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La tierra fue una posesión real cedida comedidamente como merced a los conquistadores, por temor a la formación de feudos, y a los Cabildos de las nuevas ciudades indianas para su distribución entre los vecinos. La Corona siguió detentando la propiedad de las tierras de los indios, en las que se establecieron encomiendas para evitar su enajenación. Nadie puso objeciones a esto pues no había especial apetencia de tierra. El español no deseaba transformarse en campesino, sino en señor, como hemos dicho, viviendo a costa del trabajo del indígena encomendado. En esta época hubo pocos litigios por tierras, pero infinitos por encomiendas. La situación cambió a mediados del siglo XVI, cuando empezó a disminuir alarmantemente la mano de obra encomendada, al tiempo que aparecieron las minas de plata y crecieron las ciudades. Producir alimentos se convirtió entonces en un buen negocio y muchos criollos demandaron tierra para ello. No la había, pues estaba ya repartida. Recurrieron a dos procedimientos: arrendar las tierras comunales de las ciudades, sirviéndose de un cargo o de un amigo en el Cabildo, o invadir las tierras de los indios (del Rey, en realidad), muchas de las cuales estaban prácticamente vacías a causa de la mortandad de naturales. A fines del siglo XVI, el problema era tan grave que indujo a las composiciones de tierras, una operación que consistió en otorgar título de propiedad a los ocupantes mediante el pago de una suma a la Real Hacienda. Hay que tener en cuenta que ésta, la hacienda del Rey, era en definitiva la legítima propietaria de la tierra invadida. El proceso se inició en 1591 pero tuvo menos éxito del esperado, ya que para los ocupantes representó un simple impuesto. Se dieron por ello infinidad de plazos para la legalización, especialmente en momentos de apuro económico de la Corona. Junto a las composiciones de tierras se emprendió un reajuste territorial, con objeto de disponer de tierras vendibles. El rey reasumió la propiedad de todas aquellas que no tenían título legal (distintas de las de composición, que no tenían título alguno) y las dividió en tres lotes: uno para los cabildos, otro para los indígenas y el tercero para mercedes reales. De esta forma pudieron venderse algunas tierras (que compraron religiosos, vecinos de las ciudades y algunos mineros) cuyo importe engrosó la Real Hacienda. Posteriormente, se paralizaron las reformas de tenencia de la tierra y ésta fue pasando de unas manos a otras por sucesión o por esporádicas ventas. Los grandes terratenientes siguieron siendo la Corona (dueña del suelo de las encomiendas y de los indios puestos en la Corona), los Cabildos (de la propiedad colectiva), los criollos (que configuraron los patrimonios familiares) y la Iglesia. Esta última se convirtió con el transcurso de los años en el primer propietario de tierras, pues invirtió en ellas sus ingresos procedentes de diezmos, donaciones y legados testamentarios. Por principios morales no podía especular con el dinero y su capacidad de inversión en la construcción de iglesias monumentales se saturó pronto. En cualquier caso, el mercado de tierras fue muy escaso, ya que ni la Iglesia, ni la Corona, ni los Cabildos se desprendían de ellas y las de los particulares se transmitían mediante mecanismos de mayorazgo y dote. Los más perjudicados por esta situación fueron los mestizos, a los que se les negó así la única oportunidad de acceder a ellas.
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Felice Brancacci, rico comerciante de sedas y hombre dedicado a la política, decidió decorar la capilla patrocinada por su familia desde 1386 en la iglesia de Santa Maria del Carmine en Florencia. Eligió a Masolino para que iniciara los trabajos en 1424, decorando la zona superior, colaborando al año siguiente con Masaccio para después abandonar el encargo al trasladarse a Hungría. En los dos años que estuvo pintando en la capilla realizó Masolino tres escenas: la tentación que aquí contemplamos, la Predicación de san Pedro a las multitudes y la Resurrección de Tabita. El maestro ha seguido la iconografía tradicional, colocando a los primeros padres junto al árbol donde se encuentran las manzanas, apreciándose la serpiente enrollada en él. Las dos figuras aparecen desnudas, sin existir un extraordinario interés por la anatomía si bien se trata de figuras volumétricas. Sus miradas y gestos son serenos frente al dramatismo de la Expulsión, pintada por Masaccio en la pared de enfrente.
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La asombrosa conquista de Francia por Alemania entre mayo y junio de 1940 alteró drásticamente la política inmediata del Régimen. A mediados de junio casi toda la opinión política y militar en Madrid dio un giro de 180 grados hacia Alemania. La ambición española ahora era formar parte del nuevo orden victorioso y, más concretamente, establecer un nuevo imperio español en el noroeste de África. El Imperio siempre había sido parte del programa falangista, aunque siempre se hablaba de ello con cautela y en términos no agresivos, casi de una forma metafísica. El nuevo Estado de Franco había proclamado con mucho vigor esta misión de fundar un Imperio, pero con una fórmula algo abstracta. Estos pronunciamientos sociales a menudo eran el eco del énfasis que se ponía en Italia para lograr una alta tasa de natalidad para una futura potencia militar. El objetivo era no sólo recuperar Gibraltar sino ampliar las modestas posesiones que tenía España en el noroeste de África a expensas de Francia. Franco estaba muy seguro de la victoria alemana y seguiría estándolo -aunque fue perdiendo la fe- hasta mediados de 1944. El 3 de junio preparó un borrador de carta para Hitler en la aseguraba que España se identificaba con la causa alemana, que definió como una lucha contra los mismos enemigos de los nacionales en la guerra civil. También le enumeró las deficiencias económicas y militares que impedían que España tomara parte en la guerra mundial. Al día siguiente, Beigbeder le entregó al embajador alemán una lista de las reivindicaciones españolas sobre el noroeste de África. El 10 de junio Italia entró oficialmente en la guerra al invadir el sudeste de Francia. Mussolini le pidió a Franco que llevara a cabo una acción similar, pero éste respondió negativamente, aunque con cordialidad. Entretanto, Ciano, el Ministro italiano de Asuntos Exteriores, había establecido relaciones con Serrano Suñer y le había pedido que convenciera a Franco para declarar España no beligerante en vez de neutral, como muestra de solidaridad con el Eje -como había hecho Italia nueve meses antes-. Franco accedió inmediatamente y Madrid declaró su nueva política de no beligerancia el 12 de junio. Este fue el primer paso para una alineación más clara con el Eje. Dos días después, el 14 de junio, las tropas españolas ocuparon la zona internacional de Tánger. Se dijo que era simplemente una medida administrativa en tiempos de guerra, ya que el protectorado español rodeaba Tánger y las otras tres potencias de la zona -Francia, Gran Bretaña e Italia- estaban en guerra entre ellas. Mientras tanto, el 16 de junio, el General Juan Vigón, cabeza del Alto Estado Mayor del Ejército, se encontró con Hitler y Ribbentrop, el Ministro alemán de Asuntos Exteriores, para entregar la carta de Franco. Al día siguiente el Gobierno español y su embajador en París, José Félix de Lequerica, empezaron la ronda de mediación entre Hitler y el derrotado Gobierno francés, lo que tendría como consecuencia el armisticio entre Francia y Alemania. El 19 de junio el embajador español en Berlín presentó oficialmente las reivindicaciones territoriales de España: anexión de todo el distrito de Orán, al oeste de Argelia; la incorporación de todo Marruecos, la expansión del Sahara español hacia el sur hasta el paralelo 20; y la unión del Camerún francés a la Guinea española. Más aún, España exigía artillería pesada y aviación para poder conquistar Gibraltar y apoyo submarino alemán para la defensa de las Canarias, así como grandes cantidades de alimentos, munición, combustible y otro material. Para decepción de la oficialidad de Madrid, Hitler se negó a discutir la lista de la compra española, aunque pronto cambiaría de actitud. En respuesta, Franco suspendió temporalmente las facilidades que se habían dado, desde principios de año, para que repostaran los submarinos alemanes en puertos españoles. El desinterés inicial de Hitler no le hizo dudar a Franco. Durante la celebración del aniversario del Movimiento el 18 de julio, declaró que la lucha de los nacionales en la guerra española había sido la primera batalla del Nuevo Orden en Europa, y añadió: "Hemos hecho una pausa, pero sólo una pausa, porque nuestra tarea no ha terminado todavía, y alardeó que España tiene dos millones de guerreros dispuestos a enfrentarse en defensa de nuestros derechos" (citado en Ramón Garriga, El General Yagüe, Barcelona, 1985, 185. Este discurso imprudente se excluyó después de la colección Palabras del Caudillo de 1943). En este momento, también se hizo un esfuerzo para alejar a Portugal de su alianza tradicional con Gran Bretaña, aunque Salazar, al contrario que Franco, era realmente neutral. La única consecuencia de todo ello fue la firma de un Protocolo adicional al tratado hispano-portugués, que obligaba a la consulta mutua en caso de que existiera una amenaza externa contra la Península. En agosto, cuando Hitler empezó a pensar en una estrategia de acción en el Mediterráneo, en África y en el Atlántico oriental, cambió su comportamiento hacia España. El objetivo de dicha estrategia era derrotar por fin a Gran Bretaña y apoderarse de bases estratégicas para una futura expansión de Alemania fuera de Europa. El nuevo interés de Hitler en España complacía enormemente a Franco y su entorno, aunque no comprendieron en absoluto los motivos que había detrás, ni el papel secundario que jugaba España en los planes futuros de los nazis. Franco, Serrano Suñer y otras figuras destacadas del Régimen entendían que España se podía beneficiar de la llegada del Nuevo Orden sólo si tomaba parte en la guerra a tiempo. Pero temían involucrar al país que estaba débil y poco preparado, mientras Gran Bretaña mantuviera su poder, ya que un bloqueo del Reino Unido arruinaría la economía española, que tendría que pedir apoyo a Alemania. Además, los codiciados territorios africanos tendrían que estar garantizados por Alemania desde el principio, cuando la ayuda española todavía tuviera valor para Hitler. Esperar a la victoria final supondría llegar demasiado tarde. Por este motivo, aunque Serrano no era Ministro de Asuntos Exteriores, se le envió a la cabeza de una delegación española a Berlín. Entre el 15 y el 25 de septiembre Serrano mantuvo largas conversaciones con Ribbentrop y dos más breves con Hitler. El resultado fue la decepción de Serrano ante la negativa de Hitler a comprometerse a nada, ni con relación al envío de provisiones ni referente a la anexión de territorios. Ribbentrop incluso exigió la cesión de una de las Islas Canarias para una base naval alemana. Estaba claro que las relaciones con Alemania iban a ser mucho más difíciles de lo que Franco había creído. El 15 de octubre nombró Ministro de Asuntos Exteriores a Serrano, en sustitución de Beigbeder, para preparar un encuentro crucial con Hitler -el único encuentro personal entre los dos dictadores- que tuvo lugar en Hendaya el 23 de octubre. Allí aburrió al Führer alemán con un extenso monólogo histórico acerca del papel de España en Marruecos -muy del estilo de los discursos que Hitler normalmente prefería dar él mismo- pero se encontró con que estaba igual de negativo que en las charlas anteriores. Por el momento, su satélite, la Francia de Vichy, tendría un papel más destacado en la política de Hitler que España, de modo que decidió no ofender al Gobierno francés obligándole a hacer concesiones territoriales. No hubo ningún acuerdo y, tras aguantar durante siete horas la conversación educada, aduladora y evasiva, pero obstinada del "charlatán latino", como luego le llamaría a Franco, Hitler aseguró que preferiría que le arrancaran tres o cuatro dientes antes que pasar por una experiencia semejante de nuevo. Ribbentrop presentó un nuevo protocolo a los líderes españoles para establecer una alianza militar, pero no se especificaba fecha para la entrada de España en la guerra. Esto no ofrecía ninguna garantía a España, por lo que Franco y Serrano intentaron sustituirlo por otro, pero los alemanes lo rechazaron. Como las autoridades españolas no querían enfrentarse a Hitler, Serrano terminó firmando el protocolo secreto el 11 de noviembre. Técnicamente, aunque de forma algo secreta, España era aliada del Eje. Una semana después Hitler llamó a Serrano a Berchtesgaden para fijar la fecha de la entrada de España en la guerra. Las garantías alemanas seguían sin ser suficientes; sin embargo, y, una vez más, el encuentro fue inútil. Aunque la mayoría de los miembros del Consejo Nacional de la FET había dejado claro que apoyaba la participación de España en la guerra, Franco estaba decidido a recibir su contrapartida. Las provisiones alemanas eran de vital importancia, especialmente después de la mala cosecha de 1940. Mientras aseguraban a los representantes alemanes que los preparativos para la guerra estaban en marcha, Franco seguiría insistiendo en tener garantías. La presión por parte de Alemania se hizo más fuerte en enero de 1941 y el 6 de febrero Hitler envió una carta larga y muy dura, en la que le decía abiertamente que en una guerra hasta la muerte no podían hacer regalos a España, y le amenazaba asegurando que la derrota de Alemania dejaría al Régimen español sin posibilidad de sobrevivir. La respuesta española fue evasiva, lo que hizo que Hitler se desesperara y le pasara el asunto a Mussolini. Este encargo traería como consecuencia el único encuentro personal entre el dictador italiano y el español en Bordighera, al noroeste de Italia, el 12 de febrero. Mussolini, de hecho, admitió que la iniciativa había sido de Hitler y que la guerra iba a ser larga, mientras algunos miembros de la comitiva italiana no podían disimular su desmoralización. El Gobierno británico intentó influir a Franco en el sentido contrario facilitando juiciosamente la importación de alimentos de primera necesidad y materias primas, a la vez que aceptaban de forma poco clara las ambiciones territoriales de Franco. En privado se declaró simpatizante, en principio, con el caso español por tener una zona más amplia en Marruecos. En una declaración pública del 22 de octubre Franco afirmó que Gran Bretaña esperaba ver a España ocupar el lugar que le correspondía... como gran potencia mediterránea (según Denis Smyth). Con una astucia maquiavélica similar, los diplomáticos británicos iniciaron un chantaje sistemático y a gran nivel de unos 10 generales españoles ingresando millones de dólares en sus cuentas bancarias en Nueva York y Buenos Aires. El entusiasmo por la guerra de Hitler tuvo otro punto culminante en Madrid con la invasión alemana de la Unión Soviética el 22 de junio de 1941. Desde el punto de vista del Régimen español, la lucha ahora tenía más sentido que nunca y su objetivo primordial era el comunismo ruso, el enemigo número uno del Gobierno de Franco. En 24 horas los oficiales españoles pidieron una oportunidad para tomar parte en la campaña rusa de alguna forma, sin que implicara la entrada oficial en la guerra. El 24 de junio Serrano Suñer pronunció su famoso discurso Rusia es culpable ante una enorme congregación en la puerta de la sede falangista. Responsabilizó a la Unión Soviética de toda la destrucción que hubo durante la guerra civil e insistió en que el exterminio de Rusia es exigencia de la historia y del porvenir de Europa, de modo que España se convertía en beligerante moral en el nuevo conflicto. La participación española tomó la forma de una división de voluntarios militares para enviar al frente ruso; de los cuales, los 18.694 primeros partieron de Madrid el 17 de julio. Se llamaría la División Azul, por el color de la camisa del uniforme falangista, y en octubre tomó posiciones como la División 250 del gran Wehrmacht alemán al sur de Leningrado. De hecho, la preocupación de los altos mandos del Ejército por jugar un papel dominante -y obtener resultados satisfactorios- hizo que entre el 70 y el 80 por ciento de los voluntarios y casi todos los oficiales, procedieran del Ejército regular. El Gobierno alemán utilizó esto como prueba fehaciente de que el ataque a la Unión Soviética no era sólo una cuestión alemana, sino una "cruzada europea contra el bolchevismo", actitud que se reflejó en la prensa española. El propio Franco fue víctima del entusiasmo. En su discurso ante el Consejo Nacional de la FET el 17 de julio denunció a los eternos enemigos de España e hizo claras alusiones no sólo a la Unión Soviética sino también a Gran Bretaña, a Francia e incluso a Estados Unidos, todavía involucrados en intrigas y traición. Y añadió: "Ni el continente americano puede soñar en intervenciones en Europa sin sujetarse a una catástrofe... En esta situación, el decir que la suerte de la guerra puede torcerse por la entrada en acción de un tercer país es criminal locura... Se ha planteado mal la guerra y los aliados la han perdido". En su frase final aclamaba a la Alemania nazi por dirigir "la batalla que Europa y el Cristianismo desde hace tantos años anhelaban, y en que la sangre de nuestra juventud va a unirse a la de nuestros camaradas del Eje, como expresión viva de solidaridad" (Arriba, 18 de julio de 1941). Esta fue la declaración pública más exaltada que hizo Franco apoyando la causa del Eje, y que sorprendió a Serrano Suñer y al embajador alemán. Enseguida se firmó un acuerdo para enviar a 100.000 españoles para trabajar en la industria alemana, que estaba muy necesitada de mano de obra. Sin embargo, fue difícil llevarlo a cabo, ya que pocos trabajadores se presentaron como voluntarios a pesar de que las condiciones de vida en España no hacían más que empeorar. Nunca llegaron a trabajar en Alemania más de 15.000 trabajadores. Lo que España sí podía hacer era enviar cantidades importantes de materias primas -especialmente wolframio, para producir munición- de modo que hubo superávit en el balance de los pagos de España durante la guerra. Pero esto no generaba divisas que pudieran cambiarse libremente para importar productos de primera necesidad y Alemania no fue muy generosa en sus envíos, de modo que el superávit de las cuentas internacionales no implicaba ningún crecimiento en la estancada economía española. El entusiasmo por la guerra de Hitler no duró mucho, entre otras cosas por la derrota que sufrieron las tropas alemanas a las afueras de Moscú en diciembre. Este revés coincidió con el ataque sorpresa de los japoneses sobre Pearl Harbour el 7 de diciembre, que provocó la entrada de Estados Unidos en la guerra europea. Al principio Franco actuó como si no estuviera sorprendido, especialmente ante el avance de las tropas japonesas sobre el Pacífico occidental en el invierno de 1942. El 14 de febrero declaró en Sevilla: "Se ofrece a Europa como posible presa al comunismo. No tememos su realización; tenemos la absoluta seguridad de que no será así; pero si hubiera un momento de peligro, si el cambio de Berlín fuese abierto, no sería una División de voluntarios españoles lo que allí fuese, sino que sería un millón de españoles los que se ofrecerían..."(Palabras del Caudillo, 204).
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La conciencia de crisis generada por la guerra mundial cristalizó en los mejores casos, como hemos visto, en una metafísica de la existencia y de la crisis del hombre contemporáneo (Heidegger, Jaspers, Ortega) y en una literatura sobre el sentido, absurdo o no, de la vida misma y del destino del hombre (Malraux, Saint-Exupéry, Céline, Sartre). La crisis económica y social de los años treinta, provocada por el crash de 1929, planteó nuevos desafíos a la cultura occidental. Las consecuencias fueron considerables: los años treinta -escribiría el poeta británico Stephen Spender- fueron la década en que los jóvenes escritores se politizaron. Y añadía: la política de esta generación fue casi exclusivamente de izquierdas. Spender pensaba sobre todo en Inglaterra y, en concreto, en el grupo de escritores que integraron la llamada generación de Auden, esto es, en los poetas W. H. Auden, Day Lewis, Mac Neice, el propio Spender y el novelista Isherwood. Todos ellos se aproximaron a la izquierda, simpatizaron con el partido comunista, trataron de escribir literatura de alguna forma comprometida, fueron abierta y apasionadamente antifascistas y apoyaron a la República en la guerra civil española. Y no fueron los únicos. Por primera vez pudo apreciarse en los medios intelectuales británicos, incluidas las universidades de Oxford y Cambridge, un cierto interés por el marxismo. Uno de los mayores éxitos editoriales de toda la década fue The Coming Struggle for Power (La inminente lucha por el poder), el libro del aristócrata procomunista John Strachey publicado en 1932. Intelectuales fabianos ya cargados de años como Sidney y Beatrice Webb escribían en 1935 la apología de la URSS como una nueva civilización. Hasta un intelectual laborista moderado como G. D. H. Cole se interesaría por los planes quinquenales soviéticos y abogaría para que su partido incorporara a sus programas los principios de la planificación económica. La izquierda marxistizante -en la que militaban hombres como Frank Wise, Stafford Cripps, Bevan, H. N. Brailsford y un académico como Harold Laski- había creado en 1932 la Liga Socialista como punta de lanza para la radicalización efectiva del partido. El giro intelectual a la izquierda era claro: prueba de ello fue el éxito del Club del Libro de Izquierda, creado en 1936 por Victor Gollancz, John Strachey y Harold Laski, que en poco tiempo llegó a los 60.000 miembros y algunos de cuyos folletos llegaron a vender hasta 750.000 ejemplares. Dos jóvenes escritores, John Cornford y Julian Bell, los dos militantes comunistas, educados en Cambridge y miembros de familias de la alta burguesía intelectual, morirían en la guerra de España combatiendo por los republicanos; otro, George Orwell, resultaría gravemente herido en ella. Lo ocurrido en Inglaterra no fue excepcional. La izquierdización de los intelectuales fue general. En Alemania -ya quedó dicho- ocurrió en los años veinte. En Francia, la conversión política de los surrealistas se produjo a partir de 1925, a raíz de la intervención del Ejército francés en la guerra de Marruecos. En enero de 1927, Breton, Aragon, Eluard, Pérec y Pierre Unik se afiliaron al Partido Comunista; hasta 1933 en que los surrealistas serían expulsados del PCF, el surrealismo estuvo "al servicio de la revolución", de acuerdo con el título de una de sus revistas. Muchos otros escritores franceses -Malraux, Gide, Rolland, Barbusse, Benda, Tzara, Alain, Guéhenno, Nizan, Cassou y un larguísimo etcétera- se adhirieron a la Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios, creada en 1932, y participaron en iniciativas como el movimiento Amsterdam-Pleyel (1932-33), la Liga de los Derechos del Hombre, el Comité de Vigilancia de Intelectuales Antifascistas (1934) y en los Congresos internacionales de Escritores para la Defensa de la Cultura (el primero, en París en 1935; el segundo, en España en 1937), iniciativas todas ellas impulsadas por hombres vinculados al partido comunista, como Barbusse y Vaillant-Couturier, e instrumentalizados por los comunistas merced al genio para la gestión publicística de Willi Münzemberg (1889-1940). Incluso en Estados Unidos, país sin gran tradición política socialista o izquierdista, una mayoría de intelectuales se identificó con la izquierda e intentó dar a su obra un explícito contenido social. Revistas como Partisan Review y New Masses, los clubs John Reed, creados en varias ciudades a partir de octubre de 1929 y que tomaron su nombre del periodista radical norteamericano fundador del Partido Comunista y muerto en Rusia en 1920, realizaron una amplia labor de difusión de ideas revolucionarias. No faltaron intelectuales de derecha. Lo fueron algunos tan notables como Spengler y Heidegger, Ezra Pound, T. S. Eliot, Evelyn Waugh, Ernst Jünger -el autor de Tempestades de acero (1920), uno de los libros más vendidos de la postguerra, una exaltación de los ideales caballerescos de honor, riesgo y valor-, Céline, Drieu La Rochelle -cuya gran novela, Gilles (1939), contraponía la virilidad y autenticidad de la guerra a la mediocridad e hipocresía de la vida de la Francia burguesa-, y como los italianos Gentile, Malaparte y Mario Sironi. Pero la tentación comunista fue, como hemos visto, la gran tentación de los intelectuales de los años treinta. Ello hizo que legitimaran con su apoyo causas populares y progresivas, como la causa republicana en la guerra civil española de 1936-39 (tal como ejemplificaban las grandes novelas de Malraux, La esperanza, de 1936, y Hemingway, Por quién doblan las campanas, de 1939). Pero la politización comprometió también su independencia y aún acalló en ocasiones su conciencia crítica. El silencio de la izquierda ante el estalinismo -o su complicidad con él-, las críticas agresivas contra los pocos que se atrevieron a denunciar el régimen soviético y la política comunista -como les ocurrió a Gide al publicar en 1936 su Retorno de la URSS y a Orwell, en 1938 por su Homenaje a Cataluña fueron los ejemplos más clamorosos.
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Como en la mayoría de las escenas de la Sala Superior de la Scuola Grande di San Rocco, Tintoretto ha sabido captar con sus pinceles la intensidad dramática de la escena representada. Cristo se sitúa en la zona derecha de la composición, bajo un rústico techado, recibiendo la tentación de atractivo demonio que encontramos en la zona izquierda, irrumpiendo desde abajo y entregando dos panes al Salvador. La claridad del mensaje se acompaña de una acertada disposición cromática, especialmente en los matices rosáceos de las alas y el manto de la figura demoniaca.
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La pintura de Félicien Rops se "dirige al sentimiento y a la inteligencia más que a los sentidos". Sus obras nos ponen en contacto con un universo personal cargado de originalidad, destinado siempre a un público consciente de lo que busca. Su temprano interés por la pintura de Courbet y Millet le pone en contacto con el Realismo, pero en su obra madura encontramos una importante tendencia hacia el simbolismo, apareciendo en sus trabajos las pasiones menos controladas e incluso contradictorias, atisbándose elementos inspirados en el subconsciente que anticipan el surrealismo. El satanismo empieza a ocupar un papel en sus pinturas que antes había estado reservado al ritual santificado, convirtiéndose la lujuria en el principio sagrado que rige su pintura, como podemos apreciar en este gouache en el que Cristo crucificado es sustituido por una tentadora joven desnuda, mientras las cabezas de los angelitos se transforman en cráneos. La figura del santo rechaza las tentaciones que se le ofrecen, destacando su escorzada postura. La delicada línea y la seguridad a la hora de aplicar los colores son una clara muestra de la genialidad de este maestro de la provocación.
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Inocencio III gozaba de una excelente formación intelectual. Los primeros estudios en Roma fueron completados con los de teología en París y derecho canónico en Bolonia donde recibió lecciones de reputados maestros como Huguccio, Sicardo de Cremona y Juan de Faenza. De sus tiempos de cardenal es la redacción del "De contemptu mundi", una de las obras más populares de la espiritualidad europea a lo largo del Medievo: nunca de forma tan expresiva se había reprobado lo miserable de la condición humana. Como Pontífice, Inocencio III proclamó su autoridad absoluta en la Iglesia y la superioridad incuestionable de su poder. Suponía la realización del viejo programa de los gregorianos hasta sus últimas consecuencias: la "plenitudo potestatis". Desde el punto de vista estrictamente eclesiástico, el pasaje de San Mateo dedicado al primado petrino -sobre esta piedra edificaré mi iglesia- sirvió a Inocencio III para mostrar que la Iglesia de Pedro y sus sucesores era el fundamento de todas las demás. Otros textos evangélicos de menor calado servirían para remachar esta idea. En relación con los poderes temporales, Inocencio III desarrolló su pensamiento en textos como la "Deliberatio" de finales de 1199 o la decretal "Venerabilem" de 1202. Su ideal era el de una comunidad de pueblos cuyos príncipes habían de encargarse de promover la moral y la religión en armonía con un poder papal fuerte. De acuerdo con este principio, Inocencio III pensaba que emperadores y reyes coincidían, en cuestión de fines a perseguir, con el poder espiritual. Aquellos, sin embargo, tenían una dignidad menor ya que su actividad se limitaba a organizar materialmente a la sociedad para facilitarle el camino de la salvación. Tales consideraciones explican las distintas intervenciones de Inocencio III en el campo de política cuando a su juicio, las turbulencias del momento podían causar grave daño espiritual o ser motivo de pecado (ratione peccati). Cara a la máxima autoridad política, el Imperio, el Papa dio una nueva orientación a las posiciones doctrinales de años atrás. Como institución histórica y ocasional, el Imperio tenía una dependencia del Papa "principaliter", es decir, en su origen; pero también "finaliter", es decir, en función de los fines a perseguir. En lugar preferente estaba la defensa de la causa cristiana, compromiso que el soberano adquiría en el momento de su coronación en Roma por el Pontífice. El poder del emperador, como cualquier otro, procedía de Dios, pero era la Iglesia quien interpretaba la voluntad divina en el momento de la consagración imperial. Inocencio III reconocía la libertad de los príncipes alemanes para elegir su rey, pero reservaba para la Santa Sede un derecho de examen a fin de saber si el elegido era digno de ostentar luego la corona imperial. La firmeza que Inocencio III creía necesaria para ejercer la "auctoritas" pontificia se dejó sentir desde la toma de posesión de la cátedra de San Pedro. La Curia romana fue objeto de un severo proceso de saneamiento, la Cancillería fue reorganizada, el Colegio Cardenalicio fue reunido con regularidad y se castigó con energía todo tipo de corruptelas. Frente a los enemigos de la soberanía papal, Inocencio III no dudo en echar mano de un expediente hasta entonces usado de forma restringida: la Cruzada. No serían sólo los paganos del otro lado del Elba o los musulmanes de Oriente y Occidente -contra los que predicó sendas cruzadas- quienes conocieran la aplicación de estos expeditivos métodos. Serían también los "cismáticos" bizantinos (desviación de la Cuarta Cruzada) o los herejes del Mediodía de Francia. No hubo ningún rincón de la Cristiandad que no conociera las actividades diplomáticas de la Santa Sede o, agotados los recursos pacíficos, la fuerza de las armas en defensa de la ortodoxia.
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Con la charla y la oscuridad del interior a punto hemos estado, justo allí donde cambia casi todo (el techo, de bóvedas a envigado; las columnas, que se hacen tan variadas que parecen de saldo; los arcos...), de resbalar en una rampa que, casi de repente, ha hecho descender el pavimento, que ahora es de mármol. Fíjate que a la izquierda existe, justo donde el desnivel, una sucesión de muros que sustituyen a las columnas, y que son los restos de la fachada oriental de la aljama que fundó "El Emigrado", en la que tan de repente acabamos de entrar. Se han acabado también los arcos lobulados y los lucernarios, pues sólo nos iluminan faroles, y ahora distinguimos, un poco más adelante de donde estamos parados, una especie de gran cajón de madera, que al acercarnos demostrará ser un cancel, que protege la más solemne de las puertas, abierta sólo en los horarios de misas. Mi idea es que nos situemos ante él, como si acabáramos de entrar del patio, para ir avanzando por la nave que fue central, de las once de la primitiva aljama cordobesa y que siempre fue la principal, incluso cuando se amplió lateralmente y todavía ahora, como iglesia. Sabes que una de las cinco exigencias básicas de la religión musulmana, que apenas si tiene otro rito, es la oración colectiva, teñida siempre de connotaciones políticas, como demuestran los sucesos que en estos años convulsionan Argelia. En tiempos del profeta Mahoma se realizaba en cualquier parte, pero sobre todo en la musalla, cuyo uso fue preponderante hasta que, a imitación de las sinagogas e iglesias, los musulmanes crearon la mezquita, que, en origen, fue como si una porción de la musalla se hubiese trasladado al interior de la ciudad, para acabar siendo techada y enriquecida; en su Sala de Oración, o liwan, que puede tener cualquier forma, lo único seguro es que debe permitir a los asistentes saber hacia dónde está, al menos en teoría, La Meca, y a ello colaboran los elementos arquitectónicos, que no deben obstaculizar la visión, ni la audición, de quien dirige el rezo o del predicador, personajes que, con las autoridades, se sitúan hacia el centro del muro, llamado de la gibla, que se despliega en lo más cercano a la dirección exigida. Si la mezquita era muy extensa el predicador solía disponer de una especie de púlpito rodante, el "alminbar", para que se le oyese más lejos y mejor. El centro de la qibla está marcado por un nicho, llamado mihrab, completamente vacío, donde nada hay ni nada sucede, y en el que se ha querido ver el recuerdo atrofiado de los ábsides cristianos y de las exedras que, como lugar de honor, presidían las salas de recepciones en época romana tardía. Para honrar a las autoridades, y sobre todo para protegerlas, se construía ante el mihrab un recinto de celosías de madera, la maqsura, que solía poseer acceso independiente. Las mujeres rezaron desde lugares accesorios, como alguna saqifa situada en el patio, o en zonas apartadas de la Sala de Oración. El rezo será válido si el creyente está en estado de pureza ritual, para lo que existía un lugar, generalmente en el patio o en un costado, con letrinas y lavatorios; con el tiempo, y para mejorar este servicio, fueron construyendo en las inmediaciones de la mezquita algunos baños públicos, como el hamman de la calle Comedias. En el patio, o sahn, suele ubicarse una torre, llamada en castellano alminar, en cuya cima todos los días, en las horas prescritas, un clérigo llamaba a la oración a grito pelado. Ya puedes imaginar que el patio, cuando no era el momento de la oración, constituía una cómoda plaza pública que, en función de lo apretado del urbanismo musulmán, fue prácticamente la única. La importancia de una mezquita estaba determinada por la circunstancia de ser la principal de la ciudad, única donde el rezo del viernes era válido, y por ello tenía la consideración de aljama, acrecentada por la asistencia de los poderosos; como todo ello concurría en ésta de Abd al-Rahman, máxima autoridad de Al-Andalus, pronto alcanzó gran renombre y fue, ya para siempre, el emblema arquitectónico de la dinastía y la mayor de todas las mezquitas del occidente musulmán, valores que se acrecentaron con sus excelencias arquitectónicas. Me parece que ya es hora de describir, a la vista de lo que se alza ante nuestros ojos, lo que sabemos de aquella primera edificación, que tenía planta casi cuadrada, con 79,2 metros de este a oeste y 78,88 de norte a sur, repartidos éstos entre el sahn y el liwan, que estaba articulado en once naves perpendiculares a la qibla, a las que se entraba por otros tantos arcos abiertos en el muro de fachada del patio, a nuestra espalda; por tanto, no existieron, hasta que los cristianos tomaron Córdoba en el siglo XIII ni capillas ni cancel, ni siquiera esas celosías de madera que cierran los arcos más occidentales, proyectadas en 1986. Las naves estaban separadas, y afortunadamente están, salvo dos que fueron macizadas, allá a nuestra derecha, por diez muros de más de un metro de espesor, que cabalgan sobre arcos de medio punto, que a su vez montan sobre pilares rectangulares, y a través de unas inteligentes reducciones, toda la organización descansa finalmente en columnas; como tal estructura, de casi diez metros de alto, es potencialmente inestable, existen unos arcos de herradura entre los pilares que arriostran todo el conjunto y, al ser más delgados que los altos y carecer de relleno el espacio entre ellos, aligeran la composición visual y físicamente. Mediante este artefacto, del que no se conocen precedentes directos, pero que tal vez se inspirase en uno de los acueductos romanos de la ciudad de Mérida, se consiguió una superficie de uso sin obstáculos, diáfana en la dirección del rezo y limpiamente organizada, permitiendo además que las cabezas de los muros diesen apoyo a las maderas de la cubierta y al canal que iba, mitad por mitad, de la qibla al sahn, con tan óptimo resultado que aún hoy el agua llovediza sale a chorros por los mismos sitios que hace mil doscientos años. De todos modos, a pesar de su ingenio y chauvinismo, la teoría del acueducto no acaba de convencerme, pues el cambio de escala, el incremento de sección a medida que sube, la herradura de los arcos de entibo..., son datos que no se trasponen fácilmente del acueducto trajaneo, reformado en el siglo IV, que aún podemos contemplar en la capital de Extremadura, a estos arcos de la aljama de Córdoba del siglo VIII. Esta misma inquietud ha llevado a otros autores a buscar diversos orígenes; así, para algunos, esta estructura cordobesa derivaría de la aljama de Damasco, la tierra donde había nacido El Emigrado, Al-Dajik; tal idea, que explicaría bien la escala y las herraduras, olvidaría que la estructura de la mezquita mayor de la capital siria es de un modelo que, en los acueductos romanos, he llamado tipo Segovia, opuesto conceptualmente al tipo Mérida, y, lo que no es poco, que en el patio de Damasco, cuyas arquerías son las más parecidas a las de Córdoba, alternan dos columnas con un pilar, mientras, además, las arquerías de su sala corren paralelas a la qibla, al contrario que en Córdoba. La cosa es tan compleja, por la sutileza de la arquería cordobesa y la oscuridad y pobreza de la época y los siglos anteriores, que algunos, como cierto profesor Mills, de Minnesota, han supuesto que al arquitecto del emir, como éste se le moría, sólo le dio tiempo de adaptar para mezquita las naves de un almacén romano que por allí quedaba, milagrosamente conservado para la ocasión. Bueno, sigamos, pues para tonterías siempre hay tiempo, pero para ver este edificio tenemos poco. La solería carecía de todo interés en las mezquitas, pues como los orantes deben quedar tendidos durante alguna fase del rito, el suelo estaba siempre cubierto por esteras. Las basas, los fustes, los capiteles y los cimacios de las columnas se expoliaron de ruinas romanas y cristianas de época visigoda, lo que permitió ahorro de mano de obra, materiales y sobre todo tiempo, que buena falta le hacía al piadoso emir. No se te habrá escapado lo hermosos que son algunos de estos capiteles, el brillo de los fustes y su variedad de formas y colores, y lo torpe que son otras piezas, especialmente las cristianas, cuyas cruces están siempre machacadas. En los arcos alternan dovelas de piedra con otras de ladrillotes romanos a sardinel, según el gusto polícromo que heredaron aquellos andalusíes del ambiente tardorromano en que vivían; los muros, especialmente los de los paramentos perimetrales del conjunto, se hicieron a soga y tizón, según la misma tradición clásica, imperante aquí desde época fenicia. El material pétreo, como se verá en todo el exterior, es una caliza miocena de irregular calidad. De esta teoría general de soportes y arcos escapan los del patio, que se parecen mucho a los que vimos al principio, aunque estirados hacia el interior del edificio. El techo era muy sencillo y se parecía al que hoy vemos (es producto de la reconstrucción de los años cincuenta) y no a la muy decorada solución que llegó a tener en el siglo X; muy escasos fueron los detalles decorativos, pues de ellos sólo conocemos las almenas de gradas del exterior y los rizos de los modillones que permiten el incremento de sección sobre los cimacios de los capiteles.