<p>La Residencia de Verano del Emperador es una de las pinturas más famosas del artista Bernardo Bellotto, también conocido como Canaletto el Joven. Esta obra maestra del siglo XVIII muestra la majestuosa residencia de verano del emperador, situada en un exuberante entorno natural.</p><p>En la pintura, Bellotto captura con gran detalle la arquitectura imponente y los extensos jardines de la residencia. La luz del sol ilumina la escena, creando contrastes vibrantes entre las sombras y las áreas iluminadas. Los colores cálidos y ricos realzan la belleza del paisaje, mientras que los elementos arquitectónicos se representan con una precisión impresionante.</p><p>La obra transmite una sensación de serenidad y opulencia, evocando la elegancia y el esplendor de la aristocracia europea del siglo XVIII. A través de su habilidad técnica y su atención al detalle, Bellotto logra transportar al espectador a este idílico lugar de descanso y esparcimiento para la élite de la época.</p><p>"Residencia de Verano del Emperador" es una ventana al mundo de la alta sociedad del siglo XVIII y una muestra del genio artístico de Bernardo Bellotto en la representación de paisajes urbanos y arquitectónicos.</p><p> </p><p> </p><p><br> </p>
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Para la construcción de su nuevo palacio o Residenz, el principe-obispo Francisco de Schöborn eligió el proyecto del arquitecto Baltasar Neumann. En 1750, diez años después de concluir esta construcción, el pintor Tiepolo fue llamado para decorar el interior, frescos que se perdieron, en gran parte, en los bombardeos de marzo de 1945.
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Mientras que la planta en forma de U, con el patio de honor, la seriedad externa y las habitaciones dispuestas en hilera reflejan las sugerencias de los arquitectos franceses, la luminosidad de la sala imperial con los grandes óculos abiertos en la parte alta, definen el aire vienés tomado por Neumann de Hildebrandt. Las estatuas pintadas de blanco y los frescos del techo ayudan más a esta impresión. Las pinturas de esta sala, así como la de la escalera, fueron encargadas por el obispo Greiffenklau al pintor italiano Tiépolo en 1753.
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Los grandes proyectos arquitectónicos de la dinastía Qing se centraron en la capital y sus alrededores. En la capital reconstruyeron los edificios existentes, Templo del Cielo, Ciudad Prohibida, etc., que habían sufrido incendios y saqueos con el cambio dinástico. Si en el exterior mantuvieron los principios arquitectónicos de la dinastía Ming, los interiores sufrieron modificaciones de acorde al nuevo gusto imperante. El gusto por el color, el barroquismo de los elementos decorativos, marcaron nuevas pautas que se repitieron en todas sus intervenciones. Las diferencias entre el pueblo chino y el manchú se señalaron claramente en el plano urbanístico de la ciudad. Un doble círculo de murallas encerraba la ciudad tártara y la Ciudad prohibida, mientras que el pueblo chino buscó su lugar de residencia más allá de la puerta Qianmen. Los acontecimientos políticos de finales del siglo XIX -cuya consecuencia más inmediata fue el derecho por parte de las delegaciones extranjeras a establecerse en la capital- tuvieron su repercusión en el trazado urbanístico próximo a la zona sur de la Ciudad prohibida. En efecto, todas las delegaciones se agruparon, formando un barrio propio, donde se edificaron nuevos edificios, acordes a sus necesidades: residencias, iglesias de diferentes credos, lugares de recreo..., sin seguir ningún criterio de estilo. Así los franceses seguían los gustos de la metrópoli, como lo hicieron ingleses, alemanes, americanos, etc., combinándolos con algún elemento decorativo procedente del mundo chino. Fue más allá de los límites de la ciudad donde los emperadores manchúes, en concreto Kangxi y Qianlong, mandaron edificar sus lugares de descanso huyendo del estío pekinés: Jehol (Chengde) y Yuanmingyuan. Jehol, situado a 235 km al norte de Beijing, quedaba no sólo fuera de los límites de la ciudad, sino también fuera de la frontera de la Gran Muralla. Con ello se hacía patente la ausencia de función de dicha frontera, al mismo tiempo que se asentaban sobre un territorio que tradicionalmente había pertenecido a las tribus de nómadas del norte. En 1703, la primera vez que Kangxi lo visitó no era más que un campamento militar, decidiendo la creación de un conjunto de palacios y parques de caza. La muralla perimetral de la zona palaciega es de diez kilómetros, con cinco puertas de acceso. En su interior, se retomó la idea de los paisajes lacustres de Hangzhou, situando la zona privada de la ciudad en torno a un lago. El palacio principal, Bishushanzhuang (Refugio de montaña para huir del calor), se inició tras la visita de Kangxi en 1703, finalizándose por completo en el año 1790, bajo el reinado del emperador Qianlong. Pero Jehol no sólo se ideó como un lugar de descanso, sino también tuvo una función claramente política. Dada la extensión del imperio chino, tras la anexión de Xinjiang y el protectorado del Tibet, Kangxi mandó construir en las colinas próximas al palacio réplicas de los grandes templos de las minorías religiosas recientemente anexionadas. Con ello pretendían mostrar cómo el Hijo del Cielo respetaba todos los credos de sus nuevos vasallos. Templos lamaístas (Purensi y Pulesi), dzoungar (Anyuanmio), tibetanos (Puningsi), Potala de Lhasa (Putuozongshengmiao), etc., muestran el espíritu ecumenista de Kangxi y Qianlong. Jehol también fue el lugar elegido para recibir a las embajadas, como por ejemplo la del Reino Unido, presidida por Lord Mcartney el 14 de abril de 1793, ampliamente documentada. De los artistas que allí trabajaron se conoce poco, a excepción del pintor Jiao Bingzhen, funcionario del Observatorio de Beijing. Kangxi le encargó personalmente la decoración del palacio, así como una serie de pinturas en las que se recogen los trabajos del campo, de la confección de los tejidos de seda, de la pesca..., que años más tarde serían muy populares entre los álbumes enviados a Europa. El emperador quedó tan satisfecho del arte de Jiao Bingzhen que mandó copiarlos sobre madera esculpida y en porcelana de Jingdezhen; este tipo de decoración en porcelana recibió el nombre de porcelana Lang, por ser éste el nombre del gobernador de la provincia de Jiangxi, supervisor de la producción. Los sucesores de Kangxi, impregnados del espíritu y tradición cultural china, prefirieron mantener un lugar de descanso más próximo a la capital. Esta nueva residencia, a 20 km de la ciudad, fue mandada edificar por el emperador Qianlong entre los años 1740 y 1747, siguiendo los modelos de las cortes europeas, y muy en concreto Versalles. Para su construcción y diseño contó con la ayuda de los jesuitas Castiglione, Sichelbarth y Benoit. Hoy apenas se conservan sus ruinas, ya que fue totalmente destruida y saqueada por las tropas anglo-francesas en 1860. El Yuanmingyuan o Jardín de Brillante Esplendor fue sustituido por el nuevo Palacio de Verano o Yi He Yuan, construido por la emperatriz Ci Xi, a finales del siglo XIX. Muy próximo a la destruida residencia, la emperatriz levantó una auténtica ciudad de verano, con tres zonas claramente definidas: administrativa, residencial y de placer. Todas ellas se enmarcan entre la Colina de la Longevidad y el Lago Kunming, ambos de creación artificial. Arquitectónicamente mantienen las formas de la arquitectura tradicional china y, decorativamente, las realizadas en la Ciudad Prohibida. Las zonas privadas se extienden alrededor del lago; palacios, corredores, pabellones, permitían disfrutar de la belleza del paisaje, así como el famoso Barco de Mármol, casa de té de la emperatriz. Sus nombres no dejan de ser evocadores de su función: Palacio de la Longevidad, Salón de las Olas de Jade, Jardín de la Armonía. La construcción del Palacio de Verano fue dirigida personalmente por la emperatriz Ci Xi, y su elevado coste -en un momento de graves amenazas externas e internas- sufragado desviando los fondos destinados a la creación de un nuevo ejército.
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Ante los fracasados intentos por tomar la cota de la abadía, el general neozelandés Freyberg decidió emprender un bombardeo masivo que arrasara las defensas germanas. En la noche del 14 al 15 de marzo se retiraron la primera y segunda líneas, para alejarlas del Apocalipsis que lo barrería todo al amanecer. Desde las 8 de la mañana, 775 bombarderos B-17, B-24, B-25 y B-26 arrojaron 3.150 toneladas de bombas sobre toda el área. Después, la aviación ligera -Thunderbolt, Mosquito y Tiphoon- apuntilló con sus cohetes y cañones puentes y vehículos, puestos de mando y trincheras. Entre las 12,30 y las 20 horas, 748 cañones completaron la labor de la Aviación con cerca de 200.000 granadas. Sin embargo, cuando los carros neozelandeses intentaron volver a la primera línea de Cassino, las defensas alemanas los pararon en seco. El éxito aliado llegó en Rocca Janula por parte del 25 Batallón, aunque luego él y su compañero el 26 quedaron copados por los contraataques germanos. Después de 8 horas de preparación artillera, la 5? Brigada india logró enlazar con los neozelandeses y ocupar la disputada cota 165. Los indios del Essex intentaron ocupar la cota 236 y fueron rechazados, pero los gurkhas del 9? de infantería consiguieron, en un combate cuerpo a cuerpo sin prisioneros, apoderarse de la cota 435. Deslizándose luego por la espalda de la abadía, iniciaron el ascenso a la cima. 160 paracaidistas alemanes del 1er batallón, reforzados a última hora con el 71 Regimiento, lograron rechazar el ataque aliado. Los paracaidistas lanzaron entonces un contraataque para recuperar la cota 435, recibiendo el mismo trato que acababan de padecer los gurkhas. Los combates se sucedían de manera constante; las unidades de ambos bandos desaparecían y nadie sabía cuándo una posición era de los suyos o no. La orden de sostener posiciones y esperar se hizo general, permaneciendo el frente estable durante el lluvioso mes de abril.
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La obra de centralización, la creación de una poderosa organización administrativa y de un eficaz sistema fiscal, provocaron resistencias al proceso y críticas contra el Pontificado. Los argumentos que se esgrimen son doctrinales, pastorales o económicos, pero lo cierto es que se teme el nacimiento de una fuerte Monarquía pontificia y se desea controlar su prestigio. No se requería demasiado esfuerzo para hallar argumentos de crítica. La centralización producía excesos burocráticos, especialmente sensibles en la Rota y en la oficina de súplicas; la presión fiscal provocaba numerosas protestas, y el volumen económico manejado traía consigo importantes compromisos temporales que permitían presentar al Pontificado alejado de la simplicidad evangélica. La oposición tiene sus apoyos en las Monarquías, que aspiran a controlar de modo efectivo a sus respectivas Iglesias, y en corrientes de pensamiento que defienden la superioridad del poder temporal o abogan por una Iglesia espiritual, ajena a los compromisos temporales. Además, la oposición a la Monarquía pontificia procede del mismo Colegio cardenalicio que aspira a desempeñar un papel en la dirección del Pontificado. En numerosas ocasiones, por primera vez de forma explícita en 1294, tras la renuncia de Celestino V, se plantea la posibilidad de elaborar un programa de gobierno a cuyo desarrollo debe comprometerse previamente el electo; tales compromisos fueron siempre sistemáticamente ignorados por los sucesivos Papas como canónicamente inválidos. Los cardenales pretendían el diseño de una Monarquía compartida: el Colegio cardenalicio sería el órgano supremo de la Iglesia, presidido por el Pontífice, que sería una prolongación de aquél. Una variante de esta concepción, que tendrá un gran alcance, será otorgar al Concilio el supremo poder en la Iglesia, reduciendo al Pontífice a una presidencia casi honorífica y convirtiendo a los cardenales en una comisión permanente del Concilio. Los Pontífices se defenderán de ese ataque al primado mediante la promoción al cardenalato de hombres de confianza, muchas veces de su propio entorno familiar, provocando con ello la acusación de nepotismo. Las Monarquías, que desean controlar a sus propias Iglesias y obtener beneficios económicos, se hicieron eco de las protestas elevadas por las asambleas de sus respectivos Reinos. Protestaban contra el perjuicio que para el Reino significaba la pérdida de los clérigos de mayor capacidad, atraídos hacia la administración pontificia por el sistema beneficial, y las salidas de metal precioso a causa de los pagos realizados a la Cámara apostólica. Algunas Monarquías tienen también motivos políticos para su queja. Es especialmente notorio el caso de Inglaterra ante la postura del Pontificado, claramente favorable a Francia en el enfrentamiento entre ambas potencias. También es cierto que, a causa de esta postura, la Monarquía inglesa controló totalmente a la jerarquía inglesa y pudo utilizar parte importante de sus rentas para resolver sus agobiantes necesidades económicas. También son razones políticas las que provocan el anacrónico enfrentamiento entre Pontificado e Imperio entre 1323 y 1356, las que le enfrentan con ciudades y tiranos italianos, y las que provocan las fricciones entre la Monarquía castellana, durante el reinado de Pedro I, y una Corte aviñonesa convertida en refugio de exiliados. Severas críticas a la autoridad universal del Pontificado proceden del campo del pensamiento. El ataque de mayor envergadura lo constituye el "Defensor pacis" de Marsilio de Padua. Es la primera exposición de una concepción del Estado cuya base no es el derecho natural, ni la autoridad divina, sino, únicamente, el bien común, entendido sin referencias sobrenaturales. La obra alcanzó una gran difusión con ocasión del conflicto con los espirituales franciscanos y, sobre todo, a causa del enfrentamiento entre el Papa y el emperador Luis de Baviera, a cuyo servicio estaba Marsilio. Guillermo de Ockham será el punto de partida de otro conjunto de ataques al Pontificado, aunque en su origen, probablemente, no fue ese su objetivo. Llevó a sus últimas consecuencias la separación entre fe y razón: el hombre, absolutamente limitado al mundo sensible, depende únicamente de la fe para el conocimiento de las verdades reveladas. La Escritura es la única fuente para su conocimiento, pero, ante ella, el hombre no cuenta con el apoyo de la Iglesia, simple suma de individuos y carente de criterios de certeza, sino únicamente con su propia fe. El pensamiento de Ockham, llevado a sus últimas consecuencias por sus seguidores, constituyó un grave motivo de inquietud en las universidades europeas; al servicio de Luis de Baviera y alineado junto a los espirituales franciscanos, sus ideas servirán de apoyo a los movimientos antijerárquicos. El más violento ataque contra la jerarquía procede de John Wyclif. Sus enseñanzas tienen un contenido reformador al que proporcionan argumentos la mala administración eclesiástica en Inglaterra y, luego, el Cisma. No debe olvidarse que las ambiciones políticas del duque de Lancaster, a cuyo servicio está el reformador, son una explicación de gran parte de sus argumentaciones. Wyclif oponía a la Iglesia jerárquica, radicalmente inclinada al mal, la Iglesia de los predestinados, la única que, por estar integrada por justos, tiene derecho a la propiedad. Negará el valor de los sacramentos, innecesarios en una Iglesia de predestinados, y el magisterio de la jerarquía. Su afirmación de que el poder temporal es el encargado de corregir el pecado resultará preciosa para los planes políticos de su protector el duque de Lancaster. En el ataque a la jerarquía, en particular al Pontificado, se partía desde argumentos muy diferentes, algunos de ellos objetivamente defendibles, pero casi todos los proyectos antijerárquicos se hallan al servicio de programas políticos muy concretos; este hecho deberá ser tenido en cuenta para su correcto entendimiento.
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El proyecto democrático presente en las formulaciones del pronunciamiento cívico-militar se iba a enfrentar con un conjunto de trabas estructurales difícilmente superables. De la posibilidad de transformar esas estructuras dependería la consolidación del proyecto en una realidad durable, estable y eficaz. En primer lugar es preciso hacer hincapié en cuestiones políticas. El proyecto democrático traería consigo una ampliación considerable de la oferta política y la necesidad de que el conjunto social crease unas pautas organizativas y encauzadoras de sus demandas. En suma, un mercado político más complejo que iba a encontrar en su raíz la ausencia o escasa proliferación de una cultura política, sobre todo después de más de veinte años de moderantismo. El sistema político del moderantismo había edificado un mercado político sumamente restringido, en el que se hacían evidentes las diferencias entre el país formal y el país real. El principio de la igualdad de los ciudadanos ante la ley no había tenido su correspondencia en el plano político. Quedó definido un sistema escasamente participativo, reservado a las elites del dinero y del poder, un fragmento de las cuales procedían directamente de la sociedad estamental. Desde arriba quedaron cerradas las espitas a cualquier evolución democrática del sistema. La experiencia del Trienio y la acción popular de los años treinta, tendentes a identificar liberalismo y pueblo, hizo que las elites del poder y del dinero buscaran una fórmula excluyente y pactada entre ellas que evitara toda desviación popular y democrática. Así, el doctrinarismo se convirtió en la expresión política de unas oligarquías. La oligarquización del poder se realizó en un doble sentido: en el de la participación electoral y en el control de cualquier desviación procedente de la ciudadanía. La estructuración político-administrativa del Estado moderado actuó de andamiaje de la práctica política. Por debajo, el caciquismo antropológico hizo el resto, en una sociedad española de innegables componentes agrarios a mediados del siglo XIX. En este aspecto, el caciquismo no fue un invento de Cánovas del Castillo en tiempos de la Restauración, desde 1876; sí lo fue su realización y sistematización para cumplir unos fines electorales y políticos. De una manera más inarticulada, el caciquismo actuó convenientemente en tiempos del moderantismo. Este abusó de lo que, gráficamente, José M? Jover Zamora ha denominado la práctica de la suplantación. El nuevo proyecto democrático de 1868 se encontraba, pues, ante la tarea de implantar un modelo político de nuevo cuño, no practicado anteriormente, apenas teorizado y desconocido para las nuevas elites políticas que iban a tomar el poder. Su consolidación dependería de la capacidad para articular una sociedad civil que expresara con eficacia sus demandas sociales, de un cuerpo intermedio que, también de manera eficaz, supiera trasladar y elaborar esas demandas, y de unas elites políticas dotadas de movilidad, eficacia y capacidad de atenerse a las demandas de la sociedad civil, cuya expresión última, en versión masculina, sería el sufragio universal. Sería necesario que las prácticas de gobierno se atuvieran a los resultados obtenidos en las consultas electorales. Otra traba estructural residía en la propia composición de la sociedad española de aquel momento. Tengamos en cuenta que la revolución liberal había operado más en el plano jurídico que en la realidad, en el plano político-legal que en las transformaciones sociales. En gran medida, a mediados del siglo XIX el Antiguo Régimen y la nueva situación liberal siguen dialogando y debatiendo entre sí, intercomunicándose realidades de todo tipo. No es que el Antiguo Régimen sobreviviese sin más, sino que muchos de sus postulados y realidades se incrustaron en la formación del Estado y de la sociedad liberales. De esta forma, el liberalismo se definió a sí mismo como el producto político de las clases medias. El problema radicaba en que, en la España de los años sesenta, ese fragmento de la sociedad era francamente minoritario. Si tenemos en cuenta los datos procedentes de los censos electorales censitarios, cabe situar el cómputo total de las clases medias entre un 3 y un 5 por ciento del conjunto social español, cifra poco consistente en una sociedad en la que primaba, sobre todo, la bipolarización. Entre las elites del dinero y los sectores populares en sus diversas versiones apenas existía un colchón amortiguador; es decir, las capas o clases medias. En 1868, por tanto, se iba a edificar un proyecto democrático sin apenas concurso de las clases medias. Esa bipolarización social tenía su concreción económica en el reparto de la renta a la altura de los años sesenta. La renta se distribuía de manera muy desigual, favoreciendo de forma mayoritaria a un reducido número de familias. De ahí que los contrastes sociales fueran muy significativos y existiera una tendencia, abiertas las espitas de la libertad, a incrementar las tensiones sociales derivadas de una situación tan injusta. Cualquier proyecto democrático estaría, pues, sujeto a convulsiones en cuyo basamento residía el enfrentamiento por un reparto más equitativo de la renta. El nuevo proyecto democrático se había extendido a los sectores populares, a lo que en los años treinta había sido el pueblo liberal, cuyo concurso fue necesario en el momento del enfrentamiento con los carlistas, o, en general, para superar las resistencias políticas de los partidarios del Antiguo Régimen. Esas capas populares iban a concursar en el plano político con unos niveles de preparación política escasos. Si queremos, con un grado de cultura política muy reducido. La mejor expresión de la situación nos la dan las elevadas tasas de analfabetismo imperantes en aquel entonces. Resulta indudable que los índices de analfabetismo son un excelente y reconocido indicador cultural de un país, además de reflejar la eficacia y extensión de los sistemas de escolarización y educativos en general, que se sitúan en la raíz de los procesos de movilidad social. Para la España del siglo XIX estamos ante uno de los elementos clave que mediatiza las posibilidades de movilidad social, presenta los límites de la sociedad abierta y actúa de dique a cualquier modernización. Hasta entonces era palpable el fracaso del Estado liberal en la construcción de un sistema escolar eficiente y operativo. En este aspecto el siglo XIX contempla una dualidad entre teoría y práctica: el desajuste entre los textos legales bien planteados y la realidad educativa de su concreción práctica. El texto clave para la organización del sistema educativo durante buena parte de la segunda mitad del siglo fue la Ley de Instrucción Pública, de 9 de septiembre de 1857, conocida como la Ley Moyano. Más que un texto renovador, consistió en la sistematización de todo el cuerpo legal anterior. Consagraba el principio centralizador en la enseñanza pública y el intervencionista del Estado en la enseñanza privada, todo ello mediatizado por las concesiones, en materia educativa, en el Concordato de 1851 con la Santa Sede. Continuó dividiendo el sistema educativo en los tres niveles anteriores, y estableció para la enseñanza primaria un escrupuloso diseño de escuelas por todo el país con criterios de gratuidad y obligatoriedad que, en términos teóricos, habría supuesto la escolarización global. Pero el sistema de financiación propuesto ponía en evidencia su operatividad. En efecto, la financiación recaería sobre unos ayuntamientos con graves problemas hacendísticos, agravado por los efectos de la desamortización de Madoz, que recortaba sus recursos. Un Estado igualmente escaso de recursos demostró su falta de voluntad política para asegurar la demanda social de escolarización. El Estado dedicó el grueso de sus esfuerzos a la enseñanza superior bajo el régimen de monopolio, con una acción meramente subsidiaria con respecto a la enseñanza primaria. Así, los presupuestos del Estado aportaban poco más del 1 por ciento a la financiación de la enseñanza primaria. Tampoco los ayuntamientos pudieron cubrir la totalidad de la financiación necesaria. A la altura de 1860 los datos del Anuario Estadístico ponen de relieve la estructura de financiación en la enseñanza primaria: 87,6% de los ayuntamientos; 9,34% de las familias, y cerca del 2% procedía de fundaciones piadosas. En 1857 existía un 75% de analfabetos, cifra corroborada por el censo de 1860. Si tenemos en cuenta que el de 1877 sitúa la tasa de analfabetismo en el 72%, habrá que reconocer que en esta materia los avances habidos durante el Sexenio democrático fueron de escasa entidad. Otra lectura nos lleva a las dificultades a las que estamos haciendo alusión: el nuevo proyecto democrático, nacido en 1868, iba a operar sobre una sociedad carcomida por el analfabetismo. Más allá de las diferencias por sexos, grupos sociales o ámbitos geográficos, la realidad española manifestaba un acusado déficit educativo. Grave consecuencia de ello en el devenir del Estado liberal había sido el hecho de que la posibilidad del ascenso social, a través del talento y el mérito propios, fuese descartada en la práctica. La mejor o peor fortuna en el nacimiento de un ciudadano liberal seguía siendo la clave principal de su futuro. El nuevo proyecto democrático debía tener en cuenta otra realidad determinante: el escaso nivel de urbanización de la sociedad española. Es sabido que el crecimiento urbano del siglo XIX está intrínsecamente asociado y auspiciado por el conjunto de transformaciones que impuso el nuevo régimen liberal. El aumento de la urbanización fue la divisa de países como Inglaterra, y en general de los espacios correspondientes a la fachada noroccidental atlántica. En cambio, en la Europa mediterránea, y por tanto en España, el crecimiento de las ciudades fue más limitado. En el censo español de 1860 el sector primario continuaba absorbiendo al 63% de la población, frente al 13% del secundario y el 24% del terciario. Este último, claramente hipertrofiado por la enorme extensión del servicio doméstico. En España habrá que esperar al gozne de los siglos XIX y XX para que se produzca el definitivo despegue urbano. Así, la construcción del sistema liberal tuvo que acoplarse a una sociedad mayoritariamente rural, donde lo urbano sentaba calidad pero no cantidad, lo que, a la larga, hizo depender el funcionamiento del frágil entramado liberal en las relaciones personales, de subordinación y dependencia, propias del mundo rural. La revolución liberal fue un fenómeno fundamentalmente urbano, se elaboró y se consolidó en las ciudades, pero tuvo que reproducirse en el campo a base de estas prácticas tradicionales y clientelares. Desde mediados de siglo la población urbana española se incrementó a un ritmo superior al de la población total, pero a un compás inferior al europeo occidental. En 1860 sólo el 11% de la población residía en las capitales de provincia. Resultaba, pues, evidente la supremacía del mundo rural, tanto en términos económicos, por su aportación a la renta global del país, como en términos políticos y sociales, dada la importancia de las tradicionales relaciones sociales imperantes en el campo y que podemos denominar de caciquismo antropológico, en el caso español en relación directa con la estructura de la propiedad en el agro. Síntoma del antes comentado reparto desigual de la renta a escala nacional y sempiterno motivo de tensiones y conflictos sociales, la nueva democracia debería enfrentarse a esta cuestión. Seguramente en un primer momento utilizaría las pautas de ese caciquismo antropológico, en un intento de articularlo políticamente, pero a la larga su vocación residía en convertir a los campesinos en verdaderos ciudadanos democráticos. Y en esta cuestión se interponían las estructuras de propiedad, o lo que fue percibido entre la población campesina como el hambre de tierras. Una estructura de la propiedad que había sufrido pocas alteraciones con las desamortizaciones. Los antiguos propietarios continuaron siéndolo, y, en algunos casos, llegaron a aumentar sus posesiones, acompañados de los nuevos propietarios de raíz burguesa, principales beneficiarios de las medidas desamortizadoras.
Personaje
Otros
Desde pequeño fue educado en su casa debido al asma que sufría. Su pasión por el cine ya se aprecia cuando todavía es un niño. Su primera obra, que tan sólo duraba tres minutos, fue "Fantômas" que rueda con un grupo de amigos. En esta ocasión emplea pequeños trucos para variar la apariencia de sus personajes. Concluidos sus estudios básicos, ingresa en el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos. Desde aquí tiene la oportunidad de adentrarse en el mundo del celuloide y conocer todos sus secretos. En sus cortometrajes iniciales se centra en la figura de artistas como Van Gogh o Gaugin. En este tiempo su trabajo se ve recompensado con pequeños galardones. En la década de los años cincuenta ingresa en el denominado "Grupo de los Treinta". En 1959 realiza su primer largometraje "Hiroshima, mon amour", basado en un guión de Marguerite Duras. La estética de esta película fue rápidamente identificada con la Nouvelle Vague. Desde entonces su prestigio como director ha ido creciendo. De su filmografía hay que destacar obras como "Muriel", "La guerra ha terminado", "Loin du Vietnam", "Mi tío de América", etc. Una de las últimas realizaciones que mejores críticas ha recibido es "Smoking/ No Smoking".