La Iglesia indiana tuvo dos grandes dependencias que resultaron antagónicas: la Corona, que la controlaba a través del Regio Patronato, y los criollos, que la controlaba suministrándole los mejores ingresos (testamentarías, mandas pías, capellanías, etc.) y hasta la mayoría de las vocaciones. De la primera, resultó la domesticación de la Iglesia por el Estado. De la segunda, la rebelión contra el despotismo borbónico, patente en grandes sectores del bajo clero (criollo), tan pronto como se iniciaron los movimientos independentistas. El siglo comenzó con una gran tensión entre Estado e Iglesia, consecuencia del papel que ésta adoptó durante la guerra de Sucesión, cuando se alineó junto al archiduque Carlos de Austria frente al pretendiente Borbón. Felipe V llegó a romper relaciones con Roma en 1709 y la desavenencia entre Madrid y Roma duró toda la primera mitad del siglo. Fernando VI restableció las relaciones y firmó el concordato de 1753, que permitió introducir en la iglesia española los beneficios del patronato indiano. Con Carlos III se inició la etapa regalista, configurándose un regio vicariato más que un regio patronato. La teoría de que el monarca recibía su autoridad de Dios y podía y debía controlar la iglesia, contó con defensores como Antonio Joaquín de Ribadeneyra, Álvarez de Abreu y Manuel José de Ayala. Lo único que el monarca no podía hacer era ordenar. Consecuente con esto, Carlos III vigiló estrechamente la conducta de sus clérigos (muchos de los cuales fueron juzgados por tribunales civiles), ordenó rebajar el sueldo a los que tenían mala conducta, abolió la costumbre de que los tribunales eclesiásticos tuvieran competencia judicial en los procesos testamentarios relacionados con propiedades de la Iglesia (permitió que las Audiencias tuvieran apelaciones en ellos), señaló libros perniciosos a la Inquisición (enciclopedistas, jansenistas, jesuíticos, etc.) y premió a los buenos pastores que apacentaban los ánimos levantiscos de los indianos con diócesis españolas. Cuatro de sus piezas maestras para la domesticación del clero fueron la expulsión de los jesuitas, las visitas, los concilios y el control de las órdenes regulares. La expulsión de los jesuitas en 1767 asentó definitivamente la autoridad del realengo. El cuarto voto de obediencia al Papa y la dependencia de un General de la Compañía, amén de la perniciosa filosofía suarecista, minaban su doblegamiento al Rey. Además, su influencia sobre los criollos era enorme, ya que la mitad de sus componentes en América pertenecían a las mejores familias y representaban lo mejor de la intelectualidad criolla. Con el apoyo de varios pretextos fútiles, entre los que se encontraba su participación en el motín de Esquilache, se decretó su expulsión de todos los dominios españoles. En América había unos cinco mil jesuitas. De los 680 de México 450 eran criollos, y de los 360 de Chile unos 200. Los motines indígenas surgidos en México fueron reprimidos a sangre y fuego. Hispanoamérica se quedó con un enorme vacío en la docencia universitaria y de colegios y en las misiones, que no pudieron llenar las otras órdenes religiosas. Sus bibliotecas pudieron pasar al Estado y sus innumerables bienes fueron rematados para incrementar latifundios, cuando los funcionarios reales demostraron su ineptitud para administrarlos (Temporalidades). Tras la expulsión, el rey envió en 1769 cuatro visitadores generales a Hispanoamérica para preparar una reforma de sus religiosos. Sus cometidos eran materias de disciplina monástica, la supresión de las granjerías, la reducción del número de religiosos en algunos conventos, predicar el amor al monarca y alejar a los frailes de las doctrinas jesuíticas. Cada visitador llevaba instrucciones concretas sobre las reformas que debía emprender, así como las normas generales, compiladas en el denominado Tomo Regio. Nadie se opuso a las visitas. Ni siquiera los obispos, que temían enfrentarse a la Corona de la que emanaban las futuras mercedes. La domesticación era completa, pero pasiva, ya que poco o nada se logró con las visitas. Junto con las visitas ordenó el Rey convocar Concilios. Se han denominado, y con razón, regalistas y fueron los únicos de la época borbónica. Debían contemplar, y contemplaron, temas pastorales, pero también algunos ajenos al ejercicio pastoral. Así, en el Concilio de México de 1771, se aprobó pena de excomunión a todo seglar o eclesiástico que incumpliese las órdenes reales o dijese o hiciese algo contra el rey. Afortunadamente, las actas conciliares no fueron aprobadas por Roma, con lo que tampoco tuvieron consecuencias. Finalmente, Carlos III autorizó a los virreyes determinar el número de órdenes religiosas que ejercerían en su demarcación y hasta el tamaño de las mismas. Tampoco hubo voces de protesta. Carlos IV recibió ya una iglesia sumisa, a la que pudo confiar la vigilancia de movimientos sediciosos y hasta confiscarle los fondos benéficos mediante el decreto de consolidación (26 de diciembre de 1804). Se comprobó entonces que los eclesiásticos apenas podían vivir con sus sueldos, por lo que recurrían a prestar dinero a interés para redondear sus ingresos. La medida obligó a los clérigos a exigir a sus prestatarios la devolución de los capitales, produciéndose grandes desajustes en el mercado circulante. El decreto se derogó en 1809, cuando se habían recaudado 12 millones de pesos y cuando la Corona había perdido aún más prestigio ante el bajo clero. En lo que respecta a la organización eclesiástica se introdujeron pocas novedades, salvo creaciones de nuevas diócesis y arquidiócesis. A fines de la Colonia había 8 sedes metropolitanas (México, Guatemala, Santo Domingo, Santa Fe de Bogotá, Lima, Charcas, Caracas y Buenos Aires) y 41 sufragáneas. Los Cabildos, compuestos mayoritariamente por criollos, ayudaban a la administración. Las diócesis se dividían en parroquias, que contaban con uno o varios curas cuya aspiración común era llegar a pertenecer al Cabildo capitalino. No pocas parroquias tenían casi todos sus feligreses indios. Los regulares tenían doctrinas en zonas marginales de indios y algunas parroquias urbanas vinculadas a sus conventos. El clero estaba dividido en las dos categorías de secular y regular. El último había perdido importancia frente al primero y además era menor en número. Se calcula que había unos 20.000 religiosos seculares y unos 16.000 regulares. La mayor parte del clero era criollo y había adquirido una buena formación en los seminarios y universidades. Le seguía el clero español y finalmente el mestizo. El clero indígena era muy escaso. Los enfrentamientos de criollos y peninsulares y los problemas derivados de la alternativa (sucesión de españoles y criollos en la administración regular) fueron numerosos. La Inquisición vigilaba el comportamiento de los curas, emprendiendo algunos procesos por falta de castidad o por exceso de granjerías. En realidad, la Inquisición estaba prácticamente en estado de hibernación, y la Corona no se preocupó de reanimarla, ni de suprimirla. Fue utilizada por el Estado para la represión de lecturas perniciosas (enciclopedistas o revolucionarias) o para incoar procesos a curas levantiscos. Las misiones decayeron asimismo, sobre todo después de la expulsión de los jesuitas. La Compañía tuvo 130.000 guaraníes en las reducciones del Paraguay, donde practicó una política de aculturación parcial, y numerosas misiones en los Moxos y Chiquitos (Bolivia), Maynas (Quito) y California. También sobresalieron los franciscanos, a quienes se ordenó cubrir las misiones jesuitas de California (fundaron San Diego, San Francisco y Los Ángeles) y del Paraguay. Tuvieron, además, misiones en el sur de Chile, en los llanos venezolanos y en la Guayana (también hubo aquí capuchinos). Los mercedarios misionaban en Patagonia y Malvinas. Pese a la política regalista, la Iglesia mantuvo un enorme poder económico. Su dependencia del Rey y de los criollos la llevó a dividirse cuando surgió el movimiento independentista, como hemos señalado.
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Las noticias referentes a la primera catedral de León se rastrean a través de la versión pelagiana, de la Crónica de Sampiro. La diócesis de León tuvo su origen en el proceso de reconquista de los territorios meridionales. En el año 860, en un privilegio de Ordoño I (850-886), se menciona la diócesis y al obispo Fruminio I (h. 860-h. 875). Pero el auténtico protector fue Ordoño II (914-924); tras el triunfo sobre los musulmanes en San Esteban de Gormaz, et reversus est rex cum magno triurnpho ad sedem legionensem, trasladó la corte desde Oviedo a León y promovió entusiásticamente el culto en la iglesia principal de Santa María y San Cipriano. El proceso creacional se completó con la legitimación espiritual del templo mediante el traslado de las reliquias de San Froilán, obispo de León fallecido en el año 905, y con la institucionalización del boato palatino de la corte asturiana con su propia coronación como rey. Prosigue Sampiro su "Crónica" con algunas indicaciones, entre las que destaca la dotación de la iglesia; el rey dio al obispo Fruminio II (915-928) un conjunto palaciego construido sobre unas grandes termas romanas, convertidas por Ordoño I en aula regia, su casa con alhajas y otros bienes, junto con las rentas de distintas villas e iglesias repartidas por el territorio legionense. La primera catedral de León respondía al modelo de cabecera tripartita, con capillas dedicadas a Santa María, El Salvador y San Juan Bautista, un pórtico en el que consta la celebración de asambleas a lo largo del siglo X, y el monasterio capitular en el que residía el obispo. Las notas que sintetizan la información emanada de las crónicas, tales como el decidido apoyo real, el boato y la riqueza con que se dotó, el culto a las reliquias, la planimetría basilical y la existencia de un pórtico inducen a plantear la hipótesis de que estamos ante una capilla palatina, heredera de las erigidas por los monarcas asturianos.
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Si la burocracia fue uno de los pilares del Imperio español, el otro fue la Iglesia, cuya estrecha colaboración y alianza con el Estado se configura como una simbiosis que conduce al mutuo reforzamiento, aunque siempre bajo control estatal. La evangelización llevada a cabo por diversas órdenes religiosas fue el aliado indispensable de la conquista y la colonización: proporcionaba el marco ideológico necesario para justificar el papel dominante de los españoles y a la vez permitía ordenar la sociedad de acuerdo con los patrones europeos. En definitiva, evangelización e hispanización fueron sinónimos, de la misma manera que la política eclesiástica fue un aspecto más de la política colonial y, como tal, fue coordinada por el Consejo de Indias. Las relaciones Iglesia-Estado en la América española conocieron diversas modalidades, denominadas Patronato, Vicariato y Regalismo, pero en la práctica nada esencial cambió en esas relaciones a lo largo de la Edad Moderna. En el siglo XVI rige el patronato, basado en las concesiones hechas por la Iglesia a la Corona española en su calidad de patrona, protectora de la fe y fundadora de iglesias en las tierras recién incorporadas. Desde fines del XVI juristas españoles elaboran la teoría del vicariato, según la cual los reyes, en virtud de la propia donación papal, eran una especie de pontífices -vicarios de Cristo- en las Indias y tenían también competencia en materia de disciplina eclesiástica. En el siglo XVIII el regalismo asume ambas posiciones y las convierte en algo civil y no eclesiástico al considerar que los derechos inherentes al patronato y vicariato no se basan en la concesión papal sino que son prerrogativas inalienables de la monarquía, regalías o atributos del poder real absoluto, interpretación que en el fondo buscaba obtener la aplicación en España del patronato indiano. La institución del patronato incluía una serie de privilegios entre los que el más importante era el derecho de presentación, que facultaba al rey-patrono para presentar candidatos a obispos y otras jerarquías eclesiásticas. En 1486 el papa había concedido a la corona de Castilla el patronato en Granada, a punto de ser conquistada, y aunque en las bulas alejandrinas de 1493 no se mencionaba este tema, los reyes aplicaron el modelo granadino y asumieron que al encomendarles la evangelización (fundación de iglesias) en las Indias se convertían implícitamente en patronos de ellas. En la bula Universalis Ecclesiae de 1508 el papa Julio II confirmó esta interpretación y concedió a la Corona de Castilla, a perpetuidad, la organización de la Iglesia en Indias, incluyendo el derecho de presentación. Otras bulas garantizaron el control sobre los diezmos eclesiásticos (décima parte de la producción agrícola y ganadera, que los fieles debían pagar para sostener el culto), mientras la Corona a su vez debía abonar los salarios del clero, construir y dotar catedrales, iglesias y hospitales. Los reyes adquieren autoridad directa sobre la Iglesia indiana, una autoridad que irá aumentando hasta hacerse absoluta, en un grado desconocido en Europa (excepto en Granada). En 1538 se introduce el pase regio o exequatur, según el cual todos los documentos entre el papa y las Indias deben pasar por el Consejo de Indias para recibir la correspondiente autorización. Igualmente el Consejo supervisaba el traslado de religiosos a Indias, a través de las licencias de embarque. Y, desde luego, nunca se permitió la existencia de un nuncio papal en las Indias.
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Si bien el panorama general del feudalismo cubre en mayor o menor medida lo referente al feudalismo eclesiástico, puesto que los mecanismos y resultados de su aplicación en los señoríos de la Iglesia son similares a los del feudalismo laico, conviene abundar en algunas consideraciones exclusivas. La Iglesia estaba integrada plenamente en el sistema feudal de estos siglos, incluso dentro de la propia organización jerárquica e institucional, al menos como tal Iglesia, no como comunidad de creyentes que es el cristianismo. Un claro ejemplo es el del clero alemán, donde arzobispos y obispos estaban sometidos al emperador; situación repetida igualmente en Inglaterra o en Francia, cuando el soberano decidía sobre los nombramientos de prelados para las sedes episcopales más allegadas a la monarquía. Incluso la simonía, tan extendida, permitía remunerar la elección y reservar la sucesión entre los parientes. Y, de cualquier forma, abades y prelados pertenecían con frecuencia al orden nobiliar, estando impregnados por ello del espíritu del feudalismo en su sistema de relaciones vasalláticas y clientelares. Prioratos, colegiatas y capítulos catedralicios solían acoger a miembros de las familias feudales y prosperar al amparo de sus tierras y propiedades sobre las que se levantaban. Sin olvidar que muchos bienes de la Iglesia se convertían en feudos hereditarios íntegros o segregados del total, en unos casos por confiscación y en otros por voluntad de los mismos eclesiásticos. Un caso muy especial era el de aquellos obispos que dominaban sobre la ciudad en la que se asentaba su sede episcopal, obteniendo abundantes beneficios de las regalías, monopolios y derechos explotados señorialmente a través de sus delegados, influyendo en la vida urbana desde una posición de fuerza feudal y moral, acuñando incluso moneda y administrando como lo hiciera el rey o sus funcionarios. Pero, además, los señoríos o dominios del obispo o del capítulo catedralicio se repartían con frecuencia por el entorno o se diseminaban en tierras lejanas recién conquistadas y repobladas para la Cristiandad, como sucedió en España con la Reconquista. En algunas ciudades de Francia, Inglaterra o norte de Italia, condes y señores compartían la jurisdicción con el obispo, cuando no estaban sometidos a su autoridad. Y en Alemania, la necesidad de contar el emperador con los patrimonios episcopales, por la debilidad de las tierras imperiales, convirtió a los prelados en condes, iniciándose el camino hacia la formación de principados-electorales como los de Maguncia, Tréveris y Colonia, o de principados-episcopales como el de Lieja. Esta intromisión del poder feudal en la Iglesia seria fuente de conflictos permanente a raíz de los intentos de la reforma gregoriana del ultimo cuarto del siglo XI, que sentó las bases de la preeminencia de la Iglesia sobre el poder temporal y la condena de los vicios provocados por la contaminación de los clérigos en el disfrute de bienes temporales y responsabilidades públicas mundanas. Se ha dicho que, tras la reforma gregoriana, la Iglesia se convirtió en un movimiento de contestación al régimen feudal, pero ello no fue exactamente así. Una cosa es que se relajara la presión laica sobre ella y se evitara la intrusión en la elección de los cargos, y otra que se apartara -lo que no hizo, evidentemente- del orden feudal que sus mismos ideólogos y propagandistas sostuvieron en su mayor parte hasta el final del medievo. En realidad, de la reforma surgió un movimiento de reclamación de las iglesias y bienes usurpados a la Iglesia por los poderes laicos y un espíritu nuevo de vuelta a la separación de los dos poderes, temporal y espiritual, sin renunciar el Papa a su primacía por encima, incluso, del emperador: teocracia pontificia. Pero dentro de la Iglesia, tanto los monasterios, como los obispados o los dominios de las órdenes militares, que en la Península Ibérica fueron extensos y poderosos por haber colaborado en la Reconquista y haberse asentado en las tierras nuevas como brazo defensivo de la monarquía, aplicaron un régimen de explotación de la tierra similar al del orden feudal de los laicos. Los cistercienses, por ejemplo, intentaron en principio administrar y trabajar por sí mismos sus dominios y acabaron cediéndolos a campesinos que laboraron sus granjas. En este caso, y como escribe I. Alfonso al respecto, "las relaciones de dominación y subordinación estuvieron presentes en la organización de la producción en los dominios cistercienses, y en su economía implicó también coerción y dominación señorial" Coerción y dominación señorial que la Iglesia en general aplicó a la explotación de sus recursos rurales y urbanos, y que en algunos casos originó revueltas, actuaciones criminales y represiones.
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La vida intelectual de la Europa de la Alta Edad Media es inseparable de ciertos proyectos de reforma religiosa que habían de afectar a todos los sectores reconocidos de la sociedad del momento. Que los resultados no hayan sido del todo satisfactorios no debe restar otro mérito: muchas de las medidas de Carlomagno y sus colaboradores serán precedente y referencia obligada para ambiciosos programas de épocas posteriores. J. Paul ha destacado recientemente que "el orden político e ideológico carolingio entrañaba una estrecha imbricación entre Iglesia y sociedad incluso en los más mínimos detalles". Los afanes ordenancistas de Carlomagno en los terrenos político o económico se extendieron también al ámbito religioso en el que con frecuencia actuó de forma despótica. Si en el campo de la política Carlos era el restaurador del Imperio Romano en el Occidente sobre pautas esencialmente cristianas y con la complicidad del Pontificado, en el campo de la liturgia ocurrió otro tanto. Las reformas uniformizadoras de los rituales y su romanización frente a los particularismos regionales fueron resultado de los deseos de Pipino el Breve y sobre todo de su sucesor que contó para ello con la inapreciable colaboración del papa Adriano. El Hadrianum, elaborado hacia el 785 sobre libros anteriores, habría de convertirse en pieza básica para todas las reformas litúrgicas ulteriores. ¿Subordinación de los intereses eclesiásticos a los proyectos de reforma político-religiosa de los carolingios y sus epígonos? La respuesta requiere múltiples matices acordes con la propia evolución de los acontecimientos.
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El Cristianismo penetró en Nubia en el siglo V procedente de Egipto, produciéndose una lenta y gradual conversión de los habitantes de la zona, retardada en parte por las disputas y rivalidades internas de la Iglesia oriental, ya que el clero ortodoxo de Bizancio era mayoritariamente melquita, mientras que el ortodoxo de Egipto o copto siguió el monofisismo. Estas diferencias se hicieron patentes en los distintos reinos nubios, ya que mientras el de Nobatia, situado al Norte, con capital en Faras, fue convertido por el misionero monofisita Julián, y algo parecido sucedió con el de Alodia, situado al Sur; en medio de ambos, el Reino de Makuria, con capital en Dongola, abrazó el credo ortodoxo bizantino. A partir de la conquista árabe de Egipto, los tres reinos nubios quedaron aisladas del resto del mundo cristiano, pasando al monofisismo y convirtiéndose en una extensión de la cultura copta. Los reinos cristianos nubios pudieron resistir el empuje del poder islámico de Egipto, entre otras cosas por su posición alejada de las centros de decisión de las diferentes dinastías que dominaron Egipto, y también al mantenimiento de las relaciones comerciales (Nubia poseía una próspera agricultura de regadío, ganadería y una cierta producción minera), pero sobre todo a la tolerancia inicial del Islam. Las siglos mas florecientes de esta cultura cristiana fueron del VII al XI, como lo demuestran las grandes iglesias y los frescos encontrados en Faras, capital del Reino de Nobatia, que actualmente pueden admirarse en el Museo Nacional de Varsovia. En Abisinia, el Reino de Aksum desarrolló de las civilizaciones más prestigiosas del Africa nororiental, que después fue continuada por la de Etiopía. Los orígenes de ambas hay que buscarlos hacia el 400 a. de J.C., cuando la llegada de colonos procedentes del sudoeste de Arabia, mezclados con los habitantes agricultores y ganaderos de la zona, desarrolló una cultura urbana que conoció la escritura, y de la que se formó en el siglo I de nuestra era el Reino de Aksum, nombre que proviene de su capital, situada en el actual territorio etíope. Con un importante puerto comercial en Adulis, al sur de la actual Masaua, el Reino de Aksum se convirtió en la potencia dominante de la región, gracias a sus fuertes vínculos con Arabia y con sus vecinos africanos, lo que le permitió desarrollar un importante comercio con el noroeste de la India. Aksum monopolizó en cierta manera el comercio del marfil del valle del Alto Nilo. Entre los siglos III y VIII los reyes aksumitas acuñaron monedas de oro y bronce, gracias a las cuales conocemos 23 de ellos. Según la tradición el Cristianismo fue aceptado por el rey Ezana (320-350), que según parece se convirtió en el 340, aunque hoy en día se cree que la citada conversión no tuvo lugar hasta casi un siglo más tarde, en 425. El rey Ezana nacionalizó la cultura de su Estado en beneficio de la herencia etíope, divulgando la escritura gheez, basada en la de los sabeos. El Reino cristiano de Aksum jugo un papel muy importante como aliado de Bizancio, que le empujó a conquistar el Yemen y a amenazar La Meca, justo en el preciso momento en que los árabes ponían por vez primera sitio a Constantinopla. Pero el empuje islámico fue reduciendo a partir del siglo VIII su hegemonía comercial en el mar Rojo, obligando a los aksumitas a extenderse hacia el Sur por territorio etíope, y a ir consumiéndose lentamente a lo largo de casi tres siglos. Finalizado el reino cristiano de Aksum, hacia 1100, aproximadamente, surgió un nuevo reino, más al Sur, en la zona montañosa conocida con el nombre de Lasta, al este del lago Tana, en el mismo origen del Nilo Azul. Este nuevo reino gobernado por una dinastía conocida como Zagüé, conservó características propias de la civilización aksumita, como las grandes construcciones en piedra, una escritura derivada del antiguo alfabeto sabeo, y una serie de iglesias labradas en la roca viva conservadas en su capital, Lalibela. Es sin duda el precedente más inmediato de la actual civilización etíope que se debió iniciar hacia 1250, cuando los amharas de Shora arrebataron el poder a la realeza zagüé y crearon un nuevo reino en las llanuras que se extienden al sur del curso superior del Nilo Azul. Este nuevo reino amhara tuvo que superar duras pruebas para sobrevivir rodeado enemigos, ya fuesen musulmanes en el Norte y en el Este, o de pueblos animistas en el Sur y el Sudoeste. A mediados del siglo XIII con la subida al trono de Yekumo Amlak, la dinastía se atribuyó la condición de descender de Salomón y la reina de Saba, renovando los vínculos con el patriarca de Alejandría, reconocido como cabeza del clero etíope, en medio de una poderosa estructura teocrática afianzada la erudición eclesiástica, todo ello a la vez que aparecía una especie posterior de feudalismo. El Negus, o emperador de Abisinia, al ser cristiano y controlar un reino lejano y situado tras el mundo islámico será identificado por muchos autores occidentales del siglo XIV como el legendario Preste Juan de las Indias. La llegada de los portugueses en 1541 a este reino ayudó a salvarlo del cada día más estrecho cerco musulmán, justo en el momento en que se había creado la leyenda de que Menelik, el hijo de Salomón y la reina de Saba, había sido el primer monarca etíope, realidad que queda muy limitada en todas las fuentes anteriores al 1500.
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A la hora de estudiar los edificios mendicantes es frecuente enumerar ciertos elementos que se consideran privativos o característicos de esta arquitectura, diferenciándola así de otros edificios góticos. A este respecto se citan la pobreza de materiales, que se encuentra en sintonía con el espíritu de austeridad de estas órdenes, el tipo de fachada severa, el ábside poligonal rasgado por amplios ventanales apuntados, la ausencia de decoración, etc. El análisis formal de las fábricas mendicantes nos lleva, sin embargo, a afirmar que las soluciones que presentan estos edificios son análogas a las construcciones góticas, no hallando en ellos ninguna solución planimétrica o estructural novedosa respecto a los edificios contemporáneos. Ya hemos tenido ocasión de comentar con anterioridad que los frailes mendicantes no crean una arquitectura propia, sino que su gran capacidad de adaptación les lleva a asimilar las técnicas y tradiciones constructivas de la zona donde se asientan y a aplicarlas en sus edificios, producto muchas veces de la contratación de talleres locales. En función de ello las iglesias variarán no sólo según las distintas naciones, sino incluso dentro de éstas dependiendo de la zona geográfica donde estén enclavadas, peculiaridad ésta que no sólo afecta al caso hispano sino también al resto de la arquitectura europea. En el ámbito hispano, los tipos planimétricos más utilizados son los edificios de cruz latina y los de una nave rectangular con capillas entre los contrafuertes. La primera variedad templaria encuentra su máxima aceptación en Galicia, con irradiaciones en Asturias y, dentro del marco peninsular, también Portugal se inclina por la adopción de esta tipología. Dentro del esquema general se observan, sin embargo, variantes atendiendo fundamentalmente a la organización de las cabeceras. Así encontramos edificios con un solo ábside poligonal (San Francisco de Vivero), con tres capillas poligonales en la cabecera, la central más grande que las laterales (San Francisco y Santo Domingo de Lugo, San Francisco de Pontevedra, San Francisco de Orense, San Francisco de Oviedo) y, por último, los que presentan tres capillas igualmente en la cabecera, siendo en este caso la central poligonal y las laterales rectangulares (San Francisco de Betanzos, San Francisco de La Coruña y San Francisco de Ribadeo). En algunos casos, aplicables exclusivamente a iglesias dominicas (Santo Domingo de Pontevedra, Santo Domingo de Lugo y Santo Domingo de Tuy) se opta por la iglesia de tres naves y cinco ábsides. El modelo que vemos triunfar en suelo gallego presenta indudables concomitancias con el de la casa madre, la basílica de San Francisco de Asís. Este templo está compuesto por dos iglesias superpuestas, ambas con planta de cruz latina: la inferior, todavía dentro de la tradición románica y concluida en 1253 y la superior, totalmente gótica, que no tomó cuerpo hasta 1240. El modelo, sin embargo, sirvió de inspiración a un número importante de edificios entre los que hay que citar las iglesias de Santa Clara de Asís, San Francisco de Perugia, San Francisco de Viterbo, etc. En cuanto a la segunda tipología templaría, se encuentra bastante dispersa por el ámbito hispano, extendiéndose fundamentalmente por Cataluña, Valencia, Mallorca y Aragón. El modelo, sin embargo, no queda restringido al marco peninsular, sino que con igual profusión se observa su aparición por toda la Francia meridional, así como Italia, zonas éstas que, a raíz de la política expansionista catalana durante los siglos XIII y XIV se vieron estrechamente relacionadas desde el punto de vista artístico, cultural y político. Las únicas variaciones posibles se localizan en las cabeceras, que pueden presentar ábside poligonal (San Francisco y Santo Domingo de Barcelona, San Francisco y Santo Domingo, ambos, de Gerona, San Francisco de Montblanc, San Francisco de Teruel, San Francisco de Calatayud, San Francisco y Santo Domingo de Palma de Mallorca, Santo Domingo de Puigcerdá, etc.), o bien rectangular (San Francisco de Vilafranca del Penedés y Santo Domingo de Tarragona). En cuanto a los elementos estructurales que presentan nuestros edificios, sus soluciones son análogas a las del resto de las fábricas góticas. Las fachadas siguen modelos severos y sencillos similares a los que se observan en los edificios más simples y modestos del siglo XIII. Al igual que en aquellos, suelen aparecer definidas por dos grandes contrafuertes prismáticos y se dividen en dos cuerpos, en el superior se abre un vano, una ventana amainelada o un rosetón, acercándose así más a los modelos parroquiales. En la zona inferior se abre la puerta de acceso al templo. Son éstas de una gran simplicidad y, salvo en contadas ocasiones, se observa una ausencia total de decoración esculpida. La adopción casi generalizada en las iglesias mendicantes del ábside poligonal, habitual por otro lado en los templos góticos del momento, configura un tipo muy peculiar de cabecera presidida por la esbeltez y elegancia de líneas. En efecto, estos ábsides se configuran mediante cinco, seis o siete paños delimitados por gruesos contrafuertes de estructura prismática y escalonada y quedan horadados por grandes vanos apuntados y amainelados. En cuanto al interior de los templos, la mayor originalidad se localiza fundamentalmente en el sistema de cubrición. Este puede adoptar dos modalidades: la techumbre de madera descansando sobre arcos transversales y la bóveda de crucería. La primera modalidad se encuentra extendida por toda la geografía peninsular, encontrándose manifestaciones de la misma en edificios mendicantes catalanes (San Francisco de Montblanc, San Francisco de Morelia...), gallegos (San Francisco de Betanzos, San Francisco de Orense...), e incluso navarros (San Francisco de Sangüesa, San Francisco de Corella...). El procedimiento de cubrir grandes superficies mediante arcos transversales de piedra y su posterior cerramiento con techumbres de madera no es ni mucho menos una solución atribuible a las órdenes mendicantes. L. Torres Balbás tuvo ya ocasión de demostrar los remotos orígenes de esta técnica y las últimas publicaciones sobre el tema apuestan por la primacía de Oriente en la utilización del sistema, si bien la adopción del mismo por la Roma Imperial fue un factor determinante para su posterior difusión. En efecto, el sistema se extendió rápidamente por toda Europa occidental, invadiendo zonas intensamente romanizadas (Lombardía, Galia mediterránea, Cataluña, etc.). El método debió de utilizarse igualmente en la arquitectura doméstica, haciendo que éste perdurara durante el período de tiempo durante el cual no tenemos constancia de su utilización en edificios religiosos. El método, qué duda cabe, presentaba indudables ventajas técnicas para nuestros frailes: disminuía los costos de la obra, localizaba perfectamente los incendios tan frecuentes en la Edad Media, permitía cubrir grandes espacios y posibilitaba, por la perfecta acústica que creaba en el interior del templo, que la voz del predicador llegara con toda diafanidad a los fieles. En ocasiones se ha considerado que los mendicantes ejercieron un papel decisivo en la propagación de esta solución arquitectónica. Como hemos tenido ocasión de comentar con anterioridad, el sistema contaba ya con precedentes desde época muy antigua. Quizá -y en este sentido es en el único en el que se puede hablar de aportación-, lo que hicieron los frailes fue dignificar el sistema, en el sentido de que lo aplicaron a sus iglesias y no sólo a las dependencias funcionales como habían hecho los monjes, los cuales prefirieron reservar para la casa de Dios la cubierta lígnea. De esta manera, los mendicantes contribuyeron a la popularización de esta solución y, lo que puede ser más interesante, su masiva utilización en el espacio sagrado.
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Ahora bien, para entender la arquitectura que nos ocupa es necesario igualmente tener presente la enorme importancia que adquiere el factor social, consecuencia directa del tipo de vida buscada y querida por los frailes, pero producto igualmente de otros factores derivados, en última instancia, del momento histórico vivido. Para comprender mejor lo que decimos es necesario insistir en un aspecto que venimos reiterando a lo largo de estas líneas: la idea de que la irrupción en el panorama religioso de las órdenes mendicantes va a llevar inherente la llegada de aires nuevos al cargado ambiente religioso bajomedieval. Era necesario renovar los aires, no cambiar las estructuras preexistentes. Así lo entendieron nuestros frailes, y lo entendieron no sólo en el aspecto ideológico, sino también a la hora de plasmar de una forma material su nueva religiosidad, es decir, su arquitectura. De igual forma que la vida contemplativa dio paso a la vida activa, o el monje cedió su puesto al fraile, en el terreno artístico, el convento, frente al monasterio, pasó a convertirse en la imagen visual de la nueva religiosidad. Para ello era fundamental infundir a este nuevo símbolo parlante unas características propias que mostrarán al fiel una nueva forma de vivir la religiosidad, basada sobre todo en la pobreza. Al igual que ocurre en otras congregaciones religiosas, en la arquitectura mendicante la iglesia es, sin duda alguna, la parte más importante del recinto conventual, siempre la primera en erigirse, máxime en unas órdenes, como las mendicantes, en las que la vida claustral carece de importancia. Ahora bien, en este momento asistimos a un cambio radical en relación al concepto y finalidad del espacio eclesial en relación a tiempos pasados. En efecto, con la llegada de los frailes el templo deja de ser el espacio cerrado, reservado únicamente para las actividades litúrgicas de monjes y conversos, y para ellos jerárquicamente compartimentado, y abrirá sus puertas a todos aquellos que quieran acudir. Ello implica la creación de un nuevo espacio eclesial, organizado en dos ámbitos perfectamente diferenciados: la cabecera y la nave, cuya funcionalidad es necesario conocer. La cabecera, junto con la fachada occidental, es la zona que adquiere más relevancia en los templos mendicantes al concentrar el interés místico y litúrgico. Es el lugar de la consagración, pero es, sobre todo, el de reunión de los frailes cuando asisten al acto litúrgico. Ello explica la constante preocupación por parte de los arquitectos por ampliar el espacio coral. Esto hace que a nivel arquitectónico se ponga un acento especial a la hora de concebir esta parte del templo, aplicando recursos estructurales más vanguardistas frente a la inercia constructiva con que tradicionalmente se conciben las naves. Este hecho se proyecta, por un lado, en el abovedamiento y, por otro, en el factor luz. Por lo que respecta al primer punto, hay que decir que la tradición arquitectónica cristiana había incidido desde los primeros momentos en la cabecera como la zona más privilegiada del edificio religioso. Esto que hasta entonces había sido sólo costumbre, se convierte en valor de norma con los mendicantes al dejarlo claramente estipulado en sus disposiciones legislativas, como hemos tenido ocasión de ver con anterioridad. En cuando al factor luz, es evidente que frente a la nave, oscura por excelencia, el ábside, con los paños rasgados por grandes ventanales apuntados es, junto a la ventana o el rosetón de los pies, el único foco que directamente inunda de claridad natural el interior de los templos. La no aceptación de vidrieras historiadas en los edificios, excepto la vidriera principal, nos sumerge en una mística distinta. Una estética que opta por permanecer al margen de las grandes corrientes de la época y, frente a la luz tamizada, irreal, que llena el espacio de las grandes catedrales e inspira a los grandes pensadores, apuesta por una luz directa, diáfana, dirigida, una luz que inunda el espacio sagrado de armonía y claridad natural. Llegados a este punto es conveniente justificar algunos aspectos formales que se observan tras el análisis de las cabeceras de los templos mendicantes. En efecto, si se comparan éstas con las de sus predecesores inmediatos, los monjes cistercienses, se constatará el reducido número de capillas en esta parte del templo en contraposición a la preocupación constante de los cistercienses por ampliar el número de estancias en la zona de la cabecera y presbiterio. La respuesta a este hecho no puede ser más lógica. La función crea el órgano y, en lo que respecta a los monjes, la proliferación de estancias en esta parte del templo venía justificada por la normativa de que sólo podía oficiarse una misa diaria en cada altar. En el caso de los frailes, no se constata en absoluto este precepto litúrgico, es más, casi se prohíbe. En este sentido resulta de sumo interés traer a colación un escrito de san Francisco dirigido poco antes de su muerte al Capítulo general y a todos los frailes de la orden, manifestando que: "En los lugares donde moran los frailes se celebra una sola misa al día (...) mas si en algún lugar hubiere muchos sacerdotes, con amor de caridad el uno esté contento oyendo la misa del otro". Vemos, pues, cómo frente al ceremonial benedictino, los frailes mendicantes optan por la no dispersión del acto litúrgico; de ahí su nuevo concepto de cabecera. En cuanto a las naves, el análisis formal de los templos nos permite concluir que el modelo preferentemente utilizado es el de nave única -habitual sobre todo en conventos franciscanos-, raramente tres -esta tipología se aplica sobre todo en algunos conventos dominicos- y más inusualmente dos. Ante tal evidencia podemos cuestionarnos el porqué de la elección de esta tipología. Es obvio que la inclinación de nuestros frailes a la iglesia de nave única suponía una ruptura con la tradición monástica anterior y, sobre todo, con su directa predecesora, la orden cisterciense que, salvo en contadas ocasiones -tal es el caso de los cenobios femeninos- optó siempre por la planta basilical. Este hecho tiene su justificación en la nueva finalidad que a partir de ahora comienza a adquirir el espacio sagrado. Ya hemos dicho anteriormente que con la llegada de los frailes el templo deja de ser el espacio cerrado reservado para la actividad litúrgica de monjes y conversos y abrirá sus puertas a todos los fieles. Ello implica lógicamente la creación de un ámbito arquitectónico distinto. ¿Qué elementos serán pues los que condicionarán a partir de ahora el espacio eclesial? La nave del templo mendicante centrará a partir de ahora su atención en dos focos principales: el predicador ubicado en el púlpito y el oficiante en el altar, a quienes los fieles ya no sólo se contentaban con oír, sino que además y de forma preferente era necesario ver. En virtud de estos planteamientos, es evidente que la iglesia basilical ya no resultaba útil para sus fines al crear un espacio interno demasiado fraccionado y necesitado de apoyos intermedios. La nave única, exenta totalmente de obstáculos y con la visibilidad permitida desde cualquiera de sus ángulos, constituía sin duda alguna la tipología planimétrica idónea, de ahí su preferente utilización en el caso de la Península. Ahora bien, es importante dejar claro que no sólo con fines de predicación se conciben las iglesias de los conjuntos mendicantes. En efecto, la constante -casi obsesiva- preocupación del hombre medieval por la futura suerte de su alma y la mutación de los usos sociales a raíz del imparable deseo de fama e inmortalidad, nos lleva a introducirnos en una nueva dimensión del edificio mendicante: la funeraria. En efecto, durante el momento que nos ocupa, la posibilidad de enterramiento bajo el techo sagrado, limitada en principio a gentes de cierta calidad, comienza a hacerse extensible a toda la sociedad, al mismo tiempo que se afianza el derecho a la libre elección de sepultura. Ello hizo que en la temprana Baja Edad Media, los monasterios benedictinos, primero, y los cistercienses, después, ejercieran una especial atracción sobre los moribundos que, a partir de ahora, optarán por enterrarse en los recintos monásticos frente a las parroquias. Ahora bien, esto que en principio fue un fenómeno un tanto aislado, se agudizará a principios del siglo XIII cuando las órdenes conventuales suplanten a las de claustro. Es entonces cuando el pontífice Bonifacio VIII autoriza a franciscanos y dominicos la posibilidad de conceder sepultura en sus iglesias a quienes en vida lo hubiesen solicitado, hecho que se convertirá en uno de los principales caballos de batalla en su relación con el clero parroquial. Este deseo de recibir sepultura en el interior de los recintos conventuales se manifiesta, desde el punto de vista arquitectónico, en la proliferación dentro del espacio sagrado de pequeñas capillas o multitud de sarcófagos. Son estos pequeños microespacios donde el fiel se aleja del tráfago para recogerse, intimar con la divinidad o sentirse más cerca de los seres queridos, ya ausentes. Pasando a considerar los aspectos exteriores del templo, cabe llamar la atención sobre la fachada occidental de los mismos, elemento que adquirirá una nueva dimensión con la llegada de los frailes. En efecto, frente a las iglesias cistercienses donde, al no estar previsto el acceso de los fieles al interior de los mismos, éstas carecían totalmente de razón de ser, en los edificios mendicantes, por contra, se desarrollan con gran protagonismo. Este nuevo concepto de fachada occidental, justificado por ser un elemento de atracción de fieles, hace que desde el punto de vista arquitectónico se tienda a poner el acento sobre las mismas utilizando para ello recursos estructurales o decorativos tendentes, en cualquier caso, a realzar su protagonismo. De igual modo, los campanarios, elemento de reclamo de los fieles y nota novedosa de la arquitectura conventual frente a la monástica donde, de forma expresa, se prohibe la construcción de los mismos, contribuyen a afianzar la función social de nuestros edificios, convirtiéndose además en nota característica de los mismos.
contexto
Volviendo al corazón del Imperio, interesa detenernos en el tipo de iglesia monástica, pues es sabido que sirvió de modelo a las organizaciones parroquiales y episcopales. Nunca era demasiado grande y muchas veces era pequeña, porque no había de servir a un público numeroso -en el siglo XI, una congregación de más de ocho miembros se consideraba grande- y desde el punto de vista de la jerarquía eclesiástica, la tendencia era más bien a construir numerosos santuarios de ámbito menor. Paralelamente, el ritual oriental favoreció cada vez más las iglesias pequeñas. La evolución de la liturgia en Oriente había asignado la naos casi exclusivamente al clero, mientras que los fieles se colocaban en los pórticos laterales, en el nártex o a cielo abierto, como todavía se hace hoy en Grecia. Esta idea se veía reforzada por el papel asignado a la decoración figurada, concebida para ser expuesta dentro del espacio más reducido posible. Santa Sofía era tan enorme que muchos de sus detalles eran invisibles para los fieles situados a nivel del suelo. Desde allí no podían ver la tribuna con sus retratos imperiales; y las figuras en mosaicos de obispos canonizados, representadas en lo alto de los muros norte y sur, debajo de la cúpula, aun siendo colosales, sólo serían claramente visibles para quien tuviera muy buena vista. Baste recordar a este respecto que la Theotokos de Hosios Lukas o la Fenari Isa Camii de Constantinopla, cuentan con una superficie interna de 115 metros cuadrados cada una de ellas, cuando la de Santa Sofía de Salónica mide casi 900 metros cuadrados; incluso una de las consideradas más grandes, el katholikon de Hosios Lukas, sin incluir el nártex, no llega sino a los 270 metros cuadrados. Así pues, lo pequeño, lo íntimo, lo sutil, son conceptos fundamentales en la arquitectura bizantina de esta etapa que supo encontrar, al margen de otros experimentos, el tipo de planta adecuada para expresarlos: la denominada planta de cruz inscrita. La estructura de esta planta es como sigue: una cruz de brazos iguales se inscribe en un cuadrado. La intersección de los brazos está coronada por una cúpula cuyos empujes laterales se contrarrestan con bóvedas de cañón o semicúpulas en los brazos de la cruz, mientras, a su vez, los empujes de éstas quedan absorbidos por los muros que se ciñen los cuatro tramos de esquina, alojados en los ángulos de la cruz. El resultado era un edificio de admirable lógica geométrica -Runciman-. Empujes y contraempujes se controlaban unos a otros. No había necesidad de contrafuertes y la propia cúpula podía sostenerse sobre cuatro esbeltos pilares, incluso sobre columnas, dejando el interior completamente diáfano gracias, además, a la colocación del ábside y las dos cámaras que lo flanqueaban en el muro oriental, equilibrado con la ayuda del nártex en el lado occidental. Se ha querido ver el origen de este tipo en la Nea Ekklesia, como la llamó significativamente su mecenas Basilio I. Consagrada en el año 880, desapareció en el siglo XV, pero las descripciones medievales permiten hacernos una idea de su extraordinaria belleza. La "Vita Basilii", escrita y supervisada por Constantino VII, relata cómo el emperador "ofreció a Cristo, el Novio inmortal, esta iglesia, adornada como una novia con perlas y oro, con plata brillante, con variados mármoles de tonos distintos, con composiciones de teselas de mosaico y vestida de teselas de seda. Su techo, que consiste en cinco cúpulas, resplandece con el oro y con las imágenes, bellas como las estrellas, en tanto que el exterior está decorado con cobre que parece oro. Los muros, a cada lado, están embellecidos con costosos mármoles de muchas tonalidades, mientras que el santuario está enriquecido con oro y plata, piedras preciosas y perlas. La pantalla que separa el santuario de la nave, incluyendo las columnas que forman parte de él y el dintel que está sobre ellas; los asientos que están en el interior -del santuario- y los peldaños que están delante de ellos, y las mismas mesas santas, todo está cubierto de plata bañada de oro, de piedras preciosas y perlas costosas. En cuanto al pavimento, parece estar cubierto con telas de seda de artesanía sidonia: ya que hasta ese punto ha sido adornado por completo con lajas de mármol de colores distintos, encerrados por franjas de teselas de aspecto variado, unidas con gran perfección y llenas de elegancia". Continuando la lectura del texto, puede colegirse que la naos estaba precedida por un atrio en cuya zona abierta había dos fuentes y cuyas paredes estaban revestidas de mármol. Dos pórticos, con columnas y bóvedas de cañón, corrían junto a los costados de la iglesia y se extendían por detrás, cerrando un largo patio que llegaba hasta el campo de polo del palacio. La Nea, admirada por todos, estaba destinada a ejercer una influencia duradera. No es extraño pues que en Constantinopla, una media docena de iglesias, entre los años 900 y 1200, muestren afinidad con ella, tanto en la planta como en el estilo y detalles. Así ocurre en la iglesia del lado norte del monasterio de Lips -Fenari Isa Camii- erigida por el patricio Constantino Lips y consagrada el año 907 en presencia del emperador León VI; lo mismo cabe decir de la Myrelaion -Bodrum Camii- identificada como recinto funerario de Romano I Lecapeno y construida hacia el año 920. Ambos edificios son pequeños -la naos de la Bodrum Camii mide 10,50 por 8,80 metros y 13 por 9,50 metros la Fenari Isa- y todas las partes se comunican entre sí mediante altos arcos o puertas abiertas en nichos. El acabado es sólido, sutil y variado. El tambor central y los tambores ciegos en los tramos de las esquinas, dan vida a la silueta exterior; las cornisas son vigorosas, los nichos y absidiolos se curvan con delicadeza y las ventanas varían de óculos a vanos simples, dobles o triples. Casi toda la decoración ha desaparecido, pero los restos conservados ponen de manifiesto su extraordinaria riqueza y calidad. Se han conservado algunas placas del revestimiento de mármol de las paredes de Fenari Isa, que junto a los elementos esculpidos, labores de terracota -de aquí procede el icono de Santa Eudoxia- y azulejos esmaltados reflejan el carácter culto y refinado del arte de esta época. Vestigios de mosaicos son todavía visibles en las bóvedas de la Bodrum Camii. El atractivo de este tipo hizo que fuese adoptada como modelo para la Panagia Chalkeon, dedicada en 1029 a la Madre de Dios y la primera iglesia de esta época conservada en Salónica. Hecha de ladrillo, los muros externos están fuertemente acentuados por pilastras, ménsulas y contrafuertes semicilíndricos que recuerdan los de la Bodrum Camii. Ahora bien, los muros, en lugar de abrirse en grandes vanos arcados como en Constantinopla, están calados por pequeñas ventanas siguiendo el uso griego y la fachada tiene una poderosa articulación: tres arcos enormes arrancan de semicolumnas, abrazando las ventanas altas y bajas de la tribuna del nártex. Por último, los cimborrios de tres cúpulas sobresalen por encima de los tejados. También fue importada la planta de cruz griega inscrita para la iglesia de la Theotokos del monasterio de Hosios Lukas en la segunda mitad del siglo X; se le añadieron elementos propios y el resultado fue un prototipo que iba a moldear durante largo tiempo la arquitectura bizantina media en Grecia. Recuérdese el tratamiento que recibe el exterior, de notable riqueza y colorido, aunque las líneas interiores siguen siendo sencillas y las paredes delimitan claramente el interior con ventanas escasas y estrechas.
contexto
En los siglos VIII al XI se produjo la definitiva maduración de la Iglesia ortodoxa griega en torno a la autoridad del patriarca de Constantinopla. Los otros patriarcados orientales reconocidos en el Concilio de Calcedonia del año 451 (Alejandría, Antioquía, Jerusalén), habían perdido importancia después de entrar sus territorios en el dominio islámico, y las relaciones con Roma eran lejanas, aunque todavía frecuentes, al estar situada la ciudad, desde el punto de vista bizantino, en la periferia del mundo civilizado, y el Papa mas atento a lo que ocurría en las nuevas cristiandades occidentales aunque todavía, mientras duró el dominio imperial en el exarcado de Ravena, varios Papas fueron de origen griego o sirio. El episcopado griego reconocía al obispo de Roma un primado de honor pero entendía que las decisiones doctrinales y disciplinarias debían de ser tomadas por los patriarcas conjuntamente o en el concilio general, y nunca abandonó lo esencial de esta postura, incompatible con el auge del primado romano y con su evolución desde la segunda mitad del siglo VIII. Roma, por su parte, no estaba dispuesta a aceptar el predominio imperial cesaropapista a que estaba sujeta la Iglesia ortodoxa: sólo entendiendo estas diversidades profundas de puntos de vista se puede comprender la razón de las grandes querellas que acabaron separando a las dos iglesias, más, incluso, que sus divergencias en algunas definiciones dogmáticas y usos litúrgicos, aunque a través de ellas se manifestaban maneras distintas de entender la religiosidad: uso de lenguas diferentes, calendarios litúrgicos y, en parte, santoral específicos, sensibilidad especial respecto al culto a las imágenes, cánones también diversos -por ejemplo los establecidos en el llamado concilio quinisexto (año 692), que Roma no reconoció por no haber intervenido en él pero que son "una de las bases esenciales del Derecho canónico bizantino" (Ducellier) en cuestiones importantes, tales como el celibato sacerdotal-. De hecho, los últimos concilios llamados ecuménicos, porque estaban presentes en ellos legados del Papa romano, que se celebraron en Oriente fueron los de Nicea en el año 787 y Constantinopla en el 869, este último después de restañarse la ruptura producida por el enfrentamiento entre el patriarca Focio y el papa Nicolás I. En lo sucesivo, la Iglesia griega y las que se crearon a partir de ella se organizaron mediante sus propios concilios o sínodos.