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Frecuentemente se ha utilizado el término cesaropapismo para definir la situación de Constancio II en los asuntos eclesiásticos. Tal calificativo no resulta exagerado si tenemos en cuenta que su participación le llevó a controlar las reuniones eclesiásticas y los concilios, a imponer su opinión en estos últimos y, en cierto modo, a actuar de hecho como jefe máximo de la Iglesia, comprometiendo su autoridad y la propia unidad del Estado por su decidida intervención en el conflicto (suscitado a raíz del Concilio de Nicea del 325) entre ortodoxos y arrianos. Tal conflicto en ocasiones asumió el aspecto de una guerra de religión: ceses y destierros de obispos e incluso, como indica Juliano, masacres de pueblos enteros. Su empeño por arrianizar la Iglesia fue más moderado mientras vivió su hermano Constante, a fin de que los problemas religioso-políticos no rompieran el frágil entendimiento entre ambos. Pero cuando quedó como augusto único del Imperio anunció su voluntad de unificar la Iglesia sobre la base de la aceptación de las fórmulas arrianas. A tal efecto, en el 351, Constancio acudió al Concilio de Sirmiun, donde se condenaron los postulados trinitarios de los ortodoxos que sostenían la unidad sustancial de la divinidad, poniendo el acento en la distinción de tres personas divinas iguales entre ellas. Las tesis arrianas oscilaban entre las que podríamos llamar moderadas y que se contentaban con afirmar el parecido entre el Padre y el Hijo, y las extremistas, que negaban tal parecido puesto que el Hijo era claramente inferior al Padre.

En el tercer Concilio de Sirmiun (358) se llego a una formulación que si bien no servía para superar las divisiones entre ortodoxos y arrianos, al menos acercó a los arrianos entre sí. Basilio de Ancira busco el punto medio: ni el Padre ni el Hijo eran de la misma sustancia, ni eran simplemente parecidos. La solución estaba en que eran de sustancia parecida. Constancio, entusiasmado con tan feliz definición, decidió que se convocaran dos concilios: uno en Oriente y otro en Occidente, a fin de que toda la iglesia suscribiera esta formula. El concilio de Occidente, reunido en Rímini, se alargó hasta la vuelta de Constancio de Oriente. Mientras tanto el obispo Hilario de Poitiers decía: "Cada año, inclusa cada mes, damos una nueva definición de la fe". En Oriente la aceptación del arrianismo no encontraba tantas resistencias como en Occidente, con la excepción de algunos obispos y principalmente de Atanasio de Alejandría. Éste debió ser juzgado y excomulgado en el Concilio de Arlés (353) por el papa Liberio, ya que tal era el fin para el que se había convocado, pero Liberio -no muy decidido- exigió la celebración de un concilio ecuménico. Constancio organizó en Milán la celebración del mismo. Este concilio supuso el punto álgido de fricción entre las dos iglesias. El emperador intervino en términos tales de coacción que a muchos ortodoxos les resultaban intolerables: la opinión de Constancio había de ser considerada por los obispos como un canon y quien no la suscribiese sería desterrado.

Las sesiones conciliares se celebraron en el propio palacio del emperador, donde éste podía seguir el debate instalado detrás de una cortina. Se condenó a Atanasio y se desterró a todos cuantos protestaron por tal decisión. El número de obispos desterrados fue elevadísimo, pese a que la coacción del emperador eliminó muchas resistencias. Es el caso de los obispos reunidos en Seleucia de Isauria (359), donde la mayoría de los presentes suscribió las tesis de Nicea. El emperador decidió que no salieran de la ciudad mientras no suscribieran el credo del III Concilio de Sirmiun. No sólo lo suscribieron en Niké, cerca de Andrinópolis, sino que volvieron a suscribirlo en Constantinopla, en presencia del emperador, al año siguiente. Entre los muchos desterrados estaban Osio de Córdoba e Hilario de Poitiers. Ambos nos han dejado testimonio de la obstinación y despotismo de Constancio. El segundo escribió una obrita o panfleto llamada "Contra Constancio" en la que despliega su violencia contra él con definiciones de este tenor: "Él miente sin inteligencia, profesa la religión sin fe, halaga sin bondad...". Constancio proscribió el culto pagano, tanto los sacrificios como la adoración pública a los dioses y, para hacer más eficaz su voluntad de abatir el paganismo, ordenó: "Que todos los templos sean cerrados y se prohiba el acceso a ellos a fin de que los hombres perdidos no tengan ocasión de pecar. Que el que contravenga esta ley sea castigado con una espada vengadora".

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