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Las primeras investigaciones sobre las obras que me propongo reseñar datan de época musulmana, ya que los cronistas y geógrafos andalusíes, y los de otros países islámicos, manifestaron su admiración, a través de su inagotable capacidad de hipérbole, ante las construcciones que, a veces casi intactas, aún pudieron contemplar en Hispania; así es fácil reconocer en los textos árabes fantásticas noticias sobre los acueductos emeritenses, como las que nos transmite Al-Himyari, con el imprescindible aderezo de leyendas, o el reconocimiento efectuado en el año de 1171 por quienes descubrieron admirados el origen romano del acueducto de Isbiliya. Los puentes, además de reparaciones y obras diversas, recibieron la correspondiente cuota de admiración y la conveniente pizca de enigma: "Kantarat as-Saif. En al Andalus. Es un castillo a dos días de camino de Mérida (...) Este puente es una obra importante, elevada sobre un arco de construcción antigua. Encima del arco se ve un sable suspendido, que ha permanecido intacto a pesar de los siglos". Igualmente encomiásticos fueron los cristianos que bajaron del norte durante la llamada Reconquista, pues no en vano siguieron las viejas calzadas en sus correrías y usaron sus puentes, los que quedaban en pie, para acercarse a Al-Andalus, donde ya encontraron las obras romanas remozadas y acrecentadas por otras califales. Pero lo cierto es que durante casi medio milenio, hasta la época de los Reyes Católicos, la admiración no dio paso a otras iniciativas más sólidas, en forma de nuevas obras o reparaciones, ya que las primeras renovaciones del panorama que nos interesa datan de fines del siglo XV y los primeros años del siglo XVI, aunque en la Corona de Aragón estas fechas son algo anteriores. A partir del siglo XVI se detecta, especialmente en el entorno de Felipe II, el interés erudito por los restos de las obras romanas, aunque revistiese, casi siempre, el simple deseo de copiar o coleccionar, e incluso inventar, inscripciones y relieves. Poco a poco, a través de los viajeros cortesanos y los eruditos locales, se fueron conociendo las obras romanas con un cierto distanciamiento, aunque la negra honrilla local nos ha convertido en romanos cuantos acueductos y puentes careciesen de inscripciones modernas, hasta inducir, en el siglo XX, a los más hilarantes patinazos. Es más, las leyendas se superponen de tal manera al conocimiento científico que es posible que en el inventario que he usado para redactar estas páginas, que da el marchamo de romanidad a ciento setenta obras, se me haya colado algún puente medieval o una presa labrada en el siglo XVIII. La posibilidad de que se me hubiera olvidado algún otro, declaradamente romano, viene facilitada por la inflación de publicaciones que han salido en los últimos años sobre el tema, en las que predominan las investigaciones inmaduras. El análisis serio y fundado de los ejemplares conservados es una tarea que apenas si ha comenzado, pues, aunque parezca una exageración, sólo están bien estudiados un faro, cinco o seis acueductos y tres o cuatro puentes; esta afirmación sorprenderá más a quien conozca las numerosas publicaciones de C. Fernández Casado, autor de numerosas e importantes obras públicas en los últimos cincuenta años y maestro de muchos profesionales; sin embargo, sus análisis históricos, en cuanto a los datos que manejó, dejaron mucho que desear, como veremos. En una palabra y para cerrar lo que opino del estado de la cuestión, diré que la mayoría de lo que se ha publicado sobre estas obras romanas es una simple acumulación de citas, fotocopias de errores y opiniones basadas en el prestigio de la autoridad que las emite, siguiendo la caduca manera de los viejos historiadores del Arte. Lo que falta es, en primer lugar, documentación seria de los propios monumentos, ya que en su inmensa mayoría ni siquiera están bien dibujados, y en segundo lugar brillan por su ausencia las excavaciones. Cuando estas peticiones estén satisfechas podremos decir cosas sobre estos edificios romanos que vayan más allá de las simples opiniones, por muy respetables que sean.
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Jean Fautrier (1898-1964) era un pintor figurativo y con un cierto nombre antes de la guerra; en los años de la contienda, realizó cuadros con el título de Otages (rehenes), de carácter fuertemente político, que se expusieron en 1945 en una de las galerías de resistencia, la Drouin. El tema de los Rehenes tenía que ver con las ejecuciones sumarias y las torturas que se llevaban a cabo en los bosques inmediatos a Chátenay Malabry, donde él vivía en una clínica para enfermos mentales, y desde la que se oían los gritos. Estos "poemas de la Resistencia", como los ha definido Argan, son grandes rostros que ocupan toda la superficie del cuadro, que suele ser de pequeño tamaño, y están construidos a base de una materia espesa, no uniforme, cargada de calidades táctiles, casi como un bajorrelieve, sobre la que el pintor araña o dibuja los rasgos (el perfil o los ojos, sin más).Fautrier hace escultura en los años cuarenta, cabezas maltratadas y Otages también que guardan la huella, o son el resultado, de ese mal trato; desengañado de la pintura tradicional, abandona el óleo y como soporte utiliza papel y nuevos materiales como revoco y cola. Encima aplica una sustancia bruta, hecha a base de tintas y polvos que deposita en capas sucesivas y que se van mezclando unas con otras sin secar. Sobre esta pasta informe y no uniforme, irregular, dibuja o araña con el pincel o con otros instrumentos, completando la imagen, que suele ser un desnudo. Pero no un desnudo tradicional y hermoso, sino un desnudo que es fruto de texturas, color, arañazos y deformaciones, vulnerable y vulnerado. Un cuerpo o un rostro torturado y mutilado, recuerdo de hechos históricos, como Oradour-sur-Glane de 1945 (Houston, colección Menil), un pueblo que sufrió una matanza nazi, una especie de Guernica en Francia.Considerado como el principal precursor de los informalistas, con los que Tapié le expuso en 1948 y 1951, su pintura se ha considerado una preconstrucción en la que lo importante es la materia (la textura) y lo de menos la forma.
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También en la urbanística se consideraban los romanos alumnos de los etruscos. Conocida es la leyenda de que la propia Roma fue fundada según el ritual que éstos elaboraron, y que revestía particular complejidad. Tras la toma de augurios, debía limitarse en el campo el pomerium o perímetro sagrado de la urbe. Para ello, se uncían una vaca y un buey blancos a un arado, y se trazaba un surco cuidando de que la tierra arrancada cayese hacia el interior: así quedaban simbolizados el muro y el foso. El surco dibujaba un recinto cuadrangular, levantándose el arado del suelo sólo en los futuros emplazamientos de las puertas. Después, se trazaba la trama de las calles en el interior del pomerium. Aquí difieren ya las opiniones. Según un criterio -el que seguirían los romanos en su fundación de campamentos y colonias-, dos grandes calles (el cardo, de norte a sur, y el decumanus, de este a oeste) constituirían la base de la retícula; según otro, los "conocedores de la disciplina etrusca afirman que no eran consideradas verdaderas ciudades por los fundadores de ciudades etruscas las poblaciones en las que no hubiesen sido dedicadas y votadas tres puertas y otros tantos templos a Júpiter, Juno y Minerva" (Servio, ad Aen. 1, 422). Pero ambos criterios son posiblemente conciliables, y lo que resaltan, de cualquier modo, es el papel que desempeñaba también en este campo la ciencia de los arúspices: para ellos, el cielo, y cualquier espacio en general, se divide en sectores positivos (en particular, el cuadrante NE) y negativos (el cuadrante NO, sobre todo), y esto puede determinar el cierre de alguna puerta o la colocación de templos y santuarios. Hoy por hoy, se piensa, sin embargo, que tal problemática se planteó raras veces, de hecho, en las ciudades tirrenas. Lo más probable es que las ciencias augurales no se desarrollasen en Etruria hasta el siglo VI a. C., cuando los principales asentamientos habían elaborado ya su organización interna de una forma natural. A veces se aprecia, desde luego, alguna tendencia a la distribución en cuadrícula (por ejemplo, en la Piazza d'Armi de Veyes), pero quizá se deba a alguna causa concreta, y, desde luego, para obtener conclusiones más fidedignas, faltan excavaciones extensas en las principales urbes. En estas circunstancias, sigue siendo casi única la situación de Marzabotto, una colonia etrusca emplazada en el paso desde el valle del Amo hacia la llanura del Po. Desconocemos su nombre antiguo, pero, gracias a la labor de los arqueólogos, podemos determinar bien su trazado y apreciar en su organización evidentes paralelos con otras colonias tirrenas menos conocidas, como Bolonia (la antigua Felsina) o Capua, símbolos ambas de la expansión etrusca por Italia durante el siglo VI y a principios del V a. C. Marzabotto, fundada hacia el 500 a. C., resulta sin duda una ciudad peculiar. Sus calles cortadas en ángulo recto, sus manzanas de casas de tamaños similares, destinadas a ser repartidas de forma equitativa entre los colonos, nos recuerdan inmediatamente la urbanística colonial griega, conocida por ejemplos tan antiguos como Megara Hiblea, en Sicilia (siglo VII a. C.). Su distribución fue tan conscientemente trazada según los puntos cardinales, que incluso se han encontrado las piedras que usaron los topógrafos o qromatici para marcar perfectamente las direcciones. Pero, por encima de este idealismo geométrico, presente también en algunas ciudades griegas, merece reseñarse sobre todo, y una vez más, el peculiar sentido práctico de los etruscos -red completa de cloacas, cuatro calles (una de Norte a Sur, tres de Este a Oeste) de hasta 15 m de ancho, con sus aceras- y no pasar por alto la curiosa disposición de los espacios públicos. En la propia ciudad, éstos parecen reducirse a las calles, pues, entre vivienda y vivienda, sólo se ve espacio para algún que otro taller (hornos para tejas y para metales, por ejemplo). Los templos, en cambio, se concentran en un altozano algo apartado, casi a las afueras de la urbe, evocando la situación de las acrópolis griegas, pero sin su función defensiva. Mas lo realmente curioso en Marzabotto, a no ser que excavaciones futuras nos reserven alguna sorpresa, es la falta de algo tan necesario en una ciudad griega o romana como es una gran plaza, sea ágora o foro. Posiblemente se celebrara el mercado en las calles anchas, o fuera de la ciudad, pero sólo se nos ocurre, para justificar tal ausencia, pensar en la propia estructura aristocrática y jerarquizada de la sociedad etrusca: para la nobleza, la plaza pública significó siempre un centro de reunión y rebeldía de la plebe. De hecho, las únicas explanadas vacías que conocemos con certeza en las ciudades tirrenas son las que se mantenían delante de los templos, destinadas sin duda a servir de centros de observación y vaticinios para los arúspices.
obra
La pintura orientalista no es la faceta más valorada y entendida de la variada y dilatada producción artística de Muñoz Degrain, quizás por su elevada complejidad técnica, el misterioso significado y porque, francamente, el pintor que acude a Oriente Medio es también un ser algo atormentado. En Oriente Medio, Muñoz Degrain deja de lado la estética postromántica y simbolista, que tanto prestigio y clientes le había proporcionado, para dedicarse, con 60 años, a nuevas aventuras pictóricas que le aproximan al fauvismo y al postimpresionismo.