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La iglesia de San Pedro le encargó a Bouts el Retablo del Santísimo Sacramento o de la Ultima Cena, que se considera como su obra maestra. En la tabla central se halla representado el momento más importante de la Eucaristía. El eje de gravedad se encuentra situado en la lámpara y bajo él Cristo bendice el pan. Su forma de pintar estuvo muy influida por el estilo anguloso, definido y escultórico de la pintura de Rogier van der Weyden, pero llegó a desarrollar un estilo muy personal, donde se observa el conocimiento de la perspectiva, característica clara del Renacimiento.
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Entre 1567 y 1568 El Greco decidió trasladarse a Venecia con el fin de convertirse en un artista occidental. En la Ciudad de los Canales existía una próspera colonia cretense - la isla dependía de la Serenísima República desde 1204 - que contaba con iglesia propia. Encontramos en esa colonia a algunos pintores dedicados a la elaboración de iconos para sus compatriotas, introduciendo ligeras novedades italianas pero manteniendo el bizantinismo en sus trabajos. Doménikos desea avanzar en su pintura por lo que se introduce en los talleres de los grandes maestros venecianos que trabajaban en aquellos momentos, Tiziano y Tintoretto, sin olvidar a Veronés o Bassano. Desconocemos datos que avalen esta formación en algún taller concreto pero se aprecia claramente en sus obras una sincera evolución respecto al periodo cretense - véase la Dormición de la Virgen -. En esta Última Cena se observa un acentuado interés hacia la perspectiva al ubicar la escena en un interior con varias puertas - que produce una limitación extrema del espacio, que indica su transición - o mostrar las baldosas del suelo. Las figuras se sitúan alrededor de una mesa cubierta por un mantel blanco, presidida por Cristo vestido con túnica roja iluminada por un potente foco de luz que absorbe el color, convirtiéndolo en blanco. Las actitudes de las figuras están resueltas con acierto, utilizando diferentes modelos y colores aunque todavía contemplamos un poso oriental en el conjunto. La pincelada rápida será una constante de Doménikos en toda su pintura, maestro del color y de la luz.
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El grupo de la Ultima Cena abre la comitiva del Viernes Santo murciano, siempre adornado de flores blancas y con la mesa atestada de todos los manjares imaginables. A uno y otro lado de ella se sientan los apóstoles (5 y 6), quedando el frente, que abre la marcha, vacío, y situándose en el frontal Cristo con San Juan dormido sobre su regazo. En realidad, la escena no permitía muchos alardes compositivos, pero los variados gestos de los apóstoles, sentados en taburetes para poder dejar libres sus ropajes, ayudan a dar la movilidad precisa.
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Con motivo de su nombramiento como Académico de Mérito pintó Gutiérrez de la Vega este lienzo, donde apreciamos su admiración por los pintores barrocos españoles, especialmente Murillo. El santo aparece arrodillado en el lado izquierdo de la composición, apreciándose tras él una figura que se recorta ante la puerta por la que entra un halo de luz. El personaje principal es el obispo, un poco inclinado hacia la figura del santo arrodillada. Detrás del obispo encontramos un grupo de personas, apareciendo en primer plano un hombre de rodillas con una vela en la mano. La iluminación de la escena penetra por el lado izquierdo e impacta en los personajes principales.
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Un fantástico museo que parecía un homenaje a Gregorio Fernández se alojó en el santuario de Aránzazu (Guipúzcoa); al fabuloso contrato hubo de precederle la entrega de varias joyas al escultor y al pintor Diego Valentín Díaz para hacer seis retablos y la sillería, ante la evidente imposibilidad de que el maestro pudiera con todo; dada su precaria salud y la acumulación de encargos, traspasó la sillería a favor de un vasco llamado Juan García de Verastegui. El modelo de composición, a tenor de las descripciones del contrato fue el mismo de San Miguel de Vitoria; estas obras desaparecieron durante la guerra carlista de 1834. Los franciscanos consiguieron transportar las obras con fatigas y dificultades a tan recóndito santuario. Esta obra la inició hacia 1627 y le ocupó hasta el final de sus días. Hizo el retablo mayor con una imagen gigante de San Francisco y varios retablos colaterales. Cuando llega la máxima popularidad de su arte, ya están menguadas sus fuerzas, lo que le obliga a admitir en sus proyectos a numerosos colaboradores, a los que él no ha enseñado a trabajar. A este período, el último, corresponden muchas obras, inacabadas unas, otras deficientes. Es el tiempo de saldar los compromisos adquiridos anteriormente: termina los retablos de Vitoria y de Plasencia y contrata otros nuevos, aunque ya menos ambiciosos. De esta última etapa recordamos los más destacados. El de Braojos de la Sierra (Madrid), que desde 1628 estaba pendiente y que no terminará hasta 1634. Este retablo es un buen ejemplo de lo que venimos diciendo, por la desigual calidad de las partes. El relieve central, el de la Asunción, es posible que sea lo único que personalmente esculpió. Ahora su estilo es aún más dramático, las personas se mueven con frenesí, los pliegues metálicos forman concavidades tan profundas que semejan oscuras cavernas, misteriosas oquedades; es la presencia de lo ausente. En 1634 comienza el retablo mayor de la Cartuja de Aniago (Valladolid), y ya lo inicia desde el contrato con su yerno Juan Francisco de Iribarne, una obra que la sorpresa de la muerte les impedirá ver. Es indudable que los carmelitas, por distintas vías, fueron quienes obtuvieron más obras del escultor; en Ávila, en 1629, el conde duque de Olivares había favorecido con dádivas la construcción de un convento de Santa Teresa sobre el solar de su casa natal. Aquí se encuentra el Cristo Flagelado ante Santa Teresa, dos imágenes exentas que forman una escena; y el retablo mayor (1635) se compone en esencia de un solo relieve que asciende hasta la bóveda, con el tema de una visión descrita por la santa: San José y la Virgen se le presentan para colocarle un hábito blanco y un collar de oro, una corte celestial oficia en la ceremonia, como hizo ya en el retablo de Plasencia. Son dos obras bien desiguales en calidad, mientras que la primera es una de sus mejores creaciones, la segunda parece una obra tallada por alguno de sus muchos colaboradores. San José en la Edad Media es un personaje casi ausente, al que se representa durante los grandes sucesos como el Nacimiento, dormido o dedicado a recoger leña en el campo. Ahora en el Barroco, San José es el Padre por excelencia, incluso es él quien sostiene al Niño en brazos. En España, Santa Teresa promovió mucho la devoción en la escena del retablo de Ávila: la santa forma triángulo con el Padre y la Madre, una trasposición del gran tema de la Familia (recordemos que la santa recibió un clavo de Cristo como signo de su desposorio). Gregorio Fernández representa otro tipo de Sagrada Familia, la compuesta por Santa Ana, San Joaquín y la Virgen. Se encuentra en Lima (1628) y es un grupo inspirado en otra Sagrada Familia, de 1620, hecha para la iglesia de San Lorenzo de Valladolid y que se utilizó en la escultura castellana como el arquetipo del que parten los restantes ejemplares. En su última etapa, desde 1631, el barroquismo de su estilo adquiere tintes inauditos; las composiciones llegan a ser tan teatrales como las de los más audaces pintores contemporáneos; cada vez son menores los límites de la escultura. Si Fernández planteó un duelo espiritual del ejercicio de la profesión, si la aspiración a la labor perfecta y la exigencia de honestidad para cumplir con sus compromisos habían acuciado sus problemas, ahora el dramatismo de sus imágenes es también mayor, tal como vemos en el citado Cristo atado a la columna de Santa Teresa de Ávila: no sólo la talla, sino también la policromía es toda magulladuras, regueros de sangre, hasta gotas de agua corren por la herida del pecho. Continuó haciendo Yacentes el escultor hasta sus días finales y la serie de esta etapa (1631-1636) consta de dos modalidades: uno, con almohada y unido el cuerpo al sudario, es un altorrelieve como son los de las catedrales de Segovia y Zamora y otro, un cuerpo exento; esta variante es la del convento de franciscanas de Monforte de Lemos y el de la parroquia de San Miguel de Valladolid. Este último es un desnudo con sexo, que después cubrirían con una suave tela, y la perfecta talla del torso así como la policromía revelan que esta imagen estaba destinada a la escenificación del ritual del entierro. De los varios Crucifijos que hizo, en el de San Marcelo de León (1631) las disposiciones piden que los dientes sean de marfil y las uñas naturales, y es que la estética del verismo se agudiza hasta añadir a la escultura toda suerte de postizos. El exacerbado naturalismo alcanzado por este escultor le lleva a representar un Cristo de extrema delgadez, hundido en el dolor; no basta el sufrimiento de estar suspendido por tres clavos, hasta las espinas de la corona han penetrado por un párpado. Ni el paño de pureza alivia esta piel atormentada; es una tela rígida que vuela hacia lo alto, queriendo desprenderse por efecto del viento. El precedente de este tipo de Crucifixiones, las realizadas entre 1631 y 1636, está en el ático del retablo de Plasencia. De este tipo conservamos muchos, entre los que destaca el del monasterio de Santa Clara de Carrión de los Condes (Palencia), donde vivía la eminente sor María Luisa de la Ascensión, consejera de Felipe III y del duque de Lerma, quienes la visitaban en el convento; también lo hizo el príncipe de Gales en 1623. Esta obra de Carrión es muy semejante al Cristo de la Luz, una escultura muy representativa de los difíciles años de esta etapa. Muy interesante y de estos años es el San Miguel de Alfaro (Rioja), una obra ya citada; como si el anciano escultor retrocediera al tiempo de su juventud, vuelve a la belleza manierista, estilizada y elegante; el único acento barroco lo pone en el característico juego de las telas.
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Tras la obra cumbre que suponen las esculturas de Veyes, verdadera prueba de la profunda asimilación de la plástica griega en Etruria, se aprecia en el campo del arte un relevo de generaciones. Entre el 500 y el 490 a. C. desaparecen todos los maestros jónicos y sus inmediatos discípulos. Hacía ya tiempo que la propia Jonia, cada vez más agobiada por sus nuevos señores persas, perdía comercio y mercados. Atenas era ya la indiscutible capital artística de la Hélade, y era lógico que su estilo, difundido hasta la saciedad en estatuillas y vasos, tomase el relevo en Etruria. Tan importante era la expansión comercial de Atenas, que en los últimos años del siglo VI habían desaparecido casi los talleres de cerámica pintada etrusca; sólo algunas vasijas de figuras negras, muy toscas, se siguieron fabricando hasta el 480 a. C., y la técnica de figuras rojas, que empezó a imitarse a principios del siglo V, mantuvo su producción a niveles anecdóticos durante décadas. Se puede decir que todos los etruscos que celebraban banquetes bebían en cerámica ateniense, pues incluso la producción de bucchero sufrió una profunda crisis. El estilo ático del arcaísmo final domina por tanto la plástica tirrena entre el 500 y el 470 a. C.; y ello supone la inmediata irrupción de motivos estilísticos como la simplificación de los paños, la desaparición de la sonrisa arcaica o los análisis anatómicos muy marcados. Estos nuevos planteamientos llegan, sin embargo, a un mundo etrusco que vive los primeros síntomas de su crisis. Roma se acaba de independizar y, aunque aún encarga obras a sus vecinos septentrionales -quizá es el caso de la Loba Capitolina-, ya se presenta como posible competidora y enemiga. En Etruria misma, el tradicional predominio de las ciudades del sur, dirigidas por sus reyes o tiranos, se ve puesto en duda por la eficacia militar de Porsenna, el rey de Chiusi, artífice de la colonización en el valle del Po y, por tanto, probable creador de Marzabotto y otras ciudades. Es posible, en fin, que se multiplicase por entonces la agitación política, porque, igual que en Roma, los regímenes monárquicos dejaron paso a las aristocracias en varias ciudades. En estas condiciones, no puede extrañar una apreciable contracción artística, aunque apreciable más bien en el aspecto cualitativo. Sólo Chiusi, al amparo de su renacido poder, vive un momento de esplendor, como muestra su profuso mobiliario fúnebre. La ciudad de Porsenna no es ya el burgo retrógrado de cincuenta años atrás: sus cipos y bases se recubren de claros y descriptivos bajorrelieves, a veces muy complejos en su composición y diseño, donde vuelven a presentársenos las ya conocidas escenas de los funerales, tan llenas de vida y creativas como en las pinturas de Tarquinia. Las esculturas de bulto redondo, por el contrario, pierden originalidad creadora en toda Etruria. Se aceptan los modelos áticos sin más, simplificando sus formas y convirtiendo en meros rasgos de estilo los meditados frutos de análisis realistas. Sirvan como ejemplo de esta actitud los Bronces de Monteguragazza, con su congelada musculatura. Más atractivas, por lo menos por su complejidad bien solucionada, son ciertas decoraciones de templos en terracota, como el acroterion de Sassi Caduti, en Faleries (h. 480 a. C.) o el frente de columen del Templo A de Pyrgi (h. 470 a. C.): en sus figuras de guerreros, con posturas forzadas y restos de vivos colores, vemos un reflejo bien captado de obras como los frontones de Egina o las metopas del Tesoro de los Atenienses en Delfos. La pintura mural de la época sigue, como es lógico, los mismos derroteros. Como era de esperar, surge una nueva escuela en la triunfante Chiusi (Tumba del Mono, h. 475 a. C.), pero lo cierto es que Tarquinia conserva su preeminencia. Los pintores de esta ciudad, en efecto, mantienen su calidad sobresaliente y obras como la Tumba de las Bigas (también llamada Tumba Stackelberg) aún son capaces de seducimos por la animación de sus ejercicios físicos y el realismo que respiran los espectadores en las gradas. Pero, como no podía ser menos, también se aprecia un cierto cansancio: es sintomático que tres de las más conocidas tumbas de Tarquinia en esta época, la del Triclinio, la de los Leopardos y la de los Vasos Pintados, elaboren una fórmula fija -banquete en el muro del fondo, bailes en los laterales- destinada a ser repetida en las décadas siguientes. Tal pérdida de originalidad, tal temor a lo nuevo, son signos sin duda preocupantes, y de ellos sólo pueden consolarnos, momentáneamente, los felices danzarines de la Tumba del Triclinio. Sus posturas armónicas o, por el contrario, contorsionadas y orgiásticas, constituyen un dignísimo y brillante adiós a la edad de oro de la cultura etrusca.
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Estos reveses lograron, finalmente, que Berlín permitiera los repliegues de los salientes de Demiansk y Gjatzk, que se efectuaron durante el mes de marzo con perfecto orden... Pero Hitler ya no pensaba en esos salientes, sino en otro situado más al sur: en el de Kursk. El 15 de abril de 1943 firmaba Adolf Hitler su orden de operaciones número 16: se trataba de poner en marcha el 3 de mayo la Operación Citadelle, maniobra de tenaza sobre el saliente de Kursk, ocupado a la sazón por casi un millón de soldados soviéticos. Este saliente, de unos 200 kilómetros de ancho por 150 de profundidad, se había producido como consecuencia de la ofensiva soviética de noviembre de 1942 y de los contraataques de Manstein en marzo. Hitler pensaba en Kursk como en una inmensa golosina: terreno apropiado para el juego de sus carros, para montar una tremenda pinza que aniquilase de un golpe a 9 ó 10 ejércitos soviéticos. Berlín recobraría la iniciativa en el Este y Moscú volvería a estar a su alcance. No eran tan optimistas sus generales. Guderian, Inspector General de las fuerzas acorazadas alemanas, se opuso, alegando que el golpe, en el mejor de los supuestos, también agotaría mucho a las propias fuerzas y no podrían reponerse rápidamente las pérdidas. Por otro lado, las unidades acorazadas se precisarían pronto en el oeste, pues la derrota de Túnez -ya bien evidente para entonces- presagiaba el desembarco aliado en el continente europeo. Finalmente Guderian explicaba que el nuevo y poderoso Panther, el carro del que tanto esperaba la Wehrmacht, tenia todavía las múltiples enfermedades infantiles de los materiales nuevos y que no había ninguna probabilidad de superar estos defectos antes el comienzo de la ofensiva. También se opuso von Manstein. Compartía parte de los puntos de vista de Guderian y tenía un plan alternativo mucho más astuto; era preferible disponer una fuerte línea defensiva en el Dniéper y retirarse lentamente hacia ella cuando se produjera la previsible ofensiva soviética, sembrando el camino de trampas, obstáculos y emboscadas. Cuando la ofensiva soviética hubiera llegado a su apogeo, cuando sus ejércitos estuvieran dispersos, un tanto desordenados, cansados y gastados, una poderosa reserva que tendría de dos a tres meses para organizarse caería sobre los ejércitos rojos, los cortaría entre el Dniéper y el Don y los coparía contra el mar de Azov .... Tampoco amaban Citadelle el general Model, que debía formar la pinza izquierda de la tenaza con su 9.° Ejército, ni von Mellentin, jefe del Estado Mayor del 48 cuerpo de ejército panzer. Hitler, en vez de reconsiderar Citadelle y adoptar alguna de las posibilidades que se le ofrecían, hizo lo peor que podía ocurrírsele: confirmar el plan y posponerlo en espera de disponer de mayores medios de combate. En definitivas cuentas, su única oportunidad -la sorpresa- quedaba eliminada. Stalin y sus generales dispusieron del tiempo necesario para preparar el campo de batalla y el adecuado recibimiento a los alemanes. Efectivamente, Moscú pudo detectar pronto los preparativos enemigos frente a sus líneas, y, además, su espía Rossler tuvo en sus manos una copia de la orden de operaciones número 16 pocos días después de que Hitler la emitiera. Increíblemente, las informaciones de Rössler fueron tan precisas que, por ejemplo, en julio comunicaba a Moscú los efectivos alemanes (aliados incluidos, salvo Finlandia) en el frente del Este: 210 divisiones; el diario del Estado Mayor de la Wehrmacht del 7 de julio enumera 210 divisiones y 5 regimientos. ¡El espía comunista se equivocaba apenas en un uno por ciento!