Por lo que se refiere a las iglesias, hay que tener en cuenta, como consideración general que afecta a todo el Quattrocento, que en lo que eran los interiores la arquitectura de la Antigüedad no ofrecía modelos, puesto que en los templos antiguos no se había pensado en un espacio interno para los fieles. Brunelleschi, sin embargo, sí proyectó una obra que se ha estudiado en relación a los templos antiguos, cuando trazó la iglesia de Santa María de los Angeles. Es una iglesia de planta central, octogonal, que, para unos, remite a la Antigüedad y, para otros, a los baptisterios medievales. Su construcción fue financiada por dos mercaderes florentinos pero las obras, iniciadas en 1435, se interrumpieron en 1437, a causa de la guerra con Lucca. A pesar de que la iglesia fue transformada en el siglo XVI, su planta central y su cúpula -elemento éste de carácter simbólico relacionado con el poder- la convierten tipológicamente en el origen de las iglesias de planta central en el Renacimiento y el Barroco. La capacidad de Brunelleschi, para integrar la tradición en la nueva arquitectura, que ya demostró en la cúpula de la catedral, se puso de manifiesto también en las dos iglesias que realizó con planta basilical. En 1418 ocho familias florentinas decidieron la construcción de una iglesia en la que hubiera una capilla para cada una. Fueron los Médici quienes decidieron encargársela a Brunelleschi y, en tiempo de Cosme de Médici, esta familia conseguiría a cambio de una cantidad de dinero que la iglesia quedara sólo para ellos. Es todo un ejemplo de cómo el ascenso social basado en el poder económico se acompañó de una serie de signos externos que atañen directamente al arte. Para San Lorenzo Brunelleschi creó una planta de cruz latina que, a pesar de ser espacialmente longitudinal, produce un cierto efecto visual de centralización en la zona del transepto al penetrar en esa zona la luz de la linterna de la cúpula. Tanto en San Lorenzo, como en la otra iglesia de planta basilical, el Santo Spirito, utiliza el bicromatismo para enfatizar esa perfección geométrica del diseño que tanto debe a la perspectiva. En San Lorenzo volvemos a encontrar las pequeñas ménsulas que marcan el módulo, un módulo que en ambas iglesias está basado sobre el círculo inscrito en un cuadrado. En ambas iglesias la columna, al modo clásico, adquiere una importancia de primer orden y, a la vez que se respetan sus proporciones, su altura resulta aumentada mediante la inclusión de un fragmento de entablamento sobre el capitel. Este elemento probablemente lo tomara Brunelleschi de la Basílica romana de Constantino, aunque allí no aparece sobre columnas exentas, y es un elemento que tendrá su proyección en el Renacimiento español. También la luz en la arquitectura de Brunelleschi es nueva con respecto a lo anterior, pues se trata de una luz racional. En el caso de Santo Spirito contribuye a crear una sensación de unidad espacial, ya que es la luz de la nave central la que ilumina toda la iglesia. La luz en la nueva arquitectura religiosa del Quattrocento ya no será un factor que genere percepciones espaciales ajenas a la realidad terrena del hombre -tal como ocurría con las luces coloreadas de las vidrieras de las catedrales- sino todo lo contrario: la luz ahora permite al ojo del hombre medir el edificio, esa arquitectura hecha a su medida. En el sentido de cómo el hombre es ahora la medida de todas las cosas podríamos recordar tanto el célebre dibujo de Leonardo da Vinci, en el que el hombre se muestra inscrito en un círculo y un cuadrado, las dos formas más perfectas, como un texto de Pico de la Mirandola, que en su libro "De hominis dignitate" (1486) escribía que "el hombre es el intermediario de todas las criaturas, emparentado con las superiores, rey de las inferiores, por la perspicacia de sus sentidos, por la penetración inquisitiva de su razón, por la luz de su inteligencia..., y cuando Dios creó al hombre le dijo: Te coloqué en el centro del mundo... ni celeste ni terrestre te hicimos, ni mortal ni inmortal, para que tú mismo, como modelador y escultor de ti mismo, más a tu gusto y honra, te forjes la forma que prefieras para ti". Esa idea del hombre como centro del universo, que está presente en toda la cultura y el pensamiento renacentistas, tuvo una de sus manifestaciones en la nueva arquitectura religiosa, pues hasta el espacio sagrado, con sus proporciones y su luz racional, se hizo a la medida del hombre.
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Las posibilidades que los nuevos materiales y técnicas de construcción abrieron durante el siglo XIX siempre han sido entendidas como un elemento clave en la renovación y transformación de la arquitectura contemporánea. Se trata, además, de una característica a la que se atribuyen consecuencias compositivas y espaciales realmente decisivas y que siendo importantes no explican todo. Es más, si el Werkbund había planteado la posibilidad de un compromiso entre arquitectura y técnica modificando la propia concepción del proyecto de arquitectura, otros arquitectos entendieron que los nuevos materiales y técnicas podrían servir para mantener viva la tradición, ya fuera clasicista, Beaux-Arts o vernácula. Es decir, que la técnica, lejos de decidir sobre la forma y los lenguajes de la arquitectura, podía ser entendida como la posibilidad de mantener activos principios antiguos, de proporcionar una nueva tensión y elasticidad estructural a una idea de la composición y del proyecto sustancialmente tradicionales. Entre los arquitectos que ejemplifican bien esa instrumentalización de la técnica al servicio de la arquitectura, en los orígenes del Movimiento Moderno, cabría destacar a Tony Garnier (1869-1948), August Perret (1874-1954) y H. Petrus Berlage (1856-1934). Los tres, además, parten de supuestos distintos y ejercieron una influencia notable y renovadora durante los primeros treinta años del siglo, si bien, frecuentemente, se trataba de un magisterio distante, aislado y habitualmente excepcional.De Garnier es especialmente conocida su publicación teórica y figurativa "Une Cité lndustrielle" (1917). Se trata de un proyecto que pretende organizar formalmente la metrópoli moderna, aunque lo realiza con procedimientos antiguos, no en balde fue alumno de Julien Guadet en la Ecole des Beaux Arts y realizó los dibujos para su Cité en Roma, durante su estancia como pensionado, entre 1901 y 1903, dándolos a conocer en París en una exposición celebrada en 1904. En su proyecto, las modernas técnicas y los nuevos métodos y materiales de construcción constituyen el soporte de una operación clasicista sobre la ciudad industrial, zonificada funcionalmente y residencialmente. El hormigón armado le permite composiciones y soluciones tipológicas próximas a la abstracción, pero también una consideración seductora de la forma y del lenguaje de la arquitectura. El alcalde de Lyon, E. Herriot, para cuya ciudad trabajaría Garnier entre 1905 y los años treinta, resumía, en 1920, elocuentemente el significado y el alcance de su arquitectura, señalando que siempre había admirado en él "la coincidencia de un método riguroso con un temperamento artístico que busca la inspiración en las más puras fuentes del helenismo". Es más, entendía el clasicismo de su arquitectura como una síntesis entre la tradición antigua y la tradición francesa. La claridad y legibilidad formal de la Cité Industrielle estaban salpicadas de citas clásicas e históricas, aunque depuradas. Un proceso de abstracción que en algunos dibujos posteriores parecen aproximarle a la pintura metafísica de un G. de Chirico.Si en Garnier el equilibrio formal del hormigón armado era conseguido con instrumentos tradicionales, Perret lograría hacerlo tenso y dúctil, proponiendo un clasicismo fuera de escala. La armonía que pretendía conseguir Garnier entre arquitectura, naturaleza e industria, en una equilibrada relación artificiosa, era mucho más consciente que la intuitiva propuesta de Perret cuando señalaba que "aplicando las leyes de siempre, se hacen cosas modernas sin saberlo". Aun cuando su pionera y creativa utilización del cemento armado abría una rica experiencia de posibilidades formales y estructurales, como ocurre en su Casa de viviendas en la rue Franklin (1903) o en el célebre Garaje en la rue Ponthieu (1905), ambos en París, Perret no supo y no quiso desembarazarse de la tradición Beaux-Arts. Unas veces resolvía referencias clásicas en ejercicios geométricos depurados, como en la Maison Casandre, construida en Versalles en 1924, y en otras ocasiones los elementos figurativos eran simplificados, sin perder nunca su carácter, como en el Teatro de los Campos Elíseos (1911). Pero es posible que una de las más significativas oportunidades en que Perret demuestra su negativa a eliminar todas las consecuencias de lo clásico sea la propuesta, publicada en 1922 en "L´Illustration", de una ciudad de rascacielos colocados en hilera: la estructura monumental es dividida en diferentes cuerpos que reproducen cada uno de ellos tipologías de origen clásico, articulando las fachadas en función de enormes series de columnas. Se trata de un magnífico ejemplo de la indecisión de los repertorios clasicistas, utilizados con un sentido tradicional, al enfrentarse con la metrópoli. Son rascacielos que parecen asumir la ilusión de convertirse en páginas de un tratado de arquitectura. Un tratado que no sólo niega la técnica, sino que la camufla retóricamente con el fin de alejar el peligro de la vanguardia y el de la vocación antihistoricista de la gran ciudad.El otro arquitecto al que hacía referencia, Berlage, presenta un problema diferente, el de una modernidad arquitectónica cuyo punto de partida en el proyecto es definido a partir de la permanencia de la historia y de la ciudad o, mejor, de la ciudad histórica, de sus materiales acumulados, de su morfología. Esos condicionantes llevarían a Berlage a plantear una arquitectura que debería recoger expresivamente esos valores, como ocurre con su Bolsa de Amsterdam (1898-1903), un edificio que interpreta el equilibrio social y arquitectónico de una comunidad. Racionalista y tradicional, muy pronto descubriría el lenguaje arquitectónico de Wright, cuyo intimismo orgánico y moderno le permitiría dar un salto en su arquitectura manteniendo la continuidad con lo vernáculo.En estos arquitectos, como con un sentido diferente en el denominado clasicismo nórdico, con una figura tan representativa como Gunnar Asplund (1885-1940), o en la obra de Josef Plecnik (1872-1957), discípulo de Wagner, coincide una elocuencia formal, sin intenciones vanguardistas, en la que los aspectos disciplinares y lingüísticos de la arquitectura se integran en las necesidades de representación de la burguesía, en lugares donde el desarrollo formal inicia una transformación que aún no se ha visto sometida a las presiones de la metrópoli capitalista. Asplund, por ejemplo, lograría un esencialismo arquitectónico muy próximo a los grandes mitos de la arquitectura de la Ilustración sin olvidar las tradiciones vernáculas, como ocurre con su Capilla Woodland (1918-1920), en el Cementerio Woodland de Estocolmo, una verdadera reconstrucción del tema de cabaña primitiva teorizada por Laugier a mediados del siglo XVIII. Por el contrario, Plecnik, en Praga y Ljubljana, juega con lo clásico, con los elementos de un lenguaje arquitectónico tradicional, cambiando las escalas, las relaciones proporcionales y la dicción.
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Barroco e ilustración son los dos términos conceptuales e historiográficos a partir de los cuales puede realizarse una aproximación más adecuada a la complejidad del período aquí estudiado. Porque, en efecto, el peso de la tradición barroca, con sus múltiples propuestas, y la Ilustración, con sus innumerables lenguajes, confluirán durante los años centrales del siglo XVIII. Si la fecha de 1750 ha sido caracterizada como el momento en el que se formulan con mayor nitidez las críticas al pasado y el origen de la modernidad, aquí será entendida como un dato cronológico, como una atalaya privilegiada desde la que contemplar el panorama.Es habitual, además, identificar en esos años alrededor de 1750 el momento en el que se produce un salto cualitativo no sólo en la valoración de la Antigüedad, sino también en los mismos métodos de estudio de las ruinas, confirmándose así un cambio entre los procedimientos de los anticuarios y los de los arqueólogos. Sin embargo, la observación requiere muchas matizaciones. Veamos un ejemplo que puede ilustrar la hipótesis de partida sobre la dialéctica entre el barroco y la Ilustración.En 1738, un arqueólogo y erudito como Francesco Bianchini publica un estudio sobre el Palatino de Roma con el título de "Del Palazzo de' Cesari". En él reconstruye, a partir de las ruinas existentes, la supuesta disposición originaria del palacio en tiempos de los emperadores Flavios. Para realizar los dibujos se sirve de un joven arquitecto recientemente premiado en la Academia de San Lucas, lo que resulta enormemente significativo. Pues bien, en la imagen del Palacio de los Césares se pueden descubrir alzados y tipologías que derivan directamente no de los testimonios arqueológicos, sino de ejemplos concretos de la arquitectura moderna, de la Rometta de la Villa d'Este a la plaza de San Pedro o el proyecto para el ábside de Santa Maria Maggiore en Roma, ambos de Bernini. De la restitución de las ruinas se ha pasado al proyecto de arquitectura. Un proyecto que toma como excusa la Antigüedad pero que utiliza la propia historia de la arquitectura para parecer verosímil. El carácter de proyecto de arquitectura del magnífico palacio barroco reconstruido por Bianchini lo pone él mismo en evidencia cuando afirma en el texto que ese edificio podría servir de "modelo para el Palacio Real de un Soberano". De hecho, proyectos muy semejantes eran realizados por los arquitectos que solían presentarse a los Concursos Clementinos de la Academia de San Lucas.Conviene recordar, por otra parte, que también solían soñarse ruinas de edificios modernos. Unos años después, el influyente C. N. Cochin podía imaginar que en el futuro, en el 2355, se reconocería en la reciente iglesia de Sainte-Geneviève, de Soufflot, el mismo estilo que el de un edificio, del siglo anterior, emblemático para la arquitectura del siglo XVIII, como la fachada del Louvre de Perrault. Es más, llegaba a afirmar que la obra de Soufflot la atribuirían, los historiadores, a Perrault.Se trata de dos ejemplos, el de Bianchini y el de Cochin, que nos ponen delante de un problema fundamental del siglo XVIII, el de la historicidad del arte y de la arquitectura. La restitución de un edificio antiguo como el del Palacio de los Césares sólo podía ser realizada ateniéndose a lenguajes y tipologías célebres, tanto del Renacimiento como del Barroco. Por otra parte, en un edificio como el de Sainte-Geneviève, confluyen, según palabras de un arquitecto colaborador de Soufflot como M. Brébion, "la ligereza de la construcción de los edificios góticos con la pureza y la magnificencia de la arquitectura griega" y, como recordara Cochin, el estilo, el clasicismo francés del siglo XVII, de Perrault. Ese mismo edificio podía ser, a la vez, ilustración de las teorías racionalistas de Cordemoy y Laugier. Es decir, el debate de los años centrales del siglo XVIII parece establecerse no tanto entre rococó y neoclasicismo, cuando entre la tradición barroca y el racionalismo de la Ilustración. Un racionalismo que también se oponía al neoclasicismo y al romanticismo posteriores. Sólo circunstancialmente, en cuanto antibarrocos, neoclasicismo y racionalismo tuvieron algún punto de confluencia.Pero mientras el racionalismo proponía una mirada histórica al pasado, fuese clásico o barroco, el neoclasicismo sería fundamentalmente ahistórico. Al primero le interesaba de la Antigüedad, pero también de otros momentos de la historia, lo que no fuera incompatible con la Razón. Sin embargo, al segundo, al neoclasicismo, sólo le interesaba la Antigüedad en términos de modelo de perfección absoluta, en cuanto objeto de imitación formal y moral. De ahí que el racionalismo pudiera asumir la tradición clasicista, el mundo grecorromano, algunos aspectos de la cultura barroca e incluso la funcionalidad constructiva del gótico y darles una nueva formulación.De esta forma, entre la ruina del Templo de la Filosofía del jardín de Ermenonville, verdadero proyecto interrumpido, la restitución barroca del Palacio de los Césares, de Bianchini, y la ruina futura de Sainte-Geneviève, confundida con el estilo de la fachada del Louvre, lo que se plantea son distintas maneras de entender la propia historia de la arquitectura, pero no una polémica entre estilos.
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Para su composición, Huguet se hace eco de un modelo muy extendido en el mundo toscano (Andrea Bonauti, Gentile da Fabriano), quizás conocido indirectamente gracias a la presencia en Cataluña de algún pintor de origen italiano. Recordemos al respecto que el piamontés Antonio Llonye reproduce este tipo de imagen en su retablo de san Agustín. Lo cierto es que la fórmula obtuvo una larga difusión en el Principado, en gran medida por el influjo de las realizaciones huguetianas, como lo prueba la copia de la composición del retablo de san Antonio en el conjunto de San Esteve de Granollers, una obra ejecutada por los Vergós en el último decenio del siglo XV. Aunque un buen número de las escenas que constituyen los ciclos narrativos (con el desarrollo de la vida, milagros y martirio de los diferentes santos) tienen su soporte textual en los escritos de la "Leyenda Dorada", el repertorio hagiográfico más conocido en la Baja Edad Media -redactado a finales del siglo XIII por el dominico Jacopo da Varazze-, y en su variante catalana, las "Vides de Sants Rosselloneses", no podemos obviar la influencia, directa o indirecta, de otro tipo de fuentes literarias en el proceso de definición de ciertas escenas o programas de los retablos huguetianos. Por un lado, cabe destacar la existencia de una serie de textos autóctonos, dedicados a la exaltación y difusión de las vidas de determinados personajes sagrados, muy populares en la Cataluña cuatrocentista. Este sería el caso de una leyenda local de los santos Abdón y Senén -de la cual conservamos una versión impresa en Perpiñán del siglo XVI-, o del "Llibre dels Angels", una obra escrita por el franciscano gerundense Francesc Eiximenis en 1392 que, dado su enorme éxito, contribuyó a acentuar durante el siglo XV la gran devoción que existía en la Corona catalano-aragonesa hacia san Miguel y el Ángel Custodio. Si bien no estamos en disposición de asegurar una posible incidencia directa de estos textos sobre las obras de Huguet, es indudable que el pintor pudo utilizar la particular adaptación de los episodios de la "Leyenda Dorada" que en ellos se contenía en el momento de configurar los programas iconográficos de los retablos en cuestión. De cualquier manera, aun no siendo así, cabría valorar su trascendencia para el mundo de las imágenes desde la perspectiva del papel que jugaron en la propia extensión de unos cultos que, con su asentamiento, impulsaron la demanda de grandes obras pictóricas en honor del santo. En otro nivel se sitúan todas aquellas fuentes de origen y carácter muy diversos que, con absoluta independencia respecto al texto de Jacopo da Varazze, influyeron de forma decisiva en la cristalización de escenas y ciclos. Así sucedió, por ejemplo, con la traducción de la leyenda árabe sobre la vida de san Antonio, realizada a mediados del siglo XIV por el dominico Alfonso Buenhombre, y de la, cual se extrajo el curioso relato de la llegada del santo anacoreta a Barcelona y su milagroso exorcismo, con el magnate Andrés como intermediario, de la hija del rey de la ciudad. A pesar de que algunos indicios permiten suponer que este tema, incluido en el retablo de la cofradía de los tratantes de ganado, ya se había representado en alguna obra catalana de inicios del siglo XIV (en concreto en el desaparecido retablo de san Antonio, de Lluís Borrassá), lo cierto es que se trata de una imagen muy peculiar, de la que sólo conocemos paralelos en las escenas que se incluyen en dos manuscritos tardogóticos conservados en Florencia y Malta. Un nuevo indicio del recurso a variadas tradiciones textuales se detecta en el retablo de san Agustín. Para la elaboración de su programa no sólo se utilizaron las obras del mismo santo y de sus biógrafos, sino también escritos como el "Liber Vitasfratrum" de Jourdain de Saxe (anterior a 1380), fuente inspiradora de una novedosa escena destinada a gozar de un gran predicamento en los siglos XVII y XVIII: la que presenta a san Agustín lavando los pies a Cristo peregrino (Orriols). Varias particularidades distinguen al retablo del Condestable del resto de conjuntos monumentales encargados a Huguet. Entre ellas destacan, el hecho de tratarse de una obra promocionada por Pedro de Portugal, un cliente individual y aristocrático, en lugar de un colectivo burgués o parroquiano, y la elección de un ciclo simbólico-narrativo de carácter mariano en vez de un programa hagiográfico. Este último aspecto se traduce con la representación de los siete gozos de María (Anunciación, Natividad, Epifanía, Resurrección, Ascensión, Pentecostés y Dormición), un tema que experimentó una notable difusión en las artes visuales de la Corona a fines de la Edad Media, en consonancia con el aumento del culto y veneración a María. Sus orígenes se encuentran en la propia literatura catalana, que si bien ya en el siglo XIII le dedicó múltiples composiciones, fue sobre todo a partir de las siguientes centurias, con la penetración de los gozos en la liturgia del Principado, cuando convirtió a este ciclo en materia para toda clase de himnos y comentarios introducidos, frecuentemente, en los oficios religiosos. De hecho, dada la reconocida devoción hacia la Virgen manifestada siempre por el condestable Pedro, no sería extraño que conscientemente hubiera promocionado, para su capilla real, la monumental recreación plástica de un tema que podía ser habitual en la liturgia celebrada en este ámbito privado. La constatación, a partir de algunos ejemplos, del amplio corolario de fuentes textuales que dan soporte a las imágenes de los retablos huguetianos, permite rechazar de plano cualquier intento de aproximación a éstas basado únicamente en el repertorio de la "Leyenda Dorada". Igualmente, su utilización nos coloca ante un crucial interrogante: ¿Cuál fue el grado de conocimiento de las mismas por parte de Huguet en el momento de definir iconográficamente los distintos programas y escenas de sus obras? Sin que podamos aportar una respuesta concluyente a la pregunta, lo cierto es que la documentación que se refiere a este aspecto ofrece de nuevo unos tintes poco favorables para la consideración intelectual del pintor. Como parece ser norma durante el gótico catalán, la intervención de Huguet en la elección de los temas sería mínima, y su misión se circunscribiría a la ejecución de los planes establecidos por los cónsules de las cofradías y parroquias, con la ayuda, en muchas ocasiones, de religiosos, pertenecientes a diferentes órdenes, versados en el vasto campo de la literatura hagiográfica. Esto es precisamente lo que se observa en el caso del retablo de san Agustín, en el que Huguet desarrolló un ciclo elaborado por Mateu Rella -fraile agustino buen conocedor de los textos del santo y de sus comentaristas medievales- de común acuerdo con los dirigentes de la cofradía de los curtidores, promotores de la obra. La situación no sería excepcional. El recurso a fuentes muy específicas para las escenas dedicadas a san Antonio o al mismo san Bernardino de Siena -canonizado en 1450- permite entrever la mano rectora de alguien introducido en las tradiciones literarias de ambos personajes. En otros casos, marcados por la representación de ciclos mucho más clásicos, hemos de suponer que el propio control ejercido por los clientes en su definición iconográfica dejaría escasos márgenes de libertad al pintor; una circunstancia que no deja de ser una manifestación más, ahora en el terreno de los temas y sus representaciones, de la férrea sujeción de Huguet a los valores y principios impuestos por los colectivos burgueses o parroquiales.
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La Ruta del Califato es un disfrute estético, un gozo para los sentidos. Sabores y productos tientan el paladar del viajero con la sutileza de antiguas recetas. Los productos de la tierra son su base. El agua, bien siempre escaso, es aprovechada con sabiduría, rico legado andalusí. El vino y el aceite virgen son los dones más preciados, aquellos que el hombre arranca con mimo a esta tierra. Los olivares tapizan los campos de la Ruta, como si de un manto verde se tratara. La elaboración del aceite responde a una tradición milenaria, con la almazara, del árabe al-maysar, como elemento fundamental. El vino de Montilla Moriles, fino, amontillado, oloroso o joven, sirve de aperitivo y excelente acompañante de una buena mesa. Pucheros, migas, arroces, fritos, guisos, dulces... El recetario de los fogones de la Ruta resulta abundante y consistente. Los ecos de al-Andalus resuenan en el universo tradicional de las poblaciones de la Ruta del Califato, fundidos con los rasgos de las culturas que le precedieron y le siguieron. La huella andalusí se percibe en muchos de los oficios tradicionales. Cerámicas, labores del cuero, orfebrería, textiles... El ciclo festivo anual se inicia en los primeros días del año y tiene su momento cumbre en la Semana Santa. Carnaval, romerías, ferias, cruces de mayo...
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Aunque la etapa más importante de difusión en Europa de los conocimientos árabes se sitúa en los siglos XII y XIII, puede hablarse de la existencia de traductores especializados en Córdoba desde el siglo X, según se deduce de la historia de la Materia médica de Dioscórides narrada por el musulmán cordobés Ibn Yulyul: la obra fue traducida del griego al árabe en Bagdad por el griego Esteban y corregida por el musulmán Hunayn b. Ishaq, aunque de forma incompleta pues ni el griego ni el árabe conocían suficientemente el lenguaje técnico y dejaron numerosas palabras en griego por desconocer su equivalencia exacta en árabe; esta traducción fue utilizada en todo el mundo islámico hasta que el año 948 el emperador bizantino hizo llegar al califa cordobés Abd al-Rahman III numerosos presentes entre los que figuraban un ejemplar del tratado de Dioscórides escrito en griego y la Historia, en latín, escrita por Orosio; el emperador bizantino acompaña sus regalos con una nota en la que recuerda la necesidad de un traductor que al mismo tiempo sea experto en drogas si se quiere sacar provecho de la obra de Dioscórides. Tres años más tarde, a petición del califa, el emperador Romano envió a Córdoba al monje Nicolás, experto en latín y griego, que inmediatamente se puso en contacto con un grupo de médicos, entre los que figuraba el judío Hasday b. Saprut, interesados en el conocimiento de Dioscórides; con la colaboración de estos especialistas fue posible traducir íntegramente al árabe la obra griega sin cometer errores, ni dejar palabras sin traducir excepto un pequeño número sin importancia.La presencia del judío Hasday b. Saprut entre los traductores cordobeses prueba la importancia de la cultura hispano-hebrea fuertemente influida por la musulmana y que, como ésta, alcanza su madurez en los reinos de taifas, que acogen a los judíos como administradores y gobernantes y toleran, cuando no las favorecen, las manifestaciones culturales de los hebreos en Granada, Zaragoza, Valencia, Denia, Badajoz... Los estudios gramaticales y filológicos realizados en este período permitieron conocer las leyes de la gramática y filología hebrea y contribuyeron a la depuración del hebreo literario. Traducidos al latín, fueron la fuente en la que aprendieron el hebreo los hombres del Renacimiento.La segunda generación de traductores inicia su andadura en los dominios musulmanes y se traslada a territorio cristiano cuando al-Andalus es ocupado por los almorávides norteafricanos; Mose b. Ezra (1055-1135), que confiesa su amistad y colaboración con los sabios musulmanes de Granada, se ve obligado a refugiarse en Castilla desde donde se traslada a Navarra y Aragón para finalmente establecer su residencia en Barcelona. A él se atribuye una de las reglas de oro de la traducción: fijarse en el sentido y no traducir literalmente, ya que las lenguas no tienen una única sintaxis. La tercera generación desarrolla su trabajo íntegramente en los reinos cristianos, desde los que extiende la cultura hebrea y la musulmana por toda Europa gracias al trabajo de personas como Mose Sefardí, Abraham b. Ezra, Yehuda b. Tibbon, su hijo Samuel... Mose Sefardí, convertido al cristianismo y conocido como Pedro Alfonso, fue médico personal de Enrique I de Inglaterra y es el primer difusor de la astronomía y de la matemática árabe; a su labor de difusión cultural se debe la llegada de numerosos europeos a la Península para ponerse en contacto con estas ciencias que otros hebreos divulgan entre las comunidades judías del sur de Francia. Abraham b. Ezra de Tudela (1092-1167) viajó entre 1140-1167 por las principales ciudades de Italia, Francia e Inglaterra enseñando los conocimientos hispanoárabes y redactando numerosas obras de tema filosófico, gramatical, matemático y astronómico en hebreo y en latín; Yehudá b. Tibbon (1120-1190), nacido en Granada y muerto en Marsella es conocido como el Padre de los Traductores gracias a su labor y a la de sus hijos que tradujeron obras filosóficas (incluso las escritas por hebreos están en árabe), gramaticales y religiosas; uno de sus nietos llegó a enseñar en la Facultad de Medicina de Montpellier y otro miembro de su familia tradujo al hebreo y al latín obras de Averroes y de Aristóteles así como numerosos tratados científicos por encargo del emperador alemán Federico II...La presencia en la Península de mozárabes y judíos que leían y hablaban el árabe y estaban por tanto en condiciones de transmitir los conocimientos llegados desde Oriente a al-Andalus es puesta de relieve a comienzos del siglo XII por diversos tratadistas musulmanes que recomiendan no se vendan a judíos ni a cristianos libros de ciencia porque los traducen y atribuyen la paternidad de estas obras no a los musulmanes sino a sus correligionarios o, como sucede en algunos manuscritos conservados en monasterios del Norte, omiten el nombre de los autores.Por estos mismos años, el judío converso Pedro Alfonso redactaba en latín la Disciplina clericalis, colección de apólogos de origen oriental que tendrían una gran difusión en toda Europa, y en Tarazona funcionaba, bajo la dirección del obispo Miguel (1119-1152) una auténtica escuela de traductores cuyo máximo representante es Hugo Sanctallensis. Allí se tradujeron obras de astronomía, matemáticas, astrología, alquimia y filosofía. No faltaron las traducciones del Corán como atestigua Pedro el Venerable, abad de Cluny, quien, decidido a combatir ideológicamente al Islam e imposibilitado de hacerlo por no conocer su doctrina, buscó y pagó a especialistas de la lengua árabe que, asesorados por un musulmán, tradujeron al latín el Corán. Los nombres de estos traductores son Roberto de Ketten, Herman el Dálmata, Pedro de Toledo y el sarraceno Muhammad.La convivencia en Toledo desde 1085 de mozárabes, musulmanes, judíos y cristianos peninsulares y europeos activará esta corriente de traducciones aunque no se llegó, como se ha dicho en ocasiones, a organizar una auténtica escuela o cuerpo de traductores. Se traduce en Toledo porque en esta ciudad se conserva un gran número de obras, porque a ella llegan continuamente mozárabes y judíos cultos expulsados por almorávides y almohades y porque los obispos favorecieron y estimularon a los traductores. Entre éstos figuran los ya citados colaboradores de Pedro el Venerable a los que se deben numerosas traducciones de obras astronómicas, de alquimia, álgebra y astrología; Juan de Sevilla, autor de más de treinta y siete traducciones y de obras originales; en ocasiones los traductores trabajan en equipo como el clérigo Domingo Gundisalvo y el judío converso Ibn Dawnd, traductores de los filósofos árabes...En la segunda mitad del siglo XII trabaja en Toledo Gerardo de Cremona y las traducciones continúan a fines de este siglo y a comienzos del XIII con Marcos de Toledo, el italiano Platón de Tívoli, Rodolfo de Brujas, el inglés Miguel Scoto... Durante su reinado, Alfonso X impulsó las traducciones al latín y al castellano, y en Burgos el obispo García Gudiel (1273-1280), el cristiano Juan González y el judío Salomón siguieron traduciendo a Avicena; continuaron su labor en Toledo al ser nombrado arzobispo García (1280-1299)... La fama de la ciencia musulmana ha sido puesta de relieve por uno de los traductores, Daniel de Morley, que cuenta cómo abandonó Inglaterra en busca de más amplios conocimientos y se trasladó a París, donde sólo halló maestros fatuos y vacíos, por lo que, teniendo en cuenta que en Toledo se enseñaban los conocimientos científicos de los árabes, se apresuró a ir allí para aprender de los mayores sabios del mundo. Para terminar esta relación recordaremos solamente que una obra árabe traducida al castellano, al latín y al francés pudo ser conocida por Dante y servir de base argumental a la Divina Comedia. Esta obra árabe (Libro de la Escala) recoge una serie de leyendas relativas a un viaje hecho por Mahoma al infierno y al paraíso; fue traducida al castellano por Alfonso X antes de 1264 y posteriormente Buenaventura de Siena la tradujo al latín y al francés en cualquiera de cuyas versiones puso ser conocida por Dante.
obra
El poder del clero ante el inculto y supersticioso pueblo español protagoniza una vez más una estampa de los Caprichos. Un fraile sujeta una enorme jeringa preparada para el hombre arrodillado y suplicante que debe "tragar", supuestamente un marido engañado.
obra
Klimt colaboró estrechamente con el compendio "Alegoría y Emblema", una obra en tres volúmenes en las que se "reproducían los emblemas de los antiguos gremios, con figuras heráldicas en estilo renacentista" según se subtitulaba la obra. Albert Ilg, uno de los directores de las colecciones del Kunsthistorisches Museum de Viena, fue el autor de los textos. Para el tercer volumen de la serie el pintor vienés realizó, entre otras alegorías, la Escultura y la Tragedia.La figura alegórica de la Tragedia lleva en sus manos una máscara, quizá más expresiva que el propio rostro de la alegoría, vestida elegantemente y ricamente adornada con pendientes, collar y pulseras de oro. La penetrante mirada de la figura de la Tragedia es interpretada por algunos especialistas como una de las primeras imágenes de mujer fatal pintadas por Klimt, sustituyendo las alegorías por mujeres de carne y hueso, alejándose así del gusto historicista representado por Makart.Alrededor del marco en el que se inscribe el título encontramos dos figuras simétricas, una de ellas cubriéndose los ojos con una mano, "luchando" con una especie de dragón que se sitúa sobre la alegoría. Las líneas sinuosas características del modernismo se adueñan de la composición, demostrando una vez más la facilidad de Klimt para el dibujo.