Otro aspecto de este artista será su producción religiosa, ya que si tenemos en cuenta el panorama temático que nos ofrece la pintura religiosa española en la primera mitad del siglo XIX español, observaremos que es Vicente López el único gran pintor que se entrega con verdadera pasión a este género. Es aquí, en este apartado de su producción, donde con mayor relieve se ponen de manifiesto los aciertos resolutivos y un aire de novedad frente al convencionalismo en que había caído el género. Esto se había producido tras una etapa en la que la producción de los artistas de la Real Cámara había saturado el momento, agotando los temas y alcanzando unas cimas en las que la originalidad parecía también haberse agotado. Naturalmente, a partir de 1830, la corriente pictórica romántica francesa va a influir en nuestro artista, pero cuando esto ocurra, gran parte de su catálogo correspondiente a esta temática estará concluido. López es, por una parte, el heredero de los esquemas compositivos que elevaron a las generaciones precedentes que han tenido en Giaquinto y, sobre todo, en Tiépolo, espléndidos maestros. Las dotes de López para este problema, desde ese prisma de la originalidad, tal vez no sorprendan en una primera visión, pero responden a esa habilidad, reflejo de un aliento italianizante e incluso francés que, si pudo resultar amanerado para las generaciones que le sucedieron, no ocurre igual desde nuestra perspectiva, superada ya una serie de prejuicios condicionantes en la visión histórica que por las corrientes del momento desconcertaron a la crítica española del primer tercio del siglo XIX y cuyos juicios, ya tópicos, se han venido repitiendo después. Así, la aparente rutina a que se referían esos críticos sobre la colocación de figuras a la hora de representar una escena religiosa, no viene sino apoyada en esa persecución de la fórmula que nos ofrezca una disposición adecuada de los personajes, así como una exacta resolución de los problemas lumínicos. Es precisamente en este punto de partida, que surge de lo ya conocido, donde Vicente López ofrece, gracias a sus superiores dotes de dibujante y a su facultad de gran intuitivo del color, la sorpresa de unos cuadros en los que se advierte esa frescura y espontaneidad que siempre atrae en el arte. Lo mismo puede decirse de los modelos utilizados, porque si bien es verdad que en algunas pinturas -Nuestra Señora de la Misericordia de la Diputación Provincial de Valencia o El nacimiento de san Vicente Ferrer, de la casa del santo en la misma ciudad- son auténticos retratos del natural (y entonces tendremos sus mejores logros), en su mayoría también responden a arquetipos de los que no se limita a tomar los rasgos fisionómicos sino que los enriquece con matices y soluciones técnicas insospechadas. Esto le lleva en ocasiones a un virtuosismo hiperrealista, al reseñar minuciosamente las dobleces de paños de un manto o túnica, por ejemplo. Y no hay que olvidar, sin embargo, que a este género, a este apartado de su producción, corresponde un crecido número de cuadros de su primer período. Las influencias academicistas, primero en San Carlos y luego en San Fernando, le hacen tender a este tipo de realizaciones, ya que el retrato, en los pintores que le preceden -los cortesanos del último tercio del siglo XVIII, principalmente- si bien practican el género, lo hacen de una manera más secundaria. Constituye aún la pintura religiosa, la de gran tradición en el arte de la cultura occidental, su principal quehacer y aliciente. Las grandes reformas y ornamento de nuestras iglesias en la centuria de la Ilustración continúan en el primer tercio del siglo XIX -acentuándose esta demanda debido a los desastres ocasionados por la guerra de la Independencia- y así, al instalarse López con taller abierto en Valencia, hacia 1794, son todavía muchos los encargos que estos maestros reciben de parroquias, conventos y congregaciones para el culto, a los que hay que añadir los derivados de la devoción de una emprendedora y naciente burguesía, no sólo para oratorios, sino también para dormitorios e incluso salones, constituyendo los principales temas la Sagrada Familia, Inmaculada y, en Valencia, con una tradición tan fuerte de esta advocación, San José, cuyo tema iconográfico pintará López repetidamente y donde habrá de encontrar su gran creación en una versión tan válida como en su momento supuso la de Murillo. La huella de Maella se advertirá en la pintura religiosa no sólo en el primer período, como ocurría con los retratos, sino que, más o menos soterradamente, esa influencia perdurará incluso cuando se produzca el cambio en su última etapa. Se trata, sobre todo, de una manera de ver el color y de empastar, que en sus retratos irá evolucionando hasta quedar en otros hallazgos lumínicos y en otra manera de disponer la pincelada en el lienzo. Así, tenemos que muchos de los cuadros religiosos que han hecho dudar al historiador y al crítico a la hora de su atribución, en muchas ocasiones dudosa a los dos valencianos, como ocurre con los dos pequeños lienzos en San Pedro liberado por un ángel y Sueño de san José que, procedentes de la colección de la condesa viuda de Moriles, se encuentran hoy en el Museo del Prado, obras indudables de Vicente López. Todo esto ocurre porque el punto de partida es idéntico. Se trata de una pintura en la que el dibujo pasa más a segundo término, encontrándonos con una pincelada espesa y corta, de tipo bocetístico, menos acentuada esta particularidad en López, y aquí está su principal diferencia. Tenemos, además, la gama cromática, donde en Maella los bermellones, cromos, carmines y cobaltos brillarán más en toda su pureza y esplendor original, mientras que en López la matización e insistencia se moverán en la búsqueda de otros logros. Pero, poco a poco, nuestro artista irá dejando el espesor en su paleta, y atrás quedarán cuadros notabilísimos por otro lado, como El milagro de san Pedro y el tullido, surgiendo una textura más ligera en sus lienzos. Un manchado más sabio y unas cantidades de materia en su pincel menos abundantes. El disolvente aclarará todo esto y un dibujo experto dará cuerpo a obras como la Inmaculada de la colección propiedad de sus descendientes, citada en su testamento, o la Virgen de los Desamparados de la colección Masaveu. Respecto a sus Inmaculadas, paulatinamente se irán haciendo más humanas que las de Maella. Estas son en gran medida producto de una belleza idealizada, recogida de esquemas convencionales que parten de Maratta y Solimena, mientras que las de López responden claramente a la copia del modelo del natural. Con ello perderán en misterio y en creatividad pero ganarán en verismo y modernidad romántica, como ocurre con la Inmaculada de sus descendientes, aproximándose ya en los últimos diez años a una estética que está más cerca de sus contemporáneos franceses como Chassériau o Delorme que de aquellos artistas que fueron sus maestros en San Carlos y San Fernando. Rozan incluso lo profano, pero sin perder nunca esa irradiación que busca la fe del pueblo en las imágenes. Porque respecto a este punto, conviene señalar que pocos artistas de su momento han sabido captar mejor esa devoción popular y ser entendido por el modesto feligrés como Vicente López, consiguiendo plenamente ese difícil equilibrio entre la exigencia del artista y la concesión permitida que supone el secreto de una iconografía que llegue a esa clientela popular y, al mismo tiempo, mantenga intacta su excelente factura, colocando al pintor en un puesto especial, como es el de ser el último gran artífice de la pintura religiosa española.
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Lo taumatúrgico La resistencia de los soldados cronistas a admitir sucesos milagrosos contrasta con su facilidad para aceptar prodigios de naturaleza más oscura, más tenebrosa. Aguilar, Díaz del Castillo y el mismo López de Gómara relatan con crédula seriedad misteriosas taumaturgias, fantasmagóricas apariciones e imposibles curaciones. Estos fenómenos, que tiñen de esoterismo la onírica atmósfera de la Conquista, despiden un penetrante tufillo a azufre, aunque curiosamente las historias no les atribuyen un carácter maligno. De hecho, algún autor se empeñó en demostrar lo contrario. Así, el bueno de Aguilar calificó de providencial la actuación de unos curanderos que le salvaron la vida con sus heterodoxos remedios: Y aquí milagrosamente nuestro Señor obró, porque dos italianos, con ensalmos y un poco de aceite y lana de Escocia, sanaban en tres a cuatro días, y el que esto escribe pasó por ello, porque, estando muy herido, con aquellos ensalmos fue en breve curado12. Si la actuación de los taumaturgos toscanos puede situarse en la difusa frontera que separa el bien del mal, las prácticas del siniestro Blas Botello Puerto de Plata, augur oficial de la hueste, merecen sin duda la etiqueta de diabólicas. Curioso e interesante personaje el tal Botello. Hijo de padres hidalgos, este misterioso cántabro, que residió algún tiempo en Roma y conocía la lengua de Virgilio, era un hombre de bien13 aficionado a desvelar los arcanos astrológicos. Al parecer, el montañés vaticinaba incansablemente14; pero sus pronósticos sólo se tomaron en consideración cuando un inesperado acontecimiento confirmó la bondad de las suertes y astrologías. Tras la derrota de Narváez, el taumaturgo se presentó ante don Hernán y solemnemente le dijo: Señor, no os detengáis mucho, porque sabed que don Pedro de Alvarado, vuestro capitán, que dejasteis en la ciudad de México, está en muy gran peligro, porque le han dado gran guerra, y le entran con escalas por manera que os conviene dar prisa15. El lúgubre augurio, corroborado a las pocas horas por dos exhaustos correos tlaxcalteca, levantó una ola de habladurías en el real, pues tan increíble profecía sólo podía proceder de un nigromántico o de un brujo que tuviera un demonio familiar16. Por supuesto, los maledicentes tenían razón, ya que el enigmático personaje poseía una mandrágora en forma de pícaro olisbos donde habitaba una --supongo-- hermosa diablesa17: Y también se halló en la petaca una natura como de hombre, de obra de un jeme, hecha de baldrés, ni más ni menos, al parecer, de natura de hombre, y tenía dentro como una borra de lana de tundidor18. Transformado en aliado del Maligno por obra y gracia de la supersticiosa hueste, Blas Botello jugaría un papel decisivo en los dramáticos sucesos que hoy conocemos como la Noche Triste. Al finalizar el mes de junio de 1520, la situación de los castellanos se volvió insostenible, y Cortés se vio en la obligación de tener que abandonar Tenochtitlan. El día 30, el ejército castellano, amparado por las sombras nocturnas, iniciaba una retirada que se convertiría en sangrienta degollina. Aquéllos que escaparon al macuahuitl mexicano nunca olvidarían al cabalista, pues éste jugó un papel clave en el desbarato: Sucedió un día que Alonso de Ávila, capitán de la guardia del capitán Hernando Cortés, se fue a su aposento cansado y triste, y tenía por compañero a Botello Puerto de Plata Y así como entró, le halló llorando fuertemente, y le dijo estas palabras: "¡Oh!, señor, ¿ahora es tiempo de llorar?" Respondióle: "¿Y no os parece que tengo razón? Sabed que esta noche no quedará hombre de nosotros vivo, si no se tiene algún medio para poder salir". Lo cual oído por Alonso de Ávila, se fue a Hernando Cortés y le contó lo que pasaba, pero, como era magnánimo, le dijo que no le creyese, que debía ser un hechicero. Y así Alonso de Ávila dio parte del negocio a don Pedro de Alvarado y a otros caballeros capitanes, los cuales todos juntos se fueron al aposento donde estaba el capitán Hernando Cortés y se lo dijeron, de los cuales el capitán hizo muy poco caso; pero juntándose todos ellos y habiendo llamado a otros, tuvieron consejo sobre ello, y se determinaron de salir aquella noche19. Desgraciadamente para él, Puerto de Plata jamás degustaría las mieles del triunfo. Como suele ocurrir a los auspices de los planetas20, no le aprovechó su astrología, que también allí murió con su caballo21. En aras de la objetividad histórica me apresuraré a añadir que el siniestro hidalgo era consciente del sino que el futuro le deparaba. Al menos, eso se murmuró en la hueste: Se hallaron en una petaca deste Botello, después que estuvimos en salvo, unos papeles como libro, con cifras y rayas y apuntamientos y señales, que decía en ellas: ¿Si me he de morir aquí en esta triste guerra en poder de estos perros indios? Y decía en otras rayas y cifras más adelante: No morirás. Y tornaba a decir en otras cifras y rayas y apuntamientos: Sí, morirás. Y respondía la otra raya: No morirás. Y decía en otra parte: Si me han de matar también mi caballo. Decía adelante: Sí, matarán. Y de esta manera tenía otras como cifras y a manera de suertes que hablaban unas letras con otras en aquellos papeles, que era como libro chico22. La curiosa vida del astrólogo cántabro saca a la luz el tibio sentimiento, rayano en la más absoluta de las indiferencias, que el castellano laico experimentaba ante las fuerzas del mal. En strictu sensu, Blas Botello, nigromántico con ribetes y puntas de aliado del Diablo, provocó una importante derrota, que ponía en peligro los planes de la Providencia, empeñada en arrebatar al Enemigo sus dominios de Anahuac. Sin embargo, ningún soldado cronista intentó justificar la sangrienta derrota --por otra parte inevitable--, culpando al brujo de ella, aunque fuera público y notorio en el real que servía al Príncipe de las Tinieblas. Sorprendente conducta la de estos hombres, cuya tolerancia con la taumaturgia, encarnación del Mal, contrasta con sus sinceras creencias religiosas, plasmadas en el fervor proselitista que muestran en todo momento. Los soldados cortesianos convivieron jornada tras jornada con brujos del más variado pelaje, pero nunca pusieron en práctica ninguna de las arbitrarias medidas inquisitoriales tan de moda en la vieja metrópoli. Por el contrario, cabe añadir que sintieron una soterrada admiración por los magos, aprovechando sus talentos cuanto pudieron. Sorprendente, mas no atípica, porque en la España carolina el adversario del Todopoderoso no era Satán, como hubiera sido lo lógico y natural, sino Jehová, la deidad del pueblo hebreo. Para Fernando, Isabel y Carlos, empeñados en la ardua tarea de dar un alma al engendro resultante de la unificación peninsular, lo metafísico estaba subordinado a lo físico y lo teleológico a la celebérrima raison d'Etat. Por eso, la Inquisición centró su actividad en la persecución de las minorías culturales y étnicas23, dejando en paz a curanderos, astrólogos, nigromantes y demás practicantes de artes nefandas, los cuales podían vivir tranquilos siempre y cuando acreditaran una añeja cristiandad. La ortodoxia purista, el maniqueísmo trentino y la intransigencia religiosa --características que burla burlando tienen más de hebreo que de cristiano-- vendrán después, cuando el número de judaizantes disminuya de forma alarmante. Pero en el primer cuarto del siglo XVI no existía tal problema, y los cristianos viejos que militaban en la hueste cortesiana podían permitirse el lujo de creer en augurios y astrologías, creencias que, si bien estaban reñidas con el sentido común, no entraban en contradicción con los preceptos de la Santa Madre Iglesia. La postura de Francisco de Aguilar resulta paradigmática al respecto. Aunque era un ferviente cristiano, como demostraría posteriormente al ingresar en la orden dominica, admitía de buen grado los augurios: Aconteció --escribe Francisco de Aguilar-- que un soldado estaba retraído en la iglesia que teníamos por cierta travesura que había hecho, el cual allí a la media noche salió huyendo de la iglesia y dando voces que había visto andar saltando por la iglesia hombres muertos y cabezas de hombres y entre ellos la suya. Lo mismo pasó con las velas que velaban, que habían venido huyendo a decir que habían visto caer en la acequia piernas y cabezas de hombres muertos. Todo lo cual salió después verdad, porque así el soldado que había visto su cabeza, como muchas de las velas que aquello dijeron murieron todos la noche que salimos. Cosa de espantar. Digo que los que velaban en las azoteas a las esquinas veían a las patonas24 dejarse caer en la acequia del agua. Y esto y lo arriba dicho pudo ser seis días antes que saliésemos, dando a entender lo que nos aconteció de tantos muertos como en la salida murieron25. Para Cortés, quien por lo visto era la única persona del real con sentido común, la actitud supersticiosa de sus hombres debió de ser un verdadero problema, pues los agüeros desmoralizaban a la tropa y echaban a perder cuidadas estrategias. La Noche Triste --ya lo hemos visto-- se gestó a raíz de las fantasías de un nigromante, los delirios de los centinelas destrozaron la moral de los castellanos sitiados en Tenochtitlan# Y, desde luego, no fueron casos aislados, porque lo taumatúrgico está presente de un modo u otro en todos los episodios de la Conquista. Así, por ejemplo, la marcha nocturna hacia Tzompantzinco --vital para la derrota de los tlaxcalteca-- estuvo a punto de fracasar al caer los caballos repentinamente enfermos: Y yendo como a una legua del real, súbitamente dio en los caballos una manera de torozón, que se caían al suelo sin poderlos menear. Y con el primero que se cayó y se lo dijeron al marqués, dijo: "Pues vuélvase su dueño con él al real". Y al segundo dijo lo mismo, y comenzámosle a decir algunos de los españoles: "Señor, mirad que es mal pronóstico, y mejor será que dejemos amanecer; luego veremos por donde vamos". Y él dijo: "¿Por qué miráis en agüeros? No dejaré la jornada, porque se me figura que de ella se ha de seguir mucho bien esta noche, y el diablo por lo estorbar pone estos inconvenientes"26. En más de una ocasión he señalado que la historiografía de la Conquista se ha forjado con especies tópicas. Una de ellas, que goza de un gran predicamento entre los expertos, se complace en interpretar el enfrentamiento como un choque entre la psiquis mágica y simbólica del indígena y la mentalidad racional, tecnológica y utilitaria del castellano. El aserto tal vez satisfará la faceta poética de Clío, pero violenta su espíritu científico. Lo mágico no es patrimonio exclusivo del guerrero azteca, también el conquistador está sumergido en un mundo sobrenatural y prodigioso, que obnubila ese famoso sentido práctico. Aunque bastaría lo arriba expuesto para confirmar mis afirmaciones, añadiré un último dato que, en mi opinión, resulta esclarecedor. A fines del siglo XVI, un fraile aficionado a las antiguallas indianas, fray Diego Durán, escribió una Historia de las Indias de Nueva España e Islas de la Tierra Firme, que reproducía una crónica indígena hoy en día perdida. Tratando de las desgracias padecidas por los castellanos durante el cerco que sufrieron, fray Diego escribió lo siguiente: En estos días que los españoles se vieron tan afligidos que no osaban salir, viendo Cuauhtemoctzin, nuevo rey de México, que los españoles no querían salir de aquellos aposentos, y que estaban fuertes, que no les podían entrar, a causa de la artillería, que tenían asentada a las puertas de las casas reales donde estaban, mandó llamar a todos los viejos de las provincias y encantadores y hechiceros, para que los asombrasen y les mostrasen algunas visiones de noche, y los asombrasen para que allí muriesen de espanto, los cuales venidos, les fue mandado con todo rigor. y así cada noche procuraban mostrarles visiones y cosas que ponían espanto; una vez veían cabezas de hombres, saltando sobre el patio; otras veces, veían andar un pie solo con un muslo; otras veces rodar cuerpos muertos; otras veces veían y oían aullidos y gemidos, de suerte que ya no lo podían sufrir. Las cuales visiones, antes que esta historia me lo declarase, me lo contó un conquistador religioso Francisco de Aguilar, espantándose de las visiones que entonces vieron, no sabiendo el misterio de donde habían procedido27.
contexto
La oportunidad de entrar al servicio real le llegó a El Greco en 1580 cuando recibió el encargo de pintar un Martirio de San Mauricio y la Legión Tebana para la iglesia escurialense, donde debía formar pareja con el Martirio de Santa Ursula de Luca Cambiaso. Entregó la obra en el monasterio en 1582, pero pocos meses después el rey rechazó la pintura, sustituyéndola por otra del mismo asunto realizada por Rómulo Cincinnato. Al parecer, Felipe II no aceptó este lienzo porque el tratamiento del tema no se ajustaba al lenguaje contrarreformístico, en el que era primordial que las imágenes impulsaran a la oración; por el contrario, el pintor en esta ocasión había dado primacía a los valores estéticos sobre el contenido. En realidad no se conocen los motivos exactos que llevaron al monarca a tomar esta decisión, pero efectivamente la existencia de distintos puntos de atención, que dificulta la comprensión inmediata del tema, el sentimiento esteticista que impera en la concepción del cuadro y el hecho de que el martirio aparezca relegado a un alejado segundo plano, impiden que se produzca ante él la emoción devota deseada por la Contrarreforma. Este fracaso determinó su establecimiento definitivo en Toledo, donde poco tiempo después demostró la extraordinaria calidad de su arte pintando para la iglesia de Santo Tomé uno de sus lienzos más famosos, El entierro del Conde de Orgaz, que se conserva en su emplazamiento original. El señor de Orgaz, cuyos descendientes obtuvieron el título condal, recibió sepultura en dicha iglesia en 1323 y según una leyenda local en el momento del entierro se produjo la aparición milagrosa de San Esteban y San Agustín en recompensa a su piadosa vida. El párroco de Santo Tomé encargó en 1586 este cuadro al Greco por dos motivos: el primero, conmemorar la figura de don Gonzalo, benefactor de la iglesia, y, el segundo, celebrar el triunfo en un pleito que se había entablado contra los habitantes de Orgaz por negarse a seguir pagando la renta anual establecida por don Gonzalo en su testamento a favor de la parroquia. En la zona inferior el Greco refleja con realismo el momento solemne del entierro. En contraste con el dorado colorido de los ropajes de los santos y los brillos de la armadura del señor de Orgaz, el negro fondo definido por las vestimentas de los asistentes al acto confiere una patética suntuosidad a la escena. Con técnica precisa e intención analítica describe calidades y plasma una gran variedad de expresiones, desde la resignación a la esperanza o la curiosidad. El friso de cabezas que separa la zona terrenal de la celestial es un magistral ejercicio de capacidad individualizadora. Son auténticos retratos, en los que el Greco debió de representar a diversas personalidades toledanas de la época. Pocos han sido identificados con seguridad, pero el rostro de barba canosa que se encuentra junto al eclesiástico situado de espaldas en primer término es, sin duda, el de su amigo Antonio de Covarrubias. El párroco don Andrés Núñez aparece en el extremo derecho del cuadro con un libro en las manos, y el niño que porta un cirio en primer plano es su hijo Jorge Manuel, cuya fecha de nacimiento, 1578, figura junto a la firma del pintor en el pañuelo que asoma por su bolsillo. La normalidad en las proporciones y la definición compacta de los volúmenes caracterizan la configuración de los personajes en esta zona, contrastando intensamente con la idealización y el tratamiento sumario y estilizado que impera en la concepción de los seres divinos. La disminución progresiva de la visión realista de abajo arriba responde al deseo del artista de diferenciar la materia del espíritu, y es también un testimonio irrefutable contra la opinión apuntada en alguna ocasión de que sus alargadas deformaciones eran consecuencia de un defecto óptico. Por fortuna esta teoría apenas fue tenida en consideración, pero sólo la contemplación de este lienzo basta para rechazar semejante tesis. Evidentemente es imposible que una alteración visual afecte sólo a la ejecución de una parte de la obra. Casi en el centro de la composición un ángel recoge el alma del señor de Orgaz, representada como una forma nebulosa infantil según la iconografía medieval, y la conduce hacia los cielos donde es recibida por la Virgen y San Juan Bautista. En oposición con el sobrio estatismo del funeral terreno, la Gloria es una explosión de color y movimiento en la que el artista, con su peculiar estilo, trata de lograr la visualización de lo sobrenatural. Está presidida por la figura del Salvador, quien aparece rodeado por ángeles, santos y un coro de bienaventurados, en el que se reconoce a Felipe II. Esta obra consolidó su éxito en Toledo y a partir de la década de los noventa recibió con regularidad importantes encargos. En esos años tuvo que organizar un gran taller porque la participación de ayudantes fue cada vez más necesaria para poder atender a los numerosos clientes que solicitaban sus trabajos, los cuales consistían no sólo en pintar retratos, imágenes de devoción o series de santos sino también en llevar a cabo complejos retablos. Hacia 1600 empezó a colaborar con él su hijo Jorge Manuel, quien había recibido junto a su padre una completa formación en las tres artes: arquitectura, escultura y pintura. Este y, antes que él, el italiano Francisco Preboste, que le hacía acompañado desde Roma, fueron los más estrechos colaboradores del pintor. En 1597 el doctor Martínez Ramírez de Zayas, profesor de teología de la Universidad toledana, le encargó la decoración de la capilla de San José de Toledo, labor en la que estuvo ocupado hasta 1599. Para ella diseñó y pintó tres retablos, el del altar mayor con dos cuadros y los dos colaterales con un solo lienzo cada uno. La capilla había sido consagrada en 1594 bajo la advocación de san José, ya que en origen su benefactor, Martín Ramírez (muerto en 1569), había dejado sus bienes para fundar un convento de carmelitas descalzas, deseo que no pudo llevarse a cabo, por lo que sus herederos al erigir la capilla mantuvieron la, advocación del santo, cuya devoción había sido especialmente impulsada por santa Teresa. Lógicamente a san José está dedicado el lienzo principal del retablo mayor, en el que aparece junto al Niño Jesús en actitud protectora. Ambas figuras se recortan sobre luminosos celajes con la ciudad de Toledo al fondo, mientras tres ángeles portando coronas y ramos de flores revolotean sobre sus cabezas. La iconografía es sumamente novedosa y responde al deseo contrarreformístico de revalorizar la figura de san José como el primero entre todos los santos. Sobre este lienzo, en el ático, se encuentra una Coronación de la Virgen, cuya composición está inspirada en un grabado de Durero. El Greco dedicó a este tema varias obras, utilizando en todas ellas un esquema compositivo similar. Las pinturas del retablo mayor permanecen in situ pero, desgraciadamente, a comienzos de nuestro siglo los dos lienzos de los altares laterales fueron vendidos y hoy pertenecen a la National Gallery de Washington. Uno de ellos está dedicado a la Virgen con el Niño y las santas Inés y Martina y el otro a San Martín y el mendigo, santo elegido por ser el patrón del fundador de la capilla. En la concepción de estos dos últimos cuadros el Greco utiliza sus recuerdos italianos, pero también abre nuevos caminos porque al pintar el blanco caballo de san Martín, en marcha ligeramente oblicua hacia el espectador, anuncia lo que algunos años más tarde hará Rubens en su Retrato del Duque de Lerma (Museo del Prado, 1603). La extremada esbeltez de las figuras, la fluidez de la factura y el brillante colorido son cualidades de este conjunto de obras que ya pertenecen al estilo maduro del artista.
obra
La constante oposición de Ford Madox Brown al arte académico y su admiración por la pintura de los primitivos le convierten en uno de los pintores más vinculados con la pintura prerrafaelita, aunque nunca formó parte del grupo. En la década de 1850 se interesó por escenas de realismo social, siendo El trabajo y Lo último de Inglaterra sus obras más importantes. El propio Brown se refirió a este último lienzo: "Trato de la gran ola de las migraciones, que en 1852 alcanzó su cota máxima. Las personas cultas se sienten más estrechamente unidas a su patria que las incultas, para las que lo importante es la comodidad corporal y la comida. Con el fin de mostrar la plenitud de la tragedia en la escena de la despedida, he escogido una pareja de la clase media que, por su educación y refinamiento, se halla en perfecta situación de conocer lo mucho que pierde, pero que al mismo tiempo muestra también la suficiente dignidad para soportar en un barco de una sola clase todas las incomodidades y humillaciones. El marido protege a su esposa con un paraguas de las salpicaduras de espuma. En un segundo término puede verse la honrada familia del tipo de los comerciantes de verduras. Más atrás aún, un deportado levanta el puño, mientras blasfema contra su país natal. Las coles colgadas en la popa del barco indican a la mirada experta que se trata de un largo viaje". El cuadro surgió debido al viaje emprendido a Australia por Thomas Woolner, escultor y miembro fundador de la Hermandad Prerrafaelita, pero en él se recoge "el gran movimiento de emigración que llegó a su punto culminante en 1852" en palabras del propio artista. En primer plano podemos apreciar a una pareja de la clase media, tras ellos una humilde familia y en el fondo un hombre con el puño cerrado maldiciendo a "la patria que le vio nacer". Los rostros tristes de la pareja centran nuestra atención, interesándose el maestro en captar las expresiones de las dos figuras. Enlazan sus manos como dándose fuerzas para el largo viaje que acaban de emprender y dirigen sus abiertos ojos hacia el puerto, lo último de Inglaterra que van a divisar. Los personajes se apretujan debido a la forma ovalada del lienzo, recogiendo también el frío del ambiente invernal del momento de la partida. Como elemento anecdótico observamos las verduras colgadas en primer plano para conservarse más frescas.
lugar
Antigua colonia china en Corea, actualmente con el nombre de Nang-Nang, fue fundada por el emperador Han Wu Di (141-87 a.C.), abarcando la actual región de Pyongyang. Uno de los yacimientos arqueológicos más importantes de Corea, los trabajos realizados desde 1990 han desvelado la existencia de varias tumbas chinas fechadas entre los años 182 y 353 d.C., así como diversos ajuares funerarios.
lugar
A 27 kilómetros de Huesca, a 773 metros de altitud, se encuentra la población de Loarre, cuya historia está asociada a su impresionante castillo, una de las construcciones civiles más importantes del Románico. La plaza -si bien se asentaba sobre un castro ibérico- fue fundada por los romanos, la llamada Calagurris Fibularia, jugando un importante papel en la batalla de Ilerda. Su condición de recinto defensivo continuó en época musulmana. En el año 1016 Loarre fue conquistada por Sancho III el Mayor de Navarra, siendo el promotor de la construcción de su castillo en la línea defensivo contra los ataques musulmanes. Sin embargo, el avance de la reconquista provocó que pronto el castillo quedara sin funciones. La antigua aldea de San Esteban pasará a formar parte de la plaza en 1328, gracias a una donación de Alfonso IV. A los pies del castillo empezó a crecer una pequeña población que se trasladará al llano, a unos tres kilómetros, en el siglo XVI, momento en que se construyeron los principales edificios como el ayuntamiento o la iglesia parroquial. En la actualidad, el pueblo apenas tiene 500 habitantes.
Personaje
Pintor
Artista madrileño del Barroco. En 1622 se afincó en Toledo, tras una larga carrera en la corte. Trabajó básicamente temas religiosos, destacando también en la realización de naturalezas muertas del estilo del Bodegón del Museo de Bellas Artes de Granada. Su línea pictórica en este género debe mucho a los cuadros de Fray Juan Sánchez Cotán, que también llegó a trabajar en Toledo. Posee una sólida formación como dibujante, aunque es menos apurado y perfeccionista que Cotán. Sus bodegones suelen incluir muchos más objetos e incluso figuras humanas.
Personaje
Religioso
En 1543 llegó a la diócesis de Lima su primer obispo, el fraile dominico Jerónimo de Loaysa. Dos años después la diócesis era elevada a la categoría de metropolitana y fray Jerónimo pasó a ser arzobispo. Su papel en los enfrentamientos civiles que vive la región es de claro apoyo a La Gasca en su intento de pacificación de la zona. En 1551 reúne en Lima el primer Concilio Provincial que será continuado en una segunda convocatoria en 1567. En esta segunda reunión se daría cumplimiento a los dispuesto en el Concilio de Trento. El papel de fray Jerónimo como defensor de los indígenas será muy importante.
Personaje
Religioso
Político
Miembro de una noble familia toledana, a los 17 años tomó el hábito dominico en el Convento de San Esteban de Salamanca, perteneciente a la Orden de los Predicadores. Profesó en los conventos de Peñafiel y el de Santo Tomás de Avila, continuando sus estudios de teología en el Colegio de San Gregorio de Valladolid. Será nombrado vicario de la provincia dominicana de España y provincial de la misma, siendo elevado en 1518 a general de los dominicos, cargo en el que se mantuvo durante cinco años. En 1524 es propuesto por Carlos I para el obispado de Osma (Soria) cargo que mantendría hasta que en 1532 lo canjeó por el de Sigüenza, cuya remuneración era más alta. Siete años después alcanzó la diócesis arzobispal de Sevilla que ya mantuvo hasta el final de su vida. El cardenalato lo había obtenido en 1530 de manos de Clemente VII, durante su estancia en Bolonia para coronar emperador a Carlos V. La trayectoria política de García de Loaysa posiblemente será más brillante que la episcopal. En 1521 actuaría como mediador entre la Santa Junta Comunera y la Corona, después de ser acusado por el Consejo Real de Castilla de complaciente con la causa comunera, posiblemente por ser la Orden dominica la que más simpatizaba con los rebeldes. En 1523 pasará a desempeñar el influyente cargo de confesor de Carlos I y al año siguiente es nombrado presidente del Consejo de Indias, la primera persona que ocuparía este importante cargo. Desde este lugar se opondrá a todo tipo de humillación para con los indígenas, apoyando fervientemente la causa de Las Casas e interviniendo en la elaboración y promulgación de las Leyes Nuevas (1542-43) en las que se suprimía el régimen de encomienda. También participó en el litigio que los Colón había establecido con la Corona por las aplicaciones de las capitulaciones de Santa Fe, restringiendo en su sentencia los honores y privilegios de la familia del descubridor (1536). Desde 1526 era miembro del Consejo de Estado por lo que su participación en los asuntos de la época será fundamental. En 1530 es nombrado embajador en Roma, destino que él consideró como un destierro. A su regreso a España en 1535 formará parte del Consejo de Estado de doña Isabel, regente en aquellos momentos del país, y del Consejo de Carlos cuando éste regresó. Esta será la práctica habitual debido a los diversos viajes del emperador, permaneciendo Loaysa integrado de cualquier manera en la cúpula del Estado. Continuó su acumulación de nombramientos con el de comisario general del Consejo de Cruzada y en 1545 será nombrado Inquisidor General. Al año siguiente fallecerá.
obra
Los etruscos sentían predilección por las fieras lactantes, por considerar quizá que en tal estado extreman ellas su agresividad. La Tumba de las Leonas de Tarquinia y otros sepulcros de la época dan muestras de esa predilección, como también lo hacen los símiles homéricos que para realzar el coraje de un guerrero lo comparan a la leona, la loba o la jabalina que han dejado a sus crías en el cubil. Igual cometido pudo tener la estatua de una loba -quizá esta misma- que se hallaba en el Comitium de Roma al pie de la ficus Ruminalis, la higuera consagrada a Júpiter, a cuyo pie habían sido expuestos Rómulo y Remo. La loba bastaba por sí sola para señalarla sacralidad del lugar y dispensarle protección. Pero en el año 295, cuando empieza a soplar sobre Roma la corriente renovadora del primer helenismo; los hermanos Ogulnios, los mismos que sustituyeron la vieja cuadriga del fastigium del Templo de Júpiter en el Capitolio por otra de aire más moderno, pusieron bajo las ubres de la Loba Ruminal las estatuas de los gemelos fundadores (Livio X, 23: lovemque in culmini cura quadrigis et ad ficum Ruminalem simulacra infantium conditorum urbis sub uberibus lupae posuerunt). Así pues, cuando ya no se entendía el sentido de las fieras arcaicas, la Loba quedó convertida por los Ogulnios en mater Romanorum. No se sabe cómo, los gemelos perecieron en el naufragio de la Antigüedad. Y durante todo el Medioevo, cuando la vio magister Gregorius a la puerta del Laterano, estuvo la Loba a la vista de otro público de gusto arcaico, que se estremecía de emoción ante las fieras, sin echar en falta el complemento idílico de Rómulo y Remo. Hubo de sobrevenir en el Renacimiento una nueva época de humanismo para que un escultor de entonces, quizá Antonio Pollaiuolo, volviese a ponerle unos gemelos lactantes, creando Con ello uno de los pastiches más famosos y mejor logrados de la historia del arte. Un lugar consagrado a Marte, a Apolo, o al Hades etrusco, las tres divinidades itálicas asociadas con el lobo, era el destino idóneo de esta Loba ancestral de los romanos, vigilante, amenazadora y firme en su actitud, obra de un gran artista de comienzos del siglo V. No parece haber estado nunca bajo la tierra, aunque sí haber sufrido efectos del fuego en sus patas traseras, pero no consecuencia necesariamente de haber sido alcanzada por un rayo. Dante la conoció y alude a ella en la "Divina Comedia". Como él, otros muchos escritores y artistas la han convertido en una de las estatuas de animales más célebres del mundo. Suele atribuirse al escultor del Apolo de Veyes, Vulca, o a su entorno.