Los años comprendidos entre 1648 y 1655 fueron muy productivos en lienzos de este género salidos de la mano de Poussin. Éste, que perteneció al mecenas de Poussin Pointel, presenta todas las características de la serie, en especial la Sagrada Familia (de cinco figuras) y la Sagrada Familia con Santa Isabel y el Bautista niño de Cambridge.
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Entre 1646 y 1648 realizó Poussin varios dibujos preparatorios de la obra Sagrada Familia de la Escalera, que el artista pintó para Hennequin du Fresne, "maître des Chasses du roi" y, por lo tanto, uno de los más altos cargos de la corte de Luis XIV. Este dibujo representa la fase final de dicha preparación, ya que el espacio compositivo está ya prácticamente definido. Las variantes son muy pocas, entre las que destaca la apertura de la arquitectura hacia el cielo sobre la cabeza de Jesús niño, que en el dibujo aparece cubierta.
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Pintada hacia 1650, en la primera etapa del artista, la Sagrada Familia del Pajarito es una de las obras más populares de Murillo. En la izquierda de la composición nos encontramos con la Virgen, sentada mientras devana una madeja de hilo, apreciándose a sus pies la cesta de la labor. El centro de la escena lo ocupa el Niño Jesús con un pajarito en la mano, mostrándoselo al perrillo blanco que hay en la zona baja. Al lado del Niño se sitúa san José, también sentado, apreciándose al fondo el banco de carpintero La total ausencia de elementos divinos o celestiales en la composición hace que nos situemos ante una escena familiar, como si el pintor abriera las puertas de su propio hogar para mostrarnos el juego del pequeño acompañado por su padre, mientras la madre ha parado en sus labores de hilado. Son figuras elegantes que no dejan de poseer cierto realismo; el protagonista es el Niño Jesús, iluminado por un potente foco de luz procedente de la izquierda que provoca contrastes, dejando el fondo en total penumbra sobre el que se recortan las figuras. No obstante, la iluminación es matizada y supera el estricto tenebrismo. El excelente dibujo del que siempre hará gala Murillo se aprecia claramente en sus primeras obras, donde los detalles son también protagonistas: el cesto de labor de la Virgen, los pliegues de los paños, los miembros de las figuras, el gesto del perrito. El colorido empleado es el que caracteriza esa primera etapa del artista siguiendo el estilo de los naturalistas. Pueden apreciarse ciertos ecos de la pintura de Rafael en esta Sagrada Familia conservada en el Museo del Prado.
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A partir de 1648, año de decisiva importancia en su carrera, pues marca un giro estilístico, Poussin se entregará, entre otros temas, a realizar diversas variaciones sobre el de la Sagrada Familia, uno de los más representados en todas las épocas. Es fruto del encargo realizado por Hennequin de Fresne, jefe de la Casa Real francesa, en 1648. Su tema, tradicional, representa a la Sargada Familia con Santa Ana y San Juan Bautista niño. Pero sorprende por dos motivos. En primer lugar, por su composición y estructura: la disposición en triángulo y la escalera en que sitúa a las figuras, lo cual proporciona una poderosa sensación de profundidad, en un hábil juego de curvas y rectas. Por otra parte, los personajes, que se asientan sobre modelos de Rafael y el Domenichino. Asimismo, la iconografía, la representación de los objetos, que es compleja y requiere un esfuerzo interpretativo: el templo de Salomón, al fondo; los instrumentos de carpintero, pertenecientes a San José; o el "bodegón" del primer plano, que representa las ofrendas de los reyes magos... elementos por los que ha recibido el calificativo de "compendio de teología".
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En 1683 Carlos II nombra a Claudio Coello pintor del rey. En un principio no le hizo numerosos encargos hasta que, en 1685, el artista inicie este enorme lienzo para la sacristía de la Basílica de El Escorial. En tan magno encargo empleó cinco años, al estar firmado en 1690, siendo ese año expuesto por primera vez. La obra fue realizada para conmemorar el acto de arrepentimiento de Carlos II y su junta de gobierno ante la Sagrada Forma de Gorkum, en el altar de la sacristía de El Escorial en 1684. Fue Ricci quien realizó los primeros bocetos del encargo, sustituido por Coello al fallecer aquél. Dentro del artificio barroco, el artista ha prolongado la perspectiva de la sacristía en un espacio imaginario al emplear una serie de arcos en profundidad, siguiendo la misma decoración de la sala en la que se coloca el lienzo. Es decir, casi reproduce la sacristía a la que sirve de fondo, empleando como plano final una serie de cuadros. Pero la gran preocupación de Coello es representar la escena con el mayor realismo posible, realizando un magnífico conjunto de retratos, totalmente enérgicos, de la sociedad nobiliaria de la época. Así vemos a Carlos II arrodillado; el padre F. de los Santos, historiador del Monasterio, con la reliquia en las manos; el Duque de Medinaceli; el Duque de Pastrana; el Conde de Baños; el Marqués de Puebla o el propio pintor; el joven representado en primer término es el hijo de los Duques de Alba. Sólo se introducen algunos ángeles y figuras alegóricas para mitigar la veracidad de la composición. Al realismo de los rostros debemos añadir la veraz reproducción de los accesorios: los candelabros, las telas, los bordados, las alfombras, etc. La luz que se introduce por los lunetos ilumina perfectamente la escena, pero no produce la sensación atmosférica que había conseguido Velázquez con Las Meninas. Más bien, se aprecian ecos de Rubens y Van Dyck en las tonalidades brillantes empleadas. Quizá lo más curioso del cuadro sea que se trata de una pantalla o velo con el que se protege el camarín de la Sagrada Forma, que sólo será descubierto en ocasiones extraordinarias. Cuando esto ocurre, el cuadro desciende deslizándose por unos rieles y desaparece en su totalidad.
Personaje
Vecina de Cuba en 1519. Se incorporó a la hueste de Cortés después de llegar en el navío de Juan de Burgos en 1520.
contexto
Buena parte de las pinturas de la sala capitular se da a conocer para la historia del arte cuando en 1882 el Boletín de la Real Academia de San Fernando publica la noticia de su descubrimiento parcial. Hasta un año antes las cales cubrían los muros perimetrales y ocultaban las escenas del Nuevo Testamento, mientras las conocidas escenas que cubren los arcos ya habían sido motivo de atención dentro del contexto de la pintura aragonesa (Carderera, 1866). Muy pronto los especialistas empezaron a preocuparse por el conjunto, si bien con frecuencia inmerso en estudios de carácter general en donde la historia o la arquitectura del monasterio eran el objetivo principal de investigación (Pano, 1883). De todos modos habrá que esperar bastantes años hasta que las pinturas dejen de ser motivo secundario y surja una especial preocupación para situarlas en su cronología y estilo. Sin duda, lo que desde el principio sorprendió a los investigadores fue su inhabitual factura, por cuanto rompían el esquema habitual de lo que se conocía del mundo de los murales hispánicos. Con la perspectiva de los años transcurridos, esta actitud se entiende fácilmente, por cuanto el conjunto de Sijena no tenía antecedentes y escasos reflejos se podían adivinar como impacto directo suyo. Así pues, unas pinturas sin pasado conocido y con endebles huellas, fueron con cautela estudiadas y durante años se repitieron los mismos argumentos. Sorprendía la construcción de las figuras, pues el acentuado naturalismo de los personajes subrayaba unos rostros en donde luces y sombras realzaban su carácter volumétrico de un modo inhabitual hasta entonces, no ya en la pintura aragonesa, sino también en la catalana. Por otro lado, los cuerpos cubiertos por amplias indumentarias que se desarrollaban en profundos pliegues, les dotaban de un sentido corpóreo ciertamente infrecuente. En este mismo sentido, los cuerpos desnudos dejaban ver una anatomía matizada ajena a la tradición conocida y que dotaba de gran organicidad a su estructura, rompiendo la construcción a base de suma de partes difícilmente encajables. Sorprendía además el conjunto, no tanto por las escenas en sí, identificables con facilidad, como por lo abigarrado de una decoración que literalmente las abrazaba, impropia de la pintura mural. Vegetación con espíritu naturalista y animales que la poblaban, venían a conformar un extraño conjunto que se realzaba por la utilización de intensos azules, verdes y amarillos. Para los investigadores, la cronología y el estilo que podrían conducir al origen de las pinturas eran los objetivos a tener en cuenta, especialmente el primero como punto de partida. De ahí que después de situar sin razones sólidas la primera mitad del siglo XIV como fecha de ejecución (Lampérez, 1908-1909), se mantuviese con insistencia durante años como aceptable la comprendida entre 1321-1327 (Arco, 1921), teniendo como único argumento anecdótico datos históricos sin consistencia alguna. La lejanía que suponía esta centuria, y los cada vez más abundantes estudios sobre pintura medieval española, hicieron que se comenzase a sospechar como excesivamente tardía la fecha indicada (Cook, 1929). Es ahora cuando los estudiosos comienzan a cobrar especial interés por averiguar la filiación estilística de las pinturas, lo que vendría a poner un cierto orden en las opiniones. Antecedente olvidado y con una fuerte dosis de intuición, situaba el origen en los murales sicilianos (Carderera, 1866), criterio asumido años después (Lampérez, 1908-1909) y de sobresaliente importancia por la orientación que comienzan a tomar los estudios. Desde entonces, estilo y cronología, por este orden, preocupan especialmente y, todavía aceptando el siglo XIV como correcto, se piensa en la pintura romana del XIII anterior a Cavallíni como fuente de inspiración más o menos directa de las pinturas síjenenses (Post, 1930). Parcialmente definido su estilo y puestos los cimientos hacia nuevas investigaciones, época y procedencia cambiarán años después (Cook, Gudiol, 1950), al retrasar hasta mediados del siglo XIII la factura de las pinturas y asignar al bizantinismo italiano, junto a resabios musulmanes, las peculiares formas que presentan las figuras. Además, se intenta buscar una continuidad de las pinturas de Sijena en las de la sala capitular del monasterio burgalés de Arlanza. Aceptados como parecían los nuevos argumentos, otro de sobresaliente relevancia va a enriquecer el conocimiento de las pinturas aragonesas. Viendo un bizantinismo más centroeuropeo que italiano, se le une el de la pintura inglesa derivada de los manuscritos (Schapiro, 1952), y más concretamente con el Salterio de Canterbury (Biblioteca Nacional de París, MS Lat. 8846), vinculado por otra parte a la Península ya en su etapa final del siglo XIV. Aquel primer bizantinismo, sin ser abandonado, se va a ver desplazado a un segundo término cuando directamente se identifiquen nuestras pinturas con la Biblia de Winchester (Catedral de Winchester) (Boase, 1953), opinión ésta que inicia un nuevo camino en la conformación del estilo y unos orígenes que conducen no sólo hacia nuevos territorios, sino también a conceptos distintos dado que, desde un punto de vista cronológico, Sijena no iría mucho más allá del 1200. Este anglicismo ya había sido apuntado en 1938 en una tesis doctoral, inédita, especialmente orientada hacia aspectos iconográficos del Antiguo Testamento (Lewittes, 1938). Sin embargo, la rotundidad de los estudios citados se observaba con cierta cautela en favor de un innegable parentesco con los mosaicos sicilianos (Grabar, 1958), lo que no impedía aceptar como buena la fecha que rodea al 1200, del mismo modo que se insistía en lo ya señalado respecto a la vinculación con determinados temas de origen musulmán y se subrayaba la tradición bizantina en la pintura románica peninsular. Se habían puesto ya suficientes bases como para desarrollar más ampliamente lo que no había pasado de meros apuntes, y el estudio que intentaría demostrar la fuerte vinculación entre las islas y la Península, incide en la íntima relación entre la Biblia de Winchester y Sijena (Pácht, 1961). El manuscrito inglés, de larga trayectoria en su ejecución (h. 1150-h. 1185) y autorías diversas, casi se cierra con el llamado Maestro de la Hoja Morgan, folio desgajado perteneciente a la Biblia en el que se narra la historia de David (New York, Pierpont Morgan Library Ms 619) y según parece responsable en buena medida de las pinturas sijenenses después de conocer la pintura monumental bizantina. Las relaciones históricas con el reino normando de Sicilia ayudarían al contacto del artista inglés con los mosaicos y la pintura monumental del sur de la península italiana; del mismo modo, su paso y huella en la sala capitular de Sijena vendría facilitado por las alianzas de matrimonio que llevaron a Constanza, hija de Alfonso II de Aragón, a desposarse con Federico, rey de Sicilia. Al lado de todo ello, elementos iconográficos, al parecer de fuerte personalidad inglesa, hacían ratificar la apreciación ya advertida en el estilo, lo que venía a cerrar el círculo en el que todos los argumentos cabían en perfecto orden, por cuanto el marco cronológico en torno al 1200 convenía perfectamente a los aspectos estilísticos de las pinturas y a los acontecimientos históricos que las rodeaban. La aparente contundencia de los argumentos llevó desde un primer momento a una aceptación unánime de las tesis defendidas, a pesar de que todavía se aportaban datos que intentaban definir todavía más la nueva teoría. Es el caso de la fecha de 1232 que un cronista del monasterio dice encontrar en las Genealogías de Cristo, es decir, los intradoses (Ainaud, 1961), pero lo cierto es que se trata sólo de una noticia sin apoyo documental y utilizada desde siempre con gran cautela,. Definidas y asentadas las razones de una filiación tan directa y dependiente de Inglaterra, no pasa excesivo tiempo sin que, volviendo a estos esquemas, se parta de ellos para abordar un estudio sistemático de las pinturas sijenenses, profundizando en aspectos ya planteados (Oakeshott, 1972). El análisis, especialmente de los motivos iconográficos, se hace intenso tomando como base las islas en primer término y ahondando en las relaciones y diferencias con el mundo bizantino de Sicilia, siempre desde la óptica del Maestro de la Hoja Morgan, al que ahora se le supone ayudado por otro que interviene también en la Biblia de Winchester, y canalizador de un estilo y unas formas que incluso parecen afectar a los rasgos de la propia escritura, aparentemente coincidentes entre el manuscrito y el mural aragonés. Desde entonces son numerosos los investigadores que de un modo más o menos directo se han interesado por las pinturas de Sijena, no sólo ya desde el campo de los murales, sino en relación con el mundo de los manuscritos; afinidad que, de todos modos, es necesario todavía desarrollar con precisión. Del mismo modo se integran de manera constante en los estudios globales sobre pintura medieval, dando como resultado algún espléndido trabajo de síntesis (Borrás-García Guatas, 1978).
contexto
En la ciudad de Granada existen dos edificios, intacto uno y apenas unas ruinas el otro, pues fue derribado en 1843 y excavado en 1985, que son casi iguales en planta. Son dos grandes patios rectangulares a los que dan cuatro galerías, a las que abren otras tantas hileras de habitaciones; el que está intacto posee dos plantas, organizadas a base de pilares y dinteles, y tiene una portada monumental en el centro de uno de los lados cortos; un pozo, aljibes, pilones para el agua, las escaleras y alcorques para emparrados completan el cuadro. El edificio que está completo fue una alhóndiga y se llamó funduq yadida (Alhóndiga Nueva) y en la actualidad Corral del Carbón, datado en el primer tercio del siglo XIV; el derribado era un maristán, un manicomio, fechado en 1367, como indicaba un letrero que campeaba en su entrada, casi idéntico al del Alcázar de Sevilla. Ambos edificios tenían paralelos de su tipo funcional a lo largo y ancho de todo el Islam, aunque no parece que llegaran al extremo de hacerlos siempre tan parecidos, ni tan sencillos. El funduq era como un caravasar urbano y por ello su esquema espacial era similar; en el patio se alojarían las bestias que habían servido para el transporte de mercancías al por mayor, que allí mismo se almacenaban, mientras en las plantas altas se instalaban los comerciantes que las habían traído; parece que se dio, sobre todo en las ciudades, la tendencia a hacerlos monográficos, de tal forma que se especializaban en el almacenamiento de un solo producto. Los maristanes responden a la idea del hospital, pues tal es el significado de la palabra persa bimaristan, aunque en las etapas más recientes sus únicos clientes eran los enajenados; su promoción era cuestión de soberanos y personas importantes, además de ser uno de los destinos de los fondos para las obras pías. Uno de los más antiguos que se conservan es el de Nuri en Damasco, construido por uno de los jefes turcos que se opusieron a los cruzados, Nur al-din. Su planta es un ejemplo de racionalidad compositiva; el núcleo era un patio de óptima proporción, al que abren cuatro exedras, que lo articulan de manera cruciforme; cada iwan está flanqueado por una pareja de cámaras y el centro de la composición ocupado por un estanque. Data de 1155 y en origen contenía salas para consultas y curas, estancias para enfermos, letrinas, botica y un oratorio. Cerraremos el tema señalando que el más importante hospital islámico se construyó en 1288 con el nombre de Bimaristan Mansuri, y que estaba, como tantas instituciones importantes, en El Cairo. Las ciudades musulmanas han estado llenas de baños públicos (hamman), de los que sólo unos treinta se conservan de mala manera en la Península Ibérica, entre ellos el de Jaén; su uso vino dictado, además de las más obvias necesidades higiénicas y el contacto social en un medio relajado, por la obligación de la ablución mayor, imprescindible para la oración del viernes. Por falta absoluta de costumbre, en los primeros momentos se les consideró actividad ilícita, lo cierto es que desde el siglo VII (Basora, 665) se documentan y bien pronto se consideró que un edificio que permitía la purificación ritual debiera ser promovido como labor meritoria. Los primeros baños responden a las disposiciones normales en los privados de época cristiana; los baños, de los que hay varios ejemplos bastante bien conservados, están conformados por una sucesión de pequeñas cámaras abovedadas, que, por sistemas alojados en el subsuelo y las paredes, gozaban de temperaturas crecientes y en cuyas exedras laterales, absidadas casi siempre, existían alberquillas para la inmersión y las abluciones. Este esquema duró mucho tiempo, pues en el baño de Abd al-Rahman en Madinat al-Zahra, fechado cuando se construyó el gran maylis al que sirve; lo más chocante de los baños de esta primera época es su contigüidad con salas de recepción y no con las mezquitas, como hubiera sido lo lógico dada su excusa ritual. El caso más llamativo es el de Jericó, cuyo vestuario, bayt al-maslaj, fue un suntuoso espacio, quizás el más viejo precedente formal de las mezquitas que hemos llamado de cuatro soportes, aunque éste tuviera dieciséis lobulados, profusamente decorado e iluminado, donde se llegaron a celebrar las justas poéticas, los recitales de música y danza que las crónicas narran y que, como en Roma, acababan en orgías colectivas, propiciadas por las efusiones etílicas. En la ciudad palatina del Califato de Córdoba la proximidad al maylis era grande, pero no parece que fuese con las mismas intenciones que en Jirbat al-Mayfar. En el XI los baños sufrieron un cambio importante, aunque como la información de la que disponemos es parca, puede que el supuesto cambio sea tan sólo el reflejo de la escala, ya que los reseñados hasta ahora fueron privados al fin y al cabo, mientras que los que veremos estuvieron abiertos al público sin más restricciones que los horarios diferentes para hombres y mujeres. El cambio consiste en la introducción de una sala mayor, cuya planta es la de un patio con tres o cuatro danzas de arcos, en el que tanto las galerías como el mismo patio se cubrieron con bóvedas esquifadas, que siempre muestran los típicos lucernarios estrellados; no parece, por tanto, que esta sala sea, como en Arbat al-Mafyar, un espacio frío, para actividades previas o un espacio a modo de vestuario, sino un bayt al-wastani, el tepidarium romano. Otra alteración consistió en la adopción de plantas compactas, próximas al cuadrado, para conservar mejor el calor. En Oriente los cambios debieron venir por causas externas, ya que se documentan entre los silyuqíes de Anatolia, donde las condiciones climáticas fueron muy distintas de las habituales en el resto del Islam; comienzan con un vestíbulo que servía de vestuario y para el descanso a la salida, con galerías en alto para el reposo; seguían los baños tibios, con letrinas y lugar para la depilación, que también era una exigencia religiosa, y finalmente estaba la sala de vapor con tinas de mármol y mesas para el masaje. Al igual que en Occidente lo principal de la composición era este espacio final del bayt al-wastani, que en los baños del Sultanato de Run, fuera una gran cámara octogonal, a la que se abrían cuatro exedras, constituidas cada una de ellas a manera de iwan. En el Islam no hubo más Arquitectura Industrial que los edificios en los que se alojaron las artesanías estatales de la fabricación de la moneda y de las telas para los ropajes de etiqueta (Dar al-Tiraz) y de cuya formalización arquitectónica nada sabemos. Si estamos informados de cómo eran los astilleros (Dar alsina'a) a través del almohade de Sevilla, que aún hoy tiene funciones militares: se trata de una larga tanda de arquerías, de gran luz y espesor, con arcos apuntados de ladrillo, que dieron una estructura similar como de mezquita. El Islam no realizó más instalaciones de carácter científico que los observatorios astronómicos, el más antiguo y famoso de los cuales fue el que levantó en Samarcanda el gobernador Uluq en el año 1429 y era en realidad un sextante gigantesco, dentro de cuya arquitectura las escalas se materializaron mediante escalones, mientras unas guías graduadas con los correspondientes símbolos inscritos facilitaban la ubicación de los observadores y las enfiladas de los astros.
contexto
Durante años trató el papa Pío V de levantar una liga católica contra el amenazador poderío turco en el Mediterráneo, pero Felipe II le daba largas, tanto porque no estaba interesado en la intervención francesa en el Mediterráneo como porque no valoraba la amenaza otomana. Finalmente, en 1569, aceptó formar paree de la Santa Liga junto con Venecia y el Papa, tanto para conjurar la amenaza turca, como para terminar con las esperanzas de los moriscos granadinos, y para cortar la importante actividad de la piratería norteafricana. La alianza cristiana no se logró por completo hasta 1571, porque Venecia recelaba de los españoles tanto como de los turcos y prefería negociar con la Sublime Puerta -en cuya zona de influencia hacía pingües negocios- que sostener una guerra prolongada. Finalmente, al no lograr las concesiones que pretendía de Selim II, se adhirió a la Liga, cuya flota se fue reuniendo durante el verano de 1571. En total se juntó una fuerza de más de 250 naves, entre galeras, galeazas, fragatas y barcos de carga y unos 30.000 soldados. El mando supremo lo ostentaba Juan de Austria, impuesto por España, que proporcionaba más de la mitad de los barcos y dos tercios de los hombres. La flota cristiana se dividió en cuatro escuadrillas: la primera, que ocupaba el centro o "batalla", la mandaba Juan de Austria -asistido por Luis de Requesens y Alejandro Farnesio- con la colaboración de Sebastián Veniero el jefe veneciano- y Marco Antonio Colonna -el jefe de las fuerzas pontificias; la segunda la mandaba Andrea Doria -genovés al servicio de España-; la tercera estaba a las órdenes de Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz; la cuarta, a las del veneciano Agustín Barbarigo; y había, además, un grupo de exploración, mandado por Juan de Cardona. Las flotas se encontraron en el Golfo de Lepanto, iniciando el fuego la capitana turca, donde alzaba sus banderas el almirante Alí, a mediodía del 7 de octubre de 1571. "La mayor ocasión que vieron los siglos", en palabras de Miguel de Cervantes- que mandó un grupo de 12 hombres en la galera Marquesa, de la escuadrilla de Barbarigo- fue una batalla extraordinariamente confusa, con medio millar de barcos evolucionando durante unas cinco horas en un espacio reducido. Sólo cuando murió Alí y se perdió su capitana y cuando Requesens tomó la galera del pirata Caracush, que le había sucedido en el mando, cedió el centro turco y sus alas se dieron a la fuga. La escuadra de la Liga quedó dueña del Golfo. Se dice que los otomanos perdieron unas 250 galeras -la mitad quedó en manos de los vencedores- y sólo salvaron medio centenar, que alcanzó Constantinopla al mando de Luchalí. Las bajas turcas se calcularon en 15.000, pero en manos cristianas quedaron, además, cerca de diez mil prisioneros y 18.000 remeros, en su mayoría cristianos, que fueron liberados. La armada de la Liga perdió unas 40 galeras y lamentó la pérdida de 12.000 hombres, además de unos 10.000 heridos, entre ellos el propio Cervantes, que fue alcanzado en el pecho y quedó manco del brazo izquierdo. La gran victoria de Lepanto tuvo algo de pírrico. Cuentan que Selim II dijo "Habéis afeitado la barba del Gran Sultán, pero brotará más fuerte en pocas semanas". En efecto, la actuación de la Liga careció de continuidad: no aprovechó su enorme superioridad en los meses siguientes para tomar algunas posiciones estratégicas otomanas; Felipe II estaba más pendiente de Flandes y no quería comprometer más fuerzas en el Mediterráneo; Venecia, por su parte, volvió a sus negociaciones con la Sublime Puerta... La Santa Liga se disolvió en la primavera de 1573, mientras el nuevo gran almirante turco, Luchalí, se enseñoreaba del Mediterráneo Oriental, con una fuerza similar a la que combatió en Lepanto.