Lo que hizo Cortés cuando supo las revueltas de México Dos oidores de Santo Domingo, teniendo todos los días noticias, aunque dudosas, de que Cortés había muerto, enviaron a saber si era cierto, en un navío que venía a Nueva España, de mercaderes, con treinta y dos caballos, muchos aderezos de la jineta, y otras muchas cosas para vender. Este navío, sabiendo que estaba vivo y en Honduras, pues así se lo habían dicho los del bergantín en la Trinidad de Cuba, dejó la ruta de Medellín y se vino a Trujillo, creyendo vender mejor su mercadería. Con este navío escribió el licenciado Alonso Zuazo a Cortés que en México había grandes males, y bandos y guerra entre los mismos españoles y oficiales del Rey que dejó como tenientes suyos, y que Gonzalo de Salazar y Peralmíndez se habían hecho pregonar como gobernadores, y echado fama de que él había muerto; y otros le habían hecho las honras por tal. Que habían prendido al tesorero Alonso de Estrada y contador Rodrigo de Albornoz, ahorcado a Rodrigo de Paz, y que habían puesto otros alcaldes y alguaciles; y que le enviaban preso a Cuba, a tener residencia del tiempo que allí fue juez, y que los indios estaban para levantarse; en fin, le relató cuanto en aquella ciudad pasaba. Cuando estas cartas leía Cortés, reventaba de pesar y dolor, y dijo: "Al ruin dadle el mando, y veréis quien es; yo me lo merezco, que hice honra a desconocidos, y no a los míos, que me siguieron toda su vida". Se retiró a su cámara a pensar, y aun a llorar aquel triste caso, y no se determinaba si era mejor ir o enviar, por no dejar perder aquella buena tierra. Hizo hacer tres días procesión y decir misas del Espíritu Santo, para que le encaminase a lo mejor y a lo que fuese más en servicio de Dios. Al fin pospuso todo lo demás por ir a México a remediar aquel revuelto. Dejó allí en Trujillo a Hernando de Saavedra, primo suyo, con cincuenta peones españoles y treinta y cinco de a caballo. Envió a decir a Gonzalo de Sandoval que se fuese de Naco a México, por tierra, con los de su compañía, por el camino que llevó Francisco de las Casas, que era yendo por el mar del Sur a Cuahutemallan, camino hecho, llano y seguro; y él se embarcó en aquel navío que le trajo tan tristes nuevas, para ir a Medellín. Estando sobre un ancla nada más, muy a pique de partir, no hizo tiempo. Volvió al pueblo para apaciguar cierta revolución entre los vecinos. Los aplacó castigando a los revoltosos, y pasados dos días, se volvió a la nao. Llevó anclas y velas, y navegando con buen tiempo, se rompió la antena mayor, a menos de dos leguas del puerto; le fue forzoso volver a donde partió. Estuvo tres días en adobarla. Salió del puerto con viento muy próspero. Anduvo cincuenta leguas en dos noches y un día. Aumentó un norte tan fuerte y contrario, que rompió el mástil del trinquete por los tamboretes. Le convino, aunque pasó trabajo y peligro, volver al mismo puerto. Volvió a decir misas y hacer procesiones, y pensó que Dios no quería que dejase aquella tierra ni que fuese a México, pues tantas veces, saliendo con buen tiempo, se había vuelto al puerto. Así que determinó quedarse, y enviar a Martín Dorantes, su lacayo, en aquel mismo navío, que había de ir a Pánuco con cartas para los que le pareció y bastantes poderes para Francisco de las Casas, con revocación de todos cuantos poderes hasta allí había dado y hecho de la gobernación. Envió asimismo algunos caballeros y otras personas principales de México para dar crédito de que no estaba muerto, como publicaban. Martín Dorantes, como en otro lugar dije, llegó a México, aunque por muchos peligros, y a tiempo que Francisco de las Casas había ido preso a España; pero bastó su llegada para que los de la ciudad creyesen que Cortés estaba vivo.
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Lo que hizo Pedro de Albarado por aventajarse Quiso Pedro de Albarado pasar su real a la plaza del Tlatelulco, porque pasaba trabajo y peligro en conservar los puentes que ganaba con españoles a pie y a caballo, teniendo su fuerte lejos de ellos, a tres cuartos de legua, y por aventajarse tanto como su capitán, y porque le importunaban los de su compañía diciendo que sería para ellos una afrenta si Cortés u otro alguno ganase aquella plaza antes que ellos, pues la tenían más cerca que ninguno; y así, decidió tomar los puentes de su calzada que le quedaban y pasarse a la plaza. Fue, pues, con toda la gente de su guarnición, llegó a un puente roto, que tenía sesenta pasos de largo, pues para que los nuestros no pasasen le habían alargado y ahondado dos estados en agua. Le combatió, y con ayuda de los tres bergantines pasó el agua y le ganó. Dejó dicho a unos que lo cegasen, y siguió el alcance con unos cincuenta españoles. Cuando los de la ciudad no vieron más que aquellos pocos, pues no podían pasar los de a caballo, revolvieron sobre él tan de súbito y con tanto denuedo, que le hicieron volver las espaldas y echarse al agua, sin saber cómo. Mataron a muchos de nuestros indios y prendieron a cuatro españoles, que luego allí, para que todos los viesen, los sacrificaron y comieron. Albarado cayó de su locura por no creer a Cortés, que siempre le decía no pasase adelante sin dejar primero el camino llano. Los que le aconsejaron pagaron con las vidas, y Cortés sintió esta desgracia; y otro tanto le pudiera haber sobrevenido a él si hubiese creído a los que decían que se pasase al mismo mercado; mas él lo consideraba mejor, porque cada casa estaba ya hecha isla, las calzadas rotas por muchas partes, y las azoteas llenas de cantos, que de estos y de otros muchos ardides usó Cuahutimoccín. Cortés fue a ver dónde había mudado su real Pedro de Albarado, a reprenderle por lo sucedido y avisarle de lo que tenía que hacer. Y como le halló tan metido dentro de la ciudad, y consideró los muchos y malos pasos que había ganado, no sólo no le culpó, sino que le alabó. Platicó con él muchas cosas tocantes a la conclusión del cerco, y se volvió a su real.
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Lo que padeció Cortés continuando el descubrimiento del Sur Cortés, entre tanto que todo esto pasaba, tuvo hechos otros tres navíos muy buenos, pues siempre construía con diligencia y mucha gente naos en Tecoantepec, para cumplir lo capitulado con el Emperador, y pensando descubrir riquísimas islas y tierra. Y cuando tuvo noticia de todo ello, se quejó al presidente y oidores de Nuño de Guzmán, y les pidió justicia para que le fuese devuelta su nave. Ellos le dieron provisión, y luego sobrecarta; mas poco aprovecharon. Entonces él, que estaba amostazado con Nuño de Guzmán sobre la residencia que le hizo y hacienda que le deshizo, despachó los tres navíos para Chiametlan, que se llamaban Santa Águeda, San Lázaro y Santo Tomás, y él se fue por tierra desde México muy bien acompañado. Cuando llegó allá halló la nao al través, y robado cuanto en ella iba, que con el casco del navío valía todo quince mil ducados. Llegaron también los tres navíos, se embarcó en ellos con la gente y caballos que cupieron; dejó con los que quedaban a Andrés de Tapia por capitán, pues tenía trescientos españoles, treinta y siete mujeres y ciento treinta caballos. Pasó adonde mataron a Fortún Jiménez. Tomó tierra el primer día de mayo del año 1536, y por ser tal día nombró aquella punta, que es alta, sierras de San Felipe, y a una isla que está a tres leguas de allí la llamó de Santiago. A los tres días entró en un puerto muy bueno, grande, seguro a todos aires, y le llamó bahía de Santa Cruz. Allí mataron a Fortún Jiménez con los otros veinte españoles. En desembarcando envió por Andrés de Tapia. Les dio después de embarcados un viento que los llevó hasta dos ríos, que ahora llaman San Pedro y San Pablo. Al salir de allí, se volvieron a perder los tres navíos. El menor vino a Santa Cruz; el otro fue al Guayabal; y el que llamaban San Lázaro dio al través, o por mejor decir, encalló cerca de Jalisco; la gente del cual se volvió a México. Cortés esperó muchos días sus naos, y como no venían, llegó a mucha necesidad, porque en ellas tenía los bastimentos; y en aquella tierra no cogen maíz, sino que viven de frutas y hierbas, de caza y pesca, y hasta dicen que pescan con flechas y con varas de punta, andando por el agua en unas balsas de cinco maderos, hechas a manera de la mano; y así, determinó ir con aquel navío a buscar a los otros, y a traer qué comer si no los hallaba. Se embarco, pues, con unos setenta hombres, muchos de los cuales eran herreros y carpinteros. Llevó fragua y aparejos para construir un bergantín si fuese necesario. Atravesó el mar, que es como el Adriático; recorrió la costa por cincuenta leguas, y una mañana se halló metido entre unos arrecifes o bajos, que ni sabía por dónde salir ni por dónde entrar. Andando con la sonda buscando salida, se arrimó a la tierra y vio una nao surta a dos leguas dentro de un ancón. Quiso ir allá, y no hallaba entrada; pues por todas partes rompía el mar sobre los bajos. Los de la nao vieron también al navío, y le enviaron su batel con Antón Cordero, piloto, sospechando que era él. Arribó al navío, saludó a Cortés, y se metió dentro para guiarle. Dijo que había bastante profundidad por encima de un reventazón, por el cual pasó su nao. En diciendo esto, encalló a dos leguas de tierra, donde quedó el navío muerto y trastornado. Allí vierais llorar al más esforzado, y maldecir al piloto Cordero. Se encomendaban a Dios, y se desnudaban, pensando guarecerse a nado o en tablas; y ya estaban para hacerlo cuando dos golpes de mar echaron la nao en el canal que decía el piloto, mas abierta por medio. Llegaron, en fin, al otro navío surto, vaciando el agua con la bomba y calderos. Salieron y sacaron todo lo que iba dentro, y con los cabrestantes de ambas naos la sacaron fuera. Asentaron luego la fragua, e hicieron carbón. Trabajaban de noche con hachas y velas de cera, que hay por allí mucha; y así, fue pronto remediada. Compró en San Miguel, a diecisiete leguas del Guayabal, que cae en la parte de Culuacan, mucho refresco y grano. Le costó cada novillo treinta castellanos de buen oro, cada puerco diez, cada oveja y cada fanega de maíz cuatro. Salió de allí Cortés, y tropezó con la nao San Lázaro en la barra con la aguja, y se desgobernó el timón. Fue menester hacer otra vez carbón y fraguar de nuevo los hierros. Partió Cortés en aquella nave mayor, y dejó a Hernando de Grijalva por capitán de la otra, que no pudo salir tan pronto. A los dos días de navegar con buen tiempo se rompió la ligadura de la antena de la mesana, que estaba con la vela recogida, y dado el chafardete. Cayó la antena, y mató al piloto Antón Cordero, que dormía al pie del árbol. Cortés hubo de guiar la navegación, pues no había quien mejor lo hiciese. Llegó cerca de las islas de Santiago, que poco antes nombré, y allí le dio un noroeste muy fuerte, que no le dejó tomar la bahía de Santa Cruz. Recorrió aquella costa al sudeste, llevando casi siempre el costado de la nao en tierra y sondando. Halló un placer de arena, donde dio fondo. Salió a por agua, y como no la halló, hizo pozos por aquel arenal, en los que cogió ocho pipas de agua. Cesó entre tanto el noroeste, y navegó con buen tiempo hasta la isla de Perlas, que así creo la llamó Fortún Jiménez, que está junto a la de Santiago. Le calmó el viento, pero luego volvió a refrescar; y así, entró en el puerto de Santa Cruz, aunque con peligro, por ser estrecho el canal y menguar mucho el mar. Los españoles que allí había dejado estaban trasijados de hambre, y hasta se habían muerto más de cinco, y no podían buscar mariscos, de flacos, ni pescar, que era lo que los sostenía. Comían hierbas de las que hacen vidrio, sin sal, y frutas silvestres, y no cuantas querían. Cortés les dio la comida con mucha regia, para que no les hiciese daño, pues tenían los estómagos muy debilitados; mas ellos, con el hambre, comieron tanto, que se murieron otros muchos. Viendo, pues, que tardaba Hernando de Grijalva, y que había llegado a México don Antonio de Mendoza como virrey, según los de San Miguel le dijeron, acordó dejar allí en Santa Cruz a Francisco de Ulloa como capitán de aquella gente, e irse él a Tecoantepec con aquella nave, para enviarle navíos y más hombres con que fuese a descubrir la costa, y para buscar de camino a Hernando de Grijalva. Estando en esto llegó una carabela suya de Nueva España, que le venía a buscar, y que le dijo que venían detrás otras dos naos grandes con mucha gente, armas, artillería y bastimentos. Las esperó dos días, y no viniendo, se fue con uno de los navíos, y las tropezó surtas cerca de la costa de Jalisco, y las llevó al mismo puerto, donde halló la nao en que iba Hernando de Grijalva encallada en la arena, y los bastimentos dentro y podridos. La hizo limpiar y lavar. A los que sacaron la carne y anduvieron en aquello se les hincharon las caras del hedor y la porquería, y los ojos, y no podían ver. Levantó el navío, lo metió en profundidad, y estaba sano y sin agujero ninguno; cortó las antenas y mástiles, pues había cerca buenos árboles, y lo preparó muy bien; y luego se fue con los cuatro navíos a Santiago de Buena Esperanza, que está en la parte de Coliman, donde, antes que del puerto saliese, llegaron otras dos naves suyas, pues, como tardaba tanto, y la marquesa tenía grandísima pena, iban a saber de él. Con aquellos seis navíos entró en Acapulco, tierra de la Nueva España. Muchas cosas cuentan de esta navegación de Cortés, que a unos parecerían milagro y a otros sueños. Yo no he dicho sino la verdad y lo verosímil. Estando Cortés en Acapulco, de partida para México, le llegó un mensajero de don Antonio de Mendoza, con aviso de su llegada como virrey en aquellas tierras, y con el traslado de una carta de Francisco Pizarro, que había escrito a Pedro de Albarado, adelantado y gobernador de Cuahutemallan, que así había hecho a otros gobernadores, en que le hacia saber que estaba cercado en la ciudad de los Reyes con gran cantidad de gente, y colocado en tanta estrechez, que si no era por mar, no podía salir, y que le combatían todos los días, y que si no le socorrían pronto, se perdería. Cortés dejó de enviar recado entonces a Francisco de Ulloa, y envió dos naos a Francisco Pizarro con Hernando de Grijalva, y en ellas muchas vituallas y armas, vestidos de seda para su persona, un ropaje de martas, dos sitiales, almohadas de terciopelo, jaeces de caballos y algunos adornos para estar en casa, que él tenía para sí aquella jornada, y ya que estaba en su tierra no los necesitaba mucho. Hernando de Grijalva fue, y llegó a buen tiempo, y volvió a enviar la nave a Acapulco, y Cortés reunió en Cuaunauac sesenta hombres, y los envió al Perú, junto con once piezas de artillería, diecisiete caballos, sesenta cotas de malla, muchas ballestas y arcabuces, mucho herraje y otras cosas, que nunca por ellas obtuvo recompensa, puesto que mataron no mucho después a Francisco Pizarro, aunque éste también envió muchas y ricas cosas a la marquesa doña Juana de Zúñiga; pero Grijalva huyó con ellas.
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Lo que Pánfilo de Narváez dijo a los indios y respondió a Cortés Pánfilo de Narváez dijo a los indios que estaban engañados, por cuanto él era el capitán y señor; que Cortés no, sino un malo, y los que con él estaban en México, que eran sus mozos, y que él venía a cortarle la cabeza y a castigarlos y echarlos de la tierra, y luego irse y dejársela libre. Ellos se lo creyeron al verle con tantos barbudos y caballos, creo que de ligeros o medrosos; con esto le servían y acompañaban, y dejaban a los de Veracruz. También se congració con Moctezuma, diciéndole que Cortés estaba allí contra la voluntad de su Rey; que era hombre bandolero y codicioso, que le robaba su tierra y le quería matar para alzarse con el reino, y que él iba a soltarle y a restituirle cuanto aquellos malos le habían tomado; y para que a otros no hiciesen semejantes daños y mal tratamiento, que los prendería y mataría, o metería en prisión; por eso, que estuviese alegre, pues pronto se verían, y no iba a hacer más que restituirle en su reino y volverse a su tierra. Eran estos tratos tan malos y tan feos, e injuriosas palabras y cosas que Pánfilo decía públicamente de Cortés y los españoles de su compañía, que parecían muy mal a los de su ejército; y muchos no las pudieron sufrir sin afeárselas, especialmente Bernaldino de Santa Clara, que viendo la tierra tan pacífica y tan bien contenta de Cortés, le dio una buena reprimenda, y asimismo le hizo uno y muchos requerimientos el licenciado Ayllón y le mandó, bajo gravísimas penas de muerte y pérdida de bienes, que no dijese aquello ni fuese a México; que sería grandísimo escándalo para los indios y desasosiego para los españoles, deservicio del Emperador y estorbo del bautismo. Enojado de ello, Pánfilo prendió al licenciado Ayllón, oidor del Rey, a un secretario de la Audiencia y a un alguacil. Los metió en otra nao, y los envió a Diego Velázquez; mas él se supo dar tan buena maña que, o sobornando a los marineros, o atemorizándolos con la justicia del Rey, se volvió libremente a su chancillería, donde contó cuanto le sucediera con Narváez a sus compañeros y gobernadores, que no poco dañó los negocios de Diego Velázquez y mejoró los de Cortés. Cuando prendió Narváez al licenciado, pregonó guerra a fuego, como dicen, y a sangre contra Cortés; prometió algunos marcos de oro al que prendiese o matase a Cortés, a Pedro de Albarado y a Gonzalo de Sandoval, y a otras principales personas de su compañía, y repartió el dinero y ropa a los suyos, haciendo mercedes de lo ajeno. Tres cosas fueron éstas harto livianas y fanfarronas. Muchos españoles de Narváez se amotinaban por los mandamientos del licenciado Ayllón, o por la fama de la riqueza y franqueza de Cortés; y así, Pedro de Villalobos y un portugués, y otros seis o siete se pasaron a Cortés, y otros le escribieron, según algunos dicen, ofreciéndosele si venía para ellos; y que Cortés leyó las cartas, callando la firma y nombres de quienes eran, a los suyos; en las cuales los llamaba sus mozos, traidores, salteadores, y los amenazaba de muerte y a quitarles la hacienda y tierra. Unos cuentan que ellos se amotinaron, y otros que Cortés los sobornó con cartas, ofertas y una carga de collares y tejuelos de oro que envió secretamente al campamento de Pánfilo de Narváez con un criado suyo, y que publicaba tener en Cempoallan doscientos españoles. Todo pudo ser, pues el uno era tibio y descuidado y el otro era cuidadoso y ardía en los negocios. Narváez respondió a Cortés con el fraile de la Merced, y lo substancial de la carta era que fuese después, vista la presente, a donde él estaba, que traía y le quería mostrar unas provisiones del Emperador para tomar y tener aquella tierra por Diego Velázquez, y que ya tenía hecha una villa de hombres solamente con alcaldes y regidores. Tras esta carta envió a Bernaldino de Quesada y a Alonso de Mata a requerirle que saliese de la tierra, bajo pena de muerte, y notificarle las provisiones; mas no se las notificaron, o porque no las llevaban, que fuera poco sabio si de nadie las confiara, o porque no les dieran lugar; antes bien Cortés hizo prender al tal Pedro de Mata porque se llamaba escribano del Rey no siéndolo o no mostrando el título.
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La superstición popular es el tema elegido por Goya para este capricho. Un tronco de árbol ha sido vestido como un santo, provocando la devoción de todo el pueblo. El gesto de la figura femenina del primer plano y las del fondo refuerzan el temor de la sociedad ante este tipo de apariciones y supersticiones, tan criticadas por la Ilustración y el propio Carlos III.La habilidad del Goya grabador se muestra en la calidad del dibujo y en la agilidad de su trazo. Sin embargo, será la temática lo que más interese en esta magnífica serie.
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Lo que sienten del alma Bien pensaban estos mexicanos que las almas eran inmortales, y que penaban o gozaban según vivieron, y toda su religión se encaminaba a esto; pero donde más claramente lo mostraban era en los mortuorios. Tenían que había nueve lugares en la tierra a donde iban a morar los difuntos: uno junto al Sol, y que los hombres buenos, los muertos en batalla y los sacrificados iban a la casa del Sol, y que los malos se quedaban aquí en la tierra, y se repartían de esta manera: los niños y mal paridos iban a un lugar, los que morían de vejez o enfermedad iban a otro, los que morían súbita y arrebatadamente iban a otro, los muertos de heridas y mal pegajoso iban a otro, los ahogados a otro, los ajusticiados por delitos, como eran hurto y adulterio, a otro; los que mataban a sus padres, hijos y mujeres, tenían casa por sí. También estaban por su lado los que mataban al señor y a algún sacerdote. La gente menuda comúnmente se enterraba. Los señores y ricos hombres se quemaban, y quemados los sepultaban. En las mortajas había gran diferencia, y más vestidos iban muertos que anduvieron vivos. Amortajaban a las mujeres de otra manera que a los hombres y que a los niños. Al que moría por adúltero lo vestían como al dios de la lujuria, llamado Tlazolteutl; al ahogado, como a Tlaloc, dios del agua; al borracho, como a Ometochtli, dios del vino; al soldado, como Vitcilopuchtli; y finalmente, a cada oficial ponían el traje del ídolo de aquel oficio.
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Lo que sucedió a Cortés desde Chololla hasta llegar a México Cuando recibió la buena respuesta que le dieron los embajadores de México, dio Cortés licencia a los indios amigos que se quisiesen volver a sus casas, y partió de Chololla con algunos vecinos que quisieron seguirle, y no quiso tirar por el camino que le mostraban los de Moctezuma, porque era malo y peligroso, según vieron los españoles que fueron al Volcán, y porque le querían asaltar en él, según decían los cholollanos, sino por otro más llano y más próximo. Reprendidos por ello, respondieron que lo guiaban por allí, aunque no era buen camino, para que no pasase por tierra de Huexocinco, que eran sus enemigos. No caminó aquel día más que cuatro leguas, para dormir en unas aldeas de Huexocinco, donde fue bien recibido y mantenido, y hasta le dieron algunos esclavos, ropa y oro, aunque escaso; pues tienen poco y son pobres, a causa de tenerlos acorralados Moctezuma, por ser de la parcialidad de Tlaxcallan. Al día siguiente, antes de comer, subió un puerto entre dos sierras nevadas, de dos leguas de subida, donde, si los treinta mil soldados que habían venido para coger a los españoles en Chololla hubiesen esperado, los hubiesen cogido a las manos, de tanta nieve y frío como les hizo en el camino. Desde aquel puerto se descubría tierra de México, y la laguna con sus pueblos alrededor, que es la mejor vista del mundo. Tanto Cortés se alegró de verla, cuanto temieron algunos de sus compañeros, y hasta hubo entre ellos diversos pareceres si llegarían allí o no, y dieron muestras de motín; pero él, con prudencia y disimulo, lo deshizo, y con esfuerzos, esperanza y buenas palabras que les dio, y con ver que era el primero en los trabajos y peligros, temieron menos de lo que imaginaban. En bajando al llano, del otro lado halló una casa de placer en el campo, muy grande y buena; y tal, que cupieron todos los españoles cómodamente, y hasta seis mil indios que llevaban de Cempoallan, Tlaxcallan, Huexocinco y Chololla, aunque para los tamemes hicieron los de Moctezuma chozas de paja. Tuvieron buena cena y grandes fuegos para todos, que los criados de Moctezuma proveían copiosamente, y hasta les traían mujeres. Allí le vinieron a hablar muchos señores principales de México, y entre ellos un pariente de Moctezuma. Dieron a Cortés tres mil pesos de oro, y le rogaron que se volviese por la pobreza, hambre y mal camino, pues se anda por medio de barquillos, y que además del peligro de ahogarse, no tendrían qué comer, y que le daría mucho, además del tributo que le pareciese, para el Emperador que le enviaba, puesto cada año en el mar o donde quisiese. Cortés los recibió como era razón, y les dio cosillas de España, especialmente al pariente del gran señor; y les dijo que de buena gana le gustaría servir a tan poderoso príncipe si pudiera hacerlo sin enojar al Rey, y que de su ida no le vendría más que mucho bien y honra; y que puesto que no había de hacer más que hablarle y volverse, que de lo que tenían para sí habría para todos qué comer, y que aquel agua no era nada en comparación de las dos mil leguas que había venido por mar solamente para verlo y comunicarle algunos negocios de mucha importancia. Con todas estas pláticas, si lo hubiesen hallado descuidado, le hubiesen acometido, pues venían muchos para tal efecto, como dicen algunos. Pero él hizo saber a los capitanes y embajadores que los españoles no dormían de noche, ni se desnudaban armas y vestidos; y que si veían alguno en pie o andar entre ellos, lo mataban, y él no se lo resistía; por tanto, que lo dijese así a sus hombres, para que se guardasen, que sentiría que alguno de ellos muriese allí; y con esto pasó la noche. Al día siguiente, en cuanto amaneció, partió de allí y fue a Amaquemacan, a dos leguas, que cae en la provincia de Chalco, lugar que, con las aldeas, tiene veinte mil vecinos. El señor de allí le dio cuarenta esclavas, tres mil pesos de oro, y de comer dos días con gran abundancia, y hasta en secreto muchas quejas de Moctezuma. Desde Amaquemacan caminó cuatro leguas al otro día hasta un pequeño lugar, poblado la mitad en agua de laguna y la otra mitad en tierra, al pie de una sierra áspera y pedregosa. Le acompañaron muchísimos de Moctezuma, que le proveyeron; los cuales, con los del pueblo, quisieron pegar con los españoles, y enviaron sus espías a ver qué hacían por la noche. Pero los que puso Cortés, que eran españoles, mataron hasta veinte de ellos, y allí paró la cosa, y cesaron los tratos de matar a los españoles; y es cosa de risa que a cada trinquete quisiesen o intentasen matarlos y no fuesen capaces de ello. Entonces, al día siguiente, muy de mañana, viendo que se marchaba el ejército, llegaron allí doce señores mexicanos, pero el principal era Cacamacín, sobrino de Moctezuma, señor de Tezcuco, mancebo de veinticinco años, a quien todos acataban mucho. Venía en andas a hombros, y cuando le bajaron de ellas le limpiaban las piedras y pajas del suelo que pisaba. Éstos venían para ir acompañando a Cortés, y disculparon a Moctezuma, que por enfermo no venía él mismo a recibirlo allí. Todavía porfiaron que se volviesen los españoles y no llegasen a México, y dieron a entender que les ofenderían allí, y hasta prohibirían el paso y entrada: cosa que facilísimamente podían hacer; mas, sin embargo, andaban ciegos, o no se atrevieron a romper la calzada. Cortés les habló y trató como quienes eran, y hasta les dio cosas de rescate. Salió de aquel lugar muy acompañado de personas de cuenta, a quienes seguían una infinidad de otros, que no cabían por los caminos, y también venían muchos de aquellos mexicanos a ver hombres tan nuevos, tan afamados; y sorprendidos de las barbas, vestidos, armas, caballos y tiros, decían: "Éstos son dioses". Cortés les avisaba siempre que no atravesasen por entre los españoles ni los caballos si no querían ser muertos. Lo uno, para que no se desvergonzasen con las armas de pelear, y lo otro, para que dejasen abierto camino para ir adelante, porque los llevaban rodeados. Así, pues, fue a un lugar de dos mil fuegos, fundado todo dentro del agua, para llegar al cual anduvo más de media legua por una muy agradable calzada de veinte pies de ancha. Tenía muy buenas casas y muchas torres. El señor de él recibió muy bien a los españoles, y los proveyó honradamente, y rogó que se quedasen a dormir allí, y hasta secretamente se quejó a Cortés de Moctezuma por muchos agravios y tributos no debidos, y le certificó que había camino, y bueno, hasta México, aunque por una calzada como la que había pasado. Con esto descansó Cortés, pues iba con determinación de parar allí y hacer barcas o fustas; mas todavía quedó con miedo no le rompiesen las calzadas, y por eso llevó grandísimo cuidado. Cacamacín y los demás señores le importunaban para que no se quedase allí, sino que se fuese a Iztacpalapan, que no estaba más que a dos leguas adelante, y era de otro sobrino del gran señor. Él tuvo que hacer lo que tanto le rogaban aquellos señores, y porque no le quedaban más que dos leguas de allí a México, adonde podría entrar el otro día con tiempo y a su gusto. Fue, pues, a dormir a Iztacpalapan, y además de que de dos en dos horas iban y venían mensajeros de Moctezuma, le salieron a recibir buen trecho Cuetlauac, señor de Iztacpalapan, y el señor de Culuacan, también pariente suyo. Presentáronle esclavas, ropa, plumajes y hasta cuatro mil pesos de oro. Cuetlauac hospedó a todos los españoles en su casa, que son unos grandísimos palacios, todos de cantería y carpintería, muy bien labrados, con patios y cuartos bajos y altos, y todo el servicio muy cumplido. En los aposentos muchos paramentos de algodón, ricos a su manera. Tenían frescos jardines de flores y árboles olorosos, con muchos andenes de red de cañas, cubiertas de rosas y hierbecitas, y con estanques de agua dulce. Tenían también una huerta muy hermosa de frutales y hortalizas, con una grande alberca de cal y canto, que era de cuatrocientos pasos en cuadro, y mil seiscientos de contorno, y con escalones hasta el agua y aun hasta el suelo, por muchas partes, en la cual había toda clase de peces; y acuden a ella muchas garcetas, lavancos, gaviotas y otras aves, que cubren a veces el agua. Es Iztacpalapan de hasta diez mil casas, y está en la laguna salada, medio en agua, medio en tierra.
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Lo que sucedió a Cortés en Chiauiztlan El día que partieron de Cempoallan llegaron a Aquiahuiztlan, y aún no habían llegado los navíos, de lo que mucho se sorprendió Cortés, por haber tardado tanto tiempo en tan poco camino. Había un lugar a tiro de arcabuz o poco más del peñón, en un repecho que se llamaba Chiauiztlan; y como Cortés estaba ocioso, fue allá con los suyos en orden y con los de Cempoallan, que le dijeron que era de un señor de los oprimidos por Moctezuma. Llegó al pie del cerro sin ver hombre del pueblo, sino a dos, que no los entendió Marina. Comenzaron a subir por aquella cuesta arriba, y los de a caballo hubiesen querido apearse, porque la subida era muy pendiente y áspera; Cortés les ordenó que no, para que los indios no viesen que había ni podía haber lugar, por alto y malo que fuese, donde el caballo no subiese; mas subieron poco a poco y llegaron hasta las casas, y como no vieron a nadie, temieron algún engaño. Mas por no mostrar flaqueza entraron por el pueblo, hasta que tropezaron con una docena de hombres honrados que llevaban un faraute que sabía la lengua de Culúa y la de allí, que es la que se usa y habla en toda aquella serranía, que llaman Totonac; los cuales dijeron que gente de tal forma como los españoles, ellos no habían visto jamás, ni oído que hubiesen venido por aquellas partes, y que por esto se escondían; pero que como el señor de Cempoallan les había hecho saber quién eran, y certificado ser gente pacífica, buena, y no dañina, se habían tranquilizado y perdido el miedo que cobraran viéndolos ir hacia su pueblo; y así, venían a recibirlos de parte de su señor y a guiarlos adonde habían de ser aposentados. Cortés los siguió hasta una plaza donde estaba el señor del lugar muy acompañado; el cual hizo gran demostración de placer al ver aquellos extranjeros con tan luengas barbas. Tomó un braserillo de barro con ascuas, echó una cierta resina que parece ánime blanco y que huele a incienso, y saludó a Cortés incensando, que es ceremonia que usan con los señores y con los dioses. Cortés y aquel señor se sentaron debajo de unos portales de aquella plaza, y mientras que aposentaban a la gente, le dio cuenta Cortés de su venida a aquella tierra, como hizo a todos los demás por donde había pasado. El señor le dijo casi lo mismo que el de Cempoallan, y aun con mucho temor de Moctezuma, no se enojase por haberle recibido y hospedado sin su licencia y mandato. Estando en esto, asomaron veinte hombres por la otra parte frontera de la plaza, con unas varas en las manos, como alguaciles, gruesas y cortas, y con sendos moscadores grandes de plumas. El señor y los otros suyos temblaban de miedo al verlos. Cortés preguntó que por qué, y le dijeron que porque venían aquellos recaudadores de las rentas de Moctezuma, y temían que dijesen que habían hallado allí a aquellos españoles, y que fuesen castigados por ello y maltratados. Cortés les animó, diciendo que Moctezuma era su amigo, y haría con él que no les dijese ni hiciese mal ninguno por aquello, y hasta que se alegraría de que le hubiese recibido en su tierra; y si así no fuese, que él los defendería, porque cada uno de los que consigo traía, bastaba para pelear con mil de México, como ya muy bien sabía el mismo Moctezuma por la guerra de Potonchan. No se tranquilizaba nada el señor ni los suyos por lo que Cortés les decía; antes bien, se quería levantar para recibirlos y aposentarlos: tanto era el miedo que a Moctezuma tenían. Cortés detuvo al señor, y le dijo: "Para que veáis lo que podemos yo y los míos, mandad a los vuestros que prendan y tengan a buen recaudo a estos recaudadores de México, que yo estaré aquí con vos, y no bastará Moctezuma a enojaros, ni aun él querrá, por respeto a mí". Con el ánimo que a estas palabras cobró, hizo prender a aquellos mexicanos, y como se defendían les dieron buenos palos. Pusieron a cada uno por sí en prisión en un pie de amigo, que es un palo largo en que les atan los pies a uno de los lados y la garganta al otro y las manos en medio, y por fuerza han de estar tendidos en el suelo. Cuando los tuvieron atados, preguntaron si los matarían; Cortés les rogó que no, sino que los tuviesen así y los vigilasen para que no se les fuesen. Ellos los metieron en una sala del aposento de los nuestros, en medio de la cual encendieron un gran fuego, y los pusieron alrededor de él con muchas guardas. Cortés puso a algunos españoles también de guardia y a la puerta de la sala, y se fue a cenar a su aposento, donde tuvo mucho para sí y para todos los suyos de lo que el señor les envió.
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Lo que sucedió a Cortés volviendo a Nueva España Estando en esto llegó fray Diego Altamirano, primo de Cortés, fraile franciscano, hombre de negocios y honra; el cual dijo a Cortés que venía a llevarle a México para remediar el fuego que andaba entre los españoles; por tanto, que en seguida a la hora se marchase. Le contó la muerte de Rodrigo de Paz, la prisión de Francisco de las Casas, los azotes de Juana de Mansilla, el saqueo de su casa, la nigromancia del factor Salazar, la marcha de Juan de la Peña a España con dinero para el Rey y cartas para Cobos; y en fin, le dijo todo lo que pasaba, y le hizo llamar señoría, y poner estrado, dosel y salva, que hasta entonces no lo había hecho, diciendo que por no tratarse como gobernador, sino llanamente, le tenían muchos en poco. Cortés recibió grandísima pena y tristeza con aquellas nuevas tan ciertas; pero descansaba platicando con fray Diego, que le quería mucho y era cuerdo y aun animoso. Y como tenía muchos indios trabajadores para preparar el camino de Nicaragua, hizo que fuesen con algunos españoles a arreglar el de Cuahutemallan, proponiendo de ir por allí la vía que hizo Francisco de las Casas. Envió mensajeros por todas las ciudades que están en el camino, haciéndoles saber que iba, y rogándoles tuviesen qué comer y abiertos los caminos. Todas ellas se alegraron mucho de que por su tierra pasase Malinxe, pues así le llamaban, porque le tenían en grandísima estimación por haber ganado a México Tenuchtitlan; y así, prepararon los caminos hasta el valle de Ulancho y las sierras de Chindon, que son muy fragosas, y todos los caciques estaban preparados y provistos para hospedarle y festejarle en sus pueblos y tierras. Mas, sin embargo, a porfiadas instancias de fray Diego Altamirano, dejó aquel largo viaje, y aun por estar escarmentado del que hizo desde la villa del Espíritu Santo hasta la villa de Trujillo, donde estaba, y acordó de ir por mar a la Nueva España. Y en seguida comenzó a abastecer dos navíos, y a proveer lo que convenía a los nuevos pueblos de Trujillo y de la Natividad. En este medio tiempo llegaron allí algunos hombres de Huitila y otras islas que llaman Guanajos, y que están entre el puerto de Caballos y el puerto de Honduras, aunque muy desviadas de la costa, a dar las gracias a Cortés de una buena obra que les había hecho, y a pedirle un español para cada isla, diciendo que así estarían seguros. Él les dio sendas cartas de amparo; y como no podía detenerse, ni tenía los españoles que pedían, encargó a Hernando de Saavedra, que dejaba como teniente suyo en Trujillo, que se los enviase cuando hubiese acabado la guerra de Papaica. La causa de esto fue que en Cuba y Jamaica armaron y fueron a cautivar de aquellos isleños para trabajar en minas, azúcar y labranza, y para pastores. Cortés lo supo, y envió allá una carabela con mucha gente, por si fuese menester llegar a las manos, a rogar al capitán de aquella nao, que se llamaba Rodrigo de Merlo, no hiciese presa de aquellos mezquinos; y si la hubiese hecho, que la dejase. Rodrigo de Merlo, por lo que Cortés le prometió, se vino a Trujillo a vivir, y los indios fueron restituidos a sus islas. Volviendo, pues, a Cortés, digo que cuando tuvo los navíos a punto, metió en ellos veinte españoles y otros tantos caballos, muchos mexicanos, y a Pizacura con los otros señores comarcanos suyos, para que viesen México y la obediencia que tenían a los españoles, para que al volver hiciesen ellos así; mas Pizacura se murió antes de volver. Partió Cortés del puerto de Trujillo el 25 de abril de 1526. Trajo buen tiempo hasta casi doblar toda la punta de Yucatán y pasar los Alacranes. Le dio luego un vendaval muy fuerte, y amainó para no volver atrás; pero aumentaba a cada hora, como suele hacer; tanto, que deshacía los navíos. Y así, le fue forzoso ir a la Habana de Cuba, donde estuvo diez días divirtiéndose con los del pueblo, que eran conocidos suyos del tiempo que él habitó en aquella isla, y recorriendo las naves, que traían alguna necesidad. Allí supo, por unos navíos que venían de Nueva España, que México estaba más en paz después de la prisión del factor Salazar y de Peralmíndez; que no fue para él poco contento. Partido de la Habana, llegó en ocho días a Chalchicoeca con muy buen viento que tuvo. No pudo entrar en el puerto a causa de mudar el tiempo, o por correr mucho viento terral. Fondeó a dos leguas en el mar; salió luego a tierra con los bateles; fue a pie a Medellín, que estaba a cinco leguas; entró en la iglesia a hacer oración, dando gracias a Dios, que le había vuelto vivo a la Nueva España. Entonces lo supieron los de la villa, que estaban durmiendo; se levantaron por verle, con gran prisa y placer, pues no lo creían, y muchos lo desconocieron, pues iba enfermo de calenturas y maltratado del mar; y en verdad él había trabajado y padecido mucho, así con el cuerpo como con el espíritu. Caminó sin camino más de quinientas leguas, aunque no hay sino cuatrocientas de Trujillo a México por Cuahutemallan y Tecoantepec, que es el camino recto y empleado. Comió muchos meses hierbas solamente, cocidas sin sal, bebió malas aguas; y así, murieron muchos españoles, y hasta indios, entre los cuales estuvo Couanacochcín. Podrá ser que a muchos no agrade la lectura de este viaje de Cortés, porque no tiene novedades que deleiten, sino trabajos que espanten.