Durante siglos, la ruta de la seda fue una vía de conexión de los mundos occidental y oriental. La seda, conocida únicamente en China, pronto fue demandada por los extranjeros, lo que originó un activo intercambio comercial. La ruta de la seda clásica contaba con diferentes caminos y trazados que, partiendo de Chang-an, atravesaban el corredor de Gansu hacia los oasis de Dunhuang. Desde aquí, el camino proseguía hasta la ciudad-oasis de Kashgar. Más adelante se bifurcaba. Un camino norte llevaba por la meseta de Pamir y Samarcanda hasta Mashad. La ruta del sur rodeaba el desierto de Gobi por Bactra y Herat hasta concluir en Mashad. Ya unidos, los dos caminos continuaban atravesando Asia Central y Persia, llegando a la cuenca mediterránea por Ctesifonte y Palmira. Alejandría, en el sur, y Bizancio, en el Norte, eran sus puntos terminales. Cuando se divulgó el secreto de la fabricación de la seda, el comercio de ésta fue reemplazado por el de cerámica y especias. La ruta de la seda hizo llegar al mundo mediterráneo innovaciones como la brújula, el papel, la pólvora o la porcelana.
Busqueda de contenidos
contexto
La aportación de estos grandes maestros -Rodrigo Gil de Hontañón y Alonso de Covarrubias- no quedó reducida exclusivamente a los efectos derivados de su propia obra, sino que se manifiesta, de manera singular, en la influencia que ejercieron en la labor de otros arquitectos que, como Hernán González de Lara, colaborador de Covarrubias en el Hospital de Afuera, pasaron de una concepción espacial y unas soluciones técnicas bastantes conservadoras a utilizar más adelante un lenguaje pleno de referencias clásicas. Por su temprana implantación, el clasicismo andaluz merece una especial atención dentro de este apartado. Como ya indicábamos cuando nos referíamos al mecenazgo de la familia Mendoza, Andalucía fue la zona de la Península donde antes se adoptaron las soluciones aportadas por el Renacimiento italiano. A ello contribuyeron definitivamente, aunque por diferentes razones, la construcción de la catedral de Granada y la del Palacio de Carlos V en la Alhambra. Cuando en 1527 el emperador encomendó a Machuca la edificación del palacio imperial, la arquitectura andaluza se orientaba hacia soluciones modernas, pero ornamentadas, como las adoptadas el mismo año por Diego de Riaño en las Casas Consistoriales de Sevilla. Fueron, por tanto, las soluciones ensayadas en la catedral y palacio granadinos las que hicieron posible la introducción definitiva del clasicismo en Andalucía como en el resto de España. Ya nos referimos al papel fundamental que la obra de Machuca tuvo en los ambientes artísticos andaluces y en el propio círculo de la corte, pero el hecho más determinante en el proceso de asimilación del clasicismo en Andalucía fue la llegada de Silóe a Granada para encargarse de la realización de dos grandes obras proyectadas con anterioridad: la iglesia del convento de San Jerónimo, panteón de la familia de don Gonzalo Fernández de Córdoba, levantada parcialmente por Jacobo Florentin conforme a un proyecto gótico, y la catedral de Granada, proyectada por Enrique Egas con una planta semejante a la del modelo de la Catedral Primada, elegida posteriormente por Carlos V para que sirviera de panteón regio a la dinastía reinante. Ya por entonces Silóe había aplicado en sus primeras obras castellanas la lección aprendida en Italia de la arquitectura bramantesca, organizando unas estructuras clásicas y monumentales de filiación clasicista que destacaban sobre cualquier consideración de carácter ornamental. Debido a su carácter funerario, Silóe se propuso en ambas obras granadinas dotar de una significación especial al presbiterio, consiguiendo centralizar su espacio. No obstante, debido al estado de la construcción de los respectivos proyectos en el momento en que se hizo cargo de ellos, condicionó de manera diferente el resultado final de ambos encargos. El avanzado estado de las obras de San Jerónimo obligó a Silóe a adoptar en el crucero una bóveda de crucería encasetonada sobre trompas-nichos, cuando lo que realmente pedía el proyecto era una cúpula sobre trompas, utilizando bóvedas de cañón con casetones en los brazos del crucero y en el antepresbiterio. No sabemos a ciencia cierta si estas soluciones estaban ya previstas en el proyecto del italiano Jacobo Florentin; lo que sí es seguro es la participación de Silóe en la confección de su complejo programa ornamental, que en esencia, y en clave alegórica, trata de ensalzar las virtudes, la fama y las glorias del Gran Capitán, de su mujer y de sus antepasados en un claro intento de transmitir la imagen de un héroe guerrero desde una óptica típicamente clasicista. Por el contrario, el carácter incipiente del proyecto catedralicio le permitió actuar sin reservas introduciendo notables modificaciones respecto a lo proyectado en un principio, alterando sustancialmente su disposición inicial, consiguiendo así uno de los edificios más importantes de nuestro Renacimiento. Como ya señalara Rosenthal, Silóe transformó la girola primitiva en una gran rotonda cubierta por una cúpula monumental, referencia directa a los monumentos funerarios imperiales de la antigüedad romana. La articulación de este espacio centralizado, donde se instaló un completo programa iconográfico de vidrieras, se convierte de una forma inequívoca en el elemento más significativo del templo; espacio que ha sido explicado como referencia clasicista del Santo Sepulcro de Jerusalén, a modo de imagen de la victoria imperial sobre herejes e infieles y como restitución simbólica del lugar sagrado por excelencia en el Orbe Cristiano. Por otra parte, la solución adoptada para los alzados, en lo referente a los elementos sustentantes de gran altura, constituyen una reelaboración a escala monumental de la utilizada por Brunelleschi en las basílicas florentinas o la empleada por Bernardo Rossellino en la catedral de Pienza. Los pilares, con columnas corintias apoyadas sobre pedestales, elevan sobre su capitel un trozo de entablamento sobre el que descansa un pilar de pequeñas proporciones, lo que realza considerablemente su altura, sin alterar por ello el sistema de proporciones del orden clásico. El acierto de esta solución se proyecta directamente sobre la disposición de alzados de las catedrales andaluzas de Málaga y Guadix, y en algunos edificios religiosos del Nuevo Mundo. Las catedrales de Guadalajara (México) y de Lima y Cuzco en el Perú, constituyen los ejemplos más importantes del territorio americano donde quedan reflejadas estas soluciones. De todas las portadas de la catedral sólo se terminaron en vida de Silóe las del Ecce Homo y la de la Sacristía, y únicamente se habían levantado los primeros cuerpos de las de San Jerónimo y del Perdón, que da entrada al crucero por el lado opuesto a la Capilla Real y se comporta como un verdadero arco triunfal. Su composición se basa en un vano de medio punto flanqueado por columnas pareadas sobre pedestales, en cuyos intercolumnios se colocan nichos avenerados, que recuerda a la empleada en el cuerpo bajo de la torre de Santa María del Campo, en la que se han enfatizado los ornamentos, constituyendo uno de los modelos de portada más imitada en la zona de Andalucía. Años más tarde, Silóe tuvo la oportunidad de dar las trazas y condiciones para la iglesia de El Salvador, de Ubeda, destinada a ser capilla funeraria de la familia de don Francisco de los Cobos, secretario particular del emperador Carlos V. Sin los condicionantes de los edificios precedentes, este edificio de nueva planta -emulación del panteón regio de Granada- responde a una disposición armónica y proporcionada, basada en una amplia nave salón de tres tramos con capillas entre los contrafuertes, a la que se asocia una capilla mayor de planta circular cubierta con una cúpula de media naranja. Se articulan sus alzados con un orden monumental de medias columnas corintias sobre pedestales, que en todo el perímetro interior del edificio sustentan un entablamento coronado por una balaustrada. Su portada principal, construida como el resto del edificio por Andrés de Vandelvira, reitera el modelo establecido por Silóe en la catedral de Granada y, en consonancia con el sentido funerario de la capilla y con el carácter clásico del edificio, presenta un programa iconográfico que basado en temas cristianos, mitológicos y en una exégesis de la "Divina Comedia" alude al concepto humanista de la inmortalidad como triunfo sobre la muerte. La estela de Silóe en Andalucía no queda reducida exclusivamente a estos novedosos proyectos, sino que se extiende a un sinnúmero de edificios civiles y religiosos que, como las parroquiales de Huelma, Iznalloz, Moclín e Illora, suponen la adopción sin reservas de las soluciones del maestro andaluz en este proceso de decantación clasicista operado en las tierras del sur. En este sentido, es sintomática la transformación operada en la obra de la mayoría de arquitectos andaluces que, como Diego de Riaño o Martín de Gainza, habían iniciado su carrera con la construcción de edificios donde primaban los planteamientos decorativos. A estos principios responden las soluciones adoptadas por Diego de Riaño en las Casas Consistoriales de Sevilla, de los que se fue alejando en las obras realizadas en la catedral hispalense, después de ser nombrado para el cargo de maestro mayor. La Sacristía de los Cálices y, sobre todo, la Sacristía Mayor de la catedral son dos buenos exponentes de este proceso. En este último ejemplo, su planta de cruz griega cubierta con cúpula sobre pechinas, las bóvedas de abanico que cubren los reducidos brazos y, en definitiva, el espacio central así generado, responden a un concepto clásico de la arquitectura, que no logra ocultar la amplitud y profusión del repertorio ornamental utilizado. Colaborador y sucesor de Riaño en la catedral de Sevilla, Martín de Gainza continuó en la dirección de estas obras a la muerte de su maestro, iniciando más adelante otros proyectos, que como la Capilla Real de la catedral o el Hospital de las Cinco Llagas de Sevilla, fueron terminados a su muerte por Hernán Ruiz el joven. Adiestrado en el círculo de Silóe en Granada, este último arquitecto tuvo una mejor formación clásica, como así se manifestó en sus inquietudes teóricas -fue autor de un útil "Manuscrito de arquitectura", destinado para uso propio y de sus colaboradores- y en las soluciones adoptadas en un numeroso grupo de edificios en Córdoba y Sevilla, entre los que destacan sus dos más famosas obras en la catedral hispalense: el cuerpo de campanas de la Giralda, rematado por el giraldillo -alegoría del triunfo de la Fe- fundido por Bartolomé Morel, y la Sala Capitular de la catedral, que supone una adaptación a las necesidades del momento de los planteamientos iniciales de Diego de Riaño. En esta última, en respuesta a su disposición elíptica, fuertemente iluminada por la linterna de la cúpula, se genera un espacio opuesto al del pasillo que le sirve de acceso, produciendo un efecto de ambigüedad y artificiosidad típicamente manierista. De 1579 data el programa iconográfico del Cabildo, establecido por el canónigo Francisco Pacheco y desarrollado mediante las pinturas de Pablo de Céspedes y los relieves de Juan Bautista Vázquez, Diego de Velasco y Marcos Cabrera. Mucho más clasicista resulta el estilo de Andrés de Vandelvira (1509-1575), cuyos planteamientos alcanzaron una gran resonancia en Andalucía, proyectándose, incluso, hacia determinadas zonas de Castilla y Levante a través de un numeroso grupo de obras entre las que destacan, además de las de Ubeda, Baeza y Jaén, las realizadas en su villa natal de Alcaraz y en otras poblaciones de la comarca como Villacarrillo, Mancha Real, Hellín y Sabiote. A pesar de la dependencia que mantuvo respecto a las soluciones constructivas de Silóe, ya desde sus primeras obras Vandelvira se nos muestra como un gran arquitecto dotado de una extraordinaria personalidad. Como ya hemos indicado, en la iglesia del Salvador de Ubeda, construida por el maestro, se produce una experiencia más orientada a definir en España una tipología humanística del edificio religioso, en consonancia con las llevadas a cabo en los ambientes europeos más renovadores. En este sentido, sus diseños para la sacristía del mismo edificio vienen a completar el programa iniciado en tiempos de Silóe. De planta rectangular, siguiendo la disposición tradicional de este tipo de espacios, sus alzados se ordenan con arcos hornacinas entre los soportes, sobre los que apoyan cariátides y guerreros tenantes en los que descansa el entablamento del que parten unas bóvedas vaídas de sobrio trazado, que dan al conjunto un aspecto armoniosamente clásico. Completa este espacio litúrgico un programa iconográfico -sabios, sibilas, videntes y profetas- de carácter humanístico, a modo de anuncio de la llegada de El Salvador, realizado en gran parte por el escultor Esteban Jamete. También responden a sus trazas otros edificios de la ciudad de Ubeda, como el Hospital de Santiago -cuya iglesia responde a un original espacio abovedado- y los palacios de Vázquez de Molina y Vela de los Cobos, donde el arquitecto da muestra de la depuración de su estilo en dos soluciones tipológicas muy diferentes. Pero fue en la construcción de la Catedral de Jaén donde Vandelvira se enfrentó por primera vez a la complejidad de un proyecto de estas características. En este caso, donde utilizó para los soportes una solución similar, pero más sencilla, que la adoptada por Silóe en la Catedral de Granada, tuvo que organizar su interior como un amplio y diáfano salón de fiestas. La veneración en el templo del Santo Rostro requería un espacio adecuado para la realización de ceremonias litúrgicas de tipo procesional relacionadas con el culto de tan venerada reliquia. De ahí que el arquitecto concibiera el cerramiento de los muros como una galería continua a lo largo de todo el perímetro del templo, articulándolos con tramos sucesivos con grandes balcones al interior. También debemos a Vandelvira la disposición de planta salón del templo, sus proporciones y, en definitiva, la idea general del conjunto que, como la Catedral de Granada, tanta influencia tuvieron en la construcción de catedrales en Andalucía y en América. El singular dominio de la tectónica clásica, la diafanidad y luminosidad del espacio y la acertada solución de los alzados convierten a la catedral jienense en una de las mejores creaciones del Renacimiento andaluz y en la más afortunada experiencia en la obra de su autor. La pieza más conseguida del conjunto catedralicio es, sin duda, la Sacristía, donde unos cuantos elementos arquitectónicos fueron suficientes para transformar una modesta planta rectangular en un verdadero espacio manierista. La articulación de los elementos constructivos, netamente clásicos, la ausencia absoluta de decoración -reducida exclusivamente al diseño de las piezas que coronan los capiteles, las cartelas de los testeros y las ménsulas con carátulas del friso-, así como el novedoso tratamiento de los muros y hornacinas logran transformar una disposición de carácter tradicional en un espacio radicalmente moderno donde las facultades y el genio de Vandelvira alcanzan sus cotas más elevadas. A partir de entonces, su estilo se fue decantando hacia soluciones manieristas de gran simplicidad constructiva, como las ya referidas en la sacristía de la catedral jienense o las desarrolladas a partir de los años sesenta en otros edificios como el Palacio de Vázquez de Molina en Ubeda. El acierto de estas soluciones claramente manieristas, reutilizadas en parte por Hernán Ruiz el joven y codificadas en los escritos teóricos de su hijo Alonso de Vandelvira, fueron los factores que mejor contribuyeron a la difusión de la arquitectura de Andrés de Vandelvira en toda Andalucía y en otras regiones limítrofes.
video
La Ruta del Califato es una aventura para el espíritu. De Córdoba a Granada, pasando por tierras de Jaén, nos adentramos en dos vuelcos de la historia, dos momentos irrepetibles, dos siglos de oro. Córdoba es, como no podía ser de otro modo, nuestro punto de partida. La ciudad asombra al viajero por la monumentalidad de su mezquita. Explosión de color, volúmenes y luces, un bosque de columnas y arcos sobrecoge a quien tiene la fortuna de adentrarse en su interior. Córdoba es la gran ciudad califal omeya, la urbe de las maravillas, glosada por poetas de Oriente y Occidente. Muy cerca de Córdoba se levantó la ciudad de Madinat al-Zahra, capital califal durante apenas una centuria. Salones, palacios y jardines debieron sorprender a quienes tuvieron la fortuna de visitarlos en todo su apogeo. Una larga vida de siglos como ruinas abandonadas no empaña la belleza de estas piedras, testigos mudos de un esplendoroso pasado. Dejando atrás Córdoba, la ruta se divide en dos ramales, aunque ambos confluirán, más adelante, en la majestuosa villa de Alcalá la Real. El primer ramal sigue la cuenca del río Guadajoz. Espejo, y especialmente Castro del Río, beben de sus aguas. El castillo de Espejo preside la villa. Dos bellas iglesias góticas fueron construidas por los cristianos sobre los derribos de las viejas mezquitas musulmanas. Huertas, frutales y un ajedrezado de espigas dan la bienvenida al viajero antes de entrar en Castro del Río. Villa de origen romano, sus murallas y castillo protegen un conglomerado de calles y plazuelas, salpicadas de antiguas iglesias. La siguiente etapa nos lleva hasta Baena, con su paisaje de campiña, estación intermedia antes de emprender el camino hacia Luque y Zuheros, en las estribaciones de las Sierras Subbéticas. Olores de aceite recién prensado seducen el sentido del viajero que se encuentra en Baena, extasiado ante la contemplación de sus numerosos monumentos. Villa de orígenes remotos, Luque está enclavada en un escarpado terreno. Tierra fronteriza, su castillo roquero fue testigo de numerosas disputas. Zuheros surge a finales del siglo IX, cuando los musulmanes fundaron la enriscada villa. El viajero no puede pasar por alto una visita a la Cueva de los Murciélagos, importante yacimiento neolítico. La ruta se interna en la campiña de Jaén penetrando por el puerto de Alcaudete. Más adelante, entre sierras cada vez más espesas, el camino llega hasta Castillo de Locubín. Una tierra feraz y una posición estratégica han marcado la historia de Alcaudete. Merece la pena pararse y contemplar las iglesias de Santa María y de San Pedro, las más importantes de la localidad. Castillo de Locubín se rodea de una muralla de elevadas crestas y un ejército de olivos que le dan vida. Córdoba es el punto de partida del segundo ramal de la ruta, el que nos lleva hasta Fernán Núñez y Montemayor. El paisaje se nos muestra repleto de viñedos y olivares. Preside la villa de Fernán Núñez el Palacio Ducal, uno de los edificios más singulares de la arquitectura civil cordobesa. El nombre de Montemayor lo dice todo: un enclave estratégico que domina la campiña. Nuestra siguiente etapa nos conduce hasta Montilla, Aguilar de la Frontera y Lucena. Montilla tomó en época medieval su típico aspecto de villa-fortaleza de frontera. Excelentes caldos seducen el paladar del viajero. La plaza de San José, de curiosa forma octogonal, es el centro de la vida cotidiana en Aguilar de la Frontera. Desde su altura, la Torre del Reloj mide el tiempo de la existencia diaria. Lucena es el resultado de la sabia mezcla de tres culturas: cristiana, judaica y musulmana. El principal testigo de la huella andalusí es el castillo del Moral, que señala el corazón del primitivo núcleo urbano. Tras dejar Lucena, se suceden Cabra y Carcabuey. Y más allá está Priego, en medio de un circo montañoso que sombrea su huerta. Arrullada por arboledas y manantiales descansa Cabra, una de las poblaciones más antiguas de la comarca. El castillo, la plaza Vieja, la iglesia de la Asunción... son monumentos que justifican por sí solos la visita. Carcabuey es un pueblo pequeño en tamaño pero grande en patrimonio. Su caserío vive al pie de un castillo de origen musulmán, enriscado en un monte. Capital del barroco cordobés, Priego guarda auténticas joyas artísticas como el Sagrario de la Asunción, la Aurora y la Fuente del Rey. Alcalá la Real es el punto en el que confluyen los dos ramales de la Ruta. Populosa ciudad y fortaleza, es la llave del histórico camino entre Córdoba y Granada. La majestuosa fortaleza de la Mota corona el cerro que domina la población. Ya en tierras de Granada, el camino nos lleva hasta Pinos Puente, Moclín y Colomera. Pinos Puente, en plena vega granadina, debe su nombre al puente de época califal que salva el río Cubillas. Es éste un lugar idóneo para el disfrute de la naturaleza. Moclin ofrece una de las estampas medievales más sorprendentes de Andalucía. Su origen corre paralelo al nacimiento del reino nazarí de Granada. Calles estrechas y empinadas dibujan el paisaje urbano de Colomera, situada en la ladera de un cerro coronado por la iglesia renacentista de la Encarnación. Güevéjar, Cogollos Vega, Alfacar y Víznar son los últimos pueblos que encontramos antes de llegar a Granada. Güevéjar simboliza la resistencia de un pueblo a los reveses de la naturaleza. En 1884 un terremoto acabó con todo su caserío, por lo que sus habitantes decidieron trasladarse a la zona que ahora ocupa el pueblo. Cogollos Vega recorta su perfil blanco bajo un picacho de aspecto alpujarreño. Su carácter serrano se afianza al recorrer sus calles. La limpieza de las aguas de Alfacar hizo de este lugar uno de los favoritos para el solaz de los monarcas granadinos. Víznar, un pueblo que nació al conjuro del agua, remonta sus orígenes a la Edad Media. La de Aynadamar es la mayor acequia trazada en época andalusí. Tras pasar por sierras, campiñas y vegas, la ruta llega a su fin en Granada. Granada es el ensueño, la atracción de unos palacios nazaríes levantados en medio de un vergel. La recompensa está clara: la contemplación de la Alhambra justifica por sí misma una y mil travesías. Los palacios nazaríes parecen flotar sobre las aguas de los estanques, quizás evocando el paraíso prometido. Jardines y torreones permiten la ensoñación de cuentos lejanos. Pero Granada no es sólo la Alhambra. Nadie mejor que uno de sus hijos más queridos, Lorca, para describirla: "Granada es una ciudad para la contemplación y la fantasía, donde el enamorado escribe mejor que en ninguna otra parte el nombre de su amor en el suelo. Las horas son allí más largas y sabrosas que en ninguna otra ciudad de España. Tiene crepúsculos complicados, de luces constantemente inéditas, que parece no terminarán nunca". Hemos acabado nuestro recorrido. Es momento de recapitular, de recrearnos en nuestras propias impresiones sobre lo vivido. Siguiendo la Ruta del Califato hemos podido disfrutar de mil atractivos distintos. Nos ha permitido soñar y encontrarnos con un pasado esplendoroso. Nada nos ha dejado indiferentes. En definitiva, nos hemos hecho un poco más sabios.
obra
En el vestíbulo -llamado l´Antisala- de la Libreria Marciana en Venecia pintó Tiziano esta tela octogonal representando a la Sabiduría. El edificio fue iniciado por Jacopo Sansovino en 1537 y finalizado en 1591 por Vincenzo Scamozzi. Sería descrito por Palladio en 1570 como "el edifico más ricamente decorado que jamás se había sido construido desde la Antigüedad". En el techo de la Sala Grande habían trabajado algunos de los mejores pintores manieristas -Salviati o Veronés entre ellos-, elaborando un programa iconográfico en el que se evocaba la "supremacía del saber humano en las disciplinas activas". Tiziano se reserva el vestíbulo para realizar su imagen, en la que representa a una figura femenina sentada sobre las nubes, sujetando con su mano izquierda un largo rollo mientras que con la derecha sostiene un espejo, ayudada por un amorcillo, en el que se mira el rostro. La elegante figura de la Sabiduría viste un traje blanco casi transparente, que permite contemplar sus senos, cubriendo sus piernas con un pesado manto rojo. Absorta ante su propia imagen, se nos muestra de perfil, recordando a las estatuas de la antigüedad. La alternancia de luces y sombras, la disposición escorzada de la figura, el ritmo compositivo empleado, la pincelada rápida y empastada aplicada y la economía cromática serán elementos identificativos del estilo de Tiziano en la década de 1560.
contexto
Por una parte, en la cerámica mochica, una de las fuentes de conocimiento más interesantes, la abundancia de elementos eróticos permiten hacer una análisis de cuál era el papel femenino en la vida doméstica de estos pueblos. Y es el estudio de las representaciones en cerámica el que dio pistas a los etnohistoriadores para entrever la presencia femenina como protagonista en algunos eventos de carácter ritual. La "ceremonia del sacrificio", según las representaciones encontradas, era uno de los ritos más sagrados de esta cultura. En ella aparecían soldados derrotados que eran hechos prisioneros y luego sacrificados; la sangre de esos guerreros era entregada a una sacerdotisa. Y serán los trabajos realizados por Luis Jaime Castillo en la tumba conocida como de la sacerdotisa de San José de Moro (La Libertad, Perú), a partir de los años noventa del siglo XX, los que aportan luces nuevas a la etnohistoria andina. Después del descubrimiento de la tumba del Señor de Sipán, la de la sacerdotisa se convierte en nueva fuente de información que permite desvelar antiguos secretos encerrados bajo las pirámides de adobe. Según las conclusiones de este arqueólogo, tras años de trabajo, podemos afirmar que en el mundo moche se produce una evolución desde un estadio de cacicazgo al de organización estatal. Y en esta evolución, asegura Castillo, encontramos un cambio en el papel de la mujer, que se va incrementando como protagonista en actividades rituales. El estudio iconográfico de las representaciones y la propia tumba de las dos mujeres que conocemos como sacerdotisas de San José de Moro permiten sostener estas afirmaciones en pruebas bastante sólidas. Los restos de la tumba de la Sacerdotisa de San José de Moro se hallaron en 1997, y suponen una revolución para nuestros conocimientos de esta cultura. La mujer enterrada corresponde a la etapa Moche Final (100-800 dC). Lo interesante es que estos restos fueron pronto asociados a las representaciones de esta mujer en la llamada "ceremonia del sacrificio", lo que permitió a los investigadores completar su conocimiento acerca de la mujer enterrada y sus funciones en la vida religiosa de los mochica. Gráfico El hallazgo de la tumba permitió identificar a la mujer enterrada con aquella sacerdotisa de la ceremonia, a quien se entregaba la sangre de los sacrificados. Los restos hallados corresponden a una mujer de unos cuarenta años. Tenía que formar parte de la elite, puesto que a sus pies se hallaron los cuerpos de otras cuatro mujeres pertenecientes a su séquito. Junto a los restos humanos había objetos de cobre, máscaras. Piedras, un tocado y la copa ceremonial, además de diversas ofrendas. Aunque son pocos los entierros de mujeres de élite, no por ello deja este de ser un ejemplo de cómo las mujeres en el mundo andino podían vincularse con grupos de élite, ya sea desde el punto de vista político o desde el religioso. En cualquier caso, por un motivo que aún desconocemos, el Valle de Jequetepeque acoge varios entierros femeninos suntuosos, lo que indica la importancia que en este lugar llegó a adquirir la mujer.
obra
Rembrandt representa la escena como un asunto de la vida cotidiana, sin marcar el acento en lo sagrado del tema, al no colocar ningún signo de divinidad. El estilo del artista es el característico de las obras realizadas a los pocos años de instalarse en Amsterdam. La luz es la gran protagonista, iluminando las figuras de María y el Niño Jesús y dejando el resto del espacio en penumbra, acentuando así los contrastes entre zonas de luz y zonas de sombra. La parte iluminada está más detallada, observándose perfectamente las calidades de las telas y las transparencias de la toga que viste María, así como las sábanas de la cuna reforzando el naturalismo de la composición. Al ser un cuadro grande que se ve desde lejos, Rembrandt ha acentuado aún más su detallismo de estas fechas. En las zonas en semipenumbra también se aprecian los objetos, destacando los útiles de trabajo de José al fondo, pero realizados de manera mucho más rápida y menos esmerada. Siguiendo la filosofía de Caravaggio de representar a los seres divinos de verdad, de carne y hueso, Rembrandt nos presenta una escena muy cálida, muy humana, acentuada por el gesto de tapar los pies al Niño para que no tenga frío, por tener la Virgen un pecho al descubierto ya que acaba de alimentar al pequeño o la mirada de ternura de José que es más joven que de costumbre y poco a poco se va a integrar en la escena. El colorido es algo monótono, utilizando gamas oscuras que se alegran con el rojo y el blanco, pero que dan cierto aire de melancolía a la composición.
obra
El acento dominante en esta escena es sin duda la serenidad y la alegría. La familia de José y María está disfrutando de una apacible tarde primaveral. San Juanito acompaña a su primo, que recibe ofrendas de flores por parte de angelotes desnudos. Santa Ana también está con la Virgen, y una segunda figura femenina, vestida de blanco, está junto a José. El paisaje del fondo es nítido y perfectamente trazado, al estilo italiano. La misteriosa visitante de blanco podría ser una alegoría de la Iglesia o tal vez de la castidad, el atributo de María.
obra
En esta obra, de 1656, Poussin repite en buena medida una composición de 1649: la Sagrada Familia con Santa Ana, Santa Isabel y el Bautista niño y cuatro angelitos (Sagrada Familia con diez figuras), de la National Gallery de Dublín. Por ello, y dado que se trataba de satisfacer a un privado desconocido, el estilo puede parecer poco acorde con la fecha.
obra
Entre la distinguida clientela de Poussin se encontraba Carlos III de Blanchefort, duque de Créqui, para quien pintó esta variante sobre el tema de la Sagrada Familia en 1651, en una época en que realizó importantes evocaciones del tema, como la Sagrada Familia de la Bañera o la Sagrada Familia de la Escalera, todas ellas deudoras de Rafael. Se distingue de las anteriores por su escenificación, dado que Poussin ha desplazado el centro hacia la izquierda, por lo que puede concentrar sus esfuerzos en la representación del paisaje, que una de sus obsesiones en este último periodo de su vida. El colorido es similar al de la serie, con ese predominio de los rojos y azules que se destacan sobre el fondo terroso y verde del paisaje.