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El final del Pleistoceno hacia el 8000 a.C. y las profundas transformaciones ambientales que ocurrieron, dejaron en América del Norte un amplio mosaico de nichos ecológicos a los que el hombre respondió con otras tantas posibilidades adaptativas. En esta ocasión, debido seguramente a la inmensidad del territorio a analizar, y a una gama superior de posibilidades ecológicas, la región no constituye un Área Cultural -como en el caso de Mesoamérica, el Área Andina o el Área Intermedia- ni será analizada de manera conjunta como Centroamérica, ya que las respuestas constatadas fueron muy variadas, dando lugar a desarrollos y adaptaciones muy diferentes. Los antropólogos han definido un total de diez Áreas Culturales -aunque existen diferencias entre ellos-, algunas de las cuales fueron a su vez subdivididas en función de la conjunción de ciertos rasgos específicos de importancia. Atenderemos en esta explicación a las siguientes áreas: Ártico y Subártico; los bosques orientales; las grandes llanuras; Gran Cuenca y Meseta; la Costa Noroeste y, por último, California y el Suroeste. Las áreas Ártico y Subártico comprenden pueblos y culturas diversas. Las comunidades que poblaron, supuestamente a partir del 40.000 a.C., esta región, la emplazada más al norte del continente americano, desarrollaron sistemas de vida muy variados, relacionados con la diversidad ecológica y la explotación de sus territorios. En sitios costeros durante la primavera y el verano fueron cazadas focas, ballenas y morsas, las cuales constituyeron su sistema básico de alimentación, aunque en invierno se dedicaron a la caza del caribú y el buey almizclero, utilizando para ello el arco y las flechas. Las Tradiciones Norton, Dorset y Thule se adscriben a este sistema de subsistencia. Desde un punto de vista tecnológico, tuvo lugar una muy especializada manufactura de instrumentos de hueso y de marfil procedentes de animales marinos, destacando objetos como pectorales, cuchillos, pulseras y pendientes, en muchos de los cuales hay decoración incisa que hace referencia a la fauna local, a las actividades de caza y pesca, o a algunas de sus divinidades más importantes. En algunos de estos instrumentos, son comunes representaciones de hombres con trineos y rebaños de caribús que son perseguidos por cazadores, así como también pescadores en canoas consiguiendo animales marinos. Los pueblos aleutinos desarrollaron también una excelente tradición en la talla de la madera a base de máscaras y bastones de mando de carácter ritual y político, emparentada en cualquier caso con los trabajos en madera de finalidad utilitaria muy comunes en la zona. En un sistema económico en que el transporte constituye una preocupación importante, se hacen corrientes los trabajos en cestería y bolsas en las que se incluyen decoraciones a base de colores que hacen referencia a su mundo simbólico. Con respecto a otra área cultural, la correspondiente a los bosques orientales, es preciso señalar que al final del Arcaico se origina un espectacular desarrollo protagonizado por la cultura Adena (700 a.C.-400 a.C.), a la que siguen los desarrollos Hopewell (100 a.C.-400 d.C.). Son los constructores de montículos que, basados en el cultivo del maíz y otros productos secundarios, y en sucesivos contactos con grupos establecidos en el norte de Mesoamérica, incluirán en sus registros arqueológicos objetos muy complejos. Los montículos se construyen a partir de grandes amontonamientos de piedras y tierra hasta formar inmensos círculos, cuadrados, pentágonos y, en ocasiones, llegan a simular animales, como serpientes, osos, águilas y pájaros. También los grupos Adena levantaron montículos funerarios, en cuyo interior se colocaron individuos -por lo general, reducidos a cenizas- junto a ricas ofrendas. Algunos objetos de cobre, como brazaletes, collares y anillos, ponen de manifiesto la existencia de relaciones comerciales con comunidades que se asientan más al norte, en particular aquellas que habitaban el lago Michigan. Los grupos Hopewell complicaron aún más las costumbres funerarias Adena, construyendo algunos montículos funerarios que superaron los 500 m de diámetro, que fueron colocados en torno a espacios urbanizados y unidos mediante calzadas. Otras construcciones, sin embargo, tuvieron una naturaleza ritual, como es el caso del gran Montículo de la Serpiente en Ohio. En tales recintos funerarios aumentó la presencia de objetos de cobre comerciados con comunidades del lago Michigan, pero también se importaron conchas del Atlántico y del Caribe, mica de los Apalaches y otras materias primas como cuarzo, ópalo, calcedonia, esteatita y una amplia variedad de piedras duras, que fueron transformadas en objetos en los que representaron la fauna de la región. Hacia el 800 d.C. la complejidad Hopewell se trasladó hacia el sur, dando lugar a la Tradición Mississipeña, la cual tiene su fundamento en la introducción de nuevas variedades de maíz desde el norte de México. El éxito alcanzado por estas nuevas actividades de subsistencia, y por medio de la reactualización de algunas de las viejas rutas de comercio Hopewell, permitió la formación de densos asentamientos urbanos, algunos de los cuales como Moundville y Cahokia, alcanzaron una extensión de 13 km2 y albergaron 10.000 habitantes. En su interior, plazas, montículos, pirámides, murallas y grandes estructuras, recuerdan el esplendor de las grandes ciudades de Mesoamérica. Los Apalaches por el este y la Gran Cuenca por el oeste delimitan un inmenso territorio de tierras templadas, muy fértiles, denominado por algunos investigadores como Grandes Llanuras. Tradicionalmente, ésta fue una región de pastizales que no tenían fin, donde prevaleció el bisonte hasta la etapa de superposición occidental, pero también otros animales de menor tamaño, como venados, conejos y una amplia variedad de roedores. Existe, no obstante, una fuerte variación ecológica de norte a sur y de este a oeste en esta inmensa región. La riqueza alimenticia de estos pastizales, el tamaño del territorio, y la variedad de las comunidades asentadas en ella, hizo que la caza y la recolección de semillas y tubérculos fuera su actividad principal, mientras que la agricultura fue un sistema de subsistencia marginal hasta la llegada de los europeos. Hacia el 900 d.C., la zona se incluyó en la órbita de influencias de la región de los Bosques, iniciándose la construcción de montículos y centros fortificados en las fértiles llanuras, promovida en parte por la expansión del sistema agrícola de la Tradición Mississipeña. Con todo, gran parte de la etapa ha estado definida por comunidades seminómadas, por lo que los restos de su cultura material son muy escasos. La Gran Cuenca y la Meseta constituyen un inmenso territorio del oeste de los Estados Unidos, caracterizado ambientalmente por disponer de un drenaje interno y por la aridez que se origina ante la escasez del régimen de lluvias. El resultado de esta situación ecológica es una dedicación orientada a la recolección y a la caza. Es precisamente en este área donde se identificó por primera vez la Tradición Cultural del Desierto, iniciada con el periodo Arcaico (7.500 a.C.), que resultó de un claro éxito adaptativo, a juzgar por su pervivencia en el tiempo y por su expansión hasta territorios de América Central. Con la retirada de los hielos, la región se hizo árida y seca, por lo que sus habitantes se especializaron en la recolección de semillas, raíces, bayas y frutos silvestres, y también en la caza de venados, conejos y una rica variedad de roedores. El instrumental utilizado por estas comunidades seminómadas fue escaso, y se fundamentó en puntas de dardo, piedras y manos de moler y en una amplia variedad de trabajos de cestería, muy adaptados a la movilidad estacional a que obligaba su sistema de subsistencia. Esta evolución, caracterizada por su continuidad, sólo se vio alterada por la intrusión Fremont, originada por la presencia de agricultores Anasazi que se establecieron en torno al lago Salado en el Estado de Utah. Orientada de norte a sur, el Área Cultural del Noroeste es una región que transcurre paralela a la costa del Pacífico y que está delimitada al este por una línea de montañas que le confieren un clima templado. El territorio fue ocupado tal vez desde el 10.000 a.C. por comunidades especializadas en la recolección y la caza. Al menos desde el 3.000 a.C. diversos asentamientos orientan su subsistencia a la recolección de moluscos, dejando para el registro arqueológico inmensos montículos de desechos denominados concheros. Más tarde, las comunidades establecidas en la región comenzaron a especializarse en la pesca marina y fluvial y en la recolección, sobre cuya base llegaron a organizar densos asentamientos interpretados como cabeceras de complejas jefaturas desde el 500 d.C., las cuales identifican un sistema de rangos muy estratificado. Tal jerarquización queda claramente constatada en el registro arqueológico, donde aparecen pipas, brazaletes, pulseras y otros objetos de prestigio elaborados en concha, hueso y cobre. Pero sin duda, el medio fundamental de expresión artística fue la madera, con la que los distintos grupos afincados en el Noroeste construyeron sus casas e instrumentos de trabajo como las grandes canoas; también objetos utilitarios -cucharas, peines, hachas...-, y sobre todo manifestaciones de naturaleza ritual, en especial máscaras, cajas y totems, cuya manufactura especializada constituye un claro indicador de la estratificación de la sociedad. California y el Suroeste forman una gran Área Cultural, que incluye porciones importantes de los Estados de California, Colorado, Arizona y Nevada en el Suroeste de los Estados Unidos, y los Estados de Sonora y Chihuahua en el norte de México, constituye -por sus especiales relaciones con Mesoamérica durante la etapa prehispánica- un caso muy peculiar en la especificación de las áreas culturales de América del Norte. Como consecuencia de tales relaciones, algunas comunidades se alejan de los patrones característicos del Arcaico que se fundamentan en la recolección y la caza, y se hacen agricultoras incipientes, al menos desde el 500 a.C., dando lugar a diferentes tradiciones. La Tradición Hohokam del Sur de Arizona se inicia aproximadamente en esta fecha, y tiene sus bases en los trabajos agrícolas por medio de la irrigación del desierto. Junto a la agricultura y a los grandes poblados sedentarios como Snaketown, surge la cerámica rojo sobre crema, que acompaña a objetos especializados como manos y metates y puntas aserradas de proyectil. Hacia el 500 d.C., como consecuencia del expansionismo de la gran capital clásica mesoamericana de Teotihuacan, aparecen en la región juegos de pelota y grandes montículos ceremoniales que se concentran en recintos urbanos, como ocurre en Mesa Grande. Estos centros controlaban los ricos suelos aluviales del desierto, en los que se establecían comunidades más pequeñas de casas semisubterráneas circulares. Hacia el 1300 d.C. se produce un profundo cambio en el patrón de asentamiento y se levantan casas de adobe y caliche -una formación rocosa característica del desierto- de forma cuadrada y rectangular, que se disponen en varios pisos colocados en los acantilados de los desfiladeros, en áreas bien defendidas. A mediados del siglo XV las incursiones apaches finalizan el sistema agricultor y se vuelve a una vida seminómada y recolectora. La Tradición Mogollón del suroeste se inicia poco después del 200 d.C. con grupos agrícolas que elaboran cerámica, aunque no obtiene su esplendor hasta el siglo X. Entonces florecen varios asentamientos en el valle del río Mimbres y se inicia el gran desarrollo de Casas Grandes (Paquimé) entre el año 1.060 y el 1.380 d.C. La etapa tolteca en Mesoamérica potenció la denominada Ruta de la Turquesa, definida por los contactos establecidos entre grupos del centro y norte de México densamente poblado con comunidades del suroeste de Estados Unidos. Como ocurriera con el caso Hohokam, el sistema de asentamiento básico en la región antes de la décima centuria fue el de casas semisubterráneas circulares y la construcción de grandes kivas circulares, que fueron interpretadas como inmensas habitaciones rituales utilizadas para ceremonias colectivas. Estos asentamientos, como Pueblo Bonito, tuvieron un carácter defensivo y actuaron como grandes centros de abastecimiento en relación con inmensas regiones generalmente desasistidas, pero ricas en materias primas, como turquesa, ámbar, ópalo y otros materiales preciosos, que fueron altamente apreciados y requeridos por las elites toltecas mesoamericanas. La cerámica del valle del Mimbres, asociada a algunos de estos centros rituales con kivas, tuvo un gran desarrollo, utilizando la bicromía en rojo y negro sobre fondo blanco con decoraciones geométricas, zoomorfas y antropomorfas, que son un bello ejemplo de integración del mundo simbólico del desierto con el procedente de las complejas realizaciones artísticas de la gran civilización de Mesoamérica. El tercer gran desarrollo cultural del Suroeste está protagonizado por la cultura Anasazi, que manifiesta vida completamente sedentaria desde el 250 a.C. Al contrario que las dos tradiciones anteriores, Anasazi no manufactura cerámica asociada a la vida sedentaria, sino que desarrolla una compleja tradición cestera basada en las pautas culturales recolectoras del desierto, y que se mantiene hasta el 750 d.C. Tal tradición de los cesteros, que elaboran objetos de complicados diseños y variadas funciones, se relaciona con las casas circulares semisubterráneas tan comunes a lo largo de toda el Área Cultural. La cerámica en esta tradición aparece en el 500 d.C. con diseños en negro sobre blanco, coincidiendo con la decadencia del sistema de vivienda semisubterránea. Los grandes centros consisten entonces en habitaciones cuadradas y rectangulares hechas de adobe y caliche, que se agrupan en varios pisos y se colocan también en los acantilados de los desfiladeros, con una clara posición defensiva. Es el caso de Mesa Verde y Cañón de Chelly. Hacia 1300 d.C., estos asentamientos complejos decaen y se reinstaura el sistema de vida seminómada y de agricultura incipiente, de manera que, en cierta medida, las comunidades indígenas de esta región también se asimilan a uno de los sistemas de vida que ha tenido mayor continuidad cultural en Norteamérica: la Tradición Cultural del Desierto.
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Además de las fechas antiguas que hacen referencia a las Tocas amazónicas, que documentan la existencia del hombre antiguo en la región hacia el 30.000 a.C., se ha detectado la presencia continuada de pobladores desde el quinto milenio en que se distribuyeron diversas comunidades por la costa, distinguiéndose dos tradiciones en Brasil meridional: una, portadora de puntas de proyectil, y otra que carecía de ellas. Esta última, Humaitá, está representada por numerosos sitios bien forestados a lo largo de ríos, lagunas y pantanos donde, en función de los complejos de instrumentos y del patrón de asentamiento, se pueden distinguir tres subtradiciones: 1. Tamanduá, caracterizada por un utensilio bifaz en forma de boomerang, acompañado por guijarros uni o bifaciales, raederas y cuchillos. La tradición se centra sobre el río Uruguay, y es conocida en Argentina como Altoparanaense. 2. Ivaí está relacionada con ella y se desarrolla en el norte y oeste del Paraná, comprendiendo raederas, guijarros unifacíales y martillos. 3. Antas aparece al sur de Rio Grande do Sul, con una tendencia a colocarse en emplazamientos elevados, distinguiéndose por guijarros unifaciales, cuchillos e instrumentos de percusión. Los asentamientos naturales son los abrigos rocosos, aunque también existen campamentos al aire libre. Hacia el 4.000 a.C. se hacen populares en las costas de Venezuela y sur de Brasil los concheros con una orientación hacia la recolección de los recursos marinos. Los estudios geológicos señalan que entre el 4.000 y el 3.000 a.C. el mar tuvo una altura de 2,5 m. superior a la existente hoy día, cubriendo amplias extensiones de tierras bajas, y originando muchas situaciones de mangroves muy aptas para la recolección de moluscos. Quizás se pueda dar la misma explicación a los concheros de Cuba y la Hispaniola para el 3.000 a. C. Hacia el final de este periodo aparece la cerámica en los concheros de la costa del Pará. Tiene desgrasante de concha, con formas muy simples y carente de decoración, y sirve para definir la fase Mina. Hay dos explicaciones posibles a la aparición de una cerámica tan temprana: la invención independiente desde los morteros de piedra; o la introducción desde otros sitios de América. Los arqueólogos se inclinan por esta segunda explicación, quizás desde las costas de la Guyana, donde se desarrolla una cerámica similar relacionada también con la ocupación en concheros.
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La cuenca del río Yangzi es otra de las zonas de desarrollo de las culturas neolíticas, que reciben el nombre de Hemudu y Erlitou. La cultura Hemudu se localiza en la provincia de Zhejiang, caracterizándose por una cerámica de pasta negra en la que se ha encontrado mezcla de materiales orgánicos en su composición. En el lugar de los cereales de las culturas del norte, Hemudu cultiva arroz, iniciando hace 7000 años la base de la agricultura y alimentación chinas. La cultura de Erlitou se sitúa, cronológicamente, entre el fin del Neolítico y los inicios de la Edad del Bronce, coincidiendo con la aparición de un nuevo material: el jade, que si bien se trabajó en las culturas de Dawenkou y Longshan, la producción era diferente, según las zonas.
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Las poblaciones que hacia el 600 a.C. se habían hecho sedentarias y habían introducido la agricultura obtienen éxito en la región y expanden este sistema de subsistencia a otras áreas. Hacia el 300 d.C. aparecen técnicas de regadío para el cultivo intensivo de los valles y junto a ellas la cerámica polícroma Vaqueiras. Es contemporánea también con una evolucionada decoración en modelado que define la Cultura Condorhuasi y la cerámica gris de La Ciénaga. En cualquier caso, los diseños decorativos que aparecen tienen un claro antecedente en el arte textil. Estas sociedades agrícolas se distribuyen en pequeñas aldeas con habitaciones que tienen forma circular y cimientos de piedra, por lo que el patrón de organización social y política es aquel característico de tribus dedicadas a la producción agrícola o al pastoreo de auquénidos en la región noroccidental. En ocasiones, estas aldeas se planifican en torno a un espacio abierto semicircular y tienen dos montículos de carácter jerarquizado y ritual, como ocurre en el caso de la Cultura Alamito. La Cultura Tafi tuvo en esta etapa un evolucionado arte escultórico, según manifiestan sus estelas bellamente talladas con figuras zooantropomorfas, en las que se mezclan atributos humanos con otros de naturaleza felínica y ofidios. Figuras en bulto redondo, grandes recipientes de piedra, máscaras y otras tallas caracterizan esta expresión artística emparentada con los Andes Meridionales. También la metalurgia del oro y del cobre es un rasgo que define esta relación con el mundo andino, fabricándose objetos mediante la técnica del martillado, fundido y vaciado. Alrededor del 500 d.C. las sociedades tienen una compleja evolución como consecuencia de la influencia de la cultura Tiahuanaco, especialmente en el noroeste argentino donde tiene lugar la formación de señoríos regionales integrados desde grandes centros ceremoniales. El desarrollo más complejo se da en la Cultura de La Aguada, que tiene sus centros más importantes en los valles de Hualfin y Ambato. La cerámica que define esta etapa incluye el rojo y negro sobre fondo ante, el gris pulido grabado y vajilla ordinaria. Más importante aún es la representación de personajes colocados de frente con ricos atuendos y armados, y cabezas cortadas. Asímismo, aparece también el Dios de los Bastones, de amplia distribución en el mundo andino. Tecnológicamente, quizás la innovación más notoria sea la aleación del bronce, tanto con arsénico como con estaño, la cual está muy unida a la manufactura de objetos a la cera perdida.
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La cultura de Yangshao (7000-5000 a. C.) se localizó en un primer momento en la provincia de Henan, caracterizada por una cerámica roja o polícroma, si bien se extendió por una zona mucho más amplia que abarca desde Mongolia Interior hasta el sur de la provincia de Shaanxi, como lo señalan los recientes descubrimientos arqueológicos. Presentaba un modo de vida sedentario, cuya economía se basaba tanto en la agricultura como en la caza y pesca. La cerámica se realizaba a mano en recipientes destinados a conservar alimentos y bebidas o a su cocción. La decoración se aplicaba con pigmentos negros a estas piezas que presentan las primeras representaciones humanas y de animales. El yacimiento de Banpo (provincia de Shaanxi) ha permitido reconstruir un poblado en el que se distingue la organización de la comunidad. De estructura circular, un edificio situado en el centro donde se celebraban las actividades comunes, alrededor del cual se agrupaban las viviendas, almacenes y establos; todo ello estaba rodeado de un foso defensivo, a cuyo lado norte se encontraba el cementerio y en el este los hornos cerámicos. En este yacimiento ha aparecido una gran diversidad de formas cerámicas como el pan, ding o trípode, así como agujas de hueso y otros materiales que señalan el conocimiento del hilado y tejido de cáñamo. Coincidiendo con el final de la cultura de Yangshao, en la provincia de Shandong se ha descubierto recientemente una zona arqueológica denominada Dawenkou, que presenta una evolución respecto a la cultura de Yangshao. La cerámica es de pasta gris y roja, alternando con el negro y el blanco; la decoración no sólo está pintada sino también realizada con incisiones o perforaciones, utilizando en su fabricación el tomo y con una mayor variedad de tipos, entre los que se incluyen los gui, he y ding. A estas dos culturas, Yangshao y Dawenkou, le sucede la cultura de Longshan, localizada en la provincia de Shandong entre los años 5000 y 4000 a. C. Basada, igual que las anteriores, en la agricultura, contó ya con instrumentos de piedra con puntas pulimentadas, así como cuchillos. Su cerámica es gris y negra con una decoración de cuerda y ausencia total de motivos figurativos. Sus formas, de una mayor robustez que las de Yangshao y Dawenkou, se centran en recipientes para almacenar alimentos con asas y tapas, o trípodes para su cocción. Se observa cómo en la cultura de Longshan se extendió el uso de prácticas adivinatorias por los restos encontrados de animales quemados.
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Del arte negro en su conjunto, y del gabonés en particular, interesaron a las vanguardias, por un lado, la estructura geométrica y abstracta; por el otro, la expresividad de las facciones. En efecto, lo primero que se advierte, al enfrentarse con el apartado que aquí comienza, es una marcada dicotomía de estilos basada en el mismo criterio: los duala, kwele, kota y kete se hallan entre las etnias africanas más aficionadas a la estilización geométrica, mientras que las obras fang resultan inolvidables por su aspecto misterioso y turbador. La razón de este enfrentamiento tiene, al parecer, raíces históricas. Allá a principios del siglo XVIII, la zona que nos interesa quedó ocupada por toda una serie de pueblos procedentes del este, de la cuenca del Ubangi: eran portadores de una estética geométrica y colorista, y enseguida empezaron a elaborar sus estilos independientes. Pero, a fines del mismo siglo y principios del XIX, irrumpieron desde el norte los feroces guerreros fang, abriéndose un amplio espacio y alcanzando en ocasiones la costa; ellos traían una plástica más relacionada con las Praderas o con el Sudán, y, aunque pronto hubo intercambios culturales con los pueblos preexistentes en la zona -lo veremos sobre todo en el culto a los difuntos- las hostilidades no cesaron por completo hasta que impusieron su ley las autoridades coloniales. Como es lógico en este contexto, siempre les fue más fácil a los colonos europeos entenderse con los enemigos de los fang que con los fang mismos, y ello llevó aparejada una consecuencia muy peculiar: mientras que estos últimos mantuvieron firmemente sus ideas y creencias, de modo que han podido ser estudiadas minuciosamente por los investigadores, los primeros accedieron desde el principio a recibir misioneros y a bautizarse -hoy los gaboneses son casi todos católicos-, con lo que perdieron casi todas sus máscaras y el recuerdo de sus costumbres. Actualmente, resulta a menudo imposible adivinar el uso y sentido de ciertas máscaras conservadas desde hace un siglo en museos de Europa y América. Tal es el caso, por ejemplo, de las obras más tradicionales de los duala: sus máscaras frontales en forma de bóvidos, realizadas con forma cubista y pintadas con diseños geométricos de vivos colores; lo único que sabemos es que se parecen mucho a ciertas piezas de los kwele, y que, desde luego, representan un momento artístico anterior al de las aparatosas banquetas y proas de barcas talladas: éstas sin duda responden al momento en que los duala se convirtieron en avezados navegantes y vendedores, lo que les puso en contacto con los ashanti y los yorubas; hay quien dice incluso que, casi desde el principio, las proas fueron concebidas como souvenirs para los europeos. La situación del arte kwele es aún más desesperante si cabe: nada sabemos de sus bellísimas máscaras, de esas estructuras estilizadas y curvilíneas cargadas de misterio y encanto. Pueden sugerirnos muchas sensaciones, como cuando G. Baladier nos dice que los "ojos, oblicuos, dan un aspecto desconcertante a estas figuras lunares", pero ni siquiera sabemos si nos encontramos ante verdaderas máscaras que alguien se colocaba para danzar, o si, como algunos suponen, fueron usadas simplemente como emblemas en ceremonias de iniciación o en funerales. Tenemos más suerte, en cambio, en el caso de los kota y de las obras más típicas de su cultura: las figuras de relicario. En efecto, responden a una costumbre que también veremos entre los fang, y que se conoce bastante bien, aunque haya caído en desuso desde hace muchas décadas: acostumbraban los kota introducir en un cesto los cráneos de sus antepasados más importantes y famosos, y, como guardianes, colocaban encima unas curiosísimas figuras de madera recubiertas de cobre y latón en láminas. Estas figuras, simples cabezas sobre un cuerpo esquematizado en forma de rombo, son un verdadero símbolo del espíritu guardián: sus ojos fijos evocan los de las gorgonas apotropaicas griegas, y, a veces, se construyen cabezas janiformes, con una cara a cada lado, acaso para multiplicar su efectividad protectora. Pocas creaciones africanas impresionan tanto a primera vista como estos mbulu-ngulu con sus aparatosos peinados de metal, o como su versión más abstracta, el llamado bwete, donde toda la obra se resume y concentra en la enigmática mirada del espíritu. A medida que descendemos hacia el sur, alcanzando las sabanas previas al curso del Zaire, el ciclo de la plástica geométrica, plana y colorista se va diluyendo poco a poco: tanto las decoradas cabezas con que los kuyu rematan los faldones de sus máscaras, como los fetiches de los teke, tan parecidos a los que realizan los kongo, nos hablan ya de una sensibilidad distinta. Sin embargo, sería imperdonable que no mencionásemos, casi como colofón de todo el ciclo, un pequeño grupo de máscaras planas, realizadas por las tribus septentrionales de los teke: apenas sabemos nada de ellas -incluso se duda a veces de su origen preciso-, pero son únicas en toda África por basar todo su efecto en el juego de diseños y tintes, sin ayuda de la talla o del relieve; su alegre colorido y sus dibujos simétricos, que recuerdan la forma de una cara, evocan una verdadera pintura bidimensional.
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El Occidente de México es una vasta y heterogénea región que comprende los Estados de Michoacán, Jalisco, Guanajuato, Colima, Nayarit y Aguascalientes que se incorporó tarde a los principales procesos que caracterizan la civilización mesoamericana. La zona tuvo en el pasado una gran actividad volcánica, de manera que es corriente la formación de cuencas de drenaje interno donde se han concentrado siempre las poblaciones humanas. Las evidencias más antiguas de vida agrícola se han detectado en Puerto Marqués (2.440-140 a.C.), Guerrero, y también existe sedentarismo orientado a la recolección de moluscos en el Complejo Matanchén de Nayarit en el 2.000 a.C. En el 1.450 a.C. surge el Complejo Capacha en la costa de Colima, caracterizado por unas cerámicas que se distribuyen a Jalisco, Michoacán y Nayarit. Algunas de sus formas básicas son tecomates y jarras con asa estribo, que han servido para establecer conexiones con las culturas del Formativo Temprano de la costa de Ecuador. En el 1.300 a.C. se construyen cámaras subterráneas cortadas en el talpetate -ceniza volcánica- de naturaleza funeraria, iniciándose una evolucionada tradición de enterramientos. Las cámaras son ovales y a ellas se accede mediante escaleras, conteniendo abundantes esqueletos, muchos de ellos procedentes de deposiciones secundarias. Más tarde, este complejo funerario se extiende a Etzatlán, El Arenal y otros sitios de Nayarit y Colima. En ellos se depositaron excelentes trabajos en cerámica en los que se representaban aldeas y casas de gran valor etnográfico al incluir escenas de la vida cotidiana y ritual juegos de pelota, rituales, guerras y demás- de los pobladores de Nayarit. Por último, la cultura Chupícuaro manifiesta otra variedad ritual en esta área tan heterogénea. Su conocimiento se basa en la excavación de 390 enterramientos, muchos de los cuales tenían ofrendas de perros sacrificados y un muy variado estilo de figurillas y cerámicas que tendrán una amplia distribución.
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La presencia del hombre en América es relativamente cercana a nosotros. Ya está fuera de toda duda que el americano no es autóctono de aquel continente, y que procede de los habitantes del Viejo Mundo, llegados en diferentes oleadas al continente americano. Gráfico
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Entre los años 1500 a.C. y 1500 d.C. se desarrolla en las dos grandes áreas culturales, Mesoamérica y el área andina, lo más importante de la América indígena desde el punto artístico y cultural. Esta evolución se divide tradicionalmente en tres etapas. En la primera, que llega hasta el comienzo de la era cristiana, hay que destacar las culturas aldeanas que se sitúan en el valle de México, por un lado, y en la cuenca del río Guayas y la inmediata costa del Pacífico, por otro. La fabricación de figurillas rituales es su principal característica. Por otra parte, en la costa del Golfo de México y el Callejón del Huaylas, en Perú, surgen casi simultáneamente las dos primeras civilizaciones americanas: la Olmeca, en México, y la Chavín, en Perú. La etapa clásica, que abarca aproximadamente entre los siglos III y XI, es el momento de mayor esplendor artístico y cultural. En Mesoamérica surgen la civilización teotihuacana en el centro de México, la zapoteca en el Valle de Oaxaca y la maya en la cuenca de los ríos Usumacinta y Motagua, en la región del Petén, en Guatemala. El clasicismo andino se plasma en civilizaciones como la Mochica y la Nazca, en la costa peruana, y la civilización de Tiahuanaco, en la región del lago Titicaca. Finalmente, el periodo postclásico llega hasta aproximadamente el 1500, caracterizado por el auge del militarismo y el incremento de poder de los comerciantes. Este periodo está representado en Mesoamérica por las civilizaciones tolteca, en el centro de México, y maya-tolteca, en el sur. Éstas facilitan el desarrollo del posterior imperio Azteca. Mientras, en el área andina, las culturas Wari, Chimú o Ica culminarán en el imperio Inca.
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No conservamos, completo, ningún complejo monástico de tiempos medievales en las abadías cistercienses existentes en el Reino de León. El deterioro que con el paso del tiempo algunas habían sufrido, de un lado, la desaparición de las funciones que otras cumplían, de otro, y la necesidad de acomodar las estancias a los nuevos usos y costumbres impulsados por la Congregación de Castilla, en tercer lugar, están, sin duda, en la raíz de esta situación. Las dependencias llegadas hasta hoy o los indicios que de otras persisten permiten afirmar con rotundidad, en cualquier caso, que en su organización y distribución general los monasterios leoneses se adecuaron a las normas imperantes en el conjunto de la Orden. Como en ellas, es también la Sala Capitular la que recibe un tratamiento más cuidado, producto, sin duda, de la especial significación de esta estancia en la vida cotidiana de las distintas comunidades. Llama la atención que en algunas abadías -Moreruela, Gradefes, Sandoval-, sólo se conserve en la actualidad de época medieval el bloque edificatorio de naciente, zona donde precisamente se halla la Sala Capitular. Aunque el azar puede ser la causa de esta situación, lo cierto es que tampoco hay que descartar que esa parcela hubiera sido la única en ser levantada por completo en un principio. El que los rasgos estilísticos de las dependencias situadas en ese costado del recinto monástico coincidan en lo fundamental con los que exhibe la zona más antigua de la abacial, comenzada usualmente por su flanco este en la Edad Media, abona esa posibilidad. Sugiere además que una y otra parcela fueron ejecutadas en el transcurso de una misma campaña de trabajos y por el mismo equipo de artífices. La realización de las restantes estancias, claustro incluido, se habría llevado a cabo, fuera por problemas económicos, fuera por no considerarlas absolutamente imprescindibles para el desenvolvimiento normal de la vida cotidiana, en una o varias etapas posteriores, tarea que pudo haberse demorado incluso siglos. Algo similar sucedió también con algunas iglesias (recuérdese, por ejemplo, el caso de Sandoval, al que cabría añadir el de Melón). Por las especiales circunstancias que en ellas concurren, y dado que en parte lo fundamental de las otras dependencias comunitarias ya queda comentado en los párrafos precedentes, incidiré particularmente en el análisis de dos estancias: las Salas Capitulares de los monasterios de Sobrado y Carracedo. Ambas, de clara estirpe borgoñona, se estructuran de acuerdo con uno de los esquemas más frecuentes dentro de la Orden para tales recintos. Poseen planta cuadrada dividida, por medio de cuatro soportes centrales, en nueve compartimientos iguales, todos cubiertos con bóveda de crucería. Las similitudes existentes entre ambas dependencias (tipo de pilar, sistema de cubiertas, arranque y perfiles de arcos y nervios, modelos de ménsulas, etcétera) permiten pensar que las dos son obra de un mismo equipo, correspondiendo la prioridad a la de Sobrado. La de Carracedo debió acometerse poco tiempo después de la integración del monasterio en la Orden del Císter, dato que indica que sus estancias comunitarias -eso no sucedió, a juzgar por lo que persiste, con la iglesia abacial- fueron renovadas, tras ese cambio, según pautas acordes con la organización usual en otros cenobios cistercienses. Nada tienen que ver con ella, por el contrario, las dependencias situadas sobre la Sala Capitular y espacios que la continúan por su costado meridional. Su conformación actual habrá de explicarse, muy verosímilmente, como consecuencia de reestructuraciones posteriores, poco respetuosas con lo que les precedía. El destino exacto, mediatizado casi siempre por referencias monásticas de tiempos modernos, y la datación precisa de cada una de estas salas superiores están todavía por concretar.