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El máximo interés de Napoleón era lograr la intervención de España en Portugal, el inveterado aliado de Inglaterra. Para lograr ese fin, al que era reticente Carlos IV por motivos familiares, ya que el rey portugués era su yerno, Bonaparte contaba con la ambición personal del Príncipe de la Paz y con la presión diplomática que podía ejercer a través del embajador de Francia en Madrid, su hermano Luciano. Godoy no había olvidado que su negativa a atacar Portugal en 1798 había contribuido a su sustitución por Saavedra-Urquijo, y las intimidaciones de Napoleón eran continuas y harto explícitas, como testificaba en su correspondencia José Nicolás de Azara, reintegrado a la embajada de París desde finales de diciembre de 1800. En una de sus cartas, Azara se hacía eco del tono de la amenaza transmitida por Napoleón en una de sus conversaciones: "Es posible pues, me dijo, amigo Azara, que sus amos de Vm. estén tan cansados de reinar, que quieran exponer su trono provocando una guerra cuyas resultas pueden ser las más funestas". Godoy y Luciano convencieron a Carlos IV que una guerra rápida con Portugal sería beneficiosa para la familia real portuguesa y que, incluso, podría colaborar así a salvar el trono luso, pues al liberarlo de su alianza con Inglaterra se impedirían los planes napoleónicos de situar en Lisboa a un monarca satélite de París. Godoy, nombrado generalísimo en enero de 1801, anunció que atacaría Portugal si éste no cumplía rápidamente dos condiciones, expuestas a modo de ultimátum: la ruptura de relaciones con Inglaterra, con el consiguiente cierre de los puertos portugueses a la flota británica; y la cesión de una parte del territorio portugués a los españoles hasta que los ingleses devolvieran la isla de Trinidad a España y la de Malta a Francia. El 27 de febrero de 1801 se efectuó la declaración de guerra, aunque los combates no se iniciaron hasta mediados de mayo, dado el escaso interés español a causa del cambio de gobierno en Inglaterra. Pitt fue sustituido por Addington, lo que abría la posibilidad de negociar con los nuevos responsables de la política inglesa, esperanzas de negociación que desaparecerían caso de atacar Portugal. Es por ello por lo que en el mes y medio posterior a la declaración de guerra la campaña se limitó a dificultar la entrada de buques británicos en los puertos portugueses, pues el propósito prioritario de Carlos IV seguía siendo separar a Lisboa de la órbita de Londres o, al menos, obligarla a la neutralidad, ímpidiendo así que sus puertos sirvieran de refugio a la flota británica. El 19 de mayo se realizó un ataque español limitado. Fue una contienda brevísima, conocida como la Guerra de las Naranjas, por el envío a la reina de un obsequio consistente en un ramo de naranjas portuguesas, objeto de chanza por parte de la oposición a Godoy, que divulgó sátiras más o menos ingeniosas, pero todas malévolas, sobre las relaciones entre el ministro y María Luisa. Tras la toma por los españoles de la ciudad de Olivenza, muy próxima a la frontera extremeña, dos semanas después se iniciaron conversaciones de paz, que finalizaron al poco tiempo con el Tratado de Badajoz, firmado el 8 de junio, por el que Portugal aceptaba cerrar sus puertos a los navíos ingleses, cedía Olivenza a España, tomando el curso del Guadiana en aquella parte como frontera natural entre los dos países, y a Francia un territorio al este de la Guayana, entre Oyapock y el Amazonas, y se comprometía a firmar con la República un tratado comercial y a pagar indemnizaciones por valor de 15 millones de libras. El resultado de la guerra hispano-portuguesa no fue del agrado de Napoleón, que deseaba la conquista territorial de Portugal para negociar con Inglaterra la devolución de Menorca, Malta y Trinidad, por lo que decidió acentuar la subordinación de España a los intereses de la política francesa.
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En octubre de 1956 se produce el ataque israelí contra Egipto, en respuesta a las incursiones de comandos árabes de sabotaje y al cierre del Canal de Suez y del puerto de Elath. La Guerra de Suez culmina con la retirada egipcia y la ocupación israelí de la península del Sinaí y la franja de Gaza, territorios de los que un año más tarde se harán cargo los cascos azules de Naciones Unidas. Pero esta situación de ninguna manera pudo considerarse, ni siquiera de forma remota, como una paz. Negando la posibilidad de entablar cualquier negociación, Egipto buscó el apoyo militar de Siria y Jordania, mientras que Israel demostró su deseo de establecerse permanentemente en los territorios ocupados, al iniciar sus grandes proyectos de irrigación con agua traída del Mar de Galilea. Desde finales de 1966 el camino hacia una tercera guerra entre árabes e israelíes pareció ya imparable, favorecida ésta por la llegada al poder en Siria de los sectores más radicales del partido Baas. A mediados de mayo de 1967 el Gobierno de El Cairo pidió a la ONU la retirada de sus fuerzas de interposición y, días después, firmó un acuerdo con Jordania al mismo tiempo que impedía el paso del tráfico marítimo israelí por el estrecho de Tirán. La ofensiva israelí se produjo en las primeras horas del 5 de junio, tras percibir en los radares la aproximación de aviones egipcios y de unidades acorazadas que avanzaban hacia la frontera de Israel. Las defensas israelíes, al mando del Comandante General Rabín, habían sido movilizadas a partir del 20 de mayo, para hacer frente a los masivos Ejércitos árabes que cubrían las fronteras. La sorpresa de los egipcios fue mayúscula, pues esperaban que Israel dirigiera su ataque contra Siria. Además, la aviación israelí procedió del mar, haciendo pensar a sus enemigos, por un momento, que se reproducía la Guerra de Suez de 1956. Las Fuerzas Aéreas de Israel efectuaron un ataque con objeto de destruir la aviación egipcia y sus aeródromos. En vuelo casi rasante, en plano inferior a las pantallas de radar egipcias, los aviones israelíes destruyeron eficazmente a las Fuerzas Aéreas enemigas. El ataque de la aviación israelí logró destruir, en apenas 3 horas, 391 aviones egipcios que no llegaron a despegar, mientras que derribó en combate otros aparatos. Las pérdidas propias fueran sólo 19. El éxito aéreo permitió un cómodo avance de la infantería israelí sobre los ejércitos egipcios del Sinaí, que contaban con 7 divisiones y unos 1.000 tanques. La ofensiva judía se produjo mediante un triple avance. Por el Norte, el general de Brigada Israel Tal rompió las defensas egipcias y alcanzó en la noche del 5 de junio la población de El-Arish. Otro avance importante se produjo como efecto de la acción combinada de las brigadas de Yoffe, por el centro, y Sharon, por el Sur. Yoffe realizó una incursión por el desierto que le permitió adentrarse por detrás de las líneas egipcias, dominando el 6 de junio la carretera que enlaza Abu Ageila con Bir Lahfan. Al mismo tiempo, la división de Sharon atacó en plena noche las defensas egipcias en Umm Kataf, logrando dominar el cruce de Abu Ageila. Ambas defensas fueron definitivamente tomadas mediante la intervención de una brigada de paracaidistas transportada en helicóptero. Simultáneamente, el avance israelí en el frente del Sinaí continuó por el Norte, rompiendo la resistencia de las tropas egipcio-palestinas que defendían la franja de Gaza. El mismo día 5, el rey Hussein de Jordania recibe informaciones erróneas según las cuales las tropas egipcias están derrotando a las israelíes en el Sinaí. De esta forma, el acuerdo entre Egipto y Jordania empuja a este país a intervenir en el frente occidental, ordenando un bombardeo de las principales ciudades israelíes, que alcanza incluso las cercanías de Tel Aviv y, especialmente, Jerusalén. El contraataque israelí no se hizo esperar, tomando rápidamente el poblado de Sur Bahir, en la carretera de Belén. Al mismo tiempo, tropas israelíes conquistaron posiciones al norte de Jerusalén, mientras que otros efectivos tomaban posiciones al sur de Ramallah. Ese mismo mediodía, aviones israelíes que habían participado en el bombardeo de Egipto castigaron las ciudades jordanas de Amman y Mafraq. Por la noche, una brigada de infantería tomó el pueblo de Latrum, avanzando por la carretera de Beit Horon con el propósito de contactar con los efectivos situados a las afueras de Ramallah. Los movimientos de avance israelíes en el frente occidental quedaron desde este momento fijados en torno a Jerusalén, donde se estableció el Mando Central. Éste ordenó primero un ataque hacia el Sur de la ciudad, para, algo después, realizar un ataque de la infantería de Marina y una brigada acorazada hacia el Norte de Jerusalén. Posteriormente, el avance se produjo hacia el Este, logrando cortar la comunicación entre las fuerzas jordanas con base en Jerusalén y sus refuerzos situados en Samaria. En la noche del 6 junio, los combates se produjeron en el área norte. Tropas jordanas atacaron territorio israelí, pero debieron retirarse al sufrir un duro contraataque a base de infantería y acorazados. Así, fuerzas israelíes penetraron en territorio jordano, rodeando la población de Jenin. La cruenta lucha de blindados se saldó con el triunfo de Israel y la ocupación de una amplia franja de terreno. Después de un día entero de enfrentamientos, el despliegue israelí permitía enlazar las tropas de los Mandos Central y Norte, que convergían en el centro de las posiciones jordanas tras su avance por el Sur, Oeste y Norte. El segundo día de guerra en el Sinaí, las tropas del general israelí Tal continuaron su avance paralelo a la costa desde El Arish, en dirección al Canal de Suez, al mismo tiempo que otra columna atacaba las defensas egipcias en Bir Lafhan, logrando enlazar con las tropas del general Yoffe. El despliegue de éste siguió una línea directa hacia Egipto, mientras que, por el Sur, las tropas de Sharon continuaron operando en dos direcciones, hacia Abu Ageila, al Norte, y hacia El Kusseima, al Sur. Simultáneamente, un ataque conjunto de infantería, blindados y paracaidistas ocupó la ciudad de Gaza, no sin gran esfuerzo. En Jerusalén Este, en el mismo momento, se están librando cruentos combates. Al Norte de la ciudad, tropas israelíes intentan desalojar las defensas jordanas que impiden la comunicación con la ciudad de Ramallah, convertida ahora en un punto estratégico. La ciudad finalmente cayó. En el mismo escenario, desde el Norte, las fuerzas israelíes continuaron su avance en dirección Sur, al mismo tiempo que desde el Oeste caía la ciudad de Kalkiliya. El ataque israelí concluyó con la toma definitiva de Jenin, al mediodía del segundo día de guerra. Otro avance israelí se produjo hacia la carretera de Tubas-Nablús, chocando con los tanques jordanos. Por la noche, lograron ocupar la primera población, continuando su avance hacia el río Jordán. El 7 de junio las tropas israelíes lograron su victoria más significativa, al tomar por completo la Ciudad Vieja de Jerusalén. Desde aquí, se produjo un nuevo despliegue, que permitió conquistar Belén y Hebrón sin efectuar un solo disparo. Tras tomar Ramallah, el ejército israelí siguió avanzando hacia Jericó, al mismo tiempo que, desde Nablus, de desplegaban tropas hacia el río Jordán. En la península del Sinaí, fuerzas navales israelíes ocuparon Sharm el-Sheij, permitiendo abrir los estrechos de Tirán. La libre circulación marítima quedaba así asegurada. Al mismo tiempo, el avance israelí estaba culminando. Tres divisiones intentaban aislar a los acorazados egipcios, con la finalidad de cortar su retirada hacia el canal de Suez. Las tropas de Tal conquistaron la base egipcia de Bir Gafgafa, resistiendo el último contraataque egipcio, mientras que las de Yoffe tomaron Bir Hassneh y avanzaron hacia el paso de Mitla, para cortar la retirada egipcia. De esta manera, quedaron formadas bolsas egipcias en El Kusseima, Abu Ageila y Kuntilla, que no tardaron en caer ante el avance de las tropas de Sharon hacia Nakhl. El cuarto día de guerra, el ataque israelí en el Sinaí se hacía ya imparable. Las tropas de Tal ocuparon Kantara e Ismailía, mientras que las de Yoffe avanzaron en tres líneas hacia la ciudad de Suez, el Lago Amargo y Ras Sudat. El despliegue de tropas fue perfecto, enlazando en Abu Zenima con las tropas paracaidistas que, tras ser lanzadas sobre Sharm el-Sehij, marchaban hacia el Norte. La desesperada defensa egipcia en el Paso de Mitla convirtió este lugar en el escenario de un acto desesperado, que no impidió la ocupación total de la península del Sinaí en tan solo cuatro días. La debacle sufrida por egipcios y jordanos propició la aceptación de un alto el fuego promovido por Naciones Unidas, al que también se sumó Israel. Sin embargo, la guerra aun no había finalizado. Siria, instigadora de la guerra, se había limitado a bombardear los poblados israelíes en los altos del Golán, ocupando el kibbutz Dan. En respuesta, las fuerzas israelíes, ya libre de la presión de los otros frentes, atacaron las bien defendidas posiciones sirias en el Golán. El ataque principal se produjo por el Norte, combatiendo casi cuerpo a cuerpo. El avance israelí permitió tomar Tel Fakhr, no sin sufrir numerosas pérdidas humanas y materiales. De todo un batallón acorazado, sólo dos tanques quedaron intactos. Simultáneamente, fuerzas israelíes atacaron la línea defensiva siria en el Golán por el Sur, en el área situada al norte del Mar de Galilea. El día siguiente, 10 de junio, ambas columnas cayeron sobre Quneitra, mientras que a la vez se lanzaban paracaidistas desde helicópteros muy por detrás de las líneas enemigas y una unidad acorazada penetraba hacia Harab y Rafid. La toma de los altos del Golán estaba así completada, lo que obligó a Siria a aceptar el alto el fuego de Naciones Unidas, justo cuando los israelíes se dirigían hacia Damasco. La guerra había acabado. En apenas 6 días, Israel en solitario había derrotado a sus oponentes árabes. Mientras que estos sufrieron 15.000 muertos y 6.000 prisioneros, los israelíes habían tenido tan solo 777 bajas, 2.586 heridos y 17 prisioneros. Como resultado, Israel anexionó territorios que le permitieron incrementar su tamaño, incorporando la península del Sinaí, la franja de Gaza y las áreas de Samaria, Judea y los Altos del Golán. Con todo, las incorporaciones serán en el futuro fuente de nuevos conflictos, pues las poblaciones palestinas que, con la ocupación de Gaza y Cisjordania quedaron bajo control israelí o se refugiaron en los países limítrofes, pugnarán más adelante por recuperar su dominio sobre estos territorios.
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La causa realista había hecho notables progresos en Cataluña, donde se habían dado gritos favorables a Carlos V en poblaciones como Tortosa, Tarragona, Vich y Reus. El descontento social y el malestar creado por la presencia de las tropas francesas de ocupación en aquella región estaban entre las causas de esa actitud. Entre los meses de marzo y abril, y aprovechando la concentración de tropas en la frontera portuguesa, se produjeron varios intentos de los realistas exaltados por ocupar diversas plazas en nombre del pretendiente Don Carlos. Sin embargo, la población, que a juicio de J. Torrás no estaba aún suficientemente preparada para sublevarse contra su rey legítimo, no secundó esta llamada. Tanto más cuanto que los exaltados llegaron a enarbolar banderas en las que aparecía el rey Fernando colgado de los pies cabeza abajo, lo que pareció a muchos una iniciativa demasiado audaz. En el mes de julio de 1827, el movimiento alcanzó una mayor envergadura ya que se incorporaron a él los descontentos sociales provocados entre el campesinado a causa de su difícil situación. Por otra parte, la insurrección también pudo contar con los jefes militares realistas descontentos por haber sido relegados a una situación de ilimitados -o cesantes- y con unas pagas reducidas que ni siquiera les llegaban. Se sumaron también los voluntarios realistas, instigados por sus superiores que se habían mostrado siempre contrarios a los derroteros que tomaba el régimen. Se organizaron unas juntas locales bajo la autoridad de una Junta superior provisional con sede en Manresa y de la que formaban parte algunos civiles y otros tantos religiosos. El gobierno de Fernando VII tardó en reaccionar a causa de su preocupación por los asuntos portugueses, y eso permitió que la revuelta se extendiese durante el verano por Manresa, Vich y Cervera. A comienzos de septiembre, el gobierno se decidió a intervenir, descartando cualquier tipo de ayuda extranjera para evitar así caer en la dependencia del exterior y que fuera de nuevo otro país el que sofocara los problemas surgidos en el interior de España. El gobierno pidió al rey que lo dispensara de pasar este asunto por el Consejo de Estado para darle mayor agilidad a sus decisiones y Fernando VII accedió a su deseo, decantándose así claramente en el pleito que sostenían ambos Consejos (el de Ministros y el de Estado) desde hacía algún tiempo. Se adoptaron dos medidas importantes: en primer lugar la reunión de un contingente de tropas al mando del conde de España para hacer frente a los insurrectos; en segundo lugar, la visita del rey Fernando al Principado para disipar toda duda acerca de su supuesta falta de libertad. El conde de España fue nombrado Capitán General de Cataluña el 9 de septiembre, y cinco días más tarde salió de Madrid con un ejército de 20.000 hombres, al que se le unirían más tarde otras fuerzas provinientes del ejército del Tajo. En Daroca estableció su cuartel general para controlar desde allí otras zonas a donde podría extenderse la revuelta. Por su parte, el rey partió el 22 de noviembre y llegó a Tarragona seis días más tarde. Allí pronunció una alocución en la que, después de desmentir su supuesta falta de libertad y el peligro que corrían la religión y el trono, exhortó a los sublevados a que abandonasen las armas y que regresasen a sus hogares. Si así lo hacían, no se les molestaría y sólo los cabecillas serían puestos a disposición de su soberana voluntad. En caso contrario, todos sufrirían el castigo. Tanto el envío de un ejército como la presencia del rey tuvieron un efecto inmediato sobre los sublevados. La jerarquía eclesiástica del Principado animó a los fieles a deponer las armas y a restablecer el orden, aunque la iniciativa de la rebelión había contado con el apoyo del sector más conservador de la Iglesia catalana. Esta actitud motivó la repulsa de algunos de los agraviados, como fue el caso de uno de sus jefes Narciso Abrés Pixola, pero la revuelta fue cediendo terreno y en menos de un mes toda Cataluña se encontró aparentemente pacificada. Sólo los cabecillas fueron castigados. No obstante, las intrigas continuaron y así lo ponían de manifiesto los oficiales de las tropas francesas que permanecían en aquella región, los cuales informaban a su gobierno que el descontento no había desaparecido y que podían volver a surgir nuevas convulsiones. En realidad, las causas de la revuelta de los agraviados nunca han sido del todo aclaradas. Aunque los gritos de ¡Viva Carlos V! estaban en la boca de muchos sublevados, no ha podido probarse documentalmente que el hermano de Fernando VII ni las sociedades secretas realistas fuesen los instigadores del levantamiento. Lo que sí parece claro es que los participantes en él, alrededor de 7.000, eran campesinos humildes y gente sencilla que se quejaba de los abusos de la administración y de las arbitrariedades de la Hacienda. La denuncia de una administración en manos de masones y de negros (liberales) era frecuente en las filas de los agraviados. Este malestar fue aprovechado por los elementos más exaltados del realismo para intentar la rebelión. La reducción del problema de los agraviados abrió un periodo en el que el régimen pareció alcanzar un cierto equilibrio y en el que se emprendieron algunas reformas importantes. Una de las más destacadas fue la que llevó a cabo por Sáinz de Andino, antiguo afrancesado, para elaborar un Código de Comercio, que fue aprobado en octubre de 1829. También en ese mismo año se creó el cuerpo de Carabineros de Costas y Fronteras, con el objeto de frenar el escandaloso contrabando que se llevaba a cabo desde las fronteras de Francia y Portugal y especialmente desde la colonia inglesa de Gibraltar. Precisamente para combatir este comercio fraudulento y para atender las reclamaciones de Cádiz, cuyo puerto había disminuido considerablemente su tráfico marítimo con América como consecuencia de la emancipación de las colonias españolas en aquel continente, se concedió a aquella ciudad el privilegio de un puerto franco. La concesión duró, no obstante, poco tiempo y en septiembre de 1831 fue suprimida la franquicia. El proyecto de creación del Banco de San Fernando y la Ley orgánica de la Bolsa fueron otras realizaciones de estos años que hay que atribuir a la diligencia de Sáinz de Andino, y a la labor reformista de los elementos moderados que formaron parte del gobierno de Fernando VII.
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Cuando en el otoño de 1940 Italia atacó Grecia en busca de una expansión territorial que le aportase el prestigio que Mussolini buscaba para su país, la península balcánica se vio envuelta en el conflicto bélico iniciado un año antes. Los italianos no conseguirían ver realizados sus planes ante la resistencia griega, por lo que sus aliados alemanes deberían intervenir en su ayuda. Antes, Yugoslavia había conocido la invasión y la desmembración a manos de los ocupantes tras uno de los episodios más cruentos de los habidos en la guerra. Grecia, por su parte, arrollada por la potencia de la Wehrmacht, conocería a partir de entonces una de las ocupaciones más rigurosas de las impuestas sobre Europa. El bajo vientre de Europa se veía de esta forma intervenido por el Reich, y los aliados expulsados del mismo hasta el final de la conflagración. Pero debido a la campaña de los Balcanes los planes de invasión de la Unión Soviética se verían retrasados, lo que en gran medida provocaría su fracaso.
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<p>Francia e Inglaterra se enzarzarán en la Plena Edad Media en un largo conflicto que durará más de cien años (1339-1453), conflicto en el que intervendrá buena parte de las potencias europeas de la época.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>ÉPOCA&nbsp;</p><p>1.Crisis de la Baja Edad Media.&nbsp;</p><p>Capetos y Valois en Francia.&nbsp;</p><p>La Inglaterra de Eduardo II.</p><p>La primera fase de la Guerra de los Cien Años.</p><p>Victorias inglesas y paz de Bretigny.</p><p>Península Ibérica y reconquista francesa.</p><p>La Europa de las grandes treguas.</p><p>Segunda fase de la Guerra de los Cien Años.&nbsp;</p><p>Embestida inglesa y paz de Troyes.</p><p>La Francia dividida.</p><p>Congreso de Arras y fin del conflicto.</p><p>Consecuencias de la Guerra.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>BATALLAS&nbsp;</p><p>1.La guerra en la Baja Edad Media.&nbsp;</p><p>2.El castillo, una clave de la Edad Media.&nbsp;</p><p>Iglesias y viejas villas romanas.</p><p>Nace el pueblo.</p><p>Cambios en el paisaje agrario.</p><p>El poder feudal.&nbsp;</p><p>3.Batalla de Crécy.&nbsp;</p><p>4.Batalla de Azincourt.&nbsp;</p><p>5.El triunfo de los cañones: Castillon.</p><p>Odio al inglés.</p><p>Un pie en Calais.&nbsp;</p><p>6.El asesinato de Luis de Orleans.</p><p>Reo confeso.&nbsp;</p><p>Sangre llama a sangre.</p>
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La Edad Media europea se cerró con un fatídico broche de sangre: el inacabable conflicto que enfrentó a las monarquías francesa e inglesa desde mediados del siglo XV, la llamada Guerra de los Cien Años. La contienda involucró a Francia e Inglaterra a partir de la década de 1330. En realidad, la guerra fue el resultado de numerosos conflictos anteriores. Desde hacía mucho tiempo, el Canal de la Mancha era escenario de encuentros entre navíos ingleses y franceses y, lo que era más grave, Francia animaba a Escocia en su lucha contra Inglaterra. Pero el motivo principal de la guerra fue la existencia de posesiones inglesas en suelo francés, en Guyena y Flandes. Debido a ello, los reyes ingleses debían rendir vasallaje al monarca galo, aunque a cambio, sin embargo, podían optar al trono francés en el caso de que el rey falleciera sin descendencia masculina. Esto es lo que finalmente ocurrió en 1328, cuando murió el último de los hijos de Felipe IV el Hermoso. La reclamación del trono por parte del monarca inglés fue el estallido de una larga guerra. La Guerra de los Cien Años no consintió sólo en más de un siglo de lucha continua, sino en un rosario de etapas bélicas separadas por largas treguas y períodos de paz. Las campañas se desarrollaron en territorio francés, cuyas principales víctimas fueron los campesinos, que tuvieron que contemplar cómo sus escuálidas cosechas eran arrasadas por los ejércitos y las villas eran saqueadas por hordas de combatientes hambrientos. Fue en Flandes donde se inició la guerra. En febrero de 1340 los ingleses realizaron un desembarco, y en junio barrieron a la flota francesa. Pero la gran ofensiva se inició en 1346, cuando las tropas inglesas desembarcaron en Saint-Vaast, avanzaron rápidamente hacia el interior y luego se desviaron al norte, cruzando el Somme. En Crécy, ocuparon excelentes posiciones en espera de la caballería francesa, que venía a su alcance. El 26 de agosto de 1346 se producirá la gran batalla. El rey inglés Eduardo III situó a su ejército entre los pueblos de Crécy y Wadicourt. Él mismo y su segunda línea de jinetes ocuparon el centro, flanqueados por dos cuerpos de arqueros. Por detrás, cerca de un bosque, se situaron carros y caballos con las provisiones de flechas. La formación inglesa principal contaba con dos grupos de a pie y jinetes con un millar de arqueros entre ellos, dispuestos en flecha. En total, eran unos 7.000 soldados. Enfrente, los franceses situaron un ejército de cerca de 12.000 hombres, confusamente formados debido a la impaciencia por entrar en combate. A las 6 de la tarde comenzaron los combates con una sucesión de cargas frontales de la caballería francesa, recibidas con una lluvia de flechas inglesas. Cuando el ataque francés se volcó en su lado izquierdo, los infantes ingleses avanzaron para amenazar a la derecha francesa, lo que provocó la desbandada de buena parte de las tropas galas. El empuje de la retaguardia francesa aumentó el caos, al tiempo que los ataques por la izquierda no hicieron sino aumentar las pérdidas. Hasta quince cargas realizaron los franceses, todas ellas rechazadas. La victoria en Crécy dio a Inglaterra el control de Calais y la convirtió en una nación militar. El triunfo inglés se debió no sólo a la mejor conducción y disciplina de las tropas, sino también a su uso del arco largo, un arma eficaz, que permitía a cada arquero disparar hasta diez flechas por minuto. Tras una tregua de ocho años, la guerra se reanudó en 1354. El príncipe de Gales, Eduardo, llamado el Príncipe Negro, asoló desde Burdeos el sur de Francia hasta el Languedoc y destrozó en 1356 en Maupertuis al ejército francés, cuyo rey cayó prisionero y fue conducido a Londres. La ausencia del monarca abrió un período crítico entre 1358 y 1360, con una insurrección en París y una sangrienta revolución social campesina, la Jacquerie, en el norte del país. Sofocadas ambas revueltas, finalmente en 1360 Francia e Inglaterra firmaron un acuerdo de paz, por el que los ingleses pasaban a controlar la Francia sudoccidental. La reclamación sobre Guyena fue el motivo aducido por Francia para romper de nuevo las hostilidades en 1370. La táctica militar francesa dio un resultado excelente: los ingleses, acosados por varios frentes, poco a poco fueron cediendo terreno, hasta el punto de que en menos de cinco años de guerra, en 1375, solo conservaban en Francia algunas cuantas plazas, como Burdeos, Calais o Bayona. La guerra parecía llegar a un desenlace muy favorable para Francia, cuando una profunda crisis en ambos países impuso un largo paréntesis a las operaciones bélicas. La guerra se reanudó en 1415. Los ingleses desembarcaron en Harfleur y se dirigieron hacia Abbeville y Amiens. El encuentro con los franceses, que habían salido a su alcance, se produjo finalmente en los campos de Azincourt. El campamento francés se situó entre las villas de Azincourt y Tramecourt. En primera línea formaron 8.000 hombres de armas, con 1.600 soldados de caballería a su izquierda y 800 a la derecha. En la segunda línea formaron entre 3 y 6.000 hombres de armas junto a 4.000 arqueros y ballesteros. La retaguardia francesa la componían entre 8 y 10.000 soldados de caballería. Los ingleses dispusieron una formación en línea, con dos formaciones de 2.500 arqueros cada una en ambos flancos y el mismo rey junto a un millar de hombres en el centro, protegiendo su campamento. La contienda se inició con el avance inglés sobre los campos arados, situándose justo frente los franceses. Una vez en posición los arqueros comenzaron a disparar sobre el enemigo. Esto incitó a los franceses a atacar, con una ofensiva directa sobre el campamento inglés y cargas simultáneas de caballería, que serán repelidas. En respuesta, los franceses iniciaron un ataque por el centro, al que responderán los ingleses con un contraataque simultáneo en toda la línea del frente. El empuje inglés es tal que obliga a su enemigo a romper la formación y huir en desbandada. La batalla ha finalizado. La derrota francesa en Azincourt hace que los ingleses ocupen Normandía y París. Inglaterra somete buena parte de Francia, control que se incrementa tras su alianza con Borgoña, dominando ésta la región de Flandes. Azincourt fue un duro golpe para la moral francesa. En 1427 los ingleses pusieron sitio a la plaza de Orleans. Cuando parecía próxima la capitulación aparece la figura de Juana de Arco, la Doncella de Orleáns. Ésta reanima la resistencia francesa y consigue que los ingleses levanten el cerco a la ciudad tras dos años de asedio. Convertida en heroína, Juana logró aglutinar la resistencia francesa en torno a su rey, Carlos VII, y que éste se reconciliase con su enemigo, Borgoña. En 1449 se reanudaron las hostilidades entre Francia e Inglaterra. La campaña de Normandía fue muy rápida: en octubre de 1449 capituló Ruán y en agosto de 1450 Cherburgo. Una fuerza de socorro llegada desde Inglaterra fue destrozada en Formigny. La conquista de Gascuña, la última posesión inglesa en suelo francés, será la última campaña de la Guerra de los Cien Años. El desenlace se producirá en la localidad de Castillon, en 1453. Los franceses, unos 10.000, instalaron estratégicamente a sus infantes y cañones en un campamento fortificado al este de Castillon. Por su parte, los ingleses partieron de Burdeos con una fuerza de 7.000 hombres, asentándose en Saint Laurent. Al observar los ingleses que, tras los primeros escarceos, el enemigo se retiraba, ordenaron un ataque impetuoso de su caballería e infantería. La ofensiva fue recibida por una lluvia de proyectiles disparados por los cañones franceses. A pesar de todo, los ingleses mantuvieron su ataque, momento en el que la infantería francesa, superior en número, aniquiló a los maltrechos supervivientes. La batalla de Castillon es considerada como el primer triunfo en la historia de la artillería móvil de campaña. La victoria francesa supuso la rendición de Castillon y de Burdeos, así como el fin de las posesiones y la presencia inglesa en Francia, aunque todavía conservarían Calais otros 134 años. La derrota inglesa en Castillon puso punto final a la llamada Guerra de los Cien Años. Tras 116 años de conflicto, Inglaterra se hallaba debilitada y, aunque en 1475 envió una nueva expedición a Normandía, finalmente se retiró tras recibir una compensación económica. La Guerra de los Cien Años desangró económica y demográficamente tanto a Francia como a Inglaterra. Por primera vez, son las Coronas de las nacientes monarquías territoriales las que disputan un territorio con grandes ejércitos y sofisticado armamento. Se trata de causar el mayor daño posible al enemigo, y eso se traduce en una destrucción hasta entonces inaudita. Sin embargo, la consecuencia fundamental de la contienda será la afirmación del sentimiento nacional tanto en Francia como en Inglaterra. Tras la Guerra, se abandonará para siempre la posibilidad de formar una monarquía común para ambas naciones, lo que cambiará el destino de Europa.
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Galería de imágenes de la época. Juana de Arco en la coronación de Carlos VII. Miniatura francesa. Catedral de Notre-Dame (París). Derrota y exterminio de la Jacquerie. Nobles ingleses en un palacio-fortaleza. Castillo de El Louvre. Caballero en traje de armas procedente de la catedral de Estrasburgo. Estatua yacente de un caballero inglés. Batalla de Azincourt entre ingleses y franceses. Tropas inglesas embarcan hacia Francia. Vigilias de Carlos VII. Carlos VII dirige el asedio de Gaillard.
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Las dos últimas centurias de la Edad Media son una época convulsa y de graves dificultades para el conjunto de Europa. Al fantasma del hambre y las enfermedades se sumaron las guerras que igualmente incidieron en la caída demográfica del siglo XIV. El conflicto bélico más grave fue la llamada Guerra de los cien años que involucró a Francia e Inglaterra a partir de 1339. El motivo principal de la contienda fue la posesión inglesa de determinados territorios en suelo francés, principalmente La Guyena. La guerra se desarrolló en territorio francés. Los campesinos fueron las principales víctimas pues vieron sus cosechas arrasadas y sus villas saqueadas por soldadescas hambrientas. La guerra duró 116 años, y en ella se sucedieron periodos de tregua y enfrentamiento. Finalmente en 1453, la derrota inglesa en Castillón, dio por finalizado el conflicto. Francia logró expulsar a los ingleses de prácticamente todo su territorio excepto Calais, que será inglesa durante 134 años más.
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En la Península, las relaciones, relativamente cordiales entre Castilla y la Corona de Aragón, en época de Alfonso XI (1313-50), se deterioraron con su sucesor, Pedro el Cruel, cuando se alió con Génova. Una acción corsaria de naves catalanas contra embarcaciones genovesas en aguas de Castilla serviría de pretexto para desencadenar las hostilidades, pero la contienda, que para la nobleza combatiente podía ser una forma de obtener recursos que compensaran la caída de la renta, también pudo obedecer a otras razones como, por ejemplo, el deseo castellano de recuperar las tierras alicantinas. Como dice María Teresa Ferrer, "la Corona de Aragón, que no deseaba la guerra, en un primer momento defendió únicamente sus propios territorios, pero, ante la posibilidad de destronar a Pedro el Cruel y sustituirlo por el infante Fernando (el hijo de Alfonso el Benigno y Leonor de Castilla) o por Enrique de Trastámara (hermanastro de Pedro el Cruel), formuló posteriormente reivindicaciones territoriales a cambio de su ayuda a los pretendientes: el reino de Murcia y algunas plazas fronterizas". Durante la primera fase de la contienda (1356-61) hubo incursiones militares de ambos bandos por territorio enemigo, pero el incidente principal fue el ataque de la flota castellana, con ayuda genovesa, al puerto de Barcelona (1359). Al terreno de las maniobras políticas pertenece el intento de Pedro el Cruel de servirse de los infantes Fernando y Juan, hermanastros del Ceremonioso, para resucitar los movimientos unionistas, y la acogida dispensada por el Ceremonioso al grupo de nobles castellanos, dirigidos por Enrique de Trastámara, que, luchando contra el autoritarismo del Cruel, buscaron refugio en la Corona. Siendo ambos monarcas vengativos y, de algún modo, ruines, en el juego de las intrigas, el Ceremonioso siempre fue más hábil (consiguió atraerse a Fernando, que se sentía amenazado en Castilla, donde se había convertido en cabecilla de un sector de la alta nobleza), mientras Pedro el Cruel era más impulsivo (castigó la deserción de Fernando con el asesinato de su madre y su hermano). La paz de Deza-Terrer (1361), que cerró esta fase de la contienda con la restitución de plazas y el intercambio de prisioneros, daría un respiro al monarca aragonés, siempre agobiado por sus problemas fiscales, y ahora inquieto porque sus aliados, y Enrique de Trastámara, empezaban a rivalizar por sus pretensiones a la corona castellana. Por su parte, la paz serviría a Pedro el Cruel para liquidar la oposición interior y castigar al rey de Granada, que había osado romper la alianza y aproximarse al Ceremonioso. La segunda fase del conflicto (1362-63) se caracterizó por la rapidez de los ataques castellanos, que encontraron escasa resistencia y llevaron a la ocupación de muchas villas y ciudades de Aragón y Valencia y al asedio de sus capitales. El Ceremonioso tuvo entonces enormes dificultades para conseguir subsidios (Cortes generales de Monzón, 1362-63), aunque consiguió finalmente contratar los servicios de mercenarios franceses (las Compañías Blancas de Bertrand du Guesclin) y, en las rivalidades entre Fernando de Aragón y Enrique de Trastámara, acabó dando sus preferencias a Enrique, el más fuerte, que llegó de Francia con más tropas y la promesa de entregarle el reino de Murcia. La paz de Murviedro (1363), que interrumpió las hostilidades, fue humillante para el monarca aragonés, que hubo de aceptar la ocupación castellana de parte de sus tierras, y quizá un pacto secreto de eliminación de sus aliados, los infantes Fernando de Aragón y Enrique de Trastámara. El Ceremonioso, que quería unificar el frente interior debilitado por las rencillas, hizo efectivamente asesinar a su hermanastro Fernando (1363), y, para descargarse de la responsabilidad de tan humillante tratado, aceptó que los partidarios de la guerra y los enemigos del autoritarismo real acusaran al consejero Bernat de Cabrera, su negociador, de traición, y lo ejecutaran (Zaragoza, 1364). La tercera y última etapa del conflicto (1363-69) comenzó con una ostensible manifestación de superioridad bélica castellana (ocupación de villas y ciudades del reino de Valencia) y acabó con la muerte de Pedro el Cruel en los campos de Montiel. Este cambio fue debido a la habilidad del Ceremonioso para atraerse al rey de Navarra (con la promesa de cederle Guipúzcoa y Álava) y encender la guerra civil en Castilla. A partir de 1365 Enrique de Trastámara pasó a primer plano, y con la ayuda de las Compañías Blancas, fieles castellanos y tropas catalanoaragonesas exportó la guerra a Castilla obligando a Pedro el Cruel a replegarse y abandonar las posiciones que ocupaba en la Corona. No obstante, el final de la contienda, con el asesinato de Pedro el Cruel y la entronización de Enrique de Trastámara (1369), no dio al Ceremonioso las ventajas que esperaba. El Trastámara se negó a entregarle Murcia y las plazas fronterizas que le había prometido, y el rey de Aragón hubo de satisfacerse con una indemnización (paz de Almazán, 1375). Puesto que de 1356 a 1365 el conflicto se había desarrollado en territorio de la Corona y a ella se habían ocasionado las mayores pérdidas humanas y materiales, no puede decirse que este desenlace fuera en absoluto favorable al Ceremonioso, sino más bien al contrario: el reino teóricamente vencido (Castilla) había resultado, de algún modo, vencedor. "En el futuro la Península estaría sometida a la hegemonía castellana" (J. L. Martín).
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La Revuelta de los Países Bajos ocupa, sin duda, un lugar central en el reinado de Felipe II, pero, aún más, en la historia europea de toda la Edad Moderna, pues constituye un impresionante proceso de definición comunitaria y afirmación política en uno de los puntos cruciales del panorama cultural y de la geoestrategia económica continental. El proceso propiamente dicho arranca a comienzos de la década de 1560 con las protestas contra el Cardenal Granvela y la política religiosa de un Felipe II empeñado en aplicar en la zona los decretos tridentinos, pero se convertirá en un movimiento revolucionario en 1568 al colocarse Guillermo de Orange al frente de los rebeldes. Se inicia entonces la llamada Guerra de los Ochenta Años, que no concluirá hasta 1648, cuando Felipe IV reconozca oficialmente la independencia de las Provincias Unidas, la confederación de los territorios que habían roto todo lazo de dependencia con la Monarquía Hispánica. Con Holanda y Zelanda a la cabeza, las Provincias Unidas se convertirán en una potencia de escala mundial, creadora de un gran imperio comercial que desplazará a los viejos imperios portugués y español. Han sido varias las causas que se han apuntado para explicar la sublevación de la que era una parte emblemática de los dominios de los Austrias, al fin y al cabo herederos de los Duques de Borgoña. De un lado, se ha señalado que el proceso se debió a la defensa de la libertad religiosa reformada contra el tridentinismo católico que encarnaba Felipe II; de otro, ha sido interpretado globalmente como una revolución contra el absolutismo tiránico de un rey que quería suprimir a su voluntad las libertades de unos territorios que lo reconocían como señor, pero no sin ciertas condiciones. Superados ya los tiempos en los que Felipe II aparecía en escena para representar el papel del tirano y del fanático, habrá que insistir en que la revuelta fue un movimiento que sólo fue posible en una Europa que se estaba confesionalizando a marchas forzadas, donde el Rey Católico encarnaba el credo romano y los rebeldes el calvinista. En esas circunstancias, la conciliación que aún había sido posible en el caso del luteranismo defendido por los príncipes alemanes resultó ser inviable. Además, cabe preguntarse si los rebeldes, cuyos líderes pertenecían a las elites locales, bien a la nobleza territorial, bien a la oligarquía urbana, luchaban por las libertades de las Provincias o, más bien, por su propia situación privilegiada que había sido alterada con la política de nombramientos eclesiásticos que quería imponer el rey y a la que servía el Cardenal Granvela. Es indudable que Felipe II dio muestras de cierto empecinamiento en su política flamenca, sobre todo si tenemos en cuenta que la guerra de los Países Bajos fue impopular en Castilla, hacia donde, una vez más, el Rey Católico tenía que dirigirse para mantener el esfuerzo financiero que ésta suponía. A su salida de los Países Bajos en 1559, Felipe II dejó como Gobernadora a su hermanastra Margarita de Parma-Austria, quien se retiró en 1567 cuando llegó a Flandes el Duque de Alba, Fernando Alvarez de Toledo, cuya fama en los Países Bajos está estrechamente unida a la actuación del célebre Tribunal de Tumultos. Su política de represión y de acción militar se considera fracasada definitivamente en 1572, y Alba es sustituido por Don Luis de Requeséns y Zúñiga, quien trató de llevar adelante una política más conciliadora en un marco de angustias financieras; no en vano 1575 es el año de la segunda bancarrota de Felipe II. Requeséns muere en 1576, y en su lugar se nombra a don Juan de Austria, quien tuvo que hacer frente a una calamitosa situación en la que el descontento era general contra los tercios, que acababan de protagonizar el Saco de Amberes con su furia española, tanto por parte de los católicos como de los protestantes. Pese a las esperanzas despertadas en que lograse alguna suerte de conciliación con los rebeldes, también su gobierno se ha de dar por fracasado, muriendo Don Juan en Namur a finales de 1578. Alejandro Farnesio, Duque de Parma e hijo de Madama Margarita, se convertirá en el nuevo Gobernador y llevará adelante una sorprendente recuperación militar a lo largo de la década de 1580, permitiendo dominar de nuevo muchos de los territorios que se habían perdido durante los años 1570. En sus tiempos se produce la definitiva ruptura de los Países Bajos, entre un sur católico (definido en la Unión de Arras) y un norte protestante y rebelde (Unión de Utrecht). Este último rompe sus lazos con Felipe II completamente en 1581 mediante el Acta de Abjuración por la que el Rey Católico es depuesto como señor de las Provincias rebeldes gobernadas por Guillermo de Orange. Este había sido declarado proscrito en 1580 y, como respuesta, publica su Apología, una pieza clave de la literatura antifilipina y de la Leyenda Negra. Uno de los pilares básicos de la resistencia de las Provincias Unidas fue su capacidad propagandística a través de textos como el de Orange y por medio de estampas y grabados con los que inundarán media Europa. Asimismo, supieron aliarse con todos los otros enemigos y rivales de Felipe II, ante todo con la Inglaterra de Isabel I, decidida defensora de la revuelta holandesa tanto diplomática como militarmente. Como ya se ha señalado, la solución al problema flamenco no se consiguió hasta 1648. Felipe II, sin embargo intentó al final de sus días una fórmula que, sin duda, suponía cierta intención de conciliación: la entrega de la soberanía de los Países Bajos a su hija Isabel Clara Eugenia casada con el Archiduque Alberto de Austria. A la muerte del Archiduque sin hijos en 1621, los Países Bajos volverán plenamente a la soberanía española.