No se conserva una serie importante de frescos que nos permita realizar una secuencia histórica completa de la pintura románica mural inglesa, incluso lo conservado, a excepción del conjunto de Canterbury, corresponde a un arte de muy segunda fila. La capilla de San Gabriel, en la cripta de la catedral de Canterbury, fue pintada en torno a 1130 por un artista que poseía un estilo italo-bizantino que también se puede detectar en algunas ilustraciones coetáneas del scriptorium catedralicio. Sobre la bóveda, un gran Cristo en majestad en el interior de una mandorla ligeramente puntiaguda transportada por unos ángeles que parecen adoptar unos pasos de danza. En los muros laterales, episodios del Nuevo Testamento. Las figuras muestran gruesas cabezas y grandes pies y manos, que las dotan de una monumental solidez corporal. En la próxima capilla de san Anselmo se conserva parte de una decoración que representaba a san Pedro y la víbora, pintada a mediados de siglo, que responde también a la estilización de carácter bizantinizante que apreciamos en la "Biblia de Bury".
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La pintura de tumbas y paredes de edificios constituye el tercer elemento de integración del arte público entre los mayas. Sin duda alguna, debió ser más importante de lo que la arqueología nos muestra pero, como otros muchos rasgos, no ha podido sobrevivir a las duras condiciones ambientales impuestas por el bosque tropical. Diferentes pigmentos, conseguidos a partir de materiales de carácter orgánico e inorgánico, se aplicaron a muchas tumbas del Clásico Temprano, como las encontradas en Río Azul y Tikal. Con una línea segura y caligráfica, se elaboraron complicados diseños, preferentemente en tonalidades rojas y negras sobre el estuco crema en donde, junto a información de naturaleza histórica, se reflejó otra de contenido simbólico, muchas veces relacionada con el inframundo.Otros ejemplos de murales, realizados en el interior o exterior de edificaciones, como los encontrados en el grupo 6C-XVI de Mundo Perdido en Tikal, o en la Estructura B-XIII de Uaxactún, nos muestran escenas cortesanas y de rituales políticos como el juego de pelota, relacionadas con individuos ataviados con indumentaria teotihuacana.La muestra más representativa de la importancia adquirida por la pintura mural durante el Clásico Tardío, son los murales de Bonampak; tanto éstos como los aparecidos en los centros yucatecos de Mul Chic, Chacmultún y otros, muestran escenas de contenido más político y cortesano que las de carácter simbólico de las tumbas. En ellas, los motivos son más realistas y variados, constituyendo una fuente de información valiosísima sobre la organización de la sociedad maya del momento.
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Todavía más escasos son los restos de pintura mural paleocristiana hallados en España debido a la deficiente conservación de las estructuras y las remociones de época avanzada. En Centcelles y debajo de los mosaicos de la cacería aparecieron restos de pintura mural formando recuadros (frente a la disposición corrida del mosaico) con el busto de una figura femenina, unos edificios y algunos mosaicos paleocristianos. Llama la atención la ausencia de figuración (alegórica), sin duda por el uso religioso concreto. Los esquemas compositivos de Elche entroncan con la musivaría del Norte de África del siglo IV También se han apuntado paralelos del área adriática e italiana y gala, e hispanos de la Meseta y Navarra. En la iglesia de Santa María de Tarrasa apareció otro mosaico de composición decorativa caprichosa. Se asemeja a una especie de centón de múltiples recuadros de escasa organicidad con un medallón en su centro, hecho con sogueado y relleno de un entramado reticular centrípeto. El resto del mosaico muestra motivos sin fin geométricos, muy próximos ya a los gustos ornamentales y visigodos. Se han citado paralelos africanos, aunque se podría ampliar a todo el Mediterráneo perfectamente. El mosaico se fecha con alguna dificultad en la segunda mitad del siglo V. Los mosaicos pavimentales baleares se caracterizan por su unidad técnica y decorativa, que hace sospechar un taller común o talleres muy relacionados. Otra característica es presentar iconografía figurada alegórica o en relación con lo cristiano. También se ha señalado su escasa subordinación compositiva a la arquitectura basilical, frente a Tarrasa y Elche. Su cronología es también distinta de los peninsulares: avanzado el siglo V. Santa María de Mallorca tuvo un mosaico hoy conocido sólo por dibujos antiguos. En su nave central aparece un recuadro con varias fajas decoradas con figuraciones bíblicas difícilmente reconocibles: escenas del Antiguo Testamento; del ciclo de José con personajes identificados con letreros; una escena de Adán y Eva desnudos en el Paraíso, representado por motivos vegetales que salpican la escena; un motivo paradisíaco (el Paraíso -Paradysum o jardín pagano- asimilado al Edén cristiano) con animales. Se han aducido paralelos orientales y africanos a este mosaico que se fecha en la mitad del siglo VI aproximadamente. Otro mosaico perdido es el de Son Peretó de Manacor (Mallorca), en cuya nave central y en bandas tendría una escena paradisíaca con palmeras y motivos geométricos con aves, de nuevo iconografía paradisíaca. En las naves laterales había racimos de vid y fitomorfos, temas que se adaptan muy bien a lo cristiano. En Es Fornas de Torelló el mosaico apareció en el presbiterio de la iglesia al pie del altar; tiene tres recuadros, dos unidos por un motivo de pelta como en Vega de Mar. El cuadro superior, bordeado de imitaciones de engastados de la joyería contemporánea, presenta tallos de vid con pájaros entre sus roleos, que salen de una crátera gallonada, de resabio tardorromano, con dos pavos reales afrontados. Esta iconografía procede del mundo pagano, en el que se relaciona con el ciclo báquico, pero tiene una lectura cristiana, donde la simbología alegórica del pavo es conocida. En otra escena se aparecen dos majestuosos leones afrontados a un pino o palmera entre lotos. Claramente emparentado con el anterior es el mosaico de L'llleta del Rei, en Mahón, con un cuadrado central y con cuatro cráteras en las esquinas, de las que surgen unos animales. Su estilo es similar en calidad a los mosaicos y no está muy bien explicada su relación con ellos. La basílica de Santa María del Mar de Barcelona tiene también restos de pintura mural pero siguiendo las pautas tardorromanas de imitaciones de mármoles o crustrae marmóreas de varios colores. Estas pinturas aparecieron en el muro lateral del lado de la Epístola y se fechan en el siglo VI. La única figuración verdaderamente cristiana es la de Troya (Portugal). En un aula funeraria cristiana se ha encontrado pintura organizada en casetones policromos lisos y con motivos sin fin al estilo de los mosaicos. Uno de ellos muestra un crismón dentro de un círculo almenado (como en los mosaicos sepulcrales) flanqueado de aves y hiedras. Su cronología debe ser constantiniana.
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Tanto por su estilo como por su temática, el denominado Arte rupestre levantino es una de las manifestaciones plásticas más personales de la Prehistoria hispana ya que no existen paralelos próximos en otros círculos culturales peninsulares, europeos o incluso de otros continentes, pues las semejanzas aducidas con determinadas manifestaciones pictóricas, como pueden ser algunos conjuntos africanos de la región sahariana entre otros, no pasan de ser convergencias bastante puntuales que no mantienen su paralelismo tras un minucioso análisis, tanto desde el punto de vista artístico, como temático. Sin embargo, también es cierto que bajo la denominación de Arte rupestre levantino se encuadran manifestaciones pictóricas de diversa naturaleza, lo que nos impide reconocer un círculo artístico monolítico, circunstancia que puede deberse a la dinámica evolutiva que sufre a lo largo de su dilatado ciclo cronológico así como a las lógicas variantes de carácter regional y local.
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La riqueza de nuestro arte medieval es tal que, a pesar de los esfuerzos realizados por estudiosos, eruditos e historiadores desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad para desbrozar sus etapas, sus constantes y particularidades, para fijar su cronología y para estudiar obras y artistas, aún quedan manifestaciones de épocas inciertas que esperan recibir su definitivo asentamiento. Si esto ocurre en el campo de la arquitectura, en el de la escultura y en el de las artes suntuarias, la cuestión aún se hace más patente en el de la pintura y, de manera especial, en el de la pintura mural. Durante siglos, salvo casos excepcionales, como el del Panteón Real de San Isidoro de León, los frescos románicos y protogóticos han estado encalados, cubiertos por pinturas barrocas o arrinconados tras retablos o construcciones posteriores. Y la salida a la luz de los mismos, como es lógico, no se ha dado al mismo tiempo a lo largo de la geografía de los distintos reinos cristianos medievales. Al respecto, quizá Cataluña ha tenido mejor fortuna y su pintura medieval, por razones de necesaria salvación de un patrimonio que empezaba a ser expoliado por anticuarios e instituciones foráneas, se empezó a conocer, a recuperar y a estudiar a principios de nuestro siglo. A las campañas catalanas de arranque de los murales, así como de recuperación de la pintura sobre tabla, cambio de soporte y presentación en museos, siguieron las realizadas en tierras castellanas y ya más recientemente en Navarra y en Aragón. Pero con todo, esta recuperación y, sobre todo, valoración ha ido encaminada fundamentalmente a lo románico. Lo protogótico no ha salido a la luz histórica hasta hace apenas cincuenta años. El cambio en los conceptos de conservación y restauración de obras de arte ha hecho que en estos últimos años los arrancamientos sean escasos y que los murales descubiertos, siempre más abundantes que los frontales o retablos, permaneciesen, en su mayoría, traspasados o no, in situ y que los fondos de pintura medieval de los museos que la poseen pasen generalmente del mundo románico al italianizante sin apenas mostrar obras protogóticas.
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Esta íntima relación entre pintura de historia y sociedad de la época falta, en cambio, en el caso de la pintura religiosa que otrora proporcionara a España sus mayores y más envidiadas glorias artísticas. Ahora, sin embargo, su decadencia paralela a la de otras manifestaciones como las poéticas o musicales, no deja lugar a dudas, como se desprende de su participación en las exposiciones. Aunque el número de cuadros religiosos es más o menos constante a lo largo de todas ellas, su proporción, dado el aumento que experimentan los otros géneros, acusa un claro retroceso. Una decadencia largamente anunciada, pues, como reconoce en 1857 el periódico confesional "El Círculo": "el sublime espíritu religioso que se albergaba en el noble pecho español, ha huido ante el poderoso influjo del oro; no existen ya aquellas inspiraciones, que produjeron los Coello, Velázquez, Murillo, Ribera, Morales, apenas existen ya aquellos ilustrados mecenas que alentaban y protegían al artista, y en fin el pintor religioso casi no existe ya en España". La falta de identificación llega hasta el punto de cuestionarse la misma participación del género religioso en las exposiciones, ya que, por el mero hecho de acudir a estos certámenes, se le iba a valorar no en función del sentimiento religioso, sino de su calidad estética. Así lo entiende Fernanflor, uno de los críticos más perspicaces del momento, cuando al comentar el hoy perdido Entierro de Cristo de Sorolla, la obra más polémica del certamen de 1887, la interpreta no como "un acto de fe, sino un tema pictórico, pues creyendo hacer un cuadro ha hecho un país, cosa más fácil aunque sea difícil siempre. Ha pintado no el entierro de Cristo, sino la hora en que lo enterraron". En consecuencia, estas obras, aunque triunfasen, resultaban más propias de museos que de iglesias, con lo que vulneraban su misma razón de ser. Se comprende así que este arte religioso, incapaz de despertar sentimientos, declinara paulatinamente. Mientras, seguían admirándose las candorosas Vírgenes de Fray Angélico o los escuálidos Ecce Homo de Morales, porque, "dicen más (como que dicen creo) -argumentaba Luis Alfonso- que las composiciones más famosas y con más suma de talento pintadas por los más eximios artistas de doscientos años acá. Honrarán las obras de éstos un museo: Merecerán sólo un altar aquéllas".
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El cambio espiritual que se vive en Italia en el siglo XV tendrá su reflejo en el arte. Partiendo de la pintura de Giotto, Masaccio mostrará las expresiones humanas mediante monumentales figuras en acción, ejecutadas en un estilo austero, logrado con su dibujo un gran realismo. La evolución continúa con Piero della Francesca, pintor que muestra una profunda admiración hacia la perspectiva, la proporción, el orden y la simetría, incorporando a sus trabajos la atracción hacia la luz y el color. Mantegna aportará al Quattrocento un marcado interés por la perspectiva, figuras monumentales y múltiples referencias, tanto arquitectónicas como decorativas, al mundo clásico; el vivo colorido de las Escuelas veneciana y flamenca transmite una brillantez significativa a sus trabajos. Pero será en la centuria siguiente cuando aparezcan los grandes nombres de la pintura italiana del Renacimiento. Leonardo destacará por su dominio del claroscuro y por el sfumato, técnica con la que difumina los contornos, como observamos en su espectacular Virgen de las Rocas. La obra de Miguel Angel se caracteriza por el profundo conocimiento de la figura humana, interesándose por los volúmenes y la tensión, conocida como la "terribilità". Rafael se siente atraido por la obra de Leonardo y Miguel Angel, creando un personal estilo ecléctico que se aprecia en sus Sagradas Familias, posiblemente sus obras más populares. La escuela veneciana tiene en Tiziano a su mejor maestro. La luz y el color determinarán sus composiciones, anticipando el Barroco gracias a su admiración por los contrastes lumínicos. Caravaggio es uno de los mejores representantes de la Escuela Barroca. El naturalismo de sus personajes y los acentuados contrastes entre luz y sombra caracterizan su pintura. Pero quizá sea Rubens el mejor maestro de este estilo, mostrando en sus pinturas el dinamismo y la ampulosidad que definen este movimiento. Rembrandt es el mejor representante de la escuela holandesa. Su principal aportación es el empleo de una luz dorada que crea sensacionales efectos atmosféricos y que había tomado de la Escuela veneciana. En la escuela española del Barroco destacarán importantes personalidades: Velázquez, Murillo, Alonso Cano, Zurbarán o Valdés Leal, haciendo de esta época una de las más destacables de nuestra pintura. La decadencia del Barroco se produce a lo largo del siglo XVIII, aunque todavía se mantienen trabajando en estas fórmulas algunos artistas como Tiépolo, el último gran decorador del Barroco italiano. A caballo entre dos siglos encontramos una de las figuras más importantes del arte: don Francisco de Goya, artista que crea un estilo personal, anticipando movimientos posteriores. En el siglo XIX la Iglesia pierde buena parte de su poder político y económico, lo que se refleja en la disminución de encargos artísticos. El Cristo en el lago de Genezaret de Delacroix, el Voto de Luis XIII o la Virgen con velo azul de Ingres, la Adoración de los Magos de Overbeck o la Salomé de Moreau son algunos ejemplos de escenas religiosas que se realizan en esta centuria. Los pintores del siglo XX buscan temáticas más personales pero no renuncian en ocasiones a la Religión, como observamos en las representaciones de la Judith de Klimt, la Entrada de Cristo en Bruselas de Ensor, la Madonna de Munch o la Ultima Cena de Nolde, particulares visiones de la iconografía clásica.
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La decoración pictórica que nos ha llegado del mundo egipcio se concentra en las tumbas de reyes, reinas y altos dignatarios. Escenas de sacrificio, navegaciones fúnebres o el dios Osiris acompañando al finado en el viaje al más allá serán las temáticas más habituales, sin olvidar asuntos de la vida cotidiana, que nos han permitido conocer mejor las actividades de los antiguos egipcios. De época griega apenas conservamos pinturas religiosas, más interesados en la estatuaria. Algunos frescos como la Dama oferente de Tirinto o decoraciones cerámicas son los ejemplos más significativos de este tipo de pintura. Tampoco en Roma se desarrolla una pintura religiosa de calidad, ya que los templos no estaban decorados y para las casas se preferían asuntos más mundanos. Las tumbas etruscas encontradas en Tarquinia nos permiten contemplar decoraciones de carácter funerario de gran calidad, como se manifiesta en la Tumba de los Augures. El advenimiento del cristianismo traerá consigo la aparición de toda una iconografía relacionada con la nueva religión. Las primeras muestras aparecen en las catacumbas para después decorar los templos. Entre los mejores ejemplos de escenas religiosas destacan las realizadas en Bizancio y en el foco de Ravena, ejecutadas todas ellas en mosaico. La iluminación de libros será otro de los vehículos más empleados en el mundo medieval para representar escenas religiosas. Las Biblias, los Evangeliarios y especialmente los Beatos son una excelente fuente para conocer cómo era la relación entre el ser humano y la divinidad. En el Románico nos encontramos sensacionales decoraciones en los muros de las iglesias. El pantocrátor solía ubicarse en el ábside del templo, decorándose el resto de las paredes con diversas escenas bíblicas: la Creación de Adán y Eva, el Anuncio a los pastores, los Reyes Magos, ángeles y santos. La figura de la Virgen como trono de Dios también es otro de los temas habituales en estas decoraciones. En el siglo XV se produce una significativa renovación artística tanto en Flandes como Italia. El Descendimiento de Roger van der Weyden, la Adoración del Cordero Místico de Jan van Eyck o el Tríptico Portinari de Hugo van der Goes son magníficas muestras de la renovación flamenca. La Capilla Scrovegni de Giotto, los Cristos de Cimabue o la Maestá de Duccio sentarán las bases del cambio artístico y espiritual que se vivirá en la Italia renacentista.
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El ambiente sevillano entre 1500 y 1600 (como fechas puramente referenciales) ha de considerarse bajo varios aspectos distintos pero complementarios. Imaginemos una ciudad, si no recientemente incorporada a la monarquía cristiana, sí asumida desde fines del siglo XV por la casi totalidad peninsular impuesta por los Reyes Católicos. Sevilla siempre fue una ciudad próspera, excelentemente ubicada para el control marítimo del Estrecho, lugar de recalo casi obligado para todos los navegantes mediterráneos que pretendieran alcanzar el Atlántico, antes de que Cádiz, ya en el siglo XVII, recogiera su testigo en cuanto al comercio americano. Antes de todo ello, hasta 1269, se mantuvo en la ciudad una corte almohade parangonable a la de Córdoba siglos antes, que produjo artesanos, poetas y filósofos de incuestionable importancia. El descubrimiento de América no produjo un efecto inmediato en los puertos marítimos o fluviales del sur, y por tanto tampoco en el de Sevilla. Su puerto, fluvial como el de Amberes, estaba a salvo de ataques marítimos procedentes del este mediterráneo y en conexión directa con la ruta Canarias-Azores-Caribe. Pero la conversión del puerto del Guadalquivir en el único receptor de la riqueza americana después de 1500 cambió el aspecto de Sevilla incluso en lo puramente físico. Los acreedores genoveses y flamencos del joven Carlos V se aposentaron en Sevilla como si fuese propiedad privada, avalados por los compromisos económicos que la deuda comportaba.
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La corriente estética rococó dentro del panorama del arte español del siglo XVIII no ha sido tenida en consideración hasta hace poco tiempo por los estudiosos. Los rasgos o perfiles rococó de una obra arquitectónica, o de una pintura decorativa, se diluían dentro del vigoroso y duradero Barroco tardío español. Sólo desde los años 70 la situación ha empezado a cambiar, y en las grandes síntesis y visiones actualizadoras que del arte dieciochesco español se han hecho recientemente ya se suele abordar lo rococó con mayor interés. Indudablemente, un conocimiento más amplio y profundo del arte de ese siglo en España está dando ya sus frutos, si bien queda bastante camino aún por recorrer para que la visión del Rococó español sea óptima. En un lúcido artículo de 1970, "Rococó, Neoclasicismo y Prerromanticismo en el arte de la España del siglo XVIII", Gaya Nuño estimaba que la corriente rococó había tenido poca aceptación en nuestro país debido al estorbo que le había hecho el último Barroco español, genuina creación nacional a diferencia del importado Rococó. En el, a su entender, escaso Rococó español, la pintura se había desarrollado, paradójicamente, en pleno reinado de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, y se había manifestado de forma reducida y desdibujada en los cartones para tapices de Goya, de los Bayeu, o de José del Castillo, y especialmente en un extraordinario pintor rococó, Luis Paret y Alcázar. Una década después y en el mismo foro, la Cátedra Feijóo de la Universidad de Oviedo, Jesús Urrea esbozaba una "Introducción a la pintura rococó en España". En ella, echaba en falta una breve síntesis sobre el tema y resaltaba el hecho de que hasta entonces se hubiese eludido abordar el problema de la pintura rococó o, incluso, se hubiese afirmado su inexistencia. En su repaso del panorama pictórico español de los dos primeros tercios del siglo XVIII defendía la existencia de tal corriente pictórica y daba algunas de las líneas de estudio y de interpretación para encontrar respuestas a dicha existencia; de una parte, las aportaciones y realizaciones de los pintores españoles formados en Italia en el ambiente de la renovación barroco académica y rococó; de otra, la presencia de grandes pintores italianos en la Corte de Madrid mediada la centuria (Amigoni, Giaquinto, Tiépolo), con sus vastas realizaciones decorativas y Colón ofreciendo América a los Reyes Católicos sus enseñanzas en el reinado de Fernando VI y en la primera etapa del de Carlos III. La apretada visión que a continuación se da no tiene otras pretensiones que la de mostrar cómo la pintura rococó tuvo en España mayor entidad y trascendencia de la que hasta ahora se le ha venido concediendo, la de bosquejar las características que tuvo esa corriente en la España de mediados del XVIII, y la de intentar perfilar de qué manera y hasta qué punto los pintores españoles participaron de la misma.