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En el año 279 a. C., un terrible azote se abatió sobre Grecia. Numerosas tribus de celtas, deseosas de alcanzar los fértiles campos mediterráneos, abandonaron sus asentamientos de Centroeuropa y se abrieron paso hacia el sur. Incapaces de contener la oleada, los griegos, espantados, los vieron llegar a Delfos, y, según relata la leyenda, tuvo que ser el propio dios quien los arrojase de allí, lanzándoles una avalancha de rocas. Asombrados por la fuerza salvaje de los galos, los príncipes helenísticos reaccionaron de forma diversa: unos idearon enrolar en sus ejércitos, como mercenarios, a tan feroces guerreros; fue lo que hizo Pirro del Epiro, que los usó para combatir contra Macedonia, y les dejó saquear en Vergina las tumbas regias que pudieron encontrar (274 a. C.); también lo intentó Ptolomeo II, quien tuvo al final que exterminarlos, dado su carácter levantisco. Otros, en cambio, los combatieron sin cuartel, como Antígono Gonatas. Y, entre aliados ocasionales y enemigos acérrimos, buena parte de las hordas celtas siguieron su camino, cruzaron el Bósforo y se extendieron por Asia Menor (278 a. C.). Estos gálatas -que es el nombre que usan los historiadores griegos para designarlos- sentían lógica atracción por los ricos puertos de Jonia y Caria, y desde el principio se lanzaron sobre ellos para saquearlos. Sus asaltos debieron de ser brutales, y su solo aspecto causaba espanto. En ocasiones, había gentes que preferían el suicidio a soportar sus terribles desmanes: sirva como testimonio vívido de tal pesadilla este epigrama fúnebre de unas mujeres jonias: "Hemos muerto, Mileto, cara patria, huyendo de los ultrajes infames de los criminales galos, nosotras, tres jóvenes de la ciudad, empujadas a tal destino por el violento Ares de los celtas. Porque no hemos esperado sus golpes impíos ni sus violaciones, sino que hemos encontrado un defensor en Hades, un esposo de nuestro gusto" (Anthol. Gr., VII, 492). Pero, contra estos salvajes, "iguales a copos de nieve y numerosos como las constelaciones que se extienden por el espacio celeste" (Calímaco, Himno a Delos), sabrá levantarse un pequeño y nuevo reino: el de Pérgamo.
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La última serie de cartones para tapiz en la que trabaja Goya tiene como destino el despacho del rey en el Palacio de El Escorial. El propio Carlos IV indicó el tema de las obras que debían tratar sobre "cosas campestres y jocosas" y así surgen imágenes como El pelele, La boda o Las gigantillas. Sin embargo, algunos especialistas consideran que bajo esta apariencia de jocosidad existe una crítica política, influenciado el artista por los ecos procedentes de Francia donde años antes había estallado la Revolución. Se piensa que esta escena en la que observamos a varios críos jugando versaría sobre la inestabilidad de los políticos, repitiéndola en el Capricho 56 titulado "Subir y bajar".En el aspecto compositivo, al tratarse de una sobrepuerta el artista repite la perspectiva baja y el esquema triangular de obras anteriores - La cita o los Leñadores - mostrándonos una vez más su facilidad para representar el mundo infantil a la perfección. El efecto atmosférico recuerda las obras de Velázquez, aplicando el de Fuendetodos una pincelada rápida y vibrante cargada de vivas tonalidades. La luz será otra de las preocupaciones del aragonés, situándole como un antecesor del Impresionismo.
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Mucho más al sur, la importante guarnición de Rabaul, con 100.000 japoneses, quedaba desbordada y apartada de la línea de decisión del conflicto. La segunda parte del plan americano preveía que Nimitz avanzara desde Hawai, en dilección a Filipinas, para coincidir con la ofensiva de MacArthur. Se trataba de una operación en principio más fácil. El avance era naval, con una superioridad de medios aplastante y pequeñas islas en la ruta. El primer objetivo serio fueron las Gilbert. Sus islas occidentales (Makin y Tarawa) constituían el hueso de la operación. El avance por el Pacífico era una prolongada operación sin bases próximas, donde todo debía llegar por mar, vivir, mantenerse y repararse a flote. El gran éxito americano fue la organización de bases de apoyo flotante que alimentaran la batalla. La llamada Fuerza de Servicio Móvil era capaz de cubrir todas las necesidades, excepto las grandes reparaciones de buques, que precisaban diques secos. Por primera vez en la historia, una multitud de buques hospital, aljibe, cisterna, nodriza, barcazas, almacén de municionamiento, talleres, diques flotantes, pontones, hidrográficos y auxiliares servía de base naval.
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Las aportaciones de Roma al desarrollo del arte en la España antigua fueron enormes, como se ha dicho, al margen de los fenómenos de perduración o de provincianismo. La romanización se manifestó también en una verdadera revolución en el terreno de las manifestaciones artísticas, con tantas facetas como es de esperar, al tratarse de la corriente enriquecedora de una de las grandes culturas artísticas de todos los tiempos. Existe para ello una primera razón básica a destacar. Si romanización equivale en buena medida a urbanización -intensificándola donde existía, extendiéndola adonde aún no había llegado-, debe tenerse en cuenta que la ciudad constituye el ambiente, el terreno adecuado, para que germine y se desarrollen las artes, en especial las que consideramos artes mayores. Los mecanismos sociales y económicos de la ciudad en general, y de la romana en particular, estimularon extraordinariamente la producción artística; en su seno se desarrollaron clases sociales que ampliaron el número de demandantes de obras de arte, sin olvidar el papel patrocinador de los organismos públicos y del Estado en su conjunto, que hicieron del arte un medio de consolidación imprescindible, por todo lo cual, la masa de la producción artística romana fue ingente. Pero hubo, además de los cuantitativos, importantes saltos cualitativos respecto de la etapa anterior. En la escultura, por ejemplo, serán grandes novedades la utilización del mármol y del bronce para obras mayores. La cultura ibérica, que poseía una espléndida y secular tradición escultórica, se limitó a esculpir piedras generalmente blandas, sobre todo calizas y areniscas, o a la talla en madera, cosa que se barrunta en bastantes cosas y no es difícil suponer. No desarrolló, sin embargo, talleres capaces de esculpir rocas duras, como las que tanto gustaron a los egipcios o a los pueblos del Oriente Próximo, y ni siquiera el mármol, material emblemático de la gran escultura clásica, junto con el bronce. La presencia de esculturas marmóreas en la España prerromana se limita a importaciones griegas -como el célebre Esculapio de Ampurias y poco más- o fenicias, con el formidable ejemplo de los sarcófagos sidonios de Cádiz. Con Roma, por tanto, empezó la explotación de las canteras de mármol de Hispania, muy abundantes y de enormes posibilidades. Pero, además, convertido en material de prestigio, fue objeto de un costoso comercio, con importaciones sorprendentes por lo voluminosas y por las distancias de algunos de los lugares con canteras famosas desde donde se trajeron pesadas piezas. Es ilustrativo un testimonio recuperado en Itálica. En esta ciudad, donde se comprueba que hay mármoles de todo el Imperio, se halló una basa esculpida e inscrita con un epígrafe que recuerda cómo un italicense donó para el teatro dos columnas de mármol caristio, es decir, traído de la isla de Eubea, en Grecia. No obstante, el uso del mármol sólo se generalizó desde tiempos relativamente avanzados, a partir de Augusto y de la época imperial. Antes, la primera escultura de influjo romano siguió realizándose sobre las areniscas y calizas de siempre. Quizá la primera obra escultórica hispana atribuible a la acción de Roma sea el relieve a medias conservado de la Minerva de la muralla de Tarragona, obra seguramente de un artista local, que ejecutó el encargo con las dificultades que hace ver la tosca figura de la diosa. Otras esculturas, como algunos de los relieves de Osuna (Sevilla), o el delicioso grupo funerario de un matrimonio hallado en Orippo (Dos Hermanas, Sevilla), muestran los comienzos de la plástica romana en Hispania en tiempos preimperiales. El bronce, por su parte, tuvo entre los iberos un uso casi reservado a utensilios y a la producción de figuritas a la cera perdida, fabricadas a miles para servir de exvotos en los santuarios. Pero como material para obras de gran empeño, como pusieron en práctica los griegos, e hicieron otras culturas algo más próximas a la ibérica, como la etrusca, los pueblos hispanos habrían de esperar a la romanización para familiarizarse con los bronces mayores. Es un buen ejemplo de entrada de la nueva técnica escultórica en un ambiente prerromano, el extraordinario y problemático grupo que se halló en el templito de la ciudad celtibérica de Azaila (Teruel); lo componían varias figuras de tamaño algo mayor que el natural, incluida la de un caballo, de entre cuyos restos conservados son especialmente importantes y famosos los de las cabezas en buen estado de un hombre y una mujer jóvenes, interpretados como Augusto y Livia, aunque sea una identificación muy problemática o prácticamente imposible, que deja cabida a otras que se han propuesto. Podría decirse lo que cautamente propone Walter Trillmich tras el análisis estilístico del Augusto: que se trata de una creación de estilo tardohelenístico, fruto del ambiente artístico romano de los años 40-30 a. C., en el que se creó el primer retrato de Octaviano. Otro importante cambio propiciado por la romanización tiene que ver con la aludida politización del arte en la sociedad romana. Y puede interpretarse el concepto de politización en al menos dos sentidos, correspondientes a otras tantas facetas que interesa destacar. Por un lado, la vertiente etimológica de politizado, derivado de polis (ciudad), que insiste en lo dicho antes sobre la correlación ciudad y arte, con el añadido de que, con Roma, el arte penetra decididamente en el interior de las ciudades, mientras las culturas ibéricas confinaron principalmente sus creaciones artísticas a las necrópolis y los santuarios extraurbanos. A partir de la romanización, el arte tendrá en el interior de la ciudad un campo predilecto para manifestarse, entre otras cosas por la segunda faceta a destacar en el concepto de politizado, que es su fuerte ideologización, su puesta al servicio de un complejo entramado ideológico, que tuvo en el arte un vehículo principal de la transmisión de mensajes que debían estar siempre presentes. Y a la cabeza los dirigidos a asentar la idea y el poder del Imperio, cohesionado en torno al culto a Roma y al emperador. ¿Quién dudaría de la majestad, de la sobrehumanidad del emperador, ante la gigantesca estatua acrolítica que, seguramente de Trajano, se instaló en un soberbio santuario en medio de la ciudad de Itálica, estatua de la que se han conservado varias piezas de mármol, una de ellas un antebrazo que mide casi dos metros? También los ciudadanos expresaban su importancia sociológica mediante una manifestación artística que significa otra importante novedad derivada de la romanización: la difusión del retrato. Pueden encontrarse algunos precedentes para la presencia del retrato en la Hispania prerromana. A estos efectos, algunas esculturas ibéricas hacen pensar en ciertas intenciones retratísticas, como puede pensarse al contemplar el personalísimo rostro de la Dama de Baza. Si cabe concebir tendencias hacia la aparición de retratos en las sociedades ibéricas, pudieron ser fruto de la creciente imposición de oligarquías y de la existencia de formas de realeza en la sociedad ibérica. Convergente y paralelamente, las corrientes helenísticas, que dieron cabida en el arte al retrato personalizado, tuvieron ya una fuerte penetración en la España prerromana, entre otras razones, y aparte de la presencia directa de griegos, por la acción de los Barca, los caudillos cartagineses con cuyo dominio en el Mediodía empiezan a asentarse en la Península las formas de la civilización helenística, en la linea que ratificarán después los romanos. Se debe a los Barca un conjunto de acuñaciones monetales hispanas en las que se supone que están representados Amílcar, Asdrúbal y Aníbal, idealizados y sincretizados con el Melkart gaditano, que adoptaron por dios tutelar. Está por saber si incidieron, y hasta qué punto, las tendencias locales o previas a la romanización en la propagación y caracterización en Hispania del retrato romano. Algo pudo ocurrir en esta dirección, como fue el caso de las influencias en el culto al emperador ejercidas por arraigadas tradiciones ibéricas en torno a la adhesión personal al jefe que, como la devotio, vienen a ser formas de veneración y seguimiento hasta la muerte. Pero además, o al margen de ello, el retrato fue una novedad traída por Roma, gracias a la cual empezamos a recuperar el rostro de los antiguos hispanos, en espléndidos retratos elaborados en los muchos talleres que aquí florecieron, particularmente activos y creativos en los primeros tiempos del Imperio. En los retratos de Itálica, de Mérida, de Tarraco y de tantos otros centros, además de captar la realidad del arte puramente romano del retrato, se barruntan rasgos hispanos, célticos o de otras diversas raigambres, por ejemplo en los peinados, o en la definición de tipos raciales, que nos dan, como decía, la primera imagen real de que podemos disponer de los antiguos habitantes de la Península.
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La arquitectura gótica en la península Ibérica. Catedrales góticas castellanas. Las primeras canterías catedralicias castellanas. Los hombres y sus programas arquitectónicos. Los maestros arquitectos. Los edificios y las formas. Entre el románico y las nuevas fórmulas. Algunas particularidades del alzado. El desarrollo de las cabeceras. La catedral de León. La iglesia del siglo X. La iglesia románica. La catedral gótica de Santa María de Regla. El obispado de Manrique de Lara. El obispado de Martín Fernández. El marco arquitectónico. La escultura gótica. La catedral gótica en el siglo XV. La sillería de coro. El renacimiento en la catedral de León. La catedral de León durante los siglos XVII y XVIII. La catedral en los siglos XIX y XX. Las vidrieras. La arquitectura del Gótico Tardío en la Península Ibérica. Gil de Hontañón y las catedrales góticas del siglo XVI.
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El impulso económico que se vive durante la Plena Edad Media traerá consigo una expansión cultural y artística que afectará a la mayor parte de los países europeos. En este contexto se desarrolla el estilo gótico, que tiene en Francia su cuna. El proceso de expansión será rápido, a lo largo del siglo XIII, y afectará especialmente a la Península Ibérica. El paradigma de la arquitectura gótica es, sin duda, la catedral. Se trata del edificio más identificativo de la vida y del espíritu de la sociedad medieval, al participar en su construcción toda la ciudad. La belleza de las proporciones, la armonía y el equilibrio serán las premisas que definan las construcciones catedralicias. Los ventanales que horadan sus muros, cerrados por polícromas vidrieras, configuran un espacio lumínico que enlaza con las nuevas teorías espirituales. Tal y como se lee en la Epístola de San Juan: "Dios es luz, con Él no hay oscuridad alguna". La catedral se transforma así en un microcosmos plagado de simbología, evocando la Jerusalén celestial del fin de los tiempos.
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La desintegración del califato de Córdoba en diversos reinos de taifas coincidió con la reorganización política del espacio hispanocristiano y con su creciente vinculación al Occidente europeo, en los comienzos de una larga fase de expansión. La guerra con al-Andalus se planteaba ya claramente como una reconquista, a través de diversas modalidades pero con un objetivo global. En una primera época, Fernando I de Castilla y León (1035-1065) y Ramón Berenguer I de Barcelona (1035-1076) aprovechan la debilidad de los taifas para someterlos a protectorado militar a cambio del pago de parias, lo que implica la sujeción política indirecta de nuevos territorios: Tortosa, Lérida, Valencia, en el caso catalán, Zaragoza, Toledo, Badajoz, Sevilla e incluso Granada, en el castellano-leones. Alfonso VI de Castilla y León (1065-1109) dio un paso decisivo al ocupar por capitulación Toledo, la antigua capital visigoda y sede arzobispal primada de Hispania, y su taifa (1085), y lograr una clara posición hegemónica como "emperador de las dos religiones" e "Imperator toletanus", mientras su vasallo El Cid tomaba Valencia (1094), que se mantuvo en manos cristianas hasta 1102. La entrada de los almoravides norteafricanos, sus victorias sobre Alfonso VI (Sagrajas, 1086; Consuegrra, 1097; Uclés, 1108) y su dominio político en al-Andalus, frenaron la expansión y el hegemonismo castellano-leones tanto como la crisis del reino a la muerte de Alfonso VI, al tiempo que los reyes de Aragón y Navarra, Pedro I y Alfonso I (1104-1134) conseguían ampliar su reino en el valle medio del Ebro (conquistas de Huesca, 1096, y Zaragoza, 1118), y Ramón Berenguer III lanzaba una primera expedición contra Mallorca y conquistaba Tarragona entre 1118 y 1126. La decadencia del poder almoravide permitió un nuevo avance cristiano pero el equilibrio político entre los reinos comenzaba a modificarse: Alfonso VII de Castilla y León (1126-1157) mantuvo el titulo de "emperador" y una hegemonía política sobre otros reyes y poderes cristianos y musulmanes basada en pactos vasalláticos, pero Navarra volvió a tener rey propio desde 1134, aunque perdió definitivamente la frontera con al-Andalus, mientras que Aragón y Cataluña se unieron bajo Ramón Berenguer IV desde 1137 y el condado de Portugal pasó a ser reino independiente desde 1139-1143. A la muerte de Alfonso VII, León y Castilla se separaron, hasta 1230, de modo que aquella época de la reconquista estuvo protagonizada por la colaboración y la competencia entre los cinco reinos. En la gran ofensiva de los años cuarenta, Alfonso VII tomó Coria (1142), completó el dominio de la cuenca del Tajo en su sector castellano, y conquistó por unos años Baeza y Almería (1147), mientras que Alfonso I de Portugal tomaba Lisboa (1147) y Ramón Berenguer IV Tortosa, Lérida y Fraga, y establecía con Alfonso VII el tratado de Tudillén (1151) asegurando su espacio de futuras conquistas en Valencia y Denia. En la segunda mitad del siglo XII, las combinaciones de alianzas y guerras entre los reinos cristianos y la presión creciente de los almohades -que acaban hacia 1172 con todos los poderes independientes andalusíes- frenaron parcialmente el avance conquistador y obligaron a nuevos esfuerzos de organización militar (expansión de las órdenes militares; importancia de las huestes de los concejos). Alfonso II de Aragón conquistó Teruel (1171), ayudó a Alfonso VIII de Castilla en la toma de Cuenca (1177) y en 1179 ambos firmaron el tratado de Cazorla, que delimitaba las fronteras de ambos reinos y sus zonas de expansión futura. En 1186, Alfonso VIII fundó Plasencia frente a los almohades, que mantenían la línea del Tajo, en la actual Extremadura, y lanzaron varias ofensivas que culminan en su victoria de Alarcos (1195), muy dañina para los avances castellanos en La Mancha. La reacción cristiana tardó en llegar: en julio de 1212 Alfonso VIII, con apoyo de otros reyes peninsulares y de cruzados europeos, obtuvo una gran victoria en Las Navas de Tolosa. Poco después se iniciaba el desmoronamiento del Imperio almohade, tanto en el Magreb como en al-Andalus, y las divisiones internas de los musulmanes facilitaban el rápido avance conquistador de los cristianos. Portugal, después del tratado de Sabugal (1231) con Castilla y León sobre zonas de expansión, completó la conquista del Alentejo (Serpa, Moura, 1232) y la del Algarbe al Este del Guadiana (Ayamonte, 1239). Después de 1249 sólo hubo algunos reajustes fronterizos con Castilla y León que, desde 1232, había puesto bajo su protección al reino taifa de Niebla pare evitar la posible conquista por los portugueses. En el ámbito leones, el avance prosiguió por la actual Extremadura, zona de máxima resistencia militar musulmana: Valencia de Alcántara (1221), Cáceres (1229), Mérida y Badajoz (1230), Trujillo (1232). Mientras tanto, se progresaba en la otra gran línea de avance, específicamente castellana, a partir de La Mancha y alto Guadalquivir: Alcaraz (1215), Quesada y Cazorla (1224), Baeza (1232) y Córdoba (1236). Por entonces, desde 1230, Castilla y León habían vuelto a unirse en una misma Corona, bajo Fernando III (m. 1252), lo que aumentó su capacidad ofensiva justamente cuando desaparecían los últimos restos del poder almohade en al-Andalus. La caída de Córdoba, que era un símbolo del pasado esplendor de al-Andalus, permitió el rápido dominio de la campiña del Guadalquivir; mucho más difícil fue la tome de Jaén (1246), conseguida por pacto, a cambio de reconocer la existencia del emirato de Granada, como vasallo de Castilla, en las zonas montañosas de la Andalucía oriental. Dos años antes, el infante Alfonso, hijo y heredero de Fernando III, había sujetado a protectorado militar el reino taifa de Murcia, y alcanzado con Jaime I de Aragón (1214-1276) el tratado de Almizra (1244), que señalaba los límites de su expansión hacia el sur: en efecto, el rey de Aragón había llevado a cabo ya la conquista de su zona de influencia; tomó Mallorca e Ibiza entre 1229 y 1235 y, en la península, ocupó entre 1232 (conquista de Morella) y 1246 (Denia) todo lo que sería el nuevo reino de Valencia, cuya capital cayó en 1238. La culminación de las conquistas ocurrió cuando Fernando III entró en Sevilla, antigua capital andalusí de los almohades (1248). Unos años más tarde, en 1262-1263, Alfonso X (1252-1284) incorporó por completo las sierras de la baja Andalucía sujetas hasta entonces sólo a protectorado y control militar: Cádiz y Niebla (1262). La revuelta de los musulmanes mudéjares andaluces y murcianos en 1264, con apoyo del emirato de Granada, y su derrota, consumó los efectos de las conquistas anteriores: Alfonso X expulsó a casi todos los musulmanes de la Andalucía cristiana y, con ayuda de Jaime I, completó el dominio de Murcia, cosa imprescindible pare el rey aragonés tanto para asegurar su victoria sobre los mudéjares valencianos, que produjeron revueltas parciales hasta 1276, como para señalar sus pretensiones más allá de los límites fijados en Almizra: años después, Jaime II, tras una guerra con Castilla, anexionó a Valencia la parte norte del reino de Murcia en 1304. El cambio general de circunstancias políticas y económicas y la dificultad para completar la colonización de las tierras conquistadas pusieron fin al avance de los reyes cristianos en el último tercio del siglo XIII. A ello se unió la fuerte capacidad defensiva del emirato de Granada y el apoyo que recibió de los meriníes norteafricanos entre 1275 y 1350.
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América, el Nuevo Mundo, constituye un heterogéneo conglomerado en el que se mezclan paisajes, pueblos y gentes. Joven y vieja a la vez, es un grandioso escenario en el que han aparecido múltiples culturas y lenguas, muchas de ellas de considerable antigüedad y de significación universal. América es un continente extendido de norte a sur. Gracias a las diferencias de altitud, se hallan representados todos los climas de la Tierra y todos los paisajes. Las Montañas Rocosas, la Sierra Madre y los Andes, es decir, los sistemas montañosos más importantes, se encuentran en la vertiente del Pacífico. Ello deja extensas llanuras en la vertiente atlántica, donde discurren ríos tan caudalosos como el Mississippi o San Lorenzo, en Norteamérica, y el Orinoco, Amazonas o Paraná-Rió de la Plata, en América del Sur. Ya desde los primeros momentos del contacto con los europeos, la cuestión de los orígenes humanos o culturales de América ha sido objeto de discusiones. La tesis más generalizada admite que hace unos 40.000 años el poblamiento de América se produjo desde Asia, primero a través de un helado estrecho de Bering y luego por mar. Además, se ha sugerido la existencia de contactos a través del Pacífico entre Sudamérica y poblaciones del Extremo Oriente asiático y Oceanía. De los cerca de 40.000 años de historia aislada de los amerindios, lo más importante desde el punto de vista artístico y cultural se ha desarrollado entre el 1500 a.C. y el 1500 d.C. En estos tres milenios, algunas sociedades indígenas evolucionaron desde el nivel de las bandas de cazadores y primeros horticultores hasta los señoríos o jefaturas y los estados. Una multitud de culturas, con grados de desarrollo diferentes, fueron surgiendo a lo largo y ancho del continente. Se ha establecido la existencia ocho áreas culturales principales en la América prehispánica, aunque Mesoamérica y el área andina, junto con la Intermedia, son las dos en que se alcanzaron culturas más complejas. En estas áreas, los estudiosos distinguen tres etapas en el estudio de las grandes culturas indígenas. La primera, llamada Preclásico o Formativo, entre el 1500 a.C. y el 200 d.C., es equivalente al neolítico del Viejo Mundo. Representa el nacimiento de la vida en aldeas, pero también el surgimiento de las primeras grandes civilizaciones, como la Olmeca, en México y la Chavín, en Perú. La etapa clásica abarca casi un milenio, entre el 200 y el 900 ó 1000 d.C. Tanto en Mesoamérica como en el área andina constituye el momento de mayor esplendor artístico y cultural de toda la América precolombina. En Mesoamérica, las áreas de civilización más extraordinarias son tres: la civilización teotihuacana, en el centro de México; la zapoteca, en el Valle de Oaxaca, y la maya, en el sur de México y Guatemala. El clasicismo andino tuvo su desarrollo en varias altas civilizaciones de la región, como son la Mochica y Nazca, en la costa peruana, y Tiahuanaco, en la región del lago Titicaca. El último periodo prehispánico, el Postclásico, abarca en realidad los últimos quinientos años de la historia precolombina. Representa, tras una crisis política y ecológica en torno al año 1000, el renacimiento de formas artísticas pasadas y el establecimiento de pautas políticas nuevas, en las cuales el militarismo y la clase social de los comerciantes representan un peso considerable. En Mesoamérica, las civilizaciones tolteca y maya-tolteca conducirán al desarrollo político de los aztecas. En el área andina, las culturas Wari, Chimú o Ica culminarán en el grandioso imperio Inca. Mayas, incas y aztecas construirán los mayores desarrollos culturales de la América prehispánica. La cultura maya alcanza su esplendor en el periodo Clásico, aunque durante el Postclásico logrará también un altísimo nivel. El área maya comprende los territorios de Yucatán, Belice y Guatemala, además de ciertos sectores de Honduras y El Salvador. Sobre este territorio surgieron ciudades como Palenque, Tikal, Copán, Bonampak, Chichén Itzá o Tulum, que siempre actuaron de manera independiente. Durante el periodo Clásico, esta región es seguramente la que alcanzó un más alto grado de complejidad y brillantez. El clasicismo maya se caracteriza por la aparición de estelas con jeroglíficos, el desarrollo del calendario, la característica falsa bóveda o bóveda por aproximación de hiladas y la introducción de la cerámica polícroma. Los mayas levantaron grandes ciudades en el corazón de las selvas mesoamericanas. Una de las más espectaculares fue la de Chichén Itzá, con el gran templo de Kukulcán presidiendo el recinto ceremonial. La civilización de los incas es el resultado de un prolongado proceso evolutivo de unos 20.000 años en los Andes, que viene a culminar muy poco antes de la llegada de los españoles. Los incas fueron capaces de crear un vasto imperio, que se extendía entre Pasto, Colombia, y el río Maule, en el Chile central, así como entre el Pacífico y la selva amazónica. El dominio de tan gran imperio se realizaba desde el Cuzco. La sociedad inca estaba perfectamente organizada y jerarquizada. Sólo así se entiende que fueran capaces de levantar tan grandes construcciones en un medio tan hostil como el andino. Los mayores esfuerzos de los incas se orientaron hacia el terreno de la arquitectura y la ingeniería. En la cumbre social estaba el Sapa Inca, considerado el Hijo del Sol. Un nutrido grupo de funcionarios constituían la élite del Imperio La tercera y última gran civilización americana es la azteca. El pueblo azteca o mexica fue el último en llegar al valle de México tras una larga peregrinación, procedentes de Aztlán, un lugar indeterminado en el norte. En apenas doscientos años, bajo el dominio de distintos emperadores, los aztecas crearán el Imperio más poderoso de Mesoamérica. México-Tenochtitlan, fundada hacia 1325 y edificada en una isla, estaba atravesada por multitud de calzadas, canales y callejas. Unida a tierra firme por varias calzadas, durante el siglo XV será la ciudad más poderosa, alcanzando quizás los 300.000 habitantes. El populoso mercado de Tlatelolco asombrará a los conquistadores por la variedad de productos que en él se venden. Pero el centro de la vida cotidiana de los mexicas será el recinto ceremonial del Templo Mayor, que llegó a tener unos setenta y ocho edificios. En el Templo Mayor, edificado en sucesivas fases, se llevarán a cabo terribles sacrificios, necesarios para perpetuar la alianza del pueblo azteca con sus dioses. Las altas culturas precolombinas constituyen uno de los logros más importantes desde el punto de vista cultural de todo el planeta. Superado el trauma que supuso el contacto con lo europeo, que dio lugar a una nueva civilización mestiza, las raíces profundas de la América actual están en el esplendoroso y mágico pasado de las culturas prehispánicas.
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La figura que mejor simboliza la situación del mundo carolingio en desintegración es Hincmar de Reims (806-882): metropolitano de esta importante ciudad desde el 845 (dos años después del Tratado de Verdún), consejero de Carlos el Calvo, defensor de la autoridad del episcopado franco frente a papas y monarcas, educador político y, además, destacado teólogo. En esta última faceta, Hincmar participaría en las grandes disputas de su época manifestándose como un firme defensor de la ortodoxia. a) El predestinacionismo de Gottskalk: Hijo del conde Bernun de Sajonia y oblato en el monasterio de Fulda en su juventud, Gottskalk se consagró en su madurez como un consumado trotamundos y un teólogo relevante. Llevando hasta sus últimos extremos ciertas tesis agustinistas se erigió en defensor de la doble predestinación: Dios ha predestinado de manera incondicionada a un grupo de hombres para la vida eterna y a otros a la irremisible muerte eterna. La muerte de Cristo sólo ha redimido a los elegidos. Estas doctrinas provocaron la formación de dos frentes teológicos. Contra Gottskalk se levantaron su maestro Rabano Mauro, redactor de un "De praesciencia et praedestinatione", Hincmar de Reims, y Escoto Eriúgena, autor de un "De praedestinatione". En la línea de Gottskalk, aunque con muchos matices, se colocaron Servato Lupo, Ratramno de Corbie y Galindo Prudencio, temerosos de que la condena radical del predestinacionismo doble pudiera acarrear también la desautorización de san Agustín. La controversia, así, se fue enmarañando y constituyó objeto de preocupación para varias asambleas conciliares. La de Thuzey en octubre del 860 se pronunció porque Dios no había desprovisto del libre albedrío al hombre ni siquiera después de su caída. La muerte de Gottskalk unos años después acabó por zanjar la polémica. b) Pascasio Radberto y las controversias eucarísticas: Monje primero y luego abad de Corbie, Pascasio Radberto (790-865) dio a luz entre el 831 y el 844 un texto de piedad eucarística bajo el titulo "De Corpore et Sanguine Domine". Sin poner en duda la presencia de Cristo en la eucaristía, Pascasio exponía puntos de vista muy personales en torno a la forma y el modo en que tal presencia se manifestaba en las especies eucarísticas. Cristo, venía a decir, se encuentra con su verdadera carne y sangre que se multiplican por la omnipotencia de Dios en cada consagración. Tal doctrina ha sido definida como realismo craso y frente a la que se levantaron de inmediato otros autores. Rábano Mauro, así, defendió una opción más espiritualista: la carne de Cristo se obtiene mediante la fe. En la polémica acabaron terciando también los propios Gottskalk y Ratramno y, sobre todo, el más singular personaje del Renacimiento carolingio: Escoto Eriúgena. c) Juan Escoto Eriúgena: Los dos gentilicios que acompañan a su nombre de pila indican el origen irlandés del personaje (c. 810-c. 877) aunque no sepamos nada de su familia ni del lugar concreto de su nacimiento. Hacia el 847 le encontramos en la corte de Carlos el Calvo, posiblemente formando parte de la nutrida colonia irlandesa de Laón. Como reputado teólogo se solicitó su opinión en las mas arduas disputas doctrinales del momento aunque, como ocurrió con el tema del predestinacionismo, sus soluciones disgustaron a todos los contendientes. Su notable bagaje de cultura griega le capacitó para emprender traducciones del pseudo Dionisio, Máximo el Confesor y Gregorio de Nisa. Y, sobre todo, le puso en trance de redactar una magna obra: "Periphyseon" o "De divisione naturae". Obra que a los investigadores del siglo XIX les permitió conocer una Edad Media muy distinta de la que hasta entonces se había imaginando. La leyenda sobre Escoto le ha presentado bajo los signos del panteísmo y del naturalismo. Para Escoto, la naturaleza se manifiesta de cuatro formas distintas: la naturaleza que crea y no es creada (Dios como causa suprema de todo), la naturaleza que es creada y crea (las ideas como causas primordiales de todas las cosas), la naturaleza que es creada y no crea (los seres sometidos a la generación de tiempo y lugar) y la naturaleza que no crea y que no es creada (Dios como fin último de todas las cosas). La diversificación de la naturaleza acaba tendiendo a la reunificación. En ese proceso de descenso y ascenso posterior se encuentra el hombre. Su salvación -retorno al Creador- es posible mediante el conocimiento. No se trata, sin embargo, de un conocimiento en el sentido racional de la expresión sino de un conocimiento identificado con la fusión en Dios de toda la naturaleza creada. Los rivales de Escoto pudieron acusarle de estar defendiendo, frente a Gottskalk, una especie de predestinación sólo para la salvación con lo que se ponía en duda la posibilidad de condenación y, consiguientemente, la existencia de un lugar en el que esta tuviera efecto. Los argumentos de Escoto -existencia de tormentos mas espirituales que materiales- no parecieron convincentes a sus contradictores. El autor del "Periphyseon" acabaría anatematizado y como una figura genial pero aislada.
contexto
Los Apalaches por el este y la Gran Cuenca por el oeste delimitan un inmenso territorio de tierras templadas, muy fértiles, denominado por algunos investigadores como Grandes Llanuras. Tradicionalmente, esta fue una región de pastizales que no tenían fin, donde prevaleció el bisonte hasta la etapa de superposición occidental, pero también otros animales de menor tamaño, como venados, conejos y una amplia variedad de roedores. Existe, no obstante, una fuerte variación ecológica de norte a sur y de este a oeste en esta inmensa región. La riqueza alimenticia de estos pastizales, el tamaño del territorio, y la variedad de las comunidades asentadas en ella, hizo que la caza y la recolección de semillas y tubérculos fuera su actividad principal, mientras que la agricultura fue un sistema de subsistencia marginal hasta la llegada de los europeos. Hacia el 900 d. C., la zona se incluyó en la órbita de influencias de la región de los Bosques, iniciándose la construcción de montículos y centros fortificados en las fértiles llanuras, promovida en parte por la expansión del sistema agrícola de la Tradición Mississipeña. Con todo, gran parte de la etapa ha estado definida por comunidades seminómadas, por lo que los restos de su cultura material son muy escasos.