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Durante la época neoasiria, y a pesar de que Assur no siempre fue la capital imperial, sus reyes no olvidaron la cualidad sagrada que encerraba la ancestral ciudad. Ello les obligó a una política de vigilancia sobre sus construcciones religiosas (los documentos hablan de 39 templos sólo en la capital) para así hacer resaltar el continuado dominio del dios Assur sobre el resto de las divinidades mesopotámicas. Aunque durante cuatro siglos no se levantaron espectaculares templos en Asiria, pues interesaban más las residencias palaciales, nunca se dejó, sin embargo, de lado a los dioses y mucho menos al rey de todos ellos, Assur, cuya figura se identificaba plenamente con la razón de ser del Imperio. En consecuencia, Assur-nasirpal II no dudó en dotar a su nueva capital, Kalkhu, de los apropiados templos y construcciones complementarias. Sus ruinas han permitido detectar el Templo que dedicó a Ninurta, dios de la guerra y de la caza. Constaba de dos estancias, una principal con ancha antecella y cella alargada, siguiendo el modelo de las construcciones anteriores, y decorada con dos leones androcéfalos, y otra, secundaria, precedida por una estatua del rey. Junto a este templo levantó una magnífica ziqqurratu cuadrada (65 por 51 por 51 m), sobre basamento de piedra, según han revelado las excavaciones. Al este del Templo de Ninurta se levantó otro, dedicado a Ishtar belit mati (Señora del país), vigilado por leones de alabastro. Assur-nasirpal II también edificó en Imgur-Enlil (hoy Balawat) un pequeño templo, dedicado al dios Mamu, junto a su Palacio de descanso. De tal templo nos han llegado restos de sus imponentes puertas de madera, que fueron recubiertas más tarde, durante el reinado de su hijo Salmanasar III, con láminas de bronce con relieves historiados (Puertas de Balawat). El nuevo rey, Salmanasar III, dada su personalidad de ferviente devoto del dios Assur, dedicó, asimismo, gran atención a los templos y santuarios de la capital religiosa del Imperio. En ella hizo reconstruir la antigua ziqqurratu de Enlil, reedificar el Templo de Ishtar y modificar en buena medida el doble Templo de Anu y Adad. Años más tarde, durante la minoría de edad de Adad-nirari III (810-783), hijo que fue de Shamshi-Adad V, y siendo regente su madre Sammuramat, se construyó en Kalkhu el Ezida (Casa eterna), un templo dedicado a Nabu. Su estructura fue similar al Templo de Borsippa, la sede originaria de tal dios. El templo de Kalkhu, de grandes proporciones (85 por 80 m), contaba con dos antecellae y dos cellae, para el dios y para su esposa Tashmetum, aisladas del muro exterior mediante un corredor. Tiempo después, Sargón II, Assarhaddon y Assur-etil-ilani realizaron profundas reformas en él, alterándose su planta (nuevo complejo cultual anejo para Ea y Damkina, los padres de Marduk; acoplamiento de un Salón del trono de ignorada finalidad, etc.). Cuando Sargón II construyó su nueva capital, Dur Sharrukin, tampoco se olvidó de levantar en la ciudadela de la misma una grandiosa ziqqurratu de planta cuadrada (43,10 m de lado), probablemente de cinco pisos, que dominaba todo el complejo urbano. Junto a dicha torre se situaron seis magníficos enclaves religiosos: tres templos con cella alargada y antecella ancha, dedicados a Sin, Ningal y Shamash; y tres capillas (no tenían antecella) a Ea, Adad y Ninurta. Sus fachadas, todas ellas muy semejantes, estuvieron decoradas con ladrillos esmaltados, al tiempo que unas figuras de dioses flanqueaban las puertas. Muchísimo más importante que estos templos y capillas fue el Templo de Nabu construido sobre una grandiosa terraza, al sur de la ciudadela y fuera de los muros del sector más elevado de Dur Sharrukin. Era de mayores proporciones que el Ezida de Kalkhu, dedicado a la misma divinidad. Comprendía un antepatio, con tres capillas y otras estancias, tras el cual se abría el gran patio central; al fondo se levantaba el templo cuya fachada estaba decorada con ladrillos vidriados. El templo era doble, pues también recibía culto Tashmetum, la esposa del dios. Años después, con Senaquerib, la ciudad de Assur volvió a sus pasados días de esplendor religioso, gracias a la restauración que tal rey ordenó emprender en los santuarios, sobre todo en el doble Templo de Sin y Shamash, que carecía de torre escalonada, y en el de Assur, el Eshara (Casa de omnipotencia), al que dotó de una nueva estructura al añadirle un patio delantero y conectarlo con un pequeño templo exterior, el Bit akitu (Templo de las Fiestas del Año Nuevo, que había introducido el rey en Asiria a imitación del de Babilonia), de planta casi cuadrada con patio central y pórtico de arcadas sostenido por pilares. El último rey de Asiria, Sin-shar-iskun (623-612) reformó el Templo de Ishtar que muchos siglos antes había levantado en Assur Tukulti-Ninurta I. Las reformas dieron como resultado un doble templo, con un sector para la diosa Ishtar y otro (con dos capillas gemelas) para Nabu y Tashmetum.
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Las preceptivas Cortes fueron convocadas el 5 de mayo de 1789, seis meses después de la muerte de Carlos III, a efectos de que los procuradores jurasen como heredero al infante Don Fernando, inaugurándose solemnemente el 19 de septiembre. Eran 37 las ciudades y villas con voto, de las que 20 eran castellanas y las 17 restantes de los territorios de la antigua Corona de Aragón. Los procuradores eran regidores casi en su totalidad, miembros de la pequeña nobleza, y con la presencia de sólo una decena de títulos procedentes, en su mayoría, de ciudades castellano-leonesas. Su presidente era Pedro Rodríguez de Campomanes, confirmado una semana antes del inicio de las sesiones como Gobernador del Consejo de Castilla, cargo que ocupaba interinamente desde 1783. El aspecto de mayor interés que trataron las Cortes fue el relativo a la sucesión de la Corona. Las convocadas en 1712 por Felipe V habían decidido, además de sancionar la renuncia del monarca al trono francés, derogar la norma que regulaba el acceso al trono, cuyo origen se remontaba a las Partidas, y que prefería, en condiciones de igualdad, el varón a la hembra, y sustituirla por una ley casi sálica -el llamado auto acordado de 10 de mayo de 1713-, que excluía prácticamente a las mujeres de la sucesión y por la que se preferían todos los varones de las líneas de una familia a las hembras de mejor línea y grado. Tres razones llevaron a Carlos IV a plantear en 1789 la cuestión sucesoria. En primer lugar, la preocupación por la supervivencia de sus descendientes masculinos, una línea todavía insegura. De los seis hijos varones de Carlos IV, cuatro habían muerto en sus primeros años de vida, y sólo sobrevivían Fernando, con sólo cinco años de edad, y Carlos, de año y medio. Otras cuatro hijas eran ya adolescentes y habían superado el momento crítico de la niñez. En segundo lugar, por razones de política exterior, ya que existía la posibilidad, en el caso de extinguirse la línea de sucesión masculina, de que la infanta Carlota Joaquina, casada con el heredero al trono portugués, uniera ambas coronas. Por último, por razones jurídicas, ya que el auto acordado de 1713 obligaba a que el heredero fuera nacido y criado en España, condición que no reunía Carlos IV, que había nacido y se había criado en Nápoles, pues si bien había sido jurado como heredero en las Cortes de 1760 sin dificultad alguna, el rey estaba interesado en revocar una ley que podía poner en cuestión, aunque remotamente, la legalidad de su ascenso al trono. Las Cortes de 1789 restablecieron el antiguo orden sucesorio por unanimidad, pero su no publicación como pragmática impidió que fuera conocido adecuadamente este restablecimiento, lo que daría lugar en el siglo XIX al conflicto dinástico sobre la sucesión de Fernando VII que desembocó en las guerras carlistas. La falta de cumplimiento del trámite de su publicación se debió a que la coyuntura internacional era poco propicia. Según Floridablanca, no pareció conveniente indisponerse con ambas Cortes (Francia y Nápoles) ni acelerar la publicación de un acto que ya está completo en la substancia, aunque reservado. Cuando el 29 de marzo de 1830 Fernando VII mandó publicar la pragmática sanción en fuerza de Ley decretada por Carlos IV, a petición de las Cortes del año de 1789, que favorecía a su hija, la infanta Isabel, su hermano Carlos no la aceptó, acogiéndose a que formalmente no se había derogado el auto acordado de 1713. Las Cortes de 1789 también trataron de otros asuntos, pues tanto Campomanes como Floridablanca deseaban que los procuradores apoyaran textos legales de tono reformista, si bien no eran de carácter tributario, tradicional competencia de las Cortes. Ya en el propio texto de la convocatoria se dejaba abierta esa posibilidad, pues se señalaba la conveniencia de que los procuradores acudiesen con poderes amplios para tratar, entender, practicar, conferir, otorgar y concluir por Cortes otros negocios si se propusieren y pareciere conveniente resolver. Los textos legales que fueron examinados eran todos de contenido socioeconómico, y hacían referencia a la necesidad de limitar la amortización de tierras, al cercamiento de propiedades o a la evitación del latifundismo. El primer texto que fue sometido a la consideración de los procuradores fue la Real Cédula de 15 de junio de 1788, que concedía facultad para cercar propiedades a los dueños de plantaciones de viñas con arbolado, olivares o huertas con frutales. Sólo manifestaron reticencias a los cercamientos los procuradores de Sevilla y los procedentes de Valencia y Cataluña, para quienes la expansión de los cercamientos produciría falta de pastos y un encarecimiento del consumo de carne en las ciudades. No hubo voces disonantes respecto a dos Reales Decretos de 28 de abril de 1789. Por el primero se trataba de evitar la acumulación de mayorazgos pingües en una sola mano. Los procuradores se manifestaron de acuerdo en que no es conveniente que haya vasallos demasiado poderosos. Por el segundo se pretendía promover el cultivo de los mayorazgos, y en ese punto también el acuerdo fue unánime. Por último, se sometió a consideración de las Cortes la Real Cédula de 14 de mayo de 1789, que prohibía fundar mayorazgos sin contar con licencia real, en evitación de que bienes raíces dejaran de circular libremente al quedar vinculados, y obligando a que los mayorazgos que se fundasen sobrepasasen, como mínimo, los 3.000 ducados de renta. Los procuradores, dada su configuración sociológica, se manifestaron mayoritariamente partidarios de que se permitiesen mayorazgos cortos, aunque ello supusiera detraer del mercado tierras, con el consiguiente encarecimiento, lo que suponía desnaturalizar la reforma. Lo más sobresaliente de aquellas Cortes fue su disolución inesperada, anunciada por Campomanes, su presidente, el 17 de octubre, poco días después de que, el 6 de ese mismo mes, se produjera el asalto al palacio de Versalles por los parisinos y se obligara a Luis XVI y su familia a trasladarse a París contra su voluntad junto a los miembros de la Asamblea Nacional que, durante el mes de agosto, habían abolido los derechos feudales y proclamado los Derechos del Hombre y del Ciudadano y puesto en marcha una nueva fase del mecanismo revolucionario. El temor de las autoridades, especialmente Floridablanca, que comenzaba a ser obsesivo, también se hizo presente ante unas Cortes dóciles y poco dispuestas a tomar iniciativas que fueran más allá de lo estrictamente protocolario. Juan Luis Castellano, al estudiar las Cortes de 1789, ha señalado con precisión cuál era la actitud un tanto histérica que se había apoderado de Floridablanca y su entorno: "Desde finales de 1789 las más altas esferas del poder gubernamental consideran que las Cortes, más o menos asimilados ya a la Asamblea Nacional francesa, son potencialmente revolucionarias y, por tanto, temibles. Por eso trata de clausurar las que están celebrando lo antes posible, y por lo mismo piensa que es bueno, en lo sucesivo, olvidar hasta el nombre de Cortes". Lo cierto es que en la sesión del 13 de octubre, cuatro días antes de su precipitada disolución, algunos procuradores habían manifestado a Campomanes el deseo de dirigir peticiones, en nombre del Reino, al monarca.
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La guerra y al mismo tiempo la Revolución. Este es el otro plano, y sin duda el de mayor trascendencia por su proyección en los años posteriores, que resulta necesario analizar en este periodo que transcurre entre las abdicaciones de Bayona y la vuelta de Fernando VII en 1814. Parece obvio señalar que sin guerra no hubiese habido revolución, o al menos ésta hubiese tomado una forma diferente. Las condiciones excepcionales que propició un conflicto tan intenso como generalizado, favorecieron el proceso revolucionario que culminó con la reunión de las Cortes de Cádiz. El vacío de poder que se originó como consecuencia de la salida del rey legítimo de España desencadenó un proceso mediante el cual terminarían por asumir el poder unas instituciones inéditas, surgidas de abajo a arriba, capaces de satisfacer las aspiraciones populares que se habían visto defraudadas por la actitud contemporizadora de las autoridades del régimen con respecto a los franceses. El proceso comenzó con el nombramiento de una Junta de Gobierno por parte de Fernando VII cuando éste tuvo que acudir a Bayona para atender a la convocatoria de Napoleón. Dicha Junta estaba presidida por su tío, el infante don Antonio e integrada por cuatro ministros de su gobierno. En ella quedaba depositada la soberanía, que no sería capaz de ejercer en los momentos críticos del dos de mayo. El Consejo de Castilla, el máximo organismo existente entonces en España, sufrió una paralela pérdida de prestigio, al no saber tampoco atender las expectativas de la mayor parte de los españoles que demandaban una actitud firme frente a los invasores, e incluso una incitación a la lucha armada, sino que por el contrario trataban de transmitir recomendaciones pacifistas. Tampoco las autoridades provinciales se mostraron decididas a encabezar el levantamiento contra las tropas de ocupación y así, de esa forma, se fue produciendo un deslizamiento de la soberanía desde las instancias superiores hasta el propio pueblo que asumió su responsabilidad mediante la creación de una serie de Juntas, cuya única legitimidad -como afirma Artola- es la voluntad del pueblo que las elige. Por todas partes proliferaron las Juntas, cuya formación y composición se presentan de forma muy variada. La de Aragón se formó a instancias del general José de Palafox, a su vez nombrado gobernador por el pueblo de Zaragoza. En Valencia también el pueblo nombró a un comandante supremo, Vicente González Moreno, quien a su vez creó una Junta Suprema. En Sevilla, cuando llegaron las noticias de las abdicaciones de Bayona, a finales de mayo, se constituyó una Junta que, bajo la dirección de Francisco Arias de Saavedra, antiguo ministro con Carlos IV, se autodenominó Junta Suprema de España e Indias, y pidió una movilización inmediata de todos los hombres en edad de combatir. En Soria fue el Ayuntamiento el que creó la Junta, y así en la mayor parte de las poblaciones más grandes o más pequeñas, se fueron creando estas nuevas entidades hasta formar un cuadro variopinto y heterogéneo en su composición, con el que resultaba difícil armonizar esfuerzos contra las tropas invasoras. Se impuso, por ello, la necesidad de coordinar a las Juntas locales y a las Juntas provinciales, mediante la creación de una Junta Central para que aunase el esfuerzo bélico y al mismo tiempo mantuviese viva la conciencia de unidad nacional. La Junta Suprema Central Gubernativa de España e Indias se instaló en Aranjuez el 25 de septiembre de 1808 cuando, después de Bailén, los franceses trataban de organizar la contraofensiva y era necesario prepararse para hacerles frente. Componían la Junta Central 35 miembros iguales en representación. Su presidente era el conde de Floridablanca, que contaba en aquellos momentos con 85 años y presentaba una postura muy conservadora. Pero sin duda su elemento más destacado era Gaspar Melchor de Jovellanos, político y escritor, de un talante reformista moderado, que era partidario de llevar a cabo algunos cambios en España en el terreno político, social y económico. Su propuesta era la de crear un sistema de Monarquía parlamentaria de dos Cámaras, en el que la nobleza jugase un papel de amortiguadora entre el rey y el pueblo. Excepto estos dos miembros y Valdés, que había sido ministro de Marina con Carlos IV, el resto de los componentes de la Junta carecía de experiencia en las tareas de gobierno. La mayoría de ellos pertenecía a la nobleza; había varios juristas y también algunos eclesiásticos. Aunque no puede establecerse entre ellos ninguna división ideológica, en su mayor parte eran partidarios de las reformas para regenerar el país. Esta actitud les granjeó no pocos ataques por parte de las oligarquías más conservadoras y de las viejas instituciones del Antiguo Régimen. Jovellanos se vio obligado a salir en su defensa mediante la publicación de una Memoria en defensa de la Junta Central. Para resolver el problema de la coexistencia de esta Junta con las provinciales, se decretó la reducción de los componentes de estas últimas y el cambio de su denominación de Juntas Supremas por el de Juntas Provinciales de Observación y Defensa. Asimismo se ordenó su subordinación a la Junta Central, lo que provocó no pocas protestas por parte de estos organismos locales. En cuanto a las relaciones con las colonias de América y Filipinas, que mostraron un apoyo entusiasta a la causa de la independencia española frente al dominio napoleónico, la Junta emitió un decreto el 22 de enero de 1809, mediante el cual se invitaba a aquellos territorios a integrarse en ella mediante los correspondientes diputados. Aunque este gesto no podría materializarse debido a las dificultades de la distancia, sí favoreció el hecho de que muchos criollos enviasen ayuda en dinero para la causa española. Gran Bretaña, a pesar de la rivalidad que había mantenido con España por el dominio del océano, mostró también una favorable disposición para ayudarla frente al dominio de Napoleón, mediante el envío inmediato de hombres y dinero. Las relaciones diplomáticas entre los dos países se reforzaron por la firma, el 14 de enero de 1809, de un tratado entre el Secretario del Foreign Office, Canning, y el embajador español en la corte de San Jaime, Juan Ruiz de Apodaca. En su virtud, Gran Bretaña se comprometía a no reconocer otro soberano legítimo del trono español que Fernando VII o sus sucesores.
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El derrocamiento y muerte del segundo hijo de Almanzor, Abd al-Rahman Sanchuelo, inicia en al-Andalus, en la primera década del siglo XI, una crisis civil de enorme trascendencia. Las facciones en pugna -andalusíes (árabes, muladíes y beréberes arabizados), eslavos y beréberes no arabizados- aprovecharán la debilidad cada vez mayor del poder central para configurar un nuevo al-Andalus lleno de Estados autónomos o taifas en los que ellos se establecen como soberanos independientes. Estos nuevos Estados rivalizarán entre sí no sólo por cuestiones dinásticas o territoriales, sino que, ampliándolo al terreno de las letras, también competirán para acaparar los mejores letrados y poetas, y sus soberanos tendrán a gala favorecer los estudios literarios. Es el momento en que ser poeta abre las puertas de palacio y una buena poesía puede ser premiada con un cargo. Los poetas serán visires y los reyes serán poetas. Todas las taifas, salvo algún caso realmente excepcional, dispondrán de su corte literaria, pero entre todas, y desde el primer momento, Sevilla se erige como nueva capital literaria de al-Andalus y congrega a los mejores poetas.Desde que la taifa sevillana comienza su andadura independiente con Muhammad b. Abbad (1023-1042), ya encontramos en torno a él un círculo literario en el que cabe destacar a su joven secretario y visir Abu l-Walid al-Himyari (1026-1048), autor de una bella antología poética sobre la primavera y las flores, en la que recoge principalmente composiciones de sus contemporáneos y amigos sevillanos. A la obra incorpora algunas epístolas, una de él mismo, en las que prosa y verso se entremezclan para entablar animadas querellas de flores. Con su hijo y sucesor al-Mutadid (1042-1069), muy aficionado a la poesía y él mismo poeta, el círculo se amplía. Ministros suyos fueron entre otros Ibn Hisn al-Isbili y el ya mencionado Ibn Zaydun, y en su corte encuentra acogida un joven y oscuro personaje de Silves llamado Ibn Ammar, que, recién llegado a Sevilla, dirige al monarca una cuidada casida panegírica ensalzando su valor y su bravura en las últimas campañas militares. Con este poema Ibn Ammmar se ganó un puesto en la corte y la posibilidad de entablar amistad con el príncipe Muhammad, más tarde rey de Sevilla con el nombre de al-Mutamid. Es con este rey, al-Mutamid, que gobierna de 1069 a 1091, con quien Sevilla realmente se convierte en el centro intelectual de al-Andalus. Con una sólida y esmerada formación literaria, fomentada especialmente por su padre, junto a unas dotes poéticas más que notables, su mecenazgo trascendió las fronteras de al-Andalus y en su corte se dieron cita los mejores poetas del Occidente árabe, incluidos el norte de África y Sicilia. Vida y poesía constituyen en al-Mutamid un todo inseparable: la pasión común por la poesía le unió a su amigo Ibn Ammar; un verso completado junto al río le casa con Itimad; poetas fueron varios de sus hijos; poetas le despidieron de amanecida en el Guadalquivir cuando, destronado por los almorávides, embarcó para el exilio, y en la poesía se refugia, desterrado en tierras africanas, para llorar sus desdichas y lamentarse por sus cadenas. Poesía, al fin, será su propio epitafio como único cierre posible de su vida. En 1095 muere en su exilio marroquí de Agmat; allí continúa su tumba.Su relación desde muy joven con Ibn Ammar, al que llegó a hacer primer ministro, sufrió una serie de altibajos a los que no fue ajena la desmedida ambición política de aquél y su deslealtad. La última traición no consiguió el perdón real y al-Mutamid lo mató en la cárcel con su propia mano. Era el año 1086. Compuso nuestro rey-poeta gran cantidad de poemas, la mayor parte de factura neoclásica, aunque también cultivó el impromptu y las moaxajas. De estas últimas se conserva una con jarcha romance. Sus mejores versos, los más sinceros y desgarrados, corresponden a la etapa del exilio. Especialmente célebres se han hecho los dedicados a sus cadenas en la traducción de Juan Valera.Tanto al-Mutamid como Ibn Ammar son figuras novelescas, salpicadas de romanticismo y envueltas en la leyenda. A partir de la publicación en España de la traducción de la obra de R. Dozy Historia de los musulmanes de España (4 vols., Madrid, 1877; reimpr. Turner, 1982), en la que una buena parte de su tomo IV está dedicada a estos personajes, se ha creado en torno a ellos toda una literatura posterior que podemos concretar en la versión novelada de C. Sánchez Albornoz, Ben Ammar de Sevilla (Madrid, 1972), y la versión dramática de Blas Infante, Motamid, último rey de Sevilla (1920; 2.á ed., Sevilla, .1983).Poeta de la misma taifa es el murciano Ibn Wahbun (1039-1092), hombre de origen humilde, pero que había adquirido una gran cultura y destacó en la corte por su facilidad para las improvisaciones y su brillantez, llegando a ser uno de los panegiristas oficiales de al-Mutamid. El siciliano Ibn Hamdis (1055-1133) llegó a Sevilla hacia 1078. Su incorporación a la corte le permitió seguir muy de cerca los acontecimientos políticos y militares del momento. Merecen citarse dos composiciones suyas en las que celebra las hazañas de al-Mutamid en la batalla de Zalaca. Tomada Sevilla por los almorávides y desterrado el monarca sevillano, Ibn Hamdis abandona al-Andalus y, como poeta itinerante, recorre las cortes del norte de África hasta terminar sus días en Mallorca. Ibn al-Labbana, de Denia (m. 1113), hijo, según su nombre indica, de una lechera, recorrió diversas taifas -Almería, Toledo, Badajoz- antes de llegar a Sevilla, donde obtuvo el apoyo de al-Mutamid y sus hijos. Muy leal en sus afectos, fue una de las más emotivas voces poéticas que se sumó a la triste despedida de al-Mutamid, al que luego visitaría en su exilio de Agmat. Autor de moaxajas, se conserva una de ellas con jarcha romance.
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Las Cortes abrieron sus sesiones el 9 de julio. Las elecciones a diputados se habían llevado a cabo, no sin cierta precipitación, un mes antes y de la forma que estaba prevista en el código constitucional gaditano, es decir mediante sufragio universal indirecto y a través de los tres grados establecidos: parroquia, partido y provincia. Si el proceso electoral fue o no limpio, es una cuestión que resulta difícil dilucidar a la vista de las fuentes disponibles, en su mayor parte vagas y contradictorias. Sin embargo, la escasa experiencia electoral existente en España y el hecho de que la asamblea elegida fuese absolutamente liberal, hacen pensar cuando menos en una cierta coacción del ambiente sobre los votantes. Entre los 150 diputados elegidos se hallaban muchos de los hombres que habían participado en las Cortes celebradas en Cádiz. Muñoz Torrero, el conde de Toreno, Martínez de la Rosa, Tomás Istúriz, Calatrava y muchos otros. Había también entre ellos algunos clérigos, aunque en número considerablemente menor que en las Cortes de Cádiz y todos partidarios de las reformas liberales. Las sesiones tuvieron lugar en el palacio de doña María de Aragón, donde ya habían estado reunidas en 1814, antes de su disolución por parte de Fernando VII. El rey asistió en 1820 al solemne acto de apertura y en el discurso del presidente de la asamblea no solamente se le exculpó de la actitud que había mantenido durante el anterior periodo de su reinado, sino que se le convertía en uno de los artífices del cambio político. En uno de sus escritos, Evaristo San Miguel hace referencia al ambiente festivo que imperaba en el pueblo madrileño con motivo de aquel acto. Los debates que tuvieron lugar durante las primeras sesiones se centraron fundamentalmente en cuestiones ideológicas. Fueron discusiones de carácter poco práctico y si se repasan las actas parlamentarías de aquellos días, se comprueba la pesadez de las largas exposiciones y la falta de preocupación por la resolución de los graves problemas reales que tenía planteados el país. Sin embargo, a partir del mes de agosto comenzaron a adoptarse medidas concretas y que tenían la intención de proseguir el proceso interrumpido en 1814. Algunas de estas medidas fueron más allá de las reformas adoptadas en Cádiz, como fue la supresión de los mayorazgos. En efecto, la ley de 27 de septiembre de 1820 suprimía toda clase de vinculaciones y establecía que el retorno de los bienes a la condición de libres se realizaría por mitad a lo largo de dos generaciones. La puesta en vigor de la ley del 6 de agosto de 1811 mediante la cual se suprimían los señoríos, aunque dejaba sin resolver el problema de la naturaleza de los derechos por los que los señores recibían sus rentas, hizo que de momento dejasen de pagarse los derechos señoriales. Las Cortes suprimieron las órdenes monacales y enajenaron parte del patrimonio de la Iglesia, suprimiendo el derecho que ésta había mantenido durante siglos de imponer cargas tributarias sobre todos los ciudadanos del país. Los bienes de los conventos suprimidos pasaban al Estado, quien los vendería en pública subasta. Estas medidas desamortizadoras dieron lugar a la venta de un número considerable de fincas de las órdenes suprimidas, que pasaron a manos privadas. La supresión de la Compañía de Jesús tuvo lugar mediante una medida aprobada el 4 de agosto, y se aprobó también que sus miembros podrían permanecer en España como simples sacerdotes seculares adscritos a sus respectivas diócesis. Mediante un decreto del 26 de septiembre, las Cortes perdonaron a los afrancesados y permitieron su regreso a España. Sin embargo, el perdón tenía algunas limitaciones y eso provocó el descontento de la mayoría de los 12.000 individuos que se acogieron a él. Muchos de ellos pasaron a engrosar las filas de los realistas, convirtiéndose así en influyentes y poderosos enemigos del régimen liberal. La segunda legislatura comenzó el 1 de marzo de 1821. El rey leyó el discurso de la Corona en la que incluyó una famosa coletilla, mediante la cual censuraba a los ministros de su gobierno. El conflicto había surgido entre el rey y las Cortes, pues aunque la Constitución otorgaba al rey la facultad de nombrar libremente a sus ministros, éste se veía obligado a designarlos de entre los elementos liberales, en los cuales, naturalmente, Fernando VII no tenía ninguna confianza. Por eso, la crítica que el monarca dirigió a su gobierno, nombrado el 1 de abril precedente, provocó su dimisión. El nuevo gobierno que el rey nombró inmediatamente, estaba compuesto entre otros por Eusebio Bardají en Estado; Mateo Valdemoro en Gobernación; Tomás Moreno Daoíz en Guerra y Antonio Barata en Hacienda. La labor de las Cortes en esta segunda legislatura fue una continuación de la anterior. Una de las medidas más eficaces que se adoptaron fue la de unificar la moneda circulante en España y en Ultramar, prohibiendo las transacciones en dinero francés que era habitual desde la época napoléonica. Se aprobó también la Ley Orgánica del Ejército el 9 de junio. Su propósito era el de crear un nuevo ejército al servicio de la sociedad y más eficaz. No tan afortunadas fueron otras disposiciones, como la de establecer una especie de censura laica sobre todos aquellos escritos considerados peligrosos, o el decreto que establecía penas severas para los infractores de la Constitución o para aquellos que tratasen de impedir su vigencia, o difundiesen doctrinas con el mismo fin, que ha sido calificado como vago por Gil Novales, puesto que podía convertirse en una palanca peligrosa contra la libertad de pensamiento. El 29 de junio de 1821 se aprobó el Reglamento general de Instrucción pública, estableciéndose tres niveles: el de la enseñanza primaria, universal y gratuita; el de la enseñanza secundaria, cuya formación correría a cargo de los Institutos que se crearían en todas la capitales, y el nivel universitario, con 10 universidades en la Península y 22 en Ultramar y con la creación de la Universidad Central de Madrid como establecimiento principal para toda España. Por decreto de 29 de junio los diezmos que los campesinos pagaban a la Iglesia fueron reducidos a la mitad y al día siguiente se cerraron las Cortes ordinarias y se anunció una convocatoria extraordinaria para el mes de septiembre siguiente. A esta nueva etapa de las Cortes corresponden las medidas que establecían una nueva división del territorio español en 52 provincias, que sería la base para la reestructuración de las circunscripciones administrativas aprobadas en 1833 y que ha llegado hasta nuestros días. Se aprobó también el Reglamento de Beneficencia, a partir del cual se crearían las Juntas Municipales de Beneficencia, responsables de estas cuestiones en cada una de las localidades españolas. Y finalmente, se aprobó el primer Código Penal español, que recogía y sistematizaba toda la compleja y diversa legislación que existía en España sobre la materia y que supuso un avance extraordinario en la racionalización de la justicia española. Entre los últimos meses de 1821 y los primeros de 1822, la impopularidad del gobierno moderado fue creciendo y la agitación en numerosas ciudades españolas ponía de manifiesto el alejamiento cada vez mayor del liberalismo popular de la política oficial desarrollada en Madrid. Los rumores de conspiraciones derivaron hacia acciones desproporcionadas, como fue el caso de la que se le atribuyó al sacerdote Matías Vinuesa, párroco de Tamajón. Sin pruebas suficientes y descontentos por los diez años de prisión a que había sido condenado por la justicia, las turbas radicales asaltaron la cárcel donde se hallaba encerrado y le destrozaron la cabeza a martillazos. A estas agitaciones populares contribuyó también la destitución de Riego, que había sido nombrado capitán general de Aragón, puesto para el que había sido nombrado después del fracasado intento de enviarlo a Galicia para evitar su presencia en la capital. Los rumores del posible republicanismo de Riego y de presuntas maniobras radicales dirigidas por el héroe de Las Cabezas, como la conspiración de Cugnet de Montarlot, provocaron su cese. En muchas ciudades españolas se organizaron manifestaciones de protesta y en Madrid, un numeroso grupo de ciudadanos de ideología exaltada que portaba un retrato de Riego y que estaba provocando disturbios en las calles, fue disuelto por el jefe político de Madrid en lo que irónicamente la prensa radical denominó la batalla de las Platerías. En otras ciudades, los incidentes fueron más graves, sobre todo en Sevilla, Cádiz, Málaga, Alcoy, Cartagena y Valencia. La revolución exaltada de 1821 amenazaba con desembocar en una confrontación armada generalizada entre los españoles. Cuando el gobierno recurrió a las Cortes para pedir su apoyo ante estas algaradas, no obuvo la respuesta que esperaba, y el 8 de enero de 1822 dimitieron algunos de sus componentes con Bardají a la cabeza. El 8 de enero de 1822, Fernando VII nombró el tercer gobierno liberal, con Martínez de la Rosa a la cabeza, en la cartera de Estado; José María Moscoso de Altamira en la de Gobernación, y Felipe Sierra Pambley en la de Hacienda. A pesar de la política de componendas practicada por este gobierno no fue posible llegar a un entendimiento entre los exaltados y los moderados, y en las elecciones a Cortes que se llevaron a cabo, obtuvieron la victoria los exaltados. Rafael de Riego fue nombrado presidente del organismo legislativo, cargo en el que solamente permaneció durante el mes de marzo. Hasta el verano de ese año, las Cortes adoptaron algunas medidas de carácter simbólico para exaltar la memoria de algunos héroes de la libertad, como Padilla, Bravo y Maldonado. Con respecto a los militares, las Cortes trataron de impedir nuevas insurrecciones militares mediante la elevación de los sueldos de los oficiales, pero sin éxito. Por lo pronto, la supresión de la brigada de los carabineros por decreto de 19 de mayo de 1822 provocó la sublevación de ésta. En Valencia tuvo lugar el 30 de mayo la sublevación de los artilleros que proclamaron a Elio capitán general. Reprimida la insurrección, el general Elio fue ejecutado. Pero los sucesos más graves tuvieron lugar en Madrid, en donde la Guardia de Infantería se sublevó, al parecer con la connivencia del rey y la familia real. La actitud resuelta de la Milicia Nacional consiguió el 7 de julio que esta sublevación absolutista, cuyos objetivos no estaban nada claros, fracasase.
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Junto a las instituciones de gobierno propias de la monarquía hay que señalar los órganos de representación de cada reino, en los que estaban presentes los distintos estamentos que formaban su tejido social. En la Corona de Castilla las Cortes habían perdido la mayor parte de su fuerza política tras la derrota de las Comunidades en 1521, situación que se deteriorará aún más a partir de 1538, en que dejan de asistir la nobleza y el clero, convirtiéndose en una asamblea integrada únicamente por los procuradores de las ciudades con voto en Cortes -dieciocho, que luego se amplían a veintiuna-. Estos procuradores, dos por cada ciudad, representaban únicamente los intereses de las oligarquías urbanas, no los del reino, y a menudo ni eso, ya que la Corona a través de los corregidores controlaba su nombramiento y los poderes que recibían. Las Cortes, despolitizadas, aunque en ocasiones presenten quejas, se limitan a aprobar la concesión de servicios, estableciendo su cuantía y las condiciones de su administración. No obstante, desde 1601 en adelante las ciudades tuvieron un mayor protagonismo al conseguir que una comisión administrara el servicio de millones, surgiendo así una hacienda del reino paralela a la del rey. Los esfuerzos del conde-duque de Olivares por eliminar el poder de las oligarquías urbanas en materia fiscal será permanente a lo largo de su valimiento, pero los mayores triunfos los cosechará Luis de Haro en la década de 1650, consiguiendo que la Comisión de Millones se incorpore al Consejo de Hacienda, perdiendo con ello las Cortes su capacidad de resistencia a los deseos del soberano. Este proceso se consolida en el reinado de Carlos II, etapa en la que dejaron de convocarse las Cortes, optando la Corona por negociar directamente con las ciudades su participación en la concesión -mejor sería decir prórroga- de los servicios. Buena prueba de lo dicho es que el monarca, usando de su regalía, sin convocar a las Cortes, resuelve decretar la supresión de los millones acrecentados en tiempo de Felipe IV y la rebaja a la mitad de los cientos concedidos por el reino entre 1639 y 1663. Las Cortes de Navarra, compuestas por el brazo eclesiástico, el militar -o nobiliario- y el de las universidades ciudadanas, tenían en teoría mayor capacidad de actuación e independencia de la Corona que las de Castilla, ya que entre sus funciones se encontraba la de denunciar los agravios o contrafueros cometidos por el rey -o sus representantes- y exigir su reparación antes de conceder subsidios, si bien en la práctica, al menos durante el siglo XVII, casi siempre se atuvieron a las peticiones del virrey, quien procuró relegar a un segundo plano sus demandas, lo que puede explicar la frecuencia con que fueron convocadas -doce veces en el reinado de Carlos II-. Desde 1576 disponía de una Diputación permanente encargada de proteger las leyes promulgadas por las Cortes y de administrar los servicios aprobados por el reino. Las Cortes de Cataluña, formadas por tres brazos o estamentos (el eclesiástico, el militar y el popular o real), tenía funciones legislativas y de administración de los servicios concedidos al monarca. Sus acuerdos se tomaban tras ser deliberados y aprobados por cada uno de los estamentos por separado, produciéndose la paralización de las negociaciones en el caso de dissentiment de uno de los brazos. Cuando las Cortes eran disueltas la Diputación o Generalitat, integrada por tres oidores y tres diputados, asumía la función de recaudar los subsidios concedidos al rey, así como de defender las leyes o fueros del Principado. Su importancia fue creciendo debido en gran medida a la actitud reticente de la Corona en convocar Cortes, pues Felipe III las reúne una sola vez en 1599 y Felipe IV lo hace en dos ocasiones, en 1626 y en 1632. En Aragón, las Cortes estaban constituidas por cuatro brazos, pues el nobiliario se dividía entre la nobleza titulada (ricos hombres) y los simples caballeros o hijosdalgo. Como en Cataluña, cada brazo deliberaba por separado y además cualquier diputado podía interponer un agravio, protestando por alguna acción u omisión del rey o de sus representantes, iniciándose, desde el momento en que era admitido por las Cortes, su reparación, en la que intervenía el Tribunal de Justicia, paralizándose la convocatoria en tanto no se obtuviese satisfacción del monarca. La Diputación permanente, integrada por ocho diputados (dos por cada brazo), tenía funciones fiscales y políticas: administraba los servicios otorgados a la Corona y estaba facultada para perseguir a los oficiales regios que vulnerasen con su actuación las leyes y libertades del reino. A partir de las alteraciones vividas en Aragón en 1591 las Cortes perdieron gran parte de su independencia respecto a la autoridad real, ya que en los fueros de 1593 se dispone que puedan actuar con la ausencia de alguno de sus brazos, los cuales, por otro lado, no es preceptivo desde este momento que estén constituidos por la totalidad de sus diputados. En el siglo XVII se reunieron sólo cuatro veces, dos de ellas en el reinado de Carlos lI. Finalmente, las Cortes de Valencia estaban integradas por los tres estamentos (eclesiástico, militar y popular o reial). Cada brazo actuaba con independencia de los demás, y a menudo con gran hostilidad, tomando sus acuerdos por mayoría, salvo el militar que los adoptaba por unanimidad. También aquí existía el mecanismo de presentar agravios, que podían ser de tipo general -contrafuero o de índole particular. La Generalitat o Diputación, compuesta por seis diputados, dos por cada brazo, era el organismo encargado de fiscalizar los servicios prestados por las Cortes y de velar por el cumplimiento de los fueros.
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Durante los Austrias, el pacto y la fricción entre el rey y los diversos reinos tenían lugar en el acto de la celebración de Cortes. La Monarquía tenía un carácter pactista y la fórmula política esencial se basaba en el binomio Rex-Regnum. Esta constitución política era, doctrinaria y prácticamente, inaceptable para el marco político que el absolutismo precisaba imponer, pues la consideraba de facto gravemente limitadora de un poder real que requería mayor agilidad, eficacia y fuerza en el trepidante contexto del Setecientos. Aunque en los primeros siglos de la modernidad las Cortes habían ido perdiendo paulatinamente fuerza, fue el Siglo de las Luces el que declaró su defunción al ser consideradas por los reformadores ilustrados como un vetusto vestigio de la antigüedad que no servía más que para entorpecer la suprema labor real de conseguir la felicidad y el progreso de los súbditos y la nación. Es más, para los nuevos gobernantes las Cortes representaban los intereses sociales corporativos que, si bien no debían ser eliminados, sí que tenían que pasar a un estado de subordinación en favor de las directrices soberanas. Con este ideario de fondo, no debe extrañar que las Cortes tuvieran una lánguida vida a lo largo de todo el Setecientos. Las Cortes forales aragonesas fueron eliminadas y únicamente Navarra conservó sus prerrogativas y funciones. De hecho, las Cortes de Castilla se convirtieron en las de toda España al acudir a las mismas los antiguos integrantes de las diversas asambleas aragonesas. De las cuatro celebradas (1712, 1724, 1760 y 1789), convocadas por ciudades y no por estamentos, sólo las dos últimas tuvieron alguna trascendencia. Las reunidas en 1760, porque fueron las primeras de Carlos III y porque los diputados de la Corona de Aragón presentaron el conocido Memorial de Greuges solicitando una mayor individualización política de los viejos reinos. Las Cortes de 1789, convocadas en pleno estallido revolucionario francés, han sido motivo de controversia sobre su importancia. Para unos autores no fue más que una reunión rutinaria, mientras que para otros el contenido de sus temas anunciaba un primer jalón de las futuras Cortes de Cádiz en 1812. Todo parece indicar, sin embargo, que acabaron resultando unas reuniones típicas del absolutismo ilustrado. Pese a poner en candelero temas de relevancia como la Ley Sálica que regulaba la sucesión a la corona, los límites del mayorazgo o la práctica de cercamientos de tierras, las interesadas reacciones de muchos procuradores, no aceptando las diversas medidas liberalizadoras impulsadas por Campomanes y Floridablanca, dejaron a la reunión sin resultados tangibles. Tampoco la Magistratura española pudo jugar un papel de contrapeso legal frente al progresivo poder omnímodo del rey. No era una situación extraña, puesto que en Occidente la impartición de la justicia siempre había estado muy ligada a las tareas reales, siendo de hecho una regalía. En el caso del Setecientos, fueron las chancillerías y las audiencias las que continuaron llevando el peso de la justicia civil y criminal. Estos organismos estaban compuestos por un número variable de letrados, oidores para las causas civiles y alcaldes del crimen para los asuntos violentos, presididos por un gobernador o regente. Según su importancia estaban organizados en salas que tenían jurisdicción privativa sobre determinados temas o territorios y en las que actuaban como veladores de los intereses públicos los fiscales, figura que tanta importancia fue adquiriendo en la práctica judicial del siglo. También en materia judicial pretendieron los gobernantes borbónicos conseguir uniformidad y eficacia. Las audiencias de la antigua Corona de Aragón fueron equiparadas a las de Castilla a través de los decretos de Nueva Planta. En aquellos territorios, sin embargo, menudearon los desacuerdos entre audiencias y capitanes generales, discrepancias que intentaron salvarse con la instauración de la figura del Real Acuerdo, que venía a poner obligatoriamente paz entre las divergencias institucionales. La eficacia del mismo fue relativa, pero en cualquier caso supuso su extensión a otros territorios españoles. Desde el punto de vista técnico, las mayores novedades se produjeron en tiempos de Carlos III, al quedar definitivamente consolidados los alcaldes de cuartel o del crimen que actuaban en cada distrito dentro de las ciudades con audiencia, que eran las principales del reino, aunque al parecer con poca diligencia. Así pues, la mayoría de las audiencias y chancillerías llevaron una vida plácida y rutinaria, sin grandes variaciones orgánicas, con la presidencia política del capitán general y las responsabilidades judiciales en manos del regente. En algunas audiencias de la Corona de Aragón ocurrió también que la mayoritaria presencia de jueces y fiscales autóctonos, al lado de los que ocupaban las plazas nacionales, los convirtió en ocasiones en cuasi representantes de las clases regionales, con preferencia sobre las que tenían mayores privilegios sociales. Desde luego, en cualquier caso, los aires de la separación de poderes continuaron ausentes. Aunque se levantaran las críticas de algunos reformadores más radicales, la concepción general fue creer que los magistrados eran el necesario apoyo judicial de un monarca incontestable precisado de ayuda en el momento de impartir la justicia. De ahí que los monarcas del Setecientos continuaran con la inveterada atribución de nombrar a los responsables de la justicia.
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La imagen clásica de la agricultura china está vinculada al arroz, pero el producto agrícola por excelencia en la antigua China fue el mijo. A mediados del primer milenio después de Cristo empieza a despegar el cultivo del trigo, debido a la mejora de los sistemas de molienda, mientras que el arroz llegó algo después, gracias a la expansión del regadío en las regiones del sur y del valle del Yangzi. El sistema comercial español, a partir del siglo XVI, permitió la llegada a China de nuevos productos procedentes de América, como el boniato, la patata, el tabaco o el maíz. A partir del siglo XVII se estableció regionalmente la producción, utilizándose el río Yangzi como línea delimitadora: en el norte se cultivaría trigo y el sur quedaría casi reservado para el arroz. Los terrenos de zonas montañosas estarían ocupados por toda una amplia variedad de cultivos. Desde el siglo XIV las ropas fueron confeccionadas con algodón, introducido en China desde la India y el sureste de Asia. Hasta esa fecha, el cáñamo o el ramio eran las fibras utilizadas por la amplia masa de población para la confección de vestidos, mientras que las clases acomodadas vestían con ropas de seda. La mejora fue considerable ya que el algodón abriga más que el cáñamo, absorbe mejor la humedad y la cantidad de cultivo por hectárea es mayor. La agricultura china también proporciona una amplia variedad de productos autóctonos, como variedades de guisantes, melones amargos o coles entre las verduras o lichees y longans entre las frutas, sin olvidar el cultivo del arbusto del té, la soja, el árbol tong -empleado su aceite para impermeabilizar o insecticida-, el árbol de laca o el bambú. Desde el siglo XVII se produjo en China un significativo aumento del cultivo del tabaco, mientras que el opio empezó a cultivarse como droga a principios del siglo siguiente, si bien su zumo se había empleado como calmante en la medicina china tradicional. El cultivo de adormideras provocó el despegue económico de Manchuria y el sureste chino durante el siglo XIX y principios del XX. Debido a la escasez de zonas de cultivo, en las regiones más cálidas se aumentó la producción, recogiéndose dos cosechas, bien de arroz o arroz y trigo. Incluso en ocasiones las verduras proporcionan una tercera cosecha. El sistema de rotación de cultivos vendría motivado por la conservación de la fertilidad del suelo y para evitar las plagas, desconociéndose la práctica del barbecho. En algunas regiones se llegaría a incrementar la producción empleando cultivos en simbiosis -plantar judías en torno a las moreras- o simultáneos -siembra de judías entre las zanjas de arroz-.
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Tras su regreso, se abría una etapa en el reinado de Fernando VII en la que a las dificultades propias de una situación de enfrentamiento abierto entre los españoles por razones de ideología política, había que sumarle los problemas lógicos de un país recién salido de una larga guerra en la cual habían sido destruidos los resortes principales de la economía, así como algunas de sus principales fuentes de riqueza. La tarea que tenía por delante el monarca y su gobierno no era nada fácil, y eso explica -como ha señalado J. L. Comellas- el carácter efímero de los gobiernos que se sucedieron durante este periodo de seis años. En efecto, se produjeron frecuentes crisis ministeriales, que respondían tanto a la magnitud de los problemas que había que resolver, como a la incapacidad de los hombres que designó el monarca para afrontarlos. Nadie cree ya que esos cambios fuesen debidos a la caprichosa voluntad de Fernando que quitaba y ponía ministros por el solo hecho de ser cortos de vista o de caerles mal a alguno de los íntimos amigos que se reunían con él en la camarilla, esa salita aneja a la que utilizaba oficialmente para sus despachos en el Palacio Real, y entre los que había personajes tan curiosos como el aguador de la fuente del Berro, o el embajador ruso Tatischeff. No, las sustituciones ministeriales se producían porque ante el fracaso repetido había que probar nuevas fórmulas que fuesen eficaces. Comellas ha señalado cómo el ministerio que fue objeto de mayor número de sustituciones fue el de Hacienda, que era el que tenía que enfrentarse a los problemas más difíciles. El que menos cambió fue el de Marina: sencillamente porque no había apenas barcos después de los desastres de principios de siglo. En 6 años hubo 28 sustituciones, lo que indica -en un sistema político absolutista- la gravedad de la situación. La restauración de la Monarquía absoluta había significado el restablecimiento de las viejas instituciones, como el Consejo de Castilla, el de Indias, el de Hacienda, el de Ordenes, el de Guerra y el de la Inquisición. Sin embargo, lo que caracteriza al sistema de gobierno que se había restablecido es que no se advierte una línea política definida. Todas las decisiones son producto de bandazos sin rumbo que no responden a ningún proyecto concreto. El Estado ofrecía una situación de absoluta miseria y hasta en la política exterior se ponía de manifiesto la impotencia de España, cuando en las negociaciones por la Conferencia de Viena se le concedió a María Luisa, esposa de Napoleón, el estado de Parma, arrebatándoselo a una hermana de Fernando VII, o cuando se suprimió la trata de esclavos, que dañaba también los intereses de los españoles. La debilidad de España en estos momentos en el plano internacional la relegaba a una potencia de segundo orden. El ministro de Estado Cevallos fue sustituido por García de León y Pizarro y, en diciembre de 1816, fue nombrado como ministro de Hacienda Martín de Garay. El intento de reforma que Martín de Garay quiso sacar adelante es uno de los esfuerzos más interesantes que pueden destacarse de este periodo. Su reforma estaba desarrollada en la llamada Memoria de Garay y se basaba en tres puntos: 1) La propuesta de fijación de los gastos de cada ministerio. 2) La propuesta para cubrir el déficit con una contribución extraordinaria. 3) Abolición de las rentas provinciales y su sustitución por una contribución especial que se repartiría por todas las poblaciones del reino. Esta tercera propuesta era una alternativa a la segunda y fue en realidad la que prevaleció. De cualquier forma, tanto una como otra, lo que hacían era aumentar la presión sobre el ya maltrecho contribuyente. En cuanto al problema de la deuda pública, Garay propuso pagar una parte de los intereses en metálico y el resto en papel de crédito. Con ese procedimiento pretendía enjugar los más de once mil millones de deuda pública. Sin embargo, como ese papel de crédito sólo podría utilizarse para la compra de fincas que vendiese el gobierno y eso era en realidad una desamortización de bienes, tropezó con la oposición de los más conservadores y del mismo rey. Así pues, la reforma fracasó. Como afirma Fontana, el gobierno absolutista caía en una contradicción: por una parte quería mantener íntegra la estructura del Antiguo Régimen en una Europa que cambiaba rápidamente, pero por otra necesitaba obtener los recursos necesarios para solucionar sus graves problemas económicos y hacendísticos, y eso no podía hacerse sin que se viese afectada esa misma estructura.
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Entre los años 30 y 50, a la vez que el Movimiento Moderno alcanza su mayor difusión internacional, comienzan a plantearse las primeras críticas a sus soluciones, aunque en muchas ocasiones procedían desde el interior del mismo. Justo cuando parecía que la Torre de Babel alcanzaba su culminación, de cada una de sus plantas y cuartos, y también desde el exterior, comienza una operación generalizada de desmontaje que, sin negar en todos los casos el valor de lo conseguido, sí plantea una revisión profunda sobre la pertinencia de la nueva arquitectura.Unas veces las críticas proceden de la tradición académica, de la arquitectura de siempre, otras de un cuestionamiento del nuevo estilo planteado por sus propios protagonistas, sin olvidar las propuestas que persiguen continuar adelante, haciendo de la utopía tecnológica el único valor de progreso mensurable científicamente. Mientras tanto, algunos maestros repiten lo ya dicho, como si en ese ejercicio residiese el argumento de la modernidad. Repetición que, en otras ocasiones, constituye un simple atentado especulativo en la gran ciudad, en la metrópoli capitalista.Lo que en las artes figurativas ha sido denominado como un regreso al orden, en la arquitectura parece un momento de calma, de reflexión. Es más, al racionalismo del Movimiento Moderno comienza a exigírsele la necesidad de representar monumentalmente al poder, algo que no es exclusivo de los regímenes fascistas o excepcionales de esos años.La imagen de una arquitectura apoyada en la proporción, el equilibrio y la calma figurativa estuvo en la base de muchas propuestas. También la cita de elementos aislados en contextos nuevos, ya fuera como último lamento por una pérdida irreparable, o como sublime ironía, tuvo otros adeptos. Por otro lado, son numerosos los proyectos y realizaciones que retoman la idea del repertorio clásico para hacer un discurso intelectual sobre la especificidad de la arquitectura en dialéctica con la revolución figurativa y tecnológica de las vanguardias, especialmente en polémica con el constructivismo soviético y con el futurismo italiano.Podría decirse que, en realidad, no se estaba sino actuando provocadoramente sobre algunas secretas aspiraciones clasicistas del Movimiento Moderno. Si es cierto que muchas de esas arquitecturas respondían a la voluntad ideológica de construir espacios jerárquicos y monumentales que expresasen simbólicamente la imposición del poder fascista o estalinista, también hay que advertir que muchos de los problemas planteados desde esa perspectiva habrían de resultar revulsivos en el debate arquitectónico.En la Unión Soviética, el socialismo real impidió las utopías, ya que éstas estaban construyéndose cotidianamente, según entendían los dirigentes políticos. Es más, muchos de los arquitectos de la vanguardia constructivista no olvidaron la lección del clasicismo, entendido no sólo como cita aislada. Golosov, por ejemplo, había proyectado un crematorio en 1919 con el lenguaje arquitectónico de los templos de Paestum. Los hermanos Vesnin proyectaron el Narkomtjazprom para Moscú, en 1934, como una síntesis de tipologías y lenguajes de origen clasicista. Esa relación con la historia del clasicismo se enriquece constantemente recurriendo a motivos y tipos que han sido siempre objeto de meditación. En este sentido, es interesante recordar la galería de columnas del proyecto, realizado por V. F. Krinski, en 1948, para una ciudad de artistas, o el tema ilustrado del túnel, tal como lo entiende Fomin en algunas estaciones del metro de Moscú, o, por último, la singular idea de citar el templo romano de Baalbek para una estación del mismo metro en un proyecto de L. Teplickj, de 1934.En Italia, como en España, el debate es complejo. Más rico en el país vecino, podría señalarse que un nuevo espíritu clásico parecía comprometer los lenguajes, las ciudades y las tipologías, desde el silencio metafísico de las arquitecturas pintadas de De Chirico o Savinio, que entendían el arte como memoria, a la casi inverosímil polémica entre M. Piacentini y U. Ojetti sobre el uso del arco y la columna.