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Hablar de comercio en la Europa del siglo XVI supone hacerlo, fundamentalmente, del gran comercio internacional marítimo. El comercio interior, aunque contó con algunas importantes vías terrestres y fluviales, especialmente en el noroeste y el centro del Continente, se desarrolló en una menor medida. Las causas de esta situación fueron diversas, pero sobre todo se trata de razones de tipo técnico, económico y administrativo. La carestía e inseguridad de los transportes terrestres de mercancías, así como las graves deficiencias de las redes viarias representaban un importante obstáculo. Las escasas mejoras introducidas en las infraestructuras resultaron claramente insuficientes. Por otra parte, la discontinuidad espacial del poder político y la fragmentación de las jurisdicciones conllevaban la multiplicación de fronteras, aduanas y peajes, en los que el paso de mercancías estaba sujeto al pago de numerosos derechos. De ello se derivaba un encarecimiento de los productos y una merma de la rentabilidad del tráfico. Éstas y otras razones provocaron que los mercados interiores aparecieran a menudo desestructurados y carentes de una auténtica integración. El comercio por mar obviaba en buena medida los obstáculos citados. Los barcos permitían transportar un mayor volumen de carga que mulas y carros, a más larga distancia y con inferiores costos. Por ello, el universo mercantil de Europa gravitó en gran medida alrededor de una cadena de puertos costeros (o fluviales conectados cómodamente con el litoral, más abrigados y seguros), que dieron vida al complejo entresijo de transacciones y negocios. La auténtica funcionalidad del gran comercio internacional de comienzos de la Edad Moderna consistió en su capacidad de poner en contacto mercados lejanos. El comercio constituyó el nervio de la nueva economía capitalista y contribuyó a satisfacer la demanda, al tiempo que la moldeaba. La actividad comercial impulsó también el desarrollo de las técnicas mercantiles y alentó la soberbia expansión del mundo del crédito y las finanzas. Los dos principales focos de desarrollo económico-mercantil de la Europa del XVI se organizaron en torno a las grandes constelaciones urbanas del norte de Italia y los Países Bajos. Los mares interiores jugaron un importante papel comercial. En el Mediterráneo, Venecia había desplegado un activo comercio con Oriente a través de los puertos sirios, turcos y del Mar Negro. Los genoveses también participaron en esta ruta, pero la rivalidad con los venecianos los había orientado preferentemente hacia el comercio con Occidente, donde instalaron activas colonias mercantiles. En el Mediterráneo oriental y en el Mar Negro los comerciantes italianos adquirían productos de lujo de procedencia asiática, entre los cuales seda y las preciadas especias, pero también azúcar, alumbre, pieles y otros variados productos, que más tarde distribuían por Europa. El avance turco en aquel área y las guerras de Italia trastornaron esta actividad comercial, que había venido siendo constante desde los siglos bajomedievales. Marsella desempeñó en el Mediterráneo occidental un importante papel como nudo de intercambios gracias a su privilegiada situación, que le permitió conectar los puertos italianos con el Mediterráneo español y el interior de Francia, con Lyon como principal punto de referencia. En la fachada mediterránea ibérica Barcelona había decaído en su antigua primacía mercantil y Valencia sólo vino a sustituirla en una pequeña medida. En el Canal de la Mancha y en el Mar del Norte, ciudades como Rouen, Brujas y Amberes oficiaron como activos centros de redistribución. El comercio entre los Países Bajos y el Báltico resultó de una trascendental importancia. El área báltica constituyó un estratégico reservorio de grano para la Europa noroccidental. Puertos como Danzig o Hamburgo eran puntos de salida para los excedentes de trigo de las llanuras polacas y prusianas. Además del grano, los países occidentales se abastecieron de otras materias primas de origen báltico, principalmente madera, pero también pieles, cuero, carbón vegetal, cáñamo, lino, sebo y pescado. A cambio, los Países Bajos exportaban hacia el Báltico productos elaborados, sobre todo textiles, procedentes de sus centros manufactureros. Este tipo de intercambios dio lugar a una economía de tipo colonial, modelo que también prevaleció en la relación comercial entre los Países Bajos y Castilla. En efecto, los intercambios mercantiles entre la Europa noroccidental y la Península Ibérica fueron intensos. Hasta Portugal bajaban numerosas naves del Mar del Norte a la búsqueda de sal, producto estratégico del que los países ribereños de aquel mar disponían en muy escasa cantidad. Pero más importantes aún eran las transacciones realizadas en los puertos cántabros de la Corona de Castilla, que tenían por principal finalidad la exportación de lana de oveja merina, muy apreciada como materia prima en las manufacturas flamencas, en las que terminó sustituyendo a la lana inglesa. Los Países Bajos, Francia y la propia Inglaterra constituyeron áreas importadoras de lana castellana, al menos hasta que la subida de los precios de ésta en la segunda mitad del siglo acabó por hacerla poco competitiva. Como contrapartida Castilla importaba productos textiles elaborados en aquellos países, que competían con la producción pañera y sedera propia. En este sentido se afirma la existencia de una relación comercial de tipo colonial. Junto a la lana se exportaron hacia el Norte otras materias primas castellanas, principalmente hierro vasco. Al lado de los intercambios de mercancías entre diversas áreas del Continente, el comercio occidental tuvo una dimensión fundamental en su proyección hacia el mundo extraeuropeo. Las potencias atlánticas del sur de Europa, Portugal y Castilla, asumieron un papel pionero en la organización de rutas mercantiles que unían al Viejo Mundo con espacios coloniales en África, Asia y América. La expansión portuguesa constituyó una empresa de Estado. Organizadas y financiadas por la propia Corona, un conjunto de expediciones navales había logrado a lo largo del siglo XV concluir el periplo del Continente africano y, finalmente, llegar a la India en 1498. La finalidad de estos viajes había sido doble. Por una parte, conseguir una vía directa de acceso al oro africano a través de factorías comerciales instaladas en las costas del golfo de Guinea. En segundo lugar, abrir una ruta alternativa para el comercio oriental de las especias que sustituyera a la ruta tradicional del Mediterráneo oriental, controlada por los italianos y decadente a causa del avance turco. Los portugueses consiguieron materializar su objetivo, creando un área de influencia colonial en el Índico y el Pacífico, desde el Mar Rojo hasta las Molucas y China. De África y Oriente los barcos portugueses traían a Europa oro, esclavos, marfil, especias, sedas, algodón, porcelana, tapices, perlas, ámbar, índigo y café, entre otros productos exóticos. La Casa de Guinea y la Casa de India eran instituciones comerciales estatales representativas del modelo de capitalismo de Estado portugués. Desde Lisboa los mencionados productos se distribuían hacia el norte de Europa. Amberes, y más tarde Amsterdam, oficiaron como centros redistribuidores de las especias orientales traídas por los portugueses. Castilla, por su parte, organizó el comercio con sus colonias americanas, cuyo descubrimiento y conquista tuvo comienzo en 1492, en forma de monopolio, aunque en este caso los beneficios de la Corona se hicieron compatibles con una importante participación privada. Desde fecha temprana, 1503, el Estado se dotó de una institución, la Casa de la Contratación, con vistas a la organización y el control de la navegación y el tráfico comercial con América. Para una mejor administración de los beneficios fiscales del monopolio, el comercio con América se concentró en una sola ciudad, Sevilla, cuyo puerto fluvial le permitía una relativamente cómoda conexión con el litoral marítimo bajoandaluz. El comercio de la Carrera de Indias -nombre que recibió la ruta entre Sevilla y las colonias españolas en América- se organizó pronto según un sistema de flotas, al objeto de garantizar la seguridad de los barcos, a menudo acosados por piratas y corsarios para apropiarse de sus ricos cargamentos. La estructura del comercio entre España y América se basó en la exportación de productos de transformación agraria y de manufacturas a cambio de la importación de metales preciosos. En los primeros compases de la conquista los colonizadores carecían prácticamente de todo y, debido a ello, dependían en alto grado de los envíos de la metrópoli. Los barcos de la Carrera transportaban en el viaje de ida harina, aceite, vino, textiles, manufacturas de metal y bienes de equipo, productos que alcanzaban un alto precio en las colonias. En el tornaviaje los navíos traían en sus bodegas algunas cantidades de oro y, sobre todo, abundante plata, procedente de las minas de los virreinatos de Nueva España y Perú. Con el tiempo, las principales potencias europeas lograron una participación en el tráfico americano, que cada vez se hizo mayor. Los hombres de negocios extranjeros consiguieron burlar las rigideces del monopolio e infiltrar sus mercancías, sobre todo manufacturas textiles francesas, italianas, flamencas e inglesas. Por otra parte, las importaciones de productos americanos se fueron diversificando. Las remesas de metales preciosos continuaron representando la parte principal de las mismas, pero ,junto a ellos comenzaron a llegar un conjunto de productos coloniales, entre los cuales el azúcar, el tabaco y productos tintóreos como la cochinilla. El comercio colonial actuó como un importante factor dinamizador de la economía mercantil europea y como un elemento esencial en el desarrollo del capitalismo occidental moderno.
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Las ferias, portus, goroda, etc. proveían en más de una ocasión de productos que no eran de primera necesidad. Se encontraban, aunque fuera muy tenuemente, relacionadas con un comercio exterior que nunca se paralizó totalmente. Hablar de intercambios internacionales supone hablar de varias áreas: el Mediterráneo, los mares nórdicos o el espacio de los varegos. Pese al debilitamiento del tráfico, el Mediterráneo, como dice R. Doehaerd, "nunca fue un mar desierto". Los contactos de Carlomagno con la corte de los abbassidas de Bagdad hacen problemático pensar que los factores religiosos fueran determinantes para obstaculizar las relaciones comerciales. Las incursiones sarracenas fueron, evidentemente, un factor desestabilizador pero, a la larga, despertaron la agresividad militar y comercial de las ciudades italianas. En último término, la propia península itálica mantuvo bajo los carolingios y sus epígonos algunas de sus antiguas tradiciones. En efecto, Pavía era a fines del siglo VI una próspera ciudad fecundada por el tráfico mercantil que fluía a lo largo del Po. El trigo de Lombardía era consumido en Bizancio a mediados del siglo X. De ese momento son las "Honoranciae civitatis Papiae" que hablan de la amplitud del comercio canalizado a través de esta ciudad. El tráfico entre Italia y Bizancio permitió la fortuna de algunas localidades de ambiguo estatuto político: Nápoles, Amalfi y, sobre todo, Venecia. En el acuerdo franco-veneciano del 840 está el despegue de la ciudad de los canales cuya preponderancia al doblar el año Mil va a ser incuestionada. Para esa fecha ya se había puesto en marcha lo que R. S. López llama la contraofensiva comercial y militar de la Europa occidental. En los mares nórdicos, el reinado de Carlomagno conoció una apreciable actividad comercial con la Inglaterra anglosajona. El procurator del Canal de la Mancha era en el Imperio un importante cargo fiscal. Poco antes de la coronación, Carlomagno suscribió con el rey Offa de Mercia un tratado por el que los comerciantes de ambos Estados eran objeto de especial protección. Los puertos de Durstel y Quentovic, a su vez, mantuvieron notables relaciones comerciales con las dos penínsulas bálticas. Las incursiones normandas perjudicaron en un primer momento este tráfico. Durstel, incluso, fue arrasado por una de sus razzias. Su definitiva estabilización habría de ser altamente beneficiosa. El papel de eslavos y varegos en la articulación del comercio altomedieval será importante. El capitular del 805, que cita los puestos fronterizos en las marcas del Este y prohibe exportar armas hacia los países eslavos, habla claramente de una actividad mercantil carolingia en las zonas del interior de Europa. Las incursiones magiares o normandas no fueron más que un epifenómeno negativo que no impidió el que la Europa eslava se insertara en los grandes circuitos del comercio internacional. En efecto, los normandos lograron que el comercio, cuyo centro había estado en el Mediterráneo, se desplazara en los siglos IX y X hacia el Norte y el Este de Europa. La dialéctica pirenniana de Mahoma versus Carlomagno se resuelve en la figura -según el historiador sueco S. Bolin- de Rurik. La ruta de los varegos hacia los bizantinos a través del espacio ruso no está sólo jalonada de principados eslavo-normandos, sino también de factorías mercantiles sobre las que se apoya un activo comercio en el que los normandos suecos aportan pieles, madera, cera o esclavos. En ocasiones este comercio deriva hacia el Caspio a través del cual los mercaderes nórdicos alcanzarán el califato de Bagdad. La cristianización de la Europa oriental suponía su inserción en las pautas políticas y culturales del mundo carolingio y postcarolingio. Desde el punto de vista comercial las áreas eslavas se homologaban también con sus vecinas del Oeste. A mediados del siglo X, el viajero Ibn Yaqub nos habla de la ciudad de Cracovia como un núcleo de población con una nutrida milicia que requiere un activo comercio para su avituallamiento. Praga es descrita como una ciudad frecuentada por mercaderes de muy distinta procedencia (eslavos, húngaros, varegos) y con un activo comercio de esclavos.
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La importancia del caudal de los ríos hispanos en época romana resulta difícil de evaluar en relación con la actual; en consecuencia, las posibilidades de fijar la navegabilidad de cada uno de ellos también ofrece dificultades semejantes. No obstante, tanto la tradición literaria como las construcciones portuarias o los embarcaderos, además de la indicaciones proporcionadas por las anotaciones de los envases en los que se efectúa el comercio, nos permiten aproximarnos a su navegabilidad. Según Estrabón, el Betis (Guadalquivir) era navegable hasta más arriba de Corduba con distintos tipos de embarcaciones; con barcos de gran tonelaje hasta Hispalis; hasta llipa con barcos pequeños y con barcazas hasta Corduba; el Anas (Guadiana) permite la navegación con barcos adecuados hasta Emerita; el Ebro lo era hasta Veriea (Varea), mientras que el Tajo era transitable por grandes navíos hasta Morón y el Duero lo era durante 800 estadios. Mediante embarcaciones adecuadas al caudal y al trazado de los ríos se realiza tráfico comercial, que se desarrolla esencialmente por las grandes rutas marítimas del Mediterráneo o del Atlántico. La conexión y la complementariedad entre ambas redes puede observarse en la ubicación de determinados faros, tales como el de Turris Caepionis, que, ubicado en la desembocadura del Guadalquivir, da lugar al nombre actual de Chipiona. La consolidación de las rutas comerciales marítimas se efectúa mediante la extirpación de la piratería, realizada en época republicana fundamentalmente por Pompeyo y de la que se vanagloria asimismo Augusto, y a través de la creación de la correspondiente infraestructura de puertos y faros. La monumentalidad de algunas de estas construcciones puede observarse en la Torre de Hércules en La Coruña, que imita en su construcción al faro de Alejandría y de la que excepcionalmente conocemos el nombre de su arquitecto (C. Servius Lupus); su función tiene un ámbito local vinculable a las instalaciones portuarias de Bergidum Flavium (La Coruña), pero también reflejan la importancia que adquieren durante el Alto Imperio las rutas atlánticas que, abastecedoras del estaño de las Casitérides, habían sido controladas en la etapa precedente por los gaditanos. Mediante ellas se articulan las relaciones con Britania y con Aquitania, que tienen en otra serie de instalaciones portuarias referidas por la tradición literaria, como Portus Amanum, Portus Victoriae Iulibrigensium (Santander) o Portus Blendium (Castro Urdiales)-, posibles escalas. Mayor intensidad tienen las relaciones comerciales mediterráneas que abastecen de productos provinciales a Roma e Italia, pero que a su vez facilitan los intercambios entre las distintas provincias del Imperio. La toponimia nos ha conservado el nombre de algunas instalaciones portuarias como Portus Albus (Algeciras), Portus Magnus (Bahía de Almería), etc. Entre las ciudades que canalizan la afluencia de productos se encuentran Hispalis, cuya importancia portuaria aumenta en la medida que decrece la de Gades; Malaca, que constituye, como anota Estrabón, un centro donde comercian los nómadas de la costa africana, o los puertos de Carthago Nova, Saguntum y Tarraco. Dos rutas canalizan el tráfico marítimo: la septentrional se proyecta por el estrecho de San Bonifacio, entre Córcega y Cerdeña, hacia la península italiana, donde Puteoli (Nápoles) constituye durante el período republicano e inicios del Principado el gran centro portuario hasta que las necesidades de Roma dan lugar a la construcción por Claudio, la inauguración por Nerón y la remodelación por Trajano del puerto de Ostia, que permite el abastecimiento de la capital del Imperio. La ruta meridional bordea la costa africana hasta Cartago, desde donde se alcanzan las costas italianas, pero también los grandes centros comerciales del Mediterráneo oriental. Mediante barcos especializados en determinados transportes, tales como caballos (hippagogoi), piedras y mármoles (lapidiariae), o en ánforas envasadoras de diferente productos, se puede alcanzar Ostia en siete días desde Gades o en cuatro desde la Hispania Citerior Tarraconense; las limitaciones técnicas del transporte marítimo se manifiestan en su estacionalidad, que permiten tan sólo la navegación durante un período que en su mayor proyección va desde comienzos de marzo, en que se celebra la fiesta del navigum Isidis, y el 11 de noviembre, en que se declara el mare claussum. También la difusión e intensificación de la circulación monetaria facilita las actividades comerciales. Su impulso se había producido desde los inicios de la conquista mediante una doble iniciativa que anula la proyección de las acuñaciones púnicas y griegas e introduce el patrón monetario modificado con las reiteradas devaluaciones que se efectúan desde la Segunda Guerra Púnica. El resultado es la instauración de múltiples cecas que acuñan bronces en la Hispania Ulterior, donde destaca Carteia por la reiteración de sus emisiones y el período de las guerras civiles por la intensidad de las acuñaciones, y la realización de emisiones en plata en la Provincia Citerior por algunos centros a los que se le considera como las capitales de las distintas regiones en las que, según Plinio el Viejo, quedó organizada esta provincia. Semejante dispersión de acuñaciones se perpetúa a comienzos del Principado, donde se constata que 21 ciudades llegaron a realizar emisiones propias. El panorama incluso adquiere mayor complejidad como consecuencia del desarrollo de las guerras contra astures y cántabros, ya que se ponen en funcionamiento determinadas cecas militares que acuñan moneda de bronce con P. Carisio y con posterioridad monedas con los bustos de los césares Cayo y Lucio, como documenta el hallazgo en Tricio (Logroño) de los correspondientes cuños. La transformación fundamental que se opera durante el Alto Imperio en la circulación monetaria está constituida por la desaparición de las cecas locales y la difusión como contrapartida de moneda emitida por las cecas imperiales o senatoriales. Concretamente, la finalización de las emisiones locales de las ciudades hispanas se produce en época de Claudio, aunque la circulación de las monedas acuñadas continúa. En múltiples monedas se aprecia la existencia de contramarcas realizadas por ciudades, sociedades mineras o unidades militares que certifican de esta forma la validez de su curso. La reactivación de emisiones en Hispania tan sólo se produce en el contexto de la desestabilización y de la guerra civil que se desencadena tras el asesinato de Nerón; Galba, candidato al trono imperial, realiza emisiones en Tarraco y Clunia para hacer frente a las necesidades económicas que genera su pretensión. Con posterioridad, no se constatan emisiones específicamente hispanas e incluso las monedas acuñadas por Adriano con la leyenda Hispania lo fueron probablemente por la ceca de Roma. La homogeneización de la circulación monetaria afecta a las emisiones en bronce, con moneda emitida en la ceca de Nemausus (Mimes) hasta el reinado de Nerón y de la de Roma desde los Flavios. Esta misma procedencia se observa en las emisiones de plata y oro. La desaparición de las emisiones hispanas y la progresiva difusión de las emisiones que dominan en gran medida la circulación monetaria en el Occidente del Imperio facilitan la gestión administrativa al tiempo que favorece el desarrollo de las actividades comerciales. La intensificación de la circulación monetaria con sus implicaciones administrativas -derivadas del pago de salarios a la burocracia imperial y ciudadana- y comerciales se proyecta en la difusión de la banca en Hispania con funciones esencialmente de cambio y de préstamo; conocemos algunos datos sobre su funcionamiento, tales como la existencia de fundaciones que llegan a rentar durante el siglo II d.C. el 5 o el 6 por 100. Excepcionalmente se nos ha conservado un formulario en el Bronce de Bonanza, descubierto en la desembocadura del Guadalquivir, en el que se contempla la garantía fiduciaria por el préstamo concedido.
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Cataluña encontraba en la agricultura y ganadería de Aragón productos para su sustento (trigo, carne de ovino), el funcionamiento de su industria (lana) y la exportación (azafrán, lana), mientras que Aragón se proveía de productos del comercio mediterráneo (especias, sedas, tejidos ricos, esclavos) por mediación de mercaderes catalanes y valencianos. Valencia y Aragón eran, a su vez, eslabón de un comercio hacia Navarra y Castilla, realizado por mercaderes castellanos y de la Corona, que introducían en el interior peninsular productos de la manufactura catalanoaragonesa y de importación mediterránea, y a cambio suministraban a los países de la Corona, sobre todo Valencia y Cataluña, productos alimentarios (cereales, aceite, vino) y primeras materias (lana, cuero). Los mercaderes catalanes estaban entre los primeros clientes de la producción valenciana: compraban lana, cuero, miel, cerámica, piezas de confección, muebles de lujo, arroz, seda, azúcar, lino y papel, que en gran medida reexportaban. Los valencianos, que exportaban por sí mismos una buena parte de la producción propia, eran también clientes de los catalanes a quienes compraban sobre todo productos de reexportación: trigo (generalmente siciliano), esclavos, especias, productos tintóreos, telas de cáñamo, algodón, etc. El tráfico entre Mallorca y Valencia tampoco era desdeñable. Se basaba en el intercambio de productos alimentarios y primeras materias, una parte de los cuales eran de reexportación. Para el comercio de la Corona, las ciudades y puertos del reino nazarí de Granada (Almería y Málaga) debían representar poco más que una escala en los viajes de los mallorquines hacia el Africa occidental y el archipiélago de las Canarias, y de catalanes y valencianos hacia la Andalucía castellana, Portugal y Flandes. La Andalucía castellana (Sevilla sobre todo) fue un espacio menor del comercio catalanoaragonés. Con excepciones, aquí se compraba pescado en conserva y cuero en bruto y se vendían paños y especias. Portugal interesaba todavía menos, sin duda porque los productos que podía ofrecer a los mercaderes de la Corona éstos los encontraban en otros mercados más próximos. Con los puertos de Galicia y Cantabria no había relación directa, más bien eran embarcaciones gallegas y vizcaínas las que navegaban hasta el Mediterráneo para vender en mercados de la Corona pescado salado o seco y mineral de hierro. Excepción hecha del intercambio interior entre los países de la propia Corona de Aragón, los mercaderes de la Corona, catalanes sobre todo, se sintieron más atraídos por las rutas y mercados continentales que por los de la Península Ibérica. Para el comercio catalán, sobre todo, el Languedoc fue proveedor de trigo y pastel y comprador de especias orientales. Toulouse y Montpellier eran los principales clientes. Los países del Ródano y del Saona interesaron también a los mercaderes de la Corona, en parte por su propia producción (telas de lino y cáñamo) y en parte porque a través de ellos llegaban productos del norte y este de Europa: de Saboya, Liguria, Lombardía, Alemania meridional, altiplano suizo y alto valle del Rin (cobre, latón, metalurgia diferenciada, fustán). Los mercaderes catalanes pagaban estas importaciones con la venta de especias orientales y de azafrán aragonés y catalán. Los Países Bajos e Inglaterra eran el sector más septentrional del comercio de la Corona. Los mercaderes catalanes frecuentaron las ferias flamencas desde mediados del siglo XIII, y un siglo más tarde obtuvieron salvoconductos del rey inglés para sus viajes a la isla. La escasa competitividad de la industria catalana del transporte y lo inadecuado de la galera mediterránea para la navegación atlántica obligó, en esta ruta, a contratar los servicios de armadores venecianos y castellanos. No obstante, las compañías más poderosas de Barcelona, Valencia y Mallorca comerciaban con Inglaterra (Southampton, Sandwich y Londres) y los Países Bajos (Sluis, Middelburg, Amberes y Brujas), donde vendían azafrán, azúcar y especias orientales y compraban estaño, lana de calidad, tejidos flamencos de lujo, arenques, planchas de hierro y latón, objetos de arte, etc. Para la Corona, el punto vulnerable de este comercio continental y del Atlántico norte era "la procedencia lejana de la moneda de cambio" (C. Carrére), las especias, cuya carencia eventual podría producir un desequilibrio de la balanza comercial. Los mercaderes italianos y catalanoaragoneses, que eran competidores en el comercio con el Mediterráneo oriental y el norte de Africa, mantenían estrechas relaciones mercantiles entre sí. La Toscana, con sus ciudades (Pisa y Florencia), quizá fue el territorio italiano menos favorable para los negocios. Las compañías florentinas, en plena expansión, conquistaron sólidas posiciones en los mercados de la Corona, donde se dedicaron al comercio, el crédito y los seguros. Florencia colocaba en los mercados de la Corona tejidos de lujo, sederías, terciopelos y satenes, mientras que los mercaderes catalanes exportaban a Florencia lana, cueros, azafrán, tejidos baratos y productos de reexportación (sobre todo del norte de Africa). El aparente desnivel de la balanza comercial en esta ruta se compensaba con la reexportación de una parte de las mercancías ricas importadas. La Liguria (Génova) era una zona de interés del comercio catalanoaragonés, y ello a pesar de la rivalidad e incluso hostilidad entre Génova y Barcelona. Las medidas proteccionistas adoptadas por los genoveses contra el comercio catalán no fueron nunca un obstáculo insalvable. En gran medida se trataba de un comercio de intermediarios: los catalanes vendían lana aragonesa y castellana (también especias orientales y paños catalanes) y compraban a los genoveses alumbre y pastel procedentes de Lombardía y el Mediterráneo oriental (también productos de la industria milanesa). A través de Génova, los mercaderes de la Corona entraron en contacto con la Lombardía (Milán) donde compraron pastel, fustanes y productos de la metalurgia diferenciada, y, en contrapartida, mercaderes milaneses y de otras ciudades lombardas se establecieron en Barcelona y Valencia, donde se dedicaron a la importación de lana, pieles, cochinilla y otros productos. En el ámbito del Adriático (Venecia, Ragusa, Ancona) mercaderes catalanes y valencianos vendían, entre otros productos, lana, paños, coral, trigo, alumbre, azúcar y arroz, que cobraban en oro, e importaban, en menor cantidad y valor, tejidos ricos, primeras materias textiles (algodón y cáñamo), especias, productos tintóreos y metales (plomo). Durante siglos aprendices de los italianos, los mercaderes catalanoaragoneses rivalizaron con ellos en importancia a partir de mediados del XIV, lo cual va unido a la salida de la lana ibérica al Mediterráneo (a través de Valencia y Barcelona) y al desarrollo de la pañería catalana. En las rutas de Italia, la balanza comercial de la Corona debía ser deficitaria en la Toscana, más o menos equilibrada en la Liguria y la Lombardía y netamente favorable en el Adriático.
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En el libro de Ruth se narra la temática de esta historia: Noemí, esposa de Elimelech, decide regresar a su patria, Belén, desde la tierra de los moabitas. Su nuera Ruth piensa en acompañarla a una extraña tierra para ella, diciéndole: "Dondequiera que tú fueres, iré yo; y dondequiera que tú vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios mi Dios". (Ruth, 1; 16). Ruth se casará en Belén con Booz, naciendo de esa unión Oled, abuelo del rey David y ascendente de Cristo.Ruth, de menor estatura y más joven, promete la fidelidad a su suegra con el gesto de su mano mientras la anciana mira conmovida hacia ella. La escena se desarrolla en un interior, a pesar de apenas encontrar referencias espaciales. Las dos figuras son las protagonistas absolutas de una escena en la que la luz vuelve a ocupar un papel protagonista, digno representante Willem Drost de la escuela de Rembrandt. La pincelada rápida aplicada no atiende a detalles, acercándose a la "manera áspera" típica del maestro en la década de 1650.