No todos los franceses eran pétainistas en 1940. Nada más iniciarse la ocupación comenzó la resistencia, aunque se considera el 18 de junio de 1940, fecha de la convocatoria realizada por De Gaulle en Londres, como principio de la misma. Paralelamente, diversas formas anónimas de hostilidad hacia el ocupante y Vichy sucedían en suelo francés: La resistencia surgía por doquier, en un primer momento como reacción espontánea, nacida de la rebeldía o de la decisión de unos pocos que no requería la llamada de un jefe o de un partido para producirse. Luego, más extendida y organizada, recibiendo órdenes, transmitiendo mensajes, coordinando su acción y desembocando al final, en 1944, en una animadversión colectiva hacia la ocupación nazi. Hubo al principio dos corrientes de resistencia. Una exterior, fuera del territorio galo, aglutinada en torno a De Gaulle. Este quería formar un ejército de tipo clásico. Fueron las Fuerzas Francesas Combatientes, que más tarde se denominaron Fuerzas Francesas Libres (FFL). Nacidas en precario, se convirtieron progresivamente en un verdadero ejército gracias a las aportaciones de los territorios coloniales de África: África Ecuatorial francesa, Madagascar y, posteriormente, África del Norte. Al mismo tiempo, se emprendía una acción política que cobraría importancia creciente en las actividades del general De Gaulle. El Comité Nacional Francés de Londres, formado en 1940, fue luego Comité Francés de Liberación Nacional y, en 1944, Gobierno provisional de la República francesa. Este organismo político creado por la resistencia exterior debía representar ante los aliados a la Francia resistente y defender los intereses galos. Paulatinamente, acabó representando a toda la resistencia francesa, exterior e interior. Porque, independientemente de la acción inicial del general De Gaulle, hubo una resistencia interior que adoptó progresivamente formas organizadas de actuación. Muy pronto creó redes de evasión a través de la línea fronteriza para prisioneros de guerra fugados, judíos perseguidos y aviadores aliados abatidos. Por una de estas redes llegaron a España, rumbo hacia Inglaterra o África del Norte, franceses deseosos de continuar la lucha. También circularon agentes de información al servicio de los aliados que comunicaban a éstos particularidades militares del enemigo. En breve, sin embargo, la resistencia amplió sus objetivos. La dimensión política, en el noble sentido del término, le proporcionó consistencia y le permitió expresarse dentro de los movimientos, organizaciones dedicadas no sólo a la información, sino al sabotaje, la acción armada, la propaganda contra el ocupante y contra Vichy y a preparar la toma del poder por la Liberación. Antes de que se constituyeran los grandes movimientos de la resistencia, el aspecto político de la lucha se planteó en 1940 con la puesta en marcha del Partido Comunista clandestino. Los comunistas fueron la primera fuerza política en recuperarse de la catástrofe de la ocupación. Las condiciones en que se desenvolvió la negociación con las autoridades de ocupación para que autorizaran la publicación de L'Humanité, órgano de prensa del partido comunista, permanecen turbias. En cualquier caso, esta autorización no se concedió. Por el contrario, a partir de otoño de 1940, Vichy y el ocupante comenzaron la persecución de los comunistas -que habían reemprendido la difusión de propaganda clandestina-. Entre los numerosos detenidos, escogería la Wehrmacht a aquellos rehenes que luego serían fusilados en represalia a los ataques contra las tropas germanas, iniciados durante el verano de 1941. Entre ellos, los de Chateubriant, fusilados en octubre de 1941. La gran huelga de los mineros del norte, en mayo de 1941, es organizada por los comunistas de la zona. Ese mismo mes, el Partido Comunista anuncia la creación del primer gran movimiento de resistencia, el más numeroso y persistente: el Frente Nacional. Ningún historiador discute, por tanto, que el Partido Comunista clandestino entró en la resistencia antes del 22 de junio de 1941 sin saber que la Alemania nazi iba a atacar a la Unión Soviética. Pero no es menos cierto que desde entonces la acción comunista cobró renovado vigor y nuevas formas. En verano de 1941, los comunistas empezaron a realizar atentados contra los soldados alemanes. El hecho no dejó de suscitar problemas de conciencia en los resistentes, incluso entre los comunistas, por las represalias que esos atentados desencadenaban. Posteriormente, el Frente Nacional crearía sus propios grupos armados, los francotiradores y partisanos franceses, encargados de combatir al ejército de ocupación. Continuamente, los comunistas se situarán en primera línea de la lucha, rehusando cómodas retaguardias. Por eso se cebará en ellos la represión. Pero a la vez suscitarán controversia en la propia resistencia y, a partir de 1943, jugarán un papel señero en las altas esferas de la resistencia nacional. Otros franceses de otros credos políticos y de todos los medios sociales, movidos a menudo por puro patriotismo, constituyeron también, más o menos pronto, movimientos de resistencia y lucha -militar y política- contra el ocupante y Vichy. Varios extendieron su influencia por la mayor parte del territorio y sus periódicos difundieron a veces más de 100.000 ejemplares. Además del Frente Nacional, los movimientos más importantes fueron Combat, dirigido por Henri Frenay; Libération, con Emmanuel d'Astier de la Vigerie, y Libération-nord, ambos inspirados por socialistas y sindicalistas socializantes; Franc-Tireur y, a menor escala, Organización civil y militar, y el periódico clandestino de los cristianos resistentes, Témoignage chrétien. El año 1943 será decisivo en la evolución de la resistencia interior y exterior, porque ambas se unificarán en torno al jefe de la Francia libre, Charles De Gaulle. Los americanos habían desembarcado en noviembre de 1942 en África del Norte y, tras entenderse con el almirante Darlan, uno de los principales dirigentes de Vichy, confiaron el mando francés de la zona liberada al general Giraud. Aunque prisionero de guerra evadido de la fortaleza de Königstein, en Alemania, y hostil al ocupante, Giraud era partidario de Pétain y de la Revolución nacional, por lo que mantuvo en el territorio bajo su mando las leyes de Vichy, incluso las contrarias a los judíos y los comunistas, Los americanos tuvieron alejado de las operaciones africanas a De Gaulle e ignoraron completamente la resistencia interior. Entonces ésta decidió apoyarle para que De Gaulle pisara África del Norte, quitase el mando a Giraud y asumiera en solitario la dirección del Comité Francés de Liberación Nacional. El general De Gaulle encomendó a Jean Moulin la tarea de agrupar a las diversas fuerzas comprometidas en la resistencia interior. Estas se constituyeron en abril de 1943 en un órgano de dirección común: el Consejo Nacional de la Resistencia. Ni De Gaulle ni la resistencia interior -ni por supuesto la comunista- querían que en la Francia liberada del ocupante alemán se perpetuase el régimen de Vichy sostenido por Giraud. Tampoco aspiraban a que Francia cayese en la dependencia de los libertadores anglosajones ni de los americanos, cuyo hombre de paja parecía ser Giraud. Además, en ese año 1943, los resistentes del interior y el general De Gaulle acababan de granjearse las simpatías de la gran mayoría de franceses, ya despegados de Vichy y cada vez más hostiles al ocupante. Evidentemente, los franceses comprometidos con la resistencia desde el principio habían sido pocos y de limitada influencia. Igualmente siguieron minoritarios los resistentes activos. Pero en contra de lo escrito por algunos buenos historiadores, estas minorías no eran exclusivamente las fuerzas de la resistencia. Ya en 1943 se enrolaron en la resistencia un número importante de jóvenes amenazados por el servicio de trabajo obligatorio en Alemania. Esto permitió formar maquis armados en el campo, en los Alpes y el Macizo Central, donde intervinieron en los últimos combates contra el ocupante. Estos jóvenes procedían de todas las clases sociales y su compromiso con la resistencia nacía de la opresión que el ocupante ejercía -con exigencias crecientes- sobre el conjunto de la población. Esta, por tanto, se sentía progresivamente implicada en la lucha contra el ocupante y cada vez más próxima a los resistentes. Pero, además, es evidente que si los resistentes pudieron actuar y evitar la destrucción de su organización a manos del enemigo, fue por su perfecta conexión con el medio en que operaban. Los resistentes se beneficiaron del apoyo de la población. Esta les procuró escondite y alimentos. Y cuando caían en poder de la Gestapo los jefes o los mandos de un movimiento, otros hombres les sustituían automáticamente. En cambio, el ocupante se veía abocado a una situación de permanente inseguridad por el carácter multiforme y difuso de la resistencia y por la hostilidad que respiraba por doquier, e iba tejiendo un cerco de animadversión en torno suyo. En esto, la resistencia fue una resistencia de masas. La guerra de partisanos no resultó en Francia tan virulenta y mortífera para el Ejército alemán como en los países de la Europa del Este: URSS, Polonia y Yugoslavia. Porque, más que por las repercusiones de los combates, sabotajes y emboscadas -multiplicadas, sin embargo, en 1944-, la resistencia francesa tuvo incidencia en la desmoralización del adversario. Gracias a su honda implantación en las masas populares, rurales y urbanas, las fuerzas de la resistencia pudieron desempeñar un papel activo y espectacular en la liberación de su país. Tras el desembarco de Normandía, el 6 de junio de 1944, desplegaron sus tentáculos por doquier. Ellas solas liberaron, sin intervención del Ejército aliado, toda la parte de Francia situada al sur y oeste del Loira y del Ródano, después de haber reconquistado Córcega en 1943. Participaron, asimismo, en otros frentes junto a los ejércitos angloamericanos para liquidar los últimos rescoldos de la resistencia enemiga. París, en fin, fue liberado en agosto de 1944 por las fuerzas insurgentes de la capital, apoyadas por la huelga de todas las fuerzas vivas del casco urbano y por un destacamento de la segunda división blindada de la Francia libre desembarcada en Normandía junto a los americanos. Un ejército francés regular formado en África del Norte (primer ejército) contribuyó a la liberación del corredor del Ródano y luego del este de Francia. Reforzadas estas fuerzas por otras del interior -constituidas por agentes que habían participado en la liberación del territorio-, estos ejércitos franceses regulares invadirán Alemania. Un grupo se apoderará de Bechtesgaden, nido de águila de Hitler. Otro seguirá hasta el Tirol austriaco. Esto permitirá a Francia participar en la derrota y ocupación de Alemania y en la decisión sobre su futura suerte. Mientras tanto, en Francia, el carácter masivo logrado por la resistencia permitirá a sus miembros instalarse en el poder tan pronto como los alemanes lo abandonen, sin que los representantes de Vichy, privados del apoyo germano, osen oponerse y sin que logren los americanos montar sus servicios administrativos (Amgot) en el territorio liberado, como era su propósito. Vichy había transigido con la humillación de Francia y su inserción en una Europa germana, dominada por el nazismo. Con la resistencia, Francia volvió a encontrarse al lado de americanos, ingleses y soviéticos con un lugar definido en el futuro de Europa.
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El fenómeno de la resistencia, de límites netos en la Europa ocupada por el Eje, se difumina e incluso queda semioculto en los países de Asia, África y Oceanía ocupados o sometidos a potencias del Eje, por un fenómeno mucho más amplio y profundo, anterior a la guerra, de límites claros: el anticolonialismo y la lucha por la liberación nacional. Salvo excepciones, todos los países involucrados en la guerra mundial, que para ellos es, en más de un caso, lejana y ajena, a causa de la invasión del Eje, padecen ya la dominación de algunos de los aliados. Para estos países colonizados la guerra es una ocasión para pescar, para bien, en el río revuelto de las derrotas aliadas y tratar de recuperar lo que realmente les interesa: la independencia. Lo mismo cabe decir de los países dominados colonialmente por países del Eje desde antes de la guerra: la derrota de éstos es la condición de su libertad. Así, unos y otros oscilarán, en más de un caso, entre la resistencia al Eje, la colaboración con éste, o una mezcla de ambas actitudes, lo más frecuente. Para atraerse a los nacionalistas de las colonias, las potencias fascistas y las aliadas prometerán reformas e independencias, con la boca pequeña, pero muchas veces acabarán por no controlar la dinámica descolonizadora puesta en marcha por ellos..., que son también Estados dominadores. La resistencia al Eje puede basarse en la convicción ideológica antifascista y antiimperialista; muchas veces suele estar determinada, sin embargo, por las promesas de independencia de los aliados. Los colaboradores de los japoneses o italianos, por su lado, suelen haber creído las mismas promesas hechas por estos ocupantes más recientes; los aliados los tacharán, desde una óptica miope y contradictoria pero comprensible en ese momento, de traidores. Vemos, pues, que nacionalismo, resistencia y colaboracionismo se entremezclan, confiriendo un carácter peculiar, incalificable según los cánones de la resistencia europea, a lo que vamos a llamar, para simplificar, resistencia africana, oceánica y asiática. No hablaremos de la lucha nacionalista anticolonial posterior, salvo incidentalmente. Añadamos que en África la ocupación por parte del Eje es apenas perceptible -Egipto- o meramente técnica -en Tunicia, por una situación de retirada-; sólo en el momento de estallar la guerra se planteará el dilema colaboración no-colaboración con el ocupante. En los países que eran posesiones de Italia la resistencia no será más que la continuación de la oposición prebélica a la dominación colonial. En Asia, la mayor parte de los países ocupados por Japón son colonias europeas. De ahí que, en un primer momento, los japoneses -también ellos asiáticos, de color, antioccidentales, potencia extraeuropea ejemplar, etc.- sean recibidos como liberadores -salvo, con una o dos excepciones, por los comunistas-, hasta que se comienza a descubrir que la Esfera de Coprosperidad propugnada por Japón no es, en realidad, otra cosa sino un camuflaje ideológico del imperialismo nipón, del cual coreanos y chinos sabían algo ya. Los habitantes de Oceanía fueron, en la guerra entre japoneses y aliados, meros espectadores. Salvo excepciones: en ciertas islas, la población recibió a los primeros como liberadores; en otras, se les opusieron como invasores, por su propia cuenta o por la de los aliados. Hablaremos aquí de los países ya ocupados por Italia o Japón antes de la guerra -Libia, Somalia y Etiopía; Corea y Micronesia, respectivamente; de los países ocupados por el Eje durante la guerra -Tunicia y parte de Egipto, por los italo-germanos-; por Japón, la Indochina francesa -Vietnam, Laos, Camboya-, Filipinas, Malaya y Singapur; las Indias holandesas -Indonesia-, Birmania, Nueva Guinea holandesa, australiana y británica; Islas Salomón británicas, islas Gilbert -hoy Kiribati-, Nauru, Ocean y Guam; hablaremos del caso algo especial de China; del aliado asiático de Japón -Thailandia-, y del propio Japón.
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La resistencia contra Franco por parte de guerrilleros de izquierdas comenzó en algunas zonas ya durante la Guerra Civil. Conforme avanzaba la ofensiva franquista se crearon bolsas de republicanos, que formaron los primeros grupos de huidos al monte. A ellos se añadirán los que huyen aterrorizados de la represión ejercida por el vencedor. Así sucede, por ejemplo, en Asturias, en la que, cuando acabó la lucha todavía un elevado número de guerrilleros mantuvieron la resistencia distrayendo algunas tropas de Franco y testimoniando el carácter izquierdista de la provincia. Algunos de estos grupos serán el embrión de las primeras organizaciones guerrilleras. Estas tuvieron su máxima extensión en la inmediata posguerra, abarcando amplias zonas de España. Los guerrilleros vertebraron un auténtico movimiento de resistencia antifascista, que sobrevivió más de una década al fin de la Guerra Civil. La vida de los guerrilleros o maquis fue extremadamente dura. Acosados, considerados simplemente bandoleros, debían refugiarse en lugares de difícil acceso, como sierras o montes, combatiendo el hambre, el frío y el hostigamiento de la Guardia Civil y el ejército. Apenas tenían armamento ni organización, dependiendo de la ayuda de unos pocos contactos en los pueblos más cercanos y siempre temerosos de una posible delación. Sus actividades tenían un propósito propagandístico más que militar. Las partidas de maquis realizaban ajusticiamientos, secuestros, atentados contra las líneas eléctricas, asaltos, descarrilamientos, golpes económicos, etc. La represión franquista fue extremadamente dura. Bajo el amparo del decreto-ley sobre bandidaje y terrorismo, se declaro la guerra a muerte contra el enemigo que se esconde en la montaña. El hostigamiento a los pueblos alejados se traduce en la despoblación forzosa de muchos y el control sobre la actividad agrícola y ganadera para agotar la intendencia guerrillera. El destino de la mayoría de ellos fue la ejecución sumaria o la aplicación de la llamada Ley de Fugas, una ejecución de los detenidos alegando que intentaban escapar. Aunque es difícil precisar cifras, se cree que pudo haber 5.000 guerrilleros, de los que morirían cerca de 2.500, entre los fallecidos en enfrentamientos armados y los ejecutados por condena. Muchos otros fueron encarcelados, siendo pocos los que pudieron cruzar la frontera para engrosar la resistencia francesa durante la II Guerra Mundial.
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La expansión señorializadora supuso la pérdida de la condición realenga de numerosas villas y aldeas de la Corona de Castilla. Los vecinos de las localidades que eran donadas por el poder regio a los grandes magnates pasaban a depender directamente de los nuevos señores. Pero esa situación no siempre fue recibida con agrado por los que se situaban en la órbita señorial. Por lo demás, aunque no puede generalizarse, en diversas ocasiones los poderosos cometían abusos sin cuento, lo que propiciaba la actitud hostil de sus dependientes, protagonistas de movimientos de resistencia antiseñorial de la más variada índole. Así las cosas, no tiene nada de extraño que en las últimas décadas del siglo XIV la Corona de Castilla fuera escenario de diversos movimientos antiseñoriales. Por lo general, se trata de movimientos de corto radio de acción, que afectaban a un determinado núcleo de población. Veamos algunos ejemplos significativos. En 1371, los vecinos de Paredes de Nava, según el puntual relato que nos ha transmitido López de Ayala en la Crónica de Enrique II, dieron muerte a su señor, Felipe de Castro. Este personaje, cuñado del propio rey de Castilla, Enrique II, era un noble de origen aragonés que había recibido el señorío de esta localidad palentina, villa que contaba con una larga tradición realenga, como de Medina de Rioseco y Tordehumos. Felipe de Castro, en un momento concreto, pidió a sus vasallos de Paredes "que le diesen cierta quantía de algo", a lo que aquellos se negaron. El señor, ante el rechazó de su petición, se dirigió a la villa "á prender algunos dellos, é escarmentar otros", pero los paredeños, ni cortos ni perezosos, "salieron al camino, é pelearon con él é mataronle". A raíz de aquellos sucesos, sigue diciéndonos López de Ayala, Pedro Fernández de Velasco, otro destacado rico hombre, peleó con los vecinos de Paredes, "entró en la villa é fizo y grand daño". Más tarde actuaría, en idéntico sentido, la justicia regia. Todo indica, por lo tanto, que la represión fue muy dura. En cualquier caso lo más significativo del suceso fue la actitud de oposición frontal manifestada por los habitantes de Paredes de Nava frente a su señor. Unos años antes había tenido lugar un movimiento antiseñorial en las villas de Soria y Molina. Ambas habían sido donadas por Enrique II al dirigente de las Compañías Blancas, Bertrand du Guesclin. Pero las dos resistieron al nuevo señor. Es posible que en ello influyera el temor a caer bajo la dependencia de un extranjero, con fama de rudo y violento, y al que acompañaban mesnadas de soldados de fortuna, cuyos desmanes en la guerra fratricida habían sido sonoros. Soria, finalmente, hubo de someterse, pero Molina tomó una opción insospechada: su entrega al rey de Aragón, Pedro IV. Las operaciones militares llevadas a cabo por Bertrand du Guesclin para ocupar Molina fracasaron y finalmente el caudillo bretón retornó a Francia. Unos años más tarde, en 1395, la villa de Agreda, que acababa de ser donada por Enrique III a Juan Hurtado de Mendoza, uno de sus más fieles colaboradores, resistió con las armas en la mano al nuevo señor. Oigamos, una vez más, a López de Ayala, el cual, en su Crónica de Enrique lll, nos dice que "la villa de Agreda non le quiso acoger (a Juan Hurtado de Mendoza), antes cataron pieza de gentes de armas é ballesteros é otra gente, é dixeron que en ninguna manera del mundo non le rescivirian por Señor". Los vecinos de Agreda terminaron por salirse con la suya, pues Enrique III decidió cambiar la concesión de Agreda a Juan Hurtado de Mendoza por la de otra villa, concretamente Almazán. Todo parece indicar que la actitud de Enrique III obedeciera a la estratégica posición de Agreda, fronteriza con el reino de Aragón, lo que llevó al monarca castellano a evitar un foco de tensión en dicha villa. Pero lo cierto es que Agreda escapó a la marea señorializadora. Hubo ocasiones en que la resistencia antiseñorial se encauzó por vías pacíficas. Un ejemplo paradigmático nos lo ofrece la villa de Benavente. En el año 1400, el concejo de la mencionada villa envió al rey de Castilla, Enrique III, un memorial de agravios, en el que exponían numerosos abusos cometidos por el señor de la localidad, Juan Alfonso Pimentel, desde que se posesionara de ella en 1398. El concejo benaventano confiaba en encontrar amparo a los desmanes de su señor en el monarca, al fin y al cabo, árbitro supremo y brazo ejecutor por excelencia de la justicia. En el memorial aludido se especificaban las arbitrariedades en que había incurrido el señor de Benavente, que iban desde exigencias fiscales desmedidas hasta incumplimiento descarado de los fueros y costumbres de la villa, amén de abusos diversos, como la práctica de monopolios injustificados o la presión ejercida sobre mozas de la zona para que se casaran con escuderos de la casa señorial. Los redactores del escrito llegan a afirmar que a los vecinos de Benavente "pocas mas fuerzas lles podrían fazer en tierra de moros". En su conclusión, el memorial en cuestión admitía que Juan Alfonso Pimentel continuara como señor de la villa pero pedían que "use de sus derechos ...e non mas e nos guarde nuestros usos e costunbres e fueros e otrosy que emiende los males fechos e tomas pasadas". No se rechazaba el sistema señorial, pero al menos se pedía que éste se desarrollara dentro de sus justos límites.
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En el año 63 a.C. los romanos asumen el mando del reino de Judea. Sentida la administración romana como una ocupación militar y una explotación fiscal, en el año 66 d.C. empieza la primera rebelión judía. Massada, al oeste de Jerusalén, se convertirá en el último foco de resistencia hebrea. La fortaleza de Massada, en la cima de un risco casi inaccesible, había sido construida por Herodes. La ciudadela contaba con almacenes, cisternas y diversos palacios. Las murallas que circundaban la cima facilitaban la resistencia ante cualquier ataque. Hacia el año 70 d.C. comenzó el asedio de la X Legión romana y tropas auxiliares, con cerca de 15.000 hombres. Ocho campamentos fueron levantados al pie de la montaña. El fastuoso despliegue romano impedía a los judíos rebeldes entrar o escapar de la montaña. Los romanos emplearon catapultas y otras máquinas de asedio, castigando a los asediados desde un promontorio cercano. Para subir a la cima, construyeron una rampa de madera y barro, de 200 m de largo. Una vez concluida, los arietes se dispusieron a romper la muralla. Finalmente en el año 73, cuando el muro defensivo comenzó a ser superado por los atacantes, la situación se tornó desesperada. Tras escalar las murallas, los romanos no hallaron sino cadáveres. Los 960 judíos supervivientes, hombres, mujeres y niños, decidieron incendiar los edificios y almacenes y matarse antes de someterse al enemigo. Sólo hubo siete supervivientes, dos mujeres y cinco niños. Massada, así, pasó a formar parte de los mitos de Tierra Santa y se convirtió en símbolo de la resistencia judía.
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Wake es un atolón desértico en el Pacífico central. Fue anexionado por los Estados Unidos en 1899 y, al comenzar la guerra mundial, desempeñaba el papel de estación de tránsito aéreo. Wake fue uno de los primeros objetivos seleccionados por los japoneses para quebrar el poder norteamericano y establecer su cinturón defensivo. Una evidencia más de que Washington esperaba el ataque japonés en otra zona es que la guarnición de Wake estaba a un tercio de sus efectivos cuando los japoneses atacaron Pearl Harbor. El día 8 de diciembre de 1941 la población de Wake era de 1.216 civiles, empleados de la Pan American y otras empresas, 449 infantes de marina, 68 marineros y cinco soldados del Ejército de tierra. Mandaba la guarnición el mayor James Devereux, que contaba además, con seis cañones de costa de 127 mm, 12 cañones antiaéreos de 76 mm y 12 anticuados aviones Grumman Wildcats. No disponía de radar, ni de minas, ni siquiera de alambre de espino. Contra ellos había enviado Japón, al mando del contraalminrante Kajioka, tres cruceros ligeros, seis destructores y una fuerza de desembarco. Para ablandar cualquier posible resistencia, la aviación japonesa bombardearía la isla antes de la llegada de la fuerza naval. Efectivamente, la guarnición de Wake no había digerido aún la terrible noticia del ataque contra Pearl Harbór, cuando el 8 de diciembre cayeron sobre la isla 36 bombarderos japoneses, que destruyeron siete aviones. Los bombardeos continuaron durante los dos días siguientes, aunque parece que su eficacia fue nula. La fuerza de Kajioka se acercó a la isla la madrugada del 11 de diciembre- Hacia las cinco de la madrugada, aún de noche, medio centenar de cañones abrieron fuego sobre la isla oscura y silenciosa. Devereux mantuvo callada su pobre artillería, para aprovechar la eficacia de sus 127 a corta distancia. Esto confió a Kajioka -aún eufórico por la gran victoria de Nagumo en las Hawai-, que acercó sus barcos a cuatro kilómetros de la costa para mejor proteger el desembarco. En ese momento abrieron fuego a placer los cañones de Devereux. La segunda salva averió al Yubari, buque insignia. Minutos después se iba a pique el destructor Hayate y eran alcanzados algunos transportes de tropas, con lo que hubieron de renunciar al desembarco. Ya de día, despegaron los cinco aviones que quedaban en la isla y, pese a su debilidad, al no hallar oposición aérea averiaron a dos cruceros ligeros y echaron a pique al destructor Kisavagi... El contraalmirante Kajioka ordenó la retirada de su maltrecha flota, con dos destructores hundidos, averiados media docena de buques y unos 600 hombres perdidos. Dos Wildcats resultaron derribados. Japón no podía tolerar la bofetada. La flota de Nagumo, en su regreso de las Hawai hacia Japón, envió contra Wake a los portaaviones Hiryu y Soryu, acompañados por cuatro destructores y dos cruceros pesados. Era el 16 de diciembre y ese mismo día Kajioka volvió sobre la isla. Entre los días 18 y 22 de diciembre la guarnición fue bombardeada en multitud de ocasiones. Los últimos Wildcats fueron destruidos. Las piezas antiaéreas cayeron una tras otra. Los cañones de costa, parcialmente dañados, nada pudieron hacer en esta ocasión; en la madrugada del 23 las fuerzas de desembarco japonesas saltaron a tierra en puntos bien elegidos, fuera del alcance de los 127, que recibían una lluvia de metralla lanzada por los grandes cañones de la flota. Sólo una anticuada pieza norteamericana tuvo ese día a su alcance un buque japonés, un viejo destructor que se fue al fondo del mar tras ser alcanzado. Fue la última hazaña testimonial de la guarnición de Wake, que se rendía a las 7,30 de la mañana. Pese a su superioridad, los japoneses tuvieron 820 bajas. La guarnición norteamericana y los civiles sufrieron 122 muertos; el resto fue hecho prisionero.
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La invasión y ocupación por parte de los países del Eje -Alemania e Italia- de otros Estados europeos hizo aparecer un fenómeno que, pese a ser, en general, antiguo y frecuente en la historia, no deja por ello de resultar extraño e inesperado en el segundo conflicto mundial, que inicialmente no fue sino una guerra tradicional más entre ejércitos regulares. Nos referimos a lo que se llamó la resistencia, es decir, la oposición pasiva o activa al invasor o al propio régimen ligado al invasor alemán, italiano o de otros países del Eje. Es decir, a la resistencia pasiva o activa al invasor, se añadió, al contrario que en la I Guerra Mundial, la no aceptación de la derrota -"Francia ha perdido una batalla pero no ha perdido la guerra", dirá De Gaulle- y el propósito de continuar la lucha desde dentro y desde fuera del país, clandestinamente en el primer caso; con apoyos exteriores de los aliados en el segundo, creando Gobiernos en el exilio que se coordinarán con la resistencia interior. De este tipo será la resistencia de Polonia, Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Francia, Grecia, Yugoslavia y la URSS (8). Del mismo tipo será la de tres países, Checoslovaquia, Austria y Albania, ocupados antes de la guerra, con la diferencia de que la Resistencia comenzará también antes, a partir del momento de la ocupación. Hay otro tipo de resistencia, que surge en el seno de los propios países del Eje -Italia, Bulgaria, Rumania, Hungría, Estonia, Letonia, Lituania, Finlandia y Alemania- durante la guerra o, en el caso de Estados con regímenes totalitarios, desde antes de la guerra, con el concurso creciente de la población a medida que sus ejércitos van siendo derrotados, y siempre buscando el modo de romper la alianza con Alemania y salir de la guerra. Esto llevará a intentos de declaración de paces separadas y a oposiciones armadas; asimismo, una parte de las tropas de algunos de los países aliados de Alemania se unirán a las resistencia locales existentes en los que se encuentran ocupados -es el caso de Italia-. La contribución de las resistencias a la victoria aliada será desigual, según los países, pero en casi todos ellos resultará básica para el desarrollo político posterior a la guerra, y en algunos casos llevará a cambios revolucionarios. Las resistencias más importantes política y militarmente serán la yugoslava, la italiana y la francesa, seguidas de la soviética, griega, albanesa, noruega, polaca, búlgara, rumana, holandesa y belga y, a cierta distancia, la checoslovaca, danesa y húngara, y otras. La resistencia, por lo general, une en un frente único a las distintas fuerzas políticas, pero en algunos países -Yugoslavia, Grecia, Albania, etc.- no será así. En general, la mayor contribución a la lucha política y armada la realizaron los comunistas, los mejor organizados y más combativos, seguidos a cierta distancia por socialistas y socialdemócratas y, en algunos países, por los democristianos. Ciertas derechas anti-Eje acabarán colaborando con los invasores con el fin de eliminar a las izquierdas. Las resistencias combatirán también a los colaboracionistas y "quislings", por lo que dentro de la guerra mundial se dirimirán verdaderas guerras civiles. Otro de los objetivos de las Resistencias será el de "rescatar" el "honor nacional" tras la derrota militar, o a causa de la colaboración con el Eje. ¿Cómo son las resistencias? Las modalidades son numerosas: resistencia pasiva -del propio poder, económica, popular- (9); huelgas; propaganda y contrapropaganda, prensa y radio clandestinas; acción directa -ayuda a evadidos; evacuaciones; etc.-; redes de información; sabotajes de todo tipo; atentados a individuos o grupos -para desmoralizar al enemigo o al colaborador, y para forzar la represalia y por tanto la adhesión popular a la resistencia-; finalmente, la guerrilla en determinadas regiones de un país, que tratará de ir liberando nuevas porciones del territorio, atrayendo sobre sí cada vez a más tropas enemigas y destruyéndolas en cada vez mayor número, erigiendo algún tipo de organización y buscando nuevas adhesiones, y manteniendo al adversario en constante inseguridad. En ocasiones se da sólo una o algunas de estas modalidades; otras veces, todas. La resistencia, sobre todo si es armada, no se lleva bien con los aliados, que temen la guerra popular y la presencia de la izquierda, y sobre todo de los comunistas. No existe una política elaborada respecto a la resistencia, y durante un tiempo demasiado largo los aliados incluso la ignorarán. Los únicos que desde un primer momento intuyeron la importancia de la resistencia fueron los británicos -y en particular Churchill-, que crearon el SOE -Ejecutivo de Operaciones Especiales, en castellano- en julio de 1940, con el fin de coordinar y ayudar con suministros a los grupos anti-Eje. Hasta 1942 estarán solos, pero luego los norteamericanos colaborarán, y muy ampliamente desde 1944. Londres acogerá a los gobiernos en el exilio, de izquierdas o derechas. Washington pensará, en cambio, que todos los movimientos de resistencia son comunistas o izquierdistas, y mostrará una gran incomprensión hacia los asuntos europeos. Los soviéticos intervendrán poco fuera de sus fronteras y ayudarán a las resistencias del Este. En conjunto, los aliados pretenderán que estos movimientos se mantengan en un plano subordinado, y aspirarán a mantener -los occidentales, se entiende- las sociedades que los partisanos quieren destruir. Sólo tardíamente reconocerán la gran importancia político-estratégica de la resistencia, los enormes sacrificios del pueblo partisano y el impacto psicológico de tal acción. Es cierto que no es fácil evaluar la contribución militar de la resistencia, y que ésta no habría triunfado, o habría sido congelada, o habría vencido sólo muy a largo plazo, sin la ayuda aliada. Pero sin duda fue notable, y contribuyó a reforzar moralmente a pueblos muy maltratados por su historia reciente. En la resistencia hubo excesos, xenofobia, racismo, fanatismo, en algún momento, pero también hubo patriotismo, igualitarismo, sacrificio, honradez e idealismo, además de valor, heroísmo y maduración política (10). En cuanto a los alemanes, nunca comprendieron el fenómeno resistente y, salvo intentos de captación o utilización de quien podía colaborar o se ofrecía a ello, su política fue extremadamente dura e inhumana, en particular en el Este, con la "traidora" Italia, o con los comunistas y judíos. Y, desde un punto de vista práctico, estúpida (11). Las devastaciones, deportaciones, matanzas, etc., hicieron el resto.
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Aunque en los años 30 la izquierda condena el expansionismo japonés, se muestra dividida y poco operante, limitándose a conseguir unos cuantos escaños en el Parlamento, y quedando pronto sumergida por el entusiasmo popular por el imperialismo japonés. Los partidos de la derecha tradicional apoyan un expansionismo pacífico y sin traumas, mientras que la extrema derecha, muy activa y pronto numerosa, desea lanzarse a anexiones y conquistas a costa de los pueblos inferiores de Asia y del Pacífico. Desde 1932 el poder está en manos de los militares de ideología ultraderechista, y los partidos tradicionales y el emperador se amoldan, en general, a la situación. La guerra con China provoca entusiasmos populares -al igual que los había provocado la de Manchuria-, que llegan a su culminación con las primeras victorias de 1938. Durante la misma el Parlamento, casi inoperante ya, votó a favor de un reforzamiento de los poderes del Estado, los sindicatos renunciaron a las reivindicaciones y a las huelgas, y la izquierda autorizada acabó sumándose a la política expansionista. Algunas protestas contra la extensión de la guerra en 1937 y 1938 fueron reprimidas rápidamente. Los empresarios, que hacían ostentación de su liberalismo, se adhirieron también a la política del Gobierno: todas las energías nacionales debían concentrarse para la guerra (37). En 1941, cuando la guerra con Estados Unidos parecía inminente, el emperador osó advertir al Gobierno sobre el dudoso resultado de un enfrentamiento con aquel país, y los notables lo secundaron, pero los militares optaron por ir a la guerra de todos modos. La acción de Pearl Harbor levantó nuevas oleadas de entusiasmo, apenas apagadas por las derrotas de 1942 y 1943. Sólo los bombardeos sobre Japón y las siguientes derrotas fueron haciendo penetrar entre el pueblo la posibilidad de que la guerra podía perderse. Algo que ya sabían desde hacía varios meses los gobernantes. En 1945, éstos, sobre todo después de mayo, iniciarían una serie de sondeos para conocer las condiciones aliadas para la obtención de una paz lo menos gravosa posible.
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Pese a la rápida derrota, una parte considerable del Ejército yugoslavo no se rindió al invasor. La "blitzkrieg" había impedido la entrada en combate de divisiones enteras; muchos de sus hombres se negaban a entregar las armas. Comenzaron a formarse partidas de guerrilleros en las zonas montañosas de Serbia. En la región de Leskovac, cerca de la frontera búlgara, el líder "chetnik" Kosta Pecanac se levantó al frente de un grupo de seguidores. Numerosos contingentes militares se retiraron a las zonas montañosas de Montenegro, donde era muy difícil que los italianos lograsen establecer un control efectivo. En las montañas de Sumadija, al sur de Belgrado, se hizo fuerte un coronel del Ejército real, Draza Mihailovic con un grupo de soldados a los que se agregaron los "chetniks" de la región. Pronto surgieron otros núcleos sometidos a su autoridad, que se vieron engrosados por miles de serbios fugitivos del terror "ustachi". Mihailovic, que estableció su cuartel en la meseta de Ravna Gora, era un fanático partidario de la Gran Serbia y un convencido monárquico. Odiaba a los comunistas y a los croatas, a quienes consideraba culpables de la tragedia yugoslava. Esperaba una pronta recuperación militar aliada y en tanto se producía la derrota del Eje prefería esperar y acumular pertrechos y hombres, dispuesto a no provocar demasiado a los alemanes. Estos habían dejado una guarnición relativamente escasa en el país, ocupados desde junio de 1941 en el ataque a la Unión Soviética. Las primeras acciones de los partisanos obligaron al rápido envío de refuerzos y desataron la cólera de Hitler, quien, en septiembre, ordenó la ejecución de un centenar de civiles por cada soldado alemán que matasen los guerrilleros. La matanza de Kragujevac, el 20 de octubre, en la que perecieron unos cinco mil serbios a manos de los nazis, acabó por convencer al jefe de los "chetniks" de que una resistencia abierta al ocupante acarrearía una terrible carnicería para su pueblo. Muchos de sus seguidores llegaron a la misma conclusión. Puesto que había que esperar sin debilitarse, los "chetniks" comenzaron a buscar aliados. Una primera entrevista entre Mihailovic y el secretario general del Partido Comunista yugoslavo, Josip Broz, alias Tito, en septiembre de 1941, mostró las dificultades de ambos sectores de la guerrilla para llegar a un acuerdo. Más cerca de las posiciones de los "chetniks" estaban, paradójicamente, Nedic y los italianos de Montenegro. Pecanac y su partida trabajaban desde agosto para el jefe de Gobierno serbio y hacían gestos amistosos a los alemanes. Los dirigentes "chetniks" montenegrinos, Djurisic y Stanisic, pactaron con el general italiano Pirzio Biroli sus respectivas zonas de influencia en el protectorado. Mihailovic, que había sido reconocido como jefe por todos los cabecillas "chetniks", se avino a contemporizar con la esperanza de que una no muy lejana victoria aliada liberase a Yugoslavia y restableciese en el trono al rey Pedro. Ante el espectacular desarrollo de la guerrilla titista, los "chetniks" pasaron gradualmente del retraimiento a la colaboración y terminaron ayudando a los ocupantes en su lucha contra los partisanos comunistas. A la vez, desarrollaron una activa política de terror contra las poblaciones croata y bosnia en represalia. por los "progroms" de Pavelic. Conforme avanzaba la guerra, Mihailovic, que había sido reconocido como jefe de la resistencia por soviéticos y británicos y nombrado ministro de la Guerra por el Gobierno real exiliado en Londres, fue quedando cada vez más aislado. La leyenda que hacía de él un patriota yugoslavo y el mejor agente británico en los Balcanes, terminaría derrumbándose estrepitosamente Frente a esta política zigzagueante, los comunistas yugoslavos encarnaron desde el primer momento el espíritu de resistencia y la aspiración de grandes sectores de la población a la reunificación nacional. La inmediata agresión alemana a la URSS libró, además, a Tito y a sus seguidores del nocivo período de inactividad a que el pacto germano-soviético condenó a los comunistas de los países ocupados en el oeste. Tras largos años de persecuciones, el PCY había entrado en una fase de franca recuperación en la primavera de 1940, al convertirse Tito en su secretario general. El croata Broz había insistido en el mantenimiento de la unidad del partido por encima de los intereses de las nacionalidades y se había rodeado de un equipo de jóvenes dirigentes que incluía a serbios como Alexander Rankovib, montenegrinos como Milovan Djilas, croatas como Iván (Lola) Ribar y eslovenos como Edvard Kardelj y Boris Kreigel. En octubre de ese año el grupo se apuntó un notable éxito al organizar clandestinamente en Zagreb el V Congreso del Partido, que dio su apoyo a la línea nacional defendida por su secretario general. La invasión alemana constituyó una sorpresa para los comunistas. Pero éstos, gracias a su experimentado aparato clandestino, evitaron el colapso que afectó a las restantes organizaciones políticas y se situaron en condiciones de actuar coordinadamente en cuantos fragmentos se dividió el país. Pese a las consignas de pasividad emanadas de Moscú, el Comité central aprobó a finales de abril de 1941 una línea política que hacía hincapié en el mantenimiento de la unidad de Yugoslavia y en la preparación de la lucha antifascista. Por aquellas fechas, Tito trasladó su oficina política a Belgrado, a salvo de las pesquisas de los "ustachis". La Operación Barbarroja, iniciada el 22 de junio, permitió por fin a los comunistas yugoslavos lanzarse a la acción. Su líder dio a conocer una proclama dirigida a los trabajadores que comenzaba: "Ha sonado la hora de tomar las armas para defender vuestra libertad contra los agresores fascistas. Cumplid vuestro deber en el combate por la libertad, bajo la dirección del Partido Comunista yugoslavo. La guerra de la Unión Soviética es vuestra guerra, porque la Unión Soviética lucha contra vuestros enemigos. Cumplid con vuestro deber de proletarios. No permitáis que el heroico pueblo soviético vierta en solitario la sangre preciosa de sus jóvenes". El llamamiento encontró un amplio eco en grandes zonas del país. En el mes de julio se produjeron levantamientos en numerosas zonas de Serbia y de Bosnia y en algunos puntos de Croacia, especialmente los habitados por la minoría serbia. En Montenegro, donde el día 13 de julio se había constituido un Gobierno títere del protectorado, la sublevación obligó a los italianos a refugiarse en dos o tres grandes poblaciones. No obstante, los guerrilleros comunistas tuvieron que repartirse las simpatías del campesinado con los "chetniks". A comienzos del otoño los partisanos titistas controlaban un amplio corredor que iba desde el Adriático hasta las proximidades de Belgrado. Mantenían en su poder un ferrocarril y poseían un servicio de correos propio. Ni siquiera en las ciudades se sentían seguros los invasores. Los atentados se multiplicaban. Tito impulsó la creación de un organismo político-militar, el Movimiento de Liberación Popular, a cuyos miembros no se les exigía una militancia política determinada. Del MLP dependían los destacamentos partisanos. El Gran Cuartel General, integrado por los miembros del Politburó del PCY, estaba dirigido por un teniente coronel del Ejército real y Tito había asumido el mando supremo de sus fuerzas. Los guerrilleros se desplazaban con enorme rapidez. Cuando un destacamento atacaba una villa, procedía a cortar las comunicaciones del enemigo y a establecer en ella un Comité del Pueblo que sustituía a las autoridades municipales. Luego, se retiraba antes de que llegasen los alemanes. En agosto, sin embargo, las fuerzas de Tito ocuparon la ciudad de Uzice y se establecieron permanentemente en ella. El líder partisano trasladó allí su Cuartel General y el aparato propagandístico. Una pequeña fábrica de armas existente en la localidad proveía de armamento ligero a los guerrilleros. Tito estaba decidido a liberar su país por las armas. Por dos veces intentó llegar a un acuerdo con Mihailovic. En la primera entrevista, celebrada en septiembre en el pueblo de Struganik, se puso de manifiesto la diferente concepción táctica de los dos hombres. Mientras el "chetnik" prefería esperar, el comunista quería golpear al enemigo siempre que fuera posible. Al mes siguiente, en Brajice, Tito ofreció a su interlocutor la creación de una administración civil común en las zonas liberadas y de un frente político unificado, así como la realización de operaciones militares conjuntas. Tales propuestas fueron rechazadas por el jefe "chetnik". La ruptura entre los dos movimientos de resistencia era definitiva, pese a que Moscú siguió presionando para que los partisanos se colocasen a las órdenes de Mihailovic. A mediados del otoño, se intensificaron las operaciones alemanas contra el territorio de la República Popular de Uzice, al tiempo que aumentaban las represalias contra la población civil. Llegaron divisiones de refuerzo desde Francia, Grecia y Rusia y el mando germano emprendió una vigorosa ofensiva con tanques y aviones de bombardeo en un frente de 175 kilómetros. Los partisanos se vieron obligados a pasar a una desesperada defensiva. Para colmo, los "chetniks", que se veían perjudicados en su política de apaciguamiento por la actividad de los comunistas, atacaron Uzice el 1 de noviembre, aunque fueron rechazados. ` A los pocos días cayó Valjevo, llave del dispositivo norte de los partisanos. Un atentado voló la fábrica de armas de Uzice. Cuatro días después, los hombres de Tito -que había sido herido en la explosión-, tuvieron que evacuar la ciudad y dirigirse, acosados por el enemigo, hacia la vecina Bosnia. Tampoco iban mejor las cosas en Montenegro, donde los "chetniks" colaboraban con los italianos. El excesivo celo revolucionario de los comunistas locales, que disgustaba a la población campesina, perjudicaba la actuación militar de los partisanos. A finales de 1941 éstos estaban en franco retroceso y una ofensiva desarrollada por sus enemigos en la primavera de 1942 -la segunda ofensiva, como la llamaron los guerrilleros- hundió prácticamente su poder. Pese a la actividad de Djilas, enviado personal de Tito, el movimiento de resistencia montenegrino tardaría casi dos años en recuperarse.
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Los pueblos indios, pese a la profunda y duradera destrucción provocada por la conquista y pese al intenso proceso de aculturación a que se les somete, conservan cierta capacidad de resistencia y desde el inicio de la colonización expresan su protesta y su rechazo a la dominación colonial. Los mecanismos de defensa fueron variados, desde la resistencia pasiva o la simple huida hasta la rebelión armada, o también la adaptación, siquiera aparente, fórmula escogida, por ejemplo, por los indígenas de la península de Santa Elena (Ecuador), que adoptan muy pronto la lengua y la indumentaria españolas pero mantienen sus costumbres y una relativa independencia en sus pueblos. Pero al margen del rechazo a la integración manifestado por los indios de algunas áreas (norte de México, centro de Chile) que resistieron a la conquista durante mucho tiempo, casi hasta el fin de la época colonial, entre los indios sometidos pocas veces la resistencia llegó a plasmarse en un verdadero movimiento de masas, aunque son frecuentes los motines espontáneos, muy localizados y de corta duración, dirigidos casi siempre contra los corregidores o los curas, como la rebelión de los zendales, en Chiapas (1712) o la de Jacinto Canek en Quisteil, Yucatán (1761). Hay también, sin embargo, verdaderas rebeliones indígenas con fuerte impacto en la vida económica y social de la región en que se producen, como la de Juan Santos Atahualpa en la provincia de Tarma (Perú), a partir de 1742. El caso paradigmático lo proporciona la sublevación de Túpac Amaru, una impresionante conmoción armada que, al coincidir en el tiempo con otros dos grandes levantamientos de masas (Túpac Catari en Bolivia y los comuneros del Socorro en Colombia), puso en serio peligro el sistema colonial español: como años después diría Godoy, fue una "gran borrasca" que barrió toda Suramérica. La rebelión tupamarista reviste una importancia especial por la personalidad de su jefe, por su extensión y su arraigo, pero sobre todo por sus objetivos: supresión de gravámenes y explotación (aduana, alcabalas, repartos forzosos de mercancías), eliminación de formas de trabajo degradantes (mitas, obrajes), ruptura con España y restauración del poder inca bajo nuevas formas, manteniendo la religión católica (coronación de Túpac Amaru como "José I, por la gracia de Dios Inca Rey del Perú..."), y unión de todos los peruanos (los paisanos, sin distinción de razas) en contra de los europeos intrusos. Se trata, pues, de un programa utópico, especialmente en su apelación a la solidaridad y la unidad peruana, incluyendo a los amados criollos, que desde luego no se unieron al movimiento sino que lo combatieron. La rebelión tupamarista comenzó el día 4 de noviembre de 1780, con la detención del corregidor de Tinta, Antonio de Arriaga, que seis días después es ejecutado públicamente en la plaza de Tungasuca. A partir de este momento, y desde su epicentro en la provincia de Tinta, la rebelión se expande con gran rapidez tanto hacia el norte (hasta el Cuzco) como hacia el sur, llegando hasta el lago Titicaca para penetrar finalmente en territorio de la Audiencia de Charcas, hoy Bolivia. Se movilizan decenas de miles de personas, tanto por parte de los rebeldes como de las autoridades coloniales, siendo los principales hechos de armas la batalla de Sangarará (18 de noviembre), el asedio del Cuzco (del 28 de diciembre al 6 de enero de 1781) y la batalla de Tinta (6 de abril), que supone la derrota y captura de Túpac Amaru (por la traición de uno de los suyos) y otros jefes rebeldes. Tras el correspondiente juicio, el visitador José Antonio de Areche dicta la sentencia (15 de mayo) condenando a muerte a José Gabriel, su esposa, su hijo mayor y otros reos, todos los cuales son ejecutados en la plaza del Cuzco el día 18 de mayo de 1781. Comienza entonces la segunda fase del movimiento tupamarista, que será mucho más sangrienta que la primera y se prolongará durante todo el año 1781, bajo el liderazgo de Diego Cristóbal Túpac Amaru (primo hermano de José Gabriel), extendiéndose hasta el norte de Argentina y Chile y enlazando en el altiplano boliviano con la rebelión de Túpac Catari (Julián Apasa Sisa, el más importante caudillo indígena altoperuano, que será ejecutado el 13 de noviembre de 1781). Sucesos notables de esta etapa son la conquista de Sorata y el prolongado y penoso asedio de la ciudad de La Paz. Finalmente, los rebeldes aceptan el indulto general ofrecido por el virrey y el 11 de diciembre de 1781 se firma el tratado de paz, que a comienzos de 1783 será violado por las autoridades coloniales al ordenar, con el pretexto de "nueva sublevación", la detención y posterior ejecución de los principales protagonistas de los sucesos anteriores, incluido Diego Cristóbal el 19 de julio de 1783. Termina así la gran rebelión iniciada en noviembre de 1780, aunque durante mucho tiempo continuará el gran miedo de españoles y criollos ante las masas indígenas, miedo que contribuirá a reforzar el conservadurismo político de los peruanos.