Segovia, poblado prerromano que algunos autores llaman Segontia -aunque otros dan este nombre a la actual Sigüenza-, fue sometida por Roma en el año 96 a.C., que la consideró un punto importante para controlar el acceso al valle del Duero. La ciudad tiene su origen en un antiguo emplazamiento prerromano, tal vez de origen celta. Sobre ella los romanos situaron la primera infraestructura urbana de la nueva ciudad, siguiendo la forma habitual de un asentamiento militar, en un punto central de la calzada que luego unirá Mérida y Zaragoza, y ante el lugar que actualmente ocupa el Alcázar. Aunque Segovia no fue una ciudad de gran importancia -al menos si la comparamos con otras como Tarraco o Emerita Augusta- durante la dominación romana, sí que podemos observar en ella una de las mejores muestras de la edificación civil de este periodo. Nos referimos a su famoso acueducto, una extraordinaria obra de ingeniería capaz de llevar agua a la ciudad desde el nacimiento del río. El agua era llevada desde aquí hasta un lugar de distribución, el castellum, situado a 16 kilómetros de distancia. Desde este punto se distribuía al municipio.
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Durante el Hallstatt-D, los pueblos de Europa central parecen haber estado gobernados por jefes influyentes, muy ricos. En la terminología alemana, a esta sociedad se la conoce como la de los príncipes: Fürsten. Los símbolos del prestigio social, tan vinculados al arte de la Edad de los Metales, tienen ahora carácter de gran lujo. Como de costumbre, los testimonios que acreditan la existencia de una minoría aristocrática se encuentran entre los restos de sus tumbas. La región más interesada en el proceso de consolidación de un régimen dominado por grandes señores, con la consiguiente diferencia de castas o clases, es la que se extiende al sudoeste de Alemania, Suiza y este de Francia. Por fin, la práctica funeraria ha pasado a ser en todos los casos la inhumación, en los túmulos, con cámaras recubiertas de troncos, que fueron distintivos del Hallstatt-C. Pero los ajuares no solamente contienen las armas y los adornos característicos de la época pasada, sino que cada tumba encierra un carro, joyas, féretros muy especiales, las mejores prendas, sítulas, vasos de bronce, cráteras y calderos de manufactura griega o etrusca, copas áticas, etcétera. El más grande de los túmulos de la Prehistoria europea se encuentra en la Selva Negra alemana, cerca de la localidad de Villingen. Es el túmulo de Magdalenenberg, de más de 16 m de altura y 100 de diámetro. El enterramiento de la cámara central fue expoliado ya en la Antigüedad, pero a su alrededor se fueron añadiendo hasta 127 sepulturas, con ajuares que, aunque sin carros, no por ello eran precisamente pobres. En tamaño sigue al túmulo de Magdalenenberg, el de Hochmichele, también en Baden-Wurttemberg. Hochmichele es uno de los varios túmulos de las inmediaciones del poblado, famoso por sus murallas de Heuneburg, con vistas al Danubio. La cámara central no sobrevivió a la rapiña, pero una de las tumbas, entre las que fueron engrandeciendo al túmulo, tuvo una cámara de madera con un ajuar en el que figuraban, entre otras cosas, un carro, vasos de bronce, un arco con flechas, y residuos de hilos de seda, producto que tuvo que abrirse camino en Europa desde el Extremo Oriente. En la misma región de Baden-Wurttemberg ha sido recientemente excavada la cámara central del túmulo de Hochdorf (Ludwigsburg), cerca de Stuttgart. La tumba estaba situada en un pozo profundo y cubierta por toneladas de tierra. Ello le libró de la destrucción. Las paredes estaban revestidas de telas. De ellas colgaban nueve cuernos de bebida, hechos de hierro y guarniciones de oro. No faltaban ni el carro, reforzado con aretes de hierro, ni las piezas de atalaje del caballo. Platos y vasos de bronce se depositaron en el carro. Un caldero, que ya había sido reparado, se incorporó al ajuar con una vasija de oro dentro. El cadáver se enterró con torques, fíbula y brazalete de oro; la placa del cinturón, el puñal, y hasta los zapatos se recubrieron de láminas de oro. El difunto llevaba gorro cónico y carcaj, yacía sobre un lecho de bronce, decorado con escenas de guerreros (del que tendremos ocasión de hablar), que pudo haber llevado cojines o estar tapizado. En las llanuras del Sena se levanta uno de los túmulos más renombrados del Hallstatt tardío: el de Vix (Borgoña, Francia), a los pies del poblado de Mont Lassois, notable por el número de vasos áticos recuperados en él. Bajo el montículo de piedras (42 m de diámetro, y 6 m de altura) hubo una cámara de madera en donde se halló un carro despiezado (desmontadas la lanza y las ruedas), tres vasos de bronce etruscos, una copa de figuras áticas negras, y una imponente crátera de bronce, de 1,64 m de altura, obra de un taller griego de Esparta o de Tarento. Tal vez en la misma Vix se le adosaron las figuras del friso de hoplitas, aurigas y carros y caballos que decoran el cuello del vaso, siguiendo las indicaciones de las letras griegas grabadas en el reverso plano de las figuras. El personaje enterrado era una princesa. La dama yacía en la caja del carro con una alhaja (un torques o diadema de oro) de 480 gramos de peso, procedente de algún taller del Mediterráneo o del Mar Negro. Hasta otro túmulo, cerca de Vix, llegó un caldero -trípode con prótornos de grifos de origen griego oriental: el de Ste. Colombe. El profundo cambio que durante el período del Hallstatt-D experimenta la sociedad centroeuropea es inconcebible sin unos recursos económicos generadores de riqueza. En torno al 600 a. C. existe en el Golfo de Lyon una colonia de los griegos de Focea, Massalia (Marsella), muy activa en el ámbito del comercio. Las regiones del occidente europeo se ven expuestas a un proceso de renovación económica y cultural de enorme repercusión. Las materias primas, los productos, las ideas y los hombres circulan por las vías de comunicación tradicionales de la Europa occidental: el Ródano y el Rin, el curso del Danubio, el Saona y el Sena. La fortificación de Heuneburg, al entrar en la fase III-A, se construye conforme a un sistema sólo explicable por la arquitectura griega; se levanta, entonces, una muralla de adobe asentada en cimientos de sillares de caliza y provista, en el sector noroccidental, de nueve torres rectangulares. Al frente de semejante obra tuvo que estar un ingeniero jónico. A Mont Lassois llegan, por otra parte, ánforas massaliotas en grandes cantidades. Los más ricos de los centroeuropeos se afanan por poseer vasos de bronce etruscos o griegos, costosa cerámica ática y otros bienes exóticos. El fenómeno de intercomunicación entre las ciudades del Mediterráneo y Europa rebasa la esfera de lo comercial. Los grandes gobernantes de ambos mundos están interesados en mantener buenas relaciones. Se genera, en consecuencia, una serie de obligaciones sociales que conducen al intercambio de presentes entre unas poblaciones y otras. Hubo de ser inevitable que los dirigentes del Norte trataran de imitar el modo de vida y las costumbres de los del Sur. Se modificarían los hábitos en la comida y en la bebida; los vasos, los platos y los enseres domésticos cambiarían de forma y de decoración, etc. Aquellos colocados en el estamento alto, a toda costa tratarían de consolidar su posición y su prestigio. La propiedad de bienes de lujo, y los signos externos de poder fueron, en consecuencia, connaturales al sistema. Este, por otra parte, afectó al resto de los estamentos sociales. Comerciantes, transportistas, artesanos, o, incluso, agricultores, se vieron afectados por los modos de vida adoptados por los de arriba. En los túmulos o tumbas menores de las grandes necrópolis del Hallstatt tardío, los ajuares sólo son modestos por comparación con los de la cámara mayor del túmulo principal, pero contienen los puñales, las fíbulas e incluso los carros de las gentes ricas del Hallstatt-D. La circulación de productos de intercambio, de donativos, de poblaciones en general y de artistas en particular se extendió a toda el área europea afectada por la cultura del Hallstatt. A pesar de que la sociedad, así dibujada, es la misma que la de las regiones occidentales de Hallstatt, en realidad se detecta un continuo fluir de contactos culturales con todas las implicaciones que ello lleva consigo, en ambas direcciones. Las diferencias entre el Este y el Oeste centroeuropeo terminarán desvaneciéndose totalmente al final del período. El nuevo sistema social y económico que hemos bosquejado tiene, una vez más, un patente reflejo en las artes.
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Este paso hacia la vanguardia que apreciamos en los artistas catalanes, o afincados en Cataluña en aquel momento, podemos apreciarla también en un grupo de artistas vascos. En primer lugar, los pintores que han sido denominados por la crítica, los fauvistas españoles, y cuya producción supera los planteamientos del fauvismo francés. Francisco Iturrino (1864-1924), que expuso con Picasso en París en 1901 en la galería Vollard, y fue amigo personal de Matisse, con el que trabaja en el sur de Francia, es quien mejor representa esta tendencia. El fauvismo de Iturrino es distinto porque incorpora la temática de la España profunda, que dota de sentido dramático a la pintura fauvista. Trabajando sobre una temática muy distinta, Juan de Echevarría (1875-1931) elabora una serie de magníficos bodegones, a base de jarrones de flores, cestos de frutas, manteles..., en una iconografía reducida que utilizaba como soporte de un juego colorístico de gran complejidad. Por otro lado, queremos destacar la personalidad de Francisco Durrio (1868-1940), que tuvo una gran amistad con Gauguin y Picasso y que reparte su vida entre París y Bilbao. Su producción no es muy abundante pero practica, además de la escultura, la cerámica y la orfebrería. Como escultor, Durrio se caracteriza por sus diseños estilizados, que están dotados al mismo tiempo de extraordinaria expresividad; expresividad que refuerza estilizando, hasta la desproporción, sus figuras. Sus bustos y cabezas son de una gran belleza, y destacan sus monumentos conmemorativos y funerarios, entre los que señalaremos el dedicado al músico Arriaga (Bilbao, 19071933) con un elaborado programa iconográfico. Como orfebre, parte del estilo Art Nouveau de Lalique para derivar hacia un primitivismo muy en la linea de las actitudes que se definían en el París de la época, pero que nadie aplicó a la orfebrería. Julio González y Pablo Gargallo en su faceta como orfebres son deudores de Durrio, así como los bajorrelieves de Nemesio Mogrovejo (1875-1910). Hemos pretendido aquí ofrecer una sintética visión de las artes plásticas en los años del fin de siglo, un período dominado por las tensiones entre las distintas regiones, y por la convivencia de manifestaciones en la linea de la tradición con actitudes vanguardistas. Estas vanguardias, sin embargo, acabarán definiéndose en el París de las primeras décadas del siglo XX pues no pudieron ser asimiladas en España, ni en la central ni en la periférica, en aquel momento más ilustrada y potente económicamente.
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Tuvo el preámbulo en la declaración de guerra de Luis XV a Gran Bretaña y Austria en marzo-abril de 1744. Los conflictos comenzaron con la formación de la Unión de Frankfort, en mayo de 1744, compuesta por Francia, Prusia, Carlos VII y algunos príncipes alemanes. El objetivo principal era la defensa de las libertades germánicas con el rescate de Baviera y la proclamación como emperador de Carlos VII. No cabía duda de que tales acontecimientos suponían el gran fracaso de la política de Carteret, destituido en noviembre, sustituido por Henry Pelham. Por su parte, Luis XV designaba secretario de Estado para los negocios extranjeros al marqués D´Argenson, enemigo acérrimo de los Habsburgo y defensor a ultranza de las libertades italianas. Con el tratado franco-prusiano de junio de 1744 se volvía a la posición inicial y, en cuanto los coaligados penetraron en Alsacia, Federico II empezó la conquista de Bohemia, lo que provocó la retirada de las tropas austríacas de suelo francés. Prusia fracasó en Bohemia por la falta de ayuda de Versalles y tuvo que replegarse. Las perspectivas no eran demasiado favorables porque temía el ataque combinado de los ejércitos austriacos y sajones, y la entrada en el Electorado resultaba muy peligrosa por la presumible reacción de Rusia y Austria; finalmente, se decidió y capturó Dresde. Sus precarias relaciones diplomáticas con la zarina Isabel y el desgaste financiero le llevaron a plantearse la paz. Sajonia aceptó con rapidez, pero María Teresa, cansada de sacrificios, propuso conversaciones a Francia para el abandono de la amistad con Prusia, a cambio de cesiones territoriales en los Países Bajos y en Italia a don Felipe. Fracasada la iniciativa, pues era evidente que Federico II frenaba el poder de los Habsburgo, la archiduquesa firmó el Tratado de Dresde, en diciembre de 1745, también bajo la presión de la retirada de los subsidios británicos, por el que confirmaba el dominio prusiano sobre Silesia. Este acuerdo estuvo precedido, en julio, de la Convención de Hannover entre Federico II y Jorge II, con cláusulas de carácter ofensivo-defensivo. Otra vez Prusia había abandonado la alianza con Francia en su propio provecho porque sus planes de una marcha sobre Viena se ignoraban y la guerra de los Países Bajos no le interesaba o, aún peor, podía perjudicarle si cambiaba la situación internacional. Muerto Carlos VII, en enero de 1745, quedaba eliminado el problema y María Teresa se apresuró a asegurar la candidatura de su marido, convertido en septiembre de 1745 en Francisco I, lo que suponía el triunfo de los Habsburgo y el aumento de su poder e influencia.
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La resistencia antiseñorial se canalizó en diversas ocasiones a través de las Hermandades. Así sucedió en el País Vasco, en donde en 1442 se levantaron las Hermandades de Alava y, según un testimonio documental de la época, "comenzaron a derribar algunas casas de cavalleros". Una actuación similar habían tenido en 1415 las Hermandades de Vizcaya y tendrían más tarde, en 1457, las de Guipúzcoa. Algo parecido sucedió en la ciudad de Salamanca, entre los años 1464 y 1468. Una institución interclasista, como era la Hermandad, podía derivar en arma de combate contra los poderosos. En efecto, según el cronista Galíndez de Carvajal "los populares ...pensaron con la hermandad sojuzgar totalmente a los nobles". El resultado final fue lamentable para las gentes del común, pues, según ese mismo cronista, "los cavalleros de Salamanca hicieron un gran destrozo e matanza en los de la hermandad... de manera que oprimieron a los plebeyos". Pero los conflictos antiseñoriales de mayor trascendencia tuvieron por escenario Galicia. Allí había habido en 1431 una importante revuelta antiseñorial. Su punto de partida fue la creación de una Hermandad, integrada por unos tres mil vasallos de Nuño Freyre de Andrade, señor de El Ferrol, y varios miles de populares de los obispados de Lugo y Mondoñedo, y dirigida por el hidalgo Ruy Sordo. El grueso principal de los hermanados era de labriegos, pero también había artesanos de las villas y, en calidad de dirigentes, algunos miembros de la pequeña nobleza. Después de diversas peripecias la revuelta fue sofocada, en parte gracias a la ayuda prestada por el rey de Castilla al señor de El Ferrol. Así relata el final del conflicto el cronista Fernán Pérez de Guzmán: "Nuño Freyre juntóse con Gomez García de Hoyos, que era Corregidor por el Rey en aquella tierra, e fueron a la puente de Hume que era deste Nuño Freyle, e tenían ende cercado un castillo suyo donde estaba su mujer e sus hijos, quatrocientos hombres e mas destos que se llamaban hermanos. Pelearon con ellos e descercaron el castillo, e murieron ahí algunos de los hermanos, e otros fueron presos y enforcados, e así se apaciguó este caso de Galicia". Ahora bien, el conflicto antiseñorial de más envergadura de todo el siglo XV, cuyo origen se encontraba en la formación de una Hermandad, fue el que estalló en Galicia en el año 1467. Enrique IV autorizó la constitución de la Hermandad, que tenía como finalidad garantizar el orden, perturbado por los malhechores, y proteger los intereses de los hermanados. Una vez más se daban cita en la Hermandad grupos sociales diversos: campesinos, que constituían el grupo más numeroso, gentes de los núcleos urbanos, pero también sectores del clero y de la baja nobleza. Entre estos últimos destacaban Alonso de Lanzós, Pedro de Osorio y Diego de Lemos, auténticos dirigentes del movimiento. Pero la Hermandad se convirtió en la punta de lanza de un movimiento antiseñorial, dirigido contra los grandes propietarios territoriales de la nobleza laica gallega. Es la denominada segunda guerra irmandiña o, simplemente, el conflicto de los Irmandiños. Los Irmandiños, organizados de manera ejemplar (a base de cuadrilleros, alcaldes y procuradores), dominaron la escena en un primer momento. Los rebeldes, unos 80.000 según diversos testimonios aportados unos años más tarde en el pleito Tabera-Fonseca, abatieron más de cien fortalezas de los poderosos, al tiempo que tomaban medidas como la supresión de determinados tributos, la exigencia de devolución de tierras monásticas usurpadas por algunos nobles o la prohibición del amádigo (obligación de las mujeres campesinas de amamantar a los hijos de los hidalgos). Pero en 1469 la alta nobleza gallega pudo sofocar el levantamiento irmandiño, gracias a su superioridad militar pero también debido a las grietas que se produjeron en el seno de la rebelión. En efecto, Lope García de Salazar explica el final de la segunda guerra irmandiña en función de la actitud de la pequeña nobleza, que inicialmente había apoyado la causa popular, pero que a la larga terminó retirándose de la Hermandad. Los hidalgos, dice el autor citado en un párrafo de gran expresividad, "acatando la antigua enemistad que fue e seria entre fijosdalgos e villanos, juntandose con los dichos señores, dieron con los dichos villanos en el suelo". La Hermandad había sido aplastada. Inmediatamente se puso en marcha la represión de los vencidos. Es probable, no obstante, que ésta no fuera muy dura, pues, como decía el conde de Lemos, en respuesta al mariscal Pardo de Cela, que le instaba a que llenase sus robles de vasallos ahorcados, "no se había de mantener de los carballos". En cualquier caso, el conflicto de los Irmandiños ha dejado una huella imborrable en la mentalidad colectiva de los gallegos.
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La segunda mitad del siglo XV ve un cambio de situación general muy acusado. Ni en Cataluña, ni en Mallorca, continúa manteniéndose el nivel de encargos y calidad de épocas anteriores. Un Francí Gomar sigue siendo un escultor notable, aunque las obras más importantes, como el retablo de la capilla del arzobispo Mur (Museo Cloisters, Nueva York), nos llevan a Aragón. Es anónima la capilla y sepulcro de Bernardo de Pau, en la catedral de Gerona, de gran empaque y complicada historia estética adivinada. Otras obras siguen teniendo interés, pero inferior al de la primera mitad de siglo. En concreto, en Barcelona, los Claperós son los mejores escultores.En Aragón es de destacar que se mantiene durante un tiempo la relación con los artistas catalanes que parecen en algún momento trabajar más para este reino, que en su Principado. El retablo de la Seo debió terminarse deprisa y corriendo en madera. La solución no debió convencer, porque a partir de un momento sobreviene un cambio que le va a transformar en una pieza modelo para el futuro aragonés. Es el alemán Hans Gmund de Suabia o Hans Piet d'Ansó el que protagoniza el primer cambio al encargarse de esculpir tres grandes escenas con la Epifanía entre la Transfiguración y la Ascensión. En 1467 comienza y en 1478 había muerto. Será Gil de Morlanes el Viejo el que culmine los doseles superiores. La abertura de un óculo en el centro le da un carácter eucarístico especial. Desde el momento en que la enorme fábrica se terminó se convirtió en punto de referencia indispensable para obras futuras, aunque estilísticamente estuviéramos en otro ámbito. Tal vez hay que llamar la atención sobre la rara unidad compositiva lograda, cuando la realización se debió a artistas tan distintos entre sí. En la Corona de Castilla la segunda mitad de siglo presenta un panorama deslumbrante y agotador, por el número de empresas y las dimensiones de muchas, pese a todo lo que se ha destruido o anda disperso por lugares muy diferentes. El cambio en Toledo lo protagoniza, sin duda, el equipo que viene con Hanequin de Bruselas. En la Puerta de los Leones trabajan varios nombres cuya obra puede ser individualizada y entre los que destaca por el papel que tendrá en el futuro Egas Cueman, hermano del arquitecto. Para Guadalupe realiza, entre otras obras, el sepulcro de Alonso de Velasco (1467-8) en el que destacan los enterrados arrodillados en oración, en vez de estar como yacentes, fórmula con antecedentes en el relieve, pero que ahora toma carta de naturaleza en lo castellano. Trabaja con Juan Guas en San Juan de los Reyes, verdadero muestrario de la escultura toledana de fines del siglo XV, aún sin estudiar en detalle. La documentación cita también a otros artistas. El más huidizo es Sebastián de Almonacid, al que corresponden los ejemplares sepulcros de Alvaro de Luna y su esposa en la capilla a ellos dedicada en la catedral. En el entorno de Guas se mueve un grupo de escultores de alta calidad, pero de identificación no clarificada. Entre ellos estaría el autor de una obra paradigmática del otoño medieval, el sepulcro del Doncel, en la catedral de Sigüenza.No son tan importantes los retablos de madera. En el de pintura de la capilla del Condestable se incluye una escultura central, sistema bastante frecuente en otros lugares. De todos modos, hay que recordar que es en Toledo donde se fabrica una de las máquinas de madera más prodigiosas para su altar mayor. Su historia desborda el período tratado e implica a multitud de artistas. También en esta ciudad trabaja Rodrigo Alemán, de procedencia nórdica. Su labor más difícil fue la de la sillería de la catedral toledana con un programa político-religioso ambicioso en sus respaldos: la campaña de la guerra de Granada, vista como cruzada. Por su cuenta, y en contraste con esta solemnidad, jugó en las misericordias con un lenguaje iconográfico burlón y obsceno.En la zona del Norte, destaca Burgos, por encima de los otros centros. Probablemente con Hans de Colonia vinieron escultores que labraron las figuras de la zona alta central y las torres de la fachada de la catedral, pero que son desconocidos por el lugar en que se colocó su obra. El sepulcro del obispo en su capilla es una pieza magistral, que ha motivado amplias discusiones sobre su autoría y fechas.
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La constitución de las Academias de Bellas Artes determina un nuevo camino en la integración social del quehacer artístico. Fue la idea de carácter estatutario contra la tradicional organización gremial. La Academia, controlada por la burocracia real y por la nobleza pone en marcha una rigurosa reglamentación que establece una drástica separación entre artistas y artesanos. El decoro de las artes y una ideología que desarrolla el concepto del mérito del artista subyacen en las cláusulas del discurso académico, resultando ser un manifiesto ético-político en el reformismo ilustrado. El proyecto académico, con antecedentes en el siglo XVII, fue apoyado en el siglo XVIII por una élite que, al reagruparse sobre un programa definido y apropiado, logró el apoyo de la Monarquía reinante. La fundación quedó integrada en el aparato burocrático real, y su estructura científica adaptada a los modelos de Italia y de Francia por considerarse los más progresivos.
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El segundo ataque dio comienzo a las 8,40 horas, con 54 bombarderos, 80 bombarderos en picado y 36 cazas. La dirige el comandante Shimazaki, del portaaviones Zuikaku, quien dio la orden de despegue una hora después de que hubiera partido la primera oleada. Prevenidos y dispuestos, esta segunda oleada se encontró con mejores defensas americanas. Los sirvientes de los cañones acudieron a sus puestos y la munición fue aprovisionada. En consecuencia, fueron abatidos algunos de los bombarderos atacantes. A pesar ello, el Pennsylvania resultó alcanzado, tres destructores fueron puestos fuera de combate y el Nevada fue obligado a encallar. A las 10 de la mañana el ataque se dio por finalizado. A pesar de no haber encontrado el objetivo principal, los portaaviones Enterprise y Lexington, Nagumo se dio por satisfecho con los daños infligidos, considerando que las pérdidas causadas serían un golpe fundamental para la presencia americana en el Pacífico. Afortunadamente para Washington, Nagumo desoyó los consejos de Fuchida y otros comandantes, que solicitaban otro ataque más para completar la destrucción de la Flota del Pacífico. Así pues, dio orden a la Flota de emprender la retirada. Particularmente desafortunada fue la decisión de no iniciar la búsqueda de los portaaviones norteamericanos, pues el Enterprise se hallaba de regreso a Pearl Harbor y no hubiera podido resistir un ataque masivo. La decisión de Nagumo posiblemente fue un factor decisivo en el posterior desarrollo de la guerra. De los 183 aparatos de la primera oleada sólo nueve faltaban sobre la cubierta de los portaaviones. El segundo ataque tuvo menos fortuna: sólo regresaron 150 aparatos. La flota japonesa había cumplido su misión y viró hacia el noroeste. Aparte de los 29 aviones perdidos, Nagumo debía contabilizar la muerte o captura de 55 pilotos y tripulantes, la de diez submarinistas y la destrucción de sus cinco submarinos enanos, que se mostraron completamente ineficaces. La contabilidad norteamericana resultó mucho más dolorosa y lenta: 2.403 muertos y 1.778 heridos era su tragedia humana. En lo material había que contabilizar la destrucción de los acorazados Arizona y Oklahoma; las grandes averías y destrozos sufridos por el West Virginia, California y Nevada (que pudieron ser reparados y participarían más tarde en la guerra); se fueron a pique tres destructores y cuatro buques más pequeños; sufrieron daños graves tres cruceros y tres destructores más. En total, 300.000 toneladas de buques de guerra fueron destruidas o inutilizadas temporalmente. Las pérdidas aéreas se cifraron en 183 aviones destruidos y 63 parcialmente dañados, casi el total de los que se hallaban en la isla. Un análisis posterior acorta, sin embargo, el éxito japonés. Cuando Nagumo comenzó a alejarse de las Hawai perdió la oportunidad de su vida. En Pearl Harbor quedaron más de 70 buques indemnes, entre ellos tres acorazados, con escasos daños, y una docena de cruceros, inmensos talleres y diques secos cuya destrucción hubiera supuesto para USA mayor pérdida que la de sus dos acorazados abatidos ese día y, sobre todo, inmensos depósitos de combustible que hubieran paralizado a la flota norteamericana durante meses.
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Entre el 12 y el 14 de abril de 1931 tuvo lugar una de las cesuras más caracterizadas de la historia contemporánea de España: la caída de la Monarquía borbónica, que encarnaba Alfonso XIII, y la simultánea proclamación de la Segunda República. Nacida en medio de una inmensa alegría popular, la República fue depositaria de los anhelos de regeneración y de las esperanzas democratizadoras de buena parte de los españoles de la época. Los gobernantes republicanos, dotados de un amplio respaldo democrático tras las primeras elecciones parlamentarias, parecían en condiciones de poner en marcha o acelerar muchos de los procesos de modernización política y socioeconómica por los que venían clamando desde hacía décadas las mentes más lúcidas del país: una reforma del sistema representativo, que terminara con las lacras del caciquismo y consolidara un sistema de partidos de masas; un nuevo modelo de Administración civil y militar, que dotara al Estado de mayor eficacia y que, al tiempo, lo descentralizara, abriendo paso a procesos de regionalización y autogobierno; un nuevo marco de relaciones laborales, que mejorara las condiciones angustiosas de gran parte de la población asalariada; una reforma agraria, que satisficiera las demandas de tierra del campesinado y facilitara la racionalización de la agricultura; procesos de secularización, que pusieran fin al tradicional contubernio entre la Iglesia católica y el Estado monárquico... Nacida en medio de un consenso casi general, la República se frustró en breve plazo, dando paso a la guerra civil que asoló las tierras de España desde el verano de 1936. Transcurrido ya muchas décadas desde su final, el período republicano es hoy uno de los mejor conocidos de nuestra contemporaneidad, campo para la continua publicación de todo tipo de estudios, y referente obligado para la comprensión del presente y de los procesos históricos que se desarrollaron en la segunda mitad de la centuria pasada. La síntesis que aquí se inicia pretende, a partir de lo mucho publicado y debatido por los historiadores, algunas claves de interpretación de aquella esperanza frustrada que fue la Segunda República.
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La jornada del 10 de agosto de 1792 señala una división clara en todo el proceso de la Revolución francesa, en la que coinciden todos los historiadores, sean de la tendencia que sean. Aquellos acontecimientos significaron el fracaso definitivo de la burguesía moderada liberal y el turno de la más modesta burguesía democrática. Esta burguesía, que a partir de este momento tomará el relevo en la conducción de la Revolución, no sentirá la necesidad de aliarse con los nobles liberales con los que habían compartido el poder en la primera fase. No por eso, sin embargo, dejaba de compartir con ellos el respeto a la propiedad y aunque aceptaban el concurso del pueblo para combatir a la contrarrevolución, no estaban dispuestos a dejarse desbordar por él ni a perder el control de los resortes del poder. Es la hora también de la desaparición de unos hombres que hasta entonces habían sido primeros protagonistas y de la irrupción en escena de unos nuevos personajes que llegarán a alcanzar notoriedad en los años sucesivos. Para Furet y Richet, eran hombres que se lo debían todo a las circunstancias y a los que una situación excepcional iba a otorgarles unas responsabilidades para las que no estaban preparados ni por su formación ni por su carrera. Los tres hombres clave de la nueva situación eran Maximilien Robespierre, Jean Paul Marat y Georges Jacques Danton. Cada uno de ellos estaba destinado a jugar un papel diverso, pero siempre destacado, en la etapa revolucionaria que se abrió el 10 de agosto de 1792.