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La decoración de las paredes de la Capilla Sixtina comprende dos ciclos sobre las vidas de Moisés y Cristo. Botticelli recibió el encargo de realizar tres frescos: la Rebelión contra la Ley de Moisés, Escenas de la vida de Moisés y el Sacrificio y tentaciones de Cristo. Éste último hace alusión a las diversas tentaciones que Jesús sufrió durante su estancia en el desierto. A la izquierda contemplamos al demonio exhortando a Cristo para que transforme las piedras en panes; en el centro, sobre la iglesia, el demonio anima a Jesús a que se tire desde el tejado; a la izquierda enseña las riquezas del mundo que entregará a Cristo si éste le adora, descubriendo el Hijo de Dios a Lucifer -quien aquí nos muestra su característico aspecto, mientras en las anteriores escenas aparece como un eremita- mientras unos ángeles preparan la mesa para la Eucaristía. Esta escena eucarística está directamente relacionada con la imagen de primer plano en la que se presenta un sacrificio judío prefiguración de la celebración eucarística, que refuerza el mensaje del milagro de la transustanciación, que empezaba a ser cuestionado por las diversas reformas religiosas del siglo XVI. Botticelli concibe las figuras con una perfecta sensación escultórica, modelándolas a través de la luz; sus personajes parecen retratos al individualizar cada uno de ellos, obteniendo un resultado de altísima calidad. El templo que aparece en el centro es de clara inspiración renacentista, al igual que la preocupación por la perspectiva tanto a través de los edificios como al insertar las figuras en el paisaje. La única referencia medieval es la repetición de los personajes como en el caso de Cristo, licencia permitida si era estrictamente necesaria como en esta ocasión. Al tratarse de pintura al fresco, los tonos están algo apagados pero Sandro se revela como un gran colorista y un minucioso orfebre en la ejecución de los pliegues y detalles de los vestidos.
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Sacrificios de hombres Por honra y servicio del ídolo del fuego celebraban la fiesta que llaman Xocothueci, quemando hombres vivos. En Tlacopan, Coyouacan, Azcapuzalco, y otros muchos pueblos, levantaban la víspera de la fiesta un gran palo rollizo como mástil; lo hincaban en medio del patio o a la puerta del templo; hacían aquella noche un ídolo con toda clase de semillas, lo envolvían en mantas benditas, y lo liaban para que no se deshiciese, y por la mañana lo ponían encima del palo. Traían luego muchos esclavos de guerra o comprados, atados de pies y manos; los echaban en una grandísima hoguera que para tal efecto tenían ardiendo; y medio asados, los sacaban del fuego, y los abrían y sacaban los corazones, para hacer las otras solemnidades; bailaban tras esto durante todo el día alrededor del palo, y por la tarde derribaban el mástil con su dios en tierra; cargaba luego tanta gente por coger algún granillo o migaja del ídolo, que muchos se ahogaban. Creían que comiendo de aquello los hacia hombres valientes. En la fiesta de Izcalli sacrificaban muchísimos hombres y todos esclavos y cautivos, en reverencia del dios del fuego. La principal ceremonia era vestir a un prisionero los vestidos del dios del fuego, y bailar mucho con él, y cuando estaba cansado lo mataban también como a sus compañeros. Donde más cruelmente solemnizan esta fiesta es en Cuahutitlan; aunque no lo celebran cada año, sino de cuatro en cuatro años. En las vísperas de esta fiesta hincaban seis árboles muy altos en el patio, para que todos los viesen, y los sacerdotes degollaban a dos mujeres esclavas delante de los ídolos en lo alto de las gradas; las desollaban enteras y, con sus caras, les hendían los muslos y, les sacaban las canillas. Al día siguiente por la mañana volvían todos al templo a los oficios; subían dos hombres principales del pueblo a lo alto, y se vestían los cueros de aquellas desolladas; cubrían sus caras con las de ellas, como máscaras; tomaban sendas canillas en cada mano, y muy paso a paso bajaban las gradas, pero bramando. Estaba la gente como atónita de verlos bajar así, y todos a voz en grito decían: "Ya vienen nuestros dioses, ya vienen nuestros dioses, ya vienen". Al llegar al suelo tañían los atabales, huesos y bocinas, y ataban a cada uno de los enmascarados sendas codornices sacrificadas, por unos agujeros que les hacían en los cueros del brazo de las muertas; y muchos pliegos de papel pintados, y pegados uno con otro, en fila, y prendidos de las espaldas. Iban estos dos hombres bailando por todo el pueblo, y en cada puerta y esquina les echaban codornices, como en ofrenda, sacrificándolas; cogían las codornices, que eran infinitas, se las cenaban los dos revestidos, y los sacerdotes y hombres principales del pueblo con el señor; la razón por que había tanta codorniz era porque venían a la fiesta con mucha devoción los de la comarca, y hasta de diez y más leguas aparte. Aspaban también el mismo día seis presos en guerra; los empicotaban en lo más alto de los seis árboles que habían puesto el día antes; los asaeteaban luego muchos flecheros, derribaban los árboles, y se hacían mil pedazos los huesos, y así como estaban los sacrificaban, sacándoles el corazón y haciendo las otras ceremonias que suelen; los arrastraban después, y en fin los degollaban. De la manera que mataban éstos, mataban otros ochenta y aun ciento aquel mismo día, y todos de seis en seis; jamás se oyó semejante crueldad. Dejaban a los sacerdotes las cabezas y corazones que comiesen o enterrasen, y se llevaban los cuerpos a casa de los señores, y al día siguiente tenían banquete con ellos y grandes borracheras. También sacrificaban más allá de Jalisco hombres a un ídolo como culebra enroscada, y quemándolos vivos, que es lo más cruel de todo, y se los comían medio asados.
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En las culturas mediterráneas fueron frecuentes los sacrificios humanos para agradar a los dioses. Sin remontarnos a los tiempos más remotos de las civilizaciones orientales, son abundantes en la mitología y las tradiciones griegas, que de alguna manera reflejan costumbres reales. Buen ejemplo es el mito del Minotauro, al que periódicamente Atenas entregaba catorce víctimas, siete jóvenes y siete doncellas; el sacrificio anual de una virgen a Juno, en la ciudad de Falerios, para que cesasen las plagas que asolaban la ciudad; el de Antíope por parte de Teseo al comenzar la Guerra de las Amazonas; el banquete en el que Tántalo sirve como plato a su propio hijo para deleite de los otros dioses; el sacrificio de Políxena sobre la tumba de Aquiles o el de los doce jóvenes troyanos sobre la tumba de Patroclo realizado por Aquiles... Hubo una época entre los griegos en la que la fundación de una nueva ciudad requería la realización de un sacrificio humano propiciatorio. Son numerosos los monumentos etruscos, sobre todo pinturas funerarias, en los que existen representaciones de este tipo de sacrificios, muchas de ellas sacadas de la mitología griega. En varias tumbas de Paestum hay combates de gladiadores y en la tumba François, de Vulci, sacrificio de prisioneros troyanos. Entre los fenicios fueron habituales los sacrificios de niños en honor de Moloch, dios identificado posteriormente con Cronos o con Saturno; tal costumbre fue continuada por los cartagineses. El ritual era frecuente en las religiones semitas y, aunque condenado por la Biblia, tiene su reflejo en el sacrificio de Isaac. Los cartagineses también practicaron el sacrificio de prisioneros. El general Aníbal (no confundir con Aníbal Barca, dos siglos posterior) inmoló a 3.000, en honor a los manes de su abuelo Amílcar, tras la destrucción de Himera, Sicilia, en 409-408 a.C. El primer rastro de sacrificios humanos en la antigua Roma se encuentra en su propia fundación: recogiendo tradiciones griegas, que tal vez llegaron a Roma y se mezclaron con las etruscas, se siguieron al elegir el terreno, su orientación, toma de auspicios y trazado del perímetro con un arado. En este contexto, la muerte de Remo a manos de Rómulo es un claro vestigio de sacrificio humano. Admítase o no el caso de Remo como un testimonio de sacrificios humanos en la época más antigua de Roma, existen otros datos que confirman que, aunque de modo esporádico, se practicaron en algunos momentos de su historia. Al menos en dos ocasiones fuentes literarias de época republicana hablan de ellos de un modo directo y en muchas más ocasiones veladamente. La devotio practicada por los romanos era un acto por el que solicitaban la intervención de los dioses infernales. No existía un único tipo de devotio, pero a lo que aquí interesa, es la acción por la que alguien entregaba su vida para salvar a su ciudad o a su ejército de un peligro grave. El origen de esta costumbre debe buscarse en una época muy antigua, en la que los sacrificios humanos no constituían un tabú para la sociedad romana y eran vistos como normales dentro de las prácticas religiosas. La entrega solía ser voluntaria y servía para que los dioses descargasen su ira sobre la víctima, evitando que la ejercitasen sobre la ciudad o el Estado. Un claro ejemplo de este tipo de actuación lo tenemos en los siglos centrales de la República, en el marco de la Guerra Latina y de las Guerras Samnitas, realizado en tres ocasiones, y siempre por miembros de una misma familia, los Decio, entre los años 340 y 270 a.C. La semejanza en el relato de los tres sucesos y el hecho de que pertenezcan a una misma familia, ha llevado a pensar que tan sólo fue real el tercer caso, siendo los dos primero inventados. Sea como fuere, el historiador romano Tito Livio relata con todo lujo de detalles la primera de estas devotio, la del cónsul del 340 a.C., P. Decio Mus, en la Batalla del Vesubio, cuando cedió el ala del ejército que él mandaba y decidió que debía entregar su vida para salvar a sus hombres y a su patria. Lo mismo sucedió con su hijo, también de nombre P. Dedo Mus, cónsul por cuatro veces, que hizo el mismo sacrificio en la Batalla del Sentino en el 292 a.C. El tercero de ellos, nieto e hijo de aquellos y con el mismo nombre, era cónsul en el 279 a.C. y se inmoló en Ausculum, durante la guerra contra Pirro. Tito Livio transmite el ritual seguido en la devotio del primero de los Decios, que debió ser idéntico en los tres casos. Decio se vistió la toga pretexta orlada de púrpura, característica de los magistrados, y con la cabeza cubierta por un velo, tocándose el mentón con la mano por debajo de la vestimenta y pisando una lanza colocada en el suelo, invocó a Jano, Júpiter y Marte y al resto de los dioses principales y menores, incluidos los Manes, suplicando la gracia de dar fuerza al pueblo romano para que alcanzara la victoria. Luego declaró que se sacrificaba voluntariamente por la República y las legiones, solicitando que su sacrifico supusiera el exterminio del ejército enemigo. A continuación envió a los lictores a su colega en el mando para comunicarle que se había inmolado y, con la toga colocada al modo de los habitantes de Gabi -remangada, con su extremo pasando sobre el hombro izquierdo y recogida bajo el brazo derecho hasta el pecho, pues era de buen augurio- montó a caballo y se lanzó en solitario contra los enemigos. La leyenda de M. Curcio constituye, también, una devotio voluntaria. Aconteció durante la primera parte de la República: en torno al 359 a.C. surgió en el foro un enorme pozo que no había manera de tapar, el oráculo predijo que solo se podría detener su avance si los romanos echaban en el aquello que tuvieran de más valor. M. Curcio interpretó que lo más valioso que tenía Roma era el valor de sus jóvenes, por lo que decidió sacrificarse por el bien común. Ataviado con sus mejores galas se arrojó al pozo montado en su caballo. La sima se cerró, quedando solamente una pequeña laguna (lacus curtius). El hallazgo en el centro del Foro Romano de construcciones que rodeaban esta laguna y de una placa conmemorativa en la que aparece el joven montado a caballo en el acto de lanzarse al pozo, todo ello del siglo IV a.C., dota a esta leyenda de cierto poso histórico. Algunos autores no consideran este tipo de devotio como un sacrificio humano en el sentido estricto de la palabra, pero indudablemente, si no lo era estaba muy próximo. Menos dudas presenta otro suceso, acaecido también en el siglo III a.C., que se repitió por dos veces en un breve lapso de tiempo. En esta ocasión hay que hablar de sacrificios humanos verdaderos y propios, sólo cabe la duda de si fueron dos hechos diferenciados o uno solo, atribuido por los clásicos a dos momentos históricos diferentes. Ambos acaecieron en Roma, en el llamado Foro Boario o Mercado de los Bueyes, próximo a la Isla Tiberina, donde actualmente se conservan los templos de Portunus y de Hércules. Tras la Batalla de Cannas y la estrepitosa derrota de las legiones por los ejércitos de Aníbal Barca en el año 216 a.C., el terror se apoderó de los romanos, que recibían uno tras otro malos presagios. Desbordados por los acontecimientos, los senadores decidieron enviar a Quinto Fabio Pictor a Delfos, con la misión de interrogar al oráculo sobre cuál era la oración más apropiada para aplacar la ira de los dioses y además, siguiendo los libros proféticos, se realizaron sacrificios extraordinarios, entre los cuales se incluyeron cuatro víctimas humanas: una pareja de galos y otra de griegos (hombre y mujer en ambos casos) sacrificados en un lugar del Foro Boario donde, según Tito Livio, ya se habían practicado sacrificios humanos. El historiador se refería a un episodio acaecido, pocos años antes, durante la guerra contra los galos, consecuencia de la lex flaminia del 232 a.C., que parcelaba, el territorio de los senones. Cuando una coalición de pueblos galos, integrada por boyos, insubrios y mercenarios gesatas, amenazó el territorio romano, el recuerdo de las sangrientas contiendas anteriores contra los enemigos del norte motivó que, a instancia de los oráculos sibilinos, se decidiera introducir una variación en los sacrificios y se optara por enterrar vivas en el Foro Boario a una pareja de galos y una de griegos. Plutarco asegura que en su época -siglos I/II d.C.- los griegos y los galos de Roma todavía se reunían en este lugar para recordar el suceso. Algunas tradiciones y ceremonias romanas muestran de modo más o menos evidente la existencia de los sacrificios humanos en época antigua. Es el caso de la procesión de los argeos que se celebraba a mediados de mayo (el 14 o el 15) como complemento de otra fiesta que tenía lugar el 16 o el 17 de marzo, encuadrada dentro de uno de los muchos rituales de lustrado (purificación de personas y lugares) que se celebraban en la ciudad. En marzo la procesión iba encabezada por la flaminica Dialis (esposa del flamen Dial) en actitud de duelo y su recorrido lo describe Varrón: se visitaban las veintisiete capillas de los argei (nada más que enumera 24; las capillas eran 30, según otros autores). Las capillas estaban repartidas por las cuatro demarcaciones urbanas en las que Servio Tulio había dividido la ciudad (Suburra, Esquilma, Collina y Palatina). En mayo, al frente de la peregrinación, iban los pontífices y las vestales; recorrían las principales calles de Roma hasta llegar al puente Sublicio, a espaldas del Aventino, y desde allí eran arrojados al Tíber entre veintisiete y treinta muñecos de mimbre, con forma humana, que recibían el nombre de argeos. Los escritores greco-romanos ofrecieron interpretaciones contradictorias de este ceremonial, intentando minimizar su clara conexión con los sacrificios humanos. Ovidio, intentando enmascarar lo que parece rememorar un ritual sangriento, asegura que los maniquíes sustituían una antigua costumbre por la que los ancianos mayores de sesenta años eran arrojados desde el puente para conceder una mayor libertad política en el voto a los jóvenes. Algunos investigadores actuales tampoco ven en esta tradición un recuerdo de antiguos sacrificios humanos y la interpretan como un ritual de purificación por medio del cual la ciudad intentaba liberarse de lo viejo e inmundo que había acumulado durante el año. Otros casos, aunque no constituyan sacrificios humanos, presentan una conexión clara con ellos. Por ejemplo, anualmente, antes de comenzar la primavera, se sacrificaba una cabra, en sustitución de una víctima humana, en honor de Júpiter, para conjurar las epidemias que solían desatarse en primavera. Algunos autores también consideran como sacrificios humanos el castigo que se infligía a las vestales que no respetaban los votos de castidad: se las enterraba vivas. De la macabra descripción que numerosos autores clásicos hacen de la ceremonia, parece deducirse que lo que buscaban era, más que castigar un delito, eliminar la impureza que hacía peligrar las buenas relaciones con los dioses. Esto sucedió en varias ocasiones, tanto durante la República como el imperio, y siempre anunciaba graves acontecimientos para Roma. Ocurrió en vísperas de la Segunda Guerra Púnica, con Opimia y Feronia; una fue enterrada viva y la otra se suicidó. Ya en época imperial, en el 91, Cornelia fue condenada por Domiciano; poco antes lo habían sido también Oculata y Varronila y, a decir de Plutarco, el día del castigo era siempre un día lamentable para la ciudad, de la que se apoderaba una enorme tristeza. También los juegos de gladiadores que se celebraban en Capua y que fueron importados por Roma en el siglo III a.C., que en su origen tenían un carácter funerario, pudieron estar relacionados con los sacrificios humanos, como los realizados en Hispania, por deseo expreso de Publio Cornelio Escipión, sobre la tumba de su padre y de su tío, muertos en el 211 a.C. durante la Segunda Guerra Púnica. Tradiciones muy antiguas hablan de inmolación de niños a la diosa Mania, madre de los Lares, por parte de Tarquinio y el continuo ofrecimiento de víctimas humanas a Júpiter Elicio, que cesaron en el 216 a.C. En el último siglo de la república, al hablar de la época de Sila, Salustio deplora el estado de cosas a que se llegó, asegura que, incluso, se vieron sacrificios humanos y sepulcros embadurnados de sangre de los ciudadanos. También Dión Casio hace algunas referencias a una rebelión de soldados -acaecida tras la victoria de César en el año 46 a.C.- dos de los cuales fueron degollados en el Campo de Marte, por los pontífices y por el sacerdote de Marte, siguiendo un religioso; sus cabezas fueron colgadas en la Regia. Finalmente, en las idus de marzo del 40 a.C., tras la toma de Perugia, Suetonio dice que Augusto sacrificó 300 hombres junto a un altar levantado en honor de César. El final de la República no acabó con los sacrificios humanos. El emperador Heliogábalo -según Lampridio- sacrificó a jóvenes de familia noble, recogiendo por toda Italia a los de mayor belleza, procurando siempre que sus padres aún vivieran para que el dolor que provocaba su acción fuera aún mayor A pesar de todos estos testimonios, los sacrificios humanos siempre tuvieron muy mala prensa entre los romanos, como demuestra el hecho de que las clases dirigentes, para defenderse del creciente avance del cristianismo durante el siglo I, acusaban a los cristianos de canibalismo y de sacrificar niños de corta edad. Pero la mejor prueba de que existían es que fueron prohibidos en numerosas ocasiones, como en el año 97 a.C., o en época de Tiberio y, también, bajo Claudio, aunque la prohibición nunca llego a respetarse del todo, como quizás indiquen los restos recién hallados en Inglaterra.
acepcion
Extensión comprendida entre los territorios de Alemania, Suiza y el norte de Italia, que se encontraban bajo el gobierno de un emperador directamente nombrado por el Papa.
obra
Junto al Albaicín, otro de los barrios granadinos más populares es el Sacromonte, situado en la ladera de una colina, excavándose las casas en la misma pendiente de la montaña. El Sacromonte está presidido por la Abadía; construida en el siglo XVII, fue consagrada como colegiata dedicada a San Cecilio.
lugar
Esta localidad de la comarca zaragozana de las Cinco Villas tiene una rica historia que se remonta a época romana. De estos momentos se conserva el famoso Mausoleo de los Atilios, uno de los más importantes de los que hallan en la Península Ibérica. Ocupada la comarca por los musulmanes, será Alfonso I el Batallador quien la reconquiste en las primeras décadas del siglo XII, fundando el castillo. Sin embargo, la historia medieval de esta villa estará definida por las continuas disputas por su posesión entre los reinos de Navarra y Aragón. Hacia el siglo XIII Sancho VII el Fuerte la tomó para Navarra, siendo recuperada para la corona aragonesa en 1261. Para defender mejor la villa, el rey Pedro IV no dudó en venderla al noble Francisco de Villanueva, pero los habitantes compraron su libertad quince años más tarde, en 1399. Desde ese momento, Sádaba perteneció a la corona aragonesa, sin bien sufrieron diversos ataques de sus antiguos enemigos. Los fueros y privilegios de la villa fueron respetados por los monarcas hasta que Felipe V los suprimiera, en el siglo XVIII. Entre el patrimonio monumental de Sádaba debemos destacar los mencionados Mausoleo y Castillo, así como la iglesia parroquial de la Asunción de Nuestra Señora y los monasterios de Puylampa y Cambrón.