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La observancia rigurosa de los ritos y la guerra son las principales competencias de Estado, consideraba en los siglos V-IV a.C. el compilador del "Zuozhuan". En la antigüedad china, las campañas militares se desarrollaban de manera cíclica, en periodos determinados del año, para evitar que el combate se produjera en circunstancias adversas, al tiempo que se salvaguardaban las actividades agrícolas, a las que los soldados estaban dedicados en tiempos de paz, ya que la mayoría de los integrantes de las tropas eran campesinos. Las tropas de élite estaban compuestas por miembros de la aristocracia, que luchaban en función de un código de honor. A partir del siglo VI a.C. la nobleza guerrera dejaba paso a las imponentes legiones de infantería al servicio de jefes sin escrúpulos, apoyados por la caballería y las fuerzas de carros de combate, introducidos durante la dinastía Shang. Estas fuerzas de combate eran generalmente mercenarios que se vendían al mejor postor, convirtiéndose en auténticos señores de la guerra. En época imperial, el Ejército fue potenciado por el Estado, estando en condiciones de movilizar a lo largo de sus fronteras cientos de miles de hombres perfectamente adiestrados y equipados. Las armas se mejoraron y se hicieron más sofisticadas. Junto a las lanzas, hachas y alabardas encontramos arcos, ballestas y espadas, sin olvidar complejas maquinas de ataque y defensa montadas sobre carros. Los soldados se protegían con armaduras, formadas por piezas de cuero de forma rectangular, enlazadas entre sí para constituir una estructura flexible y eficaz ante el ataque enemigo. A finales del periodo Zhou se cubrieron con piezas de hierro, que aumentaban la eficacia defensiva, aunque también las hacía más pesadas. El paso del tiempo hizo que las armaduras fueran más elegantes y funcionales, extendiéndose también la protección a los caballos. En época Tang se hace referencia a seis tipos en metal y seis en cuero, todas ellas decoradas y pintadas. La guerra fue teorizada durante el periodo de los Estados Combatientes, dedicándole numerosos tratados, entre los que sobresale el "Sunzi bingfa" manual escrito por Sunzi. En el tratado se explica, a lo largo de trece capítulos, todos los aspectos que se deben considerar antes, durante y después de la batalla. El escritor emplea un lenguaje repleto de metáforas y símiles, aunque al mismo tiempo claro y contundente, convirtiéndose en uno de los primeros tratados de estrategia de la historia.
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Los finlandeses pensaban en otoño de 1939 que, pese a sus negativas a acceder a las exigencias soviéticas, las relaciones iban a mejorar, y eso creían las potencias occidentales; en todo caso, estimaba Mannerheim, en caso de guerra se produciría una intervención estadounidense o británica . En esto, un incidente fronterizo precipitó las cosas. El 26 de noviembre, el bombardeo artillero de Mamila (Carelia), que ambas partes se atribuyeron (es posible que proviniese de Finlandia), fue aprovechado por la URSS para exigir la retirada de las tropas finlandesas a 25 kilómetros de la frontera. Helsinki negó las acusaciones, pero se avenía a una retirada mutua de tropas. El 28 Molotov rechazó las explicaciones y consideró, con alguna razón, que retirar las tropas soviéticas de la frontera equivaldría a "situarlas en los suburbios de Leningrado". Con todo, Moscú buscaba ya el pretexto para la intervención y acabó exigiendo la retirada unilateral, y al no hacerlo así los finlandeses, denunció el Pacto de No-Agresión y el 29 rompió relaciones. Cuando los finlandeses se avinieron a retirar sus tropas ya era tarde. Ese mismo día los soviéticos habían realizado una incursión en la zona de Petsamo y el 30 iniciaron el ataque general, con bombardeos sobre Helsinki. Los soviéticos habían movilizado 15 divisiones (distrito de Leningrado), con 300.000 hombres, que luego ampliarían a 30 divisiones, con 600.000. El 30 de noviembre 140.000 soviéticos atacan las líneas enemigas en el istmo, con 1.500 carros de combate. Los 13.000 finlandeses de las guarniciones de frontera son cogidos por sorpresa y se retiran, dejando un vacío ante los atacantes. Cuando éstos chocan con 70.000 finlandeses, tras 20 kilómetros de avance, han perdido empuje y entusiasmo, y se detienen. Pero el avance les permite ocupar algunas localidades. Una de ellas, Terijoki, sirve de capital de una República Popular de Finlandia creada de la nada por los soviéticos, con la colaboración de Otto Kuusinen, un dirigente comunista finlandés exiliado en la URSS tras la guerra civil, que se convierte en presidente. Esta república no será reconocida por ningún país ni por el pueblo de Finlandia. La Sociedad de Naciones condenará a la URSS por la agresión y la expulsará del organismo. Los ejércitos enfrentados son muy distintos entre sí en tamaño, concepciones y características. El finlandés es obra del héroe nacional Mannerheim, presidente del Consejo de Defensa Nacional desde 1931, que emprende varias reformas sobre la base del servicio militar obligatorio en 1922 y las Unidades de Defensa -reserva activa-. Mannerheim adoptó el criterio de movilización territorial, que permitía enviar unidades ya completas al frente, con rapidez, y que convertía a las fuerzas armadas en una mezcla de ejército tradicional y ejército guerrillero. En 1931-32 y 1939 se había fortificado el istmo de Carelia y hacia 1938-39 se había aumentado el escaso presupuesto de defensa, pero la fábrica de cartuchería estaba aún incompleta al estallar la guerra. Finlandia disponía de dos cañoneras acorazadas y unos cuantos barcos más. Sus aviones eran anticuados y pocos (120 según Battaglia; 98 según Condon; más tarde serán 287). Poseía menos de 200 carros de combate. El ejército cuenta con 33.000 hombres, que con el nuevo sistema pueden aumentar hasta 127.800 (9-10 divisiones y otras unidades) más los 100.000 de la Guardia Cívica y, con movilización total, hasta 400.000 aproximadamente, pero en un primer momento no habrá armamento suficiente para todos. Hay que añadir los 100.000 miembros de la Lotta Svärd, cuerpo femenino auxiliar, bajo el mando, desde 1929, de Fanni Lukkoonen. Las fortificaciones eran anticuadas, incluidas las de la Linea Mannerheim, de 140 kilómetros de longitud, que los carros soviéticos superarán fácilmente. Finlandia tiene, de entrada escasas posibilidades de abastecimiento. Su dotación de municiones para armas ligeras no supera los dos meses, y un mes la de carburante para la aviación, y algo más de veinte días para la munición de morteros y cañones. Ya antes de la guerra efectuará compras a Suecia. Los finlandeses están preparados psicológicamente contra el "enemigo secular" -los rusos-, pero hay que preguntarse por qué no lo estaban igualmente contra otro enemigo secular, los suecos... El poderío soviético es infinitamente superior. Por lo pronto, una división finlandesa consta de 14.200 soldados; una soviética, de 17.500. Disponen de 85-90 divisiones de infantería, 30 de caballería, 5 ó 6 acorazadas, 5 motorizadas, etc. Cuentan con más de 800 aviones, que pronto son 2.500. La flota del Báltico cuenta con tres viejos acorazados y varios cruceros y destructores.
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En 1938 se suicida Ernst Ludwig Kirchner (1880-1938). En la exposición de Arte Degenerado (Entartete Kunst) él era uno de los que más cuadros consiguió colgar. En el mismo año Paul Klee (1879-1940) pinta una Danza del Miedo (Berna, Fondation Klee) en tonos sombríos -ocres, marrones, tierras- que son los habituales en estos últimos años que vive, aquejado por una enfermedad incurable y consciente de la guerra que se avecina; en la misma exposición había diecisiete obras suyas. Georges Rouault (1871-1958) se encierra aún más en su mundo peculiar de religión, que ya había constituido su preocupación fundamental en los años anteriores. La guerra y la muerte acechan a la sociedad, pero también a los individuos, a los artistas. La represión contra el Arte Degenerado llegó a París. Ya antes de que cayera la ciudad se creó un Kunstschutz (Servicio para la protección artística), al mando de Metternich, y bajo él desaparecieron muchas obras de artistas contemporáneos, tanto de colecciones particulares como de museos, y se vendieron miles de cuadros y esculturas degeneradas, según la calificación oficial.Porque el rechazo de la estética degenerada, es decir moderna, era muy fuerte, pero el dinero podía más que los principios y se obtenían más beneficios vendiendo los cuadros -en una zona neutral, como Suiza- que destruyéndolos. Los nazis, en un alarde insuperable de cinismo, abrieron en Lucerna en el verano de 1939 una importante subasta de Arte Degenerado; pragmáticos ellos, hicieron un negocio redondo, armas por cuadros. Otras obras se vendieron de modo -y para beneficio- particular de los jerarcas por medio de marchantes en el extranjero y algunas -unas mil pinturas y tres mil dibujos-, se quemaron en un gigantesco auto de fe en Berlín el 20 de marzo de 1939.La guerra sacó a los artistas de sus lugares de trabajo, incluso a los que fueron a América. Y sacó también las obras de arte de los museos, para refugiarlas en castillos y lugares aislados, más seguros -en apariencia- que las ciudades.Robert Delaunay (1885-1941), peregrinó desde Auvergne hasta Montpellier, para morir allí en 1941; Georges Braque (1882-1963) fue a los Pirineos, Jacques Villon (1875-1963) a Tarn, Picabia al sur de Francia... La diáspora afectó también a los que se quedaron en París, como Picasso, que permaneció tan aislado como el resto de los que se quedaron en la Europa ocupada, trabajando en secreto y en peligro muchas veces. Emil Nolde, degenerado, a pesar de haber pertenecido al partido nacionalsocialista y de que Goebbels coleccionaba sus obras antes del anatema, hacía sus Imágenes no pintadas (Ungemalde Bilder) con acuarelas y del tamaño de una mano, respondiendo así paradójicamente a la prohibición de pintar que pesaba sobre él.Picasso, a partir de la Pesca nocturna en Antibes (de 1939, Nueva York, MOMA) -un pariente del Guernica en muchos aspectos-, pinta el horror en las mujeres que se peinan sentadas en sillones que las aprisionan y hace esculturas en las que la necesidad aguza el ingenio. La Cabeza de toro (1942, colección Picasso) está hecha con un sillín y un manillar de bicicleta, pero tiene toda la fuerza y el poder simbólico del toro mediterráneo, que lo emparentan con el minotauro de Creta.Las dificultades para trabajar eran grandes, y más aún para los escultores. Henri Laurens (1885-1954) tiene que olvidar temporalmente la escultura, por falta de materiales y se dedica a ilustrar textos de la Antigüedad clásica (los "Idilios" de Teócrito, los "Diálogos" de Luciano), con formas coloreadas que proceden del cubismo. La vuelta a las tres dimensiones no se produce hasta 1945, con esculturas en bronce como La aurora y la sirena (1945, colección particular).Un pequeño grupo de escritores surrealistas -Louis Aragon, Paul Eluard y Tristan Tzara- se unió a la resistencia francesa y, en medio de las dificultades, editó "La main á la plume", una revista que mantenía viva la llama del surrealismo.A otros les fue aún peor: Max Ernst (1881-1976) y Hans Bellmer (1902-1975) estuvieron en un campo de concentración en Milles, y Benjamin Péret, que volvía de España, fue detenido por atentar contra la seguridad del Estado.En la Francia libre se quedó el llamado Círculo de Grasse: Hans Arp (1887-1966), Sophie Taeüber (1889-1943), Sonia Delaunay (1885-1979), con Susi y Alberto Magnelli (1888-1971), en 1940, hacían gouaches entre dos, tres o cuatro de ellos, por sugerencia de Arp, en un trabajo que recuerda los fatagaga de la colonia dadaísta.Matisse (1869-1954), con ochenta años y enfermo del estómago, se fue a Niza y luego a Venecia, donde vivió los últimos años entre plantas y palmeras, pintando con las tijeras y los papeles recortados, mientras mantenía en medio del caos -su mujer y una hija en la resistencia- la armonía y la sensualidad que le habían acompañado siempre: la serie Jazz, publicada en 1947, las decoraciones para la Capilla de Vence (1947-1951 o los grandes Desnudos azules (1952), hechos con gouaches recortados. Para Matisse estas obras, en las que simplifica la forma e intensifica los valores cromáticos, son la culminación lógica de sus búsquedas hasta entonces: "No hay ruptura -escribía- entre mis cuadros anteriores y los papeles recortados, sólo, de un modo más absoluto y más abstracto, he logrado una forma depurada hasta lo especial".Miró, tras una etapa salvaje, en torno a los años de la guerra civil española, se traslada en 1940 a su país -la España neutral- que sufre una feroz posguerra. Aislado, como Picasso en París, trabaja en Mallorca en la serie de las Constelaciones, gouaches sobre papel que había iniciado en Francia. En 1944 vuelve al lienzo, fascinado por la música como en otro tiempo -siempre- lo estuvo por la poesía, y pinta cuadros como la Bailarina oyendo tocar el órgano en una catedral gótica (1945, Norwich, colección Warner).Muchos no sobreviven a la guerra, o por poco tiempo: Paul Klee había muerto en Suiza en 1940 de una enfermedad incurable; Edouard Vuillard (1868-1940) en La Boule el mismo año; Julio González en 1942; Maurice Denis en 1943; Piet Mondrian muere en febrero de 1944 en Nueva York y Vasili Kandinsky en diciembre del mismo año en París.Mondrian, que se había trasladado a América tras el cierre de la Bauhaus por los nazis, casi con setenta años, acusó la inyección de energía que el nuevo país joven y libre era para él. "Siento que mi sitio está aquí", decía. Sus cuadros en los Estados Unidos se animan y se mueven. Las líneas negras se hacen menos evidentes y los colores ganan protagonismo. La música de jazz está detrás de estas obras, como lo dejan ver sus títulos, Victoria del Boogie-Woogie (1943-1944, Meriden, colección Tremaine), un cuadro que dejó sin terminar a su muerte. Como Paul Klee unos años antes en el norte de Africa, Mondrian se siente pintor en América: "Ahora me doy cuenta -escribe- de que mi trabajo en blanco y negro con pequeños planos de colores sólo ha sido dibujo hecho con pintura al óleo. En el dibujo las líneas son el principal medio de expresión. En pintura son los planos de color. Porque, en pintura, las líneas son absorbidas por los propios planos de color, cuyas limitaciones conservan, sin embargo, todo su valor de líneas".También se anima la pintura de Fernand Léger (1881-1955), un hombre más joven y que permanece en Estados Unidos hasta 1945, donde se hace, según sus propias palabras, "más ligero y menos rígido". Sus cuadros empiezan a poblarse de personajes (acróbatas, ciclistas...) que juegan tranquilos en un mundo de color que se libera del dibujo. Quizá Léger, en este momento, exprese mejor que ningún otro europeo emigrado la fascinación por América como un nuevo mundo donde todo es posible: barcos de chimeneas humeantes, rascacielos de colores alegres y la estatua de la Libertad delante de todo, como se ve en sus Estudios para un Mural Cinemático, gouaches de 1939-1940 (Nueva York, MOMA).
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A pesar del acuerdo británico-prusiano, Federico II se sentía en una posición de inferioridad y quiso anticiparse a un ataque combinado ruso-austriaco e invadió Sajonia en agosto de 1756, tomó Dresde, sitió Pirna e incorporó a su ejército las fuerzas sajonas cuando Augusto III pasó a Polonia. Kaunitz explotó esta acción para dar forma a la ansiada coalición, que coincidió con el cese de los ministros franceses antivieneses. En mayo de 1757 se firmaba el segundo Tratado de Versalles, con carácter ofensivo, que incluía un posible reparto de Prusia entre los príncipes alemanes, subsidios para Austria y la participación, casi altruista, militar y económica dé Francia, pues sólo contaba con la promesa de algunas compensaciones en los Países Bajos, convertibles en principados para don Felipe cuando la archiduquesa recuperase Silesia. La diplomacia versallesca buscaba la derrota prusiana, para, después, continuar la guerra únicamente con Gran Bretaña. La liga austro-francesa había logrado el compromiso de los príncipes alemanes, Rusia y Suecia, esta última con la esperanza de la recuperación de Pomerania por la imposición de los criterios de la Dieta sobre los de la Monarquía. Las fuerzas reunidas resultaban impotentes frente a la difícil situación de Federico II, sobre todo por los recelos londinenses sobre la participación continental, opinión pública capitaneada por Pitt, ya que Jorge II quería la aproximación a Francia y Austria para asegurar la neutralidad de Hannover. En definitiva, se dilucidaba el futuro de Centroeuropa y los posibles reajustes serían motivados por la caída de Prusia y el ascenso de Rusia y Austria. En el entramado diplomático, Italia y España quedaban relegadas a un segundo plano, mientras había dos bandos bélicos bien diferentes: el franco-británico en las colonias y Alemania occidental y el de Federico y sus enemigos en Alemania oriental, Silesia, Bohemia y Polonia. Prusia no esperaba demasiada ayuda de Gran Bretaña, contraria a la contienda de Silesia. En abril de 1757, Federico II pasó a Bohemia y sufrió la derrota de Kolin, con la consiguiente retirada a Sajonia. Los británicos no se alejaron de Hannover y el ejército del duque de Cumberland fue vencido con facilidad en Hastenbeck, siendo ocupado el Electorado. Empujados por las circunstancias, las fuerzas del Reino Unido capitularon en Klosterseven, en septiembre de 1757, y se comprometieron a la retirada del conflicto, suceso humillante para el gabinete de Pitt. Federico II luchaba con los rusos en el Este, donde volvió a sufrir la derrota de Jaegersdorf; con los austriacos en el Sur, con los suecos en el Norte, ya desembarcados en Pomerania, y con los franceses en el Oeste, que avanzaban para atacar la retaguardia prusiana. La guerra estaba en manos de Berlín, que no cejaba en su empeño por conservar los subsidios británicos, mantener en Westfalia los batallones de Fernando de Brunswick y animar a Pitt a una invasión de las costas francesas, para que se vieran obligados a la retirada de sus tropas del escenario alemán. Sin embargo, Federico II demostró de nuevo su genio militar y convirtió en sus mejores aliados a los incompetentes mandos del adversario. Tras el rechazo de las ofertas de paz por Francia, con la utilización de una táctica inesperada cambió el curso bélico con la famosa victoria de Rossbach contra los franco-alemanes, en noviembre de 1757, y poco después frente a los austriacos en Leuthen. Pero estas batallas sólo representaron un respiro, porque sus enemigos le aventajaban en número de soldados, sus ejércitos habían sido mermados y padecían el azote de las enfermedades, los suecos persistían en la toma de Pomerania y, finalmente, fue derrotado por los austriacos en Hochkirth, en octubre de 1758. Los temores prusianos ante las consecuencias de la unión de las fuerzas rusas y austríacas se materializaron en el revés más cruento de la guerra: la batalla de Kunersdorv, en agosto de 1759. Berlín sólo se salvó por la falta de consenso y coordinación entre los coaliados, en especial por el repliegue de los rusos hacia Polonia, debido a problemas internos; no obstante, Sajonia fue ocupada por los austriacos. Federico II reaccionó y persiguió a los vencedores hasta las derrotas de Liegnitz y Torgau, en 1760. Los fracasos militares provocaron la caída de Bernis y el optimismo derivado de los éxitos iniciales dejó paso al pesimismo motivado por la indignación ante los desastres, aún más acusado cuanto la opinión pública no quería el enfrentamiento ni la alianza con Viena. Desprovistos de figuras castrenses de importancia, nunca recuperaron el suficiente protagonismo en los campos de batalla y tampoco lograron la devolución de los territorios perdidos en Hannover, objetivo primordial y casi único junto a ello, la retirada del respaldo político y el giro de actitud de Choiseul confirmaron el papel secundario de Francia en las disputas internacionales. Al mismo tiempo, el gobierno Newcastle-Pitt, tras la capitulación de Klosterseven, se acercó a Prusia con la firma de un tratado económico, en abril de 1758, donde se estipulaba la entrega regular de subsidios que le permitieron a Federico II el mantenimiento de su ejército en Alemania. Fernando de Brunswick tomó el mando de los batallones alemanes y hannoverianos y paralizó a los franceses en la frontera occidental, mientras Federico II arremetía contra las fuerzas ruso-austríacas. Con la nueva orientación de la política francesa de Choiseul, el escenario oriental perdía importancia y había que centrarse en los problemas con las potencias del Oeste. El tercer Tratado de Versalles, en marzo de 1759, disgustó a Viena y conllevó un enfriamiento de las relaciones por las reducciones económicas y militares, el abandono de la cuestión de Silesia y la entrega de los Países Bajos a don Felipe. Ahora concentró sus efectivos contra Gran Bretaña y se proyectó su invasión tras numerosos enfrentamientos en las costas francesas, pero las derrotas en el Mediterráneo y en el Atlántico impidieron llevarla a cabo; las islas aparecían como las dueñas indiscutibles de los mares europeos. Tales acontecimientos se debían al deseo de obtener ventajas en futuras negociaciones que compensaran las pérdidas en Ultramar. No obstante, Choiseul continuó con la segunda fase de sus planes: la formación de una gran alianza con los Estados marítimos no comprometidos. Aquí estaba prevista la entrada de Holanda, Suecia, Rusia, España, Nápoles, Toscana, Cerdeña y Génova. El Mediterráneo, el Báltico y el Atlántico quedarían controlados por unas u otras en beneficio de los coaligados. Todos se quejaban contra Londres y su política a favor de los corsarios, si bien las críticas acusaban, sobre todo, su interpretación de los derechos de neutralidad cuando declaraba que los productos enemigos no se consideraban libres en barcos neutrales y estaba prohibido el comercio con un beligerante si no existía con anterioridad. No se logró la ansiada federación y las discrepancias se trataron de manera particular, aunque también Pitt estableció ciertas correcciones en las islas para no aumentar los descontentos. Mientras que en Europa el conflicto se mantenía más o menos equilibrado, en las colonias pronto tomó un giro favorable a los británicos. La administración de Dupleix tuvo excelentes resultados con la ampliación del protectorado francés a extensos y ricos territorios, como la costa del Dekan, y la ampliación sin trabas del monopolio comercial. Poco antes del estallido de la guerra, las compañías llegaron a un acuerdo para limar las fricciones por el Tratado de Godeheu, en diciembre de 1755, donde Francia hacía las mayores concesiones y mostraba sus deseos de colaboración. Pero la desventaja inicial inglesa fue rápidamente contrarrestada por Robert Clive, que venció a los indígenas en la batalla de Plassey, en 1757, y condujo la ofensiva en el Dekan al año siguiente, justo cuando Versalles concentraba sus esfuerzos en la pugna continental. Las escasas tropas enviadas al mando del conde de Lally no eran suficientes. Sin demasiados medios y con el rencor de la población por su actitud hostil, fracasó en todas las campañas iniciadas, al tiempo que los británicos reforzaban la flota y los ejércitos y se ganaban a los príncipes hindúes por medio de embajadas diplomáticas. Sitiado en Pondichery, Lally capituló en enero de 1761, y la última factoría, Mahé, caía en febrero. Los franceses eran expulsados de Bengala. Durante las hostilidades en Norteamérica existió una evidente desproporción de fuerzas. La pronta superioridad británica aumentó con los continuos refuerzos en hombres y dinero llegados de la metrópoli, donde la opinión pública apoyaba cualquier medida que defendiese la actividad comercial. Por otro lado, los proyectos americanos de Francia quedaron inconclusos por la crisis financiera y la falta de respaldo de la población y de la corte en general. Versalles pronto se comprometió demasiado en la guerra europea y no proporcionó suficientes efectivos y apoyo financiero. El ejército llegó en 1755 al mando del marqués de Montcalm, genio militar, que consiguió, rápidamente, importantes victorias, como la conquista de los fuertes Oswego y William Henry, y derrotó a los británicos en la batalla de Fort Carrillon, cuando se dirigían a Montreal. Pero en 1758 los contingentes estaban agotados, el peligro aumentaba y la falta de recursos acababa con cualquier posibilidad de recuperación. Entonces, Pitt organizó una ofensiva por mar, con la consiguiente caída de Luisburgo en manos de Boscawen, y por tierra, con el ataque en el Ontario, la victoria de Frontenac, la marcha por el Valle de Ohío y la toma de Fuerte Duquesne. En 1759, Montcalm reagrupó sus fuerzas a lo largo del San Lorenzo, pero no pudo impedir la conquista de Quebec, donde murió, y de Montreal. El gobernador Vaudrevil capitulaba en septiembre de 1760, con la pérdida para Francia de Canadá. Similares problemas existían para los franceses en las Antillas con la ruina del monopolio comercial por los fracasos de la armada, la oposición enemiga y el rechazo de los propios colonos.
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"La Segunda Guerra Mundial -escribe Raymond Cartier- comenzó el 7 de julio de 1937". Un intercambio de disparos entre tropas chinas y japonesas propició uno de los conflictos más sangrientos del período de entreguerras, que terminó alineando a sus protagonistas en los dos grandes bloques mundiales de la guerra de 1939-45. El conflicto chino-japonés posee una triple vertiente que lo hace sumamente complejo. De un lado, el ya tradicional enfrentamiento entre los dos países asiáticos, prácticamente ininterrumpido -salvo una corta tregua- entre 1931 y 1945. De otro, la prolongada guerra civil china entre nacionalistas y comunistas, suspendida de modo harto precario tras el acuerdo de Sian y reanudada apenas terminaron las hostilidades con Japón. Y, finalmente, la inclusión de la guerra chino-japonesa en el marco general de la guerra del Pacífico. China era la vía más adecuada para el expansionismo nipón. Sus riquezas naturales, su potencial humano y económico y el atraso y la debilidad de sus estructuras estatales, constituían irresistibles tentaciones para una potencia industrial como Japón, lanzada precozmente a la búsqueda de mercados neocoloniales y de bases militares. Coincidiendo con la grave crisis económica de los primeros años treinta y con el colapso de la democracia liberal, los círculos del triunfante militarismo japonés desarrollaron una doctrina que, basándose en el memorial Tanaka y en otros textos imperialistas, justificaba en razón del interés nacional la conversión del norte de China en un protectorado nipón. A las razones económicas se añadían consideraciones de otra índole: la búsqueda de territorios de colonización más allá de Corea y la conveniencia de establecer una posición avanzada como cuña entre dos peligrosos rivales de Japón, la China de Chiang Kai-chek y la Rusia de Stalin. La situación interna de China a comienzos de los años treinta favorecía los propósitos de los expansionistas japoneses. Ciertamente, Chiang Kai-chek había proclamado la reunificación del país tras su expedición al norte y la toma de Pekín, en junio de 1928. Pero su Gobierno, establecido en Nankín, sólo controlaba de un modo efectivo las provincias costeras del centro y del norte y parte de los cursos del Hoang-ho y del Yangtsé. Su poder era combatido por los comunistas desde sus numerosos reductos campesinos; por los señores de la guerra, que dominaban en el sur y en las regiones del interior, e incluso por el ala izquierda de su propio partido, el Kuomintang, disconforme con el autoritarismo y la política anticomunista del general. China era rica en recursos, pero los tenía poco y mal explotados. Su potencial industrial estaba en manos extranjeras, principalmente japonesas. Las principales vías férreas y la mayor parte de la industria siderúrgica se concentraban en la vulnerable Manchuria. Los grandes puertos -Shanghai, Cantón, Tientsin- absorbían la mano de obra industrial, mientras la inmensa mayoría de la población era una masa campesina, pobre e inculta, a la que sólo la actividad de los comunistas parecía capaz de dotar de una conciencia social y política. En el verano de 1931, los agentes japoneses comenzaron a moverse en Manchuria y Mongolia interior. Había llegado el momento de cobrar la presa mientras el Ejército nacionalista se hallaba enredado en las costosas e inútiles campañas de exterminio contra los comunistas. La ejecución por los chinos del mayor Nakamura cuando efectuaba tareas de espionaje en Mongolia y un oscuro incidente en las vías del ferrocarril transmanchuriano en Mukden dieron a los nipones el esperado casus belli. Con precisión matemática, sus tropas ocuparon Changchun, Kirin, Liaoyang y otras ciudades manchúes. El gobernador militar de la región, Chang Hsue-liang -hijo de Chang Tso-lin recibió órdenes de Nankín para retirarse hacia China del norte sin oponer gran resistencia. Manchuria cayó en manos de Japón como una fruta madura largo tiempo codiciada. Sobre su suelo surgió un Estado títere, Manchukuo, y a su frente se colocó al último emperador de la vieja China, Pu-yi. La posesión de Manchuria no aplacó la sed de tierras de los conquistadores. Como los chinos boicotearan los productos japoneses, las tropas niponas desembarcaron en Shanghai a finales de enero de 1932 y forzaron un acuerdo humillante para el Gobierno de Nankín. Un año después caía en su poder la estratégica provincia de Jehol, que fue incorporada al Manchukuo. A continuación, los japoneses atravesaron la Gran Muralla y penetraron en Hopeh, la región que tenía por capital a Pekín. Pero no tardaron en replegarse. El Gobierno de Tokio no deseaba una guerra abierta con China. El 31 de mayo de 1933 se firmó la tregua de Tungku, que fijaba las posiciones de ambos bandos y establecía un territorio desmilitarizado al norte de Pekín. Durante estos años de humillación nacional, el Kuomintang se reveló incapaz de capitalizar la reacción popular contra el invasor. Pese a que hechos como la desesperada defensa de Shanghai, en 1932, o el renacer del movimiento estudiantil antijaponés demostraban la existencia de un espíritu de lucha en el pueblo chino. Chiang prefería ganar tiempo haciendo concesiones territoriales. Su verdadero objetivo era la aniquilación de los comunistas, y a ello dedicaba los principales recursos humanos y económicos de su régimen. Esta política servía a los intereses de los comunistas. En febrero de 1932, el Gobierno soviético de Kiangsi declaró la guerra al Japón y propuso poner fin a la guerra civil y concluir una alianza antijaponesa entre todas las fuerzas nacionales. Tales objetivos parecían utópicos en aquellas circunstancias. La tregua de 1933 permitió a Chiang volcar sus fuerzas contra los comunistas, que se vieron obligados a emprender la Larga Marcha y a refugiarse en Yenan. Pero no había de pasar mucho tiempo para que se comprobase que la política de los dirigentes comunistas no sólo era acertada, sino la única posible para el país. El principio estratégico de Chiang Kaichek, "primero la represión, después la resistencia", se fue tornando cada vez más indefendible. Los japoneses buscaban reforzar su posición en China sin provocar una guerra abierta. La Mongolia interior, enorme región semidesértica y gobernada por una aristocracia nómada, se mostraba reacia a aceptar la autoridad de Nankín y los japoneses fomentaban el desarrollo del nacionalismo local. Temerosos de perder aquella importante zona, los políticos del Kuomintang tuvieron que hacer importantes concesiones. En abril de 1935 se formó un Gobierno autónomo presidido por el príncipe Teh Wang que, teóricamente sometido a la Administración china, actuaba en la práctica en favor de los nipones. También en Hopeh presionaban los invasores para estimular la secesión. Ante la formación de un Gobierno projaponés en Pekín, Nankín cedió de nuevo. Hopeh y Chahar, las dos provincias fronterizas con Manchukuo, se convirtieron en regiones autónomas en noviembre de 1935, reservándose muy pocas competencias el Gobierno central. Este hubo de aceptar un acuerdo aún más humillante. Se comprometió a reprimir cualquier manifestación antijaponesa en el interior de China. En los círculos nacionalistas del Ejército y de la burguesía cundía la indignación. A finales de 1933, el XIX Ejército, que había combatido a los japoneses en Shanghai, se levantó en Fukien en nombre de la resistencia contra Japón y tardó varios meses en ser reducido por tropas leales a Chiang. En los medios culturales eran la intelectualidad de izquierdas, encabezada por Lu Hsun, y los universitarios quienes desarrollaban la protesta, no sólo contra la inoperancia gubernamental, sino contra la prosecución de la guerra civil. El movimiento del 9 de diciembre de 1935, que se inició con una gigantesca manifestación de estudiantes pekineses, exigía medidas concretas contra el invasor y las libertades civiles y políticas. No es extraño que este clima de protesta, que iba alcanzando incluso a sectores del ala oficialista del Kuomintang, fuera aprovechado por los comunistas de Shensi. El 25 de diciembre de 1935, durante una reunión del Comité Central del PCCh en Wayaopao, Mao Tsé-tung planteó las tesis del frente nacional antijaponés e hizo un llamamiento a la burguesía nacional para que se uniera a la defensa de la patria. El informe -que hasta cierto punto puede asimilarse al frentepopulismo coetáneo- ofrecía una disminución de la conflictividad social en aras de la salvación nacional. A estas propuestas políticas acompañaba una actividad bélica de cierta consideración. A lo largo de los años 1935 y 1936, pese a la presión de las tropas nacionalistas, el Ejército Rojo se consolidó y alcanzó un alto grado de eficacia. A finales de ese período contaba con unos 90.000 hombres, dirigidos por Chu The y encuadrados por oficiales salidos de la Academia de Yenan. Desde principios de 1936, los comunistas lanzaron ofensivas contra las tropas niponas a través de Shansi. Pese a su corto alcance, estas operaciones suponían un gran éxito propagandístico. Temeroso de las represalias japonesas, Chiang Kai-chek decidió lanzar una nueva campaña de exterminio. Para ello encargó al ejército manchú de Chang Hsue-liâng, establecido en Shensi desde 1933, que atacara la base de Yenan. Pero las tropas manchúes tenían la moral muy minada por la inactividad y el alejamiento de sus hogares y eran muy receptivos a la propaganda comunista. Su general no perdonaba a Chiang Kai-chek la retirada de 1932 y anhelaba guerrear con los japoneses. El 7 de diciembre de 1936, el generalísimo realizó una visita de inspección al frente. En Sian se entrevistó con Chiang Hsueling y con Yang Hu-cheng, señor de la guerra de Shensi. Ambos se negaron a emprender una nueva campaña y urgieron a su superior para que llegase a un acuerdo antijaponés con los comunistas y con la URSS. Como Chiang rechazara sus peticiones, le detuvieron. No hay pruebas de que los dos generales actuaran de acuerdo con los rojos, pero desde luego trabajaban en la misma línea. El 13 de diciembre, un avión enviado desde Sian recogió a Chou En-lai y a otros dos dirigentes comunistas y los condujo hasta la prisión de Chiang Kai-chek. Chiang terminó cediendo y aprobó la unificación de los ejércitos chinos y la formación del frente nacional antijaponés. A cambio, sus mortales adversarios pidieron su liberación y le reconocieron como jefe del Gobierno chino. A su vuelta a Nankín, Chiang se atuvo en líneas generales a lo convenido. El Comité Central del Kuomintang aprobó una resolución reconociendo que la "reconquista de las provincias perdidas debía ser la primera tarea de China". A mediados de marzo comenzaron las negociaciones entre ambos partidos. En mayo se llegó a un acuerdo: el territorio en poder de los comunistas -que habían ocupado entretanto el norte de Shensi- se convertiría en región fronteriza especial y el Ejército Rojo pasaría a ser el VIII Ejército chino. Los presos comunistas serían liberados. Por su parte, el Partido Comunista cesaría en sus ataques al Kuomintang y suspendería la confiscación de tierras en los territorios que ocupase. De la derrota y la amenaza de exterminio, los comunistas pasaban a la alianza con el Kuomintang y se convertían ante las masas en abanderados de la causa nacional. Las noticias sobre los acontecimientos de China provocaron la alarma en Tokio. El Gobierno Konoye tenía motivos para sospechar la inminencia de una alianza entre China y la URSS -que en agosto de ese año firmaron un pacto de no agresión- y decidió actuar antes de que Chiang tomase la iniciativa. En la noche del 7 de julio de 1937 se produjo un tiroteo entre una pequeña columna japonesa que buscaba a un desertor y la guarnición china de Wanping, al suroeste de Pekín. Era el incidente que esperaba el ministro de la Guerra japonés, Sugiyama, que ordenó el envío de un poderoso ejército al norte de Hopeh. A finales de julio, el general Kawabé disponía de 160.000 hombres entre Pekín y Tientsin. Por su parte, Chiang se apresuró a enviar cuatro divisiones al norte a la vez que se negaba a aceptar el ultimátum japonés. Fracasadas las inútiles conversaciones, el Ejército nipón se puso en marcha y, tras un bombardeo aéreo, entró en Pekín el 8 de agosto. Sus defensores la habían abandonado poco antes. El avance japonés en China del norte fue fulgurante. El entrenamiento de las tropas, la calidad del armamento y los bombardeos masivos contra las poblaciones garantizaban a su Ejército el mantenimiento de la iniciativa. La ofensiva tomó tres direcciones que seguían el trazado de otros tantos ferrocarriles estratégicos. Una columna penetró en la Mongolia interior tras forzar las defensas de Nankou. A finales de agosto cayó Kalgan en su poder y poco después Tatung, en el norte de Shansi. Al sur de esta ciudad, en las proximidades de la Gran Muralla, había tomado posiciones el VIII Ejército. El terreno, muy montañoso, brindaba magníficas defensas a las tropas comunistas. El 25 de septiembre, una de sus divisiones, mandada por Lin Piao, se apuntó la primera victoria china en el paso de Pinghsingkuan. El moderno material que cayó en sus manos permitió reforzar notablemente la capacidad ofensiva de los rojos. Pero era un triunfo aislado. Desde el norte y el este los japoneses confluían sobre Taiyuan, capital de Shansi, cuyo cerco se cerró el 2 de noviembre. Su caída, producida pocos días después, permitió a los invasores seguir el curso del río Fen y, tras ocupar Fenyang, alcanzar el Hoang-ho en Puchou. En el Hopeh central, otra columna evolucionaba siguiendo el ferrocarril Pekín-Hankou. Su avance fue también muy rápido: el 25 de septiembre cayó en su poder Paoting y a mediados de diciembre se encontraban a orillas del Hoang-ho, frente a Kaifeng. Finalmente, una tercera agrupación, salida de Tientsin, ocupó a últimos de diciembre la mitad norte de Shantung, incluidas las importantes ciudades de Tsinan y Tsingtao, sin que las tropas del Kuomintang opusieran otra resistencia que la destrucción de las principales poblaciones. Cinco meses escasos de campaña habían dado a Japón el control de China del norte. Sólo la región fronteriza especial de Shensi, Kansu y Ningsia, y algunas zonas de Shansi, defendidas por los comunistas, escapaban a la ocupación. En China central otro incidente -la muerte de dos marinos japoneses a manos de un centinela chino- sirvió para justificar el desembarco de infantes de marina en Shanghai, el 11 de agosto. Los chinos acumularon grandes efectivos en la zona y la batalla por la ciudad, muy encarnizada, se prolongó por espacio de tres meses. Sólo un nuevo desembarco japonés en Hanchou, el 5 de noviembre, forzó a los defensores a retirarse para evitar ser cercados. Tras la toma de Shanghai, los japoneses remontaron el Yangtsé hasta Nankín. Pese a sus esfuerzos defensivos, Chiang hubo de abandonar su capital, que cayó el 13 de diciembre, y refugiarse en Hankou. El saqueo y la matanza de civiles a que se entregaron los conquistadores en Nankín despertó una ola de protestas en todo el mundo. A lo largo de 1938 prosiguió el incontenible avance japonés en China central. En el mes de marzo, los chinos obtuvieron un importante éxito defensivo en las proximidades de Suchou, que no impidió la continuación de la ofensiva enemiga hacia Kaifeng. Incapaces de vencer al enemigo en campo abierto, los generales nacionalistas ordenaron la voladura de los diques del Hoangho. Esta estúpida medida no evitó la caída de Suchou y de Kaifeng, pero causó la muerte a cientos de miles de campesinos y destruyó la riqueza agrícola de Anhwei y Kiangsu. A finales de año, el frente se estabilizó en Honan. A comienzos del verano, los japoneses reanudaron el ataque a lo largo del Yangtsé, con la mirada puesta en Hankou, uno de los principales centros industriales del país y nueva capital del Kuomintang. En pocas semanas los atacantes superaron las sucesivas barreras defensivas establecidas por los chinos. Dos columnas que remontaban el río ocuparon Kieukiang el 23 de julio. Otra columna atravesó por el norte los montes Tapiehsan y se situó a espaldas del dispositivo enemigo. El 21 de octubre se rindieron a los japoneses las importantes ciudades de Hankeu y Wuhan. Chiang y su Gobierno escaparon de nuevo y se refugiaron en Chungking, en la recóndita provincia de Szechuan, una ciudad de clima insano y mal acondicionada para ser capital; pero era muy difícil que llegaran hasta allí los japoneses. Estos parecían a punto de alcanzar sus más ambiciosos objetivos. A la conquista de Shanghai había seguido la ocupación de los enclaves costeros de Amoy y Suatou. El 21 de octubre, coincidiendo con la caída de Hankeu, desembarcaron en Kuangtung y tomaron su capital, Cantón, sin encontrar apenas resistencia. A partir de ese momento, el avance nipón se ralentizó. La conquista de casi todas las zonas de interés para Japón y los problemas que planteaba el alargamiento de las vías de suministro en regiones que carecían de ferrocarril aconsejaban frenar el ritmo de penetración en el país.
contexto
La guerra de España es la única ocasión histórica en que nuestro país ha jugado un papel protagonista en la Historia del siglo XX, aunque fuera como sujeto paciente de un acontecimiento de enorme repercusión. Tan sólo en otro momento, mucho más grato en sus consecuencias, como fue la transición a la democracia, España ha resultado protagonista de primera fila en la vida de la Humanidad. No puede extrañar, por tanto, que desde una óptica nacional o extranjera, se haya considerado como eje interpretativo de nuestro pasado lo sucedido en el período 1936-1939. Este tipo de interpretación tiene un obvio inconveniente que nace de considerar la totalidad de la Historia española del siglo XX (o incluso la anterior) como un paso más que, de modo inevitable, llevaba a la guerra entre dos sectores de la sociedad española enfrentados a muerte. Es cierto, por supuesto, que nada parecido a una guerra civil con centenares de miles de muertos se dio en otro país del Occidente europeo durante el primer tercio del siglo XX y menos aún en la época posterior. Eso, sin embargo, no debe hacer pensar que el enfrentamiento violento fuera algo imposible de eludir, ni menos aún que estuviera escrito en la Historia como inevitable desde el siglo XIX o antes. Hasta el último momento la guerra civil pudo haber sido evitada. Los testigos presenciales, en especial los que tenían responsabilidad política de importancia, suelen considerar que no era así, pero ello se debe quizá al deseo de exculparse por sus responsabilidades. La prueba de que se podría haber evitado la guerra reside en que de haber sido otro el comportamiento de Casares Quiroga o si hubiera sido sustituido antes por Martínez Barrio, el curso de los acontecimientos podría haber sido muy otro. En realidad, pocos desearon originariamente la guerra, aunque hubiera muchos a quienes les hubiera gustado que se convirtieran en reales sus consecuencias, es decir, el aplastamiento del adversario. Con el transcurso del tiempo ese puñado de españoles que quería la guerra consiguió la complicidad, activa o pasiva, de sectores más amplios y se olvidó que los fervorosos entusiasmos políticos que llevaban a una España a desear imponerse sobre la otra implicaban, para su realización, el derramamiento de sangre. Cuando éste empezó y la barbarie creó un abismo entre dos sectores de la sociedad española, fue cuando la guerra civil resultó inevitable. Pero, si no lo había sido en el pasado remoto, en cambio tuvo consecuencias decisivas para la Historia de España. Hay interpretaciones simplificadoras que atribuyen a un supuesto carácter nacional una proclividad hacia la guerra civil o que ven la causa de la de 1936-1939 en peculiaridades de una clase social, sea la burguesía o el proletariado. Todas estas caracterizaciones no son ciertas, pero sí lo es, sin duda, que existe una peculiaridad en la Historia española respecto del resto de las naciones europeas derivada de esta guerra civil. No nace, por tanto, de un rasgo inamovible del carácter de todos o de una parte de los españoles sino de una experiencia colectiva, como la de esta guerra peculiar y lo suficientemente decisiva para crear traumas difíciles de superar. En cierto sentido la guerra civil no concluyó hasta 1977 y durante el período intermedio, desde 1939, todos los rasgos de la vida española estuvieron marcados por la impronta bélica; el régimen del general Franco no podía entenderse sin la experiencia bélica que engendró además, a título de ejemplo, el nacional catolicismo y la condenación de toda una parte de la tradición cultural española (la liberal). Claro está que también en la etapa mencionada se superaron esas situaciones, pero a fin de cuentas al mismo tiempo se seguía viviendo en la órbita histórica de aquel decisivo acontecimiento. El pueblo español ha sido consciente de la realidad de esta influencia de la guerra civil sobre el presente. Durante décadas se ha sentido mal informado y luego apasionadamente interesado. Ha pasado ya el momento en que no se hablaba de la guerra civil sino que se discutía sobre ella. Ahora, quizá, tras haber pasado varias décadas desde la guerra civil, la tendencia más frecuente es considerar que se ha llegado ya a una saturación de información acerca de ella. Paralelamente a este cambio que se ha producido en el estado de la opinión pública acerca de la guerra, el conocimiento científico de la misma ha ido progresando de manera significativa. Conviene tener en cuenta que aunque desde hace décadas la bibliografía acerca de la guerra civil española fuera oceánica, no quería decir que necesariamente fuera buena, sino que indicaba el grado de polémica al que se había llegado en torno al acontecimiento. Acerca de la Revolución rusa, un acontecimiento más importante, el número de títulos publicados era inferior hace unos años al de los que se habían publicado sobre la guerra civil española. En realidad, sólo a partir de los años sesenta y setenta del siglo XX se inició la utilización de los fondos archivísticos españoles, esenciales como fuentes. En la actualidad, los puntos de coincidencia de los historiadores de las diversas significaciones ideológicas son muchos, en especial acerca de los factores estrictamente militares de la guerra. La conmemoración del cincuentenario no dio lugar a grandes descubrimientos, pero sí a la acentuación del interés por determinadas cuestiones como la represión, las colectivizaciones o el papel de la Iglesia en el conflicto. Sin embargo, quedan todavía muchos aspectos que investigar, tanto sobre la evolución de cada uno de los dos bandos en conflicto, como sobre determinados aspectos de la política exterior durante el mismo. La aportación de algunos archivos públicos y sobre todo privados habrá de ser fundamental en el futuro para los avances historiográficos. De todos modos, la actitud del historiador respecto de una cuestión como la guerra civil española necesariamente ha de ser humilde. Como se ha dicho respecto de la Revolución Francesa, nunca podrá escribirse una Historia definitiva de la guerra civil española por la sencilla razón de que afectó demasiado gravemente a un número demasiado grande de personas. Con todo, el mayor problema del historiador respecto de la guerra civil española no es tanto el de las fuentes como el de la objetividad. Es, por supuesto, un propósito siempre en peligro y siempre difícil de alcanzar. Tanto es así que incluso afecta a la misma denominación del conflicto y de quienes en él fueron contendientes; todavía no están tan lejanas la fechas en que los términos guerra civil eran considerados como inaceptables. Todavía existe un problema para el historiador en la denominación de los contendientes porque las que resultan peyorativas o no corresponden a la realidad resultan frecuentes; incluso en libros recientes todavía se representa con el color azul y el rojo a los beligerantes cuando probablemente, esos dos colores, en su significación política, resultan una simplificación. Quizá una buena terminología consistiría en recurrir a una denominación negativa, anticomunistas y antifascistas, pero con ello se excluiría a una gran parte de la población que era ambas cosas. La contraposición republicanos - nacionales o nacionalistas tiene el inconveniente de que en el bando de los primeros no sólo había quienes aceptaban esa definición, mientras que tan nacional era una causa como la otra. Por tanto, quizá conviniera denominar a unos como los sublevados, la derecha o los franquistas (la persona de Franco siempre representó muy bien la acumulación de sectores políticos que dirigió), y a otros como los frentepopulistas, puesto que en realidad lo que sucedió en la guerra civil fue que el Frente Popular originario se amplió con la presencia de los nacionalistas vascos y los anarquistas.
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El conflicto sucesorio que se produce a la muerte de Enrique IV dio lugar a una guerra civil entre los partidarios de Isabel y Juana, pretendientes al trono castellano. En favor de Isabel se situaron algunas ciudades, como Palencia, Valladolid, Medina del Campo, Segovia, Avila o Toledo, además del reino de Aragón. A favor de Juana se alzaron Burgos, Atienza, Arévalo, Madrid, Alcántara o Trujillo. El conflicto se hizo internacional con la entrada de Portugal y Francia, ambos en apoyo de Juana. Tropas portuguesas penetraron por el valle del Duero, estabilizándose el frente en la región de Zamora. En marzo de 1476, tropas de Isabel lograban tomar Burgos tras un largo asedio. Ese mismo año, el ejército de Fernando el Católico lograba una gran victoria cerca de Toro y, al mismo tiempo, se conseguía expulsar a los franceses de Fuenterrabía y detenerlos en el Rosellón. La guerra continuó durante los tres años siguientes, salpicados de treguas y escaramuzas militares. En 1479 las tropas portuguesas fueron derrotadas en Albuera. Finalmente, el perdón a los partidarios de Juana y la firma del tratado de Alcaçobas-Toledo con Portugal dejaban el trono castellano en manos de Isabel. Castilla sale muy fortalecida de la guerra. A la unión con la Corona de Aragón, aunque manteniendo instituciones diferentes, se sumará en los años siguientes la anexión de los reinos de Granada y Navarra, al tiempo que comienza su expansión por el Atlántico.