A esas alturas Berlín disponía de más de 3 millones de hombres sobre las armas y quizás, rebañándolo todo, podría juntar diez mil blindados. Un ejército importante mandado por excelentes profesionales con seis años de victorias y derrotas a sus espaldas, magníficos conocedores de todos los resortes de la guerra. El enorme inconveniente, lo que les hacía vulnerables y caminar de derrota en derrota era su inmensa dispersión. En esos momentos había ejércitos alemanes combatiendo en Italia, Yugoslavia, Hungría, Austria, Curlandia, la línea Sigfrido, Prusia Oriental, Pomerania, aisladas guarniciones que aún se defendían en Francia y Bélgica; ejércitos de ocupación en Noruega y Dinamarca... Guderian quería juntarlos todos en el Oder. Abandonar Yugoslavia, Hungría, Italia, Curlandia, los países nórdicos... Deseaba deponer las armas en el Oeste y avivar la lucha en el Este, aprovechando que Koniev, Zhukov y Rokossovsky habían alargado sus líneas de comunicaciones hasta 500 y más kilómetros, estaban desorganizados y cansados y, además, tenían en el territorio dominado media docena de plazas que resistían obstinadamente... El plan de Guderian causó en Hitler un nuevo acceso de cólera, aunque admitiera que le gustaba el ataque que proponía el general sobre ambos lados de la cabeza de puente mantenida por Zhukov en el Oder. Pero para esa operación, se precisaban, según Guderian, un mínimo de 50 divisiones y Hitler sólo entregó el Grupo de Ejércitos Vístula (4), agrupación fundada a finales de enero con restos de lo salvado en Polonia y cuanto se pudo arrebatar de academias militares, tropas en período de instrucción, descanso o recuperación. El mando del Grupo de Ejércitos Vístula fue entregado a Himmler, por orden de Hitler y tras otra feroz discusión con Guderian, que proponía al mariscal von Weichs, hombre de capacidad demostrada y que disponía de un curtido y completo Estado Mayor. Himmler, por el contrario, se rodeó de tipos de las SS, más capacitados para la represión que para dirigir operaciones, más fanáticos que valerosos y serenos. Los temores de Guderian se hicieron rápidamente realidad. Himmler remoloneaba, retrasaba sus preparativos, poco dispuesto a jugarse el grueso de sus SS en una peligrosa batalla que le rebasaba. Hitler y Guderian le urgían y, finalmente, este último impuso al general Wenck como jefe del personal de Himmler para que dirigiera la lucha. Dos horas y media duró la discusión con Hitler, que esta vez terminó cediendo: "Señor general, el Estado Mayor ha ganado hoy una batalla". Triunfo efímero. Tras una prometedora iniciación, las tropas alemanas se mostraron insuficientes para cumplir el ambicioso proyecto de quebrar al 1.er Grupo de Ejércitos que mandaba Zhukov. Al tercer día de lucha, para mayor desgracia, Wenck tuvo un accidente y fue hospitalizado. En ese momento la ofensiva se vino abajo y regresó al punto de partida del 24 de febrero. Junto con este fracaso llegaban otras malas noticias. La pérdida de Budapest, el avance soviético en Checoslovaquia, la amenaza sobre las fronteras de Austria... Y, además, las embestidas en el Oeste, en la línea Sigfrido y en el Rhin, tal como se vio anteriormente.
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Como en el caso del Frente Popular, el primero y más evidente resultado del alzamiento militar fue también la fragmentación de la autoridad política entre los sublevados, pero en este caso fue sólo la consecuencia del fracaso del pronunciamiento y, por consiguiente, de la discontinua geografía controlada por aquéllos. Además, con el transcurso del tiempo, aunque perdurara la pluralidad de componentes en este bando se logró un grado elevado de unidad en las condiciones que serán descritas inmediatamente. Tal situación, lograda sin derramamiento de sangre, se explica por la peculiar mentalidad que guiaba a los sublevados. Para ellos se trataba de evitar, ante todo, el triunfo de una revolución que sintieron como inminente a pesar de que, como sabemos, ni estaba preparada ni existía un grupo político capaz de protagonizarla. El resultado de la contrarrevolución preventiva fue una revolución que sí tuvo contenidos, pero en cambio los de la primera eran más que imprecisos. Probablemente si la sublevación hubiera triunfado se habría constituido un directorio militar con algunos técnicos dentro de un régimen formalmente republicano; es previsible que ese régimen hubiera sido temporal. No fue así, pero hay indicios de esta actitud en las declaraciones de no pocos de los protagonistas de la sublevación. Con el paso del tiempo hubo un propósito de construir una fórmula política mucho más estable, pero la precisión siguió brillando por su ausencia. Es significativo que el mismo Franco no tuviera empacho en declarar que quería construir un Estado que fuera la "antítesís de los rojos". Tal propósito se reducía a una fórmula que reconstruyera la unidad nacional frente al pluralismo de los partidos, pero mantuvo una esencial indefinición durante todo el conflicto. Es obvio que el resultado podía ser insostenible a medio plazo desde el punto de vista doctrinal, pero tuvo el efecto de no distraer a los sublevados en disputas internas y de mantenerlos concentrados en ese propósito negativo de concluir con la supuesta revolución adversaria. La fragmentación inicial de los sublevados puede ser ejemplificada en Navarra y en Sevilla. En el primer caso, la existencia de una fuerza política arraigada desde hacía tiempo y con una neta hegemonía, como era el carlismo, permitió la creación de una Junta Nacional carlista de guerra, que venía a ser una especie de germen de Estado con su organización paraministerial tanto en lo civil como en lo militar. En Navarra, que vivió con una independencia práctica, en las primeras semanas de la guerra se tomaron disposiciones que en condiciones normales son sólo imaginables con carácter general y no sólo en una provincia como, por ejemplo, la reintegración del crucifijo en las escuelas. Si lo sucedido en Navarra tiene como principal razón de ser el arraigo de un partido, lo sucedido en Sevilla fue producto de la fuerte personalidad de Queipo de Llano cuya autoridad se veía multiplicada por lo inesperado de su victoria. Aunque en Sevilla empezó a utilizarse el término Caudillo para referirse a Franco, la verdad es que Queipo nombraba a los gobernadores, legislaba en materia económica y social y prestaba muy poca atención a la Falange. De todos modos, los sublevados desde muy pronto sintieron la necesidad de una dirección unificada. La constitución de una Junta de Defensa en Burgos a fines del mes de julio, como consecuencia de una reunión de los jefes militares de la zona Norte, es una buena prueba del deseo de remitir al futuro cualquier tipo de organización política. La Junta, cuyo nombre recordaba la Historia española de principios de siglo, no era más que un instrumento de administración y de intendencia de la retaguardia, presidido por el general más antiguo, Cabanellas. Prueba de la voluntad unificadora dirigida a la obtención de la victoria, es el hecho de que declarara el estado de guerra, pero al mismo tiempo, testimonio de la peculiar incertidumbre de los militares es que originariamente ni siquiera se prohibieran todos los partidos sino sólo los del Frente Popular, mientras que las Cortes no se declaraban ilegítimas sino sólo "ganadas por el afán bolchevizante". En suma, como luego diría Serrano Suñer, lo que allí había era un "Estado campamental", impreciso en sus funciones y en sus objetivos. Sin embargo, detrás de esa voluntad unificadora había un grupo político, los monárquicos, conscientes de que tan sólo a través de la influencia en los medios militares lograrían dar contenido en su propio beneficio a la España de los sublevados. Fueron también generales monárquicos, como Orgaz y Kindelán, los principales autores del nombramiento de Franco para la suprema dirección de los sublevados, aunque en ello existió coincidencia con militares africanistas, como Yagüe, y en general con la posición de todos. Mola declaró que había dos formas de enfrentarse con una guerra civil y sólo la unidad era garantía de ganarla. Da la sensación de que Franco empleó para lograr su nombramiento un arma que pronto se convirtió en habitual, es decir, la dilación, pues según Kindelán "dilataba día tras día su decisión". Finalmente la cuestión se resolvió tras una reunión, a fines del mes de septiembre, en la finca del ganadero Pérez Tabernero, en la provincia de Salamanca. Las noticias que tenemos acerca de lo acontecido en esta ocasión resultan muy esclarecedoras por cuanto revelan que los militares estaban totalmente de acuerdo con la idea de la unidad de mando militar y político, mientras que de ninguna manera pensaban que como consecuencia de ello naciera una dictadura personal ilimitada en su duración. En efecto, si hubo reticencias a la concentración de todo el poder en una persona, el decreto aprobado originariamente, que fue redactado por Kindelán, preveía tan sólo la asunción del poder político durante el transcurso de la guerra. La disposición que fue publicada, no obstante, atribuía a Franco la ambigua condición de "jefe del Gobierno del Estado" y, sobre todo, no limitaba la duración de su mandato en el tiempo. La designación de Franco no ofreció dudas: de los tres generales responsables hasta el momento de las principales operaciones militares, Mola lo era de Brigada, Queipo de Llano tenía un pasado político que podía inducir a la discrepancia y Franco, en cambio, aunque no era el más antiguo, había conseguido el general respeto de sus compañeros de armas antes del estallido de la guerra, y una vez iniciada ésta había logrado las victorias más espectaculares merced a la superioridad de sus tropas. Al parecer, sólo Cabanellas, desplazado de su puesto, aunque hubiera sido honorífico, mantuvo su reticencia aunque en el resto de los generales el grado de satisfacción fuera variable. La guerra, sin embargo, estaba destinada a convertir el mando único en caudillaje. Al mismo tiempo que se creaba el mando único, se modificó la Junta, que de ser un organismo de dirección militar compartida de la Administración, pasó a ser un órgano de intendencia de la retaguardia. La presidió en primer lugar el general Dávila, que al mismo tiempo era jefe de Estado Mayor de Franco, hasta que en junio de 1937, al asumir la dirección del Ejército del Norte por haber muerto Mola en accidente, le sustituyó Jordana. Ambos eran militares con una sólida experiencia en Marruecos y capaces para la tareas organizativas, pero no habían tenido una experiencia propiamente dicha en el terreno político. De la presidencia de la Junta, ahora denominada Técnica de Estado, dependían siete comisiones en las que figuraron técnicos y algunos políticos de significación monárquica como Bau, Vegas Latapié, Pemán, Amado, etc. En general, y con la posible excepción de las materias relativas a la cuestión religiosa en las que se inició la labor restauracionista que caracterizó luego al franquismo, la obra de la Junta Técnica recuerda más a la derecha tradicional que al fascismo. El propio Pemán afirmó que había un marcado contraste entre las cosas católicas que hacía y las cosas nuevas y fascistas propiciadas desde la Falange e incluso hubo medidas que recuerdan el arbitrismo de Primo de Rivera. Es lógico, porque la junta estuvo dominada por militares y ese dominio se veía multiplicado por el hecho de que de manera paralela y harto disfuncional Franco disponía de otros organismos de su directa responsabilidad: de él dependía una Secretaría General (ocupada por su hermano Nicolás), una Secretaría de Guerra, un gobernador general y una Secretaría de Relaciones Exteriores, único cargo no ocupado por un militar. A fines de 1937 era patente la disfuncionalidad de esta organización. Según Jordana, Nicolás Franco era un hombre genial y extraordinario, pero desbarajustado, y la administración se había convertido en un mare mágnum, sin que, por otro lado, hubiera desaparecido el policentrismo original, al menos en lo que a Queipo de Llano respecta. Mientras tanto tenía lugar una evolución política interna importante que llevaría a la constitución de un partido único. A comienzos de 1937 corrieron rumores de que iba a crearse un partido franquista, pero todo hace pensar que éste no surgió de una iniciativa oficial. Más que pensar en ella habría que tener en cuenta la peculiaridad de la situación en que se encontraban los diferentes grupos políticos cuyas masas habían apoyado desde un principio la sublevación. El gran partido de la derecha durante la etapa republicana había sido la CEDA, pero su colaboracionismo le había supuesto la marginación. Tuvo unas milicias, pero muy poco nutridas que, desde Lisboa, Gil Robles estaba dispuesto a disolver en caso de que naciera un movimiento político unitario y nacional. Los monárquicos procedentes de Renovación española, por su parte, siempre carecieron de masas y confiaron en adquirir influencia por el procedimiento de asesorar a los militares. Prueba de su escasa reticencia a la unificación reside en el hecho de que cuando Don Juan de Borbón quiso acudir a combatir al lado de Franco lo hizo vistiendo de una manera que presagiaba el uniforme del futuro partido. Franco no le autorizó a hacerlo porque le hubiera supuesto un conflicto con los dos grupos políticos emergentes en la España que él acaudillaba. Desde el comienzo del período bélico tradicionalistas y falangistas jugaron este papel, merced a su capacidad para adaptarse a la beligerancia, a pesar de que hasta el momento su relevancia había sido escasa. Pero unos y otros estaban en una situación muy peculiar y difícilmente podían enfrentarse o poner reparos a Franco. Éste, por otro lado, había causado una buena impresión inicial a los dirigentes de ambos grupos: "es cauto, muy sereno, amable y reservado y superior a sus compañeros generales", escribió Rodezno, el dirigente carlista. El problema de los falangistas en estos momentos era, según uno de sus miembros, que habían pasado de ser un cuerpo minúsculo con una gran cabeza a ser un cuerpo monstruoso sin cabeza. En efecto, sus bases se habían multiplicado de manera desbordada (en Galicia pasaron en pocas semanas a varias decenas de miles a partir de tan sólo unos centenares), sin que las esperanzas de que José Antonio se mantuviera con vida sirvieran verdaderamente para que aparecieran nuevos dirigentes. Manuel Hedilla, hombre honesto, austero y trabajador, fue elegido al frente de una junta de mandos en agosto de 1936; sus indudables cualidades y una pertenencia a los medios populares excepcional entre los dirigentes falangistas se unían en su persona una evidente carencia de instrucción y de imaginación. Su problema principal fue la carencia de capacidad de liderazgo pues, a pesar de su elección, nunca fue aceptado por la mayoría de los dirigentes falangistas. De ahí el nacimiento de un cantonalismo falangista cuyo contenido ideológico resulta difícilmente precisable. Aznar, Garcerán y Sancho Dávila no pueden ser acusados de neofalangistas pues su disidencia en un primer momento pudo ser alimentada por la propia Pilar Primo de Rivera, sino que su oposición a Hedilla parece haber nacido sobre todo de la no aceptación de su liderazgo, en especial a partir del momento en que inició una campaña de promoción de su figura. La verdad es que los dirigentes falangistas eran todo lo contrario de dóciles: jóvenes estudiantes inexpertos y embriagados de violencia de los que difícilmente podía esperarse una auténtica disciplina. Por su parte, el tradicionalismo estaba dividido desde la época de la II República en una dirección nacional, la de Fal Conde, y la de aquella región donde el tradicionalismo había tenido desde fecha muy temprana una mayor implantación, es decir, Navarra, en donde predominaba el Conde de Rodezno. Las circunstancias agravaron esta división que era de talante (posibilista el de Rodezno) más que de principios. Respecto de ambas fuerzas políticas la actitud de Franco fue siempre decidida y taxativa no sólo en materias estrictamente militares sino también políticas. Cuando en diciembre de 1936 los carlistas crearon una Academia Militar que concedería títulos de oficial, Franco habló de "traición", suprimió la Academia y obligó a Fal Conde a exiliarse con lo que multiplicó la desunión en el seno del tradicionalismo. Según Rodezno, lo que había irritado especialmente a Franco había sido "el tono de soberanía" adoptado por el tradicionalismo. Cuando en enero de 1937 ambos mantuvieron una conversación, el primero sacó la impresión de que Franco muy tempranamente había esbozado una línea de actuación propia, consistente en no admitir ni remotamente la posibilidad de su propia interinidad, no tolerar la disidencia y atribuir a cada una de las dos grandes opciones políticas en su bando una función específica y subordinada: el tradicionalismo le proporcionaría el fundamento doctrinal de sus tesis, y el falangismo, el tono radical capaz de atraer a las masas obreras, pero el poder esencialmente permanecería en sus manos. Por aquellas fechas ya había practicado la disciplina respecto de los falangistas con idéntico rigor a como lo había hecho con los tradicionalistas. Cuando éstos quisieron distribuir un discurso de José Antonio en el que éste había mostrado una voluntad revolucionaria, Franco recurrió para evitarlo a la legislación aprobada en el mes de septiembre pasado que prohibía las actividades políticas y no tuvo el menor empacho en destituir a tres jefes falangistas castellanos. En estas condiciones la única posibilidad de resistencia ante la voluntad de Franco de crear un partido único, que se fue haciendo patente a partir de las primeras semanas de 1937, consistía en que carlistas y falangistas decidieran por sí una unificación que les convirtiera en un contrapeso ante el creciente poder de la dirección militar. Los tradicionalistas, que habían crecido mucho menos que la Falange, intentaron incorporar a sus filas a miembros de la Lliga y de la CEDA, a los sindicatos católicos y al nacionalista Albiñana, pero este mismo hecho era el testimonio de una superioridad numérica de la Falange que no hizo sino dificultar los propósitos unitarios. A lo largo del mes de febrero de 1937 hubo conversaciones en Lisboa y Salamanca sin que resultaran verdaderamente relevantes las diferencias entre las facciones existentes en ambos grupos políticos. Hubo, en cambio, factores de divergencia ideológica que nacían de la insistencia de los tradicionalistas en la regencia de su pretendiente, Don Javier, y la necesidad de suprimir los partidos políticos, mientras que Falange quería un partido único, pero, de hecho, el verdadero factor de divergencia fue la tendencia de Falange a considerar que la única unidad posible consistía en que ella absorbiera el tradicionalismo. En estas condiciones perduraba una prevención fundamental en un momento en que Franco ya había tomado su decisión: la unificación estaba decidida, antes de que estallara la lucha en el seno de Falange. Franco, además, no estaba dispuesto a consultar sobre ella sino tan sólo a notificarla, teniendo, como dijo a uno de los dirigentes carlistas, la "consideración de advertirnos". La lucha de facciones en el seno de la Falange fue, por tanto, un factor que ayudó a Franco, pero que no provocó su decisión. En el fondo lo que había tras esa lucha era la simple ausencia de una jefatura firme y comúnmente aceptada en el seno de Falange. El 16 de abril de 1937 el enfrentamiento se tradujo en dos muertos, producto más que de un atentado de la tendencia de los dirigentes falangistas a ir con escoltas armadas. Ni siquiera después de estos sucesos, que presupusieron la detención de los tres adversarios fundamentales de Hedilla, tuvo éste tras de sí a toda la dirección de Falange: de aquellos tres, dos le debían su puesto y un tercero había colaborado con él; del resto de los dirigentes sólo 10 de 22 le apoyaron para que conversara con Franco sobre la ya inminente unificación. La victoria de Hedilla fue pírrica y volátil. La mejor prueba de ello es que las conversaciones de los dirigentes falangistas de estos días demuestran una excepcional carencia de información y de criterio ante la situación: creían que se iba a formar un Gobierno presidido por Mola y sólo les preocupaban las cuestiones formales e internas. Ni por un momento pensaron en resistir: no dedicaron la mayor parte de su tiempo a la cuestión verdaderamente crucial como era la unificación, en la conciencia, como uno de ellos dijo, de que "un acuerdo, si el Generalísimo lo hace por la fuerza, no cabe". En realidad, Franco ni siquiera hubo de utilizar la fuerza sino que se limitó a evitar que circularan emisarios falangistas a través de los territorios que él controlaba y a que se desplazaran las milicias falangistas. Bastó eso para producir la unificación que se convirtió en decreto una semana después de los incidentes. Partiendo de que "una acción eficiente de Gobierno" era "incompatible con la lucha de partidos" y prometiendo incorporar al nuevo grupo político "aportaciones colectivas e individuales" se dio luz a un partido de kilométrica denominación, Falange Española Tradicionalista de las juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista. En su dirección estaba previsto que figurara Hedilla, pero al negarse fue acusado de los incidentes del 16 de abril y de haber mantenido una posición de resistencia ante el mando de Franco y se le condenó a muerte, aunque luego fuera indultado. Tampoco Fal Conde quiso ocupar un puesto dirigente en la nueva agrupación política. Se ha interpretado por algunos historiadores que en esta ocasión Falange se "suicidó", pero dicha afirmación no parece cierta si tenemos en cuenta que su tono revolucionario, era, a diferencia de lo sucedido en otros grupos fascistas, superficial. Además no sólo los dos albaceas testamentarios de Primo de Rivera, Serrano Suñer y Fernández Cuesta, colaboraron con el régimen en puestos destacados, sino que también lo hizo la hermana e incluso algún sancionado en los incidentes de abril de 1937, como Arrese. Por eso no tuvo ningún éxito el intento de Prieto de fomentar la creación de una supuesta Falange "auténtica" desde el bando republicano. Irónicamente el embajador alemán escribió a las autoridades de su país que describiría a la "Nueva España" cuando llegara a descubrirla. Lo que verdaderamente llama la atención en la unificación no es eso, sino lo pronto que Franco adoptó una postura. Bien es verdad que para su triunfo contó con el hecho de que la opción más importante dentro de la derecha estuviera marginada, mientras que las dos emergentes ahora eran demasiado noveles, inexpertas en la dirección y heterogéneas en su fuerza como para que pudieran presentar resistencia. Otro elemento crucial para llegar a entender el éxito de Franco consiste en que en esta ocasión, como en tantas otras, dio la sensación de adoptar una medida provisional y de urgencia, y por tanto susceptible de cambio, cuando en realidad no hacía otra cosa que ratificar su absoluta preeminencia. Desde finales de 1937 fue haciéndose evidente en el bando sublevado la urgencia de constituir un organismo de gobierno y administración más eficaz que el existente hasta entonces. A la creación de un gobierno propiamente dicho que sustituyera a la Junta Técnica de Estado coadyuvaron Jordana, su presidente, y Serrano Suñer, la estrella ascendente en la política de los sublevados. Finalmente el Gobierno quedó constituido en los primeros días de febrero de 1938, tras la batalla de Teruel. Las dos figuras más importantes del mismo eran las mencionadas. Jordana fue vicepresidente-secretario, asumiendo también la competencia acerca de las relaciones exteriores y presidiendo las reuniones del Consejo en caso de ausencia de Franco, pero todavía fue mayor la influencia de Serrano, que tenía un único Ministerio con tres Subsecretarías: el de Gobernación, con competencias muy amplias, que incluían la prensa y le daban una especialísima relevancia en los periódicos de la zona franquista. Tanto el programa como las principales disposiciones de política interior salieron de sus manos y, por si fuera poco, parece haber inspirado la propia composición del Gabinete: incluso evitó que figurara en él Nicolás Franco, aludiendo al peligro de que hubiera en él "demasiada familia". Como sería habitual en la España de Franco, caracterizó a este primer Gobierno una composición plural y muy medida: junto a dos falangistas había tres generales, dos monárquicos alfonsinos, un tradicionalista, dos ingenieros y un antiguo cedista. Serrano también lo había sido, pero no era esta la razón de su ascenso político. Cuñado de Franco, al que por tanto le unían vínculos familiares, tenía unas capacidades administrativas y de traducir en textos legales la voluntad política del jefe del Estado de las que éste carecía. Bien dotado intelectualmente, era el único de los miembros del Gabinete capaz de esbozar y defender un programa político como alternativa al "Estado campamental" hasta entonces existente. El contenido de dicho programa, siempre en favor de la preeminencia de su cuñado y de él mismo, trataba de aunar el "calor popular, social y revolucionario" de las doctrinas falangistas con las algo más "inactuales" del carlismo, pero en realidad favoreció mucho más a la primera que al segundo y sentó el primer paso para el intento de "fascistización" de la posguerra. Tenso, absorbente y personalista, Serrano Suñer se vio gravemente perjudicado siempre por una ambición evidente y por una no menos evidente carencia de don de gentes. De todos modos no debe pensarse que la sustitución del "Estado campamental" por uno nuevo fuera tan inmediata ni que la obra legislativa en el bando de Franco fuera amplia y muy significativa. La mejor muestra de que el "Estado campamental" perduró reside en que siguió repartido en una pluralidad de sedes en toda la meseta superior y en el Norte. Quizá la tarea más perdurable fuera la Ley de Prensa de 1938 que no sería modificada hasta 1966 y que introducía unas concepciones beligerantes contra la libertad de prensa, incluyendo la censura y el nombramiento gubernativo de los directores de los medios de comunicación, por lo que en algunos aspectos resultaba incluso más dura que la propia legislación fascista italiana. Sin embargo, sólo en ese aspecto y en determinadas disposiciones sobre el sindicalismo, que no llegaron a configurarse de modo definitivo, cabe percibir la citada influencia. En cambio caracterizó a la legislación acerca de los aspectos vinculados con los Ministerios de Justicia y Educación, cuyos titulares eran respectivamente Rodezno y Sainz Rodríguez, una voluntad decidida de restauracionismo religioso que llevó a la purga del personal docente y a la abolición de la legislación laica de la República, dando un extremado carácter clerical a la nueva. Ambas tendencias antagónicas entraron en conflicto respecto de lo que luego fue denominado como Fuero del Trabajo, única disposición de rango constitucional aprobada en el transcurso de la guerra, lo que ya resulta muy expresivo de la indefinición del bando sublevado. Originariamente denominada Carta del Trabajo, su texto, elaborado por dirigentes falangistas como Ridruejo y el ministro González Bueno, tenía concomitancias con el fascismo, pero luego, por influencia monárquica y tradicionalista, no pasó de ser un conjunto de declaraciones generales no traducidas en legislación concreta. A lo largo de 1938 las victorias militares de Franco en la guerra no fueron acompañadas de una paralela clarificación del panorama político interno de su régimen, a pesar de que esta realidad permaneciera oculta por la situación militar y por la ausencia de libertades de expresión. Cierta propensión fascista y una radical indefinición que sólo contribuía a multiplicar el poder de Franco eran los rasgos más característicos del "Nuevo Estado" vertebrado a lo largo del conflicto. En primer lugar, el nuevo partido a estas alturas se había caracterizado como una entidad artificial sin capacidad de actuación autónoma y enfrentada en la práctica en su seno por la fundamental discrepancia entre las dos organizaciones originarias. El Consejo Nacional de FET de las JONS estuvo formado por numerosas personas, pero la mayor parte poco significativas (desde el exilio Cambó meditaba sobre la "terrible inferioridad" de la clase dirigente del nuevo régimen). Hubo quienes no dieron la menor importancia a su pertenencia al nuevo organismo (Pemán), o quienes comprobaron su inanidad queriendo intervenir en su plenario sin éxito (Queipo de Llano), o intentaron promover una candidatura para la Junta Política, especie de Comisión Permanente, acabando por descubrir que ésta quedaba en manos de Franco (Vegas Latapié). Desde muy pronto se percibió que el Consejo no serviría para otra cosa que para aparatosas ceremonias medievalizantes realizadas para la exaltación de Franco. La Junta Política se reunió más asiduamente pero estaba todavía más dominada desde las alturas. Franco no admitió de ninguna manera unos Estatutos internos del partido que le sometieran a ningún tipo de recorte en su poder, pues él se consideraba "responsable ante Dios y ante la Historia" y no sujeto, por tanto, a procedimiento alguno de destitución o de juramento. Raimundo Fernández Cuesta, un personaje gris y desconfiado, que recibió la Secretaria General del partido, manifiesta en sus Memorias que le fue concedida por sus adversarios en Falange "que lo que querían era que fracasara", muy pronto decepcionó las esperanzas que en él habían puesto los falangistas puristas quienes, por boca de Ridruejo, reconocieron haberse "equivocado de medio a medio". Esto explica que la actitud de una especie de "sanedrín" del falangismo reunido en torno a Pilar Primo de Rivera y animado por Ridruejo fuera "distanciada, pero negociadora y finalmente integrada", en palabras de este último. Había, además, una razón accesoria y es que Falange fue la beneficiaria fundamental y aun casi única de la unificación, sobre todo en determinados cargos provinciales y locales. Los carlistas, por ejemplo, apenas tuvieron media docena de gobiernos civiles y aunque Falange tuvo como adversarios a los franquistas puros, todos sus elementos, incluso los más radicales, fueron integrados sin problemas en la Administración del nuevo régimen. No sucedió así con el carlismo, que siguió viviendo autónomamente, sobre todo en Navarra. Rodezno, su principal dirigente, escribe en su diario haber sentido como "hierro de ganadería" la unificación y estar dispuesto a que "le abrieran en canal" antes de uniformarse como estaba ordenado. Mientras Fal Conde redactaba manifiestos doctrinales contrarios a las tesis del partido único, Don Javier, el pretendiente, permanecía en el exilio y había carlistas que se preguntaban si al final de la guerra civil resultaría necesario "salir otra vez". Pero no sólo la unificación había sido un fracaso sino que en la etapa final de la guerra, mientras Franco parecía cada vez más seguro y consciente de su condición de Caudillo, algunos de sus principales colaboradores parecían decepcionados respecto de su capacidad e incluso del papel que ellos mismos habían jugado en su promoción. Hay muchos testimonios a este respecto: Martínez Anido afirmaba que era "un desastre", Sainz Rodríguez decía que tenía "una enorme cultura de saberes inútiles", y Amado juzgaba que sus opiniones sobre materias económicas eran de "tertulia de café"; incluso Jordana, muy fiel al jefe del Estado, pensaba que las instrucciones que le daba eran demasiado inconcretas como para ser aplicables. Gran parte del malestar existente entre los ministros y, en general, la clase dirigente del régimen, era producto del ascenso de Serrano Suñer, único ministro que aparecía en la prensa y que, al mismo tiempo, parecía beneficiarse constantemente de su relación familiar con Franco. A comienzos de 1939 Franco, indignado, destituyó a Sainz Rodríguez, autor de una inocua broma acerca de su persona; la actitud de sus ministros le pareció insuficientemente sumisa cuando lo anunció y, en consecuencia, la guerra civil concluyó con una situación en la que era ya inmediatamente previsible un cambio de Gobierno. El Conde de Rodezno anotó en su diario que "este hombre no tiene remedio y nos ha dado un buen chasco y esto parece que toma rumbos de poder personal indefinido". Puede decirse, en conclusión, que durante la guerra civil, de una manera poco frecuente, teniendo en cuenta lo que sucede habitualmente en este género de conflictos, consiguió un grado de unidad considerable. Todo ello sin duda contribuyó de manera importante a la victoria, aunque es dudoso lo que podría haber llegado a suceder si en algún momento los sublevados hubieran experimentado una derrota militar. A cambio de la victoria los sublevados engendraron un sistema político en cuyos rasgos generales no estaban de acuerdo la mayor parte de sus dirigentes políticos principales. Franco utilizó su habilidad, pero además se vio beneficiado de la peculiar situación que nacía de las fuerzas políticas que dirigía. En lo que tenía de régimen dictatorial personal y militar, muy poco institucionalizado y con un partido único de influencia limitada, el franquismo nació durante la guerra civil. Sin embargo, sólo en la segunda guerra mundial Franco se convirtió en árbitro de las tendencias que acaudillaba en un momento dificilísimo para su régimen, que hubiera podido suponer la entrada en el conflicto mundial y la fascistización completa.
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El proceso que conduce a la unificación de los diversos Estados alemanes bajo la forma de un Imperio es, en buena medida, consecuencia de una profunda maduración social y económica en el mundo alemán después de las revoluciones de 1848, y del fortalecimiento político de Prusia en el conjunto de esos Estados. En ese sentido, la unificación parece ser más el resultado de la conjunción de procesos de diverso signo que el final de una política diseñada por un sector nacionalista que distó mucho de ser tan articulado y unánime como pudiera suponerse. Las convicciones liberales y los sentimientos nacionalistas, desde luego, no desaparecieron con la reacción absolutista que marcó el final de los procesos revolucionarios de 1848 y 1849. El propio Federico Guillermo IV, bajo la inspiración del ministro J. M. von Radowitz, había tratado de aprovechar su liderazgo de aquellos años para intentar que los príncipes alemanes le pusieran al frente de un proyecto de unificación, ofreciéndole la Corona imperial alemana. Federico Guillermo consiguió el apoyo de una treintena de Estados en la llamada Unión restringida, que votó una Constitución federal en abril de 1850. Aparte de la resistencia de los príncipes, y del recelo de los propios nobles prusianos (Junkers) a todo lo que no fuera el fortalecimiento de Prusia, Federico Guillermo se encontró con la dura réplica de Austria, que estaba respaldada por la alianza rusa. El canciller austriaco Schwarzenberg convocó a finales de noviembre de 1850, en Olmütz, al ministro prusiano O. von Manteuffel y le obligó a la renuncia de los proyectos de hegemonía prusianos. La Confederación Germánica era restablecida, al igual que la Dieta, mientras que Prusia era humillada y Austria afirmaba momentáneamente su hegemonía sobre una gran Alemania. En cualquier caso, el conflicto entre ambas potencias quedaba perfilado en el horizonte.
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La idea de la unificación de los diversos Estados de la península italiana en un solo Estado unitario tenía como referencia inmediata la creación, por parte de Napoleón, de las repúblicas italianas y, posteriormente, del Reino de Italia. Tras el congreso de Viena, la península quedó fragmentada en diversos Estados. Por una parte había tres pequeñas entidades independientes, que eran los Estados Pontificios y los reinos de Piamonte-Cerdeña, en el norte, y Dos Sicilias, en el sur. Por otra, había territorios (Lombardía y Venecia) bajo el directo dominio del Imperio austriaco, y algunos ducados (Parma, Módena, Toscana) que también giraban en la órbita austriaca. En la oleada revolucionaria de 1820-1821 ya se había dado un componente nacionalista, como también se comprobó durante las revoluciones de 1830, que exigieron la intervención del Ejército austriaco en los ducados y en la parte norte de los Estados Pontificios. Los italianos empezaron a comprender que no podrían llegar a la unificación política de Italia sin librarse primero de la dominación austriaca, y que esta liberación sería imposible sin la ayuda de alguna potencia extranjera. Unificación e independencia quedaron desde entonces como conceptos estrechamente relacionados.Tras el fracaso de la revolución de 1830, el genovés Giuseppe Mazzini desecharía la vía de la conspiración y, bajo la inspiración de F. Buonarroti, pondría en el pueblo su confianza de alcanzar la unificación de Italia, bajo la forma de una República democrática unitaria. "Dio e il Popolo" fue su lema. La fundación de la Joven Italia (1831), con el objetivo de "reconstruir Italia como una nación independiente y soberana, de hombres libres e iguales", no condujo a ningún resultado práctico y, después de varios intentos de insurrección frustrados, Mazzini se exilió en Londres en 1837. La estela del mazzinismo se prolongó en los años siguientes, con una serie de insurrecciones (N. Fabrizi, hermanos Bandiera) que fueron abortadas fácilmente, ante una relativa indiferencia popular.
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Dos testamentos señalan el inicio y marcan el condado de Ramón Berenguer IV: el de su padre y el de Alfonso el Batallador; en el primero, tras una serie de mandas piadosas finalizadas con la entrega a las Ordenes Militares del Sepulcro, el Temple y el Hospital de un manso en Llagostera, un caballo y un manso en Vilamajor..., se nombra a Ramón Berenguer IV heredero del condado barcelonés, del condado de Tarragona, Osona, Besalú, Cerdaña, Carcasona, Razés... El segundo de los hijos del conde, Berenguer Ramón, recibiría Provenza así como las posesiones paternas en Rodez, Cavaldá y Carlat, y ninguno de los hermanos podría enajenar los honores recibidos hasta llegar a la edad de 25 años; Ramón y Berenguer quedaban bajo el patrocinio de Roma a cuyos pontífices estaban infeudados los dominios de Ramón Berenguer III. La posibilidad de reunir los dominios paternos está prevista al disponer que si alguno de los hermanos muriera sin descendencia legítima el otro sería heredero universal, pero la tendencia a mantenerlos divididos es clara: si ambos hermanos mueren sin descendencia, heredera de Ramón sería Berenguela, mujer de Alfonso VII de Castilla, y herederas de Berenguer de Provenza serían sus otras hermanas. Del mismo año (1131) que el testamento de Ramón Berenguer III es el de Alfonso el Batallador, redactado mientras se preparaba para atacar Fraga, Lérida y Tortosa, ciudades desde las que los almorávides podían lanzar ataques contra el reino zaragozano ocupado por Alfonso entre 1118 y 1120. El rey navarro-aragonés, preocupado ante todo por la guerra contra los musulmanes, deja como herederos de sus dominios a las Ordenes Militares del Temple, el Hospital y el Sepulcro, y cede Tortosa, si llegara a conquistarla, a la Orden del Hospital. Las Ordenes recibirían igualmente las tierras y señoríos cedidos a los nobles, aunque éstos podrían conservarlos mientras vivieran. Tres años más tarde moría Alfonso y su testamento era discutido y rechazado por navarros, aragoneses, zaragozanos, castellanos y catalanes. Alfonso podía disponer libremente de las tierras por él conquistadas, pero las recibidas de sus antecesores (el Aragón inicial, Sobrarbe, Ribagorza, Pamplona y la Tierra Nueva de la zona de Huesca) no le pertenecían; en estas tierras, los herederos legítimos eran García Ramírez -en Navarra- y en Aragón Ramiro, monje al que su condición clerical impedía ejercer plenamente como rey, pues según el derecho aragonés un clérigo o una mujer transmiten sus derechos al trono pero no los ejercen plenamente sino por medio de un bajulus equiparado normalmente al marido o tutor; en este caso especial se recurrió a un pacto de filiación: Ramiro sería el padre y los derechos reales los ejercería en su nombre su hijo García, fórmula que permitía mantener unidas Navarra y Aragón. Fracasada esta solución, los aragoneses aceptaron como rey a Ramiro, que contrajo matrimonio para dar un heredero al reino, y el nacimiento de Petronila obligó a buscar marido al que los nobles pudieran obedecer sin desdoro. Para el monarca castellano Alfonso VII es importante restablecer las fronteras del siglo XI, rotas en favor de Navarra, y entre las tierras castellanas figura el reino de Zaragoza, sobre el que Castilla cree tener derechos desde el momento en que el rey musulmán le pagaba parias. Los repobladores cristianos de Zaragoza hacen caso omiso del testamento del Batallador y entregan el reino al monarca castellano, que les parece el más capacitado para oponerse a los almorávides. En nombre del rey castellano se hizo cargo del reino de Zaragoza García Ramírez de Navarra, vasallo de Alfonso VII; al nacer Petronila, Alfonso VII aceptó como rey de Zaragoza a Ramiro de Aragón quien, una vez reconocidos sus derechos, se apresuró a devolver el reino al monarca castellano mientras viviera éste, según unas fuentes, o mientras vivieran Alfonso y sus hijos, el primero de los cuales, Sancho III, sería ofrecido como marido de Petronila. La negativa a aceptar el testamento tuvo el apoyo de los nobles de Aragón y Navarra, que se niegan a entregar sus señoríos a las Ordenes y prefieren elegir un rey que reconozca, como precio de su elección, el carácter hereditario de los señoríos. El testamento afecta también al condado barcelonés, enfrentado con Aragón desde el siglo XI por el control de las parias y futuras zonas de expansión sobre Lérida y Tortosa, poblaciones que siguen en poder de los musulmanes gracias a las disensiones entre los cristianos: antes que permitir la ocupación aragonesa, los condes de Barcelona se aliarán a los almorávides, porque aceptar la ampliación del reino equivale a renunciar a la expansión catalana hacia el Sur, y cuando Alfonso el Batallador emprende una campaña sobre Tortosa, Fraga y Lérida, los almorávides ofrecen la paz al conde barcelonés junto con el pago de parias; seguros de la neutralidad catalana los almorávides concentraron sus tropas en Fraga donde derrotaron a Alfonso el Batallador, que moriría meses más tarde sin haber resuelto los problemas planteados por su testamento, cuya validez reclaman las Ordenes y con ellas Roma, que intervendrá para llegar a un acuerdo con Ramón Berenguer IV de Barcelona, elegido por Ramiro II y por los nobles aragoneses como marido de Petronila, como afirma Zurita, porque no se juntase este reino con el de Castilla y porque así convenía a los nobles: mientras Alfonso el Batallador consideraba vitalicios los señoríos y exigía su devolución a las Ordenes una vez fallecido el titular, en Barcelona los señoríos eran hereditarios desde el siglo XI. Los derechos de las Ordenes fueron compensados mediante acuerdos de los que puede ser modelo el firmado en 1141 con el Santo Sepulcro: alegando la lejanía y las dificultades para defender el reino desde Jerusalén, el prior de la Orden cede su tercio a Ramón Berenguer, especificando que si el conde muriera sin descendencia, el Sepulcro recuperaría sus derechos, y en cualquier caso, recibiría en cada ciudad "singulos homines de singulis legibus" (un cristiano, un judío y un musulmán) con todos sus bienes; en las villas y castillos donde hubiera más de treinta villanos, la Orden recibiría un hombre con todas sus pertenencias... El Hospital se reserva, además, terrenos en Jaca para construir una casa e iglesia; el Temple fue compensado con la entrega de tierras, del diezmo de todo el reino y de la quinta parte de las futuras conquistas. Roma aceptó los acuerdos en 1158, con veinte años de retraso.
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Las naciones europeas han tenido experiencias muy diversas a lo largo de los tres últimos lustros del siglo XX tanto en el terreno político como en el económico. En todas ellas, no obstante, la construcción de una unidad política y económica supranacional ha jugado un papel esencial. Los antecedentes más remotos del tratado de Maastricht cabe establecerlos en la decisión tomada en junio de 1988 por la CEE de liberalizar por completo el movimiento de capitales en el seno de la Comunidad en julio de 1990, lo que constituye un paso decisivo para crear un mercado de 350 millones de personas de un nivel de vida muy elevado. Objeto de temores y prevenciones por parte del resto de las grandes potencias económicas mundiales (Estados Unidos y Japón), los posteriores acuerdos de liberalización del comercio mundial contribuyeron a hacerlos desaparecer con el paso del tiempo. Las negociaciones destinadas a llegar a un acuerdo para una unión más estrecha fueron complicadas principalmente en lo que respecta a la armonización de las políticas fiscales y la unión monetaria, pero también tuvieron como telón de fondo el problema planteado por la impotencia demostrada por Europa en torno a la política exterior (Guerra del Golfo y conflicto interior yugoslavo). Finalmente, en el Consejo europeo celebrado en Maastricht (diciembre de 1990) se llegó a un acuerdo de conjunto sobre todas estas materias. El nuevo tratado de la Unión Europea, firmado en febrero de 1992, tuvo como propósito crear una realidad comunitaria no sólo en el terreno de la economía. El tratado creaba una ciudadanía europea, extendiendo el derecho de voto en las elecciones municipales para los europeos en los países en que residían, y una Europa social, haciendo, además, posibles las decisiones políticas por unanimidad de los jefes de Gobierno pero sobre todo concluyó la Europa económica mediante la creación de una moneda europea ("euro"). La novedad fue tan grande que los posibles beneficiarios titubearon antes de decidirse a la incorporación: los daneses rechazaron el tratado para luego incorporarse a él y Gran Bretaña mantuvo reservas acerca de su participación en la unión monetaria y respecto a la vertiente social de Europa. Pero, pese a todas estas dificultades, es innegable que Europa -sobre todo la potencial Europa futura- constituye desde 1992 una realidad radicalmente nueva. Tiene una capacidad de atracción indiscutible sobre las naciones del Este que abandonaron el sistema comunista, dispone de una capacidad económica de primera importancia para promover el desarrollo del Tercer Mundo y, en fin, a través de la transformación de organizaciones preexistentes como la Conferencia de la Seguridad y Cooperación Europea dispone de una excepcional capacidad de influencia para construir un futuro pacífico para la Humanidad. Pero si desde esa perspectiva sólo se puede hacer mención a un futuro positivo, también resulta cierto que las instituciones vigentes en Europa, como en el resto del mundo democrático, dan la sensación de pasar por problemas que, aunque no se refieren a su propia esencia, no dejan de ser preocupantes.
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Dentro de la mentalidad política regeneracionista, la labor de un cirujano de hierro, como se denominaba a sí mismo Primo de Rivera, no sólo tenía que destruir la política corrupta sino que también debía promocionar una política nueva. A ello respondió la creación de la Unión Patriótica como un partido único. En efecto, en abril de 1924 comenzó a germinar la idea en la mente del dictador, al que no se le ocurrió mejor procedimiento para promocionar sus propósitos que hacer circular unas cuartillas en las que se pretendía que las gentes de ideas sanas y los hombres de buena fe se agruparan en algo que no sería sino una conducta organizada y que no tendría carácter ni de derechas ni de izquierdas. En alguna ocasión la definió como un "partido político, pero apolítico, que ejerce una acción político-administrativa". Con respecto a la finalidad y al destino de la Unión Patriótica tampoco fue claro Primo de Rivera. En algunas ocasiones decía que de ella surgirían en el futuro diferentes partidos y en otras afirmaba que era ya el primer partido del nuevo régimen que él había inaugurado. Primo de Rivera dijo que coincidirían en ella todos los que estuvieran acordes en la Constitución de 1876, que él mismo había violado, y luego sin embargo enunció un programa de aquella unión en el que se defendía una nueva Constitución con cámara única y aprobación plebiscitaria. También era confuso el planteamiento de la Unión Patriótica en lo que se refiere a su vinculación con el gobierno. De hecho, las primeras Uniones Patrióticas surgieron de manera espontánea en los círculos del catolicismo político, que veía en la desaparición del parlamentarismo caciquil una magnífica oportunidad para poder llevar a cabo su peculiar versión de la regeneración. Las zonas geográficas de mayor implantación de esta primera Unión Patriótica coinciden con aquéllas donde tuvo mayor influencia el catolicismo político y social inspirado por Ágel Herrera Oria. También parecen haber existido pequeños grupos parafascistas como el denominado La traza, surgido en Barcelona, pero esta organización careció de cualquier influencia en el seno del partido dictatorial. Estas dos iniciativas deben ser consideradas como espontáneas. Sin embargo, en abril de 1924 la Unión Patriótica fue oficializada, y se nombró responsable de su funcionamiento a uno de los militares del Directorio. En realidad, la Unión Patriótica nunca estuvo suficientemente definida en la mente del Dictador. En un principio manifestó gran interés en ella pero luego la olvidó. En teoría el gobierno de 1925 fue exclusivamente de la Unión Patriótica, pero ésta no servía para otra cosa que proporcionar a la Dictadura un apoyo popular en manifestaciones y actos de adhesión. Sólo en el momento de declive del régimen puede afirmarse que la Unión Patriótica adoptó algunas fórmulas semejantes a las del partido único. En 1927 los Ayuntamientos y Diputaciones Provinciales debían ser ya coto exclusivo de la Unión Patriótica; incluso en 1929 se dispuso que se dedicara a labor de información y denuncia de aquellos que conspiraran contra el régimen o le difamaran. Ni siquiera en estos años puede afirmarse que la Unión Patriótica fuera un verdadero partido único. Para ello le faltaban a Primo de Rivera dos características fundamentales: proporcionar a su partido un ideario preciso e impedir la existencia de otros partidos. El General llegó a definir la Unión Patriótica como "un partido central, monárquico, templado y serenamente democrático", y más adelante hizo para él una divisa ("Patria, Religión v Monarquía") que, además de recordar al carlismo, parecía preterir los principios monárquicos al enunciarlos tan sólo en tercer lugar. En los libros de propaganda del régimen dictatorial (los de Pemán y Pemartín) puede apreciarse como argumento a favor de él mucho más las tesis de la derecha tradicional católica que las del fascismo, y se muestran innumerables estadísticas de la eficiencia administrativa del régimen. Así, José María Pemán defendía el Estado "tradicional socialcristiano" frente al fascismo, utilizando para ello citas de autores recientes, y consideraba que el sufragio universal era "un gran error". La Unión Patriótica no se pareció en nada al partido único del fascismo, sino que fue una entidad circunstancial y oportunista que desaparecería en cuanto no tuviera el apoyo del gobierno. Calvo Sotelo explicaba en sus Memorias que él se opuso al nacimiento y organización de la Unión Patriótica porque consideraba que "los partidos políticos cuando se organizan desde el poder y por el poder nacen condenados a la infecundidad por falta de sabia". En la práctica la Unión Patriótica fue un partido personalista que no actuaba más que por decisión superior y que se beneficiaba de un poder que se ejercía sin ningún límite temporal y sin posibilidad alguna de crítica o de oposición. La Unión Patriótica incorporó en sus filas a muchos antiguos caciques y permitió la creación de nuevos cacicazgos, con lo que demostraba su ineficacia regeneradora. La mejor prueba de ello ocurrió en la provincia de Cádiz, cuna de Primo de Rivera, en donde la práctica totalidad de los caciques tradicionales de la época constitucional se integraron en la Unión Patriótica. La razón fundamental de la crisis del caciquismo durante el período de la Dictadura fue la marginación del poder durante tanto tiempo de los partidos del turno y de que ahora accedieran al poder sectores que hasta entonces habían tenido una influencia muy escasa. Los estudios locales que se han realizado hasta ahora acerca de la procedencia de los elementos que componían la Unión Patriótica nos demuestran que existía una notable heterogeneidad. Así, en Ciudad Real sus dirigentes eran conservadores, en Sevilla la mayoría procedían de una Unión Comercial, en Murcia procedían de los círculos católicos o en Soria eran antiguos agrarios. Esta pluralidad no era sino una demostración de la inanidad de la Unión Patriótica. Sin duda puede decirse algo semejante acerca del Somatén, que fue una organización surgida en Cataluña para apoyar el mantenimiento del orden público. Aunque se la ha presentado como el precedente de una milicia fascista, en realidad resultó ser una institución carente de efectividad, de carácter apolítico y que ni siquiera sirvió como punto de apoyo para el régimen cuando éste entró en crisis. Cuando se le interrogó al dictador acerca de si él mismo y su sistema político tenían un significado similar a Mussolini y el fascismo respondió que sus ejemplos habían sido nacionales: el general Prim y el Somatén. Los principales apoyos (aunque no los únicos) del régimen dictatorial fueron los mauristas, católicos, tradicionalistas y conservadores. Pero todos ellos, por el momento, no defendían ese género de planteamientos políticos que sólo hicieron suyos durante la etapa radicalizada y maximalista de la Segunda República. El principal dirigente de la extrema derecha monárquica durante la Segunda República, José Calvo Sotelo, afirmaba en la Dictadura que sus ideales eran y habían sido siempre de carácter democrático. Durante la Dictadura hubo ya entre los intelectuales defensores de ésta como un régimen estable y permanente; así sucedió con Ramiro de Maeztu o Eugenio D'Ors, pero los verdaderos fascistas, como Ernesto Giménez Caballero, consideraban al régimen de Primo de Rivera como demasiado prosaico y poco moderno. En el terreno del comportamiento político, la Dictadura no puede ser concebida como un inmediato antecedente de la República, sino que en muchos aspectos fue un paréntesis. El régimen dictatorial engendró la República en cuanto que deterioró a la Monarquía, pero no llegó a producir el cambio en la vida política que luego se consolidaría durante los años treinta. Algunos caciques fueron marginados pero surgieron otros nuevos, producto de la influencia de los colaboradores de la Dictadura, pero habrá que esperar a 1930 para que se produzca un cambio sustancial. En última instancia, el caciquismo era una corrupción del liberalismo, pero permitía un grado considerable de libertad; la Dictadura recortó ésta sin concluir con los caciques, y como resultado hubo que esperar a la movilización política del año 1930 para que las cosas cambiaran de manera sustancial en España.
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La Unión Soviética surgía de la contienda mundial formando parte del grupo de los vencedores y, dentro del mismo, como segunda potencia con capacidad de decisión de ámbito universal. Con todo, los efectos que la lucha había producido sobre su territorio incidirían de forma señaladamente negativa sobre su inmediata evolución material. En este plano, la cita de las cifras más señaladas sirve como perfecta ilustración de las consecuencias que para la URSS tuvieron los meses de ocupación y la guerra que oficialmente había adquirido el calificativo de patria. Más de siete millones de personas civiles y una cifra superior a los trece millones de combatientes eran las pérdidas humanas que la invasión del espacio soviético por el Tercer Reich había producido. Estas cifras totales, que dada la dificultad de su establecimiento bien pudieron haber sido superiores en la realidad, informan de manera suficiente acerca de la magnitud alcanzada por la catástrofe. En el mes de agosto de 1945 podían ya ser evaluados los efectos materiales generados por la presencia alemana sobre territorios en los que se asentaban más de 90 millones de personas y algunas de las zonas económicamente fundamentales del país. La desarticulación de los sistemas de producción e intercambio de bienes constituía la nota dominante en ese momento. En la época de la invasión -en el mes de junio de 1941- el Gobierno de Moscú había ordenado el inmediato traslado de centenares de instalaciones más allá de la barrera montañosa de los Urales, con la finalidad de sustraerlas a la destrucción o al expolio del ocupante. Y además de esto, el Ejército alemán se había dedicado a efectuar una sistemática aniquilación de todo cuanto pudiese poseer algún valor material. La mayor parte de los bienes económicos que se habían mantenido en los territorios ocupados sería destruida o transportada a Alemania, como sucedería en una determinante proporción con la cabaña bovina y ovina perteneciente a la Unión Soviética. Aplastado el poderío alemán, los dirigentes de Moscú se enfrentaron a multitud de cuestiones; las más graves eran las referidas a la alimentación y la vivienda; una cifra superior a los 25 millones de ciudadanos soviéticos carecía de hogar en el verano de 1945 como efecto de las acciones bélicas que su país había soportado. De forma complementaria a la desaparición de cuantiosos bienes económicos en la agricultura, muchas de las consecuencias materiales obtenidas en los años anteriores por medio de la implantación de planes quinquenales de desarrollo se verían anuladas. Más de 75.000 kilómetros de vía férrea, junto a la práctica totalidad de la organización koljosiana en los territorios intervenidos militarmente habían sido inutilizados de forma irreversible. Con esta desoladora realidad, el régimen soviético impulsó bajo todas sus formas posibles la reconstrucción del país a partir de unas condiciones iniciales en absoluto favorables para la realización de esta tarea. El poder soviético no solamente no había sufrido merma alguna en su impuesta autoridad como efecto del conflicto, sino que había salido definitivamente reforzado por el mismo. La figura de Stalin se había engrandecido, y de esta forma los planes de reconstrucción que él impulsaba no tendrían contestación posible en el interior del país. La vida del ciudadano soviético a lo largo de la etapa que se inicia en el mes de agosto de 1945 alcanzaría rasgos de extrema penuria, ni siquiera conocidos en parte alguna del resto de la agotada Europa. Los problemas de vivienda, alimentación, transporte, etcétera, quedaron relegados a una posición secundaria en beneficio de la potenciación de la industria pesada. Los años de guerra favorecieron importantes mutaciones en el campo de la economía soviética; destaca entre ellas la industrialización de Siberia y Asia central gracias a la definitiva localización en sus territorios de las instalaciones industriales allí trasladadas en 1941. La población, por su parte, no accedía al consumo de los bienes que la política estatal consideraba innecesarios o era incapaz de producir o de adquirir. Facilitó las tareas reconstructoras en la Unión Soviética el mismo carácter planificador de su economía, que permitía la ordenación total de las actividades a desarrollar, así como el establecimiento de la ya mencionada prelación en beneficio de unos sectores con preferencia a otros. La ayuda del exterior, de Estados Unidos en particular, se complementaba con los bienes económicos que la posición de vencedor que ostentaba el país le permitía extraer de los países derrotados y ocupados. De esta forma, las pérdidas materiales sufridas, cifradas en cantidades superiores a los 100.000 millones de dólares de la época, serían en cierta medida subsanadas por la gran cantidad de elementos de utilización productiva que la presencia del Ejército Rojo sobre los países limítrofes le aportaba de forma inmediata. En conjunto, la recuperación material de la Unión Soviética logró señaladas cotas, teniendo en cuenta la precaria situación inicial dominante. Ya en las últimas semanas del año de la victoria la producción de acero, carbón y petróleo se situaba, respectivamente, en un 70, un 60 y un 90 por 100 del total de la producción de la anteguerra. Dos años más tarde, en medio de la situación internacional de larvado enfrentamiento con el antagonista norteamericano, la industria soviética recuperaba niveles similares a los de 1941. Por otra parte, la imposición de altos grados de rigor político complementó las dificultades materiales que soportaba la población. Durante la guerra, las autoridades habían realizado grandes esfuerzos para conservar el control de la difícil situación planteada. Así, habían recurrido incluso al apoyo que les prestaba la Iglesia ortodoxa, poseedora de una extendida influencia social. Ahora, las condiciones dominantes en la escena internacional decidían a los responsables del Kremlin a la adopción de todas las medidas posibles para contener cualquier corriente o actitud de disidencia que pudiera mostrarse en el país. Los grandes sacrificios que la reconstrucción económica imponía a los soviéticos se unían de esta forma a las estrictas medidas de control policiaco y un fuerte incremento en las prácticas de adoctrinamiento ideológico. Josif Stalin, convertido en supremo y exclusivo encarnador de los principios revolucionarios, se apoyaba en un cohesionado partido comunista que había visto multiplicar el número de sus afiliados de forma especialmente destacada. Así, de poco menos de tres millones de miembros con que contaba el partido único antes de la guerra, se pasaría a superar la cifra de los seis millones para el verano de 1945. Junto a esto, cabe citar que los grados de ideologización que se manifestaron en la etapa que siguió al fin de la guerra no habían sido conocidos ni siquiera durante el período revolucionario. En el plano exterior, el tradicional expansionismo zarista había encontrado en los dirigentes comunistas sus más adecuados sucesores; éstos aprovechaban la oportunidad única que les reportaba su condición de vencedores en la contienda para asegurarse la dominación de territorios exteriores de gran amplitud. Sumando los espacios obtenidos por la Unión Soviética en la Europa central y oriental en el extremo oriente asiático, se alcanzaba una cifra total que superaba los 700.000 kilómetros cuadrados, con una población de más de 25 millones de personas. Todos estos territorios se integrarían plenamente en el espacio soviético, desde Polonia hasta Manchuria, y desde Rumania hasta los archipiélagos del Pacífico. Sus estructuras sociales, económicas y políticas se adecuarían al modelo impuesto por el vencedor; ello haría posible para Moscú un reforzamiento en todos los órdenes, formando un férreo conglomerado físico que tenía en los vecinos regímenes de democracia popular efectivos elementos de uso en contra de toda acción procedente del campo occidental antagónico. En el verano de 1945, la Unión Soviética se alza al primer plano del protagonismo mundial, superando la larga etapa de ostracismo a que las posiciones anticomunistas la habían arrojado a partir del momento del triunfo de su particular revolución.
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La enseñanza universitaria constituye el final del ciclo educativo. En las dos primeras décadas franquistas, si ya era difícil que todo el mundo terminara la enseñanza secundaria, lógicamente, lo era más aún que accediera a la universidad. Las mujeres constituyeron tan sólo un 18,3 % de las matrículas. A los problemas económicos de la época, que como hemos visto dificultaban la continuidad en los estudios, se sumaron otros aspectos, sobre todo la falta de relación entre cursar estudios universitarios y tener facilidad para integrarse después en el mundo laboral, y por supuesto, la estima de la mujer por la constitución de una familia, que la llevaba no siempre por presión externa a prescindir de ambiciones laborales. A partir de los años cincuenta se incrementa notable y crecientemente la presencia de la mujer en las aulas universitarias, al tiempo que aumenta el número de varones. Favorece esta situación el aumento demográfico y la mejoría económica del país. Digamos pues, con rigor, que la escasa presencia de la mujer en la universidad durante el primer Franquismo, no se debe tanto al sistema político como a la conjunción de una natalidad baja, de una población pobre que necesitaba trabajar de manera inmediata antes que hacer estudios y de una reestructuración social compleja en la que las mujeres tuvieron que ayudar o suplir a los hombres que habían terminado una guerra. El acceso de las mujeres a la universidad se polarizó en determinadas carreras con las que se identificaban mejor y con las que creían hacer más compatible su deseo de formar una familia. Se matricularon sobre todo en las Facultades de Farmacia, Filosofía y Letras, Ciencias y Derecho, frente a otros estudios que, bien les parecieron masculinos, bien no atrajeron su interés, como Ciencias Políticas y Económicas, Medicina y Veterinaria. Gráfico No obstante algunas de las mujeres que optaron por estudiar Derecho y ejercer la abogacía, se convertirían en el motor del cambio de la legislación a favor de la igualdad de la mujer, como hablaremos más delante de Mercedes Formica, cuya campaña empezó en 1953, tras la publicación en ABC de un famoso artículo que daría a pie a toda una progresiva reforma de la situación jurídica de las mujeres. Abordaremos más adelante las grandes reformas legales cuyo motor fueron conocidas mujeres abogados, algunas de ellas mandos de la Sección Femenina.