Las obras para su construcción se iniciaron en 1816, trasladándose un pedestal que había delante de la parroquia de Santa Marina a la nueva Plaza del Egido, actual Paseo de Santa Marina. El monumento consta de un gran basamento sobre el que se levanta el pedestal con columna y, sobre ésta, está la imagen de Santa Marina, colocada finalmente en 1842. Su aspecto actual es consecuencia de una restauración llevada a cabo hace algunos años por suscripción popular.
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El resultado de estos avances fue el crecimiento del comercio mundial, que incrementó su volumen en un 260 por 100 entre los años 1850 y 1870. También es ésta una época de triunfo de las teorías librecambistas, que parecen aceptarse con una fe casi religiosa, gracias al prestigio de los economistas británicos de la Escuela de Manchester (Richard Cobden, John Bright). La abolición, en 1846, de las leyes que impedían la importación de cereal al Reino Unido suponen el primer gran paso hacia la implantación del librecambismo, pero aún pasaron bastantes años hasta que sus principios fueran aceptados por otros países europeos.El tratado franco-británico de libre comercio de 1860, preparado por R. Cobden y el sansimoniano M. Chevalier, es buena muestra de estas actitudes y un modelo que siguen muchos otros Estados. Napoleón III lo había aceptado por su interés en dinamizar la economía francesa, por medio de la competencia de los productos ingleses, pero también por motivos estrictamente diplomáticos, en un momento en el que necesitaba contar con el beneplácito británico para desplegar su política italiana.La cláusula de "nación más favorecida", que se otorgaron mutuamente los signatarios franco-británicos, volvió a ser aplicada en los tratados librecambistas que Francia firmó con casi todos los países europeos durante los años siguientes, y se pensaba que podía favorecer la formación de un mercado unificado, sin barreras arancelarias.La batalla por el librecambismo, sin embargo, fue muy dura dentro de los diversos países y el triunfo de los librecambistas resultaría, a la postre, efímero. A favor del librecambismo estuvieron las compañías ferroviarias, los banqueros que las financiaban y los exportadores de productos, ya fueran agrícolas o industriales, mientras que los partidarios del proteccionismo se contaban entre los industriales que temían la competencia inglesa (especialmente en productos textiles y en la industria metalúrgica).En cualquier caso, el triunfo de las doctrinas librecambistas se tradujo en un fuerte incremento de las actividades comerciales, que alcanzaron su punto culminante en la década de los sesenta. El papel hegemónico continuó siendo desempeñado por el Reino Unido, aunque su participación porcentual en el comercio mundial sufrió un lógico retroceso. Alemania, por el contrario, se afirmó durante los años de mediados de siglo como Una gran potencia económica y comercial.
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Es cierta la flexibilidad de Nicolás V, pero no fue menos rígido que Eugenio IV en la defensa del fundamento teórico de la autoridad papal. Durante su pontificado se realiza una importante exposición de esos fundamentos por pensadores al servicio de la sede apostólica. Es el caso de los cardenales Juan de Torquemada y Bessarión, de Pedro del Monte, Juan de Capistrano y Rodrigo Sánchez de Arévalo. Las dificultades recientemente superadas dejaron en todos una viva desconfianza hacia la convocatoria de concilios. El cansancio general favorecía que Nicolás V pudiese ser el Papa de la concordia; es general la sensación de que se entra en una nueva etapa de la que el jubileo de 1450 constituye el primer acto. Las brillantes ceremonias del jubileo y el considerable número de peregrinos que acudieron a Roma dieron renovado prestigio al Pontificado y sanearon las maltrechas finanzas, posibilitando la reconstrucción de su influjo en la Cristiandad y la tarea cultural y de remodelación de Roma, todo ello iniciado por Nicolás V. La reconstrucción de la autoridad pontificia y la aplicación de las necesarias reformas fue el objetivo esencial de las legaciones destinadas a diversos países europeos; brillantes por los medios desplegados y por las personalidades que fueron situadas a su frente, sus resultados fueron sumamente modestos. Nicolás de Cusa fue nombrado legado en el Imperio, cuya Iglesia ofrecía alarmantes síntomas de apartamiento de Roma; Juan de Capistrano en Europa central, actuales Austria, Bohemia, Polonia y este de Alemania, se enfrentó a dificultades similares, además del insoluble problema husita; el cardenal D'Estouteville trató, sin éxito, durante su legación en Francia, de sacar a la Iglesia de este Reino de la total dependencia de la Monarquía; Bessarión, en su legación en Bolonia, intentó, con mejores resultados, recomponer la autoridad pontificia en los Estados de la Iglesia. La coronación de Federico III en Roma, en marzo de 1452, vino a dejar claro el eclipse imperial y, por contraste, el refuerzo pontificio. Una autoridad a la que no le faltaban enemigos y sobresaltos, como el que significó la conspiración de Esteban Porcaro, un visionario de las grandezas de la antigua Roma, que intentó un golpe de Estado republicano en los primeros días de enero de 1453, inmediatamente sofocado. La unión con la Iglesia griega, tan brillantemente anunciada en 1439, no había pasado de ser una mere teoría; ni siquiera la agobiante amenaza turca facilitó la aplicación de la unión. Tampoco se logró, como pretendía Nicolás V, una acción de todas las potencies occidentales; la caída de Constantinopla sacudió a la Cristiandad que, durante más de un siglo, vivirá bajo la inminencia de un ataque turco y proyectara una Cruzada contra él, pero por el momento la llamada del Papa tuvo muy poco eco. Era muy difícil una coordinación general cuando ni siquiera era posible lograr el apaciguamiento italiano: Nicolás V fracasó en ese intento a través de una conferencia general de paz. Este iba a venir por un camino inesperado. El triunfo de Sforza en Milán, aunque ofensivo para todos, resultaba mejor que la anarquía de la República Ambrosiana; pronto hubo secretos contactos entre Venecia y Milán que permitieron anunciar, casi por sorpresa, la firma de una paz entre aquellos Estados en Lodi (abril de 1454), a la que se sumó Florencia en agosto de ese año. Nicolás V y Alfonso V se sumaron a la iniciativa constituyéndose, en marzo de 1455, la "Liga itálica"; era un acuerdo general de paz, basado en un sutil equilibrio, cuyo principal objetivo era el cierre de Italia a la intervención extranjera, especialmente a la francesa. Con resultados a veces modestos, el Pontificado iniciaba una ingente tarea de reconstrucción que había de tener también su vertiente cultural y su aspecto material, en la propia ciudad de Roma, que había de ser convertida en una ciudad digna del nuevo pontificado. Nicolás V abordó una ingente labor de ordenación urbanística y militar de Roma y del conjunto vaticano; se aunaban en esa preocupación la necesidad de convertir en un formidable bastión la residencia pontificia y de dotar a la ciudad de belleza urbanística. Esos proyectos deciden el derribo de la ruinosa basílica de Constantino, el empedrado de calles, la construcción de acueductos y de puentes. Y también la creación de la Biblioteca Vaticana y el desarrollo de un poderoso esfuerzo de adquisición y copia de manuscritos, griegos y latinos, y un amplio mecenazgo sobre literatos y artistas. La muerte de Nicolás V, en marzo de 1455, cortó prematuramente este chispazo renacentista; las obras emprendidas que, remodeladas, requerirían décadas para su ejecución, hubieron de detenerse. Su sucesor es Alfonso de Borja, Calixto III, un riguroso canonista, muy alejado de las preocupaciones intelectuales de su predecesor; la realización de la Cruzada contra los turcos será su gran preocupación llevada adelante con arrojo por este Pontífice de setenta y siete años. El 15 de mayo de ese año promulgó una bula ordenando la predicación de la Cruzada, cuyo comienzo fue señalado para marzo de 1456. Se financiaría con una contribución especial sobre los bienes del clero y con las indulgencias, en cuya predicación se puso un celo especial, así como en impedir los abusos y fugas de dinero que se había detectado en ocasiones anteriores. La respuesta fue extraordinariamente exigua y las tropas reunidas fueron, por ello, muy reducidas. Se armó una flota que permitió mantener algunas posiciones en el Egeo y se reunieron algunas tropas que contribuyeron al éxito de Belgrado frente a los turcos. Tuvo el grave inconveniente de producir las más agrias protestas contra las indulgencias, y alentar las amenazas de apelación al Concilio por parte de la universidad de París, y de prelados franceses y alemanes, especialmente. El nepotismo de Calixto III, en parte imprescindible por la necesidad de contar con personas de absoluta confianza, fue causa de críticas importantes. No obstante, él mismo abrió menudos conflictos locales que obstaculizaron su propio proyecto de Cruzada. Calixto III murió en agosto de 1458. Fue elegido para sucederle nada menos que Eneas Silvio Piccolomini, Pío II; humanista de extraordinario prestigio, bien relacionado con todos los príncipes, fervoroso conciliarista en su día y, desde los años de desbarajuste de Basilea, ardiente defensor de la Monarquía pontificia. Era una mezcla del humanismo bibliófilo de Nicolás V y el ardor cruzado de Calixto III, al que unía una ductilidad diplomática capaz de llevar adelante el proyecto. Dispuso la predicación de la Cruzada, en octubre de 1458, y convocó a todos los Estados cristianos a un congreso en Mantua para prepararla; la respuesta fue tan mínima que prácticamente era una afrenta y la recaudación decidida sobre los bienes de clérigos, laicos y judíos levantó infinitas protestas. Francia protestó por el reconocimiento de Ferrante como rey de Nápoles, en detrimento de Renato de Anjou, y las demás Monarquías protestaron más que enviar apoyos. Firme fue su postura en la condena del conciliarismo, que le obligó a efectuar una pública retractación de la defensa que de las tesis conciliaristas había hecho en sus años de juventud. Por la bula "Execrabilis", de 18 de enero de 1460, señaló como vicio execrable la apelación a la autoridad de los concilios; su posición contraria al Concilio le condujo a desconocer la negociación de Basilea con los husitas: en marzo de 1462, a pesar del riesgo de que Bohemia se apartara del Pontificado, se negaría a confirmar los "compactata" de Praga. A pesar de todos los fracasos cosechados en la organización de la Cruzada, insistió en la idea hasta el último momento. Lo hizo nuevamente en septiembre de 1463, cuando parecía posible una colaboración de Venecia y Hungría, con apoyo del duque de Borgoña. El propio Pontífice se trasladó a Ancona para supervisar los preparativos de la flota cruzada. Allí le alcanzó la muerte, en agosto de 1464, convencido ya de que el proyecto era, nuevamente, un fracaso. Con la muerte de Pío II se esfuma el proyecto de Cruzada, en su concepción medieval, inviable por su anacronismo. A pesar de las vacilaciones y de la profunda desunión de la Cristiandad, era evidente que se habían superado algunos de los conflictos y se había recuperado el orden en la Iglesia. El evidente triunfo del Pontificado reposaba, en gran parte, en el prestigio personal de quienes lo habían encarnado durante estos años; si éste quebraba, gran parte de lo logrado se desvanecería.
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La contestación que sí iba a tener nefastos resultados para el pontificado vino del exterior, de las tierras alemanas, desde donde primeramente se denunciaron ciertos abusos, como el ya citado de las indulgencias, para pasar poco tiempo después a cuestionarse la autoridad del Papa y a no aceptarse el dominio de la Iglesia de Roma. Para ello Lutero logró canalizar viejas aspiraciones de autonomía eclesiástica, de protestas reiteradas contra la rapiña de la Curia pontificia, recogiendo además un malestar muy extendido entre la población por el abandono pastoral en que se encontraba; en suma, supo liderar la reforma que desde tiempo atrás se estaba solicitando por tantas voces y en ámbitos diferentes. Contó para ello con la decisiva protección que pronto le prestaron algunos príncipes, con la colaboración de prestigiosos círculos universitarios, con el beneplácito de una parte de las propias autoridades eclesiásticas y con el apoyo de amplios sectores de población procedentes de todas las clases sociales. Así lo que había surgido como un problema personal de angustia religiosa se transformó en un diversificado movimiento antipapal y antirromano. La reacción inicial de la Santa Sede se basó en la típica condena de las tesis heréticas. León X nunca llegaría a captar la gravedad del problema, a pesar de la excomunión que lanzó contra Lutero mediante la bula "Exsurge domine" (1520), seguida de la "Decet romanum pontificem" (1521) que reafirmaba el anatema. Por su parte, la respuesta del monje agustino estaba siendo cada vez más radical, pasando, tras unos años de disputas teológicas y de controversias públicas con delegados papales sobre aspectos concretos del dogma, a formular por escrito en 1520, a través de varias de sus obras más significativas, la descalificación papal, su desobediencia, la necesidad de separar la Iglesia de Alemania de la de Roma, la posibilidad de la libre interpretación de la Biblia y otras medidas diversas entre las que se encontraba la reducción de los conventos, que tanta repercusión socio-política y económica tendría en el posterior desarrollo del movimiento reformista. Los poderes políticos no mostraron tampoco actitudes muy firmes y definidas sobre el problema religioso que se había planteado. Es cierto que Lutero fue llamado a la Dieta de Worms en abril de 1521, siendo condenado al destierro por persistir en sus afirmaciones doctrinales, pero la ayuda del elector Federico de Sajonia le proporcionó un refugio seguro en el castillo de Wartburg, desde donde seguiría desarrollando sus planteamientos reformistas. En el interior de Alemania las fuerzas se dividieron a favor y en contra de la ruptura con Roma, detectándose esta división tanto a nivel de los príncipes laicos como eclesiásticos, de los cabildos catedralicios y universitarios, así como en las filas del clero, encontrándose por lo demás muchas pruebas de simpatía hacia la causa luterana entre los restantes sectores de población. Fuera del Imperio, las tensiones que se daban entre las principales potencias occidentales y en el interior de sus territorios eran lo suficientemente importantes como para no querer asumir unilateralmente un problema tan espinoso, que podría traer imprevistas consecuencias para los poderes públicos. Así las Monarquías de España, Francia o Inglaterra, por ejemplo, aunque se sintieron preocupadas por el conflicto, incluso manifestando su rechazo a las tesis luteranas, no adoptaron posturas decididas frente al problema, dejando transcurrir un poco de tiempo antes de actuar con mayor rotundidad contra la rebeldía protestante. Mientras tanto se había producido un nuevo relevo en el solio de San Pedro. El ya anciano, bondadoso, pío y austero Adriano de Utrecht, natural de los Países Bajos, hijo de un modesto artesano flamenco, que había sido profesor de la Universidad de Lovaina, tutor del emperador Carlos V y regente de España, había salido designado Papa en el Cónclave de 1521, celebrado a raíz del fallecimiento del fastuoso y mundano León X; elección un tanto sorprendente dadas las notas distintivas tan opuestas a la personalidad del nuevo Pontífice que predominaban en los ambientes cortesanos de la Ciudad Eterna. De formación humanista, amigo de Erasmo, partidario de atajar los excesos del clero y de combatir la opulencia e inmoralidad de la Curia, en su corto pontificado de veinte meses, de los cuales no pasó más de un año en Roma, apenas si pudo iniciar la reforma eclesiástica desde el interior de la propia Iglesia. Su repentina muerte truncó todas las posibilidades de cambio que se habían abierto con su acceso al trono de San Pedro, acabando también con su desaparición la amenaza que había supuesto para los integrantes de la Curia por el peligro de que se hubiese podido producir un verdadero saneamiento y limpieza de la corrupción que cubría a buena parte de la jerarquía eclesiástica. Adriano VI fue el último de los Papas no italianos de aquella época. Su sucesor sería otro miembro del linaje mediceo, Julio, primo del anterior papa León, que tomaría el nombre de Clemente VII (1523-1534). Con él de nuevo volverían a la cúspide de la Santa Sede las intrigas políticas, las influencias familiares y, en consecuencia, la paralización del movimiento reformista de la Curia. De hecho, frente al nombramiento de un solo cardenal por el bueno de Adriano VI, fueron nada menos que 33 los capelos concedidos por el nuevo Papa, una parte de los cuales pasaron a ser disfrutados, mediante compra, por miembros de algunos de los poderosos clanes de hombres de negocios italianos, mientras que otros se repartieron en función de las presiones políticas que desde España y Francia principalmente se ejercieron sobre el casi prisionero Clemente VII, estado en que se encontraba tras el famoso saqueo de Roma de 1527. No obstante, el comportamiento personal de este Pontífice se alejó bastante del de aquellos prelados que habían ocupado la silla de San Pedro en el último tercio del Cuatrocientos. Serio, inteligente y de conducta más edificante, no supo sin embargo salir adelante con éxito en la difícil coyuntura político-religiosa que le tocó vivir. Indeciso y vacilante como soberano temporal, defensor de los intereses familiares en el complicado juego de la política en Italia y por Italia, pagó muy cara su toma de posición frente a Carlos V, que le supondría la tragedia de 1527, a la vez que no sería capaz de prestar la atención que le debía merecer como máxima autoridad de la iglesia de Roma la ruptura del luteranismo.
acepcion
Forma de gobierno típico de la Roma Imperial, constituido por tres miembros o triunviros. Con el tiempo este término también se aplicó al periodo que duraba esta magistratura.
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En connivencia con Pompeyo, César tomó una decisión, dirigida contra Cicerón: hicieron que Clodio (que pertenecía a la ilustre familia de los Claudios) fuera adoptado por una familia plebeya, la de Fonteio, para que pudiera presentarse aquel verano al tribunado. Se trataba de una adopción ficticia pero era la vía más segura para neutralizar a Cicerón. Clodio había sido protagonista, poco antes, de un episodio importante sobre todo porque selló las malas relaciones entre éste y Cicerón. En el 62, durante la pretura de César, se había disfrazado de mujer e introducido en ciertos ritos religiosos -las matronalia- en los que sólo podían participar mujeres y que se celebraban en casa de César. Descubierto por la madre de César, fue llevado a juicio por sacrílego. Corrían rumores de que mantenía relaciones amorosas con Pompeya, la segunda mujer de César. Clodio fue absuelto, en parte por la aquiescencia de César que declaró no tener conocimiento de nada y, de forma decisiva, por los sobornos que se distribuyeron entre los miembros del jurado. César se divorció de Pompeya y selló una estrecha relación con Clodio, que se pasó a sus filas fervorosamente. Pero Cicerón había actuado durante el juicio como acusador y su ácido sarcasmo contra Clodio despertó el implacable odio de éste. El tribuno P. Vatinio hizo votar un plebiscito de provincia Caesaris por el cual se asignaba, extraordinariamente y por cinco años, el gobierno de la Galia Cisalpina, del Ilírico (con tres legiones y el derecho a designar legados) y de la Galia Narbonense, con una cuarta legión. Esta última fue añadida a instancias de Pompeyo. Cuando César partió para las Galias, al finalizar su consulado, había estrechado sus vínculos con Pompeyo, que se había casado con su hija Julia y dejaba como tribuno de la plebe a Clodio. Éste acometió contra Cicerón, apenas accedió al tribunado, planteando la cuestión de la ejecución de los conspiradores amigos de Catilina. Al ejecutarlos sin juicio, sostenía Clodio, Cicerón había violado la ley y debía, a su vez, ser ejecutado. A estas acusaciones se añadían, como confirma el propio Cicerón, el hostigamiento de una serie de matones, amigos de Clodio o pagados por él, que hacían peligroso incluso el tránsito de su casa al Senado. Cicerón se vio obligado en el 58 a exiliarse en Epiro y Clodio confiscó sus propiedades. Catón fue también neutralizado durante algún tiempo, ya que se le encomendó la misión de expulsar a Ptolomeo de la isla de Chipre y allí permaneció hasta fines del 56 a.C. El tribunado de Clodio intentó, a través de toda una serie de medidas legislativas, dotar de mayor consistencia a las bases populares con el fin de constituirlas en fuerza capaz de responder a la política senatorial. Entre las leyes que promulgó destacan la Lex de collegiis, que ampliaba el marco de las asociaciones o colegios a ciudadanos de condición humilde e incluso servil y una Lex frumentaria, que contemplaba distribuciones gratuitas de trigo a la plebe romana, encargando a un curator annonae la elaboración de las listas de los que tenían derecho a ellas. La influencia de Clodio en las clases populares no era sino la base sobre la que pensaba apoyarse y que le permitiría el ascenso a la pretura y al consulado. Pompeyo se encontraba en situación incómoda. Las victorias de César amenazaban la hegemonía de Pompeyo el Grande. Los optimates le presionaban con la esperanza de que una alianza con ellos podría inducirle a romper con César. Su enemistad con Clodio hacía que la amenaza de ruptura se perfilase como posible. En respuesta a las tensiones con Clodio, Pompeyo gestionó la vuelta del destierro de su antiguo protector, Cicerón, y le restituyó los bienes confiscados. Éste, a su vez, volvió a resucitar el ideal de una unión conservadora de todas las clases vinculadas por su lealtad con el Senado y guiada por patrióticos príncipes. Entre estos patrióticos príncipe podía encontrarse Pompeyo, el cual, sin duda, sentía la tentación de aceptar. Pero las amenazas del propio Cicerón y del cónsul del 56, L. Domicio Ahenobarbo, que pretendía despojar a César de su ejército y sus provincias y anular las leyes promulgadas durante el consulado de César, provocaron una ruptura que obligaba a Pompeyo a tomar una posición definida. Su opción fue condicionada por la rápida acción de César. En marzo del 56 a.C. se reunieron en Luca los triunviros y renovaron el pacto. Esta renovación implicaba, en primer lugar, que Craso y Pompeyo se presentarían al consulado para el año siguiente, elección que aseguraría la presencia en Roma de las tropas de César con licencia. Como cónsules se comprometían, a su vez, a prorrogar por un segundo quinquenio el mando provincial de César. Además, para el año siguiente al consulado, Craso se aseguraba el gobierno de la provincia de Siria y Pompeyo, el gobierno de Hispania, que se contaba con prolongar cinco años más. Partió Craso para Siria y murió un año más tarde, luchando contra los partos. Pero Pompeyo, que gobernó Hispania a través de legados, se quedó en las proximidades de Roma para explotar los acontecimientos políticos en favor suyo. La muerte de Julia, esposa de Pompeyo e hija de César, suponía la eliminación de un vínculo de unión entre ambos. La oligarquía senatorial, dirigida por Catón, se reorganizaba de nuevo y presionaba para inclinar a Pompeyo a sus filas y terminar con el doble juego de éste. Pompeyo resultaba para la nobilitas menos peligroso que César, tanto más cuanto que Pompeyo, al perder a su aliado y el apoyo popular, podría ser más fácilmente guiado e incluso eliminado si se resistía. En el 52 a.C. Clodio fue asesinado, con lo que la nobilitas conjuraba el peligro que implicaba la acción de este cesariano firmemente apoyado por la plebe. De hecho, tras su muerte, los tumultos populares que se desencadenaron llevaron a incendiar la Curia senatorial. Pompeyo fue proclamado -contando incluso con el apoyo de Catón- consul sine collega o, en otras palabras, dictador, aun cuando tuviese la precaución de evitar este nombre. El triunvirato ya no existía y los acontecimientos situaban ahora a los dos supervivientes en campos enfrentados. La primera victoria había sido para la nobilitas, logrando atraer a su bando el poder y prestigio de Pompeyo.