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Cortesía de la Ermine Street Guard.
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El ejército romano se hallaba muy estructurado, aunque su organización cambió con el paso del tiempo. En tiempos de César, la unidad mínima era la centuria, compuesta por 80 hombres y mandada por un centurión. Dos centurias hacían un manípulo; tres manípulos componían una cohorte, con 480 legionarios, y diez cohortes integraban una legión, que, en orden de batalla, formaba en tres filas. El equipo básico de un legionario se componía de un yelmo, un protector dorsal o cota de malla, un escudo circular o rectangular, una daga, una espada y una lanza arrojadiza. Al final de la marcha, las legiones levantaban campamentos siempre con el mismo trazado, aunque el tamaño variaba según albergase una cohorte, una legión o un ejército entero. Si el ejército quedaba estacionado durante mucho tiempo, el campamento se convertía en semipermanente o permanente, siendo levantado con materiales más duraderos. Rodeado por un foso y un muro y de planta rectangular, lo cruzaban dos grandes vías, que daban a su vez a cuatro puertas. Las partes principales eran el praetorium, donde se asentaba el Estado Mayor y el forum, para celebrar las asambleas militares. Las legiones se disponían en hileras paralelas de tiendas, en cuyos extremos se situaba la del centurión. Los legionarios se incorporaban al ejército, tras un periodo de dura instrucción, para servir durante veinte años. Los campamentos de legionarios, diseminados por el Imperio, aseguraban la protección de las provincias de tan vasto territorio, que abarcaba 60 millones de habitantes.
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Los primeros pasos de la conquista de Hispania por Roma se producen en el contexto de las guerras con Cartago. La rápida expansión del poder cartaginés por territorio peninsular alarmó a Roma y provocó la Segunda Guerra Púnica, entre los años 218 y 201 antes de Cristo. A partir de este momento, Roma comenzó a enviar a sus tropas a Hispania, dando comienzo la conquista propiamente dicha. La guerra de conquista contribuía a disolver las tensiones sociales de Italia. Además, los soldados legionarios encontraban pocos estímulos para desear el fin de las operaciones militares, ya que la guerra les ofrecía al menos un medio de vida. Desde el fin de la II Guerra Púnica, Roma siguió enviando a la Península dos legiones con sus correspondientes tropas auxiliares. A partir del 197 antes de Cristo, cada una de esas legiones dependía de un gobernador provincial con el título de proetor, ya que el territorio controlado por Roma fue dividido en dos provincias, la más alejada de Roma o Ulterior y la parte más próxima o Citerior. En el centro de los campamentos militares se hallaba la residencia del pretor, praetorium, y la sala de los estandartes, aedes signorum. También se situaba el tribunal, donde el gobernador administraba justicia, y el auguratorium, para la consulta augural de la voluntad de los dioses, que era realizada por el propio gobernador sirviéndose de manuales al uso. El campamento militar, organizado siempre de la misma manera, era un reducto que imitaba la ciudad de Roma, un espacio romano asentado en medios provinciales. Según los relatos de los autores antiguos, en los campamentos romanos, había buhoneros y prostitutas indígenas. También nos hablan de la baja moral de los soldados, que no tenían excesivo interés en volver a Roma para pasar a engrosar las filas de los desheredados de las ciudades. Además, muchos de ellos establecían sólidos vínculos con las poblaciones locales. En caso de necesidad, Roma podía ampliar los contingentes reales de tropas de cada legión o bien enviar a uno de sus dos cónsules, ya que los cónsules tenían mando sobre dos legiones. Así, se calcula que se emplearon en el cerco de Numancia a unos 20.000 hombres. Pero la conquista de la Península no fue llevada a cabo sólo con las tropas romanas sino con el apoyo de los indígenas. Ya desde la época de la II Guerra Púnica, las legiones romanas comenzaron a contar con los celtíberos, que se situaban junto a las tropas auxiliares. Los cartagineses se sirvieron igualmente de hispanos, de unos como aliados que se costeaban su equipo y sus gastos pero de otros como mercenarios. Las malas condiciones económicas de algunas poblaciones obligaban a que muchos buscaran en la guerra un medio de subsistencia.
contexto
Los concilios, como consecuencia del predominante papel de la Iglesia dentro del Estado, adquirieron un importante papel. En los concilios, los obispos, reunidos a partir de ciertos momentos junto con la nobleza en concilios provinciales, tenían la capacidad de legislar sobre diferentes materias; a su vez, eran un ámbito de legislación de los propios reyes. Hay dos aspectos que conviene resaltar dentro de ellos: la intervención en la sucesión al trono y la legislación sobre los judíos. Mientras los arrianos ocuparon el poder no se manifestaron signos de actividad antijudaica, pero la situación cambió a partir de Recaredo, con su intento de unificación religiosa bajo el catolicismo. Con la paulatina incorporación de leyes restrictivas, el abismo entre la sociedad judía y la católica se fue agrandando, al tiempo que los judíos trataban de soslayarlo. Sin embargo, a partir de esta situación, existe una clara reacción por parte de los judíos. Así aparecen asociados con arrianos y francos en el intento de asesinato de Masona en Mérida, o la conjura de Gosvinta, viuda de Leovigildo. En la ciudad de Narbona, constituían un grupo muy importante y en plano de igualdad con el resto de la población. Desde éste y otros lugares, y apoyándose en su influencia tanto económica como numérica, los judíos participaron en las revueltas promovidas contra el poder católico de Recaredo, o más adelante, contra Wamba. En esta actitud de los judíos hay que buscar también algunas de las causas de la legislación antijudaica, así como antiarriana de Recaredo. Dentro de esta situación se inscriben las disposiciones que ya tuvieron lugar en el citado III Concilio de Toledo. Frenar el judaísmo era un objetivo para consolidar el predominio y la uniformidad católica. Así, en el canon 14 de dicho concilio se prohibía el matrimonio de una mujer cristiana con un judío, no al revés. Los hijos habidos de la unión entre un judío y su concubina o esclava cristiana serían bautizados. Los judíos no podían tener esclavos cristianos a los que pudieran convertir al judaísmo. Tampoco podían ocupar un cargo público con autoridad sobre cristianos. Los judíos reaccionarían intentando que no se aplicasen estas leyes, de un lado pagando una fuerte suma de dinero a Recaredo, de otro mediante el soborno a los funcionarios reales. Witerico, en cambio, fue un rey que, con su tendencia arriana, se alió con los judíos, según hemos visto antes al mencionar el episodio de Froga y Aurasio. Por contra, su sucesor Sisebuto intentó implantar de nuevo la política de Recaredo, promulgando leyes que se insertan en el contexto general de otras zonas cristianas de Europa. Para Sisebuto los judíos constituían un claro problema de desestabilización política. La conversión era, pues, la única solución posible y con ella podrían conservar sus bienes; en caso contrario, la expulsión era el único camino. Antes de llegar a esto, los esfuerzos se habían centrado en evitar el proselitismo judío, amenazándolos incluso con la pena de muerte. Se fijó, además, la fecha de 1 de julio del año 612 para que los judíos vendieran sus esclavos a compradores cristianos y lograr de este modo que no cayeran bajo el pernicioso influjo de sus amos. Era una medida que basaba su fuerza en el ataque a los miembros más influyentes de las comunidades judías, al promover la ruptura de lazos entre amos y esclavos. Su adopción respondía también a un planteamiento ideológico en su vertiente tanto moral como religiosa y jurídica. Si el cristianismo libera al hombre, el judío no es un hombre libre y, por lo tanto, difícilmente un cristiano puede hallarse sometido a un judío. A estas nuevas medidas los judíos respondieron de formas diversas, entre las que cabría mencionar el falso bautismo del hijo de un judío, para que éste pudiera actuar en la compra de esclavos cristianos, o la falsa redención de cautivos en la Gallia para servirse de ellos como esclavos en la Península. Posteriormente, Suintila y Sisenando adoptaron un talante más liberal, permitiendo a los judíos volver a sus antiguas prácticas y autorizando el regreso de quienes se habían visto forzados a emigrar a la Gallia. La existencia de un número considerable de falsos conversos, fruto de la política represiva de Sisebuto, llevó a los asistentes al IV Concilio de Toledo en el año 633 a retomar medidas ya antiguas o a adoptar otras nuevas. Así, la de los matrimonios mixtos (canon 63), la de no poder ejercer cargos públicos (canon 65) o la de prohibir adquirir esclavos cristianos (canon 66). De poco sirvieron estas medidas, cuando Chintila se vio obligado a insistir en la infidelidad de los judíos en el canon 3 del VI Concilio de Toledo. El judaísmo se mantenía firme gracias a una red de complicidades. Cada vez que sobrevenía un período de intolerancia católica, el elemento judío, apoyándose en su poder económico, promovía secretamente una revuelta en el seno del grupo arriano, ya de por sí proclive a los levantamientos, lo que hacía y hace todavía difícil distinguir quién se hallaba detrás del movimiento, si arrianos o judíos. Chintila, con el apoyo del Papa Honorio I, se decidió de nuevo por la expulsión, veinticinco años después de la de Sisebuto. Si optaban, en todo caso, por la conversión, tenían que renunciar a toda práctica del judaísmo y cesar en su contacto con otros judíos. Sin embargo, con Chindasvinto se aprobaron una serie de medidas favorables a los judíos, que, a su vez, fueron rechazadas por su sucesor, Recesvinto, en el discurso preliminar del VIII Concilio de Toledo: "...Me refiero a la vida y costumbres de los judíos, de quienes tan sólo sé que con su peste contagiosa está manchada la tierra de mi gobierno. Pues, ya que Dios omnipotente había arrancado de raíz a todos los herejes de esta tierra, se sabe que ha quedado esta única vergüenza sacrílega, a la que o la fuerza de nuestra devoción corregirá, o la venganza del castigo aniquilará". Sin embargo, los asistentes solicitaron clemencia al rey, volviéndose de nuevo a las conclusiones del IV Concilio. A fin de romper las bases ideológicas y sociales de la misma comunidad judía se prohibió el proselitismo, el criptojudaísmo y se limitaron las manifestaciones externas del culto judaico (fiestas, especialmente el sábado, la circuncisión, las leyes dietéticas, etc.). Se puso especial énfasis en la cuestión de los relapsos, condenando a los transgresores a la lapidación y la hoguera y a los que les encubrieran a la excomunión y confiscación de bienes. Esta actitud se vio continuada en la promulgación de leyes, del mismo tipo, que el propio Recesvinto dio en el año 654, al año siguiente del VIII Concilio. En el curso de los dos años siguientes, durante los Concilios IX y X de Toledo, se produjo una deserción de los nobles asistentes a causa de las leyes socioeconómicas dictadas para judíos y para godos, estos últimos asociados a ellos por intereses comunes, y también a causa del rigor utilizado contra las costumbres muy relajadas de algunos eclesiásticos. La radicalización del problema judío trajo consigo una serie de revueltas a partir del año 657. Uno de los aspectos que conviene señalar es el de cuáles podían ser las razones por las que los no judíos brindaban su ayuda a los judíos. En primer lugar, existían intereses económicos comunes. Había una clientela de judíos y los no judíos se servían de su poder económico. En segundo lugar, los problemas de conciencia que se suscitaron siguiendo la doctrina del IV Concilio de Toledo y de Isidoro de Sevilla. Se sabe, además, que los judíos recaudaban impuestos y administraban bienes a la Iglesia. La pregunta que surge en estos momentos es cómo era posible combatirlos y al mismo tiempo darles responsabilidades sobre los cristianos. En el IX Concilio se constató que el éxito había sido mínimo, salvo en algunos lugares. Se daba el caso de ciertos esclavos de la Iglesia que, liberados por ella, volvían a serlo voluntariamente de judíos a causa de su pobreza. El rey Wamba, según se ha dicho, tuvo que enfrentarse a la revuelta del dux Paulo y la Narbonensis, donde los judíos, que vivían en un plano de igualdad con los demás, participaron a favor de los rebeldes. Una vez sofocada dicha rebelión, los judíos fueron expulsados de los territorios de la Gallia visigoda, aunque parece que después pudieron retornar y gozar de cierta tolerancia. En el XII Concilio de Toledo, en el año 681, Ervigio exhortaba así a los asistentes: "Levantaos, os lo ruego, levantaos, desatad las ligaduras de los culpables, corregid las deshonestas costumbres de los transgresores, ejerced vuestro aplicado celo contra los herejes, extinguid las mordacidades de los soberbios, aliviad las cargas de los oprimidos, y lo que es más que todos estas cosas, extirpad de raíz la peste de los judíos que siempre se recrudece en una nueva locura". A continuación ordenó que se bautizaran en el plazo de un año bajo pena de exilio y confiscación de bienes. Suprimió la pena de muerte, impuesta por Sisebuto, al judío que tenía esclavos. Impuso nuevas penas contra los que practicaban el criptojudaísmo, así como la prohibición de ocupar cargos públicos, especialmente sobre cristianos, salvo excepciones. Se trataba de un cambio de planteamiento, fruto de la imbricación entre las tensiones escatológicas del cristianismo y un mesianismo judío siempre activo, por el que se obligaba a los judíos a suscribir un pacto de dependencia, ahora con el obispo y en el que nuevamente la persuasión jugaba un gran papel. Tampoco tuvieron mucho éxito esta vez las medidas antijudaicas, debido a la complicidad entre judíos y cristianos. En otro orden de cosas, las leyes de Ervigio se proponían al mismo tiempo frenar el poder económico de los judíos, al considerar que las medidas de tipo económico lograrían lo que difícilmente podían conseguir las de tipo religioso. De todos modos no dejó por ello de insistir en ciertos aspectos como las leyes alimentarias, el descanso sabático, el matrimonio entre parientes y la cuestión de la dote de la esposa judía. Egica permitió que conservaran esclavos, a cambio de la promesa de conversión. Bajo su reinado, durante un cierto tiempo, los judíos ejercieron sus oficios libremente y dedicándose al comercio, tal era el caso de Restituto, el judío que actuó de enlace entre Julián de Toledo e Idalio de Barcelona, para transportar el Prognosticon escrito por el primero, a lo largo de una ruta que seguramente ya frecuentaría como comerciante de otras mercancías. Entre los años 693 y 694 Egica adoptó una serie de medidas, siguiendo la política de su predecesor de atraérselos por su codicia e intentando beneficiar a los que detentaban un mayor poder económico. Los comerciantes debían convertirse para acceder a los puertos y fletes. Si lo hacían dejarían de pagar el impuesto que estaban obligados a satisfacer. Lo que dejasen de pagar, por este procedimiento, lo harían los recalcitrantes. Además quedarían libres del control de los obispos, que Ervigio les había impuesto, para volver con el tiempo bajo la tutela real, lo que provocaría una fuerte reacción episcopal. El peligro de una revuelta en la que habrían tomado parte los judíos peninsulares y foráneos, llevó a los participantes del XVII Concilio de Toledo en el año 694, a adoptar nuevamente medidas más severas, como la confiscación de todos los bienes inmuebles y los esclavos de judíos que no se convirtieran y la dispersión y esclavización de todos aquellos judíos que, ya convertidos, manifestaban una fe dudosa. La presión ejercida por el estado visigodo, teocrático y católico, así como las esperanzas de una vida mejor bajo control islámico, surgidas a raíz de los constantes contactos con sus correligionarios del norte de Africa, permitieron sentar las bases de lo que en adelante se conocería como la participación judía en la pérdida de Hispania.
Personaje
De este pintor se conocen muy pocos datos, en parte por su origen extranjero, y en parte por lo secundario de su obra. Pablo Legote, como era conocido en Sevilla, era natural de una ciudad de Luxemburgo, pero se trasladó muy pronto a la capital andaluza. Allí practicó el oficio de pintor, probablemente como discípulo de Juan de Roelas. De él aprendió las novedades del Naturalismo tenebrista, por cuyos efectos lumínicos de claroscuro sintió un vivo interés. Es por esta razón que Legot representa a los jóvenes pintores realistas de las provincias andaluzas, generación en la cual se incluye el genial Zurbarán. Legot pintó en abundancia, aunque su obra no siempre es de la mejor calidad y tiende a rozar lo vulgar. En estas obras, así como en otras consideradas lo mejor de su producción, se encuentra la inevitable huella del estilo de Ribera, que tuvo honda repercusión entre los primeros pintores barrocos andaluces.
Personaje Pintor