Las transformaciones demográficas y económicas marcan los límites de los cambios en la estructura social de España durante las primeras décadas de la Restauración. En conjunto, la sociedad española siguió siendo una sociedad extremadamente desigual y predominantemente rural, con un gran peso de los valores y jerarquías tradicionales. No obstante, en determinadas regiones, los efectivos urbanos -tanto burgueses como obreros- experimentaron considerables aumentos y, con ellos, la afirmación de nuevas mentalidades. La propiedad de la tierra, sobre todo, y la titularidad de las grandes empresas industriales, financieras y comerciales fueron la base económica de este grupo, en el que también cabe incluir a las capas más altas de la Administración y de las profesiones liberales. Un grupo estrechamente relacionado, con una notable endogamia matrimonial. Nada fundamental cambió en la estructura de la propiedad: sólo una parte marginal de la desamortización se consumó en este período, en el que el Estado ingresó unos 1.000 millones de reales, de los 11.300 que obtuvo por toda la operación entre 1836 y 1900. La élite agraria -aristocrática y burguesa, que mayoritariamente vivía de las rentas, lejos de sus propiedades- estaba ya completamente formada. Los latifundios, predominantes en la mitad sur de la Península, contrastaban con la proliferación de pequeñas propiedades en Galicia, León, Burgos y la cornisa cantábrica. Resulta difícil cuantificar el pequeño grupo que poseía la mayor parte de la riqueza del país. Dos indicadores fiscales -la contribución rústica y las cédulas personales- nos proporcionan algunas pistas. Según la distribución de la riqueza rústica de 1830, estudiada por Pascual Carrión en una obra clásica -distribución similar, sin duda, a la de principio de siglo-, el 0,9 por 100 de los propietarios (17.349), que pagaban cuotas superiores a 5.000 pts, ingresaba el 42 por 100 del líquido imponible; el 4 por 100 de los propietarios (73.092), que pagaba de 1.000 a 5.000 pts, contribuía con el 25,2 por 100; mientras que el resto de la contribución, un 32,6 por 100 era aportado por el 94,4 por 100 de los propietarios (1.699.585). Tenemos así que el 4,9 por 100 de los propietarios, 90.441, pagaban el 67,2 por 100 de la contribución rústica. La recaudación mediante las cédulas personales -una forma de imposición fiscal directa- hacia 1890, ha sido estudiada por Miguel Martínez Cuadrado. Según la clasificación que establece este autor, sólo 121.819 personas, el 1,05 por 100 de la población mayor de 14 años, componía la clase superior -constituida por todos aquellos que pagaban más de 300 pts de contribución directa o recibían unos haberes anuales superiores a las 1.250 pts-; las clases medias comprendían 2.050.572 individuos, un 17,74 por 100, que pagaban una contribución directa de menos de 300 pts o ganaban menos de 1.250 pts anuales; las clases bajas sumaban 4.595.822, un 39,76 por 100, y estaban compuestas por jornaleros, sirvientes y asimilados; mientras que el mayor número, 4.791.192, el 41,45 por 100, no recibieron cédula personal alguna y son considerados clases excluidas. Lo que llama la atención en ambas estadísticas no es tanto el pequeño número -en torno a 100.000 individuos- de la clase superior española de la época -esta clase ha sido siempre reducida en las sociedades capitalistas-, sino la gran riqueza que concentraba en sus manos, frente a la debilidad de las clases medias y a la gran masa de desposeídos. Se ha destacado con frecuencia el peso que la aristocracia ejerció en este grupo, y en toda la sociedad. Mucho antes de que se pusiera de moda hablar de la persistencia del Antiguo Régimen, Jaime Vicens Vives escribió, en 1957: "Suele afirmarse, de manera harto ligera, que la nobleza perdió su influencia a lo largo de los siglos XIX y XX (...) En España la nobleza desapareció como categoría en los censos oficiales, pero no de su lugar predominante en la estructura social del país. Se ha de considerar pues una realidad viva, no sólo por el complejo de sus riquezas agrarias, sino también por el atractivo que ejerció sobre las restantes clases sociales, a los que impuso buena parte de sus mitos y creencias". Un buen indicador de ello, en la Restauración, es el número de títulos concedidos. En el período 1875-1900, según Manuel Tuñón de Lara, fueron creados 288 títulos de nobleza, además de otros muchos rehabilitados. Entre los ennoblecidos figuran elementos de ya reconocidas grandes familias, como López y López de Lamadrid (marqués de Comillas), Figueroa (conde de Romanones), y Gonzalo (conde de Mejorada del Campo); miembros de la alta burguesía, industrial y financiera, como Ussía (marqués de Aldama), Cubas (marqués de Fontalba), y Careaga (conde del Cadagua); grandes comerciantes cubanos como Ramón de Herrera (conde de la Mortera); políticos destacados: Elduayen, Rius i Taulet, Alonso Martínez; militares: Martínez Campos, Primo de Rivera (marqués de Estella), Loma (marqués de Orio); y hombres de la prensa, como el director de La Época, Escobar (marqués de Valdeiglesias). Esta proyección social de la aristocracia no fue, sin embargo, absoluta. Un nuevo estilo, más moderno, caracterizó la actividad económica vizcaína, que también debió impregnar las actitudes de sus protagonistas. Sin duda, el fenómeno no fue exclusivamente vasco. Por otra parte, está lo que Tuñón de Lara ha denominado "otra burguesía", el grupo de importantes elementos de esta clase que, lejos de integrarse en el "establishment" de la época, -el bloque de poder, según la interpretación de este autor- se comprometieron con las fuerzas de oposición; entre ellos destacan los vascos Ramón de la Sota, nacionalista, y los Echevarrieta, republicanos; la familia Pedregal, en Asturias, también republicanos, igual que el madrileño Gabriel Rodríguez. La estrecha capa de las clases medias era extraordinariamente diversa y variada. Las llamadas "sufridas clases medias", como recuerda Tuñón de Lara, estaban compuestas por "cientos de miles de pequeños comerciantes y de artesanos de las aglomeraciones urbanas, los pequeños funcionarios -y todavía ¡los cesantes!-, las viudas de la clase media con sus hijas casaderas, sus pisitos tristes del quiero y no puedo, todo ese mundo insuperablemente descrito por Galdós. Pero hay también los labradores que trabajan, con sus familias, sus parcelas de tierra, teniendo que hacer frente a las malas cosechas, al usurero (...)". Junto a ellos hay que citar a los profesionales liberales -abogados, médicos, farmacéuticos, veterinarios, enseñantes...-, un sector dinámico y en lento crecimiento, y a los componentes del Ejército cuya situación y consideración social fue deteriorándose, lo que fomentó el surgimiento de un nuevo espíritu corporativo. La Administración pública siguió estando regida por los criterios de la época de Bravo Murillo; es decir, esencialmente políticos más que profesionales. La ley de presupuestos de 1876 añadió algunos requisitos formales para el ingreso y ascenso en la carrera administrativa, afirmando los derechos del cesante a reingresar en el servicio activo. Durante la última década del siglo, los ajustes presupuestarios afectaron de manera particular al personal de los ministerios; en 1890-91, los gastos en este capítulo se redujeron en un 20 por 100, rebaja aumentada un 10 por 100 en el ejercicio siguiente. "Tan considerable poda administrativa -ha escrito Francisco Villacorta- tuvo efectos obviamente desastrosos sobre la vida profesional de los funcionarios administrativos. Las cesantías masivas, relativamente sepultadas ya en la memoria colectiva de la corporación, al menos para determinadas categorías intermedias, retornaban ahora por imperativos de las economías presupuestarias".
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Se entiende por solicitación las palabras, actos o gestos por parte del confesor que tengan la finalidad de la provocación o seducción de la penitente en la administración del sacramento de la penitencia (165). Se consideró delito en la segunda mitad del siglo XVI y continuó como tal hasta la extinción del tribunal en el siglo XIX. Indudablemente el delito era una transgresión del celibato eclesiástico y además se consideraba un desprestigio para el sacramento de la Penitencia, rechazado por los protestantes. La solicitación fue perseguida por el tribunal del Santo Oficio porque minaba la buena fama de un sacramento capital del catolicismo romano (166). La confesión al menos anual se considero una obligación para los cristianos desde el Concilio IV de Letrán. El Concilio de Trento impulsó notablemente la teología sobre este sacramento negado por los protestantes y también impulsó la utilización de confesonarios con rejilla que separara al clérigo del penitente (167). Se consideraba herejía de modo secundario, cuando el sacerdote culpable quisiera convencer a la penitente de que no pecaba (168). Gráfico A mediados del siglo XVI, cuando los reformadores protestantes atacaban la doctrina sacramental de la Iglesia y alegaban que era un invento de los clérigos para explotar a sus fieles, la jerarquía católica se propuso como objetivo limpiar de toda sospecha el sacramento de la Penitencia; había que velar por la pureza de su administración evitando facilitar argumentos a sus detractores: "No era una simple transgresión del celibato sino algo mucho más grave: un sacrilegio cometido en el transcurso de uno de los sacramentos fundamentales de la Iglesia Católica" (169). Por este motivo fueron frecuentes las admoniciones a favor de una correcta administración de la Penitencia. Ha llegado hasta nosotros, por ejemplo, las Instrucciones del orden que han de tener los Inquisidores en México en los negocios que se ofrecieren tocantes a los confesores que en el acto de la confesión solicitan a sus hijas en penitencia, fechada el 18 de abril de 1577 (170). Hasta 1559 el delito de solicitación era juzgado por los tribunales episcopales; desde entonces pasó a depender del Santo Oficio, que castigaba con la excomunión a la penitente que no delatara al clérigo solicitador (171). El 16 de abril de 1561, el Papa Pío IV envió al inquisidor general Fernando de Valdés la bula Cum sicut nuper. En ella se indicaba que los solicitantes son sospechosos de herejía por abusar de un sacramento instituido por Jesucristo, aumentar los pecados propios y de las penitentes y provocar escándalo entre los fieles (172). También se consideraba una profanación del sacramento de la Penitencia y del templo de Dios (173). Las penas para el sacerdote solicitante podían ser: suspensión a divinis, privación de beneficios y dignidades, destierro, reclusión en la cárcel, condena a galeras, relajación al brazo secular en casos especialmente graves. Por otra parte, las falsas denuncias de solicitación se penaban con la excomunión reservada al Papa (174) . Las penas más graves se aplicaron en los años posteriores al Concilio de Trento (175). Se ha estudiado la frecuencia de la solicitación en diversos tribunales españoles; se sabe que en el de Cuenca supusieron el 5% del total de los delitos juzgados, en Toledo el 4%, en Granada el 2,1% y en Galicia el 1,8%. (176) En el tribunal de Cuenca, que es el estudiado por Sarrión Mora, es posible conocer otros detalles de este delito: - la edad de las solicitadas en su mayoría oscilaba entre los 18 y los 27 años. - entre las solicitadas había un 41,40% de mujeres casadas, 7,67% de viudas, 9,88% de beatas, 7,67% de monjas y 39,52% de doncellas (177). Entre 1550 y 1700 se han registrado un total de 1241 casos de solicitación en territorio español (178). En el caso de los tribunales americanos los casos de solicitación en el periodo señalado fueron: <table> <tr> <td>Lima</td> <td>75 casos</td> </tr> <tr> <td>México</td> <td>76 casos</td> </tr> <tr> <td>Cartagena</td> <td>10 casos (179)</td> </tr> </table> Se conoce también la procedencia de los sacerdotes solicitantes en el tribunal de Lima durante el reinado de Felipe II: <table> <tr> <td>Clérigos</td> <td>33%</td></tr> <tr> <td>Dominicos</td> <td>23,91%</td></tr> <tr> <td>Mercedarios</td> <td>21,47%</td></tr> <tr> <td>Franciscanos</td> <td>11,95%</td></tr> <tr> <td>Agustinos</td> <td>5,98%</td></tr> <tr> <td>Otros regulares </td> <td>3,69%. (180)</td></tr> </table> También se ha podido estudiar la solicitación en algunos tribunales de la península durante el siglo XVIII: <table> <tr> <td>Valladolid</td> <td>43 casos</td></tr> <tr> <td>Murcia</td> <td>32 casos</td></tr> <tr> <td>Granada</td> <td>37 casos</td></tr> <tr> <td>Toledo</td> <td>23 casos (181)</td></tr> </table> Se conocen datos parciales de algunos tribunales; por ejemplo, en el tribunal de Lima durante el reinado de Felipe III hubo 24 casos de solicitantes en su mayoría pertenecientes al clero regular. No obstante, la sentencias fueron suaves: penas de tipo espiritual y traslados de conventos (182). En el mismo tribunal durante la etapa borbónica hubo 13 casos de sacerdotes solicitantes (183).
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A lo largo de los años treinta, la situación internacional empeoró de forma sustancial, sobre todo tras el triunfo de Hitler en Alemania. La guerra, o la amenaza de guerra, reapareció como factor principal en las relaciones internacionales. Significativamente, la Conferencia de Desarme de la Sociedad de Naciones antes mencionada, se disolvió en 1934 sin que se hubiese logrado acuerdo alguno. Cronológicamente, la primera crisis alarmante fue la llamada "crisis de Manchuria" de 1931, cuando las tropas japonesas allí estacionadas extendieron su control sobre la región como castigo por la explosión que se había producido el día 18 de septiembre al paso de un tren militar japonés. La crisis demostró la incapacidad de la Sociedad de Naciones -cuya intervención solicitó China- para hacer efectivo el principio de la seguridad colectiva. La Sociedad nombró una Comisión, presidida por lord Lytton, y logró que Japón se retirase de Shanghai (atacada a principios de 1932). Pero no impuso sanción alguna a Japón ni entonces, ni cuando en febrero de 1933 hizo de Manchuria el Estado satélite de Manchukuo, ni más tarde cuando en 1937 estalló la guerra abierta entre Japón y China. La crisis de Manchuria sancionó, por tanto, el derecho de la fuerza y creó un gravísimo precedente. La llegada de Hitler al poder el 30 de enero de 1933 desestabilizó el equilibrio europeo. Hitler significaba -y nadie podía ignorarlo- la denuncia del Tratado de Versalles, el rearme alemán, la idea del Anschluss (unión) con Austria, una amenaza cierta sobre los Sudetes, el enclave alemán en Checoslovaquia, y sobre Danzig, puerto también alemán enclavado desde 1919 como "ciudad libre" dentro de territorio polaco, y aún la posibilidad de que Alemania buscase para sí un "espacio vital" (Lebensraum) en las regiones eslavas del este de Europa. Hitler no perdió el tiempo. El 14 de octubre de 1933, Alemania abandonó la Conferencia de Desarme y la Sociedad de Naciones. En enero de 1935, recuperó el Saar tras un plebiscito. El 15 de marzo de ese año, Hitler repudió de forma expresa el Tratado de Versalles, restableció el servicio militar, anunció la formación de un Ejército de medio millón de hombres y reveló la existencia de la Luftwaffe y planes para la construcción de una nueva marina de guerra (que, tras el acuerdo naval con Gran Bretaña de 18 de junio de 1935, aceptó en principio reducir a una tercera parte de la flota británica). La comunidad internacional no supo reaccionar con firmeza. El problema estuvo en la distinta percepción que de la significación de Hitler hubo entre las principales potencias, y en las diferencias que entre ellas existieron a la hora de articular respuestas consistentes y coordinadas. Francia, una Francia dividida y debilitada por sus propios problemas internos, volvió a su tesis tradicional de aislar a Alemania y de cercarla a través de la colaboración con Gran Bretaña, la aproximación a Italia y activando una política de alianzas con países del Este europeo. Louis Barthou, el inteligente diplomático que estuvo al frente de Exteriores en 1934, estrechó lazos con los países de la Pequeña Entente (Checoslovaquia, Rumanía, Yugoslavia) y con Polonia, y preparó un pacto con la Unión Soviética que firmaría, en mayo de 1935, su sucesor Pierre Laval. Los líderes británicos (MacDonald, Baldwin, Simon, Neville Chamberlain, Hoare, Halifax) tuvieron que contar con una opinión pública mayoritariamente pacifista y con la existencia de círculos influyentes proclives al entendimiento con Alemania; en todo caso, se vieron absorbidos nuevamente por los problemas coloniales (India, Palestina). Gran Bretaña trató de eludir la confrontación directa con Hitler, aunque inició pronto un prudente rearme. Algunos de los hombres que en la década estuvieron al frente del Foreign Office (como John Simon, Samuel Hoare, Lord Halifax y con ellos, Neville Chamberlain, primer ministro entre 1937 y 1940) creyeron que una política de concesiones podría satisfacer las aspiraciones alemanas y que incluso acabaría por hacer que Alemania volviera a la Sociedad de Naciones y a las negociaciones de desarme. En todo caso, Gran Bretaña se mostró dispuesta a apoyar a Francia en caso de agresión directa por parte de Alemania, pero no a acompañarle en su política en el Este de Europa, y descartó la idea de ir a una nueva guerra europea por problemas que se derivaran de los conflictos en esa región (como quedaría de relieve en la crisis de Checoslovaquia de 1938). Italia, temerosa de que Hitler procediera a la unión austro-alemana, quiso hacer de la colaboración entre los cuatro (Italia, Gran Bretaña, Francia y Alemania) el fundamento de un nuevo equilibrio europeo. Pero la idea, que pareció posible tras la firma del llamado Pacto de Roma de 15 de julio de 1933, fracasó por la propia actitud alemana: quedó descartada tras el intento de golpe de Estado de los nazis austríacos de julio de 1934, tras de lo cual se vio la mano de Alemania. Italia buscó entonces, primero, el entendimiento con Francia, para lo que encontró un buen interlocutor en Pierre Laval, ministro de Asuntos Exteriores de noviembre de 1934 a enero de 1936 (y jefe del gobierno francés desde junio de 1935 a enero de 1936), política que se materializó en los acuerdos bilaterales entre ambos países de enero de 1935. Luego, favoreció la formación de un frente entre Gran Bretaña, Francia y la propia Italia, el llamado "frente de Stresa", por el lugar donde, en abril de 1935, tuvo lugar la conferencia correspondiente para hacer frente a una futura agresión alemana. Pero el "frente" se desintegró rápidamente. En junio de 1935, Gran Bretaña negoció unilateralmente -y sorprendentemente, pues se trataba de una violación del Tratado de Versalles- el "acuerdo naval" con Alemania más arriba mencionado. Peor aún, en octubre de ese año, Mussolini, tomando como pretexto ciertos incidentes fronterizos entre tropas etíopes e italianas, invadía Abisinia (Etiopía). La invasión, a la que ya hubo ocasión de referirse al estudiar el fascismo italiano, fue mucho más que una violación flagrante del derecho internacional y que un acto gratuito de agresión y violencia (perpetrado, además, con el más moderno material destructivo ideado hasta la fecha: tanques, aviación, lanzallamas, gas). Fue un desafío abierto -y un golpe definitivo- a lo que pudiera aún quedar de autoridad de la Sociedad de Naciones: puesto que los dos países implicados eran miembros de ésta, la invasión de Abisinia puso en evidencia la total incapacidad del organismo para prevenir y castigar la guerra. En efecto, la Sociedad de Naciones, reunida en asamblea el 7 de octubre de 1935, acordó, tras un emotivo discurso del Emperador etíope Haile Selassie, declarar a Italia "agresor" y aprobó la imposición de "sanciones económicas" contra ella. Pero, primero, la Sociedad de Naciones tardó más de un mes en hacer efectivo el embargo; segundo, éste fue desobedecido por Alemania y Austria; tercero, se excluyeron de las sanciones productos tan esenciales como el petróleo, el acero y el carbón; cuarto, Italia siguió abasteciendo a sus tropas en Abisinia desde sus colonias en Eritrea y Somalia; y quinto, Gran Bretaña no cerró el canal de Suez al tráfico italiano. Más aún, en diciembre de 1935, la prensa internacional filtró los detalles de un posible pacto sobre Abisinia diseñado por los ministros de Exteriores británico y francés (Hoare y Laval) que preveía entregar a Italia las dos terceras partes de Abisinia a cambio de facilitar a este país una salida al mar. El proyectado "pacto Hoare-Laval" -que indignó a la opinión internacional y forzó la dimisión de los dos ministros responsables- pretendía mantener a la Italia fascista dentro de la órbita occidental. Pero en la práctica, vino a condonar un brutal acto de fuerza. Además, el pacto, aunque frustrado, era premonitorio. Revelaba que Gran Bretaña y Francia podrían optar por una política de apaciguamiento hacia los dictadores, una expresión que empezó a utilizarse ya por entonces, aunque luego se asociaría a la política y personalidad de Neville Chamberlain. De momento, la crisis de Abisinia tuvo una primera y catastrófica derivación. Mussolini, insatisfecho con la conducta de Gran Bretaña y Francia, que acabaron sumándose a las sanciones, basculó definitivamente hacia su único valedor internacional en aquel conflicto, la Alemania de Hitler. Italia y Alemania colaboraron ya decididamente en la guerra civil española (1936-39), apoyando abiertamente el levantamiento del general Franco. En octubre de 1936, Hitler y Mussolini proclamaron el "Eje Berlín-Roma" e Italia abandonó la Sociedad de Naciones a fines de 1937. Japón se aproximó al Eje tras firmar con Alemania (25 de noviembre de 1936) el "Pacto Anti-Comintern". Italia y Alemania suscribieron una alianza formal -"el Pacto de Acero"- en marzo de 1939; Japón se incorporó a ella al año siguiente. Por un lado, por tanto, la debilidad de la Sociedad de Naciones y las evidentes contradicciones en que se movían Gran Bretaña y Francia -mientras Estados Unidos permanecía al margen de la política europea y la Unión Soviética sólo empezaba a salir de su aislamiento- reforzaron los planes de la política exterior de Hitler. Luego, enseguida lo veremos, la "política de apaciguamiento" hizo el resto. La escalada de la tensión resultó incontenible. En marzo de 1936, tomando como pretexto el acuerdo franco-soviético de 1935 -que según Alemania violaba los acuerdos de Locarno-, tropas alemanas ocuparon, entre el entusiasmo de la población, la zona desmilitarizada del Rin. El acto destruía literalmente el sistema de Versalles. Gran Bretaña no hizo nada (y probablemente, una buena parte de la opinión no condenó el acto, que hasta fue visto como un derecho de Alemania). Francia se limitó a reforzar su estrategia defensiva en la región, esto es, a ampliar la serie de fortificaciones que había empezado a construir en 1929 el entonces ministro de la Guerra, André Maginot. Italia estaba implicada en Abisinia. Durante la guerra civil española, Gran Bretaña y Francia trataron de localizar el conflicto e, impulsando una política de neutralidad y no intervención, impedir que la guerra española pudiera desembocar en una conflagración europea. Por su iniciativa, la Sociedad de Naciones creó (septiembre de 1936) un Comité de No-Intervención, con sede en Londres. La iniciativa fue poco menos que una burla. Alemania e Italia, que en teoría aceptaron la resolución, violaron cínicamente el acuerdo enviando armas, soldados y asesores a Franco (unos 70.000 soldados italianos; unos 10.000 técnicos y aviadores alemanes); la República española sólo recibió la ayuda de la Unión Soviética. El uso de la fuerza determinaba la política internacional; la seguridad colectiva era ya un concepto inoperante. El peligro de una nueva guerra mundial era evidente. El deseo de evitarla fue precisamente lo que decidió al nuevo primer ministro británico, Neville Chamberlain (1869-1940), que llegó al poder el 25 de mayo de 1937, a adoptar una política de conciliación hacia los dictadores, una "política de apaciguamiento", que era, al tiempo, una política exterior más activa que la de su predecesor Baldwin, y que iba acompañada de un nuevo impulso al reforzamiento militar británico. La "política de apaciguamiento", sin embargo, no pudo evitar la guerra. Hasta cierto punto la hizo inevitable, dando la razón a quienes como Winston Churchill -el dirigente conservador británico apartado del gobierno de su país desde 1929- habían reclamado políticas de firmeza contra las agresiones de Hitler y Mussolini. Así, Hitler volvió en 1938 su estrategia hacia el centro y este de Europa, dos áreas que de siempre habían sido objeto de las ambiciones hegemónicas alemanas. En Austria -donde los nazis ambicionaban imponer precisamente aquella unión entre los dos países ("Anschluss") prohibida en los tratados de 1919- Hitler contaba ahora con una baza adicional: la neutralidad de Italia (con la que no había podido contar en julio de 1934; entonces, Italia estuvo incluso dispuesta a intervenir militarmente para impedir el triunfo del intento de golpe pro-nazi que se produjo en la república austríaca en aquella fecha). En febrero de 1938, Hitler impuso al canciller austríaco Schuschnigg la legalización del partido nazi, prohibido desde 1934, y su participación en el poder mediante la incorporación de su líder, Arthur Seyss-Inquart, al gobierno como ministro del Interior. Schuschnigg trató de resistir y de organizar un plebiscito sobre la independencia austríaca. Pero ante la amenaza de intervención militar alemana dimitió. Su sucesor, Seyss-Inquart, pretextando que la seguridad de su país estaba amenazada por la agitación interna, solicitó ayuda a Hitler: el 12 de marzo de 1938, tropas alemanas entraron en Austria, aclamadas por la mayoría de la población, y Seyss-Inquart proclamó, el día 13, el "Anschluss". El gobierno británico, presidido ya por Chamberlain -con Halifax en Exteriores- protestó. Francia, que carecía prácticamente de gobierno en aquel momento, aún hizo menos. Hubo, pues, una aceptación "de ipso", del hecho consumado. En Checoslovaquia, nuevo objetivo de la estrategia alemana, el pretexto de intervención lo proporcionó la agitación que en demanda, primero, de la autonomía, y luego de la independencia de los Sudetes (región donde vivían unos 3 millones de alemanes), realizó desde 1934, con apoyo alemán, el Partido Alemán-Sudete. La agitación provocó graves y frecuentes disturbios y culminó cuando en septiembre de 1938 el gobierno checo declaró el estado de guerra en la provincia. La posibilidad de que, en caso de intervención militar alemana -que Hitler anunció reiteradamente- el conflicto derivara en una guerra europea era, si cabe, mayor que en la crisis austríaca: las fronteras checas estaban garantizadas por los tratados de Locarno; Checoslovaquia había firmado acuerdos defensivos con Francia y con la URSS. Fue eso precisamente lo que llevó a Chamberlain a mediar en el conflicto. En agosto de 1938, envió una misión, presidida por lord Runciman, que pareció inclinarse por las tesis independentistas de los nazis sudetes. En septiembre, Chamberlain asumió personalmente la responsabilidad, poniendo en marcha, primero, una diplomacia de relación directa entre él y el propio Hitler (con el que se entrevistó sin éxito los días 15 y 22 de aquel mes); promoviendo luego, con la colaboración de Mussolini (con quien Chamberlain, deseoso de romper el eje Berlín-Roma, había establecido una aceptable comunicación personal), una reunión entre los cuatro grandes de la política europea (Chamberlain, Hitler, Mussolini y Daladier, el primer ministro francés) que se celebró el 29 de septiembre en Munich. En Munich se acordó transferir los Sudetes a Alemania, parte de Rutenia a Hungría y Teschen a Polonia, a cambio de la garantía de los cuatro a la independencia de Checoslovaquia. La reunión se cerró con la declaración que Hitler y Chamberlain firmaron el día 30 expresando su voluntad de no ir jamás a la guerra. De la solución acordada en Munich, Chamberlain dijo que creía que era la paz para nuestro tiempo. Churchill y ocupó Danzig. El día 3, Gran Bretaña y Francia declararon la guerra a Alemania. La II Guerra Mundial había comenzado.
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Con distintos lenguajes emanados del Barroco clasicista, con dominio de la sintaxis de este estilo aprendido con sus maestros y en la asimilación de tratados de arquitectura, la obra de Rodríguez fue coherente, si bien en ocasiones aparecen modos más severos, que no por falta de ornamentación son neoclásicos. Sus obras estuvieron directamente vinculadas a las Obras Reales hasta 1760 cuando, cesado por decisión de Carlos III, surgieron otros cargos y clientes con necesidades distintas, que sólo aparentemente produjeron un estilo nuevo, más funcional, severo y desornamentado. En el obrador de Palacio, además de los dibujos para el palacio de Aranjuez (1733), participó en la capilla y escalera del Palacio Nuevo en las primeras fases constructivas (Madrid, Biblioteca Nacional). Estos plantean distintos desarrollos espaciales y monumentales, adecuados al ceremonial de Corte, con un estilo dependiente del proyecto general de Juvarra. Al mismo período pertenece la Sección transversal de una iglesia con planta central (Madrid, Museo Municipal, 1738), obra de alzados murales italianizantes combinados con un camarín a la española, de un modo que nadie -salvo Rodríguez- podía hacerlo en España en esa época. En tiempo de Felipe V (1700-1746) Ventura Rodríguez realizó el Túmulo funerario del cardenal Molina (1744), grabado por J. B. Palomino al año siguiente. La estampa muestra cómo, inspirándose en la tradición de Bernini y Juvarra, surgen las formas de un templete octogonal sobre pedestales y escalinatas, con columnas unidas por un entablamento mixtilíneo de tramos cóncavos y convexos, coronado por un remate, cuya fantasía desbordada recuerda las culminaciones de algunos campanarios de Borromini. La fuerza de los órdenes de fuste desnudo se impulsó, frente a los antiguos estípites churriguerescos y la decoración hispana, cuajada de emblemas, representando el fin de una época, como inmediatamente se vería en el de Felipe V, diseñado por J. B. Sacchetti en 1746. El proyecto para la Sacristía de la Capilla de San Isidro en San Andrés de Madrid (1748) presenta similitudes conceptuales con la adición de A. Procaccini en la Colegiata de La Granja (1729-1739). Rodríguez, adaptándose al edificio preexistente, imprimió un ritmo curvilíneo a la fachada, con pilastras en los ángulos para integrarla lateralmente en la obra seiscentista y con cuatro semicolumnas, en el centro, que acentuaban el eje axial, mediante la alineación de ventanas que culmina en el ático abalaustrado del remate, inspirado en el del Palacio Nuevo.
obra
En 1899 Toulouse-Lautrec fue ingresado por sus amigos en una clínica de desintoxicación para que se recuperara del alcoholismo que ya estaba alcanzando cotas peligrosas, llegando a disparar con un revólver a las arañas que veía debido al delirium tremens. Al salir de la clínica sus amistades intentaron alejarle de la bebida por lo que le sugirieron que realizara algunas obras tomando como tema las sombrererías al igual que ya había hecho Degas, su pintor favorito. Henri eligió como modelo a Louise Blouet quien resumía perfectamente el ideal de belleza del artista: nariz respingona, tez blanca y cabello rojo recogido en un moño. La figura está iluminada por un rayo de sol que penetra a través de la cristalera de la tienda, provocando esas sombras malvas características del Impresionismo. Todo lo que no ilumina ese rayo de sol queda en una zona de triste penumbra. Podemos observar cómo esta última etapa de Lautrec es una evocación de sus primeras obras como La gorda María o Lavandera.
obra
Las jóvenes burguesas de París serán las protagonistas de estos cuadros de sombrererías, en los que Degas muestra una imagen de la modernidad diferente de la de realistas e impresionistas. Degas será mucho más intimista que sus compañeros, situándose casi como un "voyeur", sobre todo cuando las mujeres se convierten en el principal foco de atracción. Dos mujeres se están probando diferentes modelos de un rico surtido de sombreros; una de ellas se presenta de espaldas y apoya su delicada mano derecha en una sombrilla; podría ser la pintora norteamericana Mary Cassatt, que sirvió de modelo en algunas obras de Degas - En la sombrerería, por ejemplo - y que acudía acompañada del pintor cuando iba a adquirir sus sombreros. Su compañera se ajusta el sombrero y se mira en el espejo con gesto de satisfacción. En primer plano, uno de los escasos bodegones de la obra de Degas - en Mlle. Hortense Valpinçon de niña encontramos otro - compuesto con sombreros de diferentes calidades; será ésta una excelente nota de color en la composición. El pintor recurre a su ya tradicional perspectiva alzada para realizar la obra, en una marcada referencia a la fotografía al cortar los planos pictóricos. Respecto a los colores, se aprecia un interesante juego entre los naranjas y marrones, colores complementarios, junto a los azules y blancos, que producen un alegre conjunto.
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El mejor momento para visitar la mezquita es por la mañana, preferiblemente después de uno de esos intensos aguaceros que dejan las calles de Córdoba convertidas en veloces arroyos, cuando sus adoquines, rosas, verdes y grises, aparecen relucientes. Como bajamos del centro de la ciudad, el mejor camino es el que nos lleva por la calle que se llamó de las Comedias, actual de Velázquez Bosco, erudito arquitecto que restauró el edificio hace casi un siglo; esta armónica calleja, que es una celebración de la cal y los geranios, además de llevarnos directamente a la mezquita, nos permite adivinar patios en el fondo de austeras fachadas y también nos evita sufrir los falsos zocos que proliferan hoy en sus proximidades, aunque tengamos que padecer los cables que castigan balcones, molduras o aleros, incluida la fachada del hamman, o baño musulmán, que por allí se conserva. Puedes ver, a la mano izquierda, un adarve, es decir, una de las cortas y enrevesadas callejas, ésta se llama de las Flores, que no tenían salida, pues, en época musulmana y durante el resto de la Edad Media, sirvieron exclusivamente para dar acceso a las casas del interior de una manzana, o una cuadra, como dicen por allá; en ésta verás algún taller de cueros cordobeses, es decir, los guadamecíes y cordobanes que tan justa fama dieron a la ciudad desde época muy antigua y que nada tienen que ver con esos pellejos blanquecinos, señuelos de japoneses y catetos, que cuelgan en los zocos vecinos. La mezquita se nos aparece como un muro de piedra relativamente bajo, coronado de merlones, unos dentados (de gradas) y otros mixtilíneos, que enmarcan un rarísimo retablo en alto, sobre escaleras, entre faroles, protegido por amenazadoras rejas con alguna decoración de plantas, plásticos y otras zarandajas de la piedad popular posbarroca, todo ello como marco de una patética Inmaculada de los Faroles, copia insufrible de un cuadro de una de las glorias locales, el ubicuo Romero de Torres (1880-1930); una fuente situada al pie daba antiguamente nombre a una puerta de la mezquita, que se llamó del Caño Gordo, y que hoy tiene apariencia clásica. Quizá te sorprenda que la mezquita aparezca protegida por una especie de malecón de piedra, en parte viejo y en parte reconstruido, que tiene la virtud de repeler los agresivos automóviles y de solucionar con poca gracia el contacto entre el muro almenado y el pavimento de las calles próximas; éstas, como ya podemos apreciar, descienden rápidamente hacia el río por antonomasia, el Guadalquivir, gran rey de Andalucía, de arenas nobles, ya que no doradas, dato que copio del cordobés don Luis de Góngora (1561-1627), que fue clérigo de esta fábrica y en ella reposa. Si nos olvidamos de esta puerta y seguimos el muro hacia la izquierda, dejando por ahora el solemne campanario que se alza hacia el lado opuesto, llegaremos pronto a la esquina noroeste de la mezquita, la de las calles de la Puerta del Perdón y de la Grada Redonda. Desde aquí percibimos la figura que dibuja en el suelo de Córdoba el mejor de sus edificios: es un rectángulo que mide 175 metros desde esta esquina hasta la de allá abajo, a la izquierda, es decir hacia el río y el sur, por 128 metros en el otro sentido, hacia el oeste, que cae a nuestra derecha. Casi en la esquina, en la fachada larga, comenzaremos a ver una de las más chocantes características del edificio actual, que es la variedad de sus paredes, suelos y techos, pues unos, como éste, tan amarillo y relamido, parecen recién hechos, mientras otros simulan la más venerable antigüedad, y no faltan los que, llenos de remiendos y grietas, esperan pacientes a los restauradores; todo ello mezclado sin orden ni concierto. Aquí tienes una buena portadita barroca, a tu escala, pintada de amarillo hasta los desconchones; déjala por ahora y sigue la fachada, que es de las más monótonas del edificio, pues apenas si tiene algún estribo que, en otras, son numerosos y variados de tamaño. Vamos en busca de la siguiente puerta, de mucho mayor porte, situada junto a un pilar donde aún corre el agua; ésta, llamada de Santa Catalina, fue diseñada, hacia 1562, por el más genial de los arquitectos cordobeses del siglo XVI, Hernán Ruiz, el segundo de los de su nombre, y tiene para nosotros el interés de ofrecernos, en las enjutas del arco, dos representaciones de la Torre, según la apariencia que tenía entonces. Pero ya tendremos tiempo de hablar de ella, pues vamos a entrar de una vez por todas antes de que el chaparrón nos deje hechos unas sopas. Veo que te sorprende que, de buenas a primeras, aparezcamos en la galería porticada de una rara especie de plaza pública, sombreada por filas de árboles, mientras el edificio en sí queda a nuestra izquierda, aunque ahora, con la que cae, su imagen no sea muy acogedora, casi oculta por los chorros de agua que, en número de dieciocho, golpean inmisericordes el pavimento que lo separa de la zona arbolada; tras la cortina de agua se adivina que la fachada, cuya poderosa cornisa delata un importante vuelco de toda su estructura hacia el patio, está constituida por diecinueve arcos de herradura, cuyos extremos aparecen cobijados por las galerías, y que la mayoría de ellos están tapiados. Vamos a entrar por el más cercano, donde te indignarás al saber que es imprescindible pagar una entrada para acceder al interior, pero, si te digo que es éste, el de la limosna a la fuerza, el principal de los recursos económicos con que la catedral cuenta para su mantenimiento, tal vez la des por bien empleada, aunque tu aportación no tenga otra contrapartida que la posibilidad de entrar, pues no muestran más amabilidad o información que unos escuetos carteles que te recuerdan que no debes fumar, los horarios de unas escasas misas, la imagen del Papa polaco y, finalmente, que guardes silencio. Sobre nuestras cabezas una tela metálica recoge papeles y plumas de palomas. Una vez dentro creo que el desconcierto es la sensación que domina al visitante primerizo, pues ante tus ojos aparece un desfile de columnas y arcos, perspectivas en todas las direcciones del espacio, tenues luces cenitales y ventanas altas sobre un fondo de bóvedas de yeso, en cuyas claves se alojan lámparas; además tienes la certeza de que hay algo de gran tamaño, como otro y enorme edificio, intercalado en el centro del conjunto. Todo es muy oscuro y si no fuera porque hemos entrado por un rincón, el más moderno dentro de lo musulmán, probablemente no sabríamos hacia dónde caminar, pues los demás turistas, japoneses disciplinados, ruidosos jubilados y niños asilvestrados, en su inmensa y furtiva mayoría están tan desorientados como tú. Te sugiero que, fiándote de mi experiencia, caminemos sin dejar a la mano derecha la parte que da al patio, para lo cual pasarás bajo una serie de arcos, bicolores como todos los demás, pero lobulados, rozando las columnas, de mármol gris mate, y mirando de reojo los muy austeros capiteles. Antes de iniciar el camino observa la curiosa forma de los pilares que soportan los arcos del patio: son casi cuadrados, con dos columnas empotradas hacia las esquinas de las caras de levante y poniente, y otra más en el centro de la cara interior. Hagamos el recorrido despacio, guiados por el muro que muy pronto, pasada una vidriera de colorines infantiles, se transformará en una serie de capillas enrejadas, donde adivinamos santos y retablos, oscuros y ensimismados, felices angelotes y apuñaladas imágenes de María, ante los que algunas bellas lápidas de piedra negra recuerdan el lugar donde reposan ilustres cordobeses de siglos más religiosos que el actual. Mientras hacemos el recorrido con la mayor parsimonia iré contándote una historia que, aunque sabida, será útil refrescar.
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El papa Julio II eligió a Rafael para decorar la Stanza della Signatura del Vaticano, sala que servía como biblioteca y que era la utilizada por el pontífice para firmar los decretos del tribunal eclesiástico. En cada una de las cuatro paredes encontramos un fresco; la Escuela de Atenas ilustra la Filosofía; la Teología está representada por la Disputa del Sacramento; la Poesía se simboliza con el Parnaso; mientras que el Derecho se ilustra con dos escenas: Gregorio IX recibe las Decretales y Triboniano entrega las Pandectas. En la famosa Escuela de Atenas, Rafael ha introducido la escena en un templo de inspiración romana, enlazando con la idea del templo de la Filosofía evocado por Marsilio Ficino. En las paredes del templo contemplamos las estatuas de Apolo, el dios de la Razón, y Minerva, la diosa de la Sabiduría, así como las bóvedas de casetones y los espacios abiertos que dominan el edificio, creando un singular efecto de perspectiva. Dos grandes filósofos clásicos presiden el conjunto: Platón, levantando el dedo y sosteniendo el "Timeo", y Aristóteles, tendiendo su brazo hacia adelante con la palma de la mano vuelta hacia el suelo con su "Ética" sujeta en el otro brazo. A la izquierda encontramos a Sócrates conversando con un grupo de jóvenes en el que se incluye a Alejandro Magno. En primer plano hallamos otro grupo presidido por el matemático Pitágoras; sobre el pedestal se halla el filósofo Epicuro, coronado de pámpanos. Sentado en los peldaños de la escalinata se sitúa Heráclito, tomando la efigie de Miguel Angel por modelo, mientras que Diógenes se echa sobre las escaleras. En el grupo de la derecha observamos a Euclides midiendo con un compás, junto a sus discípulos; a su lado se hallan Zoroastro, de frente, sosteniendo el globo celeste, y Ptolomeo con el globo terráqueo, de espaldas. Junto a ellos se aprecia la efigie del propio Rafael dirigiendo su mirada al espectador. Los diferentes grupos de personajes se ubican de manera simétrica, dejando el espacio central vacío para contemplar mejor a los protagonistas, recortados ante un fondo celeste e iluminados por un potente foco de luz que resalta la monumentalidad de la construcción.
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La ciudad es, pues, efecto y causa de stasis, de conflicto interno, que afectaba a los diferentes segmentos de una sociedad configurada como comunidad política. Las raíces de la stasis se hallan en los problemas de la tierra. Su escenario es la polis, dentro de esta realidad específica en que lo ciudadano y lo agrario no vienen a ser más que dos aspectos de una sola entidad indivisible. Del mismo modo que quienes asientan su poder económico en el control de la tierra productiva traducen en el plano de la polis su aspiración al control de la colectividad, ésta también pasa a pronunciarse en el mismo plano. Así, el conflicto económico se identifica con el conflicto político. En el proceso de acumulación aristocrática, los miembros de la comunidad campesina corren el riesgo de caer en formas de dependencia clientelares susceptibles de aproximarse a formas de servidumbre colectiva que en principio no aparecen suficientemente definidas. En Tesalia los penestas, en Argos los gimnetas, en Sición los corinéforos, aparecen todos como colectividades supeditadas a las oligarquías dominantes. En el siglo II d.C., el lexicólogo Pólux los encuadrará entre la libertad y la esclavitud, como los hilotas espartanos y los mariandinos de Heraclea Póntica. Los rasgos de estas dos últimas colectividades están condicionados por el proceso expansivo espartano, en el primer caso, o por la expansión colonial, en el segundo. Penestas, gimnetas y corinéforos parecen resultado de procesos de transformación interna que dejaron fuera de la comunidad cívica a quienes no habían conseguido conservar sus derechos sobre la tierra, que iban normalmente unidos a la participación activa en la defensa militar del territorio. En algunos casos, a través de la stasis, el campesinado consiguió resistir a la acumulación y consolidarse como comunidad cívica. En estos registros es donde se producen, a lo largo de Grecia, las mayores variaciones, características de la gama amplia en que se mueven las instituciones de la polis.