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En torno al año 900 la frontera del reino leonés alcanza el Duero, lo que supone la incorporación, en medio siglo, de los espacios comprendidos entre la vertiente meridional de la Cordillera Cantábrica y el río meseteño. Este avance conlleva un gran proceso de importancia no sólo histórica, sino también artística: la repoblación. Ha de llevarse a cabo la colonización de las nuevas tierras y la organización de una estructura política y administrativa, muy levemente establecida entonces. A tal efecto, García, hijo y sucesor de Alfonso III, traslada la corte desde Oviedo a León, acaso porque, como señala M. Risco, los monarcas estimaron que León era la plaza más fuerte para la guarnición y defensa del reino de Asturias. Desde entonces, la ciudad, en expresión del mismo autor, merecería el nombre de "conquistadora y restauradora del reino de los godos". Con estas palabras, el cronista, seguramente ajeno a la connotación artística que encierra tal calificativo, plantea casi con dos siglos de anticipación el problema esencial que en el presente ha preocupado a los especialistas: los componentes formales, los protagonistas cristianos repobladores del norte o mozárabes emigrados de al-Andalus y la significación de la arquitectura que en el siglo X se levanta en el valle del Duero. Desde que en 1919 M. Gómez Moreno, en una espléndida obra definiera el arte de este período como mozárabe, la historiografía posterior, con la excepción de J. Fontaine que sigue manteniendo el mismo término, coincide, aunque con diversos matices, en que el pasado preislámico, hispanogodo, está más claramente presente en la configuración del léxico arquitectónico de las construcciones de la décima centuria que las posibles aportaciones de los mozárabes. J. Camón Aznar, en 1949 planteó por primera vez la doble posibilidad terminológica -repoblación y mozárabe- para la arquitectura que estudiamos. Pero ha sido I. Bango Torviso quien, en sus distintos trabajos sobre el particular, ha insistido en la necesidad de contemplar las manifestaciones de la décima centuria en el valle del Duero bajo la óptica de la repoblación, cuyos protagonistas, como él señala, eran conscientes de que restauraban en los modos y medios constructivos las maneras de hacer del mundo hispanovisigodo. Desde que C. Sánchez Albornoz escribiera sobre la desertización del Valle del Duero se han sucedido los estudios por parte de historiadores y arqueólogos, afirmando y negando tal desertización. Evidentemente éste es un problema importante a tener en cuenta cuando nos acercamos a la décima centuria, pero no vamos a entrar aquí más que en aquellos aspectos que afectan directamente a las realizaciones artísticas. En nuestra opinión, estamos ante un territorio habitado de forma dispersa, en núcleos de población -sean villas, vicos, castella o civitates-, perfectamente contemplados, por otra parte, en el Derecho visigodo. Estos se inscriben en contextos territoriales más amplios que refleja la documentación leonesa del X, como valles, castros, territorios, etc., o se subdividen en demarcaciones espaciales más reducidas, como cortes, villelas o villulas. Las referencias documentales a lugares poblados suman un número suficiente como para no hablar hoy día de territorios desiertos, abandonados y destruidos con una valoración generalizadora, aunque aquélla fuera la realidad de zonas muy puntuales. Pese a las menciones de lugares e iglesias fundadas y abandonadas desde antiguo -ab antiquis-, no puede negarse la pervivencia de población, menos en las ciudades que en los ámbitos rurales, en continuidad con un proceso que ya se había iniciado desde la antigüedad tardía. Sin embargo, esta realidad ha de contemplarse junto a otras dos circunstancias, no menos significativas, a nuestro parecer: por una parte, son todos ellos núcleos de población herederos de la antigua organización preislámica y, especialmente en el caso de las villas, nos encontramos con la pervivencia del esquema vilicario romano; y por otra, no existe una articulación administrativa elaborada que dé unidad al proceso, pese a la existencia de figuras como el comissus. Nos encontramos, por tanto, ante una población antigua, heredada de una cultura tardoantigua, que supervive de forma dispersa en un amplio territorio, que ahora ha de repoblarse con nuevas gentes venidas del norte y del sur. En la mentalidad de estos recién llegados, los unos astures y portadores de la savia neovisigoda de sus monarcas, mozárabes otros no menos goticistas que los anteriores (pese a la causa de su contacto con el mundo islámico), no cabía otro punto de referencia que el pasado de la monarquía toledana, reinstalada en Oviedo tiempo antes. La sociedad que va a crearse en el valle del Duero volverá sus ojos hacia atrás y las construcciones que ellos realicen serán un reflejo consciente de las que en tiempos anteriores se levantaran.
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En Italia, la arquitectura que se realiza durante estos siglos obedece a unos propósitos radicalmente distintos a los que subyacen tras la francesa. Aunque en la Toscana se localiza el segundo modelo gótico, está mucho más presente en las artes plásticas que en la arquitectura. En ella no puede hablarse de renovación durante este período sino más bien de pervivencia de una tradición autóctona que arranca del mundo antiguo. Es muy significativa al respecto la reiterada recurrencia a la cubierta de madera, que hallamos tanto en las catedrales (Orvieto, por ejemplo) como en las iglesias de conventos mendicantes, como sucede en la de Santa Croce en Florencia. En esta misma línea, el recurso a materiales suntuosos, singularmente en el Duomo (mármoles de colores, mosaicos cosmatescos, etc.), para recubrir unos materiales constructivos pobres, responde también a una tradición que arranca de mundo antiguo y que se ha dejado sentir durante el románico.Junto a la continuidad de tipologías autóctonas durante los siglos XIII y XIV, pervive otra de distinto cuño, particularmente en las iglesias de las órdenes mendicantes: el modelo de tradición cisterciense.En este punto es obligado recordar que el influjo francés también llegó a Italia de la mano de estos monjes y las fábricas de sus abadías en la Italia central (Fossanova, 1197-1208; Casamari, 1217) o en la Toscana (San Galdano, 1218-1310; San Martino) son un buen testimonio de los que apuntamos. La disposición que sigue la iglesia de los franciscanos de Florencia, Santa Croce, debe mucho a estos precedentes. Aunque por su magnitud sería difícil hallarle un paralelo, en planta sigue las pautas habituales en este género de construcciones: cruz latina con tres naves en el brazo mayor, una en el crucero, y en éste último la presencia de un número elevado de capillas flanqueando la mayor que tiene planta poligonal. Evidentemente, en la iglesia cisterciense estas capillas abiertas en el transepto tenían una justificación litúrgica. Aquí sirven como espació funerario a las principales familias de la oligarquía ciudadana. Los Bardi, por ejemplo, fueron patronos de una de ellas.Del conjunto de edificios que se levantan durante el siglo XIII, la basílica de Asís es una de las que sigue unas directrices de tipo estructural más acordes con su época. Se trata de un edificio concebido a dos niveles; según un modelo que también sigue años después la Sainte-Chapelle. La iglesia baja que funciona más como cripta está abovedada y la iglesia superior también. Tiene esta última planta de cruz latina y sólo una nave. Aunque la estructura incorpora contrafuertes exteriores carece de arbotantes. Se trata de una solución muy simple pero eficaz, y alejada de los alardes de la arquitectura francesa contemporánea del norte. Otros edificios italianos responden más o menos a estos mismos esquemas, aunque sin la sobriedad estructural de éste. Pueden citarse, por ejemplo, San Francesco de Bolonia y Santa María Novella de Florencia, ésta última con una planta de raíz cisterciense.Aunque documentalmente se conoce la presencia de artistas de origen francés trabajando en Italia, la corte de Federico II acoge a algunos de ellos y más tarde los Anjou en su reino de Nápoles también lo hacen, su influjo, a pesar de que evidentemente existe, no es muy relevante. Por el contrario, la arquitectura italiana durante el gótico parece estar más interesada en ocasiones por lo puramente ornamental que por lo estructural. No en vano para las fábricas más importantes se llama a los grandes escultores del momento (a veces también activos como arquitectos), como sucede con Arnolfo di Cambio en la catedral de Florencia, Giovanni Pisano en la de Siena, o Lorenzo Maitani y Orvieto.El paradigma de este gótico decorativista puede encarnarlo una construcción como el oratorio de Santa María della Spina, a orillas del Arno, en Pisa. La remodelación del edificio tuvo que encargarse a alguien que, por encima de todo, era escultor (se habla de vinculaciones estilísticas con el taller de Giovanni Pisano y de la de algunas piezas con Giovanni de Balduccio) y sólo así se explica el riguroso tratamiento plástico que ha recibido la fábrica en su totalidad, lo que ha supuesto convertirla en una escultura (se la cataloga a veces también de relicario) al aire libre.
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En 1907 Josep Puig i Cadafalch publicó su estudio "Les esglésies romàniques amb coberta de fusta de les valls de Boí y d'Arán", el primer trabajo consagrado a los desconocidos edificios de los dos valles pirenaicos que tanta fortuna habían de alcanzar con el tiempo. Cuando, el 2 de septiembre de 1907, los integrantes de la misión del Institut d'Estudis Catalans que dirigía Puig se adentraron en el valle con un laboratorio fotográfico a cuestas, no sabían lo que iban a encontrar. Pero el impacto fue considerable. Las iglesias habían conservado su mobiliario de origen prácticamente íntegro: frontales de altar, imaginería (algunos de los Descendimientos más sobresalientes), muebles..., y, junto a todo ello, pruebas inequívocas de que la decoración mural originaria se mantenía in situ. Es fácil evocar su emoción cuando, al entrar en Sant Climent de Taüll, advirtieron que por encima del gran retablo gótico situado por delante del ábside principal, sobresalía la magnífica Maiestas Domini y parte del Tetramorfos que la flanquea. Para quienes habitaban en esos lugares remotos, anclados en una economía de subsistencia en la más genuina tradición medieval, las curiosidades artísticas del grupo barcelonés debían ser vistas como algo excéntrico, pero Puig y sus colegas descubrieron "una región llena de testimonios interesantes para la historia" e inauguraron una nueva vía de atracción distinta de la habitual. Su irrupción fue la avanzadilla de otras visitas atraídas al lugar por intereses similares, y destaca entre éstas la del pintor Joan Vallhonrat, que durante los veranos de 1908 y 1909, copió del natural las pinturas murales conservadas en las iglesias de Boí y de Taüll, descubiertas un año antes. Durante siglos, los únicos contactos significativos con el mundo exterior se habían establecido a través del santuario-balneario de Caldes de Boí al que, a pesar de su difícil comunicación, llegaban enfermos desde Francia, Aragón y Cataluña en busca de alivio para sus enfermedades. No obstante, a finales del XIX, esta realidad había acusado una inflexión. El valle se convirtió en objeto de las correrías de uno de pioneros del excursionismo catalán. Mosén Cinto Verdaguer pasó en 1883 una corta temporada en él, aunque la estancia, al contrario que otras, tendría poco eco en sus dietarios. Una circunstancia fortuita atrajo en 1896 al pintor Isidre Nonell. Durante su permanencia en el balneario de Caldes, junto a sus amigos los también artistas Juli Vallmitjana y Ricard Canals, convirtió a la zona y a sus habitantes en protagonistas de una serie de dibujos que expuso en Barcelona a su regreso, y al año siguiente en París, y que fueron alabados por la crítica. En el que lleva por título "Cretinos del Pirineo. Regreso del Rosario" destaca con claridad, por detrás del grupo, el perfil de la iglesia de Erill la Val, con su pórtico y su esbelto campanario. Es obvio que la fortuna de la arquitectura románica de Boí no depende de Isidre Nonell, pero sus dibujos despertaron el interés de los barceloneses por el lugar, desde una perspectiva no contemplada hasta entonces. Si las condiciones orográficas contribuyeron al aislamiento del valle en época moderna, indudablemente también contribuyeron a que fuera un lugar seguro durante los siglos altomedievales y esa excelente situación geopolítica es una de las razones que hay que invocar para explicar su trascendencia en el terreno artístico entre finales del siglo XI y finales del XII, momento en el que se reconstruye y decora la mayoría de las iglesias conservadas, en algún caso, según se especula, bajo la tutela de los condes de Pallars Jussá y de los barones de Erill, señores del castillo del mismo nombre. El valle tiene en el curso del río Noguera de Tor una vía de comunicación natural que se prolonga desde su origen hasta su desembocadura en el Noguera Ribagorzana, unos kilómetros por encima de Pont de Suert. A uno y otro lado de este cauce y, a una altura por encima de los 1500 metros en algún caso, se encuentran Castelló de Tor, Coll, Cardet, Durro, Barruera, Boí, Taüll, Erill la Vall y el santuario-balneario Caldes de Boí, donde se concentra la serie de edificios románicos conservados. El acceso a otros valles pirenaicos próximos (Arán, Vall Fosca...) es difícil y se realiza, salvando distintos puertos, a través de los mismos caminos de montaña que se usaron en época medieval y por los que anduvieron tanto Mosén Cinto Verdaguer como los integrantes de la misión arqueológica de 1907. Para los edificios del área de Boí y la decoración que hubo en ellos, existe una fecha emblemática: el año 1123. En diciembre de ese año, san Ramón, obispo de Roda de Isábena, diócesis de la que dependieron las iglesias del valle hasta 1140 en que pasaron a la de Urgell, consagró las dos iglesias de Taüll: el día 10, Sant Climent; el día 11, Santa María. Conmemora ese acto la escueta inscripción pintada en uno de los pilares de Sant Climent en estos términos: "El año de la Encarnación del Señor 1123, el 10 de diciembre vino Ramón, obispo de Barbastro, y consagró esta iglesia en honor de San Clemente mártir y colocó reliquias de san Cornelio, obispo y mártir, en el altar". Hay que remarcar la importancia de la noticia, puesto que es el único dato directo disponible sobre los edificios de la zona. Las iglesias de Taüll responden, además, a una tipología común que fue la que analizó con detalle Puig i Cadafalch en el artículo de 1907, de modo que el año 1123 se convierte en fecha de referencia no sólo para datar la arquitectura y delimitar la actividad de los pintores de ambas iglesias, sino para establecer, en razón de los parentescos tipológicos existentes, la cronología de otras que se levantan en el mismo entorno, a saber: Sant Joan de Boí y Sant Feliu de Barruera. Se trata de edificios de planta basilical. Sus tres naves, que rematan hacia oriente con sendos ábsides semicirculares, decorados al exterior con las habituales franjas y cornisas de arquitos lombardos, están separadas por pilares circulares y se techan con cubiertas de madera. Responden a este modelo las dos iglesias de Taüll, y en Sant Joan de Boí es perfectamente identificable, a pesar de las modificaciones introducidas en el edificio en época moderna, gracias a la restauración de los años setenta. En Barruera, donde la iglesia en su estado actual nada tiene que ver con esa tipología, tras unos recientes trabajos arqueológicos, se especula con que esa hubiera sido la ordenación prevista en origen. El modelo constituye la opción arquitectónica más ambiciosa del románico del valle, donde predominan las iglesias de una sola nave con ábside semicircular en la cabecera y cubierta abovedada: Santa María de Cardet, Santa María de Coll, Natividad o Santa María de Durro y Sant Quirce de Durro. Se separa de estas últimas Santa Eulalia de Erill la Vall dado que, a pesar de ser iglesia de una sola nave, presenta cabecera triconque. Casi todos los edificios enumerados se construyeron o reformaron en el margen temporal que va desde mediados del siglo XI hasta la segunda mitad del XII. En los edificios más antiguos, adscritos a lo que se ha definido como "primera arquitectura románica", los exteriores, particularmente los ábsides, se adornan con las habituales cornisas de arquillos ciegos, franjas verticales y dientes de sierra. El aparejo es pobre y la única concesión ornamental, dada la inexistencia de escultura arquitectónica, se limita a este repertorio, aunque no debe desestimarse la posible contribución de la pintura en el impacto estético final. Es sabido que las iglesias del Valle de Boí tuvieron sus interiores pintados: los restos conservados son conocidos de todos. La necesidad de aislarlas de humedades y la ocultación de un aparejo menudo e irregular, justifica la incorporación de revoques y el policromado de los paramentos interiores. Pero los muros exteriores demandaban un acabado similar por idénticos motivos. Desgraciadamente, los vestigios son muy escasos, pero en la zona hallamos algunos muy significativos, que se han descubierto recientemente coincidiendo con trabajos de restauración. Los campanarios de Santa María y Sant Climent de Taüll, por ejemplo, los conservan, y se advierten también en las fachadas de ambas iglesias, en la de Boí y en la de Erill la Vall. Del conjunto de iglesias, las más tardías son las de Coll y Durro que a pesar de ello siguen incorporando el léxico decorativo "lombardo" de las restantes, a pesar de que en este caso los sillares ya son de tamaño considerable y de proporciones regulares. Se trata de un fenómeno inercial que supone la convivencia de las fórmulas plásticas características de los edificios precedentes junto a las novedades del románico pleno en el que la escultura arquitectónica tiene un papel predominante. Así, tanto en Coll como en Durro, junto a habituales arquillos ciegos, hallamos portadas con capiteles esculpidos según el repertorio de la segunda mitad del XII: temas zoomórficos, vegetales, geométricos, y, complementando esta decoración, sendos crismones por encima del arco. Si en planta los edificios del valle presentan pocas variantes, el atractivo que proporcionan a la percepción espacial de los mismos los campanarios que les están adosados, es innegable. Destaca entre todos ellos el de Erill la Vall con sus 23 metros de altura y sus cinco pisos, los mismos que tiene el de Sant Clíment de Taüll, y ambos, el mejor exponente de que estas altas torres de las iglesias del Pirineo -pensamos también en alguna andorrana- son mucho más que una construcción en la que instalar las campanas: parecen anunciar el carácter cívico que tendrán muchas torres-campanario de época gótica. Su polivalencia parece evidente: elemento de control y vigilancia, medio de comunicación y símbolo del dominio del valle, con cuyas montañas compiten en altura, por parte del hombre. De todos los conservados, el más antiguo es el de Santa María de Taüll. Fue erigido a la par que la iglesia que precedió a la actual y de la que quedan otros significativos restos integrados en ésta. La cuestión cívica a propósito de estas iglesias puede invocarse de nuevo dada la presencia de amplios pórticos adosados a alguna de ellas (Durro y Erill la Vall, el desaparecido de Sant Joan de Boí); espacios que, aunque posteriores al edificio religioso, fueron aptos y necesarios para acoger las reuniones vecinales, como se constata en la documentación medieval. De todo el patrimonio artístico del valle de Boí de época románica, sus conjuntos de pintura mural son el mejor testimonio de la vinculación de la zona a las principales corrientes del momento, tanto desde una perspectiva estilística como iconográfica. Aunque sólo disponemos de tres conjuntos: Santa María y Sant Clíment de Taüll y Sant Joan de Boí, todos ellos trasladados en buena medida al Museo Nacional de Arte de Cataluña, su calidad es tan alta en algún caso y tan amplio el repertorio temático conservado, que existen pocos equivalentes, no sólo dentro del románico catalán sino en el europeo. Santa María de Taüll ofrece, por ejemplo, uno de los mejores testimonios de lo que representó la pintura del período en relación a la arquitectura. Se trataba de una iglesia pintada en su totalidad, como lo estuvieron Sant Climent y Sant Joan de Boí, aunque en estos casos el paso del tiempo no ha sido tan benevolente, puesto que los restos recuperados son más parciales. En la primera, todo se reduce prácticamente al ábside principal, en la segunda a los muros perimetrales norte y sur y parte del occidental. A pesar de la proximidad física de los edificios entre sí y de la práctica contemporaneidad de su decoración pictórica, en cada uno de ellos han intervenido artistas diferentes que obedecen a tradiciones distintas: si el Norte de Italia sirve como punto de referencia en un caso (Taüll), Francia y más recientemente la tradición local se han invocado en otro (Boí). Incluso, se han detectado divergencias en la técnica pictórica empleada que revelan distancias en la formación de los artistas que permiten corroborar lo que pone en evidencia el análisis estilístico. En el caso de Santa María, intervienen dos maestros. El que decora el ábside principal tiene innegables parentescos con los responsables de las pinturas de San Baudelio de Berlanga (Soria), ahora en el museo The Cloisters de Nueva York y en el Museo del Prado, y con el de Maderuelo (Segovia), actualmente en el Museo del Prado. Aunque más lejanamente también los manifiesta con el que ejecuta las pinturas de San Martín de Elines, en Cantabria. No se trata de un solo artista, pero sí de una corriente dentro del románico peninsular que resulta muy elocuente para evidenciar los intercambios culturales que se dieron entre los territorios orientales y los reinos occidentales, y en la que, a través de ciertos elementos, es posible establecer una secuencia cronológica: Taüll, Berlanga y Maderuelo. Un segundo maestro, extraordinariamente mediocre y también muy prolífico, fue responsable de los muros perimetrales de la misma iglesia, y decoró asimismo el ábside lateral de Sant Climent. Derivan de él algunos testimonios aragoneses. Por su parte, el maestro principal de Sant Climent, uno de los artífices más soberbios y personales del románico europeo, está en el horizonte inmediato del pintor que decora el ábside de la capilla anexa al lado norte de la cabecera -identificada como "de la enfermería"-en la catedral de Roda de Isábena. Aunque los estilemas delatan la dependencia, la distancia cualitativa también existe. Esto lleva a desestimar que se trate de un único maestro. En Sant Climent estamos ante un pintor excepcional que se sirve de un léxico en el que la figuración adopta formas caligráficas: la mejor vía para representar lo inmaterial, la esencia de la Divinidad y de sus criaturas. Un pintor que reduce el volumen a una serie de líneas complementadas con una efectista paleta de colores de gran viveza. Desde el punto de vista iconográfico, las iglesias de Taüll ofrecen dos variantes de la temática reservada usualmente a los ábsides románicos. En un caso (Sant Climent) la cuenca absidal la preside una Maiestas Domini, dentro de la mandorla flanqueada por el Tetramorfos, este último según una variante que se difunde por el área pirenaica y que supone representar el símbolo del evangelista sostenido o anejo a un ángel. En el caso de Santa María preside esta misma zona una Maiestas Mariae dentro de la usual mandorla, a ambos lados de la cual se sitúan los Reyes Magos con los letreros acreditativos. Se trata de una genuina Sedes Sapientiae. En uno y otro ábsides, por debajo de este nivel y flanqueando la ventana que se abre en su zona central, se emplaza una serie de personajes bajo arquerías que en el caso de Sant Climent están perfectamente identificados por las correspondientes inscripciones. Se trata de cinco apóstoles y la Virgen; de izquierda a derecha: Tomás, Bartolomé, María, Juan y Santiago, la última figura se ha perdido. En Santa María, los seis personajes bajo arcos sólo pueden ser identificados en parte. No se acompañan de inscripción, pero alguno ostenta el habitual atributo -las llaves- o se le representa con los rasgos distintivos: calvicie en el caso de san Pablo y rostro joven e imberbe en el de san Juan Evangelista. Su localización, de izquierda a derecha, es la que sigue: Pedro, Pablo y Juan, estos dos últimos sosteniendo libros con sus manos veladas y haciendo el habitual gesto de la aclamación. En Santa María, la zona situada por debajo de este registro, desaparecida en muchos otros casos, se ha conservado. Ostenta una cenefa de gran formato que incluye una serie de tondos con animales fantásticos en su interior. Interpretada muy a menudo como elemento puramente ornamental, últimamente se ha querido ver en ella la expresión del mundo material, en contraposición a la zona superior del ábside presidida por una imagen teofánica que anuncia la redención. La reproducción de una rica tela colgada a modo de cortina completa la decoración de la parte baja del ábside. En ambos casos, el arco triunfal y su embocadura conservan pinturas. En Sant Climent contados fragmentos: sólo restan la Dextera Domini y el Cordero Místico dentro de sendos clípeos en la zona cumbrera de la bóveda, y la figura del Pobre Lázaro, en el muro norte. En Santa María hay muchos más restos. El arco triunfal lo preside en lo alto el Cordero dentro de la habitual forma circular y contigua a él se halla la figura de Abel haciendo su ofrenda. Se trata de una prefigura de Cristo habitual en los programas pictóricos románicos, aunque la hallemos localizada habitualmente en otra zona. La conservación parcial de las pinturas en la bóveda de la embocadura del arco permite constatar que se trasladó a ella el tema que preside habitualmente las cuencas absidales: la Maiestas Domini dentro de la mandorla, flanqueada por las figuras de los evangelistas y acompañada de querubines y serafines. Aunque en Sant Climent quedan vestigios de las pinturas que cubrían el resto del edificio -el ábside sur con sus figuras de ángeles, la inscripción de pilar de la nave, etc.-, se trata de muy poco en relación con lo que hay en Santa María y aún en Sant Joan de Boí. En este último caso, a pesar de lo interesantes que resultan ciertos temas por su excepcionalidad -no de origen, posiblemente, sino por lo arbitrario que ha sido el paso del tiempo en la conservación del patrimonio artístico-, la conservación del conjunto pictórico es muy irregular y resulta difícil valorarlo iconográficamente en su totalidad. Se conservan en muy buen estado, por ejemplo, la escena juglaresca y la Lapidación de san Esteban para dar la medida de su notable calidad y singularidad temática, pero la evaluación de un programa en su conjunto sólo es posible a través de las pinturas de Santa María de Taüll, donde, junto a la decoración del ábside mayor y sus zonas contiguas en la nave, contamos con el Juicio Final emplazado en el muro occidental, el lugar canónico para ubicarlo según recomiendan determinadas recetas iconográficas y permiten comprobar otros conjuntos medievales conservados. Además, en el muro sur, distribuida a lo largo de dos registros, por debajo de los cuales se sitúa un tercero con los habituales cortinajes, se concentra lo restante de la figuración pictórica. Ocupan una zona destacada los tres Reyes Magos que asumen lo que podría definirse como "doble papel iconográfico". Situados bajo arquerías entre una figura real entronizada que corresponde a Herodes -a la izquierda- y una Maiestas Mariae -a la derecha-, al ser los Magos los únicos que intervienen en ambos episodios se ha optado por representarlos una sola vez, en lo que indudablemente constituye una buscada economía de medios. Es bien cierto que toda esta decoración de los muros perimetrales fue responsabilidad de un artista poco dotado y mediocre, que tiene mucho que envidiar del oficio que manifiesta el que decora el ábside mayor de la iglesia, o de la genialidad que exhibe el que es responsable del ábside homónimo de la de Sant Climent. Sin embargo, aun aceptando esa evidencia, sus pinturas cumplen un importante papel en el conocimiento de la pintura románica catalana, puesto que a través de ellas es posible evocar la complejidad de los programas iconográficos perdidos y evaluar el peso intelectual de quienes los diseñaron. En el valle se habían conservado más o menos completos los testimonios de tres descendimientos (Erill, Durro y Taüll). Por entonces estaban fuera de uso, pero hasta un determinado momento habían ocupado un lugar destacado en las iglesias, evocando uno de los episodios más emotivos de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Se trataba de composiciones de gran envergadura, integradas por un total de siete esculturas: Cristo, la Virgen, san Juan, José de Arimatea, Nicodemo y los dos ladrones en sus cruces respectivas que, dado su tamaño, por fuerza habían de condicionar significativamente los interiores de las iglesias que los exhibían. Los de Boí ostentaban, además, una innegable proximidad estilística, observable en otras tallas del mismo período y misma área pirenaica, que ha sido el punto de partida en la definición del denominado "taIler de Erill la Vall". Tras el hallazgo, la diáspora fue inevitable. En la actualidad se reparten por el Museo Episcopal de Vic, el MNAC y el Fogg Art Museum de la Universidad de Harvard, en Cambridge (Massachusetts). Junto a las tallas de madera se conoció una serie de frontales de altar, esculpidos (Erill, Taüll) y pintados, realizados entre la segunda mitad del siglo XII y comienzos del XIII, consagrados a los santos titulares de las iglesias y de sus altares laterales. En algún caso exhiben un estilo popular, aunque efectista, como sucede con el de los santos Quirce y Julita de Durro (MNAC), en otros, como en el de Cardet (MNAC), una innegable calidad estilística, y en el caso del que procede de la desaparecida capilla dedicada a san Pedro en Boí (MNAC), una iconografía que revela absoluta sintonía con las novedades del momento: la figura del apóstol, entronizada, suplanta a la Maiestas Domini en la zona central, en uno de los primeros testimonios registrados en el tardorrománico catalán de la preponderancia que por entonces van adquiriendo las Maiestas Sanctorum, y que algo más tarde expresa también el frontal dedicado a la vida de san Clemente de la iglesia de este título en Taüll (MNAC). El Valle de Boí en ese lejano 1907 fue reconocido como un hito importante del patrimonio artístico catalán de época medieval por la unidad y contemporaneidad de sus edificios religiosos y por el mobiliario de ese momento que había conservado. Poco después, el estudio de las pinturas murales que se iban recuperando confirmó que esa valoración era exacta, puesto que se trataba de vestigios de una notabilísima calidad y, en el caso del ábside central de Sant Climent de Taüll, parangonables a los mejores de Occidente. Boí, que había formado parte de los circuitos artísticos más relevantes durante el siglo XII, recuperaba de la mano de los historiadores de comienzos del siglo XX la memoria de su pasado y lo hacía con un entorno natural que no había cambiado en lo sustancial desde entonces. Si alguno de los artífices que vino a trabajar al valle en época románica lo hizo a través del collado de Caldas, podría haber suscrito perfectamente lo que escribió un visitante erudito en 1906: "Transcurrida una hora llegamos a la cumbre e iniciamos el descenso, deleitándonos con el grandioso panorama de la nueva cuenca, rodeada de montañas altísimas y recorrida de punta a punta por un río que no podemos aclarar cuál es, ya que preguntamos su nombre y nadie le da otro que el de 'el río'. Es un afluente del Ribagorzana en el que desagua cerca de Suert; tiene mucha pendiente y sus riberas son espléndidas de árboles y pastos...".
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El conocimiento del arte del Renacimiento se produciría en Sevilla a través de estampas, de ilustraciones de libros y de distintas piezas de las artes industriales provenientes de Italia. Mientras las primeras, aun contribuyendo a despertar la curiosidad por las nuevas formas y los modernos repertorios ornamentales, debieron tener una incidencia escasa, la presencia de los objetos tendría mayores consecuencias, al incidir en la transformación del marco de la vida cotidiana. A estas iniciales importaciones italianas seguirían muy pronto obras artísticas de más entidad y trascendencia, entre las que deben incluirse tres piezas de cerámica vidriada, surgidas en el mundo florentino y relacionadas con el taller de Andrea della Robbia, como son la Virgen del Cojín, el retablo de la Virgen de la Granada, ambas en la catedral, y el tondo del Nacimiento que remata la portada del monasterio de Santa Paula. Con las obras llegaron también los artistas. Uno de los más destacados es el escultor Domenico Fancelli, quien en 1509 se trasladó a Sevilla para instalar en la Capilla de la Antigua de la catedral el sepulcro del arzobispo don Diego Hurtado de Mendoza, encargado por su hermano, el segundo conde de Tendilla, siete años antes. Concebido como arco de triunfo a la antigua por sus novedades estructurales, iconográficas y ornamentales, es obligado considerarlo como una de las piezas capitales en la introducción del Renacimiento en España. Desde fines del siglo XV está documentada la presencia en la ciudad del ceramista de origen pisano Francisco Niculoso, a quien cabe la gloria de ser el introductor en nuestro país de la técnica de la cerámica polícroma a la italiana y de aportarle un nuevo repertorio decorativo, el grutesco. Su escasa producción, de altísima calidad, estuvo destinada a satisfacer los gustos, cada vez más exigentes y orientados hacia la opción clásica, del estamento más elevado de la sociedad sevillana. En el retablo de la Visitación de los Reales Alcázares y en la portada del monasterio de Santa Paula, obras ambas de 1504, así como el retablo del monasterio de Tentudía, fechado en 1518, se ofrecen temas figurativos extraídos de repertorios flamencos y ornamentación clásica de origen italiano, realizados con un brillante y rico colorido, traducción literal de la pintura de caballete. A pesar de la trascendencia de las obras y artistas mencionados, el principal medio para la incorporación de Sevilla al Renacimiento fue la importación de mármoles italianos. En forma de portadas, ventanas, columnas o fuentes, su presencia fue decisiva para renovar el viejo caserío, de esencia islámica, que caracterizaba la ciudad. Resulta sorprendente el número y la calidad de las obras que, desde los talleres genoveses, fueron llegando paulatinamente a lo largo de todo el siglo. Como ejemplo pionero en su utilización hay que considerar la casa habitada por el banquero genovés Francesco Pinelli, a quien se documenta en la ciudad desde 1473. Su posición económica y su interés por el comercio ultramarino le permitieron participar, como banquero, en los viajes de Colón, no resultando extraño que al fundarse la Casa de la Contratación fuese designado su primer factor. La vivienda familiar posiblemente sea la primera manifestación del nuevo estilo en la arquitectura andaluza. Producto de un largo proceso de ampliaciones y reformas, el edificio demuestra una clara apuesta por el nuevo estilo, aunque pervivan tradiciones góticas y mudéjares. Elemento destacado del conjunto es el patio, con galerías de arcos peraltados sobre columnas genovesas y con cimacios tratados como cornisas clásicas. En ellos apoyan pilastras de yeso con grutescos, motivos que recubren el intradós de los arcos y que se repiten en las enjutas, rodeando unos medallones. Las galerías y salas adyacentes se cubren con estructuras de madera de tradición mudéjar, pero ornamentadas con temas clásicos y los escudos familiares. Idéntica pugna entre lo antiguo y lo moderno se hace patente en otras residencias nobiliarias sevillanas. Así ocurre con las casas de las Dueñas y de Pilatos, vinculadas a la familia Enríquez de Ribera. En el patio de la primera se emplearon columnas genovesas, pilastras y frisos de yeso con grutescos, así como cimacios cúbicos y antepechos de tracería gótica. Algunos de tales elementos son claramente renacentistas, pero otros responden a la tradición mudéjar. A dicha estética pertenecen las cubiertas de madera, mientras los yesos de la capilla son góticos y tal vez realizados por los mismos artistas que trabajaron en la Casa de Pilatos. La construcción de ésta fue iniciada por don Pedro Enríquez, si bien el grueso de la obra se efectuó por su viuda, doña Catalina de Ribera. El programa constructivo tuvo diferentes etapas, mostrando al principio una clara vinculación decorativa con lo nazarí. También se usaron elementos góticos, caso de los antepechos, y mudéjares, como son techumbres y puertas, y más tardíamente los mármoles genoveses. Entre los encargados por don Fadrique Enríquez de Ribera, primer marqués de Tarifa e hijo de los fundadores, se encuentra la portada, contratada con Antonio María Aprile de Carona en 1520, durante su paso por Génova al regreso de su viaje a Jerusalén. Concebida, como arco de triunfo a la antigua, su instalación tuvo lugar en 1533, fecha en la que el marqués encargó a Carona columnas y fuentes para la casa y sepulcros para algunos antepasados. Los primeros elementos marmóreos contribuyeron a aportar un cierto aire clásico al conjunto, que años más tarde se enfatizó con las pinturas murales de las galerías altas y con los bustos de emperadores romanos, personajes de la antigüedad y demás esculturas clásicas que se situaron en el patio. Cuando esta operación ornamental se concluyó, los encargos a talleres genoveses se habían generalizado y eran muchas las casas sevillanas que presentaban, bien de serie, bien expresamente labrados con los escudos familiares, un considerable número de soportes y otros elementos constructivos italianos. Entre éstos cabe citar la portada y ventanas que don Hernando Colón encargó en 1529 al propio taller de los Aprile, con destino a su casa de la Puerta Real; las columnas, balaustrada y solería que en 1532 solicitó al mismo taller el jurado Juan de Almansa, para su residencia del barrio de San Bartolomé, y las portadas que don Pedro de Guzmán, conde de Olivares, encargó en 1536 a Giacomo Solari para el palacio que levantaba en la villa de dicho nombre. También al Alcázar llegó el interés por las piezas italianas y en 1534 se encargaron a Antonio Aprile y Bernardino de Bissone una serie de mármoles para renovar el Patio de las Doncellas, teniendo el mismo destino los concertados en 1561 con Francisco y Juan de Lugano y los solicitados en 1564 a Francisco de Carona. Con los primeros artistas citados se relacionan las columnas del Cenador de la Alcoba o Pabellón de Carlos V en los jardines del real palacio, pudendo corresponder al mismo taller los que configuran el claustro principal del monasterio de Santa Inés. En este último, como en otras residencias sevillanas coetáneas, las piezas marmóreas se complementan con labores de yeso con grutescos y pinturas murales, tanto figurativas como simplemente ornamentales, en las que los postulados estéticos y el repertorio clásico están siempre presentes. De hecho, aunque tales decoraciones han desaparecido en la práctica, las fuentes documentales demuestran cómo fueron los estucos y maderas talladas, las pinturas murales y la azulejería, unidas a las piezas del mobiliario, los elementos que más contribuyeron a la renovación estética de las viviendas sevillanas. Pero no sólo para las moradas terrenas, sino también para las eternas, recurrieron los nobles sevillanos a los mármoles italianos. Como una consecuencia del sepulcro del arzobispo Hurtado de Mendoza cabe considerar los encargados en 1520 a Pace Gagini y Antonio María Aprile de Cardona por el primer marqués de Tarifa, con destino a sus padres Catalina de Ribera y Pedro Enríquez. Otro tanto cabría decir del labrado por Giangiacomo della Porta y Giovanni María Pasallo en 1548 para Juan Portocarrero y María Osorio. Este último se encuentra en el monasterio de Santa Clara de Moguer, mientras aquéllos se instalaron en la Capilla del Capítulo de la cartuja de Santa María de las Cuevas de Sevilla. A distinta tipología, pero demostrando el éxito de los modelos italianos, responden el sepulcro de don Baltasar del Río, obispo de Scalas, existente en la catedral y que se atribuye a los Apríle, y el retablo-sepulcro de los marqueses de Ayamonte, encargado en 1525 a Antonio María Aprile y en el que además colaboraron Bernardino Bissone y Pier Angelo della Scala. Cuando muchas de las piezas señaladas aparecieron en Sevilla, la ciudad vivía ya una etapa histórica. De hecho, las importaciones marmóreas y, en general, el gusto por lo italiano habían dado ya sus frutos y en los niveles cultos de la ciudad y entre ciertos artistas la apuesta por el arte del Renacimiento era definitiva. El nuevo período se inició en 1526, coincidiendo con la boda del emperador Carlos V e Isabel de Portugal. La entrada del emperador en la ciudad fue la oportunidad que Sevilla esperaba desde hacía años para presentarse ante el mundo como cabeza del imperio. Sus pretensiones se basaban tanto en su condición de capital económica del reino como en razones históricas, entre las que se encontraban su fundación por Hércules, la constitución de su cabildo por Julio César y su papel de difusora de la ciencia, la cultura y la fe. En razón de tales aspiraciones, Sevilla puso especial empeño en transformar su fisonomía durante el recibimiento imperial. La ciudad, mediante las arquitecturas efímeras, ofreció una imagen distinta a la real y cotidiana, apareciendo como una ciudad clásica. Aunque tal fisonomía fue temporal, muy pronto se inició, por el que presumiblemente fue responsable de dicha operación, el arquitecto Diego de Riaño, la construcción del primer edificio público de estilo renacentista de Sevilla, las Casas Capitulares. Con su edificación también se inició el proceso de transformación urbanística de la ciudad.
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El dominio español en las Américas no puede ser muy duradero debido a la "dificultad de socorrerlas desde Europa cuando la necesidad lo exige; el gobierno temporal de virreyes y gobernadores que la mayor parte van con el mismo objeto de enriquecerse; las injusticias que algunos hacen a aquellos infelices habitantes; la distancia de la soberanía y del tribunal supremo donde han de acudir a exponer sus quejas; los años que se pasan sin obtener resolución", éstas y otras circunstancias "contribuyen a que aquellos naturales no estén contentos y aspiren a la independencia, siempre que se les presente ocasión favorable". Así se expresaba el conde de Aranda, embajador de España en París, en 1783, a la vez que planteaba al rey su proyecto de monarquía federal. Y no fue el único: Campomanes, Floridablanca, Abalos, presentan a Carlos III diversas propuestas encaminadas a retrasar en lo posible lo que todos consideraban inevitable: la pérdida de las colonias. Y es cierto que aunque se han vertido ríos de tinta tratando de buscar causas de la independencia de Hispanoamérica, la verdadera razón no es otra que su propia existencia como colonia, con un importante nivel de desarrollo socio-económico y cultural. Por eso, la pregunta más bien sería: ¿por qué no se independizó antes? Las reducidas tropas que había en las Indias no eran precisamente un ejército de ocupación, ni aun al aumentar los efectivos a fines del XVIII, pues la mayoría de los soldados y oficiales eran americanos. Lucena dice que Iberoamérica no necesitó independizarse antes porque estaba creciendo y configurándose, pero una vez lograda la prosperidad exigió libertad, ya que era entonces cuando la necesitaba. También L. Navarro asegura que fue la prosperidad, no la miseria, lo que estimuló el deseo de obtener el poder político, concebido como instrumento para alcanzar cotas mayores de desarrollo. La propia lógica colonial conduciría a la independencia, todo era cuestión de oportunidad, de que se presentara la ocasión favorable. Y se presentó en 1808, cuando se desencadena una crisis política y militar sin precedentes en la historia de España, con la invasión de los ejércitos napoleónicos, la abdicación de Carlos IV, la prisión de Fernando VII, el intento de hacer rey de España (y de las Indias) a José Bonaparte.
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Algunas partes de la América española tienen procesos un tanto diferentes pues o bien no se independizan de España sino de otros países, o lo hacen con considerable retraso, o sólo para caer en nuevas dependencias. Son los casos de Uruguay, Santo Domingo, Cuba y Puerto Rico. En Uruguay -la antigua Banda Oriental, zona tradicionalmente disputada por portugueses y españoles- se había producido en 1816 una invasión desde Brasil, que el caudillo gaucho José Gervasio Artigas intentó combatir sin éxito. La provincia quedó anexionada a Brasil y en 1825 Juan Antonio Lavalleja, con un grupo de patriotas conocidos como los 33 orientales, inició una rebelión que será apoyada por Buenos Aires. La intervención de Inglaterra, interesada en mantener la estabilidad en la región por motivos comerciales, forzó en 1828 la firma de un tratado de paz que supuso el nacimiento de Uruguay como país independiente. Santo Domingo -la isla Española, la primera región americana que tuvo audiencia, universidad, obispado- constituye un caso realmente especial y hasta conmovedor. Cedida por España a Francia en 1795, es invadida por los haitianos en 1801 y 1805, tiene su propia guerra de independencia contra los franceses en 1808-1809; se reincorpora entonces a la monarquía española, es de nuevo invadida y anexionada por Haití en 1822; recupera por segunda vez su independencia en 1844 y años después -confiando en mejorar su crítica situación económica- solicita su reincorporación a España, que la acepta en 1861 pero apenas hace nada para fomentar el país; comienza pronto una sublevación antiespañola; España abandona Santo Domingo en 1865. Nace entonces la República Dominicana, ya definitivamente independiente. Muy distinto es el caso de Cuba, la perla del Caribe, que en el último tercio del XIX pierde sus dos guerras emancipadoras y pierde también la guerra del azúcar (su principal producto de exportación), al ser eliminada de los mercados europeos por la política proteccionista en favor del azúcar de remolacha. Estados Unidos se convierte en el principal y casi único mercado para Cuba: en 1894 absorbe el 91,5 por ciento de las exportaciones totales de azúcar cubano. Por eso en Cuba confluyen dos procesos: la lucha de los cubanos por su independencia y el interés de los Estados Unidos por su adquisición, que se refleja en numerosas propuestas de compra a España hechas entre 1812 y 1897. El expansionismo norteamericano no era, desde luego, ninguna sorpresa; en 1783, apenas producida la independencia de Estados Unidos, el conde de Aranda ya recelaba de "la nueva potencia formada en un país donde no hay otra que pueda contener sus proyectos, y vaticinaba que mañana será gigante y después un coloso irresistible en aquellas regiones". La primera gran guerra independentista cubana, llamada de los Diez Años o de Yara, comenzó en 1868 dirigida por Carlos Manuel de Céspedes y terminó en 1878 (Paz de Zanjón). La segunda, cuidadosamente preparada por José Martí, comenzó en 1895 y acabó en 1898 cuando la explosión, todavía no bien aclarada, del acorazado Maine en La Habana desencadenó la intervención de los Estados Unidos, que irrumpen como potencia imperialista poniendo fin al colonialismo español. La brevísima guerra hispano-norteamericana terminó con la firma del tratado de París (10 de diciembre de 1898) por el que España renunciaba a su soberanía sobre Cuba y entregaba Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam (en el archipiélago de las Marianas) a Estados Unidos. Tras unos años de ocupación militar norteamericana en 1902 se proclama oficialmente la independencia de Cuba. En cuanto a Puerto Rico, su evolución en el XIX es similar a la de Cuba, con un mismo esquema general de dependencia, aunque menor nivel de desarrollo. En 1868 empieza en Puerto Rico una guerra independentista que, en lugar de diez años como la cubana, apenas dura un mes. Cuando José Martí funda el Partido Revolucionario Cubano (1892), declara que su objetivo es lograr la independencia absoluta de la isla de Cuba y fomentar y auxiliar la de Puerto Rico. Pero en 1895 la guerra sólo estalló en Cuba, y ahí radica una de las claves del diferente tratamiento que cada isla recibió en el Tratado de París: independencia nominal para Cuba, anexión a los Estados Unidos en el caso de Puerto Rico, la única parte de Nuestra América que todavía no es independiente.
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A pesar de la dramática disminución de la población indígena, ésta siguió siendo mayoritaria en gran parte de los territorios americanos. A mediados del siglo XVII, se estima que la población india en Nueva España ascendía a un millón y medio de personas lo que supone el 80% de la población total; mientras que blancos, negros, mulatos y mestizos suponían en la misma época el 20% de la población. La vida de las mujeres indígenas fue modificada profundamente desde los inicios de la colonización. La evangelización y la consiguiente aculturación supusieron un cambio de ideas religiosas y de formas de vida. La nueva valoración de la persona modificó los modos de vestir, de trabajar, de hablar, de relacionarse y aún de comer; unos cambios que afectaron de manera muy especial a las mujeres. Niñas, jóvenes y adultas recibieron una enseñanza que fue cambiando sus vidas. Las leyes que se fueron promulgando afectaron también a la propia organización familiar indígena, al prohibirse, por ejemplo, la poligamia y los excesos paralelos a ella, como el adulterio o el amancebamiento. Se castigó también la vieja costumbre de entregar a las hijas doncellas a los poderosos "como fruta temprana". La formalidad de los enlaces indígenas, celebrados con ceremonias precisas y con un ritual reconocido, y la monogamia generalizada llevó a reconocer como matrimonios legítimos las uniones de parejas anteriores a la conversión al cristianismo. Tan sólo se requería que los cónyuges se hubieran unido voluntariamente, con "affectus maritalis", y con la debida solemnidad. La poligamia de los nobles se vio como una excepción, que no afectaba a la legitimidad de la institución matrimonial y que era susceptible de remediarse siempre que el marido decidiera con cuál de las esposas había contraído verdadero matrimonio. Según el derecho canónico correspondía a la primera con la que se unió con el debido conocimiento, libertad e intención de mantener un afecto duradero. Sin embargo, el proceso de adaptación no fue radical ni repentino. Algunas costumbres cambiaron, otras arraigaron y otras tomaron aspectos de las dos tradiciones culturales hasta constituir parte de la identidad americana. Todavía en el siglo XVII algunos caciques lograban burlar la prohibición de poligamia, conservando junto a sí a varias esposas, aunque en casas separadas en torno a un mismo patio. La mujer indígena fue también atendida en función del papel que le asignaba la sociedad hispana de la época, pues como madre podía y debía ser la evangelizadora de sus hijos. De ahí que se procurara educarla en la fe. Las niñas aprendían el catecismo, sirviéndoles de maestros los chicos más aventajados. También se crearon algunos colegios para hijas de indios principales, donde aprendían a coser, bordar y otras labores femeninas además de doctrina cristiana y otras costumbres. Gráfico Los indios se consideraban vasallos libres de la corona de Castilla, pero con la obligación de pagar tributo, a diferencia de los españoles. El pago era obligatorio para todos los varones entre los 18 y los 50 años de edad; excepcionalmente y durante algún tiempo también pagaron algunas mujeres. Tanto en Perú como en Nueva España muchas mujeres indígenas abandonaron sus asentamientos rurales de origen buscando una mejora del nivel de vida, atraídas por las nuevas expectativas que ofrecían las ciudades. Esto supuso en muchos casos una aceleración del proceso de aculturación al adoptar las costumbres castellanas y someterse a sus instituciones para integrarse en la nueva sociedad colonial. A lo largo del siglo XVII comienzan a dibujarse las distancias culturales que separaron a las indias de los pueblos de las asentadas en los cascos urbanos. La propiedad privada, el sistema mercantil, el desarrollo de los ámbitos urbanos contribuyeron al relajamiento de los lazos de solidaridad étnica y el inicio del proceso de integración con la población urbana, blanca o negra, y que dio lugar al mestizaje. Estas mujeres indígenas vivían como sirvientes en las casas de familias blancas de prestigio. Algunas revelaban en sus testamentos que procrearon hijos de sus amos, quienes les donaron solares en la ciudad. La posesión de estos solares y la construcción de sus viviendas les permitieron alcanzar cierto grado de estabilidad familiar. Otras montaron mesones, donde alimentaban a blancos y mestizos, o se dedicaron al comercio. Eran proveedoras constantes de los mercados y de las ciudades y la lengua española no fue un obstáculo para ella, pues habitualmente supieron manejarse utilizando sólo su lengua materna. Si bien las ocupaciones más prestigiosas estuvieron a cargo de españoles, los modestos talleres de indios eran un lugar de trabajo digno y en el que gozaban de cierta consideración y libertad, sobre todo en comparación con los obrajes, donde hombres y mujeres trabajaban en régimen casi carcelario. Estas mujeres fueron, en definitiva, un apoyo indiscutible en la aculturación y constituyeron un puente entre las sociedades hispánica e indígena.
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Los grupos epipaleolíticos europeos se caracterizan a nivel industrial por el microlitismo y, la mayor parte, por la utilización de microlitos geométricos. La microlitización es un proceso, comenzado ya a finales del Paleolítico, que tiende a reducir cada vez más el tamaño de los instrumentos líticos. Esto es rentable por varios motivos. Primero, porque, como cada vez las herramientas son más complejas y, por tanto, difíciles de fabricar, resulta ventajoso hacerlas de madera con piezas líticas enmangadas sólo en las partes activas, de modo que en caso de rotura o embotamiento es más cómodo sustituir la pieza gastada que fabricar una herramienta nueva. Segundo, porque estas piezas pequeñas permiten mayor flexibilidad en la fabricación de útiles adaptados a las cada vez más especializadas necesidades de los hombres del Epipaleolítico. Y tercero, porque ahora, con las técnicas de talla tan estandarizadas de la época, producir piezas pequeñas aumenta la eficacia en la explotación de la materia prima, al permitir obtener más metros de filo útil por kg. de peso de material en bruto. Los microlitos geométricos cumplen, por supuesto, con estas ventajas, y además resultan fáciles de fabricar y tienen morfologías altamente estandarizadas que facilitan su combinación para crear útiles diversos en armaduras de madera, desde puntas de flecha de formas muy diversas hasta cuchillos. No es sencillo sintetizar este panorama tan fragmentado regionalmente. En Europa occidental, y más concretamente en la zona franco-cantábrica, la primera industria del Postglacial es el Aziliense. Se trata de una industria muy continuista, prácticamente indistinguible en un primer momento del Magdaleniense Final, que se caracteriza por una reducción en el tamaño del utillaje lítico, la desaparición del arte mueble -salvo cantos rodados pintados con líneas y puntos- y del parietal. La pieza más característica es el arpón de cuerna o hueso, de una o dos filas de dientes, que ahora se fabrica con sección aplanada y perforación en forma de ojal. El Aziliense evoluciona hacia el Tardenoisiense, industria totalmente microlítica que, al menos en Francia, ha contado con un número considerable de facies. Hoy en día se circunscribe a una tipología de puntas de flecha y a una dispersión geográfica en la cuenca de París. El hecho de que sus hábitats sean en zonas arenosas, al aire libre, ha llevado a que los restos de fauna se conserven mal. Aunque las relaciones entre las diferentes industrias microlíticas sea objeto de discusión, en la actualidad se piensa que el Sauveterriense, parcialmente contemporáneo del anterior y muy similar de bagaje cultural, aunque de distribución más meridional, llega a unificar toda Europa occidental justo cuando comienza la neolitización.
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Antes de comenzar, un aviso: las cifras de tropas y medios que se darán a continuación ni pretenden ser las definitivas, ni las más exactas. Han sido sacadas de fuentes que suponemos equilibradas, pero en este tema nadie se pone de acuerdo. Y esto sucede porque nadie juzga desde el mismo rasero; por ejemplo tres regimientos, uno de caballería, otro de carros ligeros y otro de blindados medios, ¿qué división forman?: unos la llaman motorizada, otros mecanizada, otros simplemente de caballería... Otro ejemplo: ¿se cuentan como fuerzas armadas las unidades en período de instrucción o sólo aquellas inmediatamente dispuestas para el combate? y otro caso más: ¿puede contarse como avión de combate en 1939 un biplaza fabricado al comienzo de la década, armado con dos ametralladoras ligeras y que alcanza apenas los 250 kilómetros por hora? ¿puede ser llamado carro de combate una lata blindada, armada con una ametralladora, que apenas avanza a 15 kilómetros por hora y es incapaz de cruzar una zanja? Pues, dependiendo del criterio del ejército que dio los datos y del historiador que los tomó, en unos casos la respuesta es sí y en otras, no y, en consecuencia, los datos serán bastante diferentes. Por tanto estas cifras deben dar una idea general y baste. Alemania tenía ventaja en todo, salvo en Marina, cuando se lanzó a la guerra. Los programas armamentísticos aliados eran en 1940 superiores a los alemanes en casi todas las facetas, permitiendo suponer que en 1942 por ejemplo, Alemania no hubiera sido superior en casi nada y mucho más inferior en el aspecto naval. En suma, Hitler había logrado el grado óptimo de experiencia que le era posible sobre sus futuros enemigos entre 1939-1940. Por eso eligió ese momento para arriesgarse a una guerra, que creyó posible ganar. Lo que no pudo calcular fue la capacidad de reacción soviética, ni todo el potencial económico-tecnológico e industrial de los Estados Unidos. En septiembre de 1939 tenían los alemanes 1.600.000 hombres en filas organizados en 80 divisiones -62 de infantería, 4 de montaña, 6 acorazadas, 4 mecanizadas y 4 motorizadas-. En sólo ocho meses, esa infantería alcanzará las 137 divisiones, con 2.500.000 hombres encuadrados en ellas. La División de Infantería alemana integraba normalmente, al comienzo de la guerra, a "tres Regimientos de la misma arma, un Regimiento de artillería ligera, uno o varios grupos de artillería pesada, un Batallón de Ingenieros y unidades complementarias de Cazadores de carros, de Transportes, de Exploración, de Sanidad e Intendencia. Cada Regimiento de Infantería se componía, a su vez, de la Plana Mayor, una Sección de Transmisiones, una Sección montada, una Sección de Ingenieros, tres Batallones (a base de tres Compañías de fusiles y una de ametralladoras), una Compañía de artillería de acompañamiento, otra de defensa contra carros y una Columna ligera de municiones" (Priego López). Existían también las llamadas "tropas ligeras", que incluía fuerzas de Caballería, fusileros motorizados, cazadores de carros, exploración y motoristas. La Artillería de Cuerpo de Ejército -no existía artillería de Ejército- se hallaba formada por un Regimiento motorizado, compuesto por dos Grupos de 15 centímetros y otros dos de diez centímetros. De la Jefatura Superior de los Ejércitos dependía la Reserva General de Artillería, que disponía de piezas de grueso calibre y largo alcance, en parte motorizadas y en parte sobre vía férrea. El Ejército de Tierra alemán en tiempo de guerra se subdividía en Ejército de Campaña y Ejército de Reserva. La misión de éste era renovar los efectivos de hombres y material del primero. Francia lograba con su movilización general 20 Divisiones de Infantería (ocho motorizadas), cuatro Divisiones de Infantería colonial y otras cuatro norteafricanas, tres de Caballería mecanizada, dos de carros, tres Agrupaciones independientes, dos Brigadas de Spahis, 26 Regimientos de Artillería de Ejército y de Cuerpo de Ejército, 12 Regimientos de artillería motorizada, siete Regimientos de Ingenieros y cuatro de Ferrocarriles, además de 60 Batallones de Infantería y 30 Grupos de Artillería asignados a la defensa de las fortificaciones permanentes. Es preciso sumar también los efectivos estacionados en las colonias, que habrían de reforzar a las tropas situadas en suelo metropolitano en caso de necesidad. En 1939, Francia dispondría de 582.000 hombres en la metrópoli y 183.000 en África del Norte y Levante, lo que sumaría un total de 765.000 hombres de tropas activas. Los reservistas sumarían un total de 6.000.000 de hombres instruidos, aunque la mayoría de ellos de manera deficiente. Las colonias podían movilizar además 1.500.000 hombres, de los cuales una mitad por lo menos podía ser trasladada a la metrópoli. (Priego) En el momento en que la guerra dio inicio, Francia puso en formación dos divisiones blindadas, pero aún no estaban totalmente listas en mayo de 1940. El mando nominal de sus fuerzas armadas correspondía al presidente de la República, y el efectivo, a los jefes de Estado Mayor de los Ejércitos de Tierra (Gamelin), Mar (Darlan) y Aire (Vuillemin). La División de Infantería francesa la formaban tres Regimientos de dicha arma y uno de Artillería, además de las fuerzas auxiliares y los servicios. La División de Caballería mecanizada constaba, por su parte, de tres Brigadas de dicha arma, un Batallón de fusileros motorizado, una Agrupación de carros de combate ligeros y un Regimiento de Artillería. La División de Carros la integraba, a su vez, un Regimiento de exploración y otro de fusileros, ambos motorizados, una Brigada de carros de combate y un Regimiento de Artillería también motorizado. La artillería de gran potencia, integrada en Ejércitos y Cuerpos de Ejército, disponía de piezas de largo alcance y grueso calibre (morteros de 52 y 40 cms. y cañones de 30,5, 24 y 21 cms.). Gran Bretaña tenía un ejército voluntario de 240.000 hombres, de los cuales 100.000 se hallaban en las colonias. Se encuadraban en 5 divisiones de infantería y en 3 brigadas; 1 división y 1 brigada de caballería motorizada, 137 baterías de artillería -60 en colonias- y 5 batallones de carros -2 de ellos en colonias-. Tenía el Reino Unido unos 45.000 soldados coloniales y los países de la Commonwealth sólo disponían de minúsculos ejércitos, por un total aproximado de 15.000 hombres, aunque sus milicias encuadraban a 320.000 más. El Ejército británico propiamente dicho, que debía defender la metrópoli y servir de reserva móvil a los demás Ejércitos imperiales, se componía, a su vez, del Regular Army (Ejército profesional) y el Territorial Army (milicia defensiva). El Regular Army, cuyos soldados se comprometían a servir en filas doce años, estaba compuesto al iniciarse la guerra de cinco Divisiones de Infantería, una División blindada, una Brigada de la Guardia, una Brigada de Caballería, una Brigada de defensa antiaérea y otras tropas y servicios complementarios, unidades muy motorizadas y bien armadas y equipadas. El Territorial Army, donde se servía cuatro años, constaba, en la misma fecha, de 12 Divisiones de Infantería, tres Brigadas de Caballería, un Cuerpo antiaéreo y unidades sueltas de defensa de costas. El efectivo total de estas fuerzas metropolitanas podía calcularse en unos 470.000 hombres. El Ejército anglo-indio lo nutrían, en parte, fuerzas europeas (procedentes del Regular Army, cuyas diferentes unidades servían por turno en la India durante cierto tiempo) y, en parte, fuerzas indígenas, pudiendo poner en pie de guerra unos 400.000 hombres de primera línea. Los Ejércitos de los dominios estaban formados por once Divisiones de Infantería y cinco Brigadas de Caballería, en Canadá, siete Divisiones de Infantería y tres Brigadas de Caballería, en África del Sur, cuatro Divisiones de Infantería, cuatro de Caballería y tres Brigadas mixtas, en Australia y una División de Infantería y tres Brigadas de Caballería, en Nueva Zelanda. Las necesidades específicas de cada colonia le hacían disponer de fuerzas diferentes en número y organización. Por ejemplo, Egipto disponía de un Ejército nacional además de dos Brigadas de Infantería y una División blindada británicas, mientras que en Kenia había estacionadas dos Brigadas de Infantería o en Sudán dos Batallones ingleses. El 27 de abril de 1939 se impuso en Gran Bretaña el servicio obligatorio, que reclutó inmediatamente 35.000 hombres, para quienes no había equipo, ni cuarteles, ni instructores... hasta 1941 no se regularizó totalmente el reclutamiento obligatorio, su instrucción y equipo. Italia, tenía, teóricamente, equipadas y dispuestas 73 divisiones, con 1.650.000 hombres. La verdad es que sólo un tercio de las divisiones estaban al completo; otro tercio estaba un 60 %, y el resto a un 40 %... eso lo reconocían los propios italianos. Tales cifras no son muy elocuentes. Los alemanes eran los mejor motorizados y tenían el mejor equilibrio entre armas: disponían de más anticarros y antiaéreos por división; luego se vería que sus anticarros de 37 mm, apenas hacían mella en los mejores carros franceses y británicos, con gran pánico en sus filas, pero metieron en faena a su antiaéreo 88, que termino siendo no sólo la más temible pieza de artillería para los aviones, sino también para los tanques. La enorme masa de infantería francesa era muy desigual. Mientras que las divisiones en activo eran buenas y combatieron excelentemente, sus divisiones de reserva de primer escalón A perdían un 30% de valor y las de segundo escalón B, apenas alcanzaban el 50 %. Bien dotadas de artillería de campaña, estaban faltas de antiaéreos y anticarros. Sus 40 batallones de carros metidos entre la infantería fueron una nulidad. Los británicos, escasos en número, demostraron gran profesionalidad en sus acciones de primera hora. Estaban bien armados, aunque su adiestramiento de carros fuera tan deficiente como el de todos los no alemanes. Italia era el país peor equipado. Escaso de todo tipo de cañones, de municiones, pero sobrado de calibres, era un ejército no sólo precario, sino irritante por los problemas en el suministro de municiones. Estaba, salvo excepciones, tan mal adiestrado como mandado.