Insistiendo en valorar los puros volúmenes arquitectónicos y sus combinaciones, de algún modo, los edificios de C. Floris (Ayuntamiento y palacio de la Hansa, en Amberes), habían supuesto una superación en este sentido. Lo mismo podría decirse de una construcción como el Fielato de Haarlem (1598), atribuido al citado Lieven de Key, donde el purismo y el reduccionismo devuelven la racionalidad clasicista al edificio, por otro lado, muy sencillo y funcional. Pero esta superación tendrá lugar, sobre todo, en las primeras propuestas de una arquitectura eclesiástica dentro de la religión reformada, formuladas por Hendrik de Keyser en Amsterdam (Zuiderkerk, Westerkerk y Norderkerk) ya de las dos primeras décadas del seiscientos. En estos edificios se proponen una nueva tipología decorativa y -lo que es más importante- espacial, ajena al sentido del mundo católico con lo que, como señala Tafuri, la arquitectura de la Reforma comienza a consolidarse en su tradición independiente. Estas iglesias holandesas se basan en una fragmentación espacial y decorativa de carácter esencialmente antisimbólico, ajenas totalmente al espacio unitario y persuasivo de la iglesia jesuítica de San Miguel de Munich. Al intelectualismo clasicista los Países Bajos habían opuesto el irrealismo y las contaminaciones del Rollwerk. A la persuasión de la arquitectura de la Contrarreforma, oponen ahora una total disponibilidad del espacio para que el fiel, ajeno a toda emoción, pueda ejercer un libre acto de conciencia, en unos abstractizados espacios geométricos, como también apunta Tafuri, totalmente antisimbólicos, irreales en su absoluto vacío de la forma.
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Ligeramente distinto es el caso de Sicilia, vinculada desde antiguo al Oriente cristiano. Tras la conquista normanda de 1091, sus reyes favorecieron todas las artes, tratando de obtener de cada una lo mejor: su Capilla Palatina estaba construida de acuerdo con las reglas de la arquitectura latina; sus muros estaban tapizados de mosaicos bizantinos y su nave cubierta con una techumbre de estalactitas, con pinturas árabes. No hacían sino adaptarse a las costumbres de su país que había conocido las tres culturas; en cuanto a la parte bizantina, el interés se fundamentó, además, en razones de prestigio: los mosaicos y su arte, la indumentaria o las ceremonias de la corte de Palermo, estuvieron inspirados en modelos constantinopolitanos para responder al deseo de los reyes normandos de Sicilia de equipararse a sus rivales bizantinos. No es de extrañar, pues, que Roger II figurase en monedas y sellos a la manera del emperador de Bizancio. Este propósito le debió guiar a la hora de dirigirse al basileus, durante las negociaciones para conseguir una princesa como esposa de su hijo, y pedirle que le tratase como un igual, demanda que el emperador Manuel no pudo menos que estimar improcedente. Los mosaicos de la catedral de Cefalú -1148/ 1170- hubieron de ser fijados sobre un edificio de planta basilical sin cúpula, por lo que fue necesario colocar la imagen del Pantocrátor en el ábside, mientras la Virgen, acompañada de cuatro arcángeles, ocupaba el cuerpo inferior y más abajo todavía los doce Apóstoles. Si se observa el conjunto, se aprecia la incapacidad del artista a la hora de adecuar los grupos de imágenes al nuevo marco arquitectónico; pero consideradas una a una, son creaciones excelentes de la época de los Comnenos, hechas por artistas procedentes de la capital que trajeron consigo sus cuadernos. Así ocurre en la enorme representación de Cristo, captado con una limpieza de dibujo que tiende al grafismo sin comprometer la unidad plástica de la visión. La ejecución es bella y su rostro está lleno de majestad, pero, sin embargo, carece de la espiritualidad y la fuerza de Dafni. Es un estilo menos clásico, que sería seguido de cerca por mosaístas que trabajaron unos cuarenta años más tarde en Monreale. La Capilla Palatina de la residencia real de Palermo, obra también de Roger II, fundada en 1132 y consagrada en 1142, admirable mezcla de elementos heterogéneos, resultó ser una basílica con cúpula, apareciendo el Pantocrátor en la cúpula y en el ábside y debajo del ábside, donde ahora hay una Theotokos del siglo XVIII, colocaron una ventana, por lo que de nuevo los mosaístas tuvieron que alterar sus esquemas, además de introducir algunos temas a instancias del rey. Las distintas etapas por las que atravesó la decoración del recinto, que se alargó hasta los años setenta, la intervención de maestros locales -con seguridad en los mosaicos de la nave- y las drásticas restauraciones sufridas, impiden establecer con precisión si la calidad del trabajo aquí realizado puede equipararse al de Cefalú. Los mejores de todos ellos corresponden a la cúpula y sus apoyos y son obra de un taller griego: la técnica es excelente, las gradaciones de tono y color son delicadas, los ropajes fluidos y las figuras elegantes; la famosa representación de San Juan Crisóstomo sirve para mostrar la refinada naturaleza de este trabajo: un asceta que el mosaísta bizantino ha representado en esta visión casi inmaterial del que fue gran teólogo y orador del siglo V. Se trata de una imagen muy diferente del retrato del santo del siglo IX que se conserva en Santa Sofía y que refleja muy bien la evolución que ha sufrido la pintura bizantina durante este tiempo. Sólo la pequeña iglesia de la Martorana, consagrada en 1143 por el almirante Jorge de Antioquía a la Theotokos, produce la impresión de ser un santuario bizantino. Se ha intentado seguir la planta de iglesia centralizada con cúpula, aunque las proporciones son poco elegantes y columnas y capiteles son despojos de distintos tamaños, algunos arcos son apuntados y la bella torre es de diseño francés. La decoración fue hecha a instancia de un oficial de la corte, no del monarca, y el carácter del mecenas parece reflejarse en los mosaicos, pues están dotados de una intimidad y una sencillez ausente en otros monumentos de la isla. Así ocurre en la Presentación en el Templo que participa también de un sentimiento más humano, común a buena parte de las obras del siglo XII. En la Natividad y en la Dormición, el drama es evocado con una ternura y una dignidad que alcanzará su expresión más cumplida en la segunda mitad de la centuria. La concepción jerárquica del siglo X está, sin embargo, muy acentuada en dos paneles del nártex y que aluden, respectivamente, a la Coronación de Roger II y a La Dedicación de la Iglesia a la Virgen por Jorge de Antioquía. La Coronación sigue muy de cerca la iconografía al uso y que se formaliza, por ejemplo, en el marfil de Romanos; la figura del rey es casi tan grande como la de Cristo y a través de la Coronación asume el papel de vicerregente en la tierra. Pero en la escena de la Dedicación, el Gran Almirante aparece como un ser insignificante ante la figura divina de la Virgen. El artista quiso poner el acento, por un lado, en la importancia del monarca y, por otro, en la inmensidad del vacío que separaba la forma divina de la Virgen de la forma humana del Almirante, el mundo espiritual del material. La dicotomía manifiesta entre la arquitectura preferentemente occidental y la decoración de esencia bizantina, lleva a pensar que los grandes señores sículo-normandos se guiaban por criterios de orden práctico. Siguieron construyendo sus fortalezas e iglesias de este modo porque pensaban -probablemente con razón- que aquéllas serían más fuertes y éstas más monumentales, espaciosas y mejor adaptadas a la liturgia occidental que sus equivalentes bizantinas, mientras que importaban de Constantinopla aquello en lo que consideraban eran superiores: esmaltes, puertas de bronce, mosaístas. La defensa de estos planteamientos haría de la catedral de Monreale, ideada por Guillermo II como mausoleo y con el propósito de emular a Roger II, el conjunto más atípicamente bizantino de toda Sicilia. No sólo su tamaño -de eje longitudinal, con 102 metros de largo y 40 de ancho- es lo que sorprende (Beckwith). En una iglesia bizantina había una perfecta armonía de los paneles de mármol que cubrían los muros y los mosaicos que ocupaban las bóvedas. En Monreale, los paneles de mármol sólo alcanzan el nivel de las ventanas más bajas. En una iglesia bizantina, la decoración pone el acento en la función litúrgica y las principales fiestas de la Iglesia; no podía ocurrir como aquí, donde se han incorporado asuntos como la historia de San Pedro y San Pablo al objeto de desarrollar una tarea expresamente didáctica y con un tratamiento claramente narrativo. Los mosaicos -hacia 1190- constituyen lo más relevante de la catedral. Después de Santa Sofía de Constantinopla, es el conjunto decorativo más grande que nos ha llegado. Se extiende sobre 6.430 metros cuadrados y sobrepasa en unos 2.000 a los de San Marcos de Venecia. Su estilo expresivo, menos elegante y bello que en los otros trabajos sicilianos -en algún caso se repiten escenas de la Capilla Palatina-, es coincidente con el de lugares tan apartados como San Jorge de Staraya Ladoga -1180- en el Norte de Rusia o Lagondera en Chipre -1192- y tiene su origen en Nerezi.
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Transcurrió sin novedades la fecha límite dada a Benedicto XIII. En mayo se reunió en París una asamblea del clero francés, con representaciones castellana y navarra, para analizar la sustracción de obediencia a Benedicto XIII. No se puso en tela de juicio su legitimidad; se argumentó que era un Papa nocivo para la Iglesia por su malévola prolongación del Cisma. Se le acusó especialmente de imponer tasas abusivas y de usar en exceso de la colación de beneficios; esa era la verdad: no interesaba tanto la sustracción de obediencia como aprovechar la ocasión para restablecer las libertades de la Iglesia de Francia y quebrantar el nocivo poder del Pontificado. Era un ataque a la construcción de la Monarquía pontificia realizada por todos los Papas del periodo aviñonés. Los defensores del Pontífice, muchos, a pesar del ambiente enrarecido de la discusión, no tuvieron dificultades para demostrar que un Papa legítimo, y nadie dudaba que Benedicto XIII lo era, no podía ser desobedecido, ni aun por el bien de la Iglesia, que las tasas y colaciones eran plenamente legitimas y, en fin, que la pretendida reforma no era más que un revuelta contra la autoridad del Pontificado. Si el desarrollo de las sesiones fue anómalo, las votaciones fueron un modelo de irregularidad: los clérigos votaron individualmente, haciendo público ante los príncipes el contenido de su voto, que permanecía secreto para el resto de los asambleístas. A pesar de tales presiones fue preciso manipular el sentido exacto de algunos votos, incluir otros irregulares y otros incluso varios días posteriores al cierre del escrutinio, para poder anunciar que de 300 votos, 247 habían sido favorables a la sustracción. Se falseaba una votación que, en realidad, ponía de relieve que una parte muy notable de la asamblea se había opuesto a la sustracción. Sólo 123 votos se pronunciaron por la sustracción inmediata. Francia hizo publica la sustracción el 27 de julio de 1398, sin hacer siquiera referencia a una posible restitución, como se había acordado expresamente, si Benedicto XIII aceptaba finalmente la cesión. Seis meses después, el 13 de diciembre de 1398, el clero castellano, reunido en Alcalá de Henares, hacía pública la sustracción de obediencia, y un mes después, el 14 de enero de 1399, lo hacía Navarra, aunque careció de efectos. Sólo seis cardenales permanecieron en la obediencia de Benedicto XIII que, a finales de septiembre de 1398, quedaba cercado en su palacio aviñonés, contra el que, en las semanas siguientes, se realizaron diversas tentativas de asalto. A finales de noviembre se acordó un armisticio que permitió una gran actividad diplomática durante los meses siguientes. Benedicto XIII resistió toda clase de presiones que sobre él se hicieron para forzarle a aceptar la cesión: expuso sus sólidos argumentos y negoció incansablemente en una lucha contra el tiempo, seguro de que su paso le favorecía. No se equivocaba en el cálculo. A la repugnancia que la sustracción de obediencia causaba en muchas conciencias había que sumar el desengaño de quienes habían pensado que la nueva situación conocería un alivio de la fiscalidad pontificia; en realidad, las exigencias de las autoridades laicas dejaban pálidas las de los colectores apostólicos. El bajo clero era tiranizado por los prelados, carentes de control; el Colegio cardenalicio, dirigido por los más ambiciosos de sus miembros, era una corte de intrigantes. Las potencias urbanistas no manifestaron ningún deseo de sustraer obediencia a Bonifacio IX; quienes lo hicieron, Ricardo II y Venceslao, se vieron enfrentados a duras resistencias por parte de sus súbditos. En septiembre de 1399 era destronado Ricardo II, y su sucesor, Enrique IV, abandonaba tanto el pacifismo de su predecesor respecto a Francia, como su política en favor de la sustracción, manifestándose ostentosamente partidario de Bonifacio IX. Algo similar ocurrió en Alemania: el 20 de agosto de 1400 era destituido Venceslao y sustituido por Roberto de Baviera que hará bandera de su fidelidad al Pontificado romano. Esta es la situación que justifica la inquebrantable confianza de Benedicto XIII en sí mismo, en la justicia de su postura y en el triunfo final de sus postulados; en ese contexto deben ser entendidas sus maniobras diplomáticas y sus reiteradas acciones dilatorias. Desde marzo de 1400 existían contactos entre Aragón y Castilla en orden a una posible restitución de obediencia y tanto en este Reino como en Francia crece paulatinamente el descontento del clero y el número de los que reclaman la restitución. Los rumores de una restitución se hacen intensos a finales de 1401; no se hacen realidad, pero durante todo el año siguiente numerosas personas e instituciones la reclaman y tanto la Monarquía castellana como la francesa daban muestras públicas de una pronta restitución de obediencia. Todo parecía, en efecto, decidido; sin embargo, el esperado acontecimiento no terminaba de hacerse efectivo. El desenlace se precipita bruscamente cuando, en la noche del 11 al 12 de marzo de 1403, con el apoyo de agentes aragoneses, castellanos y del duque de Orleans, Benedicto XIII huía de Aviñón; el lento proceso hacia la restitución de obediencia se precipitaba ahora: primero los cardenales y los aviñoneses, sin condiciones; en abril anunciaba Castilla su restitución, aunque desde hacia tres años, en la práctica, había vuelto a la obediencia benedictista; un mes después lo hacía Francia. Benedicto XIII no contraía en ningún caso compromisos concretos; buscaría la unión con empeño, pero sin coacción en el tiempo o en el medio a seguir. Todo volvía al punto en que se hallaba en el momento de la sustracción. Se debían plantear nuevas soluciones.
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El trabajo de la madera nos ha dejado pocas muestras debido a la facilidad de su destrucción. Sin embargo, debió ser un arte ampliamente extendido. Las puertas de Santa María del Capitolio o el crucifijo de san Jorge (Colonia, Schnütgen-Museum) son dos muestras de un arte que responde a una vieja tradición, aunque sus formas representen ya rasgos románicos. Se ha indicado repetidas veces que el acusado volumen de las figuras de las puertas se debe a su dependencia de las broncíneas de Hildesheim. Sin embargo, los trabajos de madera debieron tener su propia tradición. Ya que la imaginería otoniana ocupaba un puesto de vanguardia en la concreción de los principales prototipos de las imágenes de culto, las figuras de la Virgen o de Cristo responden a la propia tradición germánica, en la que obras como el crucificado de San Jorge, 1061-1070, o la cabeza del Cristo de Tongeren, hacia 1070, son los eslabones que aseguran la continuidad sin interrupción de la escultura imaginera otoniana a la románica.
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Un arte suntuario alcanza también su apogeo entonces, que seguirá manteniendo con el proteccionismo regio en muchos lugares hasta el siglo XIX: la tapicería. Se conocía antes, evidentemente. Mueve mucho dinero y exige a artistas, proveedores de modelos y marchantes que se dediquen a su venta. Se emplean para compartimentar cámaras muy grandes, para ornar interiores, para conservar el calor precario en época de frío, pero se guardan en lugar seguro y se exhiben y despliegan en ocasiones solemnes. Es posible que todo se represente en ellos. El entusiasmo por la alegoría se despliega con eficacia y mayor normalidad que en otro soporte. Generalmente, es un pintor o miniaturista el que da los modelos a los tapiceros.Numerosos talleres están abiertos a fines de la Edad Media. Los de París existen en el último tercio del siglo XIV. Nicolás Bataille es fabricante y vendedor entonces, así como proveedor de la casa real. Pero es Luis de Anjou quien le encarga una obra maestra: el ciclo del Apocalipsis de Angers, con siete tapices cada uno de ¡24 metros de longitud!. Jean Bondol, conocido miniaturista al servicio del rey, proporciona los modelos. Arras se convierte en centro productor desplazando a otros. Un tema tiene asegurado el éxito en palacios y residencias de notables: los grandes paladines de la antigüedad o del mundo artúrico, espejo en el que se miran todos (Museo Metropolitan). A Arras se viene a añadir Tournai, en el siglo XV, mientras decae París. La inmensa afición que se tuvo en los reinos peninsulares hispanos llevó a coleccionar enormes conjuntos, pero no a abrir una fábrica productora competitiva con las citadas. Así, en la Seo de Zaragoza se conserva una magnífica Pasión procedente quizás de Arras de la primera mitad del siglo XV. La Justicia de Trajano, pintada por Weyden para el Ayuntamiento de Bruselas se pasa a tapiz en Tournai hacia 1460 (Museo Histórico de Berna).Todos los temas son buenos. Se hacen ciclos y alguna vez se tejen varias colecciones de algunos. La propia Seo de Zaragoza y la catedral de Palencia conservan tapices muy semejantes sobre la misma temática. Poco a poco asciende la importancia de Bruselas como centro que será indiscutible hacia 1500. Durante unos años posteriores a esta fecha seguirán haciéndose tapices sobre modelos preferentemente tardogóticos. Es el tiempo de dominio castellano allí, a raíz de la boda de Juana, la hija de los Reyes Católicos, con Felipe el Hermoso. Llegarán entonces docenas y docenas de tapices procedentes de aquellos talleres que aún se guardan en el Palacio Real y en catedrales.
obra
Turner expuso en la muestra de la Royal Academy de Londres del año 1843 una pareja de lienzos: Sombra y oscuridad y Luz y color. Ambos cuadros están inspirados en la "Teoría de los colores" obra de Goethe que había sido traducida al inglés en aquellos años. En este trabajo se clasifican los colores en positivos -rojo, amarillo y verde- y negativos -azules y púrpuras oscuros-. Esta obra que contemplamos sería una primera versión de Sombra y oscuridad, posiblemente descartada porque los colores no eran suficientemente negativos para contrastar con las tonalidades de su compañero. En primer plano podemos contemplar una tienda con algunos objetos que está a punto de ser devorada por la gran ola que se está produciendo en la zona derecha de la composición, recurriendo el maestro londinense a una de sus principales aficiones: los fenómenos naturales. Una bandada de pájaros huye ante la lluvia amenazante, creando el efecto de torbellino también habitual en sus obras, resaltado con los colores amarillos del cielo, cu color favorito. Las pinceladas son cada vez más rápidas y empastadas, acercándose casi a la abstracción, teniendo que colocar en sus últimos trabajos un clavo en la parte superior de los cuadros que enviaba a las exposiciones para que no los pusieran al revés.
obra
La admiración por los caballos le viene a Toulouse-Lautrec desde su infancia a pesar de las caídas sufridas que provocarían las fracturas en ambas piernas. Su primer maestro René Princeteau le inculcó el gusto hacia la pintura de caballos, como se aprecia en el Maestro de caza, El jockey, El conde de Toulouse o esta imagen que contemplamos donde recuerda a Una carretada o el Conde de Toulouse conduciendo un coche de caballos. La novedad la encontramos en la mayor soltura de la pincelada de estos trabajos finales, adueñándose las manchas de la composición. Los tonos marrones, verdes y negros utilizados son característicos de estos momentos, contrastando con el vivo colorido de sus obras clásicas como El Salón de la rue des Moulins o Marcelle Lender bailando. Las figuras se recortan sobre el fondo de la misma manera que hacía Henri en sus carteles, La troupe de Mlle. Eglatine por ejemplo.