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De la muerte de Otón III a la entronización de Federico I Barbarroja, tres dinastías imperiales se suceden: la sajona, la salia o franconia y la suaba o Staufen. Algunas inquietudes van a ser comunes a estos tres linajes: la consolidación del poder en el interior de Alemania frente a los grandes feudatarios, la defensa de las fronteras orientales y las relaciones-complicadas en repetidas ocasiones con los titulares de la Sede de San Pedro. Durante la primera mitad del siglo XI, la incuestionada autoridad de los soberanos alemanes hizo de ellos los verdaderos jefes de la Cristiandad. El que la designación de Pontífice estuviera en su mano permite hablar de una política auténticamente cesaropapista. Frente a ella y como punto neurálgico de un amplio proyecto de reforma, se abrirá paso la idea de "libertas Ecclesiae". A la muerte de Otón III asciende al trono germano Enrique II. Hombre piadoso y de proyectos políticos menos fantásticos que su primo y predecesor, Enrique heredaba un cúmulo de problemas. En el flanco oriental fue el enfrentamiento con el polaco Boleslao Crobri con quien, después de sucesivas campañas, sólo se consiguió, en 1017, una honorable tregua. En Italia, Enrique II hubo de enfrentarse con el marqués Arduino de Ivrea que se había autotitulado rey de Lombardía y de mediar en las disputas entre los poderosos clanes romanos de Cresceneios y Túsculos que amenazaban con devolver a la capital de la Cristiandad a los peores tiempos de la Edad de Hierro. En 1024 morían el emperador alemán y el papa Benedicto VIII. Con el primero se extinguía la casa imperial de Sajonia. Conrado II (1024-1039) iniciaba una nueva dinastía: la de Franconia. Enérgico, buen político y no excesivamente escrupuloso, el nuevo soberano devolvió al Imperio el prestigio perdido en los años anteriores. Polacos, bohemios y húngaros supieron de su capacidad militar y hubieron de firmar humillantes acuerdos de paz. En 1032, Conrado reclamó los derechos de Borgoña que, desde este momento, quedaba anexionada al Imperio. Germania, Italia y Borgoña integraron las tres coronas de las que, por principio, se consideró titular al soberano del primero de esos países. Este era el imperio real más allá de las ensoñaciones universalistas del imperio ideal. No menos energía desplegó Conrado II en Italia. Su política, amen de proseguir las viejas pautas cesaropapistas, buscó el apoyo de la pequeña nobleza de milites o valvasores. Trató así de frenar el poder de barones, duques y orgullosos obispos tal y como se plasmó en la "Constitutio de feudis" del 1037. Enrique III (1039-1056), político enérgico, pero más culto y piadoso que su padre, continuó su línea de actuación. Su tutela sobre el Pontificado quedó marcada disputa espectacularmente por dos sínodos (Sutri y Roma en 1046) en los que se zanjo la entre tres sedicientes Papas y se propició la elevación de un candidato imperial: el obispo de Bamberg que tomó el nombre de Clemente II y coronó solemnemente en Roma a Enrique III. En tales circunstancias, nadie dudaba de los efectos benéficos de las intromisiones imperiales en la promoción de pontífices. Los soberanos alemanes habían actuado, por lo general, como sinceros cristianos y habían considerado un deber proveer a la Cristiandad de buenos pastores. Así lo volvió a sentir Enrique III cuando en 1049 apoyó la elección como Papa del lotaringio Bruno de Toul que tomó el nombre de León IX. A partir de esa fecha, la regeneración de la Iglesia iba a conocer nuevos caminos.
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Hablar de relaciones internacionales para la época a la que nos estamos refiriendo no es una expresión del todo adecuada. Para hablar de política exterior en este periodo se han puesto en circulación otros conceptos como relaciones intermonárquicas e incluso (en expresión de Esther Pascua) relaciones interfeudales. Los monarcas, en efecto, a la hora de relacionarse con sus vecinos lo hacen en su condición de señores feudales supremos. Los diversos enfrentamientos entre la casa Capeto y la Plantagenet son, evidentemente, menos confrontaciones entre Estados que pugnas de carácter feudal. De la diplomacia cabría decirse algo similar. Los niveles bajo los que ésta se desenvuelve entre los siglos XI y XIII son aún muy artesanales. Se trata, como ha recordado R. Fedou, de una cuestión generalmente de familia. Ello no fue obstáculo para que, especialmente desde el siglo XII, fueran proliferando en el Occidente importantes acuerdos de paz que contribuyeron a hacer mas nítidas las líneas fronterizas entre las distintas entidades políticas. La autoridad política y moral que fueron ganando los reyes iba haciendo de ellos los garantes de la paz. El Pleno Medievo conocería así el paso de la paz de Dios (impuesta, o aconsejada al menos, por las instancias eclesiásticas) a la paz del Rey. Reverso de la paz era la guerra, endémica a lo largo del periodo, y para cuya conducción la sociedad medieval reconocía la existencia de toda una categoría social: los "bellatores", "pugnatores" o "defensores" encargados de velar por la seguridad de todos. ¿Que papel cabía aquí a los monarcas? El Sacro Imperio, expresión del Estado teóricamente más poderoso, gozaba fama de disponer de las fuerzas armadas más numerosas y temibles. En expresión de san Bernardo, Alemania era la "tierra fecunda en hombres valerosos". Sin embargo, las frecuentes contradicciones políticas del Imperio limitaron considerablemente este poderío. Como en otros campos, las monarquías feudales del Occidente fueron las beneficiarias de esta debilidad. Bajo las monarquías germánicas en los primeros siglos del Medievo, la política militar se desenvolvió bajo las pautas de unos ejércitos nacionales: todo hombre libre era un soldado y la base de las fuerzas armadas lo constituían bandas agrupadas en torno a jefes de reconocido prestigio. En la Inglaterra anterior a la conquista normanda se conocía bajo el nombre de "fyrd" la leva en masa de los hombres libres para la defensa del condado, del burgo o de la costa. El "fyrd" restringido suponía una recluta más selectiva: un hombre por cada cinco pequeños propietarios. Un procedimiento similar al seguido en el mundo carolingio. Hablar de monarquías feudales supone hablar de feudalidades como sociedades armadas. Aunque con los debidos matices podría admitirse una triple ecuación: combatiente = soldado de caballería = caballero = noble. Los feudos considerados nobles son aquellos que implican un servicio militar a caballo. Entre los compromisos feudales está, en lugar destacado, la ayuda militar que el vasallo debe al señor con su equipo completo durante un tiempo fijo. Jerarquía militar y jerarquía feudal acaban imbricándose: en la cima esta el rey, como "suzerano" supremo; en la base están los valvasores (vassi vassorum) que no tienen ningún guerrero bajo su dependencia. La complejidad de fidelidades feudales, muchas veces solapadas, era el talón de Aquiles de estas fuerzas armadas. Conscientes de ello, los monarcas fueron dando importantes pasos para conseguir una mayor operatividad. Algunas disposiciones pueden ser ilustrativas. Así, el "Assise" de 1181 promulgado por Enrique II Plantagenet, en donde se especifica el armamento del que tenían que estar provistas las distintas categorías sociales que habían de guardar fidelidad al rey: caballeros, hombres libres laicos en función del nivel de riqueza que tuvieran (se toman las referencias de 16 y de 10 marcos de renta) y burgueses de las distintas comunidades. Otro importante paso para la creación de un autentico ejercito real se da en la Francia de Felipe Augusto con la "Prisie des sergens" de 1204. Tal disposición permitía a la realeza la recluta en abadías, villas y comunas, de un contingente estable de casi ocho mil hombres cuyo servicio era de tres meses al año. Ni compromisos feudales ni reclutas selectivas cierran el cuadro de lo que fue la política militar en este periodo. Los mayores recursos de los príncipes y los rescates pagados por personas -nobles o simples libres- obligados a prestaciones militares, permitieron a los monarcas la recluta de personal mercenario. A nivel de guardia personal será utilizado por distintos soberanos. En operaciones militares cobrarían relieve los arqueros montados sarracenos de Lucera, utilizados por Federico II en sus campañas italianas; los ballesteros pisanos y ligures; los peones de Gascuña o "esos aragoneses, vascos, brabanzones, triaverdinos y cotarelos" contra los que se lanza un duro anatema en el III Concilio de Letrán. El renacimiento de la vida urbana proveyó a los reyes de ciertos contingentes de "hombres libres y honorables" que se integraban en las filas del incipiente ejercito real. Pero, además, muchas ciudades disponían de su propia organización armada. Los vecinos se agrupaban militarmente por barrios, oficios o nivel de fortuna con obligación de construir, mantener o defender las fortificaciones de la ciudad. Las milicias de las ciudades-frontera de la Extremadura y la Transierra castellano-leonesa cargaron en numerosas ocasiones con el peso de la defensa del reino y de la represalia contra los musulmanes. Las ciudades lombardas organizadas militarmente serían capaces incluso de inflingir graves derrotas a los soberanos alemanes: a Federico I en Legnano (1176) y a su nieto Federico en Parma (1248). Por último, al calor de las operaciones contra el Islam, surgieron institutos mitad religiosos, mitad guerreros, aunque será esta segunda condición la que acabe prevaleciendo: las Ordenes Militares. Dos de las surgidas en Oriente -Templarios y Hospitalarios- desempeñarían un papel capital en la defensa de Tierra Santa. Los Teutónicos (Domus hospitalis sanctae Mariae Teutonicorum) aunque también nacidos en Palestina, forjarían su fortuna en el Báltico tras recibir en 1237 el aporte de otra milicia: los Portaespada. Defensa y organización/colonización del espacio conquistado a los musulmanes serían acciones capitales de las milicias de cuño hispánico: fundamentalmente Santiago, Calatrava y Alcántara surgidas desde mediados del siglo XII. ¿Cómo se conducía la guerra? Contra lo que comúnmente se admite, la Edad Media no fue pródiga en grandes batallas campales, aunque algunas de ellas hayan ingresado por merito propio en la mitología militar. "La batalla, dice Georges Duby, no es la guerra y puede uno atreverse a decir que es todo lo contrario: es un procedimiento de paz" en el que, de un solo golpe (como si se tratara de un juicio de Dios) se desea liquidar un contencioso. La guerra es, sobre todo, operación de depredación, castigo y pillaje de la que, pese a las admoniciones de Paz y Tregua, no se ven libres ni tan siquiera los establecimientos eclesiásticos. De ahí las reiteradas condenas de la Iglesia contra los que habían hecho de la profesión de las armas algo ajeno a esa idílica visión del "miles Christi" que pone su fuerza al servicio de los débiles y las causes justas. Nadie, sin embargo, quedó al margen de ejercer este tipo de operaciones: desde los contingentes hispano-cristianos que estacionalmente razziaban el territorio enemigo, a los propios monarcas sedicientes defensores de la paz y el orden. Así, la principal empresa de Luis VI a lo largo de su reinado fue una serie de operaciones de castigo (devastaciones, toma y destrucción de castillos) contra los señores locales (los tiranos) asentados en el dominio real y renuentes en muchas ocasiones a aceptar la autoridad del soberano. En ultimo lugar, la fuerza de un monarca no estaba sólo en su capacidad de movilización de efectivos humanos para presentar batalla a campo abierto o depredar las sierras del enemigo. Estaba también en la acumulación del mayor número posible de puntos fortificados. La concentración de poder trajo un incremento en la cifra de fortalezas poseídas. El caso Capeto puede resultar paradigmático: tras las grandes conquistas que Felipe Augusto culmina en 1214, la realeza francesa pasa a controlar más de un centenar de castillos a los que había que añadir los de vasallos comprometidos a entregarlos al rey en caso de necesidad.
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Frecuentemente se ha utilizado el término cesaropapismo para definir la situación de Constancio II en los asuntos eclesiásticos. Tal calificativo no resulta exagerado si tenemos en cuenta que su participación le llevó a controlar las reuniones eclesiásticas y los concilios, a imponer su opinión en estos últimos y, en cierto modo, a actuar de hecho como jefe máximo de la Iglesia, comprometiendo su autoridad y la propia unidad del Estado por su decidida intervención en el conflicto (suscitado a raíz del Concilio de Nicea del 325) entre ortodoxos y arrianos. Tal conflicto en ocasiones asumió el aspecto de una guerra de religión: ceses y destierros de obispos e incluso, como indica Juliano, masacres de pueblos enteros. Su empeño por arrianizar la Iglesia fue más moderado mientras vivió su hermano Constante, a fin de que los problemas religioso-políticos no rompieran el frágil entendimiento entre ambos. Pero cuando quedó como augusto único del Imperio anunció su voluntad de unificar la Iglesia sobre la base de la aceptación de las fórmulas arrianas. A tal efecto, en el 351, Constancio acudió al Concilio de Sirmiun, donde se condenaron los postulados trinitarios de los ortodoxos que sostenían la unidad sustancial de la divinidad, poniendo el acento en la distinción de tres personas divinas iguales entre ellas. Las tesis arrianas oscilaban entre las que podríamos llamar moderadas y que se contentaban con afirmar el parecido entre el Padre y el Hijo, y las extremistas, que negaban tal parecido puesto que el Hijo era claramente inferior al Padre. En el tercer Concilio de Sirmiun (358) se llego a una formulación que si bien no servía para superar las divisiones entre ortodoxos y arrianos, al menos acercó a los arrianos entre sí. Basilio de Ancira busco el punto medio: ni el Padre ni el Hijo eran de la misma sustancia, ni eran simplemente parecidos. La solución estaba en que eran de sustancia parecida. Constancio, entusiasmado con tan feliz definición, decidió que se convocaran dos concilios: uno en Oriente y otro en Occidente, a fin de que toda la iglesia suscribiera esta formula. El concilio de Occidente, reunido en Rímini, se alargó hasta la vuelta de Constancio de Oriente. Mientras tanto el obispo Hilario de Poitiers decía: "Cada año, inclusa cada mes, damos una nueva definición de la fe". En Oriente la aceptación del arrianismo no encontraba tantas resistencias como en Occidente, con la excepción de algunos obispos y principalmente de Atanasio de Alejandría. Éste debió ser juzgado y excomulgado en el Concilio de Arlés (353) por el papa Liberio, ya que tal era el fin para el que se había convocado, pero Liberio -no muy decidido- exigió la celebración de un concilio ecuménico. Constancio organizó en Milán la celebración del mismo. Este concilio supuso el punto álgido de fricción entre las dos iglesias. El emperador intervino en términos tales de coacción que a muchos ortodoxos les resultaban intolerables: la opinión de Constancio había de ser considerada por los obispos como un canon y quien no la suscribiese sería desterrado. Las sesiones conciliares se celebraron en el propio palacio del emperador, donde éste podía seguir el debate instalado detrás de una cortina. Se condenó a Atanasio y se desterró a todos cuantos protestaron por tal decisión. El número de obispos desterrados fue elevadísimo, pese a que la coacción del emperador eliminó muchas resistencias. Es el caso de los obispos reunidos en Seleucia de Isauria (359), donde la mayoría de los presentes suscribió las tesis de Nicea. El emperador decidió que no salieran de la ciudad mientras no suscribieran el credo del III Concilio de Sirmiun. No sólo lo suscribieron en Niké, cerca de Andrinópolis, sino que volvieron a suscribirlo en Constantinopla, en presencia del emperador, al año siguiente. Entre los muchos desterrados estaban Osio de Córdoba e Hilario de Poitiers. Ambos nos han dejado testimonio de la obstinación y despotismo de Constancio. El segundo escribió una obrita o panfleto llamada "Contra Constancio" en la que despliega su violencia contra él con definiciones de este tenor: "Él miente sin inteligencia, profesa la religión sin fe, halaga sin bondad...". Constancio proscribió el culto pagano, tanto los sacrificios como la adoración pública a los dioses y, para hacer más eficaz su voluntad de abatir el paganismo, ordenó: "Que todos los templos sean cerrados y se prohiba el acceso a ellos a fin de que los hombres perdidos no tengan ocasión de pecar. Que el que contravenga esta ley sea castigado con una espada vengadora".
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La geopolítica europea de los siglos XVI y XVII se caracteriza por el enfrentamiento constante entre las potencias europeas en pos de mayores cuotas de poder tanto político como económico y territorial. Carlos V y Felipe II vivirán continuos enfrentamientos con Inglaterra y Francia, fundamentalmente en los escenarios italianos y del centro y norte de Europa. Los Habsburgo deberán mantener constantes luchas para intentar conservar su imperio territorial, lo que no se logrará en el caso de las Provincias Holandesas. El Imperio otomano establecerá, además, una dura competencia por el dominio del Mediterráneo y las rutas comerciales hacia el Oriente, lo que desembocará en un abierto conflicto bélico. El norte y el este de Europa vivirán también la competencia por la hegemonía entre diversas naciones, resultando favorecidas Suecia y Rusia, respectivamente. La lucha por el control del territorio y la hegemonía en Europa desencadenará un largo y costoso conflicto: la Guerra de los Treinta Años.
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Las relaciones internacionales en el siglo XVIII estuvieron marcadas por el conflicto permanente entre los estados. La construcción de las identidades nacionales y de los aparatos del estado absolutista se hizo mediante la intervención interior de las monarquías para asentar su poder y, en el exterior, mediante la proyección intervencionista y expansiva de sus gobiernos en otros territorios y estados. Así la guerra y la diplomacia se convirtieron en herramientas de la política internacional. La consecuencia primera es la internacionalización de los conflictos y la permeabilización de las políticas nacionales, como demostró la guerra de Sucesión española. A pesar de ser la guerra un recurso muy utilizado, no existen grandes avances técnicos ni tácticos; sí se dan innovaciones, sin embargo, en el ámbito de la legitimación política y jurídica de intervención de los estados en los asuntos de otros países, dando lugar a un espacio de relaciones que en adelante tendrá una importancia capital: la comunidad jurídica internacional.
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Las últimas décadas del siglo XIX fueron las más pacíficas del siglo en Europa. Después de 1871, sólo las diversas guerras de carácter limitado y periférico que se desarrollaron en las fronteras occidentales del Imperio turco, ensangrentaron su suelo. El ambiente internacional durante este período, no fue, sin embargo, de distensión. Las relaciones entre las potencias europeas fueron extraordinariamente complejas y, a veces, se desarrollaron en un ambiente de temores y amenazas. En ello pesaron tanto factores del pasado como otros nuevos. Entre los condicionantes heredados estaban los problemas nacionalistas en los Imperios austro-húngaro y turco, y la rivalidad entre Inglaterra y Rusia en el Mediterráneo oriental. Factores nuevos fueron la crisis económica y la reacción proteccionista que provocó en todos los países, excepto el Reino Unido; la orientación de Austria-Hungría hacia los Balcanes, después de haber sido desalojada de Alemania y de Italia, lo que suponía un enfrentamiento con las tradicionales aspiraciones de Rusia; la misma existencia de una Alemania unificada, que era tanto un factor de estabilidad como de desconfianza hacia su poder; el sentimiento de revancha existente en Francia, tras la derrota de 1870-71; y, de forma creciente, el choque de intereses entre los países lanzados a la expansión colonial en el mundo. Fueron años de "Realpolitik", de política realista, en la que los intereses nacionales, y no los criterios ideológicos, fueron los principios básicos de la acción diplomática, de acuerdo con lo establecido desde la guerra de Crimea. La apelación al sentido moral, por parte de Gladstone, fue una excepción que no tuvo respuesta. Los cambios en las estructuras y en la naturaleza de la vida política, allí donde se produjeron, influyeron relativamente poco en el tipo de las relaciones internacionales durante este período. Como ha escrito Th. Hamerow, "Richelieu (..) podría, haberse horrorizado al ver en qué se había convertido la sociedad europea en vísperas de la primera guerra mundial, pero se habría sentido como en casa en los ministerios donde se decidían las cuestiones diplomáticas cruciales". En Rusia, la política exterior siguió siendo patrimonio exclusivo del zar. Alejandro III, por ejemplo, aprovechándose de que no existía nada parecido a la responsabilidad ministerial, no queriendo, o no sabiendo qué dirección tomar, optó por seguir, simultáneamente, políticas exteriores contradictorias, a través de diferentes órganos de gobierno: la orientación progermana del ministro de Asuntos Exteriores, Giers, y la paneslava a través del ejército, la policía, la prensa y parte del cuerpo diplomático. Lo imperfecto del sistema parlamentario alemán queda muy claro en este terreno. La política exterior estuvo completamente fuera del control del "Reichstag". Bismarck la dirigió de una forma personal, habitualmente de acuerdo con la opinión de Guillermo I, pero en contra de la misma cuando el canciller quiso, y al margen también de las iniciativas de la "Wilhelmstrasse", donde tenía su sede el ministerio alemán de Asuntos Exteriores. El protagonismo de Bismarck fue sustituido por el de Guillermo II, a partir de 1890. En Gran Bretaña, en Francia y en los demás Estados occidentales donde el proceso democrático estaba más avanzado, las cosas sólo fueron relativamente diferentes. En estos países la opinión pública estaba mejor informada y jugó un papel más importante en la política exterior. La opinión británica, por ejemplo, fue extraordinariamente sensible a las brutales represiones llevadas a cabo por los turcos contra búlgaros y armenios -en pocos días se vendieron, en 1877, más de 40.000 ejemplares de un folleto de Gladstone en el que denunciaba las primeras-. La opinión francesa también fue importante en la orientación colonial o en la política respecto a Alemania. Pero también en estos países, las cuestiones internacionales eran decididas por un número muy reducido de personas, que sortearon el control parlamentario mediante el carácter secreto de las alianzas que contraían. En Francia, la política exterior era competencia del presidente de la República, y a Sadi Carnot se atribuyó gran parte del mérito del tratado franco-ruso de 1894. También el rey Eduardo VII habría de tener un gran protagonismo en la política exterior británica, donde el "Foreign Office" gozaba dé una gran autonomía. Todavía en 1901, Salisbury recordaba que la diplomacia era competencia tradicional de la Corona, es decir, del ejecutivo, y no del Parlamento, aunque afirmaba que ningún gobierno llevaría a cabo alianzas contrarias a la opinión pública. Hasta 1890, la escena europea aparece dominada por el canciller Bismarck y los distintos sistemas de alianzas internacionales que construyó, de acuerdo con un procedimiento que tiene un gran parecido con el juego de ajedrez: avances y cesiones controladas, con objetivos perfectamente definidos. Cuando Bismarck fue desalojado de la cancillería, el equilibrio que había creado -un equilibrio nada desinteresado, por otra parte- se rompió. Al mismo tiempo, los problemas mundiales sustituyeron a los continentales como objeto de atención preferente y como principales factores de riesgo.
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Tras la Guerra Civil el "Nuevo Estado" estableció un sistema de relaciones laborales donde se primaba el monopolio estatal en la fijación de las condiciones de trabajo. En los primeros años de la Dictadura se impuso la interpretación del Derecho del Trabajo anticontratualista, oponiéndose tanto al contrato individual como al colectivo. Es decir, se optó por una relación de trabajo en la que el igualitarismo del acuerdo del contrato se sustituyó por una inserción jerarquizada del individuo en la empresa, entendida ésta como comunidad de trabajo que vincula a sus miembros con nexos de hermandad y cooperación. La imposición de una concepción armónica de las relaciones laborales era incompatible con la realidad social y económica del país. Para llevar a cabo dicho planteamiento se utilizaron dos recursos: por un lado, al menos hasta 1958, el monopolio del Estado en la fijación de las relaciones y reglamentaciones de trabajo; y por otro, la creación de la Organización Sindical, en la cual se supeditaban los intereses de los trabajadores a los del Estado, constituyendo la citada Organización una clara muestra de sindicalismo de sumisión. El texto doctrinal que sirvió de declaración de principios en materia socio-laboral fue el Fuero del Trabajo. En él se observa la influencia de textos de países autoritarios y totalitarios tales como Portugal, Italia o Alemania. En el Fuero del Trabajo se establece la supresión de la lucha de clases y la configuración de la Organización Sindical sobre los principios de Unidad, Totalidad y Jerarquía, estableciéndose la dependencia de la misma respecto del Estado, así como una relación militante con Falange. Durante el franquismo, los rasgos distintivos del modelo sindical y de las relaciones laborales vienen marcados por la obligatoriedad de la sindicación, la existencia de una única central sindical que se convierte en oficial, lo que lleva a una sumisión del Estado y a vincular sus objetivos a éste, a la vez que se limitan sus medios de acción al tener prohibido el recurso a la huelga, declarada delito penal o de orden público. Este modelo sólo se puede llevar a cabo dentro de unas estructuras políticas de carácter autoritario que canalizan las demandas a través de una relación desigual e individual, tratando de impedir toda forma de conflicto colectivo. La existencia del mismo no excluye que las medidas que se tomen puedan mejorar las condiciones de trabajo y la condición obrera, aunque sí supone impedir la libertad de sindicación y de negociación colectiva. Hasta 1958 las relaciones laborales estuvieron extremadamente condicionadas por el modelo citado, el cual mostró cierta efectividad, junto a la represión, para impedir el conflicto social, que si bien nunca desapareció (1° de mayo de 1947; Barcelona, 1951...) tuvo escasa incidencia. Pero como hemos visto, la necesidad de variar la política económica (medidas preestabilizadoras), así como el resurgir de la oposición obrera llevaron al establecimiento de una mayor autonomía de empresarios y trabajadores a la hora de fijar las condiciones laborales, aunque siempre bajo la atenta mirada (autoritaria e intervencionista) de la Organización Sindical y del Ministerio de Trabajo. La aprobación en 1958 de la Ley de Convenios Colectivos Sindicales implicó un paso limitado en la autonomía de las partes, no comparable con los sistemas de negociación colectiva de los países democráticos de nuestro entorno, ya que seguía siendo considerable la intervención estatal en la iniciación, desarrollo y aprobación de los convenios colectivos. La intervención más evidente en el proceso de negociación colectiva, y que mayor atentado suponía a la autonomía de las partes, vino constituida por la posibilidad de dictar normas de obligado cumplimiento en el caso de que empresarios y trabajadores no concluyeran su negociación en acuerdo. La intervención gubernamental fue utilizada entre 1958 y 1975 en el 9,5% del total de convenios, afectando tan sólo al 7,2% de los trabajadores bajo convenio, por lo que desde el punto de vista cuantitativo su importancia es limitada. No así desde el cualitativo, pues supuso una pesada espada de Damocles sobre la negociación. Los años en que más se utilizó fueron 1975, seguido de 1967 y 1965, años que coinciden con un alza en la conflictividad, especialmente 1975 y 1967. La intervención del Ministerio de Trabajo se sitúa primordialmente en la línea de tratar de mantener la paz laboral. También se interviene en el caso del conflicto entre los Ministerios económicos, de Trabajo y la OSE. La negociación colectiva comenzó en 1958, año en el que se firman siete convenios que afectan a más de dieciocho mil trabajadores, pero no será hasta 1962 cuando adquiera importancia. En ese año más de dos millones cuatrocientos mil trabajadores realizan su tarea bajo convenio. A partir de 1965 la cifra de convenios renegociados supera a la de los primeros convenios, y hasta 1968 el ritmo negociador va en aumento, aunque en ese año se produce una interrupción en el proceso como consecuencia de la congelación salarial impuesta a finales del anterior. Durante 1969 se reanudó la negociación colectiva, que afectaba ya a más de cuatro millones de trabajadores. La mayoría de los convenios firmados durante dicho año tenía una vigencia anual, con lo que se rompía así la tendencia hacia los convenios de larga duración. Incluso si eran de este tipo, se podía establecer una negociación anual sobre la cuantía del salario en función de la variación de los precios. Esto significa que al multiplicarse la acción negociadora, también se multiplicó la posibilidad de diferencias entre las partes y, por tanto, los conflictos. La negociación colectiva, que fue necesaria para poder llevar a cabo el desarrollo económico, tuvo así un efecto pernicioso para el régimen, pues creó las condiciones para el aumento de las huelgas y facilitó la organización de los trabajadores, los cuales utilizaron los medios legales existentes (Comisiones Obreras) para reforzar su posición. Durante el franquismo, y debido a su naturaleza autoritaria, la existencia del conflicto fue negada y sus manifestaciones reprimidas. Pero ello no impidió su existencia que llegó a ser reconocida por las propias autoridades ante la evidencia de los hechos. El conflicto fue de naturaleza política, aunque las causas inmediatas del mismo no lo hiciesen parecer así. Las huelgas habidas supusieron el cuestionamiento de la concepción ideológica sobre la que se había fundado el Régimen; por tanto, aunque en su mayoría las acciones colectivas no tuvieron como causa inmediata demandas políticas, sí tuvieron consecuencias de este tipo y en dicho sentido lo entendieron los gobernantes: Un conflicto laboral es siempre un problema político y de orden público, afirmaba el Ministerio de Trabajo en 1972. Los conflictos tienen sus inductores en aquellos que por razones ideológicas discrepan y realizan oposición, es decir, los partidos y las organizaciones sociales. A pesar de que los participantes en los conflictos no se encuentran vinculados orgánicamente a dichos inductores, sí se suman a las convocatorias que éstos realizan y participan en ellas. Esta situación se materializó en una serie de movimientos estrechamente vinculados, se diría dependientes, de la oposición política. Como señala Juan Pablo Fusi, la conflictividad desde los años sesenta tuvo una cuádruple manifestación: laboral, regional, estudiantil y eclesiástica. Hay que hacer notar que excepto en el tema regional, demanda que se remonta en algunos casos al final del siglo pasado, fue la propia transformación social la que posibilitó la aparición de los grupos que impulsaron el conflicto. La conflictividad social presentaba las siguientes características: 1?) Continuidad en las movilizaciones y conversión de cualquier acto público en tribuna de expresión de la oposición. La conflictividad llegó a convivir con el Régimen; 2?) Extensión a sectores de la población que habían venido manteniéndose hasta entonces al margen. Tal es el caso de la banca, sanidad, enseñanza, prensa, abogacía...; 3?) La intensificación de la represión, pese a ciertos cambios habidos (Tribunal de Orden Público...) que no impidieron las condenas a muerte y las ejecuciones (Julián Grimau, Salvador Puig Antich, los fusilamientos del 27 de septiembre de 1975...), ni tampoco las torturas, malos tratos y la muerte de manifestantes. El aumento de la conflictividad llevó al Gobierno a recurrir a la implantación del estado de excepción en diversas ocasiones en parte del territorio o en toda España; así entre 1968 y 1970 se implantó en tres ocasiones. De la misma manera, y pese a la liberalización que había supuesto la Ley de Prensa de 1966, se siguió con la práctica gubernamental de la censura, que se concretó en el cierre temporal de diversos seminarios (Triunfo, Sábado Gráfico, Cuadernos para el Diálogo...) o en el cierre/demolición del diario Madrid; y 4?) La utilización del terrorismo como medio de realizar oposición. Entre 1968 y 1975 se produjo un total de 42 atentados, que causaron 57 víctimas mortales. Las huelgas son la manifestación por excelencia del conflicto social en las sociedades industriales avanzadas. En España, tras la Guerra Civil, la huelga fue calificada como delito de lesa patria. El Código Penal de 1944 las calificaba como delito de sedición. Pero el régimen de negociación colectiva establecido en 1958 implicó la posibilidad de admitir situaciones conflictivas nacidas de la confrontación de intereses colectivos en el contexto de la negociación. Debido a ella se llevó a cabo un cambio legislativo en el año 1962, regulándose por vez primera los conflictos de trabajo en sentido formal, lo cual venía a ser un reconocimiento de los mismos. En 1970 y en 1975 se volvió sobre el tema, ampliándose tímidamente la normativa, que si bien reconocía su existencia, a la hora de la regulación atendía más a medidas de naturaleza represivas que a aquellas que trataban de encauzarlos. El boicot a los tranvías de Barcelona de 1951 señala una nueva forma y unos nuevos objetivos de protesta popular contra el franquismo. Durante la década de los cincuenta se asistió a una recuperación de la movilización obrera, que se desarrolla en el campo reivindicativo, como es el caso de los mineros asturianos, o en la esfera política, como en las fracasadas convocatorias realizadas por el PCE a movilizaciones de ámbito nacional el 5 de mayo de 1958 y el 18 de junio de 1959. Desde comienzos de la década de los sesenta y hasta 1975 se produjo un alza en la conflictividad laboral, con diversas oscilaciones en función de la negociación colectiva y de los efectos de la represión. En los meses de abril y mayo de 1962 las huelgas fueron numerosas, afectando de forma especial a la minería asturiana, y extendiéndose a otras cuencas de León, Berga, Teruel, Barruelo y Puertollano. También hubo paros en las fábricas de metal de Vizcaya, Guipúzcoa, Madrid y Barcelona. El número de huelguistas se movió en torno a los doscientos mil, cantidad hasta ese momento impensable por parte de las autoridades. Pero lo decisivo no fue sólo la magnitud, sino la coincidencia con otros movimientos de la oposición (reunión del Movimiento Europeo en Munich, denominado por el Régimen contubernio), y la necesidad de conseguir la pacificación, lo que llevó al mismo José Solís a desplazarse a Oviedo para negociar con los huelguistas. Desde 1963 contamos con información estadística sobre el número de los llamados conflictos colectivos, es decir, las huelgas. Su número tiende a crecer, en especial a partir de 1969, momento en que se produce un impulso que se prolongará hasta la muerte de Franco, año en que alcanza el máximo nivel. Cualquier comparación del número de huelgas con países occidentales está sujeto a distorsión, dado el marco legal en el que se encuentra España. En todo caso, entre 1963 y 1973 nuestro país ocupa el cuarto lugar tras Italia, Francia y Gran Bretaña en términos absolutos, aunque a notable distancia de los mismos. La oleada huelguística internacional que se va a producir entre 1968 y 1974, y que se da en los anteriores países y los Estados Unidos, no tuvo consecuencias inmediatas en España hasta 1976, coincidiendo con el proceso de transición. Las huelgas desde la década de los sesenta, e incluso en la anterior, tienen unos nuevos protagonistas, a diferencia de lo que ocurría en los años treinta cuando eran principalmente llevadas a cabo por jornaleros sin cualificación (pertenecientes al sector agrícola y la construcción). Ahora van a ser trabajadores cualificados del metal y de las industrias manufactureras los principales actores, es decir, la nueva clase obrera. Este cambio responde tanto a la transformación económica y social que se viene produciendo, como a la nueva composición de la clase obrera que abandona las tradiciones del pasado y, con la experiencia cotidiana que adquiere en los centros de trabajo, olvida los planteamientos de la revolución social que durante la República fueron el eje central de sus demandas. Los sectores más conflictivos entre 1963 y 1974 fueron la siderurgia y la metalurgia (44,5%), seguidos a gran distancia por la minería (13,1%) y la construcción (9,6%). El tamaño de las empresas influyó decisivamente a la hora de que se produjeran o no huelgas. Entre 1968 y 1974, el 67,4 por ciento del número total de conflictos tuvo lugar en centros con más de 100 trabajadores (mientras que la proporción de estos centros en la economía española era 1,3 por ciento). En dichas empresas se daban dos condiciones que facilitaban la protesta: la existencia de un convenio colectivo y un jurado de empresa en el que era habitual la presencia de militantes de la oposición. La distribución geográfica de las huelgas estuvo marcada por las provincias que habían experimentado un intenso proceso de industrialización como Madrid y Guipúzcoa, así como por los tradicionales bastiones obreros, que mantenían una notable presencia de la industria como Barcelona y Vizcaya, y por provincias que se encontraban en declive como era el caso de Asturias. También se producen conflictos significativos en otras provincias que si bien no tenían tradición de lucha obrera, había desarrollado una cierta industrialización; éste sería el caso de Navarra y Valladolid. En el mapa del conflicto se combinan los rasgos definidores de la transformación social del país, urbanización e industrialización, más la existencia de vanguardias organizadas. En los casos en que dichas vanguardias son muy recientes, el papel impulsor del conflicto corresponde a los militantes católicos, que optan en un momento determinado por enfrentarse al Régimen, hecho que se aprecia con claridad en Navarra.
acepcion
Principio que afirma que todos los sistemas culturales son intrínsecamente iguales en valor y que los rasgos característicos de cada uno tienen que ser evaluados y explicados dentro del contexto del sistema en el que aparecen.
obra
En este edificio se manifiesta la intención de eliminar las referencias a los estilos históricos, simplificación del revestimiento exterior entendido como postura estética. Rascacielos de vidrio y cerámica blanca de cambiantes efectos ópticos. Ventanas corridas separadas por bandas decoradas que sobresalen ligeramente. El edificio no fue concebido unitariamente. Se proyecta en un principio con una altura de cinco pisos. A la muerte de Root, Burnham y el ingeniero E. C. Shankland piensan en diez pisos más que realizan sin ninguna variación. Esta operación de multiplicación nos pone en relación el rascacielos con los principios que rigen la industria.