Desde el comienzo del reinado de Fernando VII, a partir de 1808 y hasta 1814, podemos distinguir un primer periodo muy rico e intenso en acontecimientos, en el que cabría analizar tres planos diferentes. Por una parte, la Guerra de la Independencia, que estalla como consecuencia de la invasión de la Península por parte de los ejércitos napoleónicos y de la resistencia que inmediatamente oponen todos los españoles. Por otra parte, el desarrollo de la España afrancesada, regida por la nueva Monarquía de José I, impuesta por Napoleón, con sus proyectos, sus reformas y sus dificultades. Por último, las Cortes de Cádiz, ese proceso de profundos cambios legislativos que tiene lugar en la única ciudad abierta que quedó en España, y a la que fueron a reunirse los representantes de la soberanía española para llevar a cabo la más impresionante labor de reforma que hubiera tenido lugar jamás en España y que, en su conjunto, puede considerarse como una auténtica revolución. La finalización de la Guerra de la Independencia y la vuelta de Fernando VII en 1814, dio lugar a la anulación de todas las reformas y al retorno de la vieja Monarquía absoluta, como si nada hubiese ocurrido desde 1808. Esta primera restauración de Fernando VII como monarca de plena soberanía, se mantendría durante seis años -El sexenio absolutista- hasta el triunfo de los defensores de la Constitución de 1812. En efecto, en 1820, el triunfo de la Revolución liberal, encabezada por el comandante Riego, abrió un nuevo periodo de tres años -Trienio Constitucional- en el que Fernando VII se vio obligado a acatar la Constitución y a reinar de acuerdo con los principios aprobados durante la reunión de las Cortes de Cádiz. Finalmente, y gracias a la ayuda que el monarca español recibió por parte de las potencias de la Santa Alianza, materializada por la intervención de un ejército francés comandado por el duque de Angulema, se restauró por segunda vez la Monarquía absoluta en España en 1823. Es la última etapa del reinado de Fernando VII, que se prolongará a lo largo de diez años -La ominosa década- hasta su muerte en 1833. La muerte de Fernando VII abriría una nueva etapa en la Historia de España Contemporánea en la que, eliminadas definitivamente las trabas que impedían el triunfo de las nuevas ideas, el liberalismo acabaría por imponerse, dando así por cerrado ese proceso de la crisis del Antiguo Régimen.
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A pesar del generalizado atraso técnico de la agricultura del XVI, que tenía a los cereales como máximos protagonistas en casi todas partes, en función de las diferencias climáticas y edafológicas y de la diversidad de factores de índole socio-económica, sería inadecuado hablar de una sola Europa agraria, y más bien debería hablarse de las Europas agrarias, en plural. Bien entendido que las diferencias no sólo vinieron impuestas por las circunstancias naturales, sino también por las propias condiciones del mercado. El mundo mediterráneo continuó observando una abrumadora primacía de la agricultura extensiva de secano, con predominio de la producción del cereal basada en la rotación trienal. Los otros dos elementos de la clásica tríada, el olivar y la vid, conocieron también un período de expansión. Las tierras de regadío eran escasas, limitándose a huertas situadas en los límites de las poblaciones. En el Levante mediterráneo español los moriscos conservaron las técnicas de regadío de sus antepasados musulmanes. En Castilla, la política proteccionista de la ganadería trashumante, fundada en los fines fiscales de la Corona y beneficiosa para los intereses de los grandes exportadores de lana, representó un límite a la expansión de los cultivos, lo que forzó continuas importaciones de grano. No obstante, el proteccionismo ganadero fue cediendo a los intereses agrícolas a lo largo del siglo. En Francia, como en España, el aumento de la población después de la guerra de los Cien Años tuvo como efecto la nueva puesta en explotación de tierras abandonadas, generalmente áreas marginales de dudosa calidad, lo que repercutía negativamente en los rendimientos potenciales. En Italia pueden observarse grandes diferencias regionales. El norte, más urbanizado, dependía también de las importaciones de grano. En cambio el sur, y particularmente Sicilia, era exportador neto de trigo a diversas zonas de Europa. Las ciudades norteitalianas consumían la producción agraria de su próspero entorno, pero debían compensar sus déficits, para asegurar el abastecimiento, con importaciones procedentes de ámbitos cercanos, como la propia Sicilia, o lejanos, como las llanuras húngaras, la región del Mar Negro o Turquía. En general, y salvando los grandes matices regionales, al hablar de la agricultura mediterránea prevalece la imagen de una actividad técnicamente atrasada, dependiente de ciclos de rotación trienal que dejaban amplias zonas en barbecho, y de bajos rendimientos. La ratio de productividad del trigo, producto al que se dedicaba la mayor parte de la tierra cultivada al constituir el pan la base de la dieta alimenticia de la población, no solía sobrepasar la proporción 1/5, es decir, que por cada grano sembrado podía esperarse, en el mejor de los casos, recoger el quíntuplo. Ello apenas aseguraba excedentes a los campesinos. La producción, a menudo, sólo era rentable a costa de la concentración de la propiedad, lo que generaba grandes desequilibrios sociales entre ricos terratenientes y campesinos asalariados. En Inglaterra y los Países Bajos, por el contrario, se constatan importantes progresos hacia un tipo de agricultura más avanzada. En el primero de estos países asistimos a los primeros compases serios de un fenómeno iniciado en los siglos anteriores: los "enclosures" o cerramientos, que comenzaron lentamente a sustituir el clásico paisaje de "openfields" o campos abiertos. Ello conllevó algunas consecuencias sociales negativas, al exigir esta nueva organización de la producción agraria un proceso previo de concentración de la propiedad, que determinó la ruina de parte del pequeño campesinado. Sólo los "landlords" terratenientes o los "yeomen" (campesinos libres) más poderosos estuvieron en condiciones de redondear sus propiedades y levantar cercados. Este nuevo tipo de organización surgió a impulsos de la demanda de lana para la industria textil inglesa, como forma de intensificar la producción ovina. Se subordinaba así a los intereses ganaderos la producción de alimentos, lo que hizo temer seriamente a las autoridades (las "ovejas que se comían a los hombres", de Tomás Moro). Sin embargo, los "enclosures" representaron a la larga una cierta racionalización de la producción agraria, puesto que lograron una más eficaz asociación entre agricultura y ganadería al introducir en el sistema de rotación el cultivo de plantas forrajeras y al eliminar los barbechos estériles. De todos modos, el avance de los cerramientos puede cifrarse en tan sólo un 10 por 100, aproximadamente, en el transcurso del siglo XVI, y fue necesario esperar a los siglos siguientes para comprobar sus auténticas consecuencias. En los Países Bajos se ganaron importantes extensiones de terreno al mar para dedicarlas a la agricultura. La prosperidad de la economía urbana permitió en esta zona liberar recursos y mano de obra para emplearlos en la industria y el comercio, así como comprar regularmente trigo y carne en el exterior. Las técnicas agrarias mejoraron, como también los beneficios del campo, lo que unido a la práctica ausencia de un sistema feudal alimentó el nacimiento de una próspera burguesía agraria. Los Países Bajos fueron una de las pocas áreas que asistieron a la introducción de nuevos cultivos, especialmente plantas comerciales, como el lino, destinadas a servir de materia prima en la industria urbana. En Europa central el cultivo del viñedo alcanzó un notable desarrollo en las cuencas del Rin y el Main. También en ciertas partes de Alemania se cultivaron plantas industriales. En cualquier caso, el cereal constituyó el cultivo dominante. Desde el punto de vista social, mientras al oeste del Elba el tránsito del Medievo a la Edad Moderna representó la constitución de un campesinado libre, al este de dicho río se recrudecieron las condiciones de dependencia servil del campesinado respecto a los propietarios feudales. En el área báltica predominó también un tipo de agricultura extensiva basada en el cultivo del cereal. En Polonia, la nobleza terrateniente aprovechó las grandes posibilidades de beneficio derivadas de la gran demanda occidental de trigo para sujetar al campesinado a nuevos lazos de servidumbre. En la Europa nórdica la actividad agraria estaba limitada por las duras condiciones del clima. Quizá por ello la producción cerealística fue pobre y, en cambio, la ganadería obtuvo un gran desarrollo.
obra
La eterna decisión entre el vicio y la virtud parece estar presente en esta estampa en la que Goya nos muestra a un hombre dudando si acompañar a la mujer que le agarra del brazo o al clérigo que se sitúa en la derecha. Ninguna de las dos opciones tiene un futuro halagüeño para el personaje.
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Los españoles, portugueses e ingleses siguieron realizando nuevas exploraciones a las Indias hasta 1506, fecha en que el advenimiento de doña Juana a la Corona de Castilla marca una nueva etapa. Entre los viajes españoles sobresalieron los de Vélez de Mendoza-Guerra, el de Bastidas y, principalmente, el cuarto y último viaje del Almirante. El de Vélez de Mendoza y Luis Guerra en 1500 plantea varios enigmas, pues no se sabe en realidad hasta dónde llegó. Siguió la ruta España-Cabo Verde-Brasil. Es seguro que estos marinos navegaron por la costa brasileña, pero se ignora si alcanzaron el Río de la Plata, como algunos pretenden. Más conocido es el viaje de Rodrigo de Bastidas y Juan de la Cosa, realizado el año 1501. El primero era un escribano de Triana a quien le atrajeron los descubrimientos. Se asoció con el cartógrafo para realizar una expedición de descubrimiento y rescate. Capitularon con la Corona el 5 de junio de 1500, que les impuso la condición de no ir a "las islas e Tierra Firme que hasta aquí son descubiertas por el Almirante don Cristóbal Colón e por Cristóbal Guerra, ni de las que son descubiertas o se descubrieren antes que vos (saliéredes)", lo que demuestra la sistemática del plan de la monarquía. Partieron de España en marzo de 1501 con dos carabelas y siguieron la ruta del tercer viaje, arribando a la costa venezolana. En ella repitieron el itinerario de Ojeda hasta el cabo de la Vela, desde donde empezaron a descubrir la actual costa atlántica colombiana. Avistaron por vez primera la bahía de Santa Marta, bocas del Magdalena, bahía de Cartagena y finalmente el golfo de Urabá, que cruzaron, adentrándose en la costa atlántica panameña. Allí, en Puerto Escribanos, comprobaron que los navíos no podían continuar navegando, pues la broma (un molusco lamelibranquio del Caribe) había perforado las cuadernas, originando numerosas vías de agua. Intentaron alcanzar La Española, naufragando al llegar. Bastidas regresó desde aquí a España. De este viaje quedó el descubrimiento del resto de la Tierra Firme hasta Panamá, con lo que quedaba completo el tramo continental suramericano desde Brasil hasta Panamá. También Portugal desarrolló una gran actividad descubridora, como dijimos. La protagonizaron los hermanos Corté Real y Amérigo Vespucci. Gaspar Corté Real, poblador de las Azores, zarpó de Lisboa en el verano de 1500 dispuesto a encontrar la India continental colombina. Llegó a Terranova y regresó a fines de año. En octubre de 1501, Gaspar y su hermano Miguel salieron hacia el mismo objetivo. Arribaron a la península del Labrador, que bordearon, y volvieron a Terranova. Aquí se separaron: Miguel siguió hacia el sur y se perdió, mientras que Gaspar marchó a Portugal. También éste naufragó al año siguiente, cuando intentó encontrar a Miguel. Más importante fue el viaje realizado en 1501-02 por Amerigo Vespucci al servicio de Portugal. Era un florentino avecindado en España, que realizó cuatro viajes (1497-98, 1499-1500, 1501-02, y 1503-04) de los que son muy dudosos el primero y el último. El segundo lo realizó en compañía de Ojeda y La Cosa, como vimos. En cuanto al tercero, que es el que aquí nos interesa, lo patrocinó don Manuel el Afortunado. Vespucci zarpó de Lisboa en mayo de 1501 con tres naves. En agosto arribó a Brasil, posiblemente en la costa de Ceará o en Río Grande del Norte. Desde allí siguió costeando hacia el sur en busca de un estrecho. Recorrió todo el litoral brasileño y luego, según algunos, la costa actual argentina. En realidad nadie sabe hasta dónde llegó, ni cuándo emprendió el regreso. Lo único cierto es que Vespucci había comprendido que aquella tierra pertenecía a un continente distinto de Asia, que se iba adelgazando hacia el sur, donde quizá estaría el estrecho que comunicaba el mar que iba a la China. En cuanto a los ingleses, patrocinaron la expedición de Sebastián Gaboto, hijo de Giovanni Gaboto. Salió en varias naves con 300 hombres, el año 1503 y con intención de establecer una colonia en la zona septentrional de América. Parece que arribó a la península del Labrador, desde donde regresó a Inglaterra por no haber encontrado un lugar apropiado para su propósito. A Sebastián Gaboto se le atribuye también otro viaje a la bahía del Hudson en 1516. Pero el más notable de los viajes de esta etapa fue, como dijimos, el de don Cristóbal Colón, que puso epílogo a sus descubrimientos y prácticamente a su vida. Recibió orden de prepararlo en 1501, después de casi tres años de inactividad marinera. Su objetivo era encontrar el estrecho que separaba las tierras firmes del norte y del sur, plasmadas ya en el mapa de La Cosa, y que debía estar en lo que hoy es Centroamérica, al norte de Puerto Escribanos, a donde había llegado Bastidas. Colón pensaba que existía, no porque hubiera comprendido al fin que había descubierto un continente, sino porque Marco Polo había salido del Catay por mar y navegado hacia el Poniente. La autorización real para el viaje se dio el 14 de marzo de 1502. Colón tenía orden de no tocar en la isla Española (salvo al regreso, cuando se consideraba que quizá fuera necesario), y de evitar la captura de esclavos. Se prepararon cuatro carabelas en las que se embarcaron 140 hombres, uno de ellos su hijo Hernando Colón, que nos narraría el viaje. El Almirante se sintió rejuvenecer el 9 de mayo de 1502 (debía tener unos 51 años), cuando dio la orden de desatraque en el puerto de Cádiz. La travesía atlántica fue ya rutinaria y arribó a Martinica el 15 de junio. De aquí fue a Dominica y a Santo Domingo, pues deseaba cambiar una embarcación que iba mal, pero el gobernador Ovando le impidió desembarcar, acorde con las órdenes reales. Colón capeó luego un enorme huracán en la desembocadura del río Jaina y siguió a Jamaica y a la costa sur de Cuba. Desde aquí puso rumbo sureste hasta la isla Guanaja, en el golfo de Honduras. En vez de seguir al norte, lo que le habría llevado a los territorios maya y azteca, se dirigió al este y sur, buscando el paso interoceánico. Costeó Honduras con muy mal tiempo, y después Nicaragua y Costa Rica. Al entrar en la costa panameña comprobó que los rescates de oro eran más valiosos, lo que le pareció natural, pues creía estar en Ciamba (Indochina). En Chiriquí pensó que estaba cruzando el estrecho que le conducía al verdadero mar de la india. Veragua, donde recaló tres meses para buscar oro, lo consideró ya el Quersoneso, a sólo unas jornadas del río Ganges. El 2 de noviembre, arribó a un buen puerto que denominó Portobelo y prosiguió hasta otro que bautizó como Puerto Bastimentos (Nombre de Dios), porque tenía numerosas sementeras. Aquí hizo acopio de provisiones. El viento contrario le impidió seguir navegando al sur. Regresó a Veraguas, donde quiso fundar una factoría el 6 de enero de 1503, convencido de su enorme riqueza aurífera. Entró con los buques en el río Belén e inició contactos con los indios por medio de su hermano Bartolomé. Un ataque indígena acabó con el plan. El 16 de abril Colón reanudó su travesía, nuevamente hacia el sur. Cruzó otra vez por Portobelo, Puerto Bastimentos y llegó hasta Punta Mármol, no muy lejos de donde Bastidas había dado por concluido su viaje. Con las dos naves que le quedaban, y en muy malas condiciones, intentó ir a Cuba, pero naufragó en Jamaica con los 116 supervivientes de la expedición. Allí terminó prácticamente su viaje, convencido de que esta vez había alcanzado las espaldas de la mismísima India. Su aportación fue extraordinaria, no obstante, pues descubrió la costa atlántica centroamericana y enlazó casi con el tramo continental hallado por los viajes de descubrimiento y rescate, con lo que quedaba demostrado que no había paso desde Brasil hasta Honduras. Las desventuras del Almirante no acabaron en Jamaica, sin embargo, sino que se recrudecieron. Los expedicionarios quedaron como náufragos en la bahía de Santa Gloria, al norte de la isla, donde construyeron una empalizada para defenderse de los indios. El Almirante envió a Diego Méndez y seis marineros a pedir socorro a la cercana (?) isla Española. Méndez y sus compañeros cogieron unas canoas, les pusieron unas quillas postizas y unos mástiles con velas, y se lanzaron al mar. Por increíble que parezca, arribaron milagrosamente a la Española después de cinco días y cuatro noches de navegación ininterrumpida. Tras una buena caminata llegaron a presencia del Gobernador Ovando, quien se limitó a enviar una carabela para ver si Colón vivía aún, pero sin dar la orden de rescatar a los náufragos. El Almirante se hallaba muy enfermo y casi siempre en el lecho, lamentándose de sus desgracias, que plasmó en ese famoso escrito que es la "Lettera Rarísima". Tuvo que hacer frente a una rebelión indígena (que dominó amenazando a los naturales con un eclipse lunar, que se produjo en efecto) y a un motín de gran parte de sus hombres, dirigidos por los hermanos Porras. Todas aquellas desgracias acabaron al fin, cuando apareció Diego Méndez con una carabela que había logrado fletar en Santo Domingo y rescató de aquella playa maldita a los sobrevivientes. Era el 28 de junio de 1504. Tras unos meses de restablecimiento en Santo Domingo, Colón partió para España a donde arribó el 7 de noviembre de 1504. Su último viaje había durado dos años y medio. El Almirante seguía enfermo y no pudo moverse de Sevilla hasta 1505. A las dos semanas de su arribo supo la noticia de la muerte de la reina Isabel (26 de noviembre de 1504), con lo que se quedó sin su gran valedora. Sus finanzas no andaban bien y reclamó sus derechos al rey Fernando, quien accedió a recibirle en Segovia. Se entrevistó con el monarca en la primavera de 1505, pero en un mal momento. Fernando el Católico estaba entregando la regencia de Castilla (y con ella los problemas de Indias) a su hija doña Juana y a su marido don Felipe. Meses después arribaron a España los nuevos reyes y Colón les envió unas cartas con su hermano, pidiéndoles audiencia. El Almirante pasó muy mal aquel invierno en Valladolid y falleció el 20 de mayo de 1506. Su muerte pasó prácticamente desapercibida en el país al que le había dado un horizonte ilimitado en un nuevo continente. Lo más trágico es que Colón se murió sin saber realmente lo que había descubierto, extraña paradoja para un descubridor.
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La plata continuó siendo durante todo el siglo XIX el principal mineral explotado en América Latina. Pese al duro golpe que supuso la emancipación, el sector se recuperó más o menos rápidamente a partir de mediados del siglo XIX, gracias a fuertes inversiones de capital, especialmente proveniente del extranjero, que permitieron importar una tecnología extractiva mucho más eficiente y mejorar las comunicaciones (fundamentalmente ferrocarriles), reduciendo el precio de venta del producto en los puertos exportadores. En México y Perú los inversores más importantes fueron los norteamericanos y británicos. Sus inversiones habían comenzado después de la independencia, pero salvo algún caso aislado, como el de la compañía anglo-mexicana Real del Monte, no habían logrado tener éxito durante la primera mitad del siglo. En Bolivia fueron los "patriarcas de la plata", prohombres locales sostenidos por financieros chilenos y británicos los que hicieron posible ese crecimiento. En los últimos años del siglo, la producción de México, Perú y Bolivia alcanzó los mejores resultados desde la época colonial. Las exportaciones de plata fueron considerables y muy pronto México se convirtió en uno de los mayores productores mundiales. Con 7.500.000 libras esterlinas, la plata significó el 60 por ciento del total de exportaciones mexicanas en 1898. En Bolivia supusieron 1.500.000 libras y el 70 por ciento del total en 1897 y en Perú un millón de libras. Pero muy rápidamente la producción de Bolivia y Perú se estancó, entre otras razones por el avance del patrón oro en casi todo el mundo y el consiguiente abandono de la plata como metal de amonedación. A lo largo del siglo XX, la extracción de otros metales, como el cobre y el estaño, reemplazarían en América del Sur a la producción de plata como la principal actividad minera. El salitre también jugó un papel importante. En Chile, los yacimientos salitreros habían sido el botín más importante de la guerra librada contra la alianza peruano-boliviana, a partir de 1879 y que permitieron mitigar los efectos de la crisis de 1873. Su principal utilidad era la de ser un excelente fertilizante de gran demanda por la agricultura europea, pero también destacaba por ser un importante insumo en la fabricación de pólvora. La producción salitrera dominó claramente dentro de las exportaciones chilenas hasta la Gran Crisis de los años 30. Sin embargo, la finalización de la Primera Guerra Mundial y el desarrollo de fertilizantes sintéticos en Alemania supondrían el comienzo del declive del sector. Gracias al salitre crecieron ciudades del norte de Chile, como Iquique o Antofagasta de varios miles de habitantes. El abastecimiento de alimentos y otros productos manufacturados a estas zonas mineras permitió un espectacular crecimiento económico en toda la región del Valle Central. Después de la guerra y del desplome del salitre que afectó básicamente a Chile pero también al Perú, su lugar sería ocupado por el cobre. En Perú, fue la compañía norteamericana Cerro de Pasco Copper Corporation la que controló la explotación a gran escala de los yacimientos del Cerro de Paseo. Allí, a más de 4.000 metros de altura, surgió un complejo minero-industrial dotado de la más moderna tecnología. Una obra maestra de la ingeniería que gracias al ferrocarril pudo unir el centro minero con el puerto de El Callao, salvando enormes accidentes geográficos. En Chile, donde encontramos los yacimientos de cobre a cielo abierto más grandes del mundo, fueron también los capitales norteamericanos quienes controlaron las explotaciones. Gracias a fuertes inversiones y a la incorporación de la más moderna tecnología la producción cuprífera chilena creció de forma acelerada. De las casi 30.000 toneladas anuales de 1905, se pasó a 40.000 en 1910, a más 100.000 durante la Primera Guerra y a casi 200.000 en 1925. Bolivia había vivido bajo el signo de la expansión de la minería de la plata, en torno a Potosí y Oruro, pero a partir de 1900 el estaño pasó a dominar totalmente la escena, después de que se produjera el desplome de los precios de la plata en los mercados internacionales. La expansión minera se realizó con capital boliviano, procedente en buena parte de los grandes comerciantes y de la aristocracia terrateniente del valle de Cochabamba, uno de los graneros del país. De allí eran Aniceto Arce, presidente de la república entre 1888 y 1892, y Simón Patiño, dos de los mineros más exitosos, aunque de diferente extracción social y uno se dedicara a la plata y el otro al estaño. junto con Arce, Gregorio Pacheco y la familia Aramayo fueron los líderes del crecimiento minero iniciado a partir de la década de 1860. Los mineros alcanzaron un importante poder social y político y se constituyeron en una de las más sólidas oligarquías del país y pronto exigieron un gobierno civil estable, más adecuado para la marcha de sus negocios, y ferrocarriles con los cuales exportar sus productos. Fue en la década de 1870 cuando comenzó a llegar capital extranjero. Como bien señala Herbert Klein, en la segunda mitad de la década la minería había alcanzado los standards internacionales de capitalización, tecnología y eficiencia. El paso de la plata al estaño provocó cambios en la elite minera y el ascenso de un nuevo grupo empresarial y una invasión de compañías extranjeras. El control del sector recayó en manos bolivianas, como Patiño, Avelino Aramayo o Mauricio Hochschild, un minero extranjero afincado en el país, que terminarían creando grupos empresariales sumamente poderosos. La minería había alcanzado un avanzado nivel tecnológico, por lo que, tras la crisis de la plata, se pudo transferir al otro metal, el estaño, los recursos y la tecnología disponible. En el período conservador se construyó la infraestructura necesaria para comunicar los yacimientos mineros con el mar, gracias a la existencia de transporte barato, y comenzó la exportación a gran escala del metal. La coyuntura fue favorable, al añadirse el agotamiento de los yacimientos europeos y las nuevas demandas industriales para el estaño. El desarrollo una minería moderna supuso nuevas demandas de fuerza de trabajo y de alimentos, lo que permitió la reactivación de la agricultura comercial y de las haciendas tradicionales. La construcción ferroviaria abrió nuevos mercados, abastecidos por regiones hasta entonces marginales. La Primera Guerra Mundial fue un duro golpe para los mineros, que vieron como la contienda afectaba al sistema comercial internacional y al flujo de capitales que garantizaba las inversiones en el sector. En la década de los 20 se produjo una importante reactivación de las exportaciones del estaño, pero la crisis de los años 30 sería dura, ya que los precios del estaño cayeron de 917 dólares por tonelada en 1927 a 385 en 1932 y los ingresos aduaneros también sufrieron un proceso semejante. Allí comenzó la decadencia del sector minero y de las grandes haciendas que habían vinculado su producción al anterior. A partir de los años 20 las explotaciones petrolíferas, que habían estado dispersas por el continente, comenzaron a concentrarse en grandes centros productores. El país que marchaba a la cabeza era México, seguido de Venezuela, Colombia y Perú. En plena revolución mexicana, el petróleo se convirtió en el principal producto de exportación. Las compañías inglesas y norteamericanas lograron mantener en funcionamiento, desde el puerto de Tampico, todo el sistema de transporte y comunicaciones que garantizaba la continuidad de las exportaciones del petróleo mexicano. En la Venezuela de Juan Vicente Gómez, la costa de Maracaibo se cubrió de torres de perforación y de pozos de explotación, al tiempo que en la vecina Curaçao, la Royal Dutch Shell, una compañía de capital anglo-holandés, instaló refinerías para obtener combustibles a partir del crudo venezolano. Las compañías norteamericanas, entre las que destacaba la Standard Oil, refinaban en los Estados Unidos. En Colombia, Perú y hasta en Argentina (donde una empresa estatal, Yacimientos Petrolíferos Fiscales, tenía un lugar destacado en la explotación), la producción crecía muy lentamente.
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El funcionamiento de las exposiciones, unido a la consideración social del arte propia de la época, termina por convertir a estos certámenes en uno de los acontecimientos socioculturales más definitorios del siglo. Se justifica así, sobradamente, la protección oficial, puesto que "la civilización -argumentaba en 1867 un conocido crítico e historiador, Manjarrés- reconociendo en el arte uno de los elementos más importantes para el desarrollo del espíritu humano hacia la perfección de la sociedad del individuo, ha exigido de los pueblos que han querido verse favorecidos por ellas, la celebración de certámenes públicos con el objeto de fomentar y proteger el cultivo de todas las formas que principalmente reviste. En el arte literario y en el tónico ha prevalecido el certamen, en el lineal o plástico ha debido hacerse extensiva la significación de la palabra a la exposición". No es extraño, pues, que de acuerdo con el espíritu de la época, las críticas de las exposiciones estén plagadas de referencias nacionalistas aludiendo al renacer o consolidación de las grandezas de España, tanto por lo que atañe al progreso, en sentido estrictamente artístico, como a la esencia de la misma nación española. Referencias tanto más frecuentes cuanto más de actualidad esté el mismo sentimiento nacionalista. Así, en los años cincuenta, coincidiendo con su eclosión y con la celebración de los primeros certámenes, Amador de los Ríos no tiene ningún reparo en proponer como norte de estas manifestaciones el doble objeto de la rehabilitación del sentimiento patriótico y del renacimiento del mismo arte. Lo mismo sucede a finales del siglo, cuando, según la opinión más extendida, frente a la crítica situación interna y los reveses exteriores, sólo los éxitos artísticos nacionales e internacionales mantenían vivo el nombre de España, justificando el grito exultante -¡aún hay patria!- de Manuel Fernández Carpio al contemplar la Exposición Nacional de 1897. Por lo mismo, las exposiciones no pueden olvidar la dimensión social del arte -ese preceptivo hacer atractiva la virtud y odioso el vicio heredado de la Ilustración- que debía de ser tanto más explícito cuanto que se trataba de manifestaciones sufragadas por el Estado, por el erario público. Al menos, así lo entiende el positivista Tubino con un razonamiento repetidamente citado por su claridad: "Una de dos, o el arte puede vivir por sí, en libertad, con independencia completa del gobierno, o necesita la estufa de su protección. Si lo primero, el artista pinta lo que cree más conveniente, si lo segundo, el artista tiene que pintar lo que al común de los asociados convenga de mayor agrado. Paréceme que cuando en España hay millones de criaturas que no saben leer, seria más patriótico crear una escuela primaria, facilitar la instrucción a los habitantes de los campos, que no comprar cuadros si se recomiendan no más que por la habilidad con que están pintados". Argumento que tendrá una decisiva influencia en la valoración de los géneros y, consiguientemente, en el futuro de las mismas exposiciones e, incluso, en el desarrollo del gusto artístico, adelantando su manifiesta aversión a las vanguardias, tan alejadas por su cientifismo y especialización de la sobrevaloración del asunto tan latente en el arte español.
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En agosto de 1851, un periódico parisino, "La Ilustración", resaltaba la falta de representación española en la Exposición Internacional de Bellas Artes de Bruselas con el lacónico título de "¡España ya no existe!". Medio siglo más tarde, en 1899, un conocido crítico madrileño, en medio del desencanto generalizado tras la serie de reveses internacionales cosechados por España, sólo salvaba el arte, hasta el punto de sostener que "por los pintores, únicamente por ellos, seguimos viviendo en Europa". ¿Cómo se explica este cambio? ¿Cómo fue posible el resurgir del arte español? Para los contemporáneos sólo había una razón: Las Exposiciones Nacionales, una de las cuales, precisamente la última del siglo, la de 1889, propició el comentario anterior de Luis Pardo. El Diccionario de la Real Academia define la voz exposición, en su cuarta acepción, como "manifestación pública de artículos de la industria y artes para estimular la aplicación". Si se añaden la periodicidad en la convocatoria y los premios como reconocimiento al mérito de las obras, se explica la misión que el pintor, crítico y teórico José Galofré atribuía a las exposiciones artísticas en 1852: "Dar a conocer obras que acaso quedarían desapercibidas; formar la reputación de los artistas; elevar el crédito de las nobles artes; despertar la afición a los rasgos del heroísmo y, en una palabra, contribuir altamente a la gran obra de la civilización que tan viva y relevantemente tiene por objeto el sublime encantador arte de Apeles. Las exposiciones son un concurso, una lid de la inteligencia". En consecuencia, las exposiciones se pueden definir como certámenes públicos, periódicos, competitivos y didácticos, con premios como reclamo para favorecer la participación o reconocimiento de las obras de mayor calidad. Las primeras manifestaciones conocidas, aparte de variadas, no tienen un sentido estrictamente artístico, sino que coinciden o completan otras actividades tan diversas como celebraciones religiosas, sucesos, conmemoraciones bélicas, ferias u otros actos festivos. En el mundo griego y, sobre todo, en el romano estuvieron ligadas a acontecimientos como las entradas triunfales de los generales y la exhibición de los botines conquistados. En cambio, en la Edad Media y el Renacimiento están más relacionadas con solemnidades religiosas, como las de Saint-Denis en París, el Santo en Padua y el Corpus en España. A medida que pasa el tiempo su carácter religioso cede en favor del sentido artístico, como las exhibiciones en las plazas del Panteón de Roma o el Delfín de París, verdaderos bancos de prueba para los artistas noveles. Con la institución de las Academias las exposiciones van a adquirir un nuevo significado, tanto por tener una regularidad y un ordenamiento jurídico para su celebración como por su carácter oficial, que les acerca a las que se celebrarán posteriormente en el siglo XIX. Coincidían, en principio, con la entrega de premios, con los catorce días que permanecía abierta dicha institución para que el público en general pudiera contemplar las obras premiadas. Poco a poco, estas manifestaciones se van enriqueciendo con la participación de los profesores, con copias de las obras maestras realizadas por los alumnos más aventajados, con envíos de academias de provincias e, incluso, con la presencia de obras de artistas famosos, como homenajes postreros cual el de Mengs en 1874. El paso definitivo hacia las exposiciones modernas lo dan los salones franceses, pues aparte de favorecer la profesionalización y competitividad de los artistas con sus reglamentos, jurados, premios y adquisiciones oficiales, facilitan la intervención del público entendido y la aparición de la crítica especializada, como determinantes de la jerarquía y calidad de los artistas, que deben revalidar en cada certamen. Con ello, además de contribuir a una mayor integración entre arte y sociedad, permiten que el público pase de ser un mero sujeto pasivo de la obra de arte, en su papel tradicional de mecenas o coleccionista, a jugar un papel activo en la función y valoración artística. Sin olvidar que contribuyen, además, a la consideración de la obra de arte como un producto económico, con lo que se consagra, también en este campo, el principio del mercado libre, tan característico del mundo contemporáneo. Se llega así a las exposiciones modernas, donde intervienen, de una manera decisiva, el principio de igualdad de oportunidades, tanto para el artista-expositor -puede presentar u ofertar libremente toda una serie de productos u obras- como para el cliente-comprador -puede confrontar o elegir de acuerdo con la relación calidad-precio-gusto propio-, el dinero, como elemento regulador del proceso y la profesionalidad del expositor, obligado a dar el máximo de sí, ya que, al no disponer de asociaciones u organismos gremiales que protejan su trabajo y aseguren su comercialización, depende por entero de la calidad y competencia de su trabajo. Aparte de permitir la constatación de uno de los paradigmas del siglo, el progreso, nuevo "idolum seculi", sustituto de la religión, y tren de la libertad, según la conocida metáfora del utópico Proudhon. Las exposiciones son, en consecuencia, la respuesta a los ideales de libertad e igualdad esgrimidos continuamente en todas las manifestaciones del siglo XIX. Por ello, es tan explicable como significativo que, en su versión moderna, se haga coincidir su nacimiento con la Revolución Francesa que "redimió al hombre -escribe Fernández de los Ríos en 1878- abriéndole una nueva vía en que cada paso quedó señalado con una invención o descubrimiento, y en que la industria, el comercio y las bellas artes salieron de su estancamiento. La Revolución que también quizá, respondiendo a una necesidad, consecuencia de aquel desarrollo, organizó en 1798 la primera Exposición para celebrar la fundación de la primera República". Es igualmente notable que en España no comiencen a celebrarse de una forma generalizada y moderna hasta la segunda mitad del siglo XIX. Precisamente el momento en que empiezan a ser una realidad la desaparición definitiva del antiguo régimen y la aplicación de los principios democráticos de libertad e igualdad.
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Acontecimientos concebidos como escaparate público para dar a conocer los adelantos de la industria, el comercio y las artes, las Exposiciones Universales tuvieron como punto de referencia original diversas muestras que, con ese objetivo pero de ámbito estrictamente nacional, venían celebrándose en algunos países. A partir de 1851 se internacionalizaron, tomando ese adjetivo de Universales, y se institucionalizaron como un acontecimiento periódico que se viene prolongando hasta nuestros días, tal como lo evidencia la Expo 92 de Sevilla. En realidad, vienen a ser una exhibición del poder industrial, comercial y creativo de los países participantes, así como un instrumento de proyección política y de imagen de la nación organizadora, que por espacio de varios meses se convierte en anfitriona de monarcas, jefes de estado y personalidades, al tiempo que receptora de un público millonario. El precursor de estas muestras fue François de Neufchâteau, ministro francés del Interior, quien tras impulsar la idea y la organización, el 19 de septiembre de 1798 inauguró en el parisino Campo de Marte una exposición de productos industriales y artesanos franceses, con la intención de que a partir de entonces tuviera carácter anual. Aunque este último objetivo no llegará a cumplirse, sí se seguirán organizando estas exposiciones nacionales con una cierta periodicidad: en 1801 y 1802, en los jardines del Louvre; en 1806, en la explanada de la Concordia; en 1818, 1819, 1823, 1827 y 1834, en la plaza de la Concordia, y en 1839, 1848 y 1849, en los Campos Elíseos. También en Inglaterra se habían celebrado algunas exposiciones de carácter local. Pero será Londres la ciudad que acogería por primera vez, en 1851, una "gran exposición de los productos de la industria de todas las naciones", bajo el auspicio del príncipe Alberto y la labor de un eficiente funcionario llamado Henry Cole. Para proyectar el local que alojaría el acontecimiento se recurrió a un genio autodidacta, Joseph Paxton (1803-1865), jardinero del duque de Devonshire en Chatsworth, quien, con gran experiencia en la construcción de invernaderos, imaginó el palacio de exposiciones como uno de éstos, si bien de enormes dimensiones: 563 metros de largo por 124 de ancho. Esta construcción presentaba como características originales un chasis y unos postes enlazados en su parte baja, resultando espectacular la cantidad de elementos incorporados: 3.300 pilares de hierro, 2.224 viguetas, 300.000 cristales y 205.000 marcos de madera. El conjunto resultante, con una superficie cubierta de 70.000 metros cuadrados, se reveló como un gran prefabricado, cuyos elementos podían desmontarse sin destruirse. El Crystal Palace de Paxton, calificado por algunos de sus detractores como el monstruo de cristal, fue catalogado durante mucho tiempo como obra maestra e, incluso, como una de las maravillas del mundo arquitectónico. Desgraciadamente hoy desaparecido a causa de un incendio, este palacio ejerció una decisiva influencia en la concepción de otros pabellones levantados en posteriores exposiciones universales. Este fue el caso de Nueva York, ciudad que en 1853 organizó la segunda muestra de estas características y que dispuso de un Crystal Palace basado en la idea de Paxton, con la novedad de presentar una gran cúpula de fundición. La edición correspondiente a 1855 se celebró en París, donde el arquitecto Viel levantó el Palacio de la Industria; un edificio concebido como réplica al de Londres; si bien su ancho duplicó largamente al de aquel, y en el que se emplearon grapas metálicas y cristal engastado. Hasta finales del siglo XIX, Londres y París se alternaron en la organización de estas exposiciones, destacando Francia en cuanto a las novedades arquitectónicas que presentaron los sucesivos certámenes. La Exposición Universal de París de 1889 contó con una Galería de Máquinas, construida según el proyecto del arquitecto Louis Dutert (1845-1906) y del ingeniero Contamin (1840-1893). Algo menor que el Crystal Palace londinense, huía del aspecto de invernadero y sus monumentales pilares descansaban sobre 40 pilastras de albañilería. La bóveda, cuya altura alcanzaba los 43 metros, cubría, sin ningún apoyo intermedio, una superficie de 4,5 hectáreas. El edificio despertó una expectación similar a la que en su día suscitara el pabellón de Paxton. Así la describió y valoró el arquitecto Jourdain: "La galería de máquinas, con su fantástica nave de 115 metros sin tirantes, su vuelo audaz, sus proporciones grandiosas y su decoración inteligentemente violenta, es una obra de arte tan bella, tan pura, tan original y tan elevada como un templo griego o una catedral". Años antes, en la edición también parisina de 1867, un joven ingeniero francés, Gustave Eiffel (1832-1923), se haría famoso por calcular y construir, junto con J. B. Kranz, otra Galería de Máquinas. Pero sería en la Exposición Universal de París ya citada de 1887, conmemorativa del centenario de la Revolución francesa, donde Eiffel lleva adelante otro ejemplo de la nueva arquitectura. Se trata de la famosa torre que tomó su nombre, una obra que sorprendió y desató entonces toda suerte de reacciones, negativas en su mayoría. Eiffel, experto en la construcción de puentes, estaciones de ferrocarril y edificios de hierro, ya había participado, con anterioridad a la realización de su torre, en la construcción de la estación de Pest (Hungría), en la de los almacenes Au Bon Marché de París y, tal como se hace referencia más arriba, en los cálculos del techo de la Galería de Máquinas de la Exposición de 1867. Asimismo, suya fue la ejecución de muchos puentes, entre los que destacan el del Duero, en Portugal, y el viaducto de Garabit, en Francia, de 165 metros de luz sobre las aguas del río Thuyére, como igualmente concebiría la estructura metálica que sustenta la estatua de La Libertad, en Nueva York. La construcción de la torre Eiffel, de 300 metros de altura, requirió, entre otros muchos números mayúsculos, la ejecución de 5.300 dibujos que detallaban las 18.038 piezas diferentes que integraban su estructura y cuyo ensamblaje requirió siete millones de remaches. Dos años de trabajo y un promedio de doscientos cincuenta obreros posibilitaron su finalización, cuya realidad trataba de rivalizar con los monumentos más altos del mundo. Una vez más, la innovación y la originalidad que suponía el emblemático proyecto de Eiffel propiciaron la proliferación de descalificaciones y de negros presagios. Ya desde el inicio de las obras, no faltaron especialistas y matemáticos empeñados en demostrar su seguro derrumbamiento cuando se alcanzaran los 228 metros de altura. Por otro lado, el 14 de febrero de 1887 las páginas de "Le Temps" publicaron un manifiesto titulado "Protesta de artistas", en el que se rechazaba su proyecto según los argumentos siguientes: "Escritores, escultores, pintores y amantes apasionados de la belleza hasta ahora intacta en París, venimos a protestar con todas nuestras fuerzas y con toda nuestra indignación en nombre del gusto francés despreciado y en el nombre del arte y la historia francesa amenazados, en contra de la erección en pleno corazón de nuestra capital de la inútil y monstruosa torre Eiffel. ¿Hasta cuándo la ciudad de París se asociará a las barrocas y mercantiles imaginaciones de un constructor de máquinas para deshonrarse y afearse inseparablemente? Pues la torre Eiffel, que ni siquiera la comercial América querría, es, no lo dudéis, la deshonra de París. Todos lo sienten, todos lo dicen y todos lo lamentan profundamente, y no somos más que un débil eco de la opinión universal, tan legítimamente alarmada". No obstante tan virulento ataque, la torre Eiffel vendría a convertirse, pesara a quien pesara, en el símbolo de la modernidad. Con ella, su autor demostró que el arte no era destruido por la técnica, sino que la técnica se limitaba a ofrecer nuevos recursos para el desarrollo del arte. Y así, habría poetas, como Cendrars, Apollinaire y Cocteau, que cantarían su belleza; pintores, como Delaunay o Seurat, que la plasmarían en sus cuadros, y escultores, como Duchamp-Villon, que verían en ella el anuncio de un nuevo concepto espacial.
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Los ejemplos de iglesias monásticas, así como el de la iglesia de los Apóstoles del Agora de Atenas, cercana en realización a la mencionada de Hosios Lukas o la de Nerezi en Yugoslavia, ya de 1164, revelan la constancia de un tipo arquitectónico que sobrevive en Rusia y los Balcanes a la caída de Constantinopla. Sólo va a estar sujeto a modificaciones de detalle, como la forma de los ábsides, la adición de uno o dos nártex, la incorporación o no de pórticos laterales abiertos... Su perdurabilidad se explica desde un punto de vista estructural, por la capacidad que ofrece de conferir una extraordinaria unidad al espacio interior, mientras que desde un punto de vista simbólico se vincula a la iglesia como imagen del mundo sensible, cuya forma cúbica reproduce; la cúpula, finalmente, figura la bóveda del cielo. Por todos estos rasgos, difiere la arquitectura bizantina de esta época de la del período anterior que culminaría en Santa Sofía. Igualmente difiere del arte de otros países del entorno, de Georgia y, especialmente, de Armenia; tanto por el uso de las plantas como por el propósito de estos últimos de descargar el peso de las bóvedas de piedra en arcos doblados, en arcos que se cruzan y en arcos formeros, que en Occidente desembocará en la arquitectura gótica. Las iglesias de piedra de Georgia y Armenia se distinguen también por su aspecto exterior, pues la escultura ocupa en ellas un lugar importante: en los tímpanos y muros de las fachadas, en las enjutas de las arquerías ciegas -recuérdense los magníficos bajorrelieves de la iglesia de la Santa Cruz de Aghtamar-. Los bizantinos, por su parte, preferirán los efectos de la policromía que obtienen a partir de un variado cloisonné, en el que no son ajenos los bloques de diferentes formas y tamaños enmarcados por verdugadas dobles y triples, los ladrillos sueltos puestos verticalmente, la argamasa de color rojo óxido, las fajas de dentículos que corren de lado a lado así como en torno a los arcos de las ventanas e incluso motivos cúficos; motivos a modo de frisos corridos, que animan el muro, conformando exteriores de gran riqueza y colorido. Por todo ello, las arquitecturas armenia y georgiana no son bizantinas en el sentido estricto del término; se trata de familias separadas de la arquitectura religiosa del Oriente cristiano, especialmente a partir del siglo X.