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Imagen cedida por el Museo Arqueológico Municipal de Cartagena.
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Proyectado como barco de apoyo para transporte de suministros y reparación de aviones de otros buques, su construcción respondió a un programa de expansión naval lanzado por la Royal Navy en 1938. Sin embargo, el proyecto inicial fue cambiado para incluirle su propia dotación aérea. En 1943 operó en el Mediterráneo, pasando después al Atlántico y al Pacífico. Más tarde fue buque-nodriza en Hong-Kong, siendo finalmente desguazado entre 1959 y 1960.
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La inspiración para este lienzo se encuentra en el museo de Cluny, que Moreau visitaba con frecuencia. Allí pudo ver unos tapices medievales muy conocidos sobre el tema del Unicornio y la Doncella. El tema es digno de un análisis psicológico: se consideraba que el unicornio era una bestia fantástica que sólo podía ser calmado por una mujer virgen. Evidentemente esto se relaciona con el aspecto fálico de su cuerno, lo que transforma la escena en un símbolo sexual bastante descarnado. Moreau se interesó por todo tipo de variantes sexuales, el complejo de Edipo, la homosexualidad, la iniciación en la adolescencia, etc. Consideraba a la mujer como un instrumento diabólico que introducía en este mundo. Así pues, este cuadro nos presenta hermosas y frías mujeres, de aspecto nacarado e inalcanzable, que dominan a los caballitos símbolo de la sexualidad masculina.
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La fragmentación política de la península italiana no alteró la unidad cultural de la misma, ya que a lo largo de toda la Edad Media ésta se mantuvo viva en el genio creador de artistas y literatos. Aún así, las diferencias regionales se hicieron notar en ciertos aspectos del panorama cultural italiano de los siglos XIV y XV. Mientras en el sur los modelos góticos pervivieron durante el gobierno de angevinos y aragoneses, en el resto de la península el arte italiano comenzó a abrir, desde fecha muy temprana, nuevos caminos, marcados por la personalidad de creadores como Cimabue (1240-1303), Duccio de Buoninsegna (1278-1318), Pedro Cavallini o Arnolfo de Cambio (1245-1315). Aunque el gótico internacional todavía dio algunas figuras señeras como Esteban de Zevio, Pisanello (1395-1455) o Gentile da Fabriano (1370-1427), la vía abierta por Giotto (1266-1337) fue continuada en diversos campos a lo largo del siglo XV por Brunelleschi (1377-1446), Masaccio (1401-1428), Donatello (1386-1466), Filippo Lippi (1406-1469), Andrea del Castagno (1421-1457), León Battista Alberti (1404-1472), Fra' Angelico (1400-1455), Paolo Uccello (1397-1475), Domenico Veneziano (muerto en 1461), Piero della Francesca (1415-1492), Antonello da Messina (1430-1479) y Giovanni Bellini (1430-1516), todos ellos cautivados por la antigüedad clásica, que funcionó como modelo a superar, no a imitar. Toscana y, mas concretamente, Florencia se convirtieron en el centro neurálgico del Renacimiento, que rápidamente se propagó por toda la península. Algunos artistas como Mantegna (1431-1506) o Antonello da Messina sirvieron de puente entre el arte florentino y la realidad cultural de la Llanura Padana o del Reino de Nápoles. A finales del siglo XV las corrientes artísticas cambiaron de rumbo. La sencillez y la pureza de formas del primer renacimiento desapareció en buena medida en favor de estilos grandilocuentes como los de Perugino (1450-1523), Luca Signorelli (1450-1523) o Bramante (1444-1514). El carácter multidisciplinar de Leonardo da Vinci (1472-1519), el eclecticismo de Rafael Sanzio (1483-1520) y, sobre todo, la personalidad y el manierismo de Miguel Angel Buonarrotti (1475-1564) dominaron la escena cultural en Italia. Roma, capital del mecenazgo pontificio, superó a Florencia en su pugna por el primado artístico. Venecia también alcanzó una posición de relieve, conseguida gracias a la escuela pictórica colorista inaugurada por Giorgione (1477-1510) y confirmada en 1500 por Tiziano, Veronés y Tintoretto. La unidad no fue tan evidente en el campo literario, a pesar de la existencia de una lengua y de un pasado literario comunes. La influencia de las diferencias dialectales hizo inevitable la aparición de diversas escuelas en las distintas regiones de la península. En el norte de Italia surgió la lírica caballeresca llamada franco-véneta por su relación con la épica de temática carolina. Algunos de sus títulos anónimos ("Karleto", "Entree d'Espagne", "Prise de Pampelune") convivieron a lo largo del XIV con una literatura de carácter moralizante, relacionada con la "Pataria" milanesa y cuyos máximos exponentes fueron Gerardo Patecchio, Uguccione da Lodi, Bonvesin dalla Riva (1250-1315) y Giacomino de Verona. En Umbría reinó la lauda, composición inspirada en la lírica franciscana, que fue reelaborada a finales del siglo XIII por Iacopone da Todi (1236-1306). Este tipo de poesía dio lugar a su vez a un genero teatral -denominado laudista- muy desarrollado en la comarca de Orvieto y en el Abruzzo. Toscana, al igual que en el campo artístico, se erigió en centro aglutinador de las nuevas tendencias. La poesía cómica de Rústico de Filippo, Cecco Angiolieri (1260-1313) o Folgore da San Gimignano fue superada por la corriente del "Dolce Stil Novo", cultivada por autores como Guido Guinizzelli (1240-1276), Lapo Gianni (1250-1328), Guido Cavalcanti (1259-1300), Gianni Alfani, Dino Frescobaldi (1271-1316) o Cino da Pistoia (1270-1335). El panorama literario florentino quedó eclipsado por la figura de Dante Alighieri (1265-1321), quien, a pesar de no contar con el aprecio de sus compatriotas, legó a la literatura universal obras como la "Divina Commedia", la "Vita Nova", el "Canzoniere", el "Convivio", el "De vulgari eloquentia" o el "De monarchia". Tal protagonismo fue retomado más tarde por Boccaccio (1313-1375) y su "Decameron" y por la lírica de "Petrarca" (1304-1374). La inspiración creadora de la región fue de tal calibre, que el esplendor de los tres autores referidos no consiguió oscurecer la labor de otros autores menos universales. En Toscana se cultivaron en el Trecento y en el Quattrocento un sinfín de géneros, como la crónica histórica de Dino Compagni (1260-1324) y Juan Villani (1276-1348); la prosa devocional de Iacopo Passavanti (1302-1357), Doménico Cavalca (1270-1342) y Caterina de Siena (1347-1380); la narrativa de Andrea da Barberino (1370-1433) y sus "Reali di Francia" o de Juan Fiorentino y su "Pecorone"; o la poesía cortesana (Fazio degli Uberti, 1305-1368), histórica (Antonio Pucci, 1309-1388) y religiosa (Bianco da Siena). La preocupación por la recuperación de los modelos de la antigüedad clásica también afectó al mundo de la literatura. El humanismo ya se encontraba presente a finales del siglo XIII en Padua, en donde intelectuales como Ferreto de' Ferreti (1297-1337) o Albertino Mussato (1261-1329) se dedicaban a la recuperación de los textos de los clásicos latinos. En el siglo XV dicha corriente llegó a su punto mas álgido con latinistas como Lorenzo Valla (1407-1457), Marsilio Ficino (1433-1499), Pico della Mirandola (1463-1494), León Battista Alberti, Poggio Bracciolini (1380-1459) o Angelo Poliziano (1454-1494). También fue el momento en el que se fundaron las "Academias", bajo el auspicio de figuras políticas como Lorenzo el Magnífico. Herederas de la "Academia Platónica" de Atenas, surgieron en Florencia (Pulci, 1438-1488, y Poliziano), Roma, Nápoles (Sannazzaro, 1456-1530), Ferrara (Boiardo, 1441-1494), Mantua, Milán y Venecia (Justinian, 1388-1446). Junto a la recuperación del legado de los clásicos por parte de los intelectuales convivió una corriente popular de acercamiento a la obra de autores como Plauto o Terencio, cuyas comedias se representaban por toda Italia. Muchos grandes señores también tomaron contacto con la mitología y la literatura clásicas a través de representaciones teatrales, como la "Favola di Orfeo", recreada por Poliziano para una fiesta de los Gonzaga en Mantua (1480).
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Son las circunstancias de la historia griega tanto como las de la historia macedónica las que explican el proceso expansivo de un reino que se transformó en lo que para muchos fue la solución de los problemas de las ciudades de Grecia. El conflicto puso de relieve muchos de los aspectos problemáticos que se desarrollaban dentro de éstas. Los macedonios se hallaban, sin duda, en una situación peculiar, que, desde el primitivismo de unas estructuras tribales resueltas en una monarquía expansiva, viene a superponerse a las estructuras desarrolladas y civilizadas de la polis. La nueva situación aparece como consecuencia de la integración de lo viejo y lo nuevo. Uno de los aspectos resultantes fue el de la continuación y ampliación del proceso expansivo, que vino así a afectar al imperio persa, convertido ahora de agresor en agredido. La figura de Alejandro introduce un elemento nuevo, al agudizar la imagen del gobernante individual y carismático hasta el punto de convertirse en figura mítica, modelo de todo gobernante posterior que pretendiera sustentar su poder en las cualidades individuales. Con Alejandro se universaliza la historia antigua de Asia y Europa, en un proceso en que vuelve a configurarse una nueva realidad entre la helenización de Oriente y la orientalización de Grecia.
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Con este panorama por delante, se podrá comprender que, aunque la difusión del Barroco llegase a alcanzar a toda Europa, la dinámica del influjo, arraigo y desarrollo de la cultura barroca se manifestara con agudos desfases cronológicos, se propagara con fluctuaciones, ya con éxitos sonados, ya con fuertes resistencias, y su especificidad cultural se revelara desigual. Estos extremos -ligados, por lo demás, a las varias situaciones políticas, sociales y económicas, sin olvidar las ideológico-religiosas, de las distintas naciones y territorios- están íntimamente conexionados, es evidente, a las diversas corrientes estilísticas y tendencias figurativas vigentes por aquel entonces, que entraron en enfrentamientos, convivieron armónicamente o desembocaron en extraños maridajes formales.Los principios barrocos propiamente dichos, los clasicistas o los naturalistas formulados y practicados en Italia, más los propios del Barroco cartesiano o del clasicismo académico propugnados en Francia, por sólo recordar los fundamentales del Barroco, impiden que podamos unificar bajo una sola etiqueta todas las manifestaciones artísticas florecidas en Europa a lo largo de todo el conflictivo siglo XVII.Sin embargo, una vez más haremos hincapié en que los términos barroco o clasicismo no señalan en sí mismos conceptos opuestos por definición, sino que tan sólo indican tendencias artísticas generales, inflexiones puramente formales, entre las que no existen en realidad soluciones de continuidad, quedando sometida su elaboración en la mayor parte de los casos a la personalidad creadora de los artistas y a sus capacidades interpretativas de las indicaciones y del gusto de los comitentes.Por lo que nos atañe, ni el arte de Holanda, de Alemania del Norte o de los países del Báltico fue estrictamente barroco, al verse matizado por rasgos claramente clasicistas, unos venidos de Italia y los más importados de Francia, o relacionados con ella. El arte de Inglaterra, no obstante ser de tono predominantemente etiquetable como clasicista, también fue tocado por sugestivos ecos barrocos italianos o flamencos. Las manifestaciones artísticas de Alemania del Sur, Polonia, Bohemia o Austria, aun aceptando con fervor y manteniéndose fieles al arte barroco, al que conducirán durante el siglo XVII a su más delirante triunfo, tampoco escaparon a algunas veleidades clasicistas, y no siempre italianas. Y, en fin, la tan barroca Flandes tampoco supo cómo resistirse ante el clasicismo plástico romano. Y tocando a las puertas de casi todos, el naturalismo caravaggiesco.Sin duda, a la transmisión de los lenguajes figurativos y de las formas artísticas contribuyó, bastante, el papel difusor de la imagen estampada, conformando la ilustración de los frontispicios de libros, colecciones de grabados, libros de emblemas, relaciones de decorados festivos, etc., con que los artistas, apoyados por los más eruditos y cultos impresores del momento, inundaron de imágenes toda Europa. Sólo Rubens, entre 1612 y 1639, diseñó 49 frontis de libros para el editor de Amberes Balthasar Moretus, el yerno del mítico Plantin.Pero el más activo y fundamental de los agentes transmisores fue el elevado prestigio teórico o fáctico y, sin duda, la gran movilidad operativa de buena parte de los artistas europeos del momento, su vasta e increíble capacidad para viajar y moverse de un lado para otro. Los mismos artistas hicieron que su movilidad viajera propiciara los intercambios y que su actividad favoreciera la difusión del gusto, el flujo y reflujo de las ideas y la propagación de los lenguajes formales. Así, los arquitectos italianos diseminaron su arte por diversos países de la Europa central durante todo el Seiscientos, seguidos por los franceses, pero también hubo, y no pocos, holandeses en la Alemania nórdica.Los pintores germánicos, flamencos y holandeses fueron atraídos por Roma, principalmente, para más tarde regresar, o no, a sus lugares de origen. Bernini viajará a París; Guarini se trasladará a París e irá a Lisboa, quizá pasando por España; el P. Pozzo se marchará a Viena, donde moriría; Rubens viajará por toda Italia, vendrá a Madrid, caminará a París, pasará a Holanda y a Inglaterra; Van Dyck estará varias veces en Inglaterra y recorrerá Italia; Wren viajará a París; Duquesnoy, tras formarse y trabajar en su Flandes natal, marchará a Italia, donde se establecerá, y así, muchos más. La lista podría hacerse interminable. Pensemos, por poner un ejemplo, que Inglaterra se nutrió durante generaciones de pintores foráneos, y que detrás del nombre de sir Peter Lely se esconde, en realidad, un artista de origen holandés llamado Pieter Van der Faes.Pero, lo que mejor explica las grandes diferencias estilísticas, las tendencias nacionales o las corrientes locales existentes dentro de la unidad del Barroco -entiéndase como término estilístico cabal y adherente respecto a todas las tendencias que se producen en su seno-, ya no son ni el tipo de enseñanza técnica y formal recibida por los artistas, ni las cuestiones teóricas de orden estético o visual, ni los problemas de representación figurativa o compositiva, ni la conquista de la realidad, ni nada que se le asemeje. En la práctica esos problemas, y sus correspondientes respuestas, ya formaban parte de un acervo común, en el que coparticipaban los más adiestrados artistas del momento, con verdadera y original capacidad creadora.Ni tan siquiera, la clave de tal explicación puede o, quizá mejor, debe buscarse solamente en las tradiciones locales, en las clases sociales o en los regímenes políticos y en las creencias religiosas. Cierto que todos estos elementos y/o factores ahí están e influyeron, en diversa medida y según qué casos, ¡qué duda cabe!. No es posible negar la evidencia, pero tampoco nos valen, en especial por haberse constituido por obra de muchos historiadores en claves explicativas unidireccionales y excluyentes.
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Fue al final de la década de los 50 cuando Oteiza abandonó el expresionismo y la figuración para iniciarse por el sendero de la abstracción y la investigación geométrica-racional de los constructivistas rusos de principios del siglo XX, lo que le llevó al vacío en la escultura, un recorrido metafísico que influiría de forma decisiva en todas las artes contemporáneas. Oteiza decidió abandonar la escultura en 1959, convencido de que ya no iba a aportar nada nuevo.
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El ambiente socioeconómico en el que se origina el estado en Egipto se nos presenta con perfiles demasiado esquemáticos. En términos generales se trata de una sociedad relativamente igualitaria dedicada a actividades agrícolas, asentada en aldeas y posteriormente en unidades de hábitat más amplias, que a lo largo del IV Milenio van perdiendo su carácter simple conforme adquieren estructuras más complejas. Estas, a su vez, generan un doble conflicto: por una parte el interno, inherente a la sociedad de clases; por otra, el externo al poner en contacto comunidades políticas diferentes que resuelven sus litigios mediante la guerra. Precisamente el conflicto político entre estados constituye el punto de partida de la unificación territorial que podemos reconstruir en sus rasgos principales gracias a los documentos legados por los protagonistas y por el recuerdo transmitido en generaciones posteriores. El trabajo intelectual al servicio del poder político construyó unos códigos culturales tendentes a justificar la superioridad de unas formaciones locales frente a otras a través de procedimientos simbólicos vinculados a fuerzas exteriores a las propias comunidades (la elaboración mítica del conflicto entre los dioses), que contribuyeron decisivamente a favorecer ideológicamente lo que se estaba construyendo en el plano de lo real: la imposición forzosa de la unidad bajo la autoridad de un individuo único, ajeno, por tanto, a las características de los restantes mortales. Era el mundo de una percepción cósmica que enfrentaba el orden con el caos o el poder político con la anarquía, y que obligaba a la mentalidad colectiva a asumir como propia, por única, la ideología de los dominantes, que con altibajos habría de perpetuarse durante tres mil años. Se ha supuesto que el proceso de unificación rompió un sistema tribal que se reconocía simbólicamente en sus animales totémicos, perpetuados en la época dinástica. Estos quedarían integrados en un nuevo sistema político, primer paso de una jerarquización del orden divino, reflejado en los atributos de los dioses y en la materialización política simbolizada en distintas épocas por el Muro Blanco de Menfis, el Cetro de Tebas o el Relicario de Osiris en Abidos. Y aunque la etiología totémica de la religión egipcia ha sido discutida con serios argumentos, la composición de las cosmologías nos transmite la imagen de que los propios egipcios percibieron los orígenes de su cultura como un proceso acumulativo, con una jerarquización determinada por los acontecimientos políticos. Conocemos tres cosmologías procedentes de tres lugares diferentes, lo que contribuye excepcionalmente a la comprensión del proceso formativo del imaginario egipcio: la de Heliópolis, la de Hermópolis, que no difieren en sus líneas maestras, y la de Menfis, la más reciente, y en la que se percibe con mayor claridad el proceso de manipulación del cuerpo sacerdotal para integrar como dinastía primera una compuesta por dioses, con una finalidad análoga -aunque más explícita y consciente- a la de las otras cosmologías. La más antigua es la heliopolitana, según la cual, al principio no había más que un elemento líquido en el que se halla el germen vital; de ahí surge el sol que se convierte en el organizador cósmico frente al caos líquido, elemento marginal que rodea al orden. Del sol nace una pareja de dioses abstractos que representan un principio masculino seco y otro femenino húmedo; esta pareja engendra el cielo y la tierra que, a su vez, serán los generadores de los dioses antropomorfos -que conservan sus atributos totémicoanimistas- compuestos por dos parejas: Osiris e Isis, Seth y Neftis. La primera pareja con sus descendientes -y entre ellos en primer término Horus, personificación del poder faraónico- representa los valores positivos, de manera que se convierte en el prototipo de la familia real; la segunda, su antagonista, encarna los peligros internos que amenazan al orden faraónico, mientras que los externos están simbolizados en el líquido marginal. A partir de este esquema se establecen las conexiones necesarias para justificar la prevalencia de unos u otros lugares que, en definitiva, no hacen más que aceptar el carácter teleológico del ordenamiento monárquico. Se trata, pues, de la elaboración de un sistema explicativo de la realidad que, organizado por el grupo dominante, se impone como forma de pensamiento colectivo a la totalidad de la población. Y así, la versión imaginaria de la realidad se presenta como si fuera la propia realidad, lo que la hace -desde esa dimensión- inamovible, de ahí la imagen monolítica del imaginario egipcio como constante de su historia. El desarrollo político de los momentos iniciales favorece esta construcción e, incluso, cuando comienza a ser discutido el fundamento del poder político, a partir de la VI dinastía, seguirá siendo operativo mantener el sistema de la ideología dominante como instrumento eficaz de opresión más allá de las alteraciones internas de la clase dominante motivadas por la lucha política. Los acontecimientos que hacen posible este proceso no son cabalmente conocidos. Ya hemos señalado cómo la maza del rey Escorpión parece representar la victoria de un monarca del sur sobre los nomos, o unidades político-territoriales, del Bajo Egipto. La representación de los símbolos de los diferentes nomos parece indicar que el proceso de concentración política en el Alto Egipto se había producido mediante victorias parciales, que provocan la propia jerarquización de los dioses de cada una de las comunidades. Un ejemplo ilustrativo sería Horus, personificación del propio faraón y protector de su palacio, como aparece en las representaciones jeroglíficas de los nombres de los faraones, cuando se ve un halcón sobre un recinto amurallado con el nombre de Horus del faraón mencionado. La importancia adquirida por Horus en el período dinástico justificaría la hipótesis de que su ciudad Hieracómpolis había adquirido la hegemonía en el sur, extremo avalado por los hallazgos de dicha ciudad, de donde procede no sólo la maza del rey Escorpión, sino también la paleta de Narmer. En ésta se representa al monarca en cada una de las caras tocado con una corona, la blanca del Alto Egipto y la roja del norte, y simboliza el triunfo militar del sur sobre el norte. Pero es importante, además, destacar que la unidad territorial del sur, representada por la alta corona blanca, tiene su correlato en la unidad del norte expresada en la corona roja. Sea por tanto cierta o no, la idea de la unificación adquiere una fisonomía jerarquizada: primero el triunfo de unos nomos sobre otros que selecciona a la ciudad hegemónica de cada área -con sus dioses- y, después, la confrontación de los dos reinos que habría de resolverse en un estado único, que elabora su propia trama ideológica integrando en un sistema explicativo funcional a los dioses de los distintos nomos. El proceso hubo de ser muy rápido, pues en la conmemoración del triunfo del sur, sus monarcas no hacen referencia exclusivamente a la victoria sobre un reino septentrional unificado, sino que aluden a cada una de las antiguas unidades políticas que habían quedado integradas en la corona roja. Probablemente en la celeridad del proceso de unificación pueda hallarse una de las claves que explican las diferencias en la concepción de la monarquía egipcia y las mesopotámicas. A partir de los datos con los que contamos parece fuera de duda que bajo Narmer el valle del Nilo está políticamente unido. Ignoramos si el proceso es tan lineal como surge de los testimonios o si, por el contrario, hubo muchos más enfrentamientos de los que no nos ha quedado recuerdo. La duda es legítima desde el momento en que la tradición literaria atribuye la unificación, entendida como fundación de la I dinastía, a un rey llamado Menes. En efecto, según Manetón, un sacerdote que a comienzos del siglo III a.C. redactó una historia de Egipto quizá por encargo del faraón Ptolomeo II en la que se estableció el orden de las dinastías y los monarcas que las componían, el fundador del imperio sería Menes, que también aparece con la misma posición en la lista de nombres de predecesores de Seti I que hizo grabar en su templo de Abidos poco antes del 1300. Pero la Piedra de Palermo, una placa fragmentada de procedencia desconocida, da como nombre del primer faraón el de Aha, cuya histórica existencia está confirmada por documentos arqueológicos. Mucho han discutido los especialistas a propósito de quién fue el primer faraón de Egipto y en el estado actual del conocimiento podemos afirmar que las contradicciones no son insalvables, pero que ninguna solución es completamente satisfactoria. Cabe la posibilidad de que Escorpión, Narmer y Aha sean los nombres de Horus de tres monarcas diferentes, uno de los cuales sería el propio Menes. En tal caso, Menes correspondería al nombre nebty, es decir, el nombre de las dos Damas, Nekhbet, la diosa buitre protectora del Alto Egipto, y Uadjet, la diosa cobra que tutela el norte. Algunos autores han llevado el proceso de identificación más lejos y han supuesto que Narmer-Menes habría tomado el nombre de Aha tras la unificación de los dos reinos. En cualquier caso, la opinión más generalizada es que Escorpión sería uno de los últimos representantes de la lucha por la unidad del Egipto predinástico, que Narmer-Menes sería el fundador del Imperio y que Aha sería su primer sucesor. Sin embargo, un extremo no destacado habitualmente es que Narmer no aparece representado con la doble corona, sino alternativamente con una corona u otra, como ocurre en los fragmentos del Cairo de la Piedra de Palermo con algunos de los reyes mencionados. Esto podría significar que la unificación territorial se produciría después de que se realizaran diversos ensayos de un solo monarca sobre dos reinos diferentes, hasta que un rey -quizá Aha- lograra ceñir la doble corona como representación de un reino definitivamente unido hacia el año 3100.
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En primer lugar debemos aclarar a qué nos estamos refiriendo cuando hablamos de unidades organizativas indígenas. Se han utilizado varias expresiones para designar a aquellas realidades que encierran los términos gens, gentilitas y genitivos de plural que aparecen en las inscripciones formando parte del nombre de los individuos. Desde el término homónimo de "gentilidades", inicialmente utilizado por Tovar y seguido posteriormente por muchos autores, hasta quizás el más cercano a la realidad de "organizaciones suprafamiliares", propuesto por M.L. Albertos, aunque esta autora incluye también en la denominación términos como populus y otros, o el que, aun pareciendo más ambiguo por su primera parte ("unidades organizativas"), mejor define lo que realmente son por el segundo ("indígenas"), utilizado por M.C. González y otros autores. Así pues, cuando hablamos de unidades organizativas indígenas, nos estamos refiriendo a esas realidades, que, por cierto, no sabemos todavía qué son, ni su forma de organizarse, que aparecen en la epígrafia bajo los términos gens, gentilitas y genitivos de plural en -on/-om, -un/-um y -orum, y que han sido objeto de una recogida y análisis exhaustivo por M.C. González, siguiendo y ampliando los trabajos de M.L. Albertos, pioneros en éste como en tantos otros temas referidos al análisis de la realidad indígena en la Hispania romana, y de J. Santos. Lamentablemente para nosotros los datos transmitidos por las fuentes son insuficientes para poder hacer una reconstrucción completa de cómo era la sociedad indígena en el momento de la conquista de la Península Ibérica por Roma. A pesar de ello, los investigadores han intentado definir el grado de desarrollo histórico alcanzado por estos pueblos y, para ello, se han fijado fundamentalmente en la información que transmiten las fuentes epigráficas, en las que aparecen los términos anteriormente referidos. Junto a estas informaciones tenemos las descripciones que Estrabón hace de estos pueblos. El problema se centra en saber qué es lo que representan esos términos y cuál es el papel que las unidades que representan juegan dentro de la organización social indígena. A pesar de la falta de información se ha calificado a la sociedad indígena de la zona como una sociedad de carácter gentilicio o tribal, aludiendo con estos términos a una sociedad preestatal, aplicando un modelo teórico elaborado por Morgan a finales del siglo XIX a partir de su análisis de la sociedad de los indios iroqueses de Norteamérica, aplicación de este modelo que no es exclusiva a la Antigüedad de la Península Ibérica, sino que tiene su origen en su aplicación a otras sociedades del mundo antiguo, concretamente a Grecia y Roma. En el siglo XIX se crea un modelo que intentaba explicar el proceso mediante el cual en Grecia y Roma se había llegado a la formación de la ciudad-estado, a partir del conocimiento del resultado final, pero no de su desarrollo, ni de su punto de partida. Para llenar este vacío se recurrió a un esquema teórico elaborado en buena parte sobre sociedades primitivas modernas. Se suponía, con una perspectiva evolucionista, que estas sociedades primitivas modernas se hallaban en un estadio de desarrollo similar al del pueblo heleno y latino de comienzos del primer milenio y, por ello, su estructura social debía ser semejante. Según esto, se asumió que la ciudad-estado clásica se había constituido a partir de una sociedad fundamentada en grupos de parentesco con escaso o nulo enraizamiento territorial. Estos grupos de parentesco estarían vertebrando las principales actividades comunitarias tanto en el plano social y económico como en el religioso, etc. La confirmación de esta similitud se establecía a partir de la existencia en las sociedades clásicas de una serie de términos como genos, phratría, phylé en Grecia y gens, curia y tribu en Roma, que se identificaban con los grupos de parentesco que se conocían entre los pueblos primitivos modernos, en particular, entre los indios norteamericanos. Los términos gens, phratría y tribu se convirten en categorías que designaban a ciertas agrupaciones parentales fuera cual fuera la sociedad en la que se hallaban, e incluso el adjetivo gentilicio, derivado de gens, fue utilizado para designar el tipo de organización social que constituía la pieza básica. Las noticias que se conservan en la sociedad clásica sobre estos términos son escasas y confusas; sin embargo, a partir de ellas, se intenta reconstruir de una manera razonable y verosímil el proceso que condujo a la cristalización de la ciudad-estado desde el estadio gentilicio definido a partir de determinados modelos antropológicos. Los fundamentos de la teoría gentilicia surgieron con los primeros balbuceos de la ciencia antropológica de los años sesenta y setenta del siglo XIX. Varios investigadores (Maine y Morgan, entre otros), partiendo del estudio de sociedades distintas (la clásica o, más concretamente, el derecho antiguo el primero y las sociedades primitivas modernas, concretamente los iroqueses, el segundo) coincidieron en dos puntos de interés que llevaron a la elaboración de la teoría gentilicia: por un lado la preocupación que se mostraba por la familia, su génesis y desarrollo y, por otro, la valoración del relevante papel de las relaciones de parentesco en las sociedades primitivas. A partir de aquí se intenta elaborar un esquema sobre la evolución social de la humanidad. El verdadero padre de la teoría gentilicia fue L.H. Morgan para quien la organización gentilicia habría nacido del "salvajismo" y habría acompañado a la humanidad como forma fundamental de la organización social e incluso habría sobrevivido, aunque desvirtuada durante las primeras fases de la "civilización". Para Morgan no importaba la sociedad de la que se tratara, pues esta organización era idéntica en estructura orgánica y principios de acción, de forma que el genos griego, la gens latina, etc. eran lo mismo que la "gens" del indio americano. Su valoración del papel del parentesco en las sociedades elementales, así como de la importancia de la actividad económica en el desarrollo social y, en particular, de la propiedad privada y su transformación hereditaria como elemento clave en el proceso de formación del Estado, hicieron que rápidamente su teoría fuera aceptada por los padres del marxismo, Marx y Engels, y que sus postulados quedaran sólidamente arraigados. El término tribu es utilizado a partir de Morgan por toda la antropología en general para designar dos realidades: un tipo de sociedad, un modo de organización social específico que se compara con otros modos (estados, bandas, etc.) y un estadio de la evolución de la sociedad humana. En ambos casos el término es muy impreciso y, por ello, hace más de dos décadas que está en crisis debido a las críticas sobre su imprecisión. En la actualidad, en la definición de Morgan únicamente se ha mantenido su primer aspecto, es decir, el descriptivo de un tipo de sociedad, aunque no tal y como Morgan lo había hecho. El segundo aspecto, la referencia a un estadio de evolución, se ha perdido a raíz del hundimiento de las teorías evolucionistas. Antes de pasar adelante vamos a fijarnos en los elementos esenciales que definían el modelo de sociedad descrito por Morgan. Según este autor, la "sociedad gentilicia" se caracteriza en todas partes por: 1. Estar basada en las relaciones de parentesco o, lo que es lo mismo, que la consanguineidad es lo que cohesiona la sociedad. Existen tres grupos básicos, que suponen tres grados distintos de parentesco, gens, fratría y tribu. El grupo fundamental es la gens: varias gentes constituyen una fratría y varias fratrías constituyen una tribu. La gens constituye un grupo que tiene un antepasado común y la pertenencia a este grupo se fija por la sangre, por vía materna. 2. En su seno existe la igualdad más estricta entre sus miembros. 3. Existe la propiedad comunal de la tierra. 4. Todos los miembros eligen o deponen en asamblea a sus jefes. 5. Tienen una religión y unas prácticas religiosas comunes, así como un cementerio común. Los avances de la antropología han mostrado cómo muchas de estas características eran dudosas: en muchos casos no coinciden unidad lingüística, cultural y tribal; la descendencia común a partir de fundadores ancestrales era una ficción; se ha descubierto que aquellas sociedades que se clasificaban como "democracias militares" eran auténticas "sociedades estatales" donde la organización en tribus no había desaparecido, etc. El concepto de "sociedad tribal" designa en la actualidad un pequeño grupo de rasgos visibles del funcionamiento de numerosas sociedades llamadas primitivas: el carácter segmentario de las unidades socio-económicas elementales que lo constituyen; el carácter real o aparente de los grupos de parentesco de estas unidades socio-económicas y el carácter multifuncional de esas relaciones de parentesco. Del concepto de tribu elaborado por Morgan ha desaparecido aquello que estaba directamente relacionado con las concepciones especulativas, por ejemplo, la idea de un orden necesario de sucesión de sistemas matrilineales de parentesco a patrilineales, etc. Numerosos trabajos desde el campo de la Lingüística y de la Historia Antigua se han ocupado del estudio de la organización social de los pueblos del área indoeuropea de la Península Ibérica. Los avances de una y otra disciplina, así como nuevos hallazgos epigráficos, han contribuido a ampliar los conocimientos sobre las características de la organización social de los pueblos prerromanos y su continuidad o transformación en época romana. Tradicionalmente se ha definido a la España prerromana indoeuropea por el carácter "tribal" o "gentilicio" que se atribuye a su organización social, carácter que estaría ausente en la zona ibérica. Bajo este apelativo se trataba de remarcar la inexistencia o precariedad de formas estatales y el predominio de las relaciones de parentesco como elemento de articulación social. Pero el área indoeuropea no es homogénea y, aunque hay zonas en las que percibir la existencia de una organización "estatal" es muy dificil, en otras no lo es tanto, y las relaciones de parentesco debieron jugar un papel importante, de forma que en la epigrafia se mencionan unidades organizativas cuya denominación alude al vocabulario del parentesco. Sin embargo, cuando se habla de organización gentilicia, lo que se quiere expresar claramente es algo más que esto, es decir, aludir a una sociedad organizada según el modelo teórico elaborado por Morgan, un tipo de comunidad basada en el parentesco, sobre el que girarían todos los actos de la comunidad. Schulten ya utilizó esta definición para el área indoeuropea (para él céltica) de España. Existía, en su opinión, la organización en tribu, clan y familia. El clan equivaldría a las gentes o gentilitates y a las centurias (signo "C invertida" de la epigrafia). Varias familias constituirían un clan y varios clanes una tribu. Caro Baroja, al tratar de la organización social de los pueblos del Norte, realizó una gran aportación con su revisión de la utilización del término tribu por los historiadores modernos, aunque esta llamada de atención no haya sido tenida en cuenta por la mayor parte de los historiadores. En general se han utilizado y se siguen utilizando términos y conceptos no definidos claramente y que han llevado a errores y vagas generalizaciones. No debemos olvidar que los autores antiguos utilizaron términos con una acepción institucional concreta en su ámbito político y socio-cultural; la cuestión es saber si estas denominaciones tienen un contenido idéntico o no cuando se aplican a pueblos considerados bárbaros. Es el tan traído y llevado tema de la interpretación romana de la realidad indígena a partir de los esquemas de los conquistadores. Desde el campo de la lingüística los trabajos de Tovar suponen un gran avance, pues, aparte de hacer una recogida exhaustiva para su época de todos los documentos en que aparecen términos que se refieren a estas formas organizativas, señala que el territorio de las gentilidades (término que utiliza para englobar a gentes, gentilitates y genitivos de plural) es distinto y excluyente con respecto al ocupado por las "centurias" (sic). M.L. Albertos siguó con esta labor de recogida de todos los documentos, pero sin llegar a intentar una interpretación de su significado. Desde el punto de vista de la Historia Antigua hay que resaltar el artículo de M. Vigil antes citado, que dio una serie de pautas para analizar la pervivencia de las estructuras sociales indígenas. Dentro de esta línea debe encuadrarse el primer intento de descubrir la realidad social indígena y su evolución con la llegada de los romanos realizado por J. Santos a partir de la interpretación del Pacto de los Zoelas, y el análisis tanto de las inscripciones con términos que pueden tener una referencia parental, como de los castella de Gallaecia. Otros autores han equiparado gentilitas y genitivos de plural con clan, como es el caso de Salinas de Frías en sus estudios sobre los pueblos prerromanos de la Meseta. Más recientemente en un trabajo de Urruela sobre los pueblos del Norte peninsular se afirmaba que estos pueblos se encontraban en una situación de paso entre las tribus igualitarias y las sociedadades jerarquizadas, con el siguiente esquema organizativo: pueblo - tribu clan - linaje y grupo familiar, en el que las gentilitates (sic) documentadas en la epigrafia correspondían a grupos de linaje. El principal problema de este trabajo es el de no haberse ocupado del análisis de las fuentes, por lo que su esquema teórico elaborado desde presupuestos antropológicos y etnológicos no resiste la prueba de contrastarlo con las fuentes. Pero, sin duda, el mayor avance realizado hasta el momento lo tenemos en la obra citada de M.C. González, completado en algunos aspectos por otras obras citadas en la bibliografia, donde, analizando los términos que reflejan formas organizativas indígenas suprafamiliares del área indoeuropea, se establecen tres grupos precisamente a partir de estas formulaciones: 1. Unidades organizativas indígenas representadas por el término gens, atestiguado casi únicamente entre cántabros y astures. 2. Unidades organizativas representadas por el término gentilitas, que es el grupo menos numeroso, reduciéndose prácticamente a las menciones del Pacto de los Zoelas y a una dedicatoria religiosa hallada en Oliva, Cáceres. 3. Unidades organizativas representadas por el genitivo de plural, que forman parte del sistema onomástico de los individuos y que son, con mucho, las más numerosas. A partir de su exhaustivo análisis M.C. González llega a establecer una serie de conclusiones entre las que cabe resaltar la referida a la naturaleza de la realidad que encubren estos términos de la epigrafia y de la que damos cuenta a continuación: - Los términos gens, gentilitas y genitivos de plural hacen referencia a unidades organizativas indígenas de mayor o menor amplitud caracterizadas por ser unidades parentales que actúan como unidades sociales dentro de unos límites territoriales definidos. Aunque los tres aluden a unidades organizativas cuyo principio básico común es el de estar integradas por individuos unidos entre sí por vínculos de parentesco, tienen cada uno de ellos un valor concreto, definido y distinto en cada caso y no pueden ser equivalentes. - Los genitivos de plural se mencionan preferentemente en el "origo" personal y, cuando no es así, figuran como propietarios de algunos "instrumenta", como sucede con los individuos particulares, y como partes que participan en la realización de pactos de hospitalidad y en una ocasión aludiendo a una divinidad. - Las gentilitates nunca aparecen en el "origo" personal, sólo lo hacen como parte que interviene en pactos de hospitalidad y en una ocasión aludiendo a una divinidad concreta. - Las gentes aparecen en el "origo" personal con frecuencia después de la alusión a la "civitas" o a la entidad territorial, pero nunca lo hacen como partes que actúan en pactos de hospitalidad, como propietarios de objetos o "instrumenta", ni asociados al nombre de una divinidad. Son además éstas las únicas que se toman como base de una "civitas" (es el caso de los Zoelas).