Yang Jian, emperador de la dinastía Sui, utilizó el budismo, religión extranjera, como vínculo de unión entre todos los pueblos chinos y no-chinos que en los siglos precedentes se habían asentado en sus territorios. El budismo impulsó con la creación de monasterios todas las artes, pero de una manera especial la pintura y la escultura. Sin embargo, no sólo fue el budismo el motor de las artes, sino que desde la corte se fomentó la pintura mural en la decoración de los muros de palacios y mausoleos, cambiando sustancialmente la temática respecto al arte religioso. Yang Jian creó escuela y academias de caligrafía y pintura, recopiló obras antiguas y editó catálogos de las colecciones imperiales. En las pinturas murales de la corte se aprecian tanto las influencias de pintores del norte como del sur, siguiendo en ambos casos un estilo meticuloso, el uso de la pincelada lineal, y el gusto por la pintura de contornos. Los temas hacían alusión a personajes históricos famosos por sus acciones bélicas o cualidades de buenos gobernantes, mientras que las pinturas murales de las tumbas incidían en aspectos de carácter confuciano, como el respeto a los antepasados, mezclado con símbolos taoístas de la inmortalidad. En cualquier caso, y tras el paso de la historia, los logros pictóricos de la dinastía Sui no fueron más que prolegómenos ante la pintura de la dinastía Tang. A comienzos de la dinastía Tang, el emperador Daizong (627-649) proclamó los tres principios básicos de su reinado: unidad, poder y prosperidad, eligiendo la pintura como el principal medio propagandístico por todo el país. Fue la pintura de personajes el género más desarrollado para tales fines, rechazando el lujo y los detalles superfluos. Para Daizong los temas que los pintores debían desarrollar tenían que tener un carácter didáctico y práctico: retratos de grandes emperadores y reyes, temas donde se elogiara la unidad nacional mediante la representación de personajes de diferentes etnias; gobernadores militares premiados en las fronteras, así como costumbres aristocráticas y populares de la corte y provincias. La boda de una princesa Tang con un príncipe Tubo consolidó los lazos entre chinos y tibetanos, sirviendo como tema pictórico, donde se analizaban los intercambios culturales entre ambos pueblos. El caso más evidente es el juego de polo, que llegó a Chang'an, vía Tíbet, procedente de Pakistán; o el uso de maquillaje femenino desconocido hasta entonces por las mujeres chinas. Esta política de integración nacional se relacionó con el aumento de pintores pertenecientes a minorías nacionales que iban accediendo a puestos de importancia en la corte. Al mismo tiempo, los oficiales de las regiones fronterizas utilizaron la pintura como medio de expresión de los diferentes usos y costumbres, introduciendo nuevos temas iconográficos en la Corte. Todas estas pinturas murales se consideran documentos de la historia, en los que la condición del pintor-artesano no permitía a éstos más que una representación fidedigna. Lentamente fueron introducidas innovaciones que permitieron enfatizar en la expresión de la idea sobre el realismo. La pintura de personajes facilitó esta nueva actitud: guqi (fuerza del carácter) y qingsi (mundo espiritual), acercando las figuras a la vida real tal y como se aprecia en las pinturas murales de las grutas de Dunhuang. En este sentido destacan pintores como Wu Daozi y Zhou Fang. Wu Baozi realizó numerosas pinturas en templos de Chang'an y Luoyang, en los que se aprecia una gran vitalidad tanto en la expresión de los personajes como en el uso del color. No existe ningún original suyo, si bien todos los escritos de sus contemporáneos hacen referencia a su obra, considerándola como una de las influyentes. Zhou Fang encabezó un grupo de pintores especializados en temas de la vida aristocrática, con un estilo definido como "bonito, vistoso, exuberante y rollizo", adjetivos que se corresponden muy bien a sus obras tal y como demuestran las copias llegadas hasta nuestros días. Mujeres preparando la seda es un ejemplo de ello: rollo de formato horizontal en el que se narran los diferentes pasos para preparar un tejido de seda, ocupación femenina que ilustra todo el mundo sugerente y delicado de las cosmopolitas damas de la corte Tang. Niñas, mujeres y ancianas se reparten el trabajo, mientras que hablan y juegan con unos movimientos sueltos y naturales. Las expresiones de sus rostros implican un estudio profundo por parte del artista del espíritu y la fuerza de carácter, que hacen de esta obra no sólo un estudio de modos y costumbres sino una aproximación real a la vida. El pintor Han Gan presenta otra temática impregnada del mismo espíritu: caballos y jinetes, siendo el máximo representante de este género muy popular en la dinastía Tang. Aunque Wu Daozi, Zhou Fang o Han Gan fueron conocidos por un género pictórico determinado, ninguno de ellos excluyó los demás géneros. La representación de figuras humanas y animales se realizaba sobre un fondo de paisaje, en el que pájaros y flores adquirieron un lugar importante para embellecer el tema central de la composición. El género pájaros y flores existió con anterioridad a las dinastías Sui y Tang, pero es en esta última cuando se pone de moda en la corte. Miembros de la familia imperial se ejercitan en este género, siendo conocidos por sus pinturas de mariposas, pájaros... La aparición de montañas, flores y jardines en las pinturas murales es una muestra de cómo este género fue más allá de ilustrar especies raras, mostrándolas en su entorno tal y como se ve en las hojas aparecidas en la Tumba de Astana (Turfán). La pintura de paisaje se inició siguiendo la tradición de historias procedentes de textos budistas y taoístas. Lo que comenzó siendo un fondo de relato, terminó con la recreación del paisaje cuya traducción literal en chino es montaña y agua. Pese a que tradicionalmente se ha venido considerando a Wang Wei y Wu Daozi como los creadores de este género junto a Jing Hao, caben ciertas matizaciones. La primera es la idea establecida en la crítica artística de los Song, cuando se marcan las diferencias entre la escuela del norte y la del sur, más por razones de interés que reales. A Wang Wei (699-761), poeta y pintor, se le consideró fundador de la Escuela del sur, basada en el uso de la tinta negra, categoría formulada en asociación a la pintura Chan. A pesar de no conservarse ninguna obra original, sólo copias de dudosa procedencia, no hay que negar que en cierto sentido Wang Wei innova y realza el género del paisaje, con el uso de la aguada y los golpes de pincel para conseguir plasmar la textura de la materia. Fue letrado de la corte, asumiendo a lo largo de su vida diferentes cargos oficiales tanto antes como durante la rebelión de An Lushan. Entre sus actividades destaca la de crítico de arte que muestra en su obra "Fórmulas para el paisaje", donde manifiesta sus opiniones sobre la manera de conseguir a través de la pintura una atmósfera real y una composición equilibrada. La muerte de su mujer le hace abandonar la corte y convertirse en monje budista con el nombre de Mojie. Él mismo se consideraba mejor poeta que pintor, dado el menosprecio que la actividad pictórica aún tenía frente a la poesía y parece evidente que fue la poesía lo que le condujo a la pintura. Su obra paisajística se centra, tras vacilaciones, en el paisaje de su pueblo natal Wang Chuan. Una poesía suya nos sirve para acercarnos al mundo literario y plástico de Wang Wei: Sentado sólo en medio de silenciosos bambúes, taño mi laúd y canto largo tiempo. Nadie sabe que estoy en el bosque, sólo la luna brillante acude a acompañarme. Tras este recorrido por la pintura Tang, observamos cómo se configuraron dos tipos de paisaje: 1) Verde y dorado, que utilizan el azul y verde, contorneado con oro o marrón rojizo, de fuerte carácter decorativo. 2) Tinta y aguada (Wu Daozi, Wang Wei), pintura contorneada con tinta y coloreada con aguada. Las pinceladas de estos artistas son vigorosas y llenas de cambios, siendo el inicio de la concepción pictórica como experiencia individual.
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De todo lo dicho anteriormente se deduce que de todos los movimientos plásticos postimpresionistas, uno, el simbolismo -y por extensión el expresionismo-, es el que más plenamente participa en este conjunto de ideales que definen lo que es el modernismo. El simbolismo plástico comparte con las artes decorativas y la arquitectura, la defensa del arte total, de la integración de las artes. Comparten también un gusto hacia la experimentación de los límites del arte, entre lo sublime y lo decadente. En la última década del siglo, dentro de una fuerte crisis social y económica, y en pleno problema colonial, se producen los primeros intentos para situar el arte español en unas vías de modernidad. El punto de partida para esta renovación plástica lo encontraremos en el realismo y en la pintura de paisaje, que, siguiendo modelos franceses, se presentará como una alternativa a la pintura romántica y académica. La modernización de la pintura de paisaje en España, se debe a la obra de dos grandes artistas que, cada uno a su manera, ofrecerán una visión muy distinta del paisaje español. Nos referimos a Aureliano de Beruete (1845-1912) y a Joaquín Sorolla (18631923). El primero fue discípulo de Carlos de Haes, pintor de origen belga que introduce en España el paisaje moderno, de tipo realista, ofreciendo una alternativa a la escuela de paisaje romántico que había preconizado Jenaro Pérez Villaamil. Beruete es un pintor que se mueve dentro de los círculos intelectuales, en especial la Institución Libre de Enseñanza y, desde una perspectiva regeneracionista, propone una nueva interpretación del medio natural. Su paisaje es sobrio y riguroso, de tonos moderados, y ofrece un punto de vista positivo de la austeridad de las llanuras castellanas a las que identifica con la expresión auténtica del alma de España. El mito de Castilla a través de una descripción minuciosa, una descripción metodológicamente próxima a la geografía o la geología y lejos de una interpretación de vista idealizado de la estepa castellana, se convertiría en la imagen de España preferida de los pensadores de la generación del 98. La visión de España a través de una Castilla renovada, culmina en los paisajes de Ignacio de Zuloaga (1870-1945). A pesar de la adscripción a la escuela vasca de pintura, que proclamaba la existencia de una personalidad diferenciada y específica -basada, en realidad, sólo en la utilización de una temática autóctona- respecto de las otras regiones, Zuloaga se alinea con otro vasco insigne, Miguel de Unamuno, en la defensa de una iconografía inspirada en Castilla. Sus paisajes se alejan de la escuela realista, en la que se inscribe Beruete, y transmite una idea mucho más trágica del tema de Castilla, inspirado por un planteamiento simbolista en la raya del expresionismo; un expresionismo inspirado en parte por su admiración hacia los pintores barrocos españoles. Pero también protagoniza los paisajes de Zuloaga, la ciudad castellana, Segovia y muy especialmente Toledo; unas ciudades históricas muertas, que proclaman en su austeridad la nostalgia de un pasado glorioso. Entre otros discípulos de Haes habría que citar también a Agustín Riancho (1841-1929), cántabro de origen, formado en Madrid y Bruselas, un pintor solitario que sigue una trayectoria muy personal. El papel que en Madrid representa Carlos de Haes como renovador de la pintura de paisaje, es ocupado en Cataluña por Ramón Martí i Alsina (1835-1894), un artista que no pertenece a la generación objeto de nuestro estudio, pero que conviene citar como punto de referencia inevitable para los pintores modernistas catalanes. Martí i Alsina compartirá este magisterio con Joaquim Vayreda (1843-1894), el artista más representativo de la Escola de Olot y que introduce en España las calidades lumínicas que desarrollaron en Francia los artistas de la Escuela de Barbizon. Sorolla es el otro gran polo sobre el cual gravita la pintura de paisaje española, representando un punto de vista muy distinto del austero paisaje castellano de Beruete, o el de la escuela catalana, mucho más fiel a un realismo de origen francés. Sorolla será el más genuino representante de la escuela valenciana, escuela de pintura de paisaje iniciada por Francisco Domingo Marqués (1842-1920), Antonio Muñoz Degrain (1843-1924) y, muy especialmente, por Ignacio Pínazo (1849-1916) y que influiría en toda la pintura española gracias a la incidencia que estos artistas tuvieron en las escuelas de Bellas Artes. Sorolla, que practica también la pintura de género o el retrato, debe identificarse con el plein air mediterráneo, una pintura llena de luz que nunca será abiertamente impresionista. Sorolla ofrece una visión llena de color y de luz de los paisajes y de los tipos mediterráneos, elaborados con gran habilidad, una interpretación gozosa del paisaje que se sitúa en el polo opuesto de la actitud defendida por Beruete e Ignacio Zuloaga. Entre las visiones de Beruete y Sorolla se sitúa la producción de otros artistas que ven el paisaje sin la dureza trágica de Beruete o Zuloaga, ni el luminismo mediterráneo de Sorolla; son paisajistas como el pintor de Vitoria, Fernando de Amárica (1866-1956) autodidacta, pero que trabaja junto a Sorolla y sobre todo, Darío de Regoyos (1857-1913).
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En relación con la arquitectura, la pintura fue un complemento inseparable de la amplia serie de palacios y mansiones construidas por los conquistadores. Al igual que en la arquitectura de los palacios se desarrollaron diversas tipologías renacentistas, la decoración pintada muestra una gran complejidad temática en relación con la cultura del Humanismo. En este sentido, los ejemplos que han llegado a nosotros muestran unas decoraciones en las que existe un decidido afán por integrar una temática culta en consonancia con los ideales humanistas, con la condición y el rango del personaje. Un ejemplo importante de este fenómeno lo tenemos en la llamada Casa del Dean (1580) de Puebla, con representaciones de las Sibilas a caballo y una serie de Triunfos de Petrarca. El tema de las sibilas tuvo una vida dilatada en Hispanoamérica, pues aún lo encontramos avanzado el siglo XVIII en las pinturas que hizo Pedro Sandoval para la Real Universidad Pontificia y otras algo posteriores del Palacio de Chapultepec.De todos los ciclos decorativos de pintura profana uno de los más importantes de Iberoamérica es el conservado en la llamada Casa del Escribano de Tunja, realizado a finales del siglo XVI, y en el que se desarrolla una temática profana de gran complejidad y no fácil interpretación: Diana, Júpiter y Minerva, escenas de caza y animales para las que se utilizaron diferentes grabados de Leonard Thiry y Giovanni Stradanus o Durero, para el rinoceronte. La importancia de los ejemplos mencionados y la continuidad que alcanza este tipo de decoraciones, acredita una práctica muy extendida de la que tan sólo conocemos una parte muy reducida. Algunas residencias como la que fuera Casa de los Vera en Cuzco tuvo decoraciones de diversas épocas que comprende desde motivos renacentistas a temas dieciochescos que ponen de relieve esta preocupación por la decoración de los interiores palaciegos. En el siglo XVII se produjeron otros programas, como el de la Casa del Fundador de Tunja que responde a una concepción de carácter humanista que refleja un elevado nivel cultural. La decoración, en la que se combinan representaciones de animales (buey, jabalí, caballo, ciervo, rinoceronte) y árboles y plantas (manzano, palmera, girasol, laurel, ciprés) se ha puesto en relación con los Emblemas Morales de Sebastián de Covarrubias y Orozco. Sin embargo, en la decoración doméstica no solamente se desarrollaron programas de este tipo, sino que, como en la Casa de Juan Castellanos en Tunja (Colombia) convertida en residencia de clérigos, nos encontramos con una decoración cuya iconografía se ha interpretado como un microcosmos eucarístico (S. Sebastián).La costumbre de decorar los palacios no solamente se desarrolló en los interiores, sino que también tuvo una proyección exterior en algunos edificios en los que el azulejo se utiliza como forma ornamental y de revestimiento como en la llamada Casa de los Muñecos de Puebla, construida por el regidor Agustín de Ovando en los últimos años del siglo XVIII. En los espacios entre las figuras aparecen una serie de imágenes que se han interpretado como una alegoría de los cinco sentidos saludando a Hércules liberador.En líneas generales el retrato tuvo que adaptarse forzosamente a las diferentes tipologías, formas y soluciones occidentales. sin embargo, no faltan ejemplos en los que, aunque se siguen estos planteamientos, el retrato aparece como una temática y unas formas específicamente americanas. Es el caso del retrato, pintado en 1599 por Adrián Sánchez Galque, del cacique Francisco de Arobe y sus hijos (Madrid, Museo de América) para conmemorar su conversión al cristianismo. Y lo mismo puede decirse del cuadro del Matrimonio de Martín de Loyola y Doña Beatriz Ñusta (Cuzco, iglesia de la Compañía), realizado por un pintor estilísticamente próximo al autor de los cuadros del Corpus. En la pintura aparece Doña Beatriz con su familia incaica y don Martín de Loyola con su tío San Ignacio, en un intento de acercar la Compañía, a través de una representación plástica, a los indígenas. Al tiempo, plantea una afirmación de prestigio por la unión que supone la ascendencia de ambos cónyuges. Este tipo de retratos contrasta con los realizados en Lima, ciudad en la que la pintura se mantiene adscrita a una línea culta y europeísta, en la que se aprecia una clara conexión con las tipologías y modelos europeos como sucede con el dieciochesco retrato del Virrey Superunda, realizado por José Bermejo, y en la que una ostensible cartela explica la alcurnia del personaje.En América la pintura cumplió una importante función como referencia, documento o testimonio gráfico de carácter histórico como el que aparece en algunas crónicas ilustradas, como la de Guamán Poma de Ayala, "Nueva crónica y Buen gobierno", iniciada a fines del siglo XVI y concluida en los primeros años de la centuria siguiente. Como es lógico, en estas obras el estilo se pliega a las exigencias de un testimonio gráfico resultando por ello esquemático y sintético. Un valor similar presentan algunas representaciones históricas surgidas por la iniciativa espontánea de un cliente como las que decoran el pórtico de la iglesia de Chinchero, pintadas en 1781, por encargo de Mateo Pumacahua, cacique que luchó a favor del rey en la rebelión de Túpac Amaru. En las pinturas, ejecutadas con acentuado estilo popular se representan escenas de la batalla en la que intervino Pumacahua. Otros acontecimientos, en cambio, fueron representados en obras de empeño a través de las cuales nos han llegado imágenes impagables relativas al ritual promovido por el acontecimiento y la fiesta, como en La Entrada del Virrey Morcillo en Potosí (Madrid, Museo de América) encargado al pintor Pérez de Holguín en 1716 y que, con independencia de la representación del acontecimiento, desarrolla un verdadero relato, en forma de crónica figurativa de la vida y las costumbres de la época. En este sentido algunas series de enconchados, como las que se conservan en el Museo de América de Madrid dedicadas a la Conquista de México, realizadas por Miguel y Juan González a finales del siglo XVII, constituyen otra variante técnica de la pintura utilizada como relato, testimonio y referencia de la historia.En relación con la pintura testimonial o documental debe hacerse mención de la labor desarrollada por algunos artistas que figuraron como dibujantes en expediciones científicas como Pedro Antonio García, solicitado por José Celestino Mutis en la Expedición Botánica, siendo suya la primera lámina de la Flora de Bogotá. Uno de los ejemplos más notables de esta colaboración de los dibujantes y pintores con científicos lo constituye la expedición Malaspina que salió de Cádiz en 1789 y en la que participaron, entre otros, José del Pozo que después se instaló en Lima con una escuela de pintura, José Guio, José Gutiérrez y Francisco Lindo. Estas representaciones, aunque estaban condicionadas por determinadas exigencias de fidelidad no por eso dejan de ser obras en las que palpita un acentuado sentido plástico.Un carácter muy distinto tienen en cambio otras series de pinturas de carácter testimonial. En 1783, Mutis encargó a Vicente Albán, pintor de Quito una serie, que se conserva en el Museo de América de Madrid, dedicada a representar tipos raciales de Hispanoamérica. En los cuadros se representan diversos tipos mestizos de pie sobre fondos de paisaje americanos y frutos de la región situados en cesto sobre un pedestal en cuyo frente figura una inscripción aclaratoria. La serie constituye un ejemplo de cómo el sistema de representación, más que con funciones plásticas es utilizado como medio científico y testimonial.
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Hacia mediados del siglo V se rompe la compenetración entre la pintura vascular y la pintura mayor. Ni los temas ni las técnicas coinciden, aparte de que los pintores de vasos parecen ignorar los avances logrados en perspectiva y sombreado. De acuerdo con el antropocentrismo imperante en esta época, el tema preferido es la figura humana a la que se imprime un carácter eminentemente plástico. Queda así delimitada una de las tendencias por las que se inclinan los pintores de vasos; la otra se muestra más preocupada por el dibujo y el color. Las decoraciones pictóricas que mejor reflejan el ideal escultórico de la madurez clásica son las del Pintor de Aquiles, aproximadamente entre los años 460-430. Sus composiciones son muy sencillas, formadas generalmente por dos o tres figuras inmóviles como estatuas, que se dirigen miradas plenas de intensa vida interior. La categoría del dibujo hace honor a una vieja tradición y la sobria exteriorización de la carga anímica alude al influjo del arte del Partenón. Esto es lo que vienen a decir el ánfora del Vaticano con las representaciones de Aquiles y Briseida y el stamnos de Londres con la despedida de un guerrero. Composiciones como frisos, figuras como tipos escultóricos, miradas sostenidas y gestos dignos. En la producción cerámica de época clásica ocupa lugar especial el lekythos, una especie de botella de cuello largo y asa, que se usaba para perfumes y ungüentos y que ahora adquiere, sobre todo, uso funerario. La blancura marfileña que los envuelve es imitación de la de vasos tallados en piedras nobles y exóticas e indica, por tanto, lujo. No en balde a finales de siglo se llegarán a fabricar lekythoi de mármol blanco, piezas soberbias y muy caras. Pues bien, el especialista por excelencia en lekythoi de fondo blanco es el Pintor de Aquiles. Obras suyas son los ejemplares de Atenas, Munich y Boston, decorados respectivamente, con una despedida de un guerrero y su mujer, las Musas en el Helikón y una señora con su sirvienta, piezas exquisitas en las que no se sabe si valorar más la finura y corrección del dibujo o la suavidad de los tonos color pastel. Aún más admirable es, si cabe, la atmósfera de calma íntima, en la que las figuras apenas se mueven o lo hacen de puntillas con apariencia casi etérea. Si se piensa en la vitalidad y movimiento de la pintura mayor, se comprende que sólo la policromía puede indicar alguna relación entre los lekythoi y ella. Más se acusa el influjo de la gran pintura en las obras del Pintor de Orfeo, del Pintor de Penélope y de Polignoto, discípulo este último del Pintor de los Nióbides, sin relación alguna con el gran Polignoto de Thasos. En un skyphos del Pintor de Penélope, que representa a la mujer de Odiseo junto al telar y en compañía de su hijo Telémaco, hay una tímida búsqueda de perspectiva en el mobiliario y de sombreado entre la cabeza de Telémaco y el telar. Por su parte, Polignoto da entrada al mundo femenino en el repertorio de temas decorativos, pero consigue mejores resultados al expresar la animación del movimiento que la expresividad del rostro. Entre sus discípulos y colaboradores destaca el Pintor de Kleophon que retoma la línea del Pintor de Aquiles. La pareja despidiéndose que decora un stamnos de Munich es, por su rica plasticidad y apariencia escultórica, heredera directa del estilo Partenón. La preocupación por el dibujo y el color la encontramos en dos discípulos del Pintor de Aquiles, el Pintor de Sotades y el Pintor de la Phiale, quienes continúan en el empeño de evocar las novedades de la gran pintura. Son excelentes dibujantes que se aventuran a enriquecer la plasticidad por medio del color aplicado a los trazos definidores de contornos, con lo que aumenta la corporeidad y resalta el volumen de las figuras. Por lo que se refiere al antiguo estatismo de las mismas es superado por movimientos sueltos y espontáneos. El Pintor de la Phiale decora, además, lekythoi de fondo blanco, en los que se advierten reminiscencias de la pintura mural; un buen ejemplo es el lekythos de Munich, una obra maestra que nos ofrece el tema de Hermes aguardando a la difunta sentado ante la tumba.
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El panorama artístico de Roma durante el Seicento no acaba con Bernini, Borromini o Cortona. Desde 1630, otros artistas iniciaron una andadura muy distinta, confiriendo nuevo vigor a la tendencia clásica, impugnando las quimeras de Borromini, la exuberancia de Bernini y Cortona, y hasta repugnando a Guercino y a Lanfranco. Pintores, como Sacchi y Poussin, y escultores, como Algardi y Duquesnoy, sostuvieron en nombre del clasicismo los valores de lo racional contra lo ilógico y afirmaron la moderación afectiva contra el énfasis expresivo, para proclamar los principios clásicos de orden basados en la medida y en el equilibrio. La filiación de este nuevo clasicismo, que nada tiene que ver con la corriente romano-boloñesa de principios del siglo, es una reproposición de la poética clásica, con acentos más vivaces, que se renueva a partir de un mayor interés por el colorido veneciano.Fue, sobre todo, el francés Nicolas Poussin (1594-1665), en Roma desde 1624, donde permanecerá toda su vida, excepto un breve viaje a Francia (1640-42), quien fijaría los fundamentos teóricos y formales del nuevo clasicismo, asegurándole un prestigio continuado con el que enfrentarse al ímpetu arrollador de las corrientes barrocas. Con fama de pintor filósofo, su cartesianismo le hizo sostener unos principios de rigor racional sobre los que basaba la convicción de que la pintura era una representación de la acción humana. De este modo, otorgaba a la historia el valor supremo del ideal que había que visualizar. En sus pinturas afrontó asuntos históricos, bíblicos y mitológicos, controlando el énfasis dramático, equilibrando las composiciones, como si todo estuviera sometido a un orden racional. De sus cuadros aflora una tajante negación de los propósitos más vistosos de sus colegas barrocos. Su constante presencia en Roma, trabajando y estimulando a otros artistas (G. Dughet, Cl. Lorrain, J. von Sandrart), explica que Bellori (Vite .... 1672) trazará el iter historiográfico del clasicismo romano como iniciado en Annibale Carracci y afirmado en Poussin.Su interpretación moral del pasado se entrevé en Andrea Sacchi (Nettuno, 1599-Roma, 1661), el artista italiano más significativo de la tendencia clasicista. Discípulo de Albani e influido por Ludovico Carracci, fue el propugnador de la línea más escrupulosa y dogmática del clasicismo italiano, abiertamente antagonista de la fantasiosa y libre versión de lo antiguo dada por Cortona. El conflicto se desató a partir de la ejecución en el palacio Barberini del fresco del Triunfo de la Divina Sabiduría (1629-33); terminado al tiempo que su oponente barroco iniciaba su Triunfo de la Divina Providencia. La confrontación entre las dos pinturas es indicativa de las tan diversas soluciones adoptadas por uno y otro. La obra de Sacchi, ante a la visión agitada y triunfal de Cortona, aparece medida, fría y distante.Además de en sus obras, como en la solemne Visión de San Rornualdo (hacia 1631, Roma, Pinacoteca Vaticana), Sacchi afirmó su estilo en aquellas discusiones teóricas expuestas en el seno de la Academia di San Luca y defendida (1634-38) en dura controversia con Pietro da Cortona. Desde entonces, el clasicismo romano se presentó como posición artística. contraria a las tendencias barrocas, encontrando en los escritos de Passeri (1610-79) especialmente de Bellori (1613-1696) sus máximos pilares. A diferencia de su oponente, que concibió el fresco histórico-alegórico como un poema épico basado en un asunto principal, con episodios colaterales y animado por muchos personajes, Sacchi propuso una composición con pocas figuras y comparó la pintura a la tragedia, cuyos principios son la unidad y la simplicidad. Así, concentrándose en los protagonistas esenciales y caracterizándolos, avalaba la teoría clásica que definía la pintura de historia como representación de los efectos humanos, de los gestos y de las expresiones.
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Iconográfica y estilísticamente es, sin embargo, superior el interés que presentan las obras de la tendencia etrusco-itálica. Y en este aspecto, cabe detenerse sobre todo ante varias pinturas de hipogeos. Tanto en Tarquinia (Tumbas del Ogro I y II) como en Orvieto (Tumbas Golini I y II), se imponen bellas escenas donde los difuntos son recibidos por Aita y Phersipnai (trasuntos de Hades y Perséfone) e invitados a ricos banquetes que son para ellos, sin duda, la promesa de que en el más allá serán tratados con tanta estima como lo fueron en sus ciudades de origen. Existe, sin embargo, una tumba pintada que rompe con las tradiciones hasta ahora conocidas y constituye un conjunto único: se trata de la Tumba François, un lujoso mausoleo con habitaciones múltiples, tallado en la necrópolis de Vulci y pintado, sin duda en la segunda mitad del siglo IV a. C., por encargo del aristócrata local Vel Saties. Su profusa decoración parte, sin duda, de modelos helenizantes, y usa conscientemente el sombreado. Sin embargo, las imágenes -que deben de ser copias, pues alguna aparece repetida en otras obras de la época- muestran una composición tan laxa, tan paratáctica, qué fueron probablemente concebidas en algún taller etrusco. No constituyen, desde luego, un prodigio pictórico en ningún sentido, pero sí parecen ser un claro exponente del uso de la pintura como medio de expresión política y social. Según la opinión más generalizada, el friso colocaba frente a frente la muerte de los prisioneros troyanos a manos de los aqueos y un combate casi legendario, fechable a principios del siglo VI a. C., en el que unos caudillos de Vulci, los hermanos Vibenna, intervinieron activa y victoriosamente en querellas internas de Roma. El significado parece obvio: los aqueos en su expedición a Troya eran el directo paralelo de los guerreros de Vulci en su campaña romana; los romanos, descendientes del troyano Eneas, eran el antagonista vencido por los etruscos, los cuales se consideraban, en algunas ciudades, descendientes de griegos. El propio Vel Saties, coronado de laurel, se dispone a interpretar el vuelo de un ave, y lo hace enfrente de un sabio griego barbado, el anciano Néstor, como si quisiese parangonarse con él. Este orgulloso Vel Saties, noble y enemigo de Roma, nos interesa también por otra razón: su efigie es, en efecto, uno de los primeros retratos realistas que nos haya legado el arte etrusco. El pintor no ha intentado idealizarlo; sus facciones son, en cierto modo, toscas y brutales; sus ojos, irascibles; su cuerpo, como si careciese de interés, se esconde por completo: sólo interesa como soporte de una prenda honorífica, la toga pintada. Este tipo de retrato directo, típicamente etrusco-itálico y muy distinto del retrato idealizado que por entonces hacían los griegos, es en efecto una aportación esencial, y pronto verá el lector cómo se convierte en un elemento básico del arte romano. En el propio siglo IV a. C., la efigie de Vel Saties no se queda, en este sentido, aislada. Por entonces se multiplican los sarcófagos con figuras de yacentes sobre las tapas, y no son raros los que sugieren ese mismo interés fisonómico. Es el caso, por ejemplo, de una de las dos curiosas piezas -procedentes de Vulci y hoy en Boston- que muestran matrimonios abrazados sobre sus lechos; y lo mismo cabe decir de alguno de los sarcófagos hallados en la tumba de la familia Partunus en Tarquinia. Si tomamos, en concreto, el de Velthur Partunus, podremos comprobar este punto, y familiarizarnos además con el esquema que, desde este momento, repetirán los sarcófagos y urnas etruscas: el del difunto no del todo yacente, sino de nuevo recostado, y portador de una pátera, un manuscrito u otro objeto simbólico.
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Es difícil, dentro de lo que se ha convenido en denominar artes del color, establecer fronteras definidas entre unos y otros campos, porque sus actores fueron los mismos artífices. ¿Hasta dónde llega un miniaturista?, ¿dónde comienza un pintor?, en el de la vidriera ¿no existen dos terrenos muy diferenciados que se complementan y uno de ellos compete al pintor? Ciertamente la situación es ésta. Si ya en la introducción hablábamos de las interrelaciones entre ámbitos supuestamente diferenciados entre sí, en éste es aún más evidente. Vamos pues a iniciar un periplo que será común a la pintura y a la miniatura gótica. Aunque el análisis de la vidriera quedaría también justificado, la trataremos en el capítulo siguiente, porque, a pesar de todo, existe una distancia respecto a lo anterior.Indudablemente, en este apartado va a darse un desarrollo mayor a toda la producción de carácter religioso en lo que se refiere a la pintura mural. Es obligado hacerlo así porque es la que se ha conservado mayoritariamente. Sin embargo, aunque sea de forma testimonial, no estará de más una referencia a otras pinturas de carácter profano en esta breve introducción.Las grandes residencias reales, nobiliarias o eclesiásticas, embellecieron sus interiores con tapices que, además, contribuyeron a aliviar el rigor de los fríos invernales. La alternativa a éstos, sin sus ventajas en lo que a la segunda función se refiere, fueron los grandes ciclos de pintura mural. Circunscritos usualmente a la estancia principal de la fábrica que en la época recibía el apelativo de Palacio, los temas desarrollados, según permiten deducir no sólo los restos conservados sino las descripciones conocidas, fueron principalmente de carácter caballeresco. Los textos literarios, apreciados por la misma clientela artística que habitaba estas residencias y encargaba su decoración, se utilizaron como fuente iconográfica habitual. El ciclo artúrico, por ejemplo, hace su aparición a principios del siglo XIII en el castillo de Rodengo (en el norte de Italia), en una serie de episodios relacionados con el héroe Iván. Dentro del ciclo carolingio, destacan las pinturas centradas en la figura de Ontinel de una residencia de Treviso (ahora en el Museo Cívico de esta ciudad), también la secuencia de la "Tour Ferrande" de Pernes, con la lucha entre Guillermo de Orange y un musulmán. Esta pugna, emblemática y omnipresente como tema iconográfico en la pintura de la época, la hallamos también en el castillo de Carcasona o en la torre del castillo de Alcañiz.Temas de tipo histórico complementan la decoración del Palacio de esta última. El prestigio de la Orden de Calatrava, que poseía la fortaleza, se fundaba en su intervención en episodios bélicos importantes de la historia contemporánea. Son éstos los que se seleccionaron para decorar el ámbito más sobresaliente del castillo, como medio indudable de exaltación. En el palacio real de Barcelona y en otras residencias importantes de la ciudad, se recurrió a escenas de este mismo género con idéntico fin. Es el caso, por ejemplo, del ciclo dedicado a la conquista de Mallorca.Temas de carácter más alegórico fueron también muy del gusto de la época. Los mensarios, circunscritos durante el románico mayoritariamente a contexto religioso, surgen ahora aquí y allá. Los encontramos en Treviso, en el castillo inglés de Longthorpe, en Trento (pinturas de hacia 1330, previas al gran ciclo de la torre dell'Aquila), en Alcañiz, etc. La Rueda de la Fortuna aparece también en distintos lugares: Aula de la curia episcopal de Bergamo, castillo de Alcañiz, y la Rueda de los Sentidos, las Edades del Hombre etc., de nuevo en Longthorpe.Junto a ellos se emplazan decoraciones de menor complejidad iconográfica que sintonizan, no obstante, en igual medida, con el ideario del momento. Es el caso de las pinturas murales del Palacio Papal de Aviñón. La Sala del Ciervo es el resultado directo de lo que no puede ser calificado más que de planteamiento manierista. Introducirse en ella supone aceptar la invitación del pintor para penetrar en uno de esos jardines tan gratos a la época, donde se entretenían practicando la caza los estamentos más privilegiados de la sociedad.En otro orden de cosas, los programas iconográficos que decoran durante el Trecento las salas de los palacios públicos italianos, constituyen, en un ámbito distinto, el equivalente a este fenómeno que hemos analizado brevemente. Destacan, en particular, las alegorías del Buen y el Mal gobierno realizadas por Ambroggio Lorenzetti para Siena.
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La pintura peninsular del siglo XV se desarrolla en dos estilos influidos por corrientes extranjeras: el Estilo Internacional, bajo la influencia italiana, y el Estilo Hispano Flamenco, relacionado con el arte llegado de Flandes. En la primera mitad de la centuria encontramos el Estilo Internacional. Las formas y la iconografía procedente de Italia se difunden por todos los rincones de Europa, lo que permite la creación de un estilo en el que se incorporan preocupaciones por la anatomía, la luz y el espacio, al tiempo que se busca lo narrativo, la admiración por lo anecdótico y los temas secundarios, sin renunciar a cierta tendencia idealizadora. La figura humana mantiene su alargamiento, apareciendo cierta expresividad y melancolía en sus rostros. Los vestidos aumentan y sus curvas se acentúan. Los paisajes y las arquitecturas artifíciales empiezan a tomar peso en las composiciones, aunque las proporciones todavía no sean exactas. Otro elemento a tener en cuenta es el interés por lo anecdótico, al igual que la importancia concedida a la simbología de las representaciones, enriqueciendo la iconografía. Se crea una nueva realidad. Los talleres en los que este estilo italiano tendrán un mayor desarrollo serán Toledo, Andalucía, Sevilla, Cataluña y la Escuela Valenciana. La segunda mitad de la centuria estará marcada por el Estilo Hispano Flamenco. En este momento se produce una gran renovación en la pintura peninsular gracias a las técnicas del arte flamenco, bien a través de obras importadas de este lugar o por la llegada de artistas extranjeros. La difusión de la pintura al óleo será la principal novedad, así como la tendencia al naturalismo, la dramatización o la primacía del color. Tanto en la Corona de Aragón como en la de Castilla se produce un amplio desarrollo pictórico, surgiendo importantes nombres propios como Jaume Huguet, Bartolomé Bermejo, Fernando Gallego o Lluis Dalmau.
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Si en el campo de la arquitectura y de la escultura alternan las tendencias conservadoras y clasicistas con algunos planteamientos novedosos y originales, llamados a más amplia proyección, no hemos de pensar que entre los pintores las actitudes fueran diferentes. En efecto, es más que probable que, a lo largo de su vejez, Apeles se mantuviese fiel a su estilo, formado en la escuela de Sición y en la corte de Alejandro. Otro famoso pintor amigo suyo, el infatigable y minucioso Protógenes, le acompañaría en sus principios estéticos, si, como sugieren los textos, levantaba el entusiasmo de conocidos clientes de la escuela de Lisipo, como eran los ciudadanos de Rodas y Demetrio Poliorcetes. Este último, según se cuenta, incluso respetó la casa del artista mientras combatía a los rodios. Pero, frente a estos mantenedores de la tradición, las fuentes escritas nos recuerdan a artistas más independientes y creativos. Es el caso, por ejemplo, del pintor Antífilo, que trabajaba en la corte de Ptolomeo I y era considerado enemigo personal de Apeles. Su actividad polifacética le llevó tanto a la creación de un género caricaturesco, el de los grìlloi o negritos cabezudos, que tendrá enorme éxito en Roma, como a análisis lumínicos bastante audaces: es lo que parece evocarnos Plinio cuando, para describir una de sus obras, nos dice: "se admira un niño soplando en un fuego que ilumina a la vez la casa -muy bella por cierto- y la cara del niño" (NH, XXXV, 138). Pero acaso más interesante aún fue Teón de Samos, que mantenía una estética llamada a los mayores éxitos: era el principio de la "phantasía", definida por Quintiliano como la capacidad de evocar "la imagen de cosas ausentes con tal intensidad que se cree verlas con los propios ojos y parecen presentes" (Inst. Or., XII, 10, 6). Según añade sabiamente el orador, "quien controle bien este arte tendrá absoluto dominio sobre los sentimientos". Un ejemplo de esta pintura directa, retórica y sugestiva nos es descrito en un texto de Eliano (Var. Hist., II, 44), que precisamente se titula "Descripción de un cuadro del pintor Teón", y que muestra un guerrero surgiendo de la puerta de una muralla: "Este joven soldado se lanza lleno de ardor al combate. Diríasele presa de un ataque de furia, como inspirado por Ares. Sus ojos lanzan una mirada terrible... Comienza ya a protegerse tras el escudo; blande su espada con aspecto sanguinario y ojos asesinos... Teón no se ha preocupado por representar más... Le ha bastado este simple hoplita para cubrir las exigencias del cuadro". Ciertamente, se trata de una descripción vivaz; su tensión y expresividad casi nos inclinan a ver en Teón, como algunos han querido, el autor de un famoso cuadro, conocido a través de copias pompeyanas, con el tema de Aquiles en Esciro: el dinamismo de la acción, la intensidad retórica de las miradas, nos hablan de un lenguaje semejante, aunque el protagonista está aquí rodeado de personajes y objetos. De cualquier modo, tanto Teón como este cuadro parecen dirigirnos sin posible vuelta atrás hacia el barroco pergaménico.
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De todos los discípulos de Juan de Borgoña el más destacado resultó, sin duda, Juan Correa de Vivar, que realizó un gran número de obras en la región central donde fue desembarazándose paulatinamente de las fórmulas cuatrocentistas de su maestro hasta crear un estilo propio, pleno de resonancias rafaelescas y de soluciones manieristas. Ya en sus primeros encargos realizados en la década de los años treinta -retablos de Griñón y Meco- a pesar de la dependencia de Borgoña en tipos y composiciones se constata una influencia indirecta, tal vez a través de Juan de Juanes, de la pintura altorrenacentista italiana y una interpretación personal de los asuntos figurativos, que contrastan con el equilibrado estatismo de su maestro. En el retablo mayor de las Clarisas de Griñón (1532-34), todavía muy vinculado tipológica y estilísticamente a Borgoña, Correa define unos tipos compositivos que, con la natural evolución, seguirá más tarde en los retablos de Meco, Guisando y Mora. Pero es en el retablo mayor de la iglesia de la Asunción de Meco donde Correa, como ya señaló acertadamente Cruz Valdovinos, se incorpora definitivamente a las formas y soluciones del Manierismo, añadiendo al sentido riguroso y elegante de Borgoña una delicadeza y un sentido estilizado de la forma que se corresponden a la evolución de la maniera en España, sirviendo a la vez de precedente de otras obras de madurez como los retablos mayores de Herrera del Duque y Torrijos, en Badajoz y Toledo respectivamente. Sin embargo, su encargo más importante fue el conjunto de pinturas realizadas para el convento madrileño de San Martín de Valdeiglesias en la década siguiente, donde la influencia de su maestro aparece muy atenuada en beneficio de una incorporación más efectiva de los modelos y monumentalidad del manierismo romano. Todavía realizaría Juan Correa de Vivar varios encargos más en la zona. El mismo año que pintó el retablo de Mondéjar (Guadalajara) realizó el de la parroquial de Cenicientos en Madrid (1554), hoy desaparecido, y cuatro años más tarde dio las trazas para el retablo de Canencia, realizado a su muerte por su discípulo Jerónimo Rodríguez, no llegando a empezar el de la iglesia de Ciempozuelos, que había contratado con anterioridad y que tuvo que terminar Pedro de Cisneros el joven. Su influjo no queda, por tanto, interrumpido a su muerte, sino que se mantiene aún en el reinado de Felipe II a través de algunos de sus discípulos y seguidores en encargos que, desde el punto de vista tipológico, constituyen un buen ejemplo de la resistencia a desaparecer de la retablística plateresca. Si importante fue la aportación de Correa de Vivar, mucho más significativa resulta la obra de Vicente Macip y Juan de Juanes, para explicar el problema que venimos tratando, en un ambiente artístico como el levantino precedido por las obras cuatrocentistas de Paolo de San Leocadio y los Osona, y la producción clasicista de Yáñez y Llanos. Aunque es más evidente la vinculación que el maestro valenciano mantiene respecto al estilo de Rafael, la tendencia hacia la articulación de efectos netamente emocionales de la pintura española hacen que Vicente Macip (muerto en 1550) incida en el sentido suave, afable y sentimental del maestro de Urbino, evidentes en la Visitación y en el Martirio de Santa Inés del Museo del Prado que, como otras obras del pintor, reflejan fuentes de inspiración muy diversa, principalmente de la pintura manierista romana. Si en la Piedad de la catedral de Segorbe el referente es otro cuadro del mismo tema de Sebastiano del Piombo, pronto el pintor valenciano se encaminó hacia un tipo de composiciones, una valoración de los efectos dinámicos y una gama cromática que, como la Conversión de Saulo de la catedral de Valencia o en la Santa Cena del Museo de Bellas Artes de la misma ciudad, constituyen una ruptura deliberada con el espacio del Renacimiento Clásico y una clara orientación hacia los contenidos emocionales de la pintura religiosa, en sintonía con los aspectos plásticos del Manierismo. Esta reelaboración de las soluciones italianas es evidente también en la pintura de su hijo Juan de Juanes aunque, en líneas generales, se oriente hacia una formulación más serena y equilibrada respecto a la obra de su propio padre. El carácter regular de sus composiciones, reforzadas por ciertos valores emocionales y determinados efectos persuasivos, es evidente en obras como la Santa Cena del Museo del Prado -inspirada en la famosa de Leonardo a través de una estampa de Marcantonio-, los Desposorios místicos del venerable Agnesio del Museo de Bellas Artes de Valencia o el conjunto de tablas de las Historias de San Esteban. Estas últimas, con la Santa Cena del Prado y dos tablas de la Pasión de Cristo, procedentes del altar mayor de la iglesia de San Esteban, fueron realizadas por Juan de Juanes después de su viaje a Italia, lo que justifica su cambio de estilo, que se orienta, a partir de entonces, hacia unos principios compositivos más regulares y una figuración más monumental que, ambientada en un mundo de arquitecturas o sobre un fondo de paisaje demuestran la vocación clásica y la erudición arqueológica de su autor. El éxito obtenido por el pintor con temas piadosos como la Inmaculada Concepción, la Sagrada Familia, el Ecce Homo o el Salvador, avalan la aceptación mayoritaria de estas soluciones clásicas y equilibradas en las que predominan ciertos recursos emotivos que convierten a estas imágenes en un instrumento idóneo para suscitar la devoción de los fieles. Si tenemos en cuenta el desarrollo general de las artes en el último tercio del siglo XVI, podemos afirmar que en todo este período se mantuvo y consolidó el uso y funciones de la imagen religiosa a pesar de los cambios radicales operados en el arte oficial durante el reinado de Felipe II, alcanzando un amplio desarrollo en el siglo siguiente en unos años en los que los misterios de la Fe lograron identificarse con el mundo de lo real.