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Los pintores de la generación siguiente a la de Polignoto y Mikón evolucionan a partir de la línea marcada por ellos, pero rompen con la tradición en diversos sentidos. Síntoma evidente de ruptura es el firme convencimiento que tienen y la ostentación que hacen de su dignidad, de su posición y de su cometido. Parrhasios, Apolodoro, Zeuxis, son perfeccionistas a ultranza y se consideran a sí mismos como maestros. Las anécdotas sobre sus vidas iban de boca en boca, sus extravagancias eran celebradas, sus obras adquirían rápidamente popularidad, todo lo cual es prueba fehaciente del propósito de afianzar su personalidad y del interés en parecer distintos a los ojos de los demás, actitud en la que hemos de ver el germen de un nuevo concepto de artista que culminará con Apeles, pintor de cámara de Alejandro Magno, a cuya posición se acercan los pintores antes citados más que a la de Parrhasios o Mikón. La manera de entender y practicar la pintura es también distinta. Para empezar, los cuadros de menor formato interesan más que los grandes frescos, de ahí que sea ésta la época de auge de la pintura de caballete y de técnicas como la acuarela y la cera, que permiten mezclar y matizar las tonalidades. El enriquecimiento cromático unido al perfeccionamiento de la sombra son factores esenciales del nuevo sentido plástico desarrollado en la pintura. La lástima es que apenas tenemos de ella, aunque se conserven algunas copias, más que reminiscencias en los lekythoi de fondo blanco y en las descripciones transmitidas por las fuentes. Parrahasios de Efeso, Apollodoros de Atenas y Zeuxis de Heraklea serán los grandes maestros de este periodo.
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Por pintura se entendía en la Antigüedad la hecha sobre tabla, a la que se llamaba pinax, de ahí pinacoteca para el lugar que las acogía. Poco después de la mitad del siglo VI las tablitas de Pitsá demuestran que la costumbre de revocar la madera en blanco y pintarla estaba plenamente atestiguada y bien afianzada la técnica, a juzgar por los colores y por la firmeza del dibujo. Puesto que se conocen indicios similares procedentes de las inmediaciones de Corinto y puesto que las tablitas de Pitsá conservan la firma de un pintor corintio, cabe a Corintio el honor de la suposición fundada de que allí se produjeron los primeros cuadros. Hacia finales de época arcaica se conocían en Tasos tablas de grandes dimensiones, que pudo admirar de joven el gran pintor Polignoto. No menos se practicaba la pintura de caballete, cuyo máximo representante en época clásica es Agatarco de Samos. La popularidad de los pintores se refleja en una anécdota de una tragedia de Eurípides, en la que se ve en escena a un pintor que se aleja del cuadro para captar su efecto en perspectiva. La pintura mural tuvo amplio desarrollo en la Antigüedad, aunque no siempre era al fresco. Hubo frescos estupendos, cuya técnica aprendieron los etruscos de los griegos y son precisamente los frescos conservados en las cámaras funerarias etruscas los que nos permiten suponer lo que pudo ser este tipo de pintura. El hallazgo en tiempos recientes de pintura mural en una tumba de Paestum, fechada hacia 480, ha supuesto un acercamiento a la pintura griega clásica, desgraciadamente perdida. Ahora bien, por pintura mural se entendía, además, la de grandes tablas fijadas al muro con marcos y grapas metálicas, cuyas huellas se han visto en ocasiones. La pintura así realizada se podía proteger con portezuelas de madera a manera de trípticos y polípticos. La primera pinacoteca que existió fue la de los Propíleos en la Acrópolis de Atenas, una estancia bien iluminada por ventanas. Antes de que ésta se construyera, durante la invasión del Atica, se destruyeron y perdieron gran cantidad de pinturas, los primitivos de la pintura griega, como les llama Moreno. Superada la crisis bélica adopta la pintura una actitud historicista y deseosa de investigar lo anterior, si bien la ruptura con la época precedente estaba consumada y era inevitable. Se inaugura entonces una nueva etapa, la del florecimiento de la pintura griega, alentada por el espíritu de victoria y poderío que invade Grecia, y especialmente Atenas, a consecuencia del triunfo sobre Oriente. Nuevas tendencias aparecen en la pintura, la más llamativa de las cuales establece una diferencia abismal con la época arcaica. En efecto, los pintores de la nueva generación no sienten la obsesión de antaño por los aspectos anatómicos de la figura humana, sino que se sienten atraídos por otros: el carácter, la emoción, la luz y la sombra, el espacio. Se alcanza así un hito inconmensurable en la evolución. Las fuentes nos hablan de personalidades artísticas tan poderosas, que hay razón para pensar que los pintores superarían a veces en capacidad creativa a los escultores. Cuando el panorama se nos ofrece más atractivo y alentador, aparece el gran escollo: la pérdida lamentable de la pintura creada por estos maestros. Ya hemos dicho que se conocen atisbos de ella, como los restos hallados en Paestum, y que queda el testimonio de la pintura etrusca, aunque el mejor medio y el sistema más seguro para aproximarse a la gran pintura consiste en reconocer su influjo y características trasladadas a la pintura de vasos y en menor medida en las artes industriales. Naturalmente hay que contar con las modificaciones del cambio de técnica, de las composiciones reducidas, de la esquematización tipológica, etcétera. Ante esta tesitura y dado el cariz sinóptico de esta exposición, renuncio a un recorrido sistemático de pintores y obras, tanto para la pintura mayor como para la de vasos, porque, además, eso lo tiene el lector muy bien hecho por especialistas como Blanco, Elvira y Moreno. Me inclino por una visión de conjunto, capaz de sugerir la importancia extraordinaria de este fenómeno sin olvidar que la búsqueda apasionante de la realidad de la pintura griega es un juego sutilísimo de ecos y resonancias. Y en este ir y venir de la cerámica a la gran pintura y viceversa, descubriremos algo de la esencia de una y otra.
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Como ocurrió en otros aspectos artísticos, pero quizás aún con más fuerza en el caso de la pintura, al final del reinado de Luis XIV se produjeron unos cambios que hicieron aparecer algunos rasgos que serán ya propios del rococó.En torno a la mitad de la década de los años ochenta se apreciaron en la Corte algunas transformaciones a las que no debió de ser ajena la influencia de Mme. de Maintenon sobre la persona del rey. Además, pronto empezó también la caída de la estrella del rey con los primeros reveses en el terreno militar y una etapa de gran dureza para su corazón con la muerte casi continuada de varios miembros de su familia, entre ellos el Gran Delfín en 1711.Todo ello hizo que se fuera apagando el gusto por la gran pintura decorativa y que se propiciara la de caballete, tendiéndose por otra parte hacia un arte más propiamente barroco con el predominio del color sobre el dibujo. Por ello será entonces cuando Rubens tendrá sobre la pintura francesa la influencia que no ejerció en el momento de su visita para pintar la serie de la vida de María de Médicis.Pero, en realidad, con todo esto no está sino presagiándose el arte del siglo XVIII. Así, la gran pintura decorativa y la de historia, que fueron fundamentales durante la primera parte del reinado del Rey Sol, abandonaron su nobleza y su grandiosidad y en su lugar apareció un tipo de pintura mitológica, más grácil y que con frecuencia rondaba la picardía. Por otra parte, la pintura religiosa también tomó un nuevo énfasis motivado por el nuevo ambiente de devoción que por esos años dominó al rey, aunque también es cierto que por lo general este género careció de una verdadera inspiración.El género retratístico tuvo también entonces un momento álgido que pronosticaba la verdadera importancia que llegaría a tener a lo largo del siglo XVIII, aunque en general se debatía entre la influencia del retrato de grandiosidad barroca según habían generalizado Rubens y Van Dyck y el de carácter más naturalista propiciado por Rembrandt.Finalmente, también tomó un nuevo impulso la pintura de paisaje que arrancó de los moldes de Claudio de Lorena y que en el período rococó llegará a constituir un importante género.Uno de los pintores más importantes de este momento de transición fue, sin duda alguna, Charles de La Fosse (1636-1716), que comenzó su formación bajo la égida de Le Brun. Entre 1658 y 1663 estuvo en Italia, principalmente en Roma y Venecia, lo que fue fundamental para configurar su propio carácter, pues experimentó la emoción que puede producir el color. Ya en Francia, en 1673 ingresó en la Academia con el lienzo del Rapto de Proserpina (Escuela de Bellas Artes de París) en el que ya se aprecia de manera evidente lo aprendido en Italia.En el final de esta década estuvo ocupado como ayudante de Le Brun en decoraciones para la Corona en las Tullerías y en Versalles, donde en este último palacio pintó gran parte de la decoración del Salón de Diana y toda la del de Apolo, con un estilo de formas más ligeras que lo acostumbrado hasta entonces en la Corte.Ya en la década de los años ochenta se dejó seducir por el arte de Rubens, cuyas características unió a las de origen veneciano ya presentes en su obra, dando lugar a lienzos como el de Moisés salvado de las aguas del Museo del Louvre o la Presentación de la Virgen del Musée des Augustins de Toulouse. A fines de la década, en 1688 recibió el encargo de colaborar en la decoración del palacete del Trianon, donde por las características de éste pudo desarrollar una decoración de carácter más ligero y frívolo con temática mitológica que claramente anuncia el gusto rococó.Entre otras colaboraciones para la decoración de grandes conjuntos cabe citar su participación en la capilla de Versalles, en la iglesia de Notre-Dame-de-la-Assomption de París y en el palacio Montagu de Londres, en el que intervino entre 1689 y 1692.Y fue en este último año y trabajando en este lugar, cuando se le reclamó desde París para que se encargara de lo que fue su última gran obra, la decoración de la iglesia de la Cúpula de los Inválidos a la que había renunciado Mignard por su avanzada edad. Pero aquella magna actuación que se le ofrecía fue siendo recortada para ceder partes a otros pintores, con lo que, al final, solamente intervino entre 1700 y 1702 en la cúpula y en las pechinas; en éstas pintó a los Evangelistas y en la cúpula el tema de San Luis presentando a Cristo la espada con la que había triunfado sobre los infieles. Estilísticamente, el conjunto responde al espíritu del Correggio, pero tratado con una mayor ligereza, lograda en buena parte por la disposición de las figuras en el borde de la semiesfera, con lo que queda mucho más espacio en el centro del conjunto para abrir el Cielo.Jean Jouvenet (1644-1717) formó parte de una importante dinastía de pintores normandos. Nacido en Rouen, recibió su primera formación en el estudio de Le Brun y colaboró en obras para la Corona como en el Trianon y Versalles, donde intervino en la decoración del Salón de Marte. Por otra parte, también participó en la iglesia de los Inválidos, en la que pintó las imágenes de los doce Apóstoles en la cúpula, aunque su obra magna son los cuatro lienzos que hizo para la iglesia parisina de Saint Martin-des-Champs. Estas obras, y otras como el San Bruno en oración del Museo de Lyon o La Misa del abad Delaporte del Louvre, hacen de Jouvenet uno de los mejores pintores religiosos de finales del siglo XVII.En toda su obra se aprecia la fuerza de la tradición francesa en la que están presentes Le Brun y Poussin, y a través de ellos Rafael, a los que une un colorido cálido que para muchos ha de relacionarse con Rubens.Otro de los grandes representantes de la .pintura barroca francesa es Antoine Coypel (1661-1722), que fue hijo de Noël Coypel, a quien acompañó a Roma cuando éste fue nombrado director de la Academia de Francia, pasando allí tres años en que especialmente estudió la pintura boloñesa y veneciana.Habiendo regresado a París en 1676, ingresó en la Academia en 1681 con el cuadro titulado Luis XIV descansando después de la Paz de Nimega del Museo Fabre de Montpellier que, por otra parte, es una muestra de cómo el gran arte decorativo y alegórico que había caracterizado la pintura oficial del reinado de Luis XIV estaba en total decadencia y resultaba frío y pobre.Desde este momento fue tornándose cada vez más hacia el color, lo que le llevó a sentir una gran atracción por Rubens, cuyos rasgos pretendió unificar con la tradición francesa encarnada en Poussin.En torno a los años del cambio de siglo recibió importantes encargos del Gran Delfín y de los duques de Orleans y Chartres, pintando obras para los palacios de Meudon y Royal de París. Sin embargo, su obra más importante fue la pintura del techo de la capilla de VersaIles en 1708, en la que se aproxima al tipo de composición que hizo el Baciccia en la bóveda del Gesú de Roma. Así emplea un destacado efecto de trompe-l'oeil por el que la bóveda se abre y se introduce en el Cielo, siendo también interesante el que el marco arquitectónico esté pintado y no realizado en estuco, con lo que se refuerza y se lleva mucho más adelante el efecto de engaño óptico de la composición.Junto a estos tres pintores aún podrían ser citados como pertenecientes a ese momento de transición los hermanos Bon (1649-1717) y Louis Boullongne(1654-1733) y Joseph Parrocel (1646-1704), generalmente conocido como pintor de batallas, pero que tanto en éstas como en otro tipo de composiciones lleva a cabo un tratamiento de la luz y del colorido que indudablemente anuncia ya los nuevos tiempos.Jean-Baptiste Santerre (1651-1717) fue considerado en su tiempo como retratista, aunque hoy en día tiene más valor por su acercamiento a los ideales del rococó, como queda patente en sus dos obras de tipo religioso más conocidas, la Susana del Louvre, pintada en 1704 para su ingreso en la Academia, y la Santa Teresa para la capilla de Versalles del año 1709. En ambas composiciones las figuras aparecen tratadas con tanta sensualidad que en aquel momento llegaron a escandalizar, aunque, sin embargo, está conforme con la estética que será corriente poco tiempo después.También en este final de siglo tuvo un renacer el género paisajístico con artistas que, por lo general, actuaron bajo la tradición de Claudio de Lorena. Sin embargo, Alexandre-François Desportes (1661-1749) marcó unas pautas sumamente interesantes por cuanto modernizó totalmente la concepción del paisaje en la pintura. Nacido en la provincia de Champagne, comenzó sus estudios en París con el pintor de Amberes Nicassius Bernaerts, que había sido discípulo de Snyders. Posteriormente, en los años 1695 y 1696 trabajó como retratista en Polonia, a donde fue llamado por el rey Juan III Sobiesky.Vuelto a Francia, se dedicó con gran entusiasmo al género naturalista, siendo pintor de las monterías del rey, con lo que obtuvo fama y el ingreso en la Academia en 1699. En su obra han tenido una gran importancia los apuntes para sus futuras composiciones, ya que además de estar tomados del natural, están realizados con una gran sensibilidad, ateniéndose en ellos a la propia naturaleza sin tener que retocarla como habían venido haciendo hasta entonces todos aquellos pintores que se dedicaban a este género. Todo ello no hace sino confirmar a Desportes como una auténtica avanzadilla de lo que serán muchos de los ideales de la pintura dieciochesca y aun posterior.
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Faltan grandes maestros en pintura de caballete entre los artistas alemanes del siglo XVIII. Generalmente se acude a los extranjeros, sobre todo, franceses.Louis Silvestre (1675-1760) es nombrado director de la Academia de Dresde en 1725 y se le encargará la decoración del Zwinger. Antoine Pesne (1683-1757) es elegido por Federico II como su pintor de cámara. George Desmarées (1697-1776), nacido en Estocolmo de emigrados franceses, trabajará para distintas cortes de Alemania del Sur. Alemán es en cambio el retratista Johann Ziesenis (1716-1777) que tras ser solicitados sus servicios en Manheim, Zweibrücken y otros centros, termina como pintor de cámara en Hannover.Pero donde verdaderamente se produce el gran impulso de la pintura alemana es en los grandes frescos decorativos de monasterios y palacios. Se cubren por completo los techos de las iglesias, hasta el punto que algunos arquitectos dejan de plantearse la bóveda como elemento arquitectónico, realizándola en material ligero con armaduras de madera que recibe la pintura.Sometidos en cuanto a los programas iconográficos a lo expresamente previsto por los monjes, tienen mucha mayor libertad por lo que se refiere al despliegue decorativo. Las composiciones se salen de sus límites ampliando el espacio y creando un mundo sobrenatural. Al mismo tiempo las pinturas, de tonalidades claras, se entremezclan con los estucos, coadyuvando a dar a los interiores una mayor sensación de ligereza y luminosidad.Naturalmente la fuente principal de este género habría que ir a buscarla a Italia y esto es lo que hace Cosmas Damian Asam (1636-1739) cuando marchó a Roma con su hermano menor Egid Quirin. Allí tuvo la ocasión de estudiar directamente los grandes frescos decorativos del Bacciccia y del padre Pozzo. Ya le hemos visto en su faceta, además de pintor, de arquitecto en la abadía de Weltenburg, pero también dejó muestras de su arte en otros monasterios de Alemania meridional y de Suiza.En una zona especialmente devota de la Virgen, es lógica la abundancia del tema mariano en estas decoraciones. Encargada a los dos hermanos Asam la decoración general de la iglesia del monasterio de Einsiedeln en 1724, Cosmas sitúa en el centro geométrico de la iglesia la Natividad. La Virgen con el Niño triunfante rodeado de rayos se coloca en una choza que finge estar construida bajo la bóveda acasetonada de la iglesia, que en realidad también es ficticia. El mismo juego de arquitecturas fingidas se repite en la bóveda de Ingolstadt (1734) en donde se imagina la Anunciación ante una gran portada-retablo de arquitectura muy romana. En la torre del fondo en el lado izquierdo de la composición se adivinan las columnas salomónicas ya vistas en el retablo de San Jorge en Weltenburg. Frente a lo que sucede con otros pintores bávaros mucho más imbuidos del espíritu del rococó, se prefiere una escena simétrica, equilibrada, que en este caso queda reforzada por la fuente como eje vertical de simetría.Un acabado ejemplo de la influencia de Pozzo en Cosmas es el de la bóveda de la iglesia de Osterhofen con la vida de San Norberto. La fingida perspectiva arquitectónica acelera la visión hacia el infinito, los personajes se acoplan a los bordes del marco y en el centro se abre un amplio espacio al cielo. Por otro lado, este tipo de pintura decorativa permite hacer olvidar en parte la estructura bastante tradicional de la iglesia.Aunque fundido con la influencia veneciana, también se descubre el mundo de los fresquistas romanos en Johann Jakob Zeiller (1708-1783), discípulo de Paul Troger. Su obra maestra es la bóveda de la iglesia del monasterio de Ottobeuren (1763-64). Representa la Pentecostés, con la Virgen en el centro de la composición cobijada bajo una arquitectura semejante a la vista en Ingolstadt y flanqueada por dos obeliscos. Como Cosmas Damian Asam, Zeiller mantiene un equilibrio compositivo perfectamente integrado en la estructura arquitectónica que contribuye a mantener la pausada armonía de esta monumental iglesia.Semejantes características, aunque con un aire más popular, nos las presenta Johann Baader en la bóveda de la iglesia de San Juan Bautista de Wessobrunn (1758-1759) con escenas de la vida del santo titular. Como en los anteriores ejemplos, la quadratura con sus forzadas perspectivas, protagoniza la composición, si bien hace aquí acto de presencia el estuco con elementos decorativos rococó; no en vano nos encontramos en Wessobrunn, cuna de famosos estuquistas.Un aire diferente se respira en los frescos de Johann Baptist Zimmermann (1680-1753), citado ya como estuquista en la corte de Munich y como colaborador de su hermano Dominikus. Precisamente para las iglesias de peregrinación construidas por éste, Steinhausen y Wies, pinta sus obras maestras. Son también grandes frescos como los hasta ahora comentados, pero en ellos apenas si se da importancia a la quadratura, desaparecen las ordenadas perspectivas que dejan paso a un movido ritmo rococó. En Steinhausen la Asunción de la Virgen -otra vez el tema mariano- acompañada de las cuatro partes del mundo, se enriquece con el paraíso terrenal, imitación del parque de cualquier residencia principesca con sus fuentes y estatuas decorativas.Las figuras se aligeran y la composición se desequilibra. Así, en vez de colorear en el centro de la bóveda un círculo compacto de santos y ángeles alrededor de la Virgen, se disponen éstos en una espiral de trazado irregular cuya meta es indefectiblemente la madre de Dios llevada por los ángeles, pero desplazada de su eje central. Añádase a estas notas la liviana arquitectura, los claros tonos de los estucos y la luz que entra desde las altas ventanas y tendremos la muestra más acabada del Rococó alemán.Semejantes características presentan los frescos de Franz Joseph Spiegler (1709-1757) en la abadía benedictina de Zwiefalten. Los tramos de la nave se unifican en lo alto en una sola bóveda con varios ejes de perspectiva y con ovalado rompimiento de gloria dispuesto como si atravesara la iglesia en diagonal. Los estucos con motivos rococó invaden la pintura aquí y allá sin un orden preconcebido, contribuyendo al descentramiento de la composición y a una buscada falta de simetría. El tema está muy acorde con esta abadía que era al tiempo iglesia de peregrinación, María como intermediaria entre Dios y los hombres. La lectura iconográfica ha de hacerse en zig-zag: en lo alto, la Trinidad bendice a la Virgen. De su corazón sale un rayo que ilumina la reproducción de la imagen milagrosa conservada en el monasterio, la cual actúa como espejo enviando dicho rayo a San Benito. Del santo emanan lenguas de fuego, lluvia benefactora sobre los defensores del culto mariano. Desde luego, no podía encontrarse forma mejor de explicar a los fieles que llenaban la iglesia el papel de la Virgen, objeto de la peregrinación, y del santo fundador de la Orden. Casi podría hablarse de una actualización en clave rococó de la medieval "Biblia de los pobres".Sería imperdonable no aludir aquí a la presencia del pintor veneciano Giambattista Tiépolo (1696-1770) en Wurzburgo durante casi tres años. En el mes de diciembre de 1750 fue llamado por el príncipe obispo Karl Phillip von Greiffenklau para que decorase el palacio de Neumann. Acompañado de sus hijos Giandomenico y Lorenzo llevó a cabo la decoración de la bóveda de la gran escalera y el techo y los muros de la Kaisersaal. Obras maestras en su carrera; que en buena medida influyeron en muchos pintores alemanes coetáneos. Los frescos de Tiépolo se adaptan admirablemente a los espacios arquitectónicos creados por el arquitecto-ingeniero Neumann.
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En ocasiones, se podía aplicar a la superficie de la pieza de cerámica, estuviera engobada o no, un tratamiento suplementario; en el caso ibérico el más frecuente es el de la pintura, aunque en ocasiones encontramos asimismo el estampillado, esto es, la aplicación sobre la superficie del vaso, cuando el barro estaba aún fresco, de una matriz en relieve que dejaba una impronta en negativo sobre la superficie del recipiente. Menos frecuentes son la incisión o el acanalado. La pintura es el procedimiento más característico de decoración de la cerámica ibérica. Se aplicaba antes de la cocción, y para ello se utilizaban pigmentos minerales, probablemente óxido de hierro, que le daban un tono castaño vinoso característico. Los motivos básicos eran geométricos y bastante sencillos: líneas paralelas y perpendiculares, circunferencias y semicircunferencias concéntricas, triángulos, rombos, retículas, líneas onduladas, etc. En un segundo momento se incluyen motivos figurativos, primero de tipo vegetal y, más adelante, animales y humanos. Para la realización de esta decoración se usaban instrumentos sencillos, pinceles de distinto tipo y grosor, y compás. Un hallazgo importante fue la introducción del compás múltiple, que permitía la realización de las circunferencias y semicircunferencias concéntricas con una mayor rapidez y perfección. Este proceso no fue homogéneo ni contemporáneo en las distintas regiones ibéricas, y se produce siguiendo unas pautas que estudiaremos más adelante. La cocción de la cerámica ibérica se realiza en hornos bastante desarrollados, que permitían alcanzar unas temperaturas próximas a los 1.000 grados, y de los que se conservan algunos restos. Del tipo de cocción depende en buena medida la calidad y el tipo de cerámica que se obtendrá. Los hornos ibéricos podían desarrollar procesos de cocción oxidante, esto es, con aporte de oxígeno; abriendo el tiro del aire, y reductora, con escasez de aire, cerrándolo. En el primer caso, la cerámica obtenida presenta una coloración castaña o rojiza, en tanto que en el segundo resulta negruzca o grisácea. La mayor parte de la cerámica ibérica es del primer tipo, aunque existen bastantes ejemplos de cerámicas grises, incluso entre las pintadas, en este último caso de cronología tardía. La pasta es por regla general depurada y bien cocida, y presenta un rasgo característico: la llamada pasta en sandwich o con nervio de cocción, es decir, con las zonas de la pasta más próximas a la superficie de color castaño, en tanto que la parte central es más oscura, por regla general grisácea. Es muy posible que en ello podamos ver, o bien dos fases de cocción diferentes, o bien una cocción rápida que hace que la transformación de la pasta por medio de un proceso oxidante no llegue a afectar a toda la cerámica. Se conservan restos de algunos hornos ibéricos, sobre todo de su parte inferior, donde se encontraba la cámara de distribución del calor, en tanto que la superior, donde se cocían los vasos, ha desaparecido casi por completo; no obstante, en algunos ejemplares se conserva aún parte del pavimento de esta cámara, en el que se distinguen los agujeros que la ponían en comunicación con la inferior. A juzgar por los restos conservados, los hornos ibéricos estaban construidos casi en su totalidad de adobe -de ladrillos de barro secados al sol-, material que, pese a su aparente fragilidad, se adaptaba estupendamente a esta función, ya que el calor del horno llegaba a cocer in situ estos adobes, que adquirían una consistencia y una dureza extraordinarias. No todos los hornos ibéricos eran idénticos, sino que resulta posible distinguir varios tipos: unos pequeños, de tradición griega, consistentes en un recinto pequeño y alargado, de planta ligeramente trapezoidal, con los extremos redondeados, que se dividía en dos partes por un murete central; ejemplo de este tipo de hornos se conserva en las proximidades de la Isleta de Campello, en Alicante. De mayores dimensiones son por regla general los hornos de planta circular, como algunos otros de los conservados en Campello y, sobre todo, el mejor conocido, excavado hace no mucho tiempo en Alcalá del Júcar (Albacete); su planta es casi circular, y en el centro de la cámara de combustión encontramos nuevamente el pilar que, en este caso, es exento, y sirve de apoyo a los arcos que soportan la cámara superior o laboratorium; ésta contaba, como la cámara de combustión, con una entrada independiente. Se conservan numerosos agujeros (toberas) que comunican ambas cámaras, algunos de los cuales fueron cegados, posiblemente para cerrar algo el tiro del homo, que debió resultar excesivamente rápido. No existe resto alguno de la cubierta, por lo que se duda si pudo cubrirse con una bóveda permanente de adobe o si, por el contrario, no contaba con una cubierta fija, que sería realizada ex profeso en cada ocasión o cuando se deterioraba. Algunos ejemplos en hornos antiguos bien conservados, y en hornos modernos, atestiguan el empleo de una bóveda provisional hecha con barro y fragmentos de cacharros. Otro homo excavado parcialmente, y del cual tenemos una buena información, es el de Itálica, correspondiente a un poblado ibérico inmediatamente anterior a la ciudad fundada por Escipión a finales del siglo III a. C., o de esta misma época. Se trata de un horno similar al de Alcalá del Júcar, de planta circular y con cámara de combustión de pilar central, aunque los elementos que se apoyaban en éste y sostenían el laboratorium no era propiamente arcos, sino piezas rectangulares hechas con barro y paja. Dado el carácter casi universal del empleo de la cerámica, resulta lógico que ésta presente calidades y características muy diferentes, según sea la época de fabricación, el lugar y la finalidad a la que se la pensaba destinar. En líneas generales, pueden identificarse cerámicas de cocina, de transporte y de almacenamiento industrial, de almacenamiento doméstico y de mesa. No siempre resulta fácil distinguir unos tipos de otros, e incluso dentro de uno mismo pueden existir variantes bien diferenciadas y específicas. Desde el punto de vista de su calidad artística, ésta es nula en la cerámica de cocina, que suele ser, como ya hemos dicho, basta y mal terminada, y otro tanto ocurre con la de transporte y almacenamiento industrial (ánforas, grandes tinajas, etc.), que suele carecer de decoración y cuya forma se procura adecuar a las necesidades del transporte y almacenamiento; así, por ejemplo, las ánforas suelen tener un fondo apuntado o redondeado, que difícilmente podría sostenerlas sobre un suelo duro, pero que en cambio resultaba muy útil para asentarla en suelos arenosos o en la arena de la playa, así como facilitar su transporte, apilándolas una sobre otra. Pero tampoco este tipo de cerámica resulta especialmente valioso desde el punto de vista artístico. Es lógico suponer que la cerámica de mayor interés artístico fuera la de almacenamiento doméstico y la de mesa. La primera está compuesta por recipientes para guardar provisiones, más pequeños que los industriales -ánforas, tinajas de diverso tipo, etc.-, y pueden presentar decoraciones muy diversas. La segunda se compone de platos, bandejas, cuencos, jarros, ánforas, cráteras, etc., resultando en ocasiones difícil separar una utilidad de otra. Esta cerámica ibérica es la de mayor calidad y de mejor terminación, y con frecuencia aparece decorada con motivos pintados. Sus formas varían considerablemente según el uso al que estuvieran destinadas y según se trate de productos que imitan modelos importados, principalmente fenicios y griegos, o de productos autóctonos; entre los primeros están las ánforas para el transporte y almacenamiento, que reproducen o adaptan prototipos fenicios (ánforas odriformes, en forma de obús, etc.) y griegas (ánforas de diverso tipo; cráteras para guardar el vino, mezclarlo con agua como hacían los griegos y guardar tal vez también otros líquidos; platos y copas para los servicios de mesa, etc.). Otras veces, las formas son propiamente ibéricas, y hay que suponer que servían para los mismos fines; son los toneletes, posiblemente destinados al almacenamiento de líquidos; las llamadas urnas de orejetas, que tienen la ventaja de presentar un cierre hasta cierto punto hermético, conseguido porque la pieza se torneó como un todo cerrado, y posteriormente, aunque siempre antes de la cocción, se cortó con un alambre, con lo que se conseguía un encaje perfecto entre recipiente y tapadera; debían ser vasijas de almacenamiento, al igual que otras llamadas pithoi y pithiskoi porque recuerdan formas griegas, aunque sin imitarlas directamente. Ibéricos son también los cálatos, vasos cilíndricos con borde vuelto al exterior, que forma una especie de ala que le ha hecho ganar el sobrenombre de sombrero de copa con el que se le denomina en ocasiones. El estudio de la cerámica ibérica puede enfocarse desde diversos puntos de vista, aunque cualquiera que sea el modo en que se haga, queda claro que existen varias áreas culturales que presentan una cierta homogeneidad tanto en sus formas como, sobre todo, en su decoración, y que se diferencian más o menos claramente de las inmediatas. Grosso modo podemos identificar, al igual que en la escultura, tres grandes círculos: el andaluz o meridional, el del Sudeste y el Levantino u Oriental.
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Seguramente no hubo en España en todo el siglo XVII un número tan grande de excelentes pintores como en el Madrid de sus décadas centrales. A pesar de su calidad apenas son conocidos paró el público general. Cualquier aficionado al arte ha oído los nombres de Velázquez, Ribera, Zurbarán o Alonso Cano y considera la primera mitad del siglo como la época dorada de nuestra pintura. Es más, en los estudios generales de la pintura del XVII, los capítulos dedicados a la escuela madrileña suelen reducirse a la enumeración de breves semblanzas biográficas más o menos inspiradas en las del tratado de Palomino. A lo sumo, se amplía la información de artistas como Carreño o Claudio Coello y siempre haciendo referencia a ellos como continuadores de los logros velazqueños. Las causas son variadas. Una de ellas podría ser la propia calidad de su arte, de modo que es habitual encontrar las obras de los pintores barrocos madrileños atribuidas en muchos museos y colecciones a maestros de mayor renombre como Tiziano, Rubens o Velázquez. Otra causa sería la escasez de obra conservada de muchos de nuestros artistas, bien porque han desaparecido importantes partes de su producción como las arquitecturas fingidas de carácter efímero o algunas pinturas murales, bien porque muchos de ellos murieron realmente muy jóvenes alcanzando apenas su madurez pictórica. Una tercera causa vendría por la dificultad de acceso que presentan muchas de estas pinturas, que se pueden hallar en capillas de conventos e iglesias, en colecciones particulares o en depósitos y almacenes de los museos españoles y extranjeros, ennegrecidas por los barnices y por el polvo secular. A pesar de este panorama tan sombrío existen actualmente fundadas señales para la esperanza en un pronto reconocimiento. Una fue sin lugar a dudas la exposición organizada por el Museo del Prado en 1985 en torno a las figuras de tres de los grandes maestros del período, Carreño, Francisco Rizi y Herrera, el Mozo, con motivo del tercer centenario de su muerte. Otra ha sido la exhibición de los fondos, en fechas recientes, de los dos museos más importantes de Madrid, el mismísimo Prado y la Academia de Bellas Artes de San Fernando, instituciones ambas que poseen las colecciones más completas de obras conservadas de estos artistas. Por último, otra motivación que justificaría su olvido es que son las pinturas realizadas en uno de los períodos políticos más tristes de nuestra historia, los años finales del reinado de Felipe IV y el de su hijo Carlos II, momento en el que se manifiesta la franca decadencia de los Austrias españoles. Decadencia que se transmitiría sinestésicamente a todas las artes, de tal modo que los artistas del período serían unos mediocres y rutinarios seguidores de los grandes pintores del pasado de esplendor. Uno de los procesos más interesantes de nuestra pintura del Siglo de Oro es la progresiva centralización de los pintores de más calidad en torno al eje Madrid-Sevilla.
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El interés por las costumbres y tipos populares es una constante histórica en nuestras literatura y pintura. La llegada del romanticismo vivificó esta corriente, aportando a la tradición hispana la visión que los extranjeros tenían de nuestro pueblo, debido al esnobismo de una burguesía nacional europeizante y liberal que, también por influencia extranjera y bajo la moda romántica, vuelve los ojos al pueblo y los monumentos del pasado. Esto, general en toda España, se dará preferentemente en lo andaluz, por ser esta tierra meta soñada de los extranjeros, y donde se tuvo que dejar sentir más fuertemente el influjo de la visión que tenían del español y sus peculiares costumbres. Así, de las dos escuelas costumbristas fundamentales, la sevillana incide en un pintoresquismo amable y folclórico, alejado de cualquier intento de crítica social; por su parte, la madrileña es más acre y dura, llegando en ocasiones a mostrar no sólo lo vulgar, sino incluso recreándose en visiones desgarradas de un mundo tópico barriobajero, en el que el ánimo de crítica es evidente. Parece ser que quienes preludian el costumbrismo romántico andaluz (y posiblemente a toda nuestra pintura romántica), son dos pintores de la escuela de Cádiz, Juan Rodríguez y Jiménez, el Panadero (1765-1830), que pintó cuadritos de tema costumbrista y pintoresco que inician tan característico género romántico (De palique, Museo Romántico, Madrid), y Joaquín Manuel Fernández Cruzado (1781-1856), que cultivó el género pintoresco popular con gran desenfado de técnica (La misa, Museo de Bilbao). Este costumbrismo pintoresco y folclorista tuvo feliz continuación y espléndido desarrollo en la escuela de Sevilla, donde parece que jugó papel importante la influencia extranjera, debido a la afluencia de artistas y viajeros a la ciudad, y por el interés de la clientela foránea por las tópicas escenitas costumbristas españolas, como parece corroborarlo la clientela artística extranjera que tuvieron los pequeños y amables cuadros costumbristas del que fuese uno de sus iniciadores, José Domínguez Bécquer (1805-1841), creador y formulador, en gran medida, de esta temática, siendo maestro de numerosos discípulos, y padre del poeta Gustavo Adolfo y del pintor Valeriano, autor de tipos y escenas populares (La Cruz de Mayo, colección particular). También jugó importante papel en la creación y formulación del costumbrismo sevillano Antonio Cabral Bejarano (1788-1861), quien insiste, más que en las escenas, en las figuras aisladas, con cierta teatralidad, fondos paisajísticos de sabor local y vaporosa atmósfera murillesca (Un majo y Una maja, colección Bosch, Barcelona). Otro decano del costumbrismo fue José Roldán (1808-1871), uno de los más influidos por el arte murillesco, tanto en la temática de niños y pilluelos, como en la técnica y el colorido (La Caridad, Palacio de Aranjuez). Una de las cumbres del costumbrismo hispalense fue Joaquín Domínguez Bécquer (1817-1879), discípulo y colaborador de su primo José, compendiando en su arte las directrices iniciales que conformaron el género en Sevilla, uniendo un excelente dibujo, buen colorido, dominio de la luz y captación atmosférica (Vista de Sevilla desde la Cruz del Campo, Museo de San Telmo, San Sebastián). Otra de las cumbres, quizá la más brillante, es Manuel Rodríguez de Guzmán (1818-1867), discípulo de José Domínguez Bécquer, quien busca una mayor franqueza y fuerza en la realización de los tipos, complicando paulatinamente las escenas en representaciones multitudinarias, con valiente técnica, de suelta factura (La feria de Santiponce, Museo del Prado). Manuel Cabral Bejarano (1827-1891), discípulo de su padre, Antonio, comienza dentro de la estética tradicional sevillana, con buen dibujo y frialdad de colorido (La procesión del Corpus en Sevilla, Museo del Prado), derivando, ya en la segunda mitad del siglo, hacia el realismo (La copla, Museo Romántico, Madrid) y el tableautin (La muerte de Carmen, colección particular, Sevilla), falso disfraz de supervivencia que adopta el costumbrismo, perdidas ya sus raíces vitales. Practicaron también el costumbrismo por esta época Francisco Cabral Bejarano (1824-1890), hermano de Manuel; el ya citado paisajista Andrés Cortés; Rafael García Hispaleto (1833-1854); Francisco Ramos; Joaquín Díez; el pintor de historia José María Rodríguez de Losada (1826-1896) y el retratista José María Romero. El cosmopolitismo de la escuela madrileña hace que no posea la unidad estilística y temática de la sevillana, admitiendo mayor variedad. Sólo el sentido crítico y desgarrado, y diferentes dosis de influencia goyesca, en el arte de Alenza, Lucas y Lameyer, pueden configurar un grupo de cierta unidad, aunque difieren tanto en el espíritu como en la técnica. Más apartado se encuentra José Elbo, y casi en diferente plano Valeriano Bécquer, ambos andaluces afincados en Madrid. La pintura de Valeriano Bécquer (1834-1870) se halla, en su etapa sevillana, ligada a la tradición pictórica de su ciudad (La familia, Museo de Cádiz), y luego, en Madrid, se remonta, desde sus raíces sevillanas, hacia una pintura de más amplias inquietudes, en la que los ecos velazqueños, e incluso goyescos, pueden ser detectables. Finalmente su arte se polariza en la expresión de una realidad dignificada, apoyada en el valor de un magnífico dibujo y un rico, limpio y luminoso colorido (Baile de campesinos sorianos y El leñador, Museo del Prado). Nacido en Ubeda, José Elbo (1804-1844) se formó en Madrid con José Aparicio, siendo pintor castizo y con ribetes de maldito, consagrado al tema popular hasta de forma vital; y, aunque se le haya pretendido un heredero de Goya, su arte tomó mucho del costumbrismo centroeuropeo (Vaqueros con su ganado, Museo Romántico, Madrid). La tendencia populista de Elbo se acentúa hasta llegar al desgarro populachero, impregnado de crítica social, en Leonardo Alenza y Nieto (1807-1845), al igual que la condición de pintor maldito, brillando su ingenio en cuadritos donde plasmó la vida popular de Madrid, en escenas ágiles y vivas, de pincelada suelta y riqueza de color, a veces tratadas con cierta ironía y humor (El sacamuelas, Museo del Prado), donde son detectables tanto influjos de Goya como de los pintores flamencos, alejadas del romanticismo oficial, al que satirizó (los dos cuadritos de Suicidios románticos, Museo Romántico, Madrid). Fue también excelente retratista, buscando sus modelos en la gente sencilla (Autorretrato, Museo del Prado) y magistral dibujante. Pero quien fue gran imitador e intérprete del arte de Goya es Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870), hombre contradictorio, cuyo arte va de la chapucería hasta la obra magistral, en una producción prolífica y polifacética, que se centra, en general, en el costumbrismo más variopinto, desde las escenas taurinas a los temas orientalistas o de brujería (Escena de brujería, Museo Lázaro Galdiano), todo ello con una técnica manchista de una fogosidad brutal y riqueza de colorido. Continuador del arte de Lucas fue su hijo Eugenio Lucas Villaamil, y sus discípulos Paulino de la Linde y José Martínez Victoria, estando también en su órbita Pérez Rubio y Angel Lizcano. Goyesco de finas calidades fue Francisco Lameyer (1825-1877), aunque compartiendo esta veta con los influjos del romanticismo francés de Delacroix (Asalto moro a una judería, Museo del Prado) y las sugestiones de Alenza, siendo también exquisito dibujante de temas populares y estupendo grabador con ecos de Goya y de Rembrandt.
contexto
La pintura de género, impulsada por el romanticismo, progresa en importancia en la segunda mitad del siglo y llega a competir, junto al paisaje, con la oficial pintura de historia. Pero, tras un período de auge, coincidente con Fortuny, entra en una dinámica, cuya última consecuencia es un realismo folletinesco vulgar y socializante, sentimentaloide y triste, muy representativo de ciertos sectores del gusto burgués, en el que cae incluso el mismo Sorolla (iY aún dicen que el pescado es caro!, Museo del Prado), además de Simonet, José Gallegos Arnosa, Sánchez Sola, Oliver Aznar, Mas y Fondevila, Luis Menéndez Pidal, etcétera. Paralelamente se produce una pintura más sinceramente obrerista y social, representada en la obra de Vicente Cutanda (Huelga de obreros en Vizcaya), a la vez que surge algún pintor de temas wagnerianos, como Rogelio Egusquiza. Pero, en lo fundamental del período, la pintura de género está marcada por el preciosismo de Fortuny y sus seguidores, por el tableautin de casacones o costumbrismo de época, derivado de Meissonier, tan cargado de virtuosismo y observación del natural, pero tan huero de contenido; por el realismo de los discípulos de Martí Alsina, o de otra especie, desde el naturalismo del siglo XVII de los Países Bajos, hasta el de nuestro Siglo de Oro, que deriva en preciosismo fin de siglo en el elegante realismo de pintores como Raimundo de Madrazo. El retrato, cultivado por casi todos estos artistas, partiendo del romanticismo, estará marcado también por el signo del realismo, terminando en la decadente elegancia de finales de la centuria. El éxito de Fortuny produjo el fenómeno del fortunysmo o preciosismo, que alcanzó hasta los grandes santones de la pintura de historia, como Gisbert o Casado del Alisal, destacando entre ellos Martín Rico; sus también amigos Tomás Moragas Torras (1837-1906); Joaquín Agrasot (1836-1919); José Tapiró y Baró (1836-1913), cultivador del orientalismo fortunyano, y además, Eduardo Zamacois y Zabala (18421874), Bernardo Ferrándiz (1835-1885), Luis Ruipérez (1832-1867), Antonio Fabrés y Juan Peyró, entre otros, alcanzando incluso a Palmaroli y Ricardo de Madrazo. El más representativo de todos ellos, en este género, es el sevillano José Jiménez Aranda (18371903), amigo de Fortuny en Roma, cuyas obras de casacones dieciochescos, de buen dibujo y ejecución minuciosa, lo acercan a Meissonier. Junto al preciosismo fortunyano, la veta realista iniciada por Martí y Alsina tuvo prolongación en pintores catalanes como Simón Gómez Polo (1845-1880), cuyo sano realismo se formó en el estudio de los maestros flamencos, holandeses y españoles del siglo XVII (Los jugadores de dados, Museo de Arte Moderno, Barcelona); Ramón Tusquets Maignon (1837-1904), cuyo realismo acusa el influjo de Fortuny (El entierro de Fortuny, Museo de Arte Moderno, Barcelona); Tomás Padró Pedret (1840-1877), que destacó como dibujante ilustrador en el estilo de Gavarni; José Luis Pellicer (1842-1901), buen dibujante y pintor de un realismo de gran objetividad (Zitto, silencio, che passa la ronda, Museo de Arte Moderno, Barcelona); Román Ribera Cirera (1849-1935), que marca la hipérbole del cuadro de género realista, con asuntos dedicados a la vida decadente y fastuosa de la burguesía parisina de fin de siglo; teniéndose también que citar a Jaime Pahissa (1846-1928), Juan Llimona (1860-1932), Dionisio Baixeras (1862-1943) y Luis Graner (1863-1929). Destacaron en el retrato realista catalán Antonio Caba Casamitjana (1838-1907), cuyos gustos se inclinaron hacia el eclecticismo pictórico de renovación de la tradición flamenca y holandesa del siglo XVII (Autorretrato, Museo de Arte Moderno, Barcelona); Narciso Inglada (1830-1891), Francisco Torrás Armengol (1832-1878), Pedro Borrell del Caso (1835-1910), Manuel Ferrán y Bayona (1830-1896). Aparecen además Francisco Masriera Manovens (1842-1902) y Francisco Miralles (1848-1901), en los que el realismo se diluye en el preciosismo melifluo, decadente y burgués de fines del siglo, como retratistas de las elegantes sociedades de Barcelona y París, respectivamente. En Valencia, la tradición realista, de tan honda raigambre en su escuela, germina ahora en las magistrales figuras de Francisco Domingo Marqués (1842-1920), pintor dotadísimo, conocedor profundo de los maestros clásicos españoles (Santa Clara, Museo de Valencia), que alcanza el éxito en París por su dedicación al tableautin de época, con una técnica novedosa, espontánea y manchista, producto de su profundo conocimiento de Velázquez y Goya (El taller de Goya, Hispanic Society, Nueva York), siendo además magistral retratista, de sobriedad y poder de síntesis comparables a los clásicos españoles (Zapatero de viejo, Museo del Prado); e Ignacio Pinazo Camarlench (1849-1916), pintor también nato, con una técnica abreviada, empastada y libre, de gran valentía de color, quizá aprendida en Velázquez (La lección de memoria, Museo del Prado). Frente al cosmopolitismo de Domingo, Pinazo se recluyó solitario en su tierra, pero supo evolucionar, con magistral intuición, hasta las puertas del impresionismo. En Madrid fueron muchos los llamados pintores de historia, ya en las tendencias realistas, que cultivaron el género y, casi todos, el retrato. Tales serían los casos citados de Gisbert, Casado del Alisal y Palmaroli, cultivadores del tableautin y excelentes retratistas, pintores que citaremos luego, en virtud de su representatividad historicista, cabiéndonos aquí aludir a dos realistas de una misma familia. En primer lugar, Raimundo de Madrazo Garreta (1841-1920), quien residió fundamentalmente en París y alcanzó fama internacional. Sus cuadros de género acusan la influencia de su cuñado Fortuny (Fiesta de Carnaval, Metropolitan Museum, Nueva York), y sus retratos el virtuosismo técnico de aquél y la elegancia de su padre, Federico (La reina María Cristina de Habsburgo, Museo del Prado). Su hermano Ricardo (1852-1917), el más débil pintor de los Madrazo, conoció también el influjo de Fortuny, tanto en sus cuadros de género (Moro del sur, Museo del Prado) como en el retrato. Sevilla pierde la personalidad que le confirió su original veta costumbrista romántica, en gran medida a causa de la poco folclorista corriente realista, intentando algunos pintores un compromiso entre el costumbrismo tradicional sevillano y el realismo, como Manuel García Hispateto (1836-1898), que llega incluso al compromiso social (Los dos caminantes, colección Torres, Jaén); José Chaves (1839-1903), especializado en temas taurinos, tratados con gran naturalidad, y Luis Jiménez Aranda (1845-1928), hermano de José, que pasa del tema costumbrista sevillano al tableautin en Roma, y luego al realismo imperante en París (Una sala de hospital durante la visita del médico, Museo de Bellas Artes, Sevilla). Y aún habría que citar en Granada a Manuel Gómez Moreno (1834-1918), que reivindicó el arte de Alonso Cano (San Juan de Dios salvando a los enfermos de un incendio, Museo de Granada).
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El llamado fenómeno de la pintura de historia, tan denigrado historiográficamente, se refiere a la prolífica producción de cuadros de tal índole que se dio en la pintura española de la segunda mitad del siglo XIX, como consecuencia del historicismo sustentado por los medios oficiales a través del aliciente de los premios en las Exposiciones Nacionales. Vienen éstas a ser así también el termómetro indicador de sus fluctuaciones, recurrencia e intensidad. Jugaron importante papel en este desarrollo el historicismo inherente al siglo y las críticas circunstancias históricas que le tocaron vivir a España durante el mismo, enfrentada a una crisis de identidad nacional. Este fenómeno, iniciado con el cuadro de historia romántico, eclosiona a partir de la primera Exposición Nacional de 1856. Mantendría a lo largo de su desarrollo un romanticismo temático, ya que no en las técnicas incorporadas sucesivamente y tiene dos etapas, con un punto de inflexión en Rosales. A la primera generación de pintores de historia, pertenecen artistas tan destacados como Eduardo Cano de la Peña (1823-1897), triunfador en la primera Exposición Nacional con su célebre Colón en La Rábida (Senado, Madrid), en el que aún son patentes las preocupaciones lineales y estilización del purismo romántico; José Casado del Alisal (1832-1886) y Antonio Gisbert (1835-1902), cumbres del género y mantenedores de una rivalidad que trascendió al público, hasta llegar a tener implicaciones políticas los asuntos representados; los del primero más del gusto de los conservadores, y los del segundo de clara orientación progresista, como asimismo difirieron también en la factura, ya dentro de las tendencias realistas. Es Gisbert más dibujístico que colorista, más frío y académico (El fusilamiento de Torrijos y sus compañeros, Museo del Prado), y resulta Casado más realista y pictórico, más colorista, de acuerdo con la tradicional escuela española (La rendición de Bailén, Museo del Prado). Gran pintor de historia fue también Vicente Palmaroli (1834-1896), cuya amplia obra va desde el purismo romántico al idealismo del fin de siglo, siendo su obra maestra Los enterramientos de la Moncloa, de teatralidad sabiamente contenida, con reminiscencias goyescas. Además de éstos, cultivó el cuadro de historia multitud de pintores, destacando, entre los de la primera generación Benito Mercadé Fábregas (1821-1897) (Colón en la puerta del convento de La Rábida); Germán Hernández Amores (1823-1894) (Sócrates reprimiendo a Alcibíades); Mariano de la Roca (1825-1872) (Prisión de Francisco I en la batalla de Pavía); Isidoro Lozano (La Cava saliendo del baño); José María Rodríguez de Losada (1826-1896) (Decapitación de don Alvaro de Luna); Luis de Madrazo (1825-1897) (Don Pelayo en Covadonga) y Eusebio Valdeperas (1827-1900) (La toma de posesión del mar del Sur por Vasco Núñez de Balboa). Se añaden Francisco Sans y Cabot (1828-1881) (Muerte de Churruca); Manuel Castellano (1828-1880) (Muerte de Daoíz y defensa del Parque de Artillería); Domingo Valdivieso (1830-1872) (Felipe II presenciando un auto de fe); Ignacio Suárez Llanos (1830-1881) (Entierro de Lope de Vega); Víctor Manzano (1831-1865) (Ultimos momentos de Cervantes); Lorenzo Vallés (18311910) (La demencia de doña Juana de Castilla); Dióscoro Teófilo de la Puebla (1832-1901) (Primer desembarco de Colón en el Nuevo Mundo); Alejo Vera (18341923) (Último día de Numancia); Luis Alvarez Catalán (1836-1901) (La silla de Felipe II), etc. El punto de inflexión que divide a las dos generaciones de pintores de historia, y la cumbre del género, es Eduardo Rosales (1836-1873), cuya corta vida está marcada por una temprana hemóptisis que supo convertir en acicate existencial y creativo. Supo crear, en medio de sus crisis, una pintura de visión robusta y grandiosa, en un paulatino avance de lo pictórico sobre lo plástico, con una visión no pormenorizada, sintética, construida por medio de amplias manchas de color y libre pincelada (El testamento de Isabel la Católica, Museo del Prado; La muerte de Lucrecia, Museo del Prado). Su lenguaje sigue siendo romántico en gran medida, así como su manera de conformarse un estilo a base de otros estilos históricos. La segunda generación de pintores de historia está caracterizada por artistas que utilizaron una técnica menos dibujística que los anteriores, predominando los valores pictóricos, una composición más suelta y un colorido más comedido y austero, con preocupación por lo atmosférico y espacial. Destacan entre ellos, Manuel Domínguez (1841-1906) (Doña María Pacheco saliendo de Toledo); José Nin y Tudó (1840-1908) (Independencia española); Francisco Pradilla (1841-1921), una de las cumbres de esta generación (Doña Juana la Loca ante el féretro de su esposo, Museo del Prado; La rendición de Granada, Senado, Madrid); Virgilio Mattoni (1842-1923), (Las postrimerías de Fernando III el Santo); Francisco Javier Amerigo (18421912) (El derecho de asilo); Alejandro Ferrant (1843-1917) (El cadáver de san Sebastián extraído de la cloaca Máxima); Antonio Muñoz Degrain (1843-1924), paisajista y estupendo pintor de historia (La conversión de Recaredo); José Villegas (1844-1921) (Aretino en el taller de Tiziano); Salvador Martínez Cubells (1845-1914) (La educación del príncipe D. Juan); Casto Plasencia (1846-1890), (Origen de la República Romana). Destacan también Ricardo Villodas (1846-1904) (Naumaquia en tiempo de Augusto); Antonio Casanova y Estorach (1847-1896) (Carlos V en Yuste); Francisco Jover Casanova (1836-1890) (Ultimos momentos de Felipe II); Emilio Sala (1850-1910) (La expulsión de los judíos); Juan Luna Novicio (1857-1899) (El Spoliarium); José Moreno Carbonero (1858-1942) (Conversión del duque de Gandía); Justo Ruiz Luna (1860-?) (Trafalgar); Ulpiano Checa (1846-1919) (Invasión de los bárbaros), además de Miguel Jadraque, José Martí y Monsó, Francisco de Paula van Halen, Marcos Hiráldez Acosta, Matías Moreno, Ricardo Balaca, Nicasio Serret, José Benlliure, Enrique Simonet, César Alvarez Dumont, Marceliano Santamaría, y otros más que prolongan, decadente, la pintura de historia hasta bien entrado el siglo XX.
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Al llegar las corrientes románticas a España se incrementó el interés por el paisaje. Los pintores que pretendieron cultivarlo, al faltarles una tradición paisajística, tuvieron que buscar raíces extranjeras. Las recibieron en la mayoría de los casos en la propia España, debido al magisterio, directo o indirecto, de los pintores europeos que la visitaron en esa época. Tres fueron los influjos fundamentales que recibió el paisajismo romántico español: el británico, el francés y el de los Países Bajos. Pero hay que precisar que el paisaje español del romanticismo va unido a ese concepto, también tan romántico, de lo pintoresco. Por ello la presencia humana, de índole popular y costumbrista, o la arquitectónica, vienen a ser ingrediente fundamental, así como también las vistas de interiores, concebidas con un carácter casi paisajístico, de grandes y amplias perspectivas. El más importante paisajista romántico del círculo madrileño es Jenaro Pérez Villaamil (1807-1854), gallego formado en Cádiz, que recibió el influjo de la pintura de paisaje británica en Sevilla, por medio del pintor escocés David Roberts. Es un romanticismo paisajístico muy cercano a la escuela anglosajona de esta especialidad, uniéndose al de Roberts otros influjos británicos, como el de J. F. Lewis, el posible de Turner (Los Picos de Europa, Patrimonio Nacional), o el de T. Sidney Cooper (Paisaje con ganado, Museo Romántico, Madrid). Su técnica es muy empastada, nerviosa, y el colorido cálido, brillante, con una atmósfera vaporosa, produciendo ambientes de ensoñación, con arquitecturas medievales y personajillos populares, históricos u orientales. Y nada tan bello como su "España Artística y Monumental", magistral libro de viajes ilustrado de nuestro romanticismo. Junto a este paisajista hay que destacar otros, como Antonio de Brugada (1804-1863), formado en París con Gudin y especializado en las marinas (El combate de Trafalgar, Patrimonio Nacional); Vicente Camarón (1803-1864), que acusa más fuertemente el influjo de los Países Bajos; Fernando Ferrant (1810-1856), cuyos paisajes tienen reminiscencias de los románticos alemanes; José María Avrial y Flores (1807-1891), discípulo de Brambilla, decorador, escenógrafo, paisajista y perspectivista; Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870), gran pintor costumbrista que cultivó el paisaje siguiendo la directriz británica de Pérez Villaamil (Castillo roquero, Museo Lázaro Galdiano) o la de los Países Bajos. Además de éstos habría que citar a Juan Pérez Villaamil, hermano de Jenaro; Francisco de Paula Van Halen; José Brugada, hermano de Antonio, y Antonio Rotondo. Igualmente cultivaron un paisajismo de cierto corte romántico, ya en la segunda mitad del siglo XIX, Pablo Gonzalvo, Cecilio Pizarro, Vicente Poleró, Pedro Kuntz y Pedro Pérez de Castro. En el círculo sevillano hay que destacar a Manuel Barrón y Carrillo (1814-1884), el más característico paisajista romántico andaluz, con una concepción muy cercana a la de Pérez Villaamil (Vista de Sevilla desde la Punta del Verde, colección Ybarra), y a Andrés Cortés, cuyos paisajes se caracterizan por un eclecticismo que va desde el influjo británico (La Feria de Sevilla, Museo de Bellas Artes, Bilbao) al flamenco, además de la tradición murillesca. Mientras, en Barcelona aparecen Luis Rigalt (1814-1894), hijo de Pablo Rigalt, cuyos paisajes, de románticas ruinas y monumentos, están en la linea de Pérez Villaamil, interesándose también por el paisaje de pura naturaleza; Francisco Javier Parcerisa (1803-1876), el más importante representante catalán seguidor de la corriente romántica de vistas de monumentos de nuestro pasado medieval, al estilo de David Roberts y Pérez Villaamil. Litógrafo primero y pintor al óleo después, es conocido fundamentalmente por su colección litográfica "Recuerdos y bellezas de España", y, en tercer lugar, Joaquín Cabanyes (1799-1876), cuya obra evoluciona desde el romanticismo a lo Pérez Villaamil hasta el naturalismo.