Jaén constituía una base importante para conquistar Sevilla, la capital emblemática de los almohades. Era el siguiente paso obligado para el rey castellano y sus ejércitos. Pero Sevilla, último bastión importante de los almohades, constituía una presa muy difícil a causa de las poderosas defensas de la ciudad, sus riquezas y la numerosa población (se le atribuyen hasta trescientos mil habitantes). Esto, aparte del cinturón de plazas fuertes que la rodeaban, como Cantillana, Carmona y Alcalá de Guadaira, y del río Guadalquivir que la unía con la poblada comarca de Jerez y con el Norte de África, desde donde le podían llegar víveres para aguantar el asedio, único sistema que para tomarla tenía Fernando III. Los preparativos cristianos fueron largos. Se organizó una flota en los puertos cántabros mandada por Ramón Bonifaz, designado primer almirante de Castilla, para controlar el acceso fluvial a la ciudad e impedir la llegada de bastimentos y refuerzos; se convocaron los concejos para que proveyeran de dinero, hombres y víveres para la campaña para la primavera de 1247, estableciéndose Córdoba como punto de concentración; finalmente, se llevó a cabo una serie de operaciones contra las poblaciones que rodeaban la capital: Carmona, Lora del Río, Setefilla, Cantillana..., que concluyó con la toma de Alcalá del Río, enclave defensivo estratégico a las mismas puertas de Sevilla, que costó un asedio de varias semanas. La resistencia de los sevillanos fue digna de ser narrada con todo lujo de detalles por la "Primera Crónica General". Cercados por tierra y por vía fluvial, intentaron infligir algunas pérdidas a las filas castellanas hostigando el campamento del rey, cortando las líneas de aprovisionamiento o robando ganado. Sin embargo, los castellanos tenían todas las de ganar. Desde su postura de fuerza y convencidos de que los asediados no se rendirían rápidamente, evitaron las sorpresas y efectuaron razias contra las poblaciones de Sevilla, necesarias, por otro lado, para avituallarse en la misma zona. Con el buen tiempo y los nuevos refuerzos -encabezados por el heredero del trono, el infante Alfonso-, se intensificó el cerco cristiano con el objetivo de aislar absolutamente la ciudad, privándola de las pocas conexiones que le quedaban con la orilla derecha del Guadalquivir. La flota de Ramón Bonifaz, procedente del Cantábrico (Santander, Castro Urdiales, Laredo, Santoña, San Vicente de la Barquera y Avilés), impidió la llegada de refuerzos norteafricanos, a la vez que, roto el puente de barcas que unía el castillo de Triana con la ciudad, Sevilla quedaba absolutamente aislada. Ya estaban las tropas cristianas cerca de alcanzar la meta. Al final del verano cayó el castillo y Sevilla se vio obligada a rendirse a las tropas de Fernando III, tras más de catorce meses de asedio -desde agosto del año 1247 hasta el 23 de noviembre de 1248- y sus habitantes se enfrentaron con un largo proceso de capitulaciones. Este se cerró con la firme decisión de Fernando III de expulsar de Sevilla a todos los musulmanes, como lo había hecho antes en Córdoba y Jaén. La continuación de la campaña por la Andalucía Bética fue tarea más fácil. Fernando III, a pesar de su precaria salud, continuó la acción militar hacia el Bajo Guadalquivir, la zona de las Marismas y la comarca próxima al estrecho de Gibraltar e, incluso, preparaba una expedición contra el Norte de África, que no pudo realizar porque le sorprendió la muerte el 30 de mayo de 1252. La ausencia de su empuje guerrero, unida a las dificultades surgidas en Castilla durante los reinados de Alfonso X y de sus herederos, y la insuficiencia demográfica de Castilla, aminoraron la velocidad de las conquistas castellanas y fueron las causas esenciales de que el reino nazarí de Granada sobreviviera dos siglos y medio más. Nada más acceder al trono, Alfonso X el Sabio se enfrentó con la necesidad de consolidar las conquistas realizadas por su padre en tierras andaluzas y de incorporar lo que quedaba de al-Andalus -Cádiz y Niebla- excepto el reino nazarí de Granada, con el que estableció una relación de vasallaje, similar a la que había mantenido Fernando III. En 1253, recuperó Morón, incorporó Tejada y ocupó la importante plaza de Jerez. A causa de la sublevación de los nobles castellanos, Alfonso X tuvo que esperar hasta 1262 para ocupar definitivamente Cádiz y terminar con la taifa de Ibn Mahfuz, de Niebla, que comprendía, aparte de la capital, importantes localidades como Gibraleón y Huelva. No fue ésta una conquista fácil, por ser Niebla una ciudad muy fortificada y, según parece, a causa de una epidemia que diezmó a los sitiadores. Fue necesario el uso, según dice la "Crónica real", de ingenios o máquinas de guerra por el ejército castellano para que cayera Niebla el 12 de febrero de 1262. Se dio así por terminado el período expansivo del reino castellano-leonés que, en unos treinta años, redujo a los musulmanes al reino granadino y limitó la expansión de aragoneses y portugueses hacia el Sur, convirtiéndose así en el reino de mayor importancia de la Península. La acción militar castellana en todos los frentes estuvo acompañada por otra de índole social tan importante como la primera. Por un lado, amortiguar el impacto de la densidad de la población musulmana en las ciudades andaluzas, vaciándolas de sus habitantes, en el caso de haber resistido militarmente ante las tropas cristianas y, en los casos en los que no hubo tal resistencia, permitirles trasladarse a las zonas rurales dejando libres las ciudades. Por otro lado, y simultáneamente, se procedió a la repoblación paulatina de estos territorios a través del sistema de repartimientos en donadíos y heredades. Los donadíos eran grandes extensiones de terreno concedidas a altos mandos militares, a caballeros o a miembros de la nobleza, en recompensa por la ayuda prestada durante las acciones militares contra los musulmanes. Las zonas de la frontera meridional que limitaban con Granada fueron concedidas en donadío a las órdenes militares para que se encargaran de su defensa y, a la vez, para que fomentaran su repoblación. Las heredades, pequeñas parcelas, se concedían a los que se comprometían a quedarse en ellas, obedecer el fuero de la ciudad y no enajenarlas durante cierto número de años. De esta forma, se impulsó la formación de los concejos, organizados sobre la base de las antiguas ciudades islámicas. Las conquistas cristianas del siglo XIII permitieron la incorporación de feraces tierras a la Corona castellano-leonesa: las vegas del Tajo y del Guadiana y la huerta murciana; se ampliaron también las especies cultivadas, como el olivo y la higuera, hechos todos que facilitaron el despegue agrícola del reino. El contacto con las ciudades hispano-musulmanas contribuyó a la transmisión de un rico legado urbano que jugó un papel importante en el desarrollo de los centros de fabricación de los diversos productos manufacturados y en el fomento de las rutas del comercio. Reflejo de ello es el progreso que se experimentó en Castilla y León en la industria textil debido, por un lado, a la expansión de la ganadería lanar y, por otro, al legado recibido de la tradición artesanal musulmana. El florecimiento del comercio castellano-leonés a escala interna, que se basaba en la institución del mercado, se debió, en gran parte, a la estructuración de este sistema en la tradición de las ciudades islámicas y sirvió de patrón para los mercados castellanos. Hay que destacar, también, el modelo musulmán en las primeras acuñaciones monetarias de los reinos occidentales de la Península, con fuerte significación en el desarrollo comercial y económico de Castilla y León.
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Por iniciativa de la nobleza de Aragón y con la imprescindible colaboración tanto de Cataluña -dado el carácter marítimo de la conquista- como de las órdenes militares y de las milicias concejiles de los pueblos del Bajo Aragón y de las comarcas de Lérida y de Tortosa, la conquista de Valencia comenzó en el año 1232. En vista de las dificultades que había de ofrecer la ofensiva cristiana, dado el importante cinturón de fortificaciones y alquerías existente y la elevada densidad de población que habitaba los centros urbanos, Jaime I mantuvo, según parece, una reunión consultiva en Alcañiz con el maestre del Hospital y con el capitán general de sus fuerzas, Blasco de Alagón, llamado el Grande, en la que acordaron llevar a cabo la conquista en tres fases:- La primera (de 1232 a 1235) se dirigió contra las zonas norteñas y terminó con el control de varias localidades, entre las cuales destacan Burriana -lugar estratégico para ahogar las fortificaciones de la zona norte- en cuyo asedio inició Jaime I su participación activa en la guerra, Castellón y Almazora (1234).- La segunda etapa (1236 a 1238) empezó con la toma del castillo de El Puig (1237), desde donde se podía controlar la capital; siguió luego hasta Vall d'Uxó, Nules y Bufilla. E1 22 de abril de 1238, Jaime I inició el asedio a la ciudad de Valencia, que duraría hasta el 28 de septiembre. Al cabo de este período, la ciudad se rindió y firmó las capitulaciones, según las cuales se permitía a los musulmanes permanecer en sus ciudades pero debían entregar todos los castillos y villas al norte del río Júcar.- La tercera etapa (1239 a 1245) se centró en la conquista de la parte meridional: Castellón de la Ribera, Bairén, Denia (1240), Alcira (1242), Játiva (1244), Montesa, Vallada (1244) y Biar (1245) dando cumplimiento de esta forma a las cláusulas del tratado de Cazorla.La forma de llevar a cabo la conquista -devastación de las cosechas, asedio de la ciudad y capitulación de la población- permitió incorporar a la Corona de Aragón terrenos fértiles y ciudades ricas sin graves destrucciones y, sobre todo, permitió la permanencia de la población musulmana valenciana en sus tierras, conservando sus propiedades y su estilo de vida, según sus leyes y costumbres y formando el grueso de la mano de obra necesaria.Hay que resaltar, sin embargo, que esta permanencia no obstaculizó la política de repoblación cristiana de Valencia, realizada para equilibrar la balanza poblacional inclinada a favor de la población musulmana que había permanecido en sus propiedades. Se llevó a cabo en varias fases y respetó las cláusulas del tratado de Almizra, firmado con Castilla.
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La Torá es el principal texto religioso judío. Es también llamada Pentateuco, pues integra cinco libros: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. En estos libros se narra el origen del mundo, los antepasados de Israel, la esclavitud en Egipto, la liberación, la entrega de los mandamientos en el Sinaí y el deambular por el desierto hasta llegar a la Tierra Prometida. A menudo el término Torá se emplea para referirse a la Biblia en su conjunto, que consta de tres partes: el Pentateuco, los Profetas y los Escritos. Los Profetas (Nevi'im) integra tanto textos históricos como proféticos: Josué, Jueces, Samuel, Reyes, Isaías, Jeremías, Ezequiel y "los doce profetas" (Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Aggeo, Zacarías y Malaquías). Los Escritos (Ketuvim) o Hagiografías son once libros que integran poesía, sabiduría, profecías e historia: Salmos, Proverbios, Job, El Cantar de los Cantares, Ruth, Lamentaciones, Eclesiastés, Ester, Daniel, Esdras-Nehemías y Crónicas. La Biblia, en su conjunto, también puede ser llamada Tanakh, acrónimo derivado de las iniciales de Torá, (Nevi'im) y Ketuvim. Torá es generalmente traducido como ley, aunque en principio significó enseñanza. La Torá es el principal texto para el judaísmo, pues es la fuente fundamental sobre la que sostiene todo el sistema de creencias y valores, de la que emana la ley. Es también objeto de veneración en sí misma, debiendo ser guardada en un receptáculo especial dentro de la sinagoga. El hecho de que la Torá sea leída en la sinagoga hace que también pueda ser llamada Miqra' (Aquello que es leído en voz alta). Las vicisitudes históricas del pueblo judío obligaron a éste a plasmar de manera escrita sus creencias y tradiciones, dificultando su pérdida. Así, con motivo de la destrucción del primer templo de Jerusalén fueron redactados largos fragmentos de la Torá y Profetas y, tras la destrucción del segundo templo, fueron compiladas las tradiciones orales. Estas tradiciones más adelante serán introducidas en el Mishná y llegarán al Talmud, configurando una especie de "Torá oral" que con el tiempo se ha situado al mismo rango que la escrita. Es opinión común que ambas formas de la Torá fueron entregadas a Moisés por Dios en el Sinaí. La escrita fue revelada por Dios a todo el pueblo, mientras que la oral sólo recayó sobre un pequeño grupo iniciado, encargado de transmitirla oralmente a través de las generaciones, hasta que fue compilada por los rabinos. Es por esto que el término Torá puede hacer referencia tanto a las tradiciones bíblicas como a las talmúdicas y, más ampliamente, al conjunto de costumbres y leyes judías.
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La elevación del nivel de vida y el sello orientalizante de la segunda etapa de Tartessos, tienen su expresión más brillante en la proliferación de objetos de lujo, entre ellos las vasijas y adornos de bronce, las joyas de metales preciosos, o los productos de marfil, amortizados en su mayoría en los ajuares de sus tumbas, convertidas, por ello, en depósitos de gran valor arqueológico. La afamada riqueza de Tartessos en metales tiene plena confirmación arqueológica, aunque la correspondiente al metal que más beneficios debió reportarle, la plata, haya que buscarla en las ingentes masas de escorias acumuladas en los lugares de extracción y transformación de los minerales -por ejemplo, en Riotinto y demás cuencas mineras de la sierra de Huelva- y en otras fuentes, mejor que en los objetos elaborados mismos. Corroboran éstos, sin embargo, la posesión de bronce de primera calidad, de cuyo prestigio tenemos un expresivo eco tardío en la "Periégesis" de Pausanias (6, 19, 2-4): cuando describe las cámaras de bronce, una dórica y otra jónica, que había en el tesoro ofrecido en el santuario de Olimpia por Mirón, tirano de Sición, comenta que los eleos afirmaban que era de bronce tartesio, de lo que duda el escritor griego, tal vez por parecerle una estimación exagerada. El hecho es que en los yacimientos tartésicos se han recuperado magníficas producciones de bronce. En las necrópolis se repite un característico juego ritual compuesto de un jarro y una amplia pátera con asas -denominada habitual e impropiamente braserillo-, que debía de utilizarse en ceremonias de libación o purificación durante los enterramientos. Son particularmente notables los jarros, con tamaños que oscilan entre los 20 y los 40 centímetros de altura aproximadamente. Los más sencillos -como los hallados en Alcalá del Río, Carmona, Torres Vedras, en Portugal, y Coca (Segovia)- tienen figura piriforme, con un anillo en relieve en la unión del cuerpo y el cuello, y terminación en una boca trilobulada, con pico para verter; las asas, amplias y voladas, se unen a la panza mediante una placa en forma de palmeta. A partir de este prototipo, los jarros presentan variedades más complejas, por ejemplo en la disposición de una boca abocinada y plana, a la que se adosa el arranque del asa, partida en tres prótomos de serpiente, un animal de claro simbolismo telúrico y funerario (jarros de Niebla, en Huelva, de Siruela, en Badajoz, y otros). O se sustituye la boca al modo normal, por la cabeza de un animal (un felino, en el jarro del Museo Lázaro Galdiano, de Madrid; un ciervo en los de Mérida y Huelva, este último también con una cabeza de caballo en el arranque del asa). Son motivos animalísticos que, junto a los florales y vegetales, deben de hacer alusión a la divinidad de la naturaleza y de la muerte, equiparable a la semita Astarté, cuya presencia se barrunta en tantas manifestaciones relacionadas con ritos funerarios y religiosos en los ambientes tartésicos orientalizantes. La más directa alusión a esta divinidad la ofrece el jarro de Valdegamas (Don Benito, Badajoz), un oinocoe de la familia de los anteriores, aunque de forma algo distinta (cuerpo ovoide y cuello corto, cilíndrico, con boca trilobulada) y hallado entre los restos de un poblado; el asa se apoya en la boca en un arco decorado plásticamente con una cabeza femenina de rasgos orientales entre dos leones tendidos, típica representación de la Potnia Therón o diosa de los animales. Son estos jarros productos típicos de la koiné orientalizante mediterránea, y aparecen ampliamente repartidos por la zona nuclear de Tartessos, con una profunda penetración por el occidente peninsular, siguiendo una ruta vinculada seguramente a la explotación y la obtención del estaño, consolidada en época romana en la llamada Vía de la Plata; tienen aquéllos paralelos cercanos en Fenicia, Grecia o Etruria, y algunos de sus tipos parecen especialmente deudores de impulsos chipriotas. Deben ser contemplados como productos salidos de talleres fenicios de la costa, probablemente de Gadir, o trasladados a los propios centros tartésicos, y fechables en los siglos VII y VI a. C. A ellos hay que añadir otros recipientes, así como thymiateria o quemaperfumes, adornos de muebles y de carros rituales, y otros productos de la toréutica en un largo elenco que puede cerrarse con la alusión a bronces de gran interés, desde los puntos de vista artístico y religioso: el llamado bronce Carriazo y los del tipo del Berrueco. El bronce Carriazo ofrece una bella composición, en la que una diosa domeña las airosas figuras de dos patos, representados como prótomos que brotan de los flancos de la diosa, y vuelan, desplegadas las alas, simétricamente hacia fuera. Es quizá la pieza exterior de un espléndido bocado de caballo, con un tipo de diseño que vemos repetido en indudables bocados hallados en Cancho Roano, uno de ellos con un Despotes Therón bifronte, sentado sobre el cuerpo curvo que prolonga y enlaza los cuellos de dos prótomos de caballo. Por su parte, los bronces hallados en el Cerro del Berrueco, en Salamanca, representan muy esquemáticamente a una divinidad de peinado egiptizante, y un cuerpo entero convertido en un disco solar del que parten cuatro alas abiertas en aspa; las flores estilizadas que brotan de la cabeza y el cuerpo subrayan su carácter de diosa de la naturaleza. El hallazgo reciente en Cádiz de la mitad superior de una figura idéntica, corrobora la impresión de ser productos fenicios exportados a lo largo de la citada vía interior del occidente peninsular. Las magníficas joyas de oro halladas en yacimientos tartésicos tienen el múltiple interés de revelar el gusto por los productos refinados en una sociedad desarrollada y jerarquizada, en la que algunos de sus miembros buscaban poseer signos claros de opulencia; de evidenciar la consolidación de la tendencia a la tesaurización brotada en la Edad del Bronce, que tiene en la época orientalizante otras manifestaciones deslumbrantes, con el ejemplo particularmente notable de Etruria; de poner de relieve la altura técnica a la que se llegó entonces en busca de los objetos más preciosos.
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El problema de Hitler al finalizar la primavera de 1944 era que tenía demasiados problemas de muy difícil solución. Dificultad añadida resultaba un sistema dictatorial y su soberbia. Cuando más precisaba un caza que le diera la superioridad aérea para impedir los masivos y demoledores bombardeos aliados sobre Alemania, le proporcionaron sus técnicos el primer caza a reacción del mundo, el Me-262. Pero entonces se le ocurrió que aquel aparato no le interesaba, que lo imprescindible en el momento era un bombardero que hiciera pagar a Gran Bretaña sus bombardeos sobre el Reich. Es sólo un ejemplo -aunque militarmente grave, porque el Me-262 sufrió notables retrasos en su salida de fábrica e importantes desfases en las entregas, ya que el Führer impuso su voluntad de convertirlo en bombardero ligero- de que Hitler se movía ya más por impulsos emocionales, que por un severo análisis de la situación... En efecto, cuando más precisaban sus ejércitos el impulso en la fabricación de blindados, ésta se retrasaba porque Hitler decidía incrementar la producción de cañones antiaéreos, pues creía que estos intimidaban más a los angloamericanos que sus aviones. Y decisiones similares se adoptaban en el plano político y en el militar. Como se ha visto, Berlín tenía en su poder informaciones decisivas sobre el desembarco aliado. Hubiera podido concentrar en el punto clave medio centenar de submarinos, un millar de tanques, dos millares de aviones... pero Hitler creía que era sólo un amago. Se impuso la intuición a la información. Igual, exactamente igual, ocurrirá dos semanas después del desembarco de Normandía en el frente del Este y con consecuencias mucho más graves para Alemania, aunque por tratarse de zonas lejanas para los grandes públicos occidentales, pasase casi desapercibido en la prensa y luego no fuera tan tratado por la literatura de la II Guerra Mundial como la llegada de los aliados a Francia. Tras el terrible invierno de 1943-44 y la no menos espantosa primavera, Berlín había recibido un respiro por parte del Ejército soviético, que ocupó la segunda quincena de mayo y primera semana de junio en concentrarse, reorganizarse, disponer sus próximas campañas, rearmar a sus unidades más gastadas. Cuando Hitler volvía a hablar sobre el evidente agotamiento soviético y su falta de reservas para continuar la lucha, demostrados por aquella pausa en su ofensiva, cuando más debilitados estaban los alemanes, la verdad era que nunca antes había tenido Stalin medios tan poderosos y que se disponía a usarlos de la manera más conveniente a sus intereses. Efectivamente, a comienzos de junio de 1944 Moscú tenía sobre las armas a cerca de diez millones de hombres, organizados en 500 divisiones de infantería, 40 de artillería, 300 brigadas motorizadas, mecanizadas o blindadas (1) y una aviación que podía poner en el aire 16.000 aparatos. Enfrente, Berlín oponía 181 divisiones (2)con un total aproximado de 2.400.000 hombres (3), medios blindados inferiores en proporción de 1 a 2 y aéreos en desventaja de 1 a 4 (4). La comparación de tales cifras da clara idea de la dificilísima situación alemana en ese frente, pues si contaban con la ventaja de tener posiciones defensivas, fuertes en algunos puntos, no es menos cierto que los soviéticos disponían de la iniciativa y, por tanto, de capacidad para golpear donde y cuando quisieran con la superioridad de fuerzas que desearan.
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Entre 1909 y 1911 Delaunay pintó nueve cuadros con el tema de la torre Eiffel. Incluso volvió a tratarlo muchas veces en los años veinte. La torre Eiffel era aún un símbolo de modernidad, la construcción más alta del mundo, encarnación sensacional del poder de la técnica de la ingeniería y la comunicación. Para su representación Delaunay combina múltiples puntos de vista y superpone planos: El efecto que consigue es el de algo que se construye y se derrumba, una visión de impacto similar al de los paisajes urbanos de los expresionistas de Berlín.
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La Torre Eiffel fue construida para la Exposición Universal de París de 1889, que conmemoró el centenario de la Revolución Francesa. Para la realización del proyecto, se presentaron más de 700 propuestas, siendo elegida la del ingeniero Gustavo Eiffel, si bien tras la inauguración no recibió muestras unánimes de entusiasmo. Intelectuales como Zola, Maupassant, Garnier o el joven Dumas, mostraron su desacuerdo con una construcción que consideraban demasiado moderna e inadecuada. La Torre Eiffel tiene una altura de 300 metros, que llega a 318 y 70 centímetros si consideramos la antena ubicada en la parte superior. Su envergadura hizo que fuera considerada la edificación más alta del mundo hasta 1930, año en que se inauguró el edificio Chrysler de Manhattan. Con un peso de 7.300 toneladas, las cifras manejadas para su construcción resultan mareantes, más aun en la época en que se edificó. 300 operarios trabajaron durante dos años, dos meses y cinco días, empleando 18.083 piezas de hierro, 2 millones y medio de remaches y 50 toneladas de pintura. Cada 7 años, la Torre recibe una nueva capa de pintura, que mejora su aspecto y protege su estructura de la corrosión. La Torre tiene tres plataformas, situándose en la segunda un restaurante y en la superior un bar, una tienda de recuerdos y la oficina restaurada de Gustavo Eiffel. En 1999, más de seis millones de personas visitaron el monumento. La aparente gratuidad de su función, prácticamente ornamental, hizo que casi fuera derruida en 1909, salvándose gracias a servir de antena telegráfica. Posteriormente, su altura ha demostrado ser de gran utilidad para la radio y televisión francesas.
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Algo parecido a Nápoles, Milán y Génova se podría decir respecto a Florencia, aunque en este caso la dependencia respecto a España fuera mucho menor y fuera disminuyendo a medida que se recuperaba y consolidaba el ducado de Toscana por obra de los nuevos Médicis que se apoderaron del poder en la vieja república florentina. Ésta, tras la serie de cambios que se sucedieron desde la muerte de Lorenzo el Magnífico en 1492 (invasión francesa, caída de los Médicis, etapa de Savonarola, tutela de Francia, vuelta de los Médicis, vinculación con el Papado, levantamiento de 1527, presión española...), desapareció en la práctica hacia 1530, fecha en la que otro Médicis, Alejandro, se hizo fuerte al frente del gobierno florentino, introduciendo modificaciones en el régimen constitucional republicano que derivaría a un tipo de poder más personalizado, autoritario y centralizado en la figura del príncipe, tachado incluso por algunos de tiranía. Alejandro fue asesinado en 1537 por su primo Lorenzaccio, acontecimiento que propició la llegada al poder del joven Cosme de Médicis, impulsor definitivo del giro iniciado en el sistema político de Florencia en dirección a un régimen de apariencia republicana pero con claras referencias prácticas de Monarquía absoluta. El mandato de Cosme se caracterizaría pues por la afirmación de su autoridad frente a cualquier disidencia o contestación, para lo cual no dudó en suprimir las autonomías, debilitar los óranos representativos, reprimir los bandos e imponer con firmeza su concepción soberana. De esta manera fue surgiendo un Estado de corte absolutista que abarcaba la Toscana, extendiéndose además con alguna que otra conquista significativa como fue la toma de Siena en 1545. Gozó Cosme de un prolongado reinado que le permitió fortalecer el entramado estatal que había formado mediante la creación de cuerpos de gobierno y administración, de un ejército adaptado a los nuevos tiempos y de medidas que tendían a dinamizar su economía. El reconocimiento exterior de este destacado personaje aumentó considerablemente al serle otorgado por el Sumo Pontífice en 1570 el título de Gran Duque de Toscana. Todo este proceso de engrandecimiento del Estado organizado sobre los restos de la ya superada República florentina continuó hasta finales de siglo, pues los nuevos mandatarios que se sucedieron tras la desaparición del primer Gran Duque, concretamente Francisco (1574-1587) y Fernando (1587-1609), prosiguieron dicha labor.