, porque todos reconocían esa igualdad de trato y admitían que no había habido matrimonio para no menoscabar su rango al casarse con una mujer de inferior calidad. Estas complicaciones familiares no eran excepcionales cuando una gran parte de los hogares acogían a grupos domésticos formados por hijos de sucesivos matrimonios, cónyuges casados en segundas o terceras nupcias y parientes o paisanos cuya situación difícilmente se podía identificar como servil o de parentesco. Los hijos tenían distintas prerrogativas y responsabilidades según el lugar que ocupaban y el sexo. El varón primogénito o la hija mayor -si no existía varón- ocupaban un lugar preeminente. En cuanto a los bienes esa preeminencia estaba asegurada con la institución del mayorazgo: aseguraba al primogénito y a su descendencia una fortuna indivisible. Las mujeres también podían ser cabeza de mayorazgo e incluso llegó a establecerse un mayorazgo a favor de una mujer, con la disposición de que sería siempre heredado por las mujeres de la familia. El hermano mayor debía velar siempre por el sustento de su familia, administrar el patrimonio familiar, cuidar el buen nombre de la familia, el honor de sus hermanas, procurarles buenos matrimonios o buenas dotes para que pudieran ingresar en un convento o tenerlas bajo su custodia mientras permanecieran solteras. A pesar del papel del matrimonio como un medio de consolidar la situación social de la mujer, lo cierto es que la figura de la mujer "sola" o al frente de la unidad familiar no llegó a ser una excepción. Las mujeres que no llegaban a casarse podían vivir con sus padres como hijas de familia, acompañar a un hermano soltero o viudo, haciendo las veces de dueña o ama de llaves; ayudar a una hermana casada a criar a los hijos o entrar en el convento. Se veían obligadas a trabajar en las pocas ocupaciones reservadas para ellas. Podían ser comadronas, curanderas, bordadoras, patronas de huéspedes, aunque en ocasiones necesitaran la sombra protectora de un hombre. A veces llegaban a reunir una cierta fortuna, que en cualquier caso no les servía para subir en la escala social, pero sí para vivir con mayor dignidad. La viuda fue un personaje corriente en esta sociedad. No era normal que llevara luto, ni vestía de negro. Disfrutaban de capacidad judicial completa y podían ser jefas de su hogar, pero les era negado ser miembro o liderar instituciones y oficinas públicas. Esta autoridad sobre la familia y los asuntos propios explica por qué gran cantidad de viudas tardaban tanto en casarse, si es que llegaban a hacerlo. Un porcentaje de mujeres de familias importante nunca se casó -tal vez un 15%-. Hay indicios de que las mujeres de la élite española se casaban con menor frecuencia que las de las clases sociales más bajas, identificadas como mestizas o indias. Tampoco era común que estas adultas solteras fueran presionadas por sus familias para seguir la vida religiosa. Era una realidad que la legislación otorgaba la autoridad familiar a los hombres y sometía a las mujeres a la obediencia. Ni siquiera las mujeres se atrevieron a rechazar el principio de la autoridad masculina, aunque en la práctica lo ignorasen; porque aunque el modelo tomaba exclusivamente en cuenta los grupos familiares en torno a un varón, fue demasiado frecuente jóvenes, maduras y ancianas tuviesen que mantenerse a sí mismas, vivir solas o acogerse a la caridad de un pariente. Si bien es cierto que el mundo colonial era un mundo dominado por los hombres, una gran cantidad de hogares estaban encabezados por mujeres. Esto era aún más usual entre las familias de las castas. Generalmente estas mujeres se censaron como viudas o doncellas, nunca como solteras por la connotación peyorativa del término. En algunos casos estas familias polinucleares estaban constituidas por dos o más grupos de mujeres con sus respectivas hijas, que seguramente se brindaban apoyo y compartían el cuidado de los menores y los gastos de la casa. Gráfico Salvo casos especiales y bastantes raros de aristócratas o empresarias viudas, con amplios grupos familiares, las mujeres vivían en hogares pequeños y modestos, nunca registrados como casa grande, rara vez como casa propia y casi siempre identificados como cuartos, accesorios, y en el caso más favorable de viviendas. Tal situación se relaciona con la escasa retribución que recibían ellas por su trabajo, en contraste con los hombres. Los grupos familiares femeninos, aunque más pequeños en número, solían tener una estructura más compleja. Convivían hermanas, parientes, o personas sin lazos de consanguinidad, unidas en una misma vivienda por solidaridad o necesidad. Por lo común eran mujeres adultas o madres con sus hijos legítimos o naturales, junto con niños adoptados, internados, recogidos o recibidos como sirvientes. La actividad que desarrollaban era muy amplia pues firmaban contratos, formaron sociedades, rentaron tiendas y procuraron que los niños a su cargo aprendieran un oficio. Mientras entre las familias prominentes preocupaba el destino de la fortuna familiar y el lustre de los blasones, los vecinos menos afortunados de las ciudades enfrentaban el reto de sobrevivir en un medio que ofrecía pocas oportunidades de obtener un trabajo bien remunerado y un hogar confortable. La situación era doblemente difícil para las mujeres jefas de familia, que debían conseguir recursos para sustentar a las personas dependientes de ellas sin haber obtenido una preparación profesional que les permitiera alcanzar un salario suficiente. En el campo era absolutamente excepcional esta situación, ya que prácticamente no había madres solteras y las viudas y doncellas se acogían al amparo de parientes. En cambio en las ciudades los hogares encabezados por mujeres alcanzaban hasta 24% o 30% según los barrios y grupos sociales.
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Una sopera común, empleando cucharas de madera, era la fórmula habitual en las comidas campesinas. A partir del siglo XIII, en familias más holgadas, aparecen soperas de barro cocido, cuchillos de hierro y vasos de cristal verde. Los vestidos campesinos eran bastante monótonos ya que no estaba permitido que variaran de las tonalidades negras o grises. Los tejidos solían ser bastos y confeccionados en las propias casas. El calzado era de cuero, también fabricado en el hogar. Una túnica de lana con mangas, un par de calzones con cinto y el calzado atado sobre el tobillo sería el prototipo del vestido del campesino, al que debemos añadir una capa y un sombrero en forma de capucha en el invierno. Las mujeres llevaban una túnica larga hasta los tobillos que era sujetada con un cinturón. En verano utilizarían mangas cortas y en invierno, largas. Las fiestas relacionadas con el ritmo del trabajo y con raíces paganas son frecuentes en el mundo rural. El tiempo de ocio se consumía en la taberna, lugar de juego, conversación y bebida pero también punto de encuentro de los labriegos del entorno. La mujer no tiene acceso a estos lugares ya que su papel está reservado al hogar.
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Por lo dicho hasta aquí se deduce que la Plaza Mayor se ha utilizado como plaza de armas y de mercado, sin olvidar el matiz añadido por Eiximenis que contemplaba la plaza de su ciudad ideal como un verdadero salón urbano, proscribiendo de allí tanto el mercado como la horca. Una horca con un ajusticiado aparece en la plaza de Bibarrambla de Granada, que actuaba como Plaza Mayor de la ciudad, en el conocido dibujo de Vico grabado por Heylan (c. 1612) y ello nos recuerda, efectivamente, que la Plaza Mayor fue el escenario de las ejecuciones públicas, habiendo sido también frecuente la ubicación en ella del rollo o de la picota, donde se exponía a la vergüenza a los reos o donde se exhibían las cabezas de los ajusticiados. Un ejemplo cabal es la ejecución del condestable don Alvaro de Luna, decapitado en 1453 en la Plaza Mayor de Valladolid, donde permaneció expuesta su cabeza durante los nueves días siguientes a su ejecución. En aquella misma plaza tuvo lugar el primer auto de fe celebrado en la ciudad, en 1559, donde ardieron en la hoguera catorce condenados por la Inquisición. Asimismo, cuando Francisco de Pisa (1605) se refiere a la animada vida de la plaza de Zocodover en Toledo, después de pormenorizar sus funciones mercantiles, señala cómo "aquí se suele celebrar lo mas ordinario el auto de la Fe, por el Santo Oficio, haciendo a una parte de ella los cadahalsos, uno en que se sientan los señores y otro para los reos y penitentes". Un conocido cuadro de Francisco Ricci, conservado en el Museo del Prado, nos ha fijado la imponente imagen del Auto de Fe celebrado en la Plaza Mayor de Madrid el 30 de junio de 1680. En él cabe ver la temporal transformación de la plaza con tribunas, cadalsos, estrados, gradas, tablados, colgaduras, etc., donde con solemnísima pompa y regia asistencia se vieron las causas de ochenta reos, de los cuales fueron condenados a la hoguera veintiuno de ellos que recibirían tormento fuera de la ciudad. La Plaza Mayor sirvió también como teatro para otras funciones más amables, en las que habría que incluir todo tipo de espectáculos públicos imaginables (procesiones religiosas y gremiales, entradas y bodas reales, proclamaciones, torneos y juegos de cañas, comedias y autos sacramentales, etc.), pero fueron la lidia y el rejoneo de toros los que dieron a la plaza su más hondo significado. Todo ello fue obligando a una regularización de las futuras Plazas Mayores para mejor disponer la organización general del espectáculo, iniciándose así una historia paralela entre Plaza Mayor y coso taurino, hasta la independencia de este último, en el siglo XIX, como arquitectura específica sin ningún tipo de compromiso urbano, pero conservando para siempre el nombre de plaza. Desde el siglo XVI, cuando menos, todas las Plazas Mayores, regulares o no, sirvieron para correr toros, desde las plazas más importantes, como las de Madrid, Toledo, Valladolid, León, Salamanca, Corredora de Córdoba, San Francisco de Sevilla o Bibarrambla de Granada, hasta las más modestas e irregulares como Riaza y Pedraza (Segovia), Chinchón y Colmenar de Oreja (Madrid), etc. Algunas Plazas Mayores como las de Tembleque (Toledo) y San Carlos del Valle (Ciudad Real), de una belleza sorprendente en su elemental estructura de madera, se disponen ya formando balcones corridos, con soluciones que a su vez parecen haber tomado algunos elementos del corral de comedias. Prácticamente en todos los casos era necesario montar una compleja estructura complementaria de madera, a modo de tendidos, los llamados tablados, así como atajar las calles con barreras, cuchillos y alzados, etc., de tal modo que por un tiempo la Plaza Mayor cambiaba de fisonomía adaptando su espacio a lo exigido por la fiesta, convirtiéndolo en un espacio absolutamente cerrado y continuo, tanto en planta como en el alzado. Ello representaba uno de los menesteres más comprometidos del Maestro Mayor de la ciudad, de tal manera que cuando Teodoro de Ardemans, que lo era de Madrid, publicó sus conocidas "Ordenanzas" (1719), incluye un capítulo sobre "De lo que se ha de observar en la Plaza Mayor para fiestas de toros", donde describe los pasos importantes, convirtiendo así esta mudanza en una regla práctica. Las "Ordenanzas" de otras muchas ciudades, como las de Toledo, recogen igualmente toda una serie de precauciones carpinteriles que se deben observar para el buen funcionamiento y seguridad del espectáculo taurino. De las muchas descripciones que se han conservado sobre lo que suponía la corrida de toros como espectáculo máximo de la ciudad, hay una especialmente prolija referida a Madrid y debida al anónimo viajero que recorre España a finales del siglo XVII y que dio a conocer el librero holandés Gallet en 1700. Tiene el interés añadido de mostrar en todo su esplendor el espectáculo, en vísperas de su temporal prohibición con la llegada de Felipe V. El autor no puede contener su emoción al ver el alcance de la fiesta que congregaría, dice, a sesenta mil personas "hasta sobre tos tejados". Luego añade: "Es preciso confesar que ese espectáculo tiene algo de grande, y que es agradable ver en todos los balcones esa gran cantidad de gente, estando todo engalanado y adornado con bellos tapices...". Se refiere asimismo al reconocimiento que de la plaza hace el arquitecto del rey; advierte sobre que los propietarios de las casas y balcones de la plaza "no son los dueños de sus casas ese día, dependiendo del rey el colocar allí a quien le parece"; los preparativos y regocijos populares de la víspera; los desfiles y colocación de las guardias españolas, alemanas y flamencas; la entrada de los reyes; la ubicación de los embajadores; desfile de carrozas; el paseíllo de los toreadores a caballo; el despeje por los alguaciles, etc., momentos éstos en los que la Plaza Mayor entrega cuanto tiene como forma urbana, congregando e identificándose físicamente con la misma ciudad a la que acoge. En función de toda esta serie de espectáculos ya hemos notado que las fachadas de las Plazas Mayores se fueron haciendo cada vez más porosas, aumentando el número de huecos y balcones hasta llegar a situaciones extremas como las ya citadas de Tembleque y San Carlos del Valle, a las que se podrían añadir otras muchas como la muy conocida de Almagro (Ciudad Real). Pero al tiempo, la necesidad de disponer de un lugar de honor para ver o presidir los festejos, dio lugar al desarrollo creciente del balcón municipal, que en ocasiones, como en la Plaza Mayor de León, no estaba en la Casa Consistorial, por lo que allí fue necesaria la construcción del edificio del Mirador, cuyo nombre lo dice todo. Balcones singulares como el del Pabellón Real sobre el arco de San Fernando en la Plaza Mayor de Salamanca, dentro de la composición general de la ordenada fachada, o improvisados miraderos adosados a edificios preexistentes como los que podemos ver en las iglesias de San Antolín y de los Santos Juanes, en las plazas mayores de Medina del Campo y Nava del Rey (Valladolid), respectivamente, entre otras muchas situaciones intermedias, confirman el poder creciente del espectáculo en la transformación de la Plaza Mayor. En el citado caso de la Plaza Mayor de Medina del Campo, donde tuvieron lugar las ferias más importantes de la Europa del siglo XVI, ampliamente castigada en la serie de incendios que llegó a conocer hasta culminar con el causado por la guerra de las Comunidades, se da también la circunstancia añadida de contar con otro balcón volado en alto, junto a la cabecera de la iglesia, desde donde se decía misa los días de mercado a fin de que mercaderes y compradores pudieran cumplir con aquel precepto. Ello llevaría a hacer una reflexión más detallada del uso religioso de la Plaza Mayor, si bien su incidencia fue muy leve o nula en la arquitectura y disposición de la misma. Finalmente, y sin poder agotar el múltiple significado que la Plaza Mayor ha tenido a lo largo de su historia, hemos de añadir el principal carácter que, comúnmente, ha tenido este ámbito como espacio público pero propio de la ciudad, en la que el concejo municipal se hace presente con la construcción allí de la Casa Consistorial. Ello se hizo especialmente común a partir del siglo XVI cuando se pusieron en práctica anteriores disposiciones reales, como la dictada por los Reyes Católicos, en 1480, ordenando construir edificios de Ayuntamiento que sustituyeran con nobleza antiguos lugares de reunión: "Ennoblécense las ciudades y villas en tener casas grandes y bien hechas, en que se ayunten las Justicias y Regidores de las ciudades y villas de nuestra Corona Real y a cada una de ellas, que no tienen casa pública de Cabildo o Ayuntamiento para se ayuntar, de aquí adelante cada una de las dichas ciudades y villas fagan su casa de Ayuntamiento y Cabildo...". Ello representaba, sin duda, la afirmación del creciente poder municipal cuyo edificio concejil se convertiría en exponente de la pujanza de la villa. Aunque la obligatoriedad de la construcción y plazos para ejecutarla no indica el lugar en que habían de levantarse los Ayuntamientos, éstos surgieron en la parte más viva de la ciudad, esto es, en su Plaza Mayor, pues como ya recogía el antiguo "Ordenamiento de Zaragoza" (1391): "Que es la plaza é lugar mas noble de toda la... ciudat, é endo todas las gentes así de aquella como forasteros continuamente ocorren o están". Desde entonces fue práctica común levantar el Ayuntamiento en la Plaza Mayor, aunque tenga numerosas y paradójicas excepciones, como sucede en Madrid, donde el Ayuntamiento se encuentra en la antigua plaza de San Salvador -hoy de la Villa-, que es la plaza verdaderamente municipal, mientras que la Plaza Mayor está presidida por la Real Casa de la Panadería, que por una parte habla del peso de la presencia del rey en la Villa y Corte, al tiempo que nos hace reconocer en la Panadería el uso de su fachada como un formidable miradero real. No obstante, insistimos, es absolutamente habitual la presencia del Ayuntamiento en la Plaza Mayor, cerca del núcleo activo de la ciudad, próximo y vigilante de los talleres de artesanos, garante del mercado, etc., pues no en vano los patrones de pesos y medidas se hallaban generalmente en el Ayuntamiento para su contraste, bajo la custodia del almotacén. Igualmente, otras dependencias y servicios municipales o relacionados con la justicia, se encontraban o bien en el mismo edificio o en otro inmediato como la alhóndiga, cárcel, así como las escribanías, etc., de tal manera que la Plaza Mayor fue adquiriendo un carácter cada vez más definidamente municipal y representativo del poder local.
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No debe olvidarse que el retablo barroco, por encima de ser una pieza de mayor o menor calidad artística, ha de considerarse como un mueble litúrgico destinado a desempeñar una función de carácter devocional, cultural y religioso. Ahora bien, los distintos usos que podía tener dentro de ese ámbito, bien separadamente, bien de manera simultánea, condicionaron su composición y distribución, es decir, acuñaron lo que llamamos su tipología. Uno de los primeros usos que hubo de desempeñar el retablo, a tenor de su origen, fue el enseñar al pueblo las verdades de la fe y los principios de la moral católica materializados, por así decirlo, en la vida y actuaciones de los personajes del Antiguo Testamento, de Jesucristo, de la Virgen María y de los santos canonizados y reconocidos por la Iglesia. El Concilio de Trento se encargó en una de sus últimas sesiones, la celebrada en 1564, de recordar la enorme eficacia de las imágenes para el adoctrinamiento y propaganda del mensaje católico. Surgió así el retablo que con toda propiedad podemos denominar didáctico o catequético. El retablo complementaba la enseñanza impartida en la catequesis y durante el sermón, remachando el discurso oral con el mucho más vívido discurso visual. En el retablo docente -que no en vano fue el más numeroso y abundante durante las primeras décadas del siglo XVII como reflejo todavía del reciente Concilio tridentino- lo importante era la imagen, bien pintada, bien esculpida en relieve o en bulto redondo, que representaba de la manera más realista y emotiva los ciclos biográficos de los personajes expresados. Para ello se multiplicaban los encasamentos, los tableros, los nichos y las hornacinas dispuestos en cuerpos o pisos horizontales y calles verticales, de modo que el dispositivo arquitectónico de columnas, entablamentos y frontispicios fuera exclusivamente el marco de aquéllos. Así sucede, por ejemplo, en el retablo de la basílica de El Escorial, en el de la iglesia del monasterio de Guadalupe y en tantos otros donde se mezclan escenas pintadas y esculpidas. Este tipo de retablo fue el prevalente hasta bien entrada la mitad del seiscientos y nunca su función se perdió por completo aun en otros géneros de retablos que resaltaban preferentemente otros aspectos. El mencionado Concilio de Trento insistió, en varias de sus sesiones dogmáticas, en la presencia real y no meramente simbólica o conmemorativa -como afirmaban los protestantes Lutero y Calvino- de Jesucristo bajo las especies consagradas del pan y del vino, estableciéndola como una de las creencias fundamentales del credo católico. Esto trajo como consecuencia la aparición y génesis del que se puede llamar retablo eucarístico. Se ordenó que los sagrarios, que custodiaban las especies sagradas, ocupasen como lugar de honor el centro del altar y que sobre ellos se erigiesen tabernáculos u ostensorios donde, durante especiales solemnidades, como el ejercicio de las Cuarenta Horas, se expusiese el Santísimo Sacramento a la veneración de los fieles. A causa de ello se hipertrofiaron las dimensiones de los tabernáculos hasta convertirlos en el centro y punto de mira de todo el retablo de suerte que el resto le quedase subordinado. Ya sucedió algo de esto en el retablo del monasterio de El Escorial, pero donde quizás por primera vez se puso de relieve de una manera absolutamente palmaria fue en el retablo mayor de la catedral-mezquita de Córdoba, cuyo ostensorio adquirió una monumentalidad y grandeza casi desmesuradas. Este retablo de Córdoba se estableció como prototipo de los retablos eucarísticos que se sucedieron en innumerables series por todas las regiones españolas. Así el tabernáculo que situó en 1692 José de Churriguera en el centro matemático del retablo de la iglesia de San Esteban de Salamanca está de tal manera destacado que todo gira alrededor de él, restando importancia a otra manifestación iconográfica que no sea la suya. El deseo de remachar aún más la importancia del Santísimo llevó a desgajar el tabernáculo del retablo, haciéndolo pieza independiente y aislada, si bien antepuesta casi siempre a él. Su situación exenta permitía la veneración del Sacramento rotando a su alrededor, particularmente cuando el tabernáculo se colocaba debajo de la cúpula, lo que muy raras veces aconteció en España. Se produjo así el retablo-tabernáculo, cuyo origen se remonta al siglo XVI con el que Diego de Silóe construyó en el centro de la rotonda de la catedral de Granada. A su imitación y ejemplo se erigieron en nuestro país este tipo de tabernáculos, particularmente en Andalucía, donde existe una magnífica serie de ellos. Comienza con el diseñado por Antonio Mohedano para la colegiata de Antequera (hoy en la iglesia de San Sebastián), pasa por el de la catedral de Málaga (el más primitivo del italiano Cesare Arbasía, sustituido luego por otro de Alonso Cano y finalmente por el actual decimonónico) y culmina en el del Sagrario de la Cartuja de Granada, debido a Francisco Hurtado Izquierdo ya en el XVIII. En Madrid hay que citar el de la iglesia de las Bernardas de Alcalá de Henares, uno de los primeros del Barroco, fabricado por el jesuita Francisco Bautista, y el del Sagrario de la Cartuja de El Paular, también diseñado por Hurtado Izquierdo. Sólo si se exceptúan los tabernáculos de las dos mencionadas cartujas y los de las capillas sacramentales de Andalucía, por ejemplo los de las de Lucena y Priego, que con sus plantas centralizadas están pidiendo la ubicación aislada en el centro, los restantes suelen llevar adosados por la parte de delante altares para la celebración de la misa. Paradójicamente las numerosas capillas de comunión valencianas no utilizan tabernáculos exentos sino retablos comunes. El ejemplo del baldaquino de la basílica de San Pedro de Roma, elevado por Juan Lorenzo Bernini entre 1624 y 1633, excitó su imitación en nuestro país de manera más o menos libre, en lo que podríamos etiquetar retablo-baldaquino. Nunca o casi nunca el baldaquino desempeñó en España la misión del de Bernini, es decir, proteger y cobijar un altar, el altar papal. Entre nosotros se utilizó más bien para albergar una imagen o una reliquia preciada de un santo, objeto de particular atractivo y devoción popular. Así se erigió el baldaquino del altar mayor de la catedral de Santiago de Compostela por parte de Domingo de Andrade, dando cobijo al altar y a la estatua de Santiago peregrino, a fin de emular expresamente el de San Pedro de Roma pues ambos, en opinión del canónigo fabriquero Vega y Berdugo, se erguían encima de una tumba apostólica, la de san Pedro y la de Santiago respectivamente. El propio Andrade construyó el que alberga la venerada imagen del Santo Cristo de Orense, en su capilla de la catedral. Sin abandonar Galicia hay que recordar que otro baldaquino cobija en la catedral de Lugo la efigie de Nuestra Señora de los Ojos Grandes, patrona de la ciudad. En la catedral de Oviedo se fabricó un retablo-baldaquino para guarecer el arca de las reliquias de santa Tecla; en el santuario de Potes (Cantabria) el destinado a ostentar un fragmento de gran tamaño del Lignum Crucis; en la catedral de Avila el que guarda los restos de san Segundo, primer obispo de la diócesis, hecho por Joaquín de Churriguera; y en Madrid el que custodiaba el cuerpo incorrupto de san Isidro Labrador en su capilla, aneja a la parroquia de San Andrés, cuyo primitivo y fastuoso diseño fue realizado por Sebastián de Herrera Barnuevo. En Aragón el modelo berniniano fue copiado casi servilmente, pero nunca para cobijar un altar sino una imagen o serie de imágenes, haciendo, por ello, las veces del retablo tradicional. El primero de la serie fue el dedicado en la Seo de Zaragoza al recién canonizado san Pedro de Arbués en 1664, al que siguió el monumental de la colegiata de Daroca en 1670 y otros muchos, hasta nueve, siendo el último el que se hizo en la catedral de Huesca en 1780. En este apartado hay que incluir igualmente otros retablosbaldaquino muy singulares. El primero es el de la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla, debido a Bernardo Simón de Pineda que, en su caso, sirve como marco escenográfico para mostrar, a la manera de un tableau-vivant, la escena del Entierro de Cristo, grupo escultórico de Pedro Roldán. No es un baldaquino real, está dispuesto como un relieve en profunda perspectiva produciendo la ilusión de la realidad y barriendo las fronteras entre lo ilusorio y lo auténtico. El otro es el medio baldaquino en forma semicircular incrustado por José de Churriguera en el retablo de la iglesia de las Calatravas de Madrid, tomando como modelo seguramente el diseñado por Bernini para la iglesia del monasterio de Valde-Gráce de París. El Concilio de Trento había recomendado, además del culto a la Eucaristía, el de las reliquias de los santos, culto al que igualmente se oponían los protestantes, razón por la que se incrementó impulsado por la Contrarreforma católica. Acabamos de ver cómo algunos de los retablos-baldaquino se levantaron precisamente para custodiar y mostrar a la pública veneración algunas de las reliquias más importantes, sobre todo cuerpos y restos enteros. Pero lo habitual fue que se fabricasen retablos ex profeso para este menester, retablos-relicario que multiplicaban los nichos y hornacinas de los pisos y de las calles con el objeto de colocar en ellos el mayor número de reliquias de miembros santos particulares, como cráneos, brazos, canillas, manos, etc., encerrados en arquetas, urnas y fanales de todas clases, formas y figuras. Felipe II inició la moda de coleccionar reliquias en gran número, que mandó instalar en dos retablos a manera de alacenas o armarios con puertas abrideras situados al fondo de las naves laterales de la basílica de El Escorial. Desde entonces no hubo catedral, colegiata, parroquia o iglesia monástica que se preciase la cual no tuviese un retablo-relicario ubicado bien en los brazos del transepto, bien en una capilla de las naves, bien en un recinto expresamente construido para ello a un lado del presbiterio o anejo a la sacristía. También hemos visto que las imágenes de especial predilección podían mostrarse a la veneración de los fieles y devotos cobijadas por tabernáculos y baldaquinos, pero lo más común y frecuente fue que, tratándose sobre todo de las de la Virgen, se abriese para ellas por detrás del retablo y a media altura un camarín con su vestidor, riquísimamente ornamentado unas veces con revestimiento de placas de mármol y jaspe, otras con tapizamiento de yeserías policromadas, cornucopias y espejos. Estos camarines, custodiados, al decir de Georg Kubler, como las cajas fuertes de los modernos bancos, tenían acceso a través de pasadizos y escaleras secretas por las que subían las camareras y azafatas para vestir y aderezar la imagen la cual, una vez convenientemente arreglada y dispuesta, era objeto de veneración besándole la orla del manto. El camarín se abría al retablo mediante una amplia arcada situada en su centro, haciendo visible la sagrada imagen al público situado abajo, en la nave del templo. La imagen era así visible, pero simultáneamente inaccesible gracias a la altura a que estaba colocada, conservando convenientemente el aura de misterio que debe envolver lo sagrado y numinoso. Este retablo-camarín es pieza casi única y exclusiva del arte barroco español, siendo muy difícil encontrarlo en otros países, exceptuando, claro está, los de la América hispana. Uno de los más antiguos es el camarín de la Virgen de Guadalupe, otro el de Nuestra Señora de los Desamparados de Valencia. Espléndidos son los de la Virgen de la Victoria en Málaga, de la Virgen de las Angustias, del Rosario y de San Juan de Dios -estos tres últimos en Granada-. El de la Virgen dels Colls en San Lorenzo de Morunys (Cataluña) tiene las paredes y la cúpula tapizados con representaciones del Magnificat y de las Letanías Lauretanas, estas postreras siguiendo modelos de grabados alemanes de los hermanos Klauber de Ausburgo.
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En 1929, con ayuda de Italia y Hungría, se funda el grupo terrorista croata denominado "ustacha", opuesto a la monarquía yugoslava de Pedro II. Entre 1941 y 1945, bajo la jefatura de Pavelic, impone un régimen de terror en Croacia y se enfrenta a los partisanos de Tito y Mihailovic, provocando la muerte de miles de personas.
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El Utah pertenecía a la clase de acorazados Florida, diseñada para llevar una nueva y más potente batería de 14 pulgadas. Problemas de abastecimiento provocaron que esta clase y la Wyoming volvieran a los viejos cañones de 12 pulgadas. Construido entre 1909 y 1911, fue remodelado en agosto de 1926. En julio de 1931 fue convertido en un "barco-objetivo" para la realización de ejercicios de tiro, controlado por los destructores Talbot y Hovey. En agosto de 1935 fue utilizado como escuela de artillería. Obsoleto al comienzo de la guerra, el Utah se encontraba en Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941. Durante el ataque japonés recibió numerosos impactos, que provocaron su hundimiento parcial. En noviembre de 1944 fue definitivamente desclasificado. Hoy se conserva en recuerdo de aquellos hechos.
Personaje
Pintor
Desde muy joven se traslada a Tokio para iniciarse la pintura y el grabado. Llaman la atención los primeros grabados que realiza de mujeres por su originalidad. La naturaleza es otro de los motivos que más le atrae. En esta época comienza a realizar ilustraciones para distintos libros, labor a la que se dedica por completo desde 1791. No sólo se concentra únicamente en esta actividad, sino que además reduce toda su temática a la descripción de la belleza femenina. Comenzó a retratar a las mujeres de la alta sociedad. Poco a poco su prestigio es cada vez mayor. En esta época recogió la imagen de las mujeres y concubinas del dictador Toyotomi Hidevoshi. Sin embargo, el primer dignatario se sintió ofendido y Utamaro acabó en prisión durante cincuenta días. Esta situación le provocó tal depresión que jamás volvió a pintar. No obstante, Utamaro ya se había convertido en uno de los mejores representantes de la escuela Ukivo-e, traducido como "pinturas del mundo flotante". Elegante y delicado, sus xigilografías, caracterizadas por el efecto de trasparencia de los ropajes, elevaron su obra la categoría de maestro. La exquisitez con que trató la belleza femenina despertó la admiración de sus contemporáneos, como Hokusai. Parece ser que éste último evitó dibujar temas de este tipo para que la crítica no le comparase. Utamaro es autor de ciclos como: Diez fisonomías de mujer, Siete bellezas del Gay Quarters o Mujer enamorada.