Los conocimientos sobre ciencias y técnicas no tropezaron con las mismas resistencias que la filosofía. Por el contrario, sus cultivadores musulmanes demostraron un ingenio excelente a la hora de transmitir saberes de la Antigüedad o de otras civilizaciones y de conseguir nuevos descubrimientos en diversos campos. En este aspecto, más que en otros, la cultura clásica musulmana fue un eslabón imprescindible en la cadena histórica del conocimiento. Difundieron el uso del cero, de origen indio, y de los guarismos, que los europeos no aceptarían plenamente hasta el siglo XI, progresaron en materias de álgebra y trigonometría, en óptica, al estudiar el principio de refracción, en química -a ellos se debe la obtención del alcohol y los primeros métodos de destilación-, en mecánica, al construir complicados autómatas, en medicina, donde los saberes sintetizados en los libros de Avicena o Averroes se estudiaron durante muchos siglos, o en la descripción de la tierra y del cielo, pues mejoraron las técnicas de medición de meridianos, difundieron la utilización del astrolabio y mantuvieron una cartografía menos trabada que la cristiana de la época por elementos simbólicos. Hay que relacionar esto con la curiosidad y capacidad descriptiva de sus viajeros y geógrafos desde el siglo IX al XI, aunque todavía en la primera mitad del XIV se halla la figura extraordinaria de Ibn Batuta: el espacio islámico, en contacto con tantas tierras, mares y culturas, y la importancia de las relaciones comerciales contribuyen a explicar la obra de geógrafos como Ibn Jordadbeh o Qudama ben Ga'far, y de viajeros como el autor de la "Relación de China y de la India" (año 851) o como Ibn Fadlan, que escribe en el 921 su relato del viaje al país de los búlgaros del Volga. Posteriormente, autores como Ibn Rustah, Mas'udi, Ya'qubi, Ibn Hauqal o al-Muqaddasi, entre otros, combinan descripciones de tierras y de sociedades con datos preciosos para la historia de su tiempo. Es notable que el Islam clásico no haya conocido un desarrollo historiográfico comparable; al fomentar su religión, tal vez más que otras de la época, un estado general de menosprecio hacia el valor creativo del tiempo, y ofrecer por otros medios guías morales o sociales, la historia ni es cauce de reflexión filosófica ni tampoco vehículo para el ejemplo moral; queda reducida al relato de conquistas, acontecimientos dinásticos, anales palatinos o urbanos, y al género, tan peculiar, de los diccionarios biográficos. La ignorancia del pasado preislámico hace que rara vez se consideren los modelos historiográficos de culturas anteriores, al contrario de lo que ocurría en el mundo cristiano de aquella época: en este aspecto, como en el filosófico, la divergencia cultural aumentaría con el paso del tiempo.
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Hasta la dominación islámica no puede hablarse de la existencia de una ciencia judía propiamente dicha. Bajo la tranquilidad y prosperidad que aportaron los árabes fue cuando comenzó a florecer una ciencia hebrea, favorecida por el afán integrador que tuvieron los musulmanes hacia las mentes judías más preclaras. Matemática, astronomía, medicina, cosmología, etc. fueron conocimientos ya desarrollados bajo los árabes, pero que recibieron una importante aportación judía. El primer científico judío que escribió en árabe fue el astrónomo egipcio Masa Alla (770-820), aunque antes que él es posible que hubiera varios judíos egipcios que destacaron en la ciencia médica. También en Kairuán fue estudiada la medicina, destacando las figuras de Isaac Ibn Amran (m. 908) e Isaac ben Salomon Israelí (h. 855-955), el Isaac Judaeus de los cristianos. Las obras de este último tuvieron gran influencia en la ciencia médica occidental gracias a ser pronto traducidas al latín. Su Tratado de las fiebres fue un auténtico vademecum de su tiempo. Isaac Judaeus influyó directamente en el Canon de medicina de Avicena el persa (987-1037). A partir del siglo X el epicentro de la ciencia árabe y judía se traslada a la España musulmana, gracias a un episodio accidental. En el año 948 el emperador de Constantinopla envía al califa de Córdoba un manuscrito de la obra de Dioscórides De Materia medica. Puesto que nadie en al-Andalus sabe griego, el califa solicita un traductor al emperador, quien le envía al monje Nicolás en el año 951. Éste abrió una escuela clásica en Córdoba en la que estudió como discípulo el judío Hasday ibn Saprut (915-70). Ambos tradujeron al árabe la obra de Dioscórides, siendo ellos los primeros occidentales en introducir escritos griegos en el mundo árabo-parlante. Además, destacan figuras como las de Yona ibn Biclaris, Moisés Sefardí -convertido al cristianismo y llamado Pedro Alfonso-, Abraham bar Hiyya o el astrónomo Abraham ibn Ezra. Además, la labor judía de puente cultural entre oriente y occidente cuenta con la labor de traductores como Johannes Hispalensis- de nombre árabe Ibn Daud-, Gerardo de Cremona, Samuel ibn Tibbon, Moisés ben Samuel Ibn Tibbon, Jacob Anatoli, etc. El papel más destacado de la ciencia judía lo ocupa Maimónides, judío cordobés que acabó asentándose en El Cairo y que tuvo una importancia fundamental en el desarrollo de la matemática y la medicina. Los judíos aragoneses alcanzaron gran importancia en la elaboración de mapas, muchos de los cuales fueron hechos en Mallorca, donde radicaba una escuela de cartógrafos. Destaca la figura de Abraham Cresques. Hacia mediados del siglo XIII los centros de cultura judía pasan al norte de Italia y Francia. La escuela médica de Italia cuenta con figuras como Bonacosa, que vertió el Colliget de Averroes, o Jacob de Capua. En Francia trabajan el astrónomo Jacob ben Makir o Levi ben Gerson. La expulsión de los judíos españoles significará el punto máximo del declive de la ciencia judía española, aunque todavía durante el siglo siguiente serán judíos sefardíes o marranos españoles quienes continúen la actividad científica y traductora. Es preciso citar entonces a Judá Verga de Lisboa, Jacob Mantino, Abraham Zacuto o Pedro Nunes. La ciencia judaica recae en los judíos sefardíes entre los siglos XVI y XVII, aunque a partir del XIX serán los ashkenazíes quienes monopolicen los estudios.
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La evolución de la Física durante la centuria que nos ocupa la podemos caracterizar por dos hechos: los importantes avances realizados en dos terrenos tradicionales: electricidad y calor, y la aparición de un saber nuevo en su seno: la meteorología, ligado hasta ahora a la astronomía. La investigación sobre el calor fue la primera en obtener resultados. Black (1728-1799) estableció esta ciencia sobre bases cuantitativas a comienzos de los sesenta y observó que, al contrario de lo que se pensaba, el termómetro no medía la cantidad de calor sino la intensidad e ideó un método para medir aquélla. La observación del tiempo distinto que tardaban agua y mercurio en calentarse le llevó a formular la tesis de que las sustancias tienen distinta capacidad de calor, que no depende de su densidad. Este término lo sustituyó en 1780 por el de calor específico, establecido siempre por relación al agua. También descubrió el calor latente partiendo de los procesos de fusión y de vaporización. En ambos casos la temperatura sube al finalizar o antes de comenzar el proceso, respectivamente, pero no durante él. Este descubrimiento fue trascendental para el perfeccionamiento de la máquina de vapor. También se intentó saber más sobre la naturaleza del calor, acerca de la cual había dos teorías: la que lo consideraba una forma de movimiento y la que lo creía una sustancia material. Siguiendo la segunda, sir Benjamín Thompson (1753-1814) trató de pesarlo; sus medidas fueron las más exactas, pero al no encontrar cambio al modificar la temperatura del agua, concluyó que debía de ser "algo tan infinitamente raro, ..., que echa por tierra todos (los)... intentos de descubrir su gravedad". Por consiguiente, el calor sería más bien alguna forma de movimiento. Sabido que los termómetros medían la intensidad de calor, se buscaron métodos más exactos que el rudimentario aparato del mismo nombre creado por Galileo. Los tres tipos de medidas que hoy conocernos aparecieron entonces de la mano de tres sabios de tres países distintos: el alemán Fahrenheit (1686-1736), quien además de construir su escala sustituyó el alcohol de la columna por el mercurio, más estable y visible; el sueco Celsius (1701-1744), que fija una escala distinta, centesimal, y participa en la expedición a Laponia; y el francés Rèamur (1683-1757), cuya escala es de 80 grados y cuyas aportaciones a las industrias del acero y la porcelana fueron, en realidad, más importantes. Los trabajos sobre electricidad, por su parte, empezaron siendo no más que un divertimento para terminar conduciendo a la construcción de aparatos que la producían y permitían su control. El británico Priestley (1733-1804) resumió sus principios y teorías, estudiando la luz lateral y sugiriendo que la ley de atracción eléctrica era una ley de cuadrado inverso. Tal hipótesis fue probada por Coulom (1736-1806) que le da su nombre. Además, encuentra que la repulsión mecánica y la atracción magnética responden, también, a idéntica ley. Uno de los experimentos que tendrá mayores consecuencias en el terreno de la electricidad es el del holandés Van Musschenbroeck (1692-1761) en 1745. Con su botella de Leiden, vidrio delgado recubierto con una lámina de estaño de la que sale una varilla metálica que acaba en esfera, consigue por vez primera una descarga eléctrica y el experimento se convierte en moda. Poco después, el padre Nollet (1700-1770) consigue electrificar a 180 soldados y 300 monjes asidos a una barra metálica. Empero, la aplicación práctica más útil vino de América, donde Benjamín Franklin (1706-1790), en 1752, consigue "arrancar el rayo al cielo", como se dijo en la época, con una cometa terminada en punta de hierro y unida al suelo por un cable. El pararrayos se había inventado y el primero se colocó ocho años más tarde en el faro de Plymouth. Siguiendo en este terreno, el profesor de la universidad de Bolonia, Galvani (1737-1798), observó que si aplicaban descargas eléctricas a la pata de una rana aquélla sufría convulsiones siempre que estuviera conectada a tierra por un conducto eléctrico. El hecho, considera, es susceptible de doble interpretación: bien puede deberse a la existencia de electricidad animal, bien ser un efecto del contacto entre dos metales distintos. Galvani se inclina por la primera explicación, siendo muy pronto contestado por su compatriota Volta (1745-1827) para quien la verdadera causa estaba en la segunda. En 1800, al construir su famosa pila demostró lo acertado de su idea. Se trataba de una serie de discos de cobre y zinc apilados de forma alternada y separados por rodetes con agua acidulada. Un hilo metálico, a través del cual pasaba la electricidad, unía el primer disco de cobre y el último de zinc. Se había descubierto la corriente eléctrica y aunque el invento fue perfeccionado en el siglo siguiente, su principio básico permaneció inamovible. En cuanto a la meteorología, se convirtió en uno de los primeros ejemplos de física aplicada. Luc (1740-1815) perfeccionó el barómetro y la determinación a través de él de las altitudes. El padre Cotte (1740-1815), autor de un Tratado de meteorología (1774), observó los fenómenos atmosféricos, presentó teorías y publicó datos sobre períodos largos de tiempo. Lo que más preocupaba era, cómo no, la medición exacta y la recogida de la mayor cantidad de datos posibles. En este sentido es de destacar la labor de la Sociedad meteorológica palatina creada en 1780 por el elector de Baviera. Hasta los años noventa estuvo recogiendo las informaciones enviadas por 57 estaciones extendidas desde Siberia a Norteamérica.
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Según el mariscal Malinovsky, durante la ofensiva soviética y la toma de Stalingrado, fueron capturados o destruidos 2.000 tanques, 2.000 aviones, 10.000 piezas de artillería y no menos de 50.000 vehículos. Las cifras parecen hinchadas, pero el Estado Mayor alemán reconoció que había perdido seis meses de producción de blindajes y vehículos, cuatro meses de producción de artillería y dos meses de producción de armas individuales. En el frente de Stalingrado, entre julio de 1942 y febrero de 1943, ambos contendientes tuvieron 1.400.000 bajas, de las que más de medio millón perdieron la vida (16). Ante la tragedia, que conmovió hasta sus raíces al ejército alemán, Hitler ordenó la formación de un nuevo VI Ejército que hiciera olvidar al desaparecido junto al Volga. Sólo una espina parecía hacer sangre en el Führer: la rendición de Von Paulus: "Cuando mueren tantos soldados y luego te viene un individuo así... y en el último momento enfanga el heroísmo de tantos otros. Podría librarse de todas sus penas y entrar en la eternidad, en la inmortalidad de la gloria nacional y ha preferido irse... ¡a Moscú! ¿Como puede concebirse una elección así? Es una locura". Al parecer, lo único que Hitler no podía perdonar a Von Paulus es que no se hubiera descerrajado un tiro en la cabeza antes de rendirse. Entretanto, la guerra cambiaba de signo. En adelante, Alemania caminaba hacia la derrota.
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La ciudad de Praeneste, muy vinculada a Roma y latinoparlante como ella, pese a la fuerte implantación etrusca, se distinguió desde mediados del siglo IV por su afición a las cistas de bronce, las cajas cilíndricas primorosamente decoradas por el mismo procedimiento que la otra rama de la misma industria, los espejos. El procedimiento en cuestión era el grabado a buril, algo que los griegos habían cultivado con esmero en época arcaica, pero dejado decaer a partir de entonces. El grabado a secas del bronce era puro diseño, sin contraste de color. Carecía incluso de la bicromía que estaba al alcance del más modesto de los pintores cerámicos. A lo más a que el grabador del bronce podía llegar era a repasar con pintura blanca los surcos abiertos a buril. Pues bien: a pesar de ello, los italianos de Toscana, del Lacio, de Campania, dejaron asombrosas muestras de su genio para el diseño. La más portentosa de las cistas prenestinas llegadas a nosotros es la que por el nombre de su propietario del siglo XVIII se conoce como Cista Ficorónica. Su autor, posiblemente campano, dejó en ella una inscripción en que además de su nombre nos dice haberla hecho en Roma: Novios Plautios med Romai fecid (= Novios Plautios me hizo en Roma), bien porque tuviera allí su taller, bien porque hubiese de ir a ella para tomar apuntes del cuadro que le sirvió de modelo, una argonáutica como la del griego Kydias, cuadro que entonces podía encontrarse ya en la Ciudad Eterna como lo estaba en el siglo I. Una segunda inscripción nos dice que Dindia Macolnia fileai dedit ( = Dindia Macolnia la dio a la hija), donación realizada ya en Praeneste donde las familias de los Dindios y los Macolnios están acreditadas plenamente. Según el estudio más minucioso realizado hasta la fecha, Novios Plautios, el grabador, tuvo ante sí una pintura griega que adaptó intercalando en ella motivos itálicos, de manera que en el centro de cada una de las dos mitades del friso de los argonautas hubiese una figura que llamase la atención del espectador y transmitiese su ritmo al hemisferio de la composición que le correspondía: el castigo de Amykos o la fuente de agua. Amykos era uno de aquellos bárbaros que constituían un peligro mortal para los viajeros antiguos que tuvieran la desdicha de topar con ellos. Cuando la nave Argos, en ruta hacia la Cólquida, en busca del Vellocino de Oro, atracó en el país de los bébrices de Bitinia para hacer aguada, el rey de la localidad trató de impedírselo de la forma acostumbrada, desafiando al más fuerte de sus tripulantes a medir con él sus fuerzas en el pugilato. Pólux, uno de los Dioscuros, aceptó el reto, se calzó los cesti como guantes y venció al provocador. En el momento reflejado por el cuadro, un Amykos vencido y desconcertado es atado al tronco de un laurel donde será abandonado a su suerte: una Atenea de aspecto e indumentaria muy etruscos, comparable a la Minerva de Arezzo, asiste al vencedor, mientras una Victoria (desnuda, como es frecuente en Italia) se dirige a él con una corona. La nave Argos, atracada de popa en la ribera, y la fuente, provista de una gárgola en forma de cabeza de león, ambientan el cuadro. Entre los argonautas hay un Paposileno, del folklore religioso italiano, que cubierto de una piel de animal da ánimos con sus puños a un argonauta que se entrena boxeando con un saco de cuero. Los cesti, que Pólux lleva puestos, aparecen en las ánforas panatenaicas a partir del 336, una observación de Beazley que da un terminus post quem muy preciso para el original que Plautios tuvo como modelo. Por otra parte, las tres figuras de Diónysos y dos sátiros que coronan la tapa de la cista, ejecutan la versión itálica del contraposto griego, de modo muy similar a un Dioscuro de Nápoles fechado por Langlotz en el año 300. Por ello se data la ejecución de la cista en los últimos años del siglo IV.
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Hay que partir de una primera consideración: Roma se sirvió de la ciudad como instrumento para organizar los territorios y como medio de control y, a la vez, de integración de las poblaciones de Italia y de las provincias. Pero no todo el territorio del Imperio estaba subdivido entre las diversas ciudades. Los distritos mineros fueron siempre propiedad del Estado, ajenos al territorio de las ciudades. El Estado se reservó la explotación directa de las minas de oro y de algunas minas de plata mientras alquiló a particulares o a sociedades la explotación del resto. Aquellas sometidas a la explotación directa eran encomendadas a administradores imperiales, procuratores metallorum, que organizaban y dirigían la explotación ayudados por libertos y esclavos imperiales. Algunos trabajos de infraestructura eran encomendados a los soldados, mientras los trabajos duros de explotación recaían sobre esclavos o asalariados. Otra parte del territorio ajeno al control de las ciudades eran los grandes dominios de explotación agropecuaria. Los emperadores como particulares o el propio Fisco fueron los propietarios de los mismos. Se encontraban diseminados por Italia y por todas las provincias del Imperio. Tenemos bien constatados los dominios imperiales del sur de Italia, destinados en gran parte a explotación ganadera, que era atendida por esclavos. Hay también noticias abundantes sobre los dominios imperiales de la provincia de Africa; llegaron a poder del Fisco gracias a las confiscaciones realizadas por Nerón a miembros de familias senatoriales. Y Asia Menor contaba con una larga tradición de grandes propietarios desde antes incluso de Alejandro Magno; los emperadores no hicieron más que continuar con ella. Salvo en las áreas costeras del Egeo y parcialmente en las del sur de Anatolia, el interior contaba con muy pocas ciudades; la vida económica se organizaba en torno a núcleos urbanos rurales que nos aparecen en los documentos mencionados como kome -aldea-, pyrgion -aldea fortificada-, komopolis -aldea ciudad- y otros. Pero también algunas familias senatoriales contaban con extensos latifundios. Así, Plinio el Joven, escritor y amigo de Trajano, poseía varios de 1500 a 2000 hectáreas; conocemos con mucho detalle uno de ellos, que amplió en los territorios del alto Tíber. Y tampoco quedaban bajo la autoridad de las ciudades otros territorios, igualmente monopolios del Estado, como las salinas o determinadas explotaciones de interés vital para la economía pública. Nos consta, por ejemplo, que, además de las salinas, el campo espartario situado cerca de Cartagena era propiedad del Estado. Y, aunque sólo sirva de alusión para recordar, todo el territorio de Egipto siguió siendo propiedad imperial. Un segundo bloque de problemas de carácter introductorio afecta a las consideraciones sobre la extensión del régimen urbano en el imperio. En términos generales, Roma integra a las poblaciones en el régimen de ciudades, pero, en algunos casos como en la Galia Lugdunense con su capital en el actual Lyon, o en Asia Menor, se respetaron formas de integración cantonales en las que tenía mucha fuerza el régimen de aldeas con población muy dispersa (vici, pagi). En aquellas provincias, como en Hispania, donde se implantó el modelo administrativo de la ciudad, las condiciones urbanísticas y demográficas de cada una de ellas fueron muy variadas: así en el Noroeste, los centros urbanos que eran cabeceras de administración local, ciudades, fueron simples castros/aldeas prerromanas e incluso centros de mercado (Forum Gigurrorurn, en el valle de Valdeorras, Orense); en el Este, Sur y en amplias zonas del territorio del interior, la cabecera administrativa coincidía con un núcleo urbano sobresaliente. Cada ciudad contaba con un territorio dentro del cual había otros núcleos urbanos menores, aldeas, que dependían administrativamente del núcleo central o ciudad. La extensión de esos territorios era muy variada; los más próximos eran trabajados por la población de la propia ciudad. Este dato es significativo para no introducir concepciones anacrónicas, como la de hablar en términos absolutos de la oposición campo-ciudad, pues muchas ciudades no eran más que grandes zonas de explotación agropecuaria con un pequeño mercado local y sin un sector significativo de artesanado, comercio y otros servicios. Salvo Roma, que se acercaba a una población de 1.000.000 de habitantes y otras pocas grandes ciudades, como Alejandría con 500.000, Cartago con cerca de 50O.OOO y Antioquía con unos 300.000, una ciudad de 15.000 habitantes era ya considerada grande. Lo mas común eran las ciudades de 2.000-8.000 habitantes.
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Durante el Alto Imperio, etapa que podemos situar entre el siglo primero y mediados del tercero, se produce el esplendor de la Hispania romana. A la anterior división del territorio en dos provincias, Citerior y Ulterior, le sucede ahora una nueva. Así, la península queda dividida en las provincias Citerior Tarraconense, Ulterior Bética y Ulterior Lusitana, cuyas capitales respectivas serán Tarraco, Corduba y Emerita Augusta. Paralelamente, se produce un gran desarrollo urbano, que dará lugar a la creación o consolidación de ciudades como Lucus Augusti, Asturica Augusta, Clunia, Calagurris, Segobriga, Capera, Ilici o Hispalis, entre otras muchas. Al mismo tiempo, antiguos centros urbanos como Emporiae, Carthago Nova o Gades, mantienen su intensa actividad económica. El esplendor de la dominación romana de Hispania se traduce en un amplio programa de construcción de edificios públicos. Son numerosos los restos de teatros, entre los que merece la pena destacar los de Emerita Augusta, Itálica o Tarraco, entre otros muchos. También se edificaron numerosos anfiteatros, en ciudades como, aparte de las citadas, Segobriga, Capera o Conimbriga. Por último, el circo romano ocupó los tiempos de ocio de los habitantes de ciudades como Tarraco, Calagurris, Toletum, Saguntum, Emerita Augusta o Mirobriga.
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La disposición de las ciudades griegas está determinada por la orografía del lugar donde se asentaban, si bien en la mayoría de ellas encontramos determinados elementos significativos, como son la acrópolis, el ágora y las murallas. La acrópolis era el lugar sagrado, situado generalmente sobre una colina, sirviendo como espacio de reunión de la población en caso de ataque o asedio enemigo. El ágora era el centro de la vida ciudadana y allí se desarrollaban las actividades políticas y económicas. Las casas estaban situadas sin un plan urbanístico preconcebido, con calles estrechas y sinuosas, sin ningún tipo de pavimento, presentando, por regla general, un aspecto descuidado, llenas de suciedad. Era frecuente que los niños fueran abandonados por sus padres en las calles; también existía un amplio número de vagabundos que vivían donde les era posible. A pesar de la existencia de un grupo de funcionarios que debían vigilar las vías públicas, el aspecto general de las urbes griegas debía ser bastante deplorable. La ciudad estaba dividida en barrios diferenciados según las clases sociales o la ocupación artesanal de sus habitantes. La excepción a este caos urbanístico debió ser la ciudad de Mileto, donde el arquitecto Hipodamo desarrolló una traza cuadriculada, que en su memoria se llama también red hipodámica. Teniendo como ejemplo la ciudad de Mileto se construyeron un buen número de urbes en las colonias y en Asia cuando se produjo la expansión helenística con Alejandro.
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En Brasil las ciudades que se fundaron carecieron de la regularidad de trazado que se manifiesta en las de ámbito hispánico. Las necesidades defensivas, el modelo de algunas ciudades portuguesas y unos asentamientos que se limitaron a la costa durante mucho tiempo han sido los argumentos utilizados para explicar su carácter casi de acrópolis con una "ciudad alta y una ciudad baja" a sus pies, en la zona del puerto. Surgidas en función de los puertos o de los ríos que comunicaban con el interior (explotación de caña de azúcar, maderas preciosas, luego la minería), las ciudades brasileñas repitieron bastante esa estructura.Así fue la primera ciudad de Salvador en la Bahía de todos los Santos desde que a mediados del siglo XVI se convirtió en sede de la Capitanía General del Brasil. En la ciudad alta -sede del gobernador, del obispo, de la administración...- hubo plazas y las calles fueron rectas, aunque no en damero, siendo el mismo gobernador, Tomé de Sousa, quien proyectó el trazado y el sistema de defensa de la ciudad. La ciudad baja era la zona dedicada al puerto y comercio. La ciudad de Olinda, que había sido fundada en 1537 por Duarte Coelho, creció con un trazado irregular que ha sido comparado incluso al de una ciudad medieval por el protagonismo que tuvieron en su desarrollo los edificios religiosos. Situada también en un lugar alto cerca del mar, los edificios más representativos ocuparon los lugares más elevados.Durante los años en que el reino de Portugal estuvo anexionado a la corona española las nuevas ciudades que se fundaron reflejaron en algunos casos unos distintos planteamientos urbanos: en 1585 fue fundada Felipeia (origen de Joao Pessoa) con un trazado en damero, de calles anchas, que seguía el tipo de colonización hispana. La ciudad de San Luis del Marañón, que había sido fundada por los franceses en 1612 y ocupada por los portugueses en 1615, fue trazada por el Ingeniero Mayor de Brasil, Francisco Frías de Mesquita, en forma de damero si bien no fue perfecto al presentar irregularidades en algunas zonas con calles curvas.En la misma época los holandeses -la Compañía de Indias Occidentales- fundaron Recife en el noreste de Brasil, convirtiendo a este puerto en enclave comercial. El gobernador Mauricio de Nassau decidió en 1637 construir una nueva ciudad en la isla de Antonio Vaz, unida por un puente con el puerto de Recife. El modelo holandés, de calles y canales con casas de fachadas estrechas, fue el que se siguió en esta ciudad en la que también las fortificaciones -con ciudadelas reforzando la defensa- tuvieron su protagonismo.
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La vida en Egipto está determinada por las crecidas del Nilo. El aumento del cauce del río provoca la inundación de las zonas adyacentes, permitiendo así el desarrollo de la agricultura. A su alrededor nos encontramos el desierto, por lo que el Nilo convierte en un auténtico vergel el territorio que atraviesa. Los egipcios ubican la mayoría de sus ciudades y pueblos en las cercanías del río, o a una distancia considerable o elevadas sobre montículos, intentando en ambos casos evitar los efectos de la inundación. Las principales ciudades eran las elegidas por el faraón como capital -Menfis, Tebas, Tell el-Amarna o Sais - siguiendo en importancia las capitales de los nomos. Todas ellas estaban organizadas de manera algo caótica, tomando como centro los edificios públicos. Las construcciones eran en su mayoría de adobe, material creado con paja y barro, debido a la ausencia de piedras y madera en la zona. Sólo los grandes templos y las construcciones funerarias utilizaban piedra sacada de las canteras de Wadi Hammamat u otras zonas cercanas a las fronteras, como Assuán. Al ser el adobe un producto perecedero, cuando se desmoronaba una parte de la construcción se levantaba sobre esa base el nuevo edificio, aportando una mayor elevación necesaria para controlar el proceso de la inundación. Incluso ese adobe era utilizado posteriormente por los agricultores como abono, lo que nos impide contar con un mayor número de restos arqueológicos de los deseados.