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El canónico y estable sistema de los cinco órdenes de arquitectura, verdadero esqueleto de la tradición clasicista europea desde el Renacimiento, es identificado, críticamente, por los arquitectos franceses como una invención italiana y no clásica. En este sentido, los nuevos descubrimientos arqueológicos realizados sobre la arquitectura griega, tanto en Paestum como en Grecia, son utilizados como un arma arrojadiza sobre la arquitectura italiana y sobre la interpretación vitruviana de los modelos griegos.La tradición clasicista francesa, sin embargo, no está exenta de contradicciones. La "Encyclopédie", al menos, en lo referido a la teoría y a la historia del arte, es una suma de propuestas conflictivas. J. F. Blondel, el ciudadano redactor de los términos de arquitectura, el defensor académico de la manera nacional escribía, en el término decoración de la obra dirigida por Diderot y D'Alembert, que en los interiores de los hoteles y casas rococós franceses "se encuentra la riqueza de los materiales, la magnificencia de los muebles, de la escultura, de la pintura, de los bronces, de los espejos, distribuidos con tanto gusto e inteligencia que parece que estos palacios sean lugares encantados, construidos para la opulencia de la casa por la gracia y la voluptuosida".Lugares encantados en los que cada objeto es diseñado para atender una necesidad placentera y también cada posición o movimiento del cuerpo, desde los espejos a los muebles. Máscaras de una aristocracia que pierde el poder, pero que ocultan esa ausencia. No tardarían en aparecer las críticas a la frivolidad de la rocaille como producto del lujo y como elemento corruptor de la arquitectura. Sin embargo, Blondel, en sus textos para la "Encyclopédie", podía elogiar algunos interiores rococós, en concreto el del Hôtel de Soubise, en cuya reforma y decoración (1734) había intervenido uno de los arquitectos franceses más importantes de la primera mitad del siglo XVIII, Germain Boffrand (1667-1754).Boffrand, discípulo y colaborador de J. H. Mansart, es con Robert de Cotte heredero de la tradición del barroco clasicista francés del siglo XVII, pero, a la vez, es el creador de algunos de los más bellos interiores del rococó y su obra, práctica y teórica, anticipa algunas de las convicciones del clasicismo racionalista francés de los años centrales del siglo XVIII. Podría decirse que, junto a J. F. Blondel, representa fielmente esa relación dialéctica entre el Barroco y la incipiente Ilustración, entre la tradición clásica francesa, el rococó y un racionalismo en el que la función del edificio se convierte en el argumento básico que habrá de decidir tanto sobre la distribución como sobre la ornamentación. Se trata, en definitiva, de una temprana prueba de la multiplicidad de lenguajes a través de los cuales pueden expresarse las nuevas ideas. Es más, en Francia, a pesar de tantas y decisivas innovaciones como se producen durante el siglo XVIII, a lo que no se quiere renunciar de ninguna forma es a las conquistas de la arquitectura del siglo XVII, al clasicismo de la manera nacional. Desde este punto de vista, la arquitectura de Boffrand sirve de vinculación entre la tradición y la innovación. Una innovación que, por otra parte, va a estar basada fundamentalmente en la arquitectura romana, aunque al principio esa recuperación de lo antiguo va a ser criticada. El marqués de Marigny, hermano de Madame de Pompadour, como sobre-intendente de las construcciones del reino, escribía, en 1762, a propósito de algunos envíos de proyectos realizados por los arquitectos franceses pensionados en Roma: "Quisiera que nuestros arquitectos se ocupasen más de cosas relativas a nuestras costumbres y a nuestros usos que de los templos de Grecia".Del Hôtel Amelot de París (1710), con su espléndido patio oval, al magnífico Château de Lunéville (1719) para el duque de Lorena o sus proyectos para la villa de La Malgrange (1712), cerca de Nancy, su actividad recorrió todas las tipologías y todos los problemas teóricos, constructivos y técnicos. En el "Livre d'Architecture" (1745) resume sus ideas y su propia arquitectura, representando en láminas una selección de sus proyectos, casi a la manera de Palladio en "I Quattro Libri" (1570). Se trata de ideas y edificios que quieren ser una codificación de reglas universales y una aplicación práctica de tradiciones nacionales consolidadas. Así, pretenderá aplicar el "Arte Poética" de Horacio a la arquitectura, en una suerte de ut architectura poesis en la que la arquitectura debería identificarse con las reglas de la métrica poética y que tendría en la definición del carácter del edificio una de sus aportaciones más atractivas y de consecuencias más prolongadas, llegando incluso hasta el propio Boullée. Pero no debe olvidarse que también, en un caso, presenciamos un atento estudio de la historia de la arquitectura entendida como depositaria de soluciones modélicas, desde la Antigüedad a Palladio, de Ducerceau a Mansart o Fischer von Erlach, incluida su admiración por la racionalidad constructiva de la arquitectura gótica. J. Garms ha podido caracterizar su arquitectura como classicisme raisonné, lo que vendría a legitimar su inclusión en un epígrafe que pretende describir la arquitectura francesa de la primera mitad del siglo XVIII no sólo como un período de confrontación entre rococó y clasicismo, sino, sobre todo, entre clasicismo, racionalismo y tradición nacional. De hecho, buena parte de los temas tocados por Boffrand serán objeto de meditación constante de la arquitectura de la Ilustración.En su teoría y en su arquitectura, con la insistencia en los principios de comodidad, conveniencia y distribución como conceptos compositivos que aspiran a la universalidad y que, a la vez, son considerados como una específica aportación francesa, se formula una crítica implícita a la arquitectura italiana. Algarotti, el teórico veneciano ya recordado, llegó a hacer célebre su observación de que "algunos no creen que se pueda unir una fachada en el gusto de Sanmicheli o de Palladio con la cómoda distribución de los apartamentos alla francese".
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La reunión de guerra del día 23 no dio mucho de sí. Las tropas soviéticas continuaban avanzando y el cerco de Berlín era sólo cosa de horas. Ribbentrop habló con Hitler y lo único que tenía que comunicarle sobre contactos con los aliados era el envío de algunos industriales checos a la zona americana. Hitler le dijo que escribiera a Churchill una carta con cuatro propuestas para llegar a un acuerdo: "Ahora necesito más que nunca esta victoria. Si ganamos en Berlín, cambiaremos el curso de la guerra". Al final de la reunión, Bormann entregó a Hitler un telegrama de Göring, en el que éste proponía a Hitler que le cediera el poder en calidad de lugarteniente suyo, dado que se hallaba cercado en Berlín. Le decía, también, que en el caso de no haber recibido una respuesta antes de las 10 de aquella noche entendería que Hitler había perdido la libertad de acción y procedería a hacerse cargo del poder, de acuerdo con un decreto del 29 de junio de 1941 emitido por el propio Hitler. Al parecer, Hitler reaccionó con cierta sorna: "Este tiene prisa por heredar". Pero Bormann, siempre dispuesto, incluso en aquellas circunstancias, a escalar posiciones, insinuó que aquello olía a traición, que Göring estaba dispuesto a ir él mismo a negociar con Eisenhower, quizás incluso el propio Hitler fuese una pieza de canje... Hitler babeó de rabia. Ordenó que Göring, su familia y Estado Mayor quedasen bajo arresto domiciliario. Luego, más calmado, le envió un telegrama: "Sus actos se pueden castigar con la pena de muerte, pero, teniendo en cuenta los valiosos servicios prestados en el pasado, me abstendré de proceder contra usted si renuncia a todos sus cargos y títulos..". Göering no se hizo rogar.
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En esas estaba cuando, hacia las 10 de la noche del 28 de abril, llegó del ministerio de Propaganda un telegrama de la agencia Reuter que anunciaba el inicio de conversaciones entre Himmler y el conde Bernardotte, de Suecia, para que éste explorase la disposición de los aliados occidentales hacia una negociaciones de paz. Tales conversaciones tuvieron lugar en la noche del 23-24 de abril, en los sótanos del consulado sueco en Lubeck. Himmler dijo al diplomático sueco que Hitler, cercado en Berlín, incluso posiblemente muerto, ya no gobernaba Alemania y que él era el hombre en el que recaía la responsabilidad de ofrecer la capitulación a los aliados occidentales, pero no se rendiría en el Este. Tres días después se produjo la respuesta aliada, en el sentido que Bernadotte ya había predicho a Himmler: capitulación sí, pero en ambos frentes. No a las negociaciones por separado. Fue una inmensa decepción para Himmler, que ingenuamente ya se veía con las riendas de Alemania en las manos. Pero lo más grave es que su oferta se convirtió en noticia de prensa y llegó al búnker. Hitler tuvo un ataque de rabia. El jamás hubiera desconfiado de Himmler. Esto era mucho peor que lo de Göring, que, al menos, había pedido permiso. Bormann escarbó más en la herida: "Siempre he dicho que la fidelidad hay que llevarla impresa en el corazón y no en la hebilla del cinturón". Bormann se encargó de buscar una venganza contra Himmler y capturó al general Fegelein, representante de aquel ante el Führer, cuando trataba de escapar de Berlín. Hitler ordenó su ejecución inmediata: fue fusilado en el jardín de la Cancillería, mientras la batalla rugía en toda la ciudad. Luego, Hitler se reunió durante un buen rato con Bormann y con Gebbels. Allí acordaron destituir a Himmler de todos sus cargos y ordenar su detención para que fuera juzgado. Como esto no sería muy fácil, ordenó al general Greim y a Hanna Reitsch que cogieran un avión y salieran de Berlín para capturar a Himmler: "¡Un traidor no debe jamás sucederme a mi como Führer! ¡Deben ustedes salir de aquí para evitarlo!" El general y la piloto de pruebas despegaron de una calle de Berlín en una avioneta Arado a la una de la madrugada del 29 de abril. Fue el último avión que abandonó la ciudad sitiada.
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Mientras tanto, la Grande Armée atravesaba por crecientes dificultades. La rápida marcha a través de Baviera y Austria había alargado peligrosamente sus líneas de aprovisionamiento y comunicación, y en el camino el número de rezagados tomó proporciones alarmantes. Cuando Napoleón estableció su campamento al sur de Olmütz, apenas le acompañaban 50.000 hombres, mal alimentados y enfrentados a un durísimo invierno que dificultaba sus movimientos. En Bohemia y en el sur de Austria, tres ejércitos austriacos se disponían a converger sobre Moravia. En estas condiciones, el Emperador recibió la peor de las noticias: Prusia iba a integrarse en la coalición anti-francesa y el peso de sus tropas, situadas a pocos kilómetros, podía ser decisivo para la suerte de la campaña. A Napoleón no le quedaban muchas soluciones. La retirada, tras haberse internado centenares de kilómetros en territorio enemigo, era imposible. Un ataque frontal a los aliados, muy superiores en número, era un riesgo excesivo. Decidió, por tanto, atraer al adversario y hacerle frente en un terreno y en un momento que le fueran favorables. Para ello ordenó el repliegue ostensible de su vanguardia, y él mismo trasladó su cuartel general varios kilómetros al sur, a Austerlitz. Y por si los comandantes aliados aún no creían que arrojaba la toalla, les solicitó la apertura de negociaciones de paz. Alejandro I cayó en la trampa, y dio la orden de marchar hacia el sur, desoyendo las llamadas a la prudencia que le hacían Kutuzov y el emperador Francisco. El 1 de diciembre, las divisiones austriacas y rusas alcanzaron Austerlitz. Mientras tanto, los franceses se reagrupaban al oeste del río Goldbach. Napoleón había hecho regresar a toda velocidad al 1° Cuerpo de Bernadotte desde su posición avanzada de Iglau, y de Viena acababa de llegar el 3° Cuerpo, del mariscal Davout. Reforzado hasta alcanzar unos 60.000 hombres y 139 cañones, el ejército francés cubría un frente de unos 8 Km. desde la colina fortificada de Santon, al norte, hasta los lagos helados de Telnitz. La táctica del Emperador consistía en concentrar el grueso de las tropas sobre el centro y la izquierda de su dispositivo, semiocultas entre las ondulaciones del terreno que descendía hacia el Goldbach. El flanco derecho, en torno a Telnitz, quedaba encomendado a Davout, con efectivos bastante más reducidos. Napoleón confiaba en que los aliados se lanzarían sobre su ala más débil, dedicados a cortarle la retirada hacia Viena. Entonces su masa de maniobra ocuparía la meseta de Pratzen, que se alzaba entre los ríos Goldbach y Litava, y envolverían al enemigo por la izquierda. El plan de los aliados fue concebido sobre la marcha por el jefe del Estado Mayor austríaco, Weyrother, y era plenamente apoyado por el zar. Preveía que una parte del ejército, a las órdenes de Buxhowen, atravesara el río al norte de los lagos, para cortar la esperada retirada enemiga hacia Viena. Mientras se ejecutaba esta maniobra, la infantería del general Bragation y la caballería del príncipe de Liechtenstein, atacarían en dirección a la colina de Santon. En el centro, Kutuzov se movería a través de Pratzen para cortar la retirada al grueso del ejército francés. Con casi 90.000 hombres, los aliados esperaban aplastar a un adversario que creían muy inferior a su número real. El plan, comunicado a los jefes militares pocas horas antes de la batalla, respondía casi punto por punto a la estrategia supuesta por Napoleón. Al amanecer del 2 de diciembre, los dos ejércitos se pusieron en marcha envueltos por una densa y fría niebla. En el norte, los franceses cruzaron el Goldbach y ocuparon posiciones en la orilla izquierda, a ambos lados de la carretera de Brünn a Olmütz. Al sur, las tres columnas de Buxhowen atacaron a las tropas de Davout. Éstas estaban muy fatigadas tras su rápida marcha desde Viena, pero aún así rechazaron el ataque, lo que obligó al general ruso a pedir refuerzos. Parte de los regimientos de Kutuzov comenzaron entonces a avanzar por la meseta de Pratzen hacia Telnitz.
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El cardenal Julio de Médici, obispo de la ciudad de Narbona, encargó a Rafael un gran cuadro de altar destinado a la catedral de esa ciudad en el año 1517. Se trata de la obra más compleja de Sanzio, donde los efectos dramáticos y expresivos se encuentran desarrollados de la mejor manera, trabajando en el más puro estilo clasicista. El tema tratado por el maestro es bastante complejo y une dos secuencias independientes, pero que se narran consecutivamente en los textos evangélicos. Así, en la parte superior de la tabla, podemos contemplar la figura de Cristo arrebatada a los cielos, embellecida y envuelta en una túnica blanca por la acción amorosa de su padre. Los discípulos, que se habían dormido, se despiertan y contemplan asombrados el milagro de la Transfiguración, mientras que Elías y Moisés acompañan a Cristo. En la zona baja hallamos a un nuevo grupo de discípulos, organizados alrededor de la escena del endemoniado a quien los apóstoles no pudieron curar por falta de fe, destacando especialmente la figura femenina que está de espaldas. La composición se organiza a través de un gran triángulo cuya base son las diversas figuras de la parte baja. La tensión y el drama que se respira en esta zona se proyecta hacia arriba, donde el verdadero milagro se organiza alrededor de un círculo. El empleo de luces procedentes de diversos focos refuerza el carácter espectacular del conjunto en el que participan las rotundas figuras envueltas en sombras, retomando la influencia de Leonardo, mientras que en los personajes advertimos cierto eco de Miguel Angel. El resultado es una de las más bellas imágenes pintadas por Sanzio, en la que manifiesta su peculiar lenguaje.
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También en el ámbito de las artes figurativas, los años centrales del siglo XVIII fueron decisivos para la elaboración de nuevos lenguajes y de nuevas actitudes teóricas e ideológicas, sobre todo en Francia. Coincidiendo con el interés por la Antigüedad, la Ilustración encontró en la producción de imágenes un vehículo idóneo para ilustrar nuevos valores morales, criticar el pasado académico, barroco y rococó, y contribuir a la transformación de las costumbres, a su secularización. Intelectuales como Diderot ejercieron una tarea fundamental en este sentido, haciendo de la creación y del ejercicio de la crítica de arte un género cada vez más atendido y demandado, también por el hecho de la aparición de un fenómeno nuevo que no es otro que el de la existencia de un público que testimoniaba la exigencia de un proceso de democratización del consumo de las imágenes. Por otra parte, sin duda, los Salones que organizaba la Academia se convirtieron en la ocasión para hacer de la pintura un acontecimiento público y social. Incluso Diderot y el escultor Falconet llegaron a debatir sobre el destino y la función de la obra de arte, defendiendo el primero una finalidad histórica de alto contenido moral y el segundo la tarea no menos comprometida de atender sobre todo a sus propios contemporáneos. Al diversificarse el destinatario de las obras también se diversifican los temas y los lenguajes. Aunque también es cierto que la gran pintura académica, la tradición barroca y la rococó mantuvieron activa su producción hasta finales del siglo XVIII, incluso a veces haciendo de los lenguajes tradicionales vehículos de las nuevas ideas ilustradas o revolucionarias y, en este sentido, no puede olvidarse la obra de Jean-Honoré Fragonard (1732-1806), amigo de David y comprometido con la Revolución de 1789. Sin embargo, Diderot y otros enciclopedistas mantuvieron una feroz crítica frente a artistas como François Boucher (1703-1770), coleccionista de mariposas azules y juzgado como un pintor pervertido tanto por los temas eróticos de sus pinturas como por la lujosa ostentación de sus formas y colores, entendidos como fiel expresión de la corrupción aristocrática.El público y la crítica no sólo contribuyen a plantear cuál debe ser la función del artista en la sociedad, sino que, además, intervienen de tal manera que en muchas ocasiones los pintores se ven obligados a incluir en términos pictóricos su presencia, ya fuera cambiando los temas o eligiendo nuevos sistemas de representación tratando de incorporar esa mirada crítica, cultivada o no. No puede olvidarse tampoco que todavía en los años centrales del siglo XVIII la tradicional jerarquía artística, consolidada por las academias, seguía siendo atendida incluso por los ilustrados. De esta forma la pintura de historia mantenía su elevada posición en la jerarquía de los géneros y en ella los modelos y argumentos extraídos de la literatura clásica y de los mitos de la Antigüedad, unido a la nueva pasión por las ruinas, iba a jugar un papel fundamental.Se trataba de proponer con la pintura elevados temas de carácter moral y pedagógico, secundados por un nuevo tipo de lenguaje más simple, sin hedonismos pictóricos. Diderot llegó a descubrir que ese tipo de lenguaje era posible incluso en pinturas de género como las que pintaba Jean-Baptiste Simeon Chardin (1699-1779), incluso concedió un alto valor moral y edificante a sus bodegones y escenas cotidianas de interior, descubriendo el alto grado de dramatización de sus objetos pintados. Es la pintura la que parece recuperar los temas para otros fines, aunque éstos, iconográficamente, puedan seguir siendo conservadores y académicos. Pero Chardin tuvo la virtud de conceder quietud y serenidad a sus objetos y figuras, los ensimismó y les atribuyó apariencia de trascendentes, lo que fue inmediatamente captado por el público y por Diderot. Aunque el pintor ideal de este último fue Jean-Baptiste Greuze (1725-1805), de quien llegó a decir que era "un pintor moral". En general, pintó cuadros de costumbres con sencillas escenografías, con narraciones emocionadas de la vida cotidiana en las que solía presentar edificantes conflictos familiares, casi siempre de ámbito rural (no debe olvidarse, en este sentido, los textos de Rousseau que cantaban ese tipo de inocencia en el contexto de la Ilustración francesa). Greuze hizo de sus campesinos un tipo idealizado, no histórico, aunque Diderot alabase la emotividad de su pintura. Greuze, que solía grabar sus cuadros para difundir su lección moral entre un público más amplio, llegó a escribir lo narrado en su pintura, como si de una crónica contemporánea se tratase. Entre las obras que consolidaron su prestigio cabe destacar La novia de aldea (1761, París, Museo del Louvre), El hijo castigado (1777, París, Museo del Louvre) o La maldición del padre (1777, París, Museo del Louvre). Cuando Greuze quiso dar el salto a la pintura de historia presentó, en el Salón de 1769, su Septimio Severo y Caracalla (1769, París, Museo del Louvre) que constituyó un sonoro fracaso, hasta el extremo de que Diderot llegó a afirmar que "no vale nada". A partir de ese momento se retiró de la Academia y solía exponer sus obras en su propia casa.No siempre Roma, la Antigüedad, o la Razón se vistieron de clasicismo, incluso la Historia y la Naturaleza permitían otras formas de acceso a un arte moderno, básicamente ensimismado pero igualmente comprometido con la idea del proyecto ilustrado. Es como si el contenido de las pinturas se sometiese a la presencia iconográfica de la pincelada y el color. En este sentido, hay que mencionar a dos pintores especialmente apasionantes y controvertidos como Hubert Robert y Fragonard. Ambos son tratados con frecuencia en el ámbito de la tradición rococó, cuando su pasión por Roma, por la nueva manía por lo antiguo, por las ruinas, incluso por la Revolución pudieran desmentir semejante adscripción. Robert fue básicamente un pintor de ruinas, un pintor de teorías arquitectónicas, seducido por Piranesi. Las suyas no eran vistas de ciudades, aunque también las hubiera entre sus obras, sino meditaciones sobre la arquitectura, fantaseando sobre el pasado y el futuro, haciéndose eco de las nuevas teorías racionalistas y clasicistas, llegando a presentar edificios modernos como si de ruinas se tratase, como ocurre, por ejemplo, en su Vista imaginaria de la Gran Galería del Louvre en ruinas (1796, París, Museo del Louvre).Fragonard, pensionado en Roma y amigo de Robert, discípulo, previamente de Boucher y Chardin, estaba dotado de una excepcional facilidad para la pintura, sobre todo para el dibujo y el color. En Roma atrapó la poética de las ruinas, su lado pintoresco. Se apartó pronto de la inevitable vinculación a la Academia, tan seguro estaba de su propia pintura, de sus Figuras de fantasía, de 1769, de su célebre El columpio (1767, Londres, Colección Wallace). Una pintura que sólo era eso, sometiendo los temas a su desbordante tiranía. No por casualidad se suele poner en relación la obra de Fragonard con la de Delacroix y Cézanne.
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Desde los años cincuenta los cambios experimentados en los fenómenos demográficos reflejan una población que abandona aceleradamente el campo para trasladarse a las ciudades o a países extranjeros. Ello supuso una profunda intensificación del fenómeno urbanizador, así como una variación de la estructura sectorial de la población activa, pasando en poco tiempo de ser un país rural a otro urbano, y de tener una economía de base agrícola a otra industrial y de servicios. Lo que llama la atención de los citados cambios es la aceleración con que se llevan a cabo. Las transformaciones habidas posibilitaron una variación en la estructura de clases. Si bien se mantuvo con escasa evolución el bloque de propietarios, se incrementó el de los asalariados, lo cual favoreció la formación de una nueva clase media partidaria del cambio político. Pero junto a ello, y pese a los innegables avances en la educación, sanidad y vivienda, seguían produciéndose diferencias sociales que originaban desigualdad en las oportunidades y una escasa movilidad social. En todo caso, mientras que en educación y en sanidad los pasos fueron más firmes, en política de vivienda se avanzó poco, convirtiéndose en uno de los elementos más definidores de las desigualdades sociales. El nivel de vida de los españoles mejoró en estos años, variando sus pautas de consumo (acceso a electrodomésticos, coche utilitario...), pero en cambio se mantuvo la desigualdad de la renta. En su conjunto, la población se vio beneficiada de la prosperidad económica; sin embargo, debido a la política del Régimen no se afrontaron, en una coyuntura propicia, las reformas estructurales necesarias para aminorar dichas desigualdades. Estos cambios, de indudable importancia, junto con las transformaciones económicas, sentaron las bases para proceder, una vez muerto Franco, al cambio político, sin tener que recurrir a transformaciones radicales que lo hubieran dificultado, ya que no se podía mantener a una población urbana y mesocrática en una minoría de edad política de forma permanente.
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Dos escultores áticos de trayectoria afín predominan en las primeras décadas del siglo V, Kritios y Euthydikos. El nombre de Kritios va ligado a la aparición del contraposto, una de las soluciones más trascendentales de la Historia del Arte, a la que se ha atenido la representación de la figura humana durante siglos. No hay constancia de que Kritios inventara o descubriera el contraposto, que es un hallazgo realizado en un taller ático a comienzos del siglo V, pero es en una obra suya, en el llamado Efebo de Kritios del Museo de la Acrópolis, en la que por primera vez lo vemos plasmado. El Efebo de Kritios se fecha hacia 480 y representa un avance sin precedentes en la búsqueda de expresión plástica para algo tan abstracto como la energía y la potencialidad del movimiento. Desde un punto de vista formal el contraposto equivale al hallazgo de un esquema definido por la contraposición de los miembros a partir del juego de piernas, que acusa la diferencia funcional entre pierna de sostén, sobre la que recae el peso del cuerpo y, por tanto, se mantiene tensa, y pierna exonerada, que se flexiona. Tal actitud tiene inmediata repercusión estructural en todo el cuerpo, ya que la cadera de la pierna de sostén queda más alta que la de la pierna flexionada e idéntico desequilibrio afecta a los hombros, más bajo el del lado de la pierna de sostén que el contrario; cabeza y cuello pierden su posición axial y giran levemente en la dirección de la pierna exonerada. Cuando se ve de cerca y al natural el Efebo de Kritios, enseguida se comprende que el contraposto es más que un esquema formal, puesto que dota a la escultura de contenido. Le da, en efecto, apariencia de cuerpo vivo con el pecho henchido, la espalda ligeramente arqueada, la musculatura activa. A todo ello contribuye de manera admirable el modelado, sobre todo en el torso, prueba inequívoca de la categoría de Kritios como escultor. Entre las obras que se le atribuyen, ninguna fue tan célebre como el Grupo de los Tiranicidas, realizado en colaboración con Nesiotes. Aparte del valor artístico, la obra tuvo extraordinaria resonancia política en cuanto símbolo de la libertad. Es el primer monumento de carácter político erigido en Europa y el primero que celebra el triunfo de la democracia. Tras dar muerte a Hiparco, uno de los hijos de Pisístrato, Harmodios y Aristogitón -los tiranicidas- pagaron su acción con sus vidas e inmediatamente se les declaró héroes y se les erigieron estatuas. Estas fueron encargadas a Antenor; veinte años después fueron robadas por los persas y sustituidas por otras idénticas fundidas en bronce por Kritios y Nesiotes. Las copias de mármol conservadas en el Museo de Nápoles permiten saber que son obra del 477 aproximadamente, algo posterior al Efebo de Kritios. El influjo de la obra de Kritios llega a talleres isleños e incluso al sur de Italia, como demuestran el Apolo Strangford y el Kouros de Agrigento, estatuas que reproducen los detalles formales, pero no penetran en la esencia íntima del contraposto. Relacionado con el Efebo de Kritios y de la misma época es la cabeza del Efebo Rubio, así llamado por conservar en el pelo su antigua tonalidad amarillenta. El peinado artificioso le presta monumentalidad y carácter tectónico, rasgos que le diferencian del Efebo de Kritios, como también la dureza de los rasgos fisiognómicos y la expresión sombría, en oposición a la alegre luminosidad del rostro del Efebo de Kritios. No obstante, de la inclinación y giro de la cabeza se deduce que la obra respondía al mismo criterio de frontalidad y contraposto. La relación del Efebo Rubio con Euthydikos se establece en virtud del estrecho parentesco con la obra más representativa de este escultor, la Kore de Euthydikos del Museo de la Acrópolis, fechada en el año 490. Ni el Efebo Rubio ni la Kore alcanzan el tamaño natural; sin embargo, ambos acreditan la monumentalidad y voluminosidad masiva, típicas del estilo de Euthydikos. Coinciden también en la firmeza del modelado, en la fuerza de los detalles -óvalo del rostro, pómulos, contornos de ojos y labios-, así como en la concentrada interioridad de la expresión. Se trata, pues, de obras concebidas de igual forma, de ahí la posibilidad de adscribirlas al mismo taller y al mismo maestro. Axialidad y sobriedad expresiva en ambas son los rasgos que definen el tránsito hacia el estilo severo. La tradición o escuela iniciada en este taller se expande y llega hasta Olimpia y al mismo círculo artístico hay que adscribir obras como la estela de Sounion, que representa a un joven en actitud de ceñirse una corona.
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El ataque concéntrico de las potencias europeas sobre la España de Carlos II ha conducido a enjuiciar el periodo de transición al siglo XVIII como una época de estancamiento complacido, de actitudes acríticas, o de escasa toma de conciencia de un retraso cultural que transige en ver anclada a la nación en la defensa de esquemas tradicionales. La curva cultural que va de 1680 a 1715, y que para P. Hazard representa una perspectiva de apertura, un "integral examen de conciencia", tan sólo recientes y agudas investigaciones admiten que también fue ocasión de recuperación para España, observando en ese proceso transicional la actitud inquieta de un grupo de intelectuales, que ajenos al mero monólogo del cuadro histórico presentado por Américo Castro, o de un permanecer en el pasado, en el sombrío ambiente de intrigas cortesanas relatado por Pfandl o Maura, expresan una voluntad de ponerse a tono con las circunstancias, aunque a sus ojos se "extienda una zona incierta en la cual moverse es difícil".Ante los hechos, en el contexto de aquella transición, es prudente hablar más bien de manifestaciones individualistas que de posiciones institucionales u oficiales, pues como muy bien ha analizado el historiador veneciano G. Stiffonni, "ninguna sincronización fue posible entre la estructura dinámica de las nuevas ideas, y la estructura del dominio político y social de las clases dominantes". El tímido colbertismo de Oropesa, o los más tímidos aún mecanismos de renovación sociopolítica de don Juan José de Austria, constituyen una solitaria esperanza, aunque en ella se asiente la fermentación cultural de esa España que de forma sutilmente crítica se resiste a ser autóctona y delimitable y se muestra deliberadamente receptiva de las aportaciones externas.Sin duda, el viejo esquema político había hecho desaparecer la Academia de Matemáticas de Madrid, o las Escuelas de Burgos y Sevilla. Una absurda posición conservadora mantendrán las universidades tradicionales, tan sólo alteradas en sus tópicos escolásticos por la de Valencia, a través de matemáticos y científicos tales como José de Zaragoza, Félix Falcó o Baltasar Iñigo o el tono singular que imprimen J. B. Corachan y Vicente Tosca, el cual se arriesga allá por el año 1697 a la apertura de una Academia privada, sustentada en nuevos criterios de valor metodológico. Tal riesgo personal daría como fruto su "Compendio Mathematico..." que ve la luz entre 1707 y 1715. Una manera nueva de interpretar la realidad se consignaba a través de Crisóstomo Martínez, que vino a ser tal vez la pre-verificación de un cartesianismo sin temores. El resurgimiento económico catalán también contribuye al estímulo intelectual sustentado por algunos nombres representativos, quienes ya preparan el camino que ha de conducir a Ustariz, uno de sus representantes más ilustrados. El ambiente, aunque restringido, conduce a nuevos planteamientos de investigación científica y a un debate entre tradición y modernidad. Estas ideas circulan y se advierten en Zaragoza en donde Casalete o el italiano Juanini confirman en el campo científico una actitud de renovación.Orientadas en la misma dirección, las tertulias madrileñas que impulsaron el Marqués de Mondéjar y el erudito Duque de Montellano, intentan proyectar a la sociedad el ánimo de secularizar la cultura y de hacer latente el retraso cultural de España. Cabriada, en su crítica al paralizado mundo de la Corte, diría: "...sacudamos el yugo de la servidumbre antigua para poder con libertad elegir lo mejor". Configuraba, sin duda, un camino alternativo, difícil, como lo fue cuando pretendió fundar una Academia Real en la Corte "como la que hay en la del Rey de Francia, en la de Inglaterra y en la del Señor Emperador". Implica el problema de reconocer una exterioridad cultural que se echa en falta.Domínguez Ortiz ha analizado que el fermento más activo hacia el cambio se concentraba en Andalucía, por mantener en su mercantilismo un vehículo de intercambio de ideas. También las tertulias fueron el indicio de la necesidad de un proyectismo foráneo, que en algún caso quedó institucionalizado por el apoyo del Cardenal Portocarrero. El clima hacia una apertura ideológica, aunque no de forma programática, se advierte, y se admite, que no lo motivó la mera curiosidad, sino tal vez el deseado milagro que buscan algunos de liberar la soñolienta España del último tercio del XVII, de la irrisión de otros países. Eran los modos de invitar a un cambio, tal vez a un necesario replanteamiento que sólo se vislumbra en el límite extremo del horizonte y que justifica de alguna manera aquel utópico plan de la Sinapia, de construir un orden económico, político y social bajo criterios extratemporales. El contenido ideal no era más que el resultante de una búsqueda de adecuación europea, o de una identidad sustancial a otros espacios.Pensadores y artistas, en algunos círculos, eran conscientes de las cerrazones rigoristas del siglo XVII, incluso de que se persistía en una cierta depresión. Dejaron espacio a la reflexión y al juicio, y puesto que nos adentramos en el mundo de la actividad artística nos parece oportuno el destacar la polémica creada por Juan Caramuel y Lobkowitz, el científico que investigó en campos diversos, de contenido doctrinal teológico o de la compleja poética de la arquitectura. Su inmenso trabajo le lleva a indagar sobre la naturaleza, la lógica como ciencia de la comunicación. humana, el método matemático como base de la formación intelectual. Contribuyó a la formación de nuevas doctrinas, como bien ha demostrado Dino Pastine extractando citas que le dedica Feijóo. Su "Cursus Mathematicus, Architectura Civil Recta y Oblicua" (1678), confirma su comprometido mensaje renovador, considerándose por muchos un manifiesto arquitectónico que renueva todo el quehacer artístico relacionado con la ciencia del espacio.En este camino de transición, al que hace de soporte todavía la época, "sin valor y sin providencia" de Carlos II, tal y como Lafuente Ferrari llegó a definirla, se mantenía viva la ilusión de aquellos solitarios "mercaderes de la nueva cultura", de llevar adelante su proyecto de establecer un compromiso entre cultura y poder, adelantándose a la virtual meta de la Ilustración. Parte de aquellas ilusiones se rompían con la contienda dinástica, con la Guerra de Sucesión, pero su penetración había quedado enraizada; manteniéndose como un complejo retículo, el cual por sí mismo explica las posiciones soterradas pero operantes de algunas personalidades. Los planes de reforma del nuevo poder borbónico no fueron inmediatos, mientras que los trabajos y las líneas de investigación iniciadas siguieron tímidamente su curso. Y en ese intento de proseguir en la consolidación de una reforma nos parece ejemplificadora la actitud intelectual de Tomas Vicent Tosca. Su "Compendio..." en nueve tomos es un planteamiento crítico que propone establecer una apertura a las materias principales de las Ciencias estableciendo en su método una vinculación con planteamientos europeos. La obra terminó de publicarse en 1715, pero de ella se hicieron ediciones en 1727, 1757 y 1794, sirviendo de fundamento en la formación de aquellas generaciones. Tosca establece una línea de conexión con Caramuel en el criterio de integración del saber matemático, físico, astronómico y de aplicación técnica, cuestiones a las que otorga plena autonomía, como manifestación de la ciencia.En el contexto de ese paisaje transicional, existe sin duda una inquietud nada superficial y sí llena de entusiasmo por parte de algunos, y aun siendo incordenada e individualista, mantiene vivo ese criterio abierto, flexible y crítico, sutilmente razonado en muchos casos, en el contexto de la ruidosa controversia de los novatores y los tradicionalistas. Fue una plataforma para el cambio aunque los cambios fueran lentos en venir. La encastillada mentalidad de la España detenida en sí misma era difícil que se rompiera o que cristalizara triunfalmente en otra idea que aquella que ha resaltado Palacio Atard: "...lamentable creencia en una oposición natural entre los hombres y las tierras de uno y otro lado de los Pirineos". Fuerzas internas de poder como lo fueron todavía la Inquisición o la Compañía de Jesús, contribuyeron a que la batalla ideológica se hiciera más larga y el enfrentamiento más tenso. Pero las posibles ambigüedades, las derrotas ideológicas, los firmes pilares de una nueva doctrina, fueron abarcando poco a poco ese mundo del sentimiento y, por primera vez, con claridad aparecen en el contexto cultural no pocos aspectos que derivan de unas nuevas directrices, bien encaminadas hacia exigencias especulativas del saber. Este contenido que subyace ciertamente en España en el puente entre los dos siglos hará más apreciable el programa político y cultural de la nueva Monarquía, tanto en su forma como en sus contenidos.
contexto
Es habitual considerar que la Historia necesita del transcurso de un cierto tiempo para que se le pueda atribuir la imprescindible imparcialidad. Lo cierto es, sin embargo, que la Historia no estudia el pasado remoto sino el ser humano en el proceso del cambio. Algunos grandes historiadores clásicos fueron testigos de lo que narraron. Sólo en el siglo XIX, cuando tuvo lugar la conversión de la Historia en una ciencia apareció como requisito el alejamiento cronológico. Intentar la Historia del tiempo actual pareció, en adelante, imposible por la carencia de fuentes y porque el historiador resultaría demasiado subjetivo. Así ha solido suceder en países como España, en los que el pasado ha sido muy conflictivo. Hoy en día, sin embargo, ni en España ni en ninguna otra parte del mundo, se juzga que la Historia de la época más reciente -la posterior a 1945- deja de ser científica por el solo hecho de la proximidad. Un historiador del tiempo más reciente debe ser cuidadoso con la imparcialidad y hacer una Historia en cierto modo provisional porque pueden aparecer nuevas fuentes, pero tiene también la ventaja de poder captar mucho mejor el ambiente del momento que él mismo vivió. Pero, además, hay factores que hacen inevitable intentar, al menos, la Historia del tiempo presente. La aceleración del tiempo, la multiplicidad y volumen de las fuentes parecen exigir una explicación causal, basada en la sucesión del tiempo, y sintética que sólo puede proporcionar la Historia. Esta no sólo ofrece una disciplina intelectual y una densidad de su explicación, frente a la demasiado efímera del periodista, sino que además contribuye a la formación moral porque facilita la tolerancia. La Historia del tiempo presente tiene un especial sentido en el caso de España. Así como la guerra civil hizo nacer un régimen que duró hasta 1975, a partir de esta fecha se trató de fundamentar una nueva convivencia iniciando un camino nuevo. La memoria de la guerra civil, como catástrofe que era preciso evitar, contribuyó muy positivamente a la transición democrática que inauguró nuestra actualidad y lo hizo de un modo ejemplar para buena parte del mundo.