Esta obra junto a La Goulue y Valentin le Désossé bailando fueron pintadas por Toulouse-Lautrec de manera rápida para decorar la barraca que había montado la Goulue en la "Foire de Trône" de 1895 ya que el año anterior había acabado su carrera en el "Moulin Rouge" debido a su aumento de peso y al cambio de modas. Al instalarse por su cuenta, solicitó a su buen amigo Henri que le decorara la caseta. La escena representa a la Goulue bailando la danza del vientre en un ambiente árabe presente en el segundo plano de la composición. Lautrec ha empleado un punto de vista bajo - de la misma manera que hacía Degas - para crear la impresión de que estamos contemplando el espectáculo como hacen Jane Avril, Felix Feneon, Oscar Wilde y el propio pintor; el pianista es Monsieur Tinchaut. La rapidez con la que está realizado el lienzo viene motivada por la urgencia del encargo; a pesar de ello Henri demuestra al público el importante papel que desempeña el dibujo en su producción. El movimiento de la bailarina es sugerido de manera excelente, resultando una de las mejores escenas de esta última década. Curiosamente la obra fue dividida en tres partes durante 1926 para poder ser vendida más fácilmente a un precio más bajo pero el Museo del Louvre consiguió reunir los tres paneles tres años más tarde, exhibiéndose ahora juntos.
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Junto a Jane Avril, La Goulue era la reina del Moulin Rouge y en aquellos momentos estaba en lo más alto de su reinado. Toulouse-Lautrec la retrata en el momento de su paseo diario por los alrededores del cabaret. Va acompañada de su amante, a la izquierda, y de una de las bailarinas del espectáculo, llamada Nini Patte en L´Air, a la derecha. Ambas eran las cuidadoras de la diva que aparece en el centro, vestida de blanco con un pronunciado escote y una cinta en el cuello que pondrá de moda, al igual que su cabello recogido. Su mirada inexpresiva se dirige hacia delante, mientras sus compañeras retan a todos los que miramos a La Goulue. Incluso Henri acentúa el contraste entre la diva y sus compañeras en la tonalidad de los trajes. Las tres figuras avanzan hacia el espectador, quedando en el fondo el perfil de un hombre con sombrero y los espejos del recibidor del cabaret donde se reflejan las luces. Conviene señalar la influencia de la fotografía en la obra de Toulouse-Lautrec a la hora de cortar los planos, como ya venía haciendo Degas. La luz y el color impresionistas dejan paso a otro tipo de asuntos que ahora interesan más a los artistas. En el caso de Henri, serán la temática nocturna y el predominio de la línea sobre el color, además de la incipiente planitud que va incorporando a sus figuras, los elementos más destacables de esta reacción neo-impresionista.
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En 1892 Toulouse-Lautrec se dedicará a la elaboración de una serie de litografías en edición limitada tomando como modelos cuadros que agradaban al artista. Cada una de las imágenes se vendían a 20 francos, editándose un máximo de 100 ejemplares. Entre las litografías de la serie encontramos a El inglés en el Moulin Rouge y esta escena que contemplamos protagonizada por La Goulue y Môme Fromage, dos de las bailarinas más famosas del local. La relación lésbica existente entre ambas hacía que llamaran a Môme la "hermana de La Goulue", apareciendo en la mayor parte de las escenas pintadas por Henri como la guardiana de la diva. Las dos mujeres se ubican en primer plano, realizando su paseo diario, encontrando en la zona del fondo a un trío de ancianos adinerados que los especialistas tratan de identificar sin éxito. En el segundo piso hallamos varias figuras en pequeños reservados, mostrando Lautrec con la ironía que le caracteriza el flirteo habitual en el "Moulin Rouge". Las figuras están delimitadas por una potente y segura línea mientras el color mantiene la planitud característica de la estampa japonesa, la principal influencia que Henri muestra en sus litografías.
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Louise Weber y Etienne Renaudin, verdaderos nombres de estos bailarines, protagonizarán buena parte de los trabajos de Toulouse-Lautrec como esta litografía que contemplamos, donde ambos personajes danzan ante la atenta mirada de un hombre con chistera y barba, posiblemente el editor A. Bosc al que se cita en el cartel. Las líneas firmes y seguras dominan una composición en la que Henri se exhibe como gran dibujante, acentuando el aspecto caricaturesco de sus personajes.
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Compañero de La Goulue bailando, Toulouse-Lautrec realizó ambos lienzos para decorar la caseta que su buena amiga la Goulue había instalado en la "Foire de Trône" al abandonar el "Moulin Rouge" por motivos de peso. La urgencia del encargo es uno de las causas del abocetamiento de las obras. La Goulue y Valentin le Désossé habían sido una de las parejas de baile más famosas del Moulin, donde Henri les había pintado en ocasiones anteriores incluso protagonizando el cartel del espectáculo. Al abandonar ambos el show, Lautrec ha querido rememorar en esta composición los viejos tiempos y ha colocado a los dos bailarines en el local que les vio triunfar, rodeados de luces y de admiradores que observan embelesados sus movimientos. A pesar del abocetado general del encargo, se pone claramente de manifiesto la genialidad del dibujo exhibido por Henri, característica primordial de toda su producción. El colorido vivo aplicado con largas pinceladas es otra constante de este excepcional cronista de su tiempo.
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Dos de los bailarines más importantes de París en la década de 1880 fueron Valentin le Désossé y La Goulue, nombres artísticos de Etienne Renaudin y Louise Weber respectivamente. Su frenético baile les llevará a la pista del templo de ocio más importante en la ciudad tras su inauguración en 1889: el "Moulin Rouge", cuyo cartel protagonizarán. En esta composición que contemplamos, Toulouse-Lautrec les presenta interpretando su danza, creando una magnífica sensación de movimiento a través de un trazo firme y seguro mientras que el color existente se aplica de manera rápida y contundente. La perspectiva alzada y frontal es un recuerdo de Degas, el pintor impresionista más admirado por Henri. En los rostros de ambos bailarines hallamos cierto aspecto caricaturesco presente en la mayor parte de retratos, siendo ésta una de las características identificativas de Lautrec.
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Tokio no había esperado a terminar sus conquistas de Singapur y Filipinas para continuar la serie de victorias y su vertiginoso expansionismo. Norteamericanos, británicos y holandeses, sin buques de guerra y faltos de preparación para una guerra como aquella siguieron batiéndose en retirada ante los ejércitos del sol naciente. A mediados de diciembre, una pequeña fuerza japonesa ocupó los aeródromos británicos cercanos a Tenasserin, en Birmania, que podían servir de base de operaciones hacia Malaya. En Navidad, la Aviación japonesa bombardeó Rangún y, a mediados de enero, se inició una marcha por tierra para conquistar Birmania desde las bases niponas en Tailandia. Los japoneses eran apenas 15.000 hombres (Iida), que se enfrentaban a otros tantos birmanos recientemente reclutados, dos batallones ingleses y una brigada india. Aunque la inferioridad numérica japonesa era evidente en tierra, sus fuerzas aéreas triplicaban a las británicas, que sin comunicación por tierra con India defendían difícilmente un espacio muy amplio. Así, los japoneses mantuvieron la iniciativa y se infiltraron en aquellos frentes inmensos, mientras sus enemigos intentaban una defensiva imposible. El alto mando británico pretendió retrasar las operaciones hasta la llegada del monzón de verano, cuyas inundaciones harían impracticable el terreno. Pero el mito japonés paralizaba las iniciativas de los ingleses, que se consideraban vencidos de antemano. El 6 de marzo de 1942 evacuaron Rangún, y los japoneses entraron sorprendidos en una ciudad abandonada, sin más, por los defensores. Por fin, los ingleses iniciaron una larga y difícil retirada hacia la India, que estaba a 300 kilómetros, antes del esperado monzón de verano. Los japoneses trataron de interceptarlos, pero la marcha británica se aceleró y la retirada logró salvar a la mayoría de los hombres. Casi todo el equipo, incluidos los carros de combate, fue abandonado en el camino. Las humillaciones de las potencias coloniales no terminaron aquí. La flota japonesa entró en el Indico y los ingleses reforzaron Ceilán, ante el temor de otra invasión. En febrero fue atacada Indonesia y el día 27 una flota holandesa (almirante Doorman) fue destruida. La invasión se extendió a Timor, Java, parte de Nueva Guinea y las islas Salomon.
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El mariscal Simion Mikhalovitch Budienny, compañero revolucionario de Stalin y mítico jefe de la caballería soviética, rebasó con mucho los límites de su incompetencia cuando le entregaron el mando del frente Sur. Sus majestuosos bigotes de manillar inspiraron en el mariscal alemán von Rundstedt, que le barrería en Ucrania, una cruel frase: "grandísimos bigotes y diminuto cerebro". Budienny se pudo apuntar algunos pequeños éxitos durante el comienzo del verano de 1941, conteniendo el avance alemán sobre Kiev, pero a mediados de agosto su situación comenzó a ser desesperada. Los alemanes habían cruzado el Dnieper en Dniepropetrovsk y se extendían por toda la curva baja del río como la langosta, ocupando las feraces llanuras agrícolas y dominando los núcleos industriales y las cuencas mineras. La propia Kiev quedó amenazada de cerco. Budienny convocó a sus jefes militares y a su comisario político, Nikita Kruschev, en una reunión de urgencia el 11 de septiembre. Este consejo de guerra decidió solicitar de Moscú permiso para una inmediata retirada, antes de que los alemanes pudieran cerrar la bolsa. Terminaban su mensaje: "...cualquier retraso ocurrido en la retirada del frente suroeste podría llevar a la pérdida de tropas y de enormes cantidades de material bélico". Stalin tomó la peor de la decisiones. Ordenó resistir a toda costa y para asegurarse de que la orden sería cumplida relevó a Budienny del mando y envió allí al mariscal Timoshenko. El nuevo jefe se incorporó a su nuevo puesto de mando el 13 de septiembre. Para entonces la suerte estaba echada: las columnas acorazadas de Rundstedt estaban cerrando su tenaza de hierro. El día 14, en efecto, las columnas alemanas enlazaban en Lokhvitsa, 200 kilómetros al este de Kiev, montando la mayor bolsa de aquella campaña, con más de un millón de hombres atrapados en ella. Desmoralizados, aislados, empujados por todos los lados por las fuerzas mecanizadas alemanas, los cercados no opusieron gran resistencia. El día 19 de septiembre se rendía Kiev. Una semana después terminaba la batalla, con la capitulación de las últimas fuerzas importantes. Según fuentes alemanas, tomaron allí 665.000 prisioneros, 884 blindados y 3.500 cañones; los muertos, siempre según Berlín, ascendieron a cerca de 300.000. Las cifras soviéticas reducen a la mitad las de los alemanes. En todo caso, lo constatable es que durante los dos meses siguientes los soviéticos carecieron de fuerza para oponerse al avance alemán hacia Jarkov y Rostov, pese a los propios problemas de los ejércitos alemanes del sur, privados de parte de sus efectivos y enfrentados a unos espacios geográficos inabarcables.
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Cuando se convocaron las elecciones de 1945, en Gran Bretaña todo el mundo pensaba que las ganaría Churchill; así lo juzgaba incluso el propio Stalin. Los laboristas, victoriosos, no consiguieron sin embargo, la mayoría en el voto popular, pero pasaron de 8 a 12 millones de sufragios y fue en las circunscripciones inglesas donde consiguieron mayor ventaja. Los conservadores, por su parte, descendieron de casi doce millones de votos a algo menos de diez. Por su parte, apenas entró en los Comunes una docena de liberales, a pesar de haber conseguido su partido más de dos millones de votos. En realidad, las elecciones parciales efectuadas para sustituir a diputados fallecidos ya habían proporcionado indicios del crecimiento del voto laborista. Churchill era enormemente popular y en las encuestas llegaba a obtener un nueve sobre diez puntos, pero solamente dos de cada diez electores le consideraban como el líder para la posguerra. Los electores no olvidaron el pasado, sino que precisamente recordaron los inconvenientes que había tenido la gobernación de los conservadores durante todo el período de entreguerras. El Beveridge Report acerca de política social tuvo la virtud de producir un consenso nacional en torno a esta cuestión, pero no proporcionó más popularidad al Gobierno conservador. Churchill, que había cedido a los laboristas el predominio en política interna durante la etapa bélica, no dudó en utilizar en contra de ellos durante la campaña algunas acusaciones de grueso calibre, como asegurar que su acceso al poder supondría una especie de vuelta a la Gestapo o que el Estado socialista sería idéntico al de los "camisas negras" de Mussolini. En los dieciocho meses que siguieron a la victoria de los laboristas se produjo una profunda transformación de la economía británica, que fue consecuencia de un ambiente de utopismo y de deseo de cambio social. Las medidas socializadoras apenas encontraron dificultades de aplicación en el ambiente de la época, porque las compensaciones que obtuvieron los propietarios afectados fueron generosas. Lo peculiar del caso es que estas medidas fueron aplicadas lugar en el mismo momento en que Keynes, principal asesor del Gobierno en materia económica, decía ver en el horizonte "un Dunkerque económico" en cuanto se acercara la paz. Clement Atlee llegó, por tanto, al poder con una autoridad que nunca había tenido ningún primer ministro socialista. Procedente de un socialismo de raíz religiosa era un licenciado en Oxford de clase media que daba clase en la London School of Economics. Su pequeña figura y su laconismo expresivo hicieron que fuese considerado como el de aspecto más anodino de todos los primeros ministros británicos del siglo. Sus enemigos -como el propio Churchill- hacían bromas sobre él, como decir que "llegó un taxi vacío y salió de él Attlee". A menudo pasivo y borroso, su mérito en las elecciones de 1945 había consistido tan sólo en no perder. Pero tal imagen engañaba, porque en realidad era un político tenaz que tenía un particular talento para dirigir a sus colegas. Era el perfecto líder de un equipo y eligió uno que era bueno. Sólo en 1947 se produjo algún movimiento que intentó sustituirle por Bevin, pero que fracasó dada la escasa voluntad de éste por sustituir a su jefe. Los ministros que nombró Attlee eran todos personajes de edad y experiencia, debido a los papeles que habían desempeñado a lo largo de la guerra; de un total de veinte, doce procedían de las clases obreras. De entre ellos, debe citarse principalmente a Ernest Bevin, desde hacía tiempo más influyente que el sindicalista británico. Agresivo, trabajador y con una larga experiencia, desde 1910, en los sindicatos, donde se había enfrentado a los comunistas, Bevin mantuvo en sus puestos a los funcionarios del Foreign Office, supo controlar la imprevisibilidad norteamericana en asuntos de política exterior y jugó un papel decisivo en vincular a este país con la reconstrucción económica y defensiva de Europa, aunque lo hiciera con un exceso de confianza en las capacidades económicas británicas. El tercer personaje más decisivo en el Gobierno laborista fue Aneurin Bevan, un aristócrata de izquierdas, que demostró ser un visionario pero también un buen administrador. Había también un sector radical en la política laborista -representado por el Laski- pero tuvo poca importancia. Sin embargo, en torno a un centenar de diputados laboristas parece haber sido partidario de emprender una cierta vía intermedia entre el socialismo y la democracia. El panorama que servía como punto de partida para la labor del Gobierno laborista resultaba poco alentador. Durante la guerra, Gran Bretaña había perdido una cuarta parte de su riqueza nacional y un 28% de su Flota. La deuda pública se había triplicado y los problemas de la libra esterlina pronto alcanzaron especial gravedad. Cuando pasó a ser convertible, se derrumbó en el mercado y, en el verano de 1949, hubo de ser devaluada en más de un 30%. Hasta ese momento la balanza exterior británica había sido negativa, mientras el país mantenía un millón de hombres en armas. Con todo, el Gobierno no tardó en imponer su impronta sobre la economía nacional. El Partido Laborista no tenía planes sistemáticos para las nacionalizaciones de las grandes industrias, pero sin embargo, en 1946 fueron nacionalizados el Banco de Inglaterra y la Aviación civil. En 1947, le tocó a la industria del carbón, telégrafos y teléfonos; el transporte y la electricidad pasaron a dominio público en 1948; el gas, en 1949 y quedaron para 1951 el hierro y el acero. En realidad, el 20% de la industria británica nacionalizada fue el porcentaje que menor beneficio daba. Al mismo tiempo, en el Parlamento fueron recortados los poderes de la Cámara de los Lores, reduciéndose el tiempo de dilación de que disponía para que una ley fuera aprobada. Pero la obra más importante de los laboristas en el poder consistió en la difusión del Welfare State, el Estado de bienestar. Este término, nacido en los años treinta, había empezado a ser utilizado de forma masiva durante el conflicto bélico, en contraposición al Warfare State -Estado de guerra- de Hitler. Lo verdaderamente nuevo fue la pretensión de llegar a la universalización de estos servicios sociales. Se concretó en dos medidas especialmente importantes: el National Insurance Act y el National Health Service Act, ambas de 1946. Bevan fue el principal impulsor de las medidas relativas al servicio de la salud: lo decisivo y más controvertido fue la nacionalización de los hospitales. Una legislación relativa a la vivienda fue aplicada en 1949 y también Bevan fue responsable de ella, pero el resultado de su labor fue inferior al que obtendría Macmillan en años siguientes. La política exterior estuvo en manos de Bevin, que en el pasado había sabido reconciliar a los laboristas con el rearme y ahora los sumó a una actitud gracias a la que en 1946 Gran Bretaña inició su programa atómico. Sólo una minoría radical -Foot, por ejemplo- llegó a creer realmente que era posible la existencia de una tercera fuerza en el campo internacional. El resto optó por una posición occidentalista y vinculada con los Estados Unidos. La tradicional política de los laboristas había sido, como la norteamericana, contraria al colonialismo y ya en 1942 Bevin había escrito que "los Imperios tal como hasta ahora los hemos conocido tienen que convertirse en una cosa del pasado". Durante la guerra, sin embargo, había habido también planes para llevar a cabo importantes inversiones en las colonias. El resultado de esta actitud fue una mezcla de retirada y atrincheramiento en las mismas. La retirada de Palestina y de la India fue motivada por la violencia existente en aquellos espacios y por los inmensos gastos que causaba. En otros lugares se prestó mucha mayor atención a las colonias. La Administración colonial triplicó sus efectivos y las inversiones realizadas fueron importantes, a pesar de las dificultades con que vivía la metrópoli. De acuerdo con la visión del Gobierno británico, su país fue en ocasiones tratado por los Estados Unidos, no como un amigo que se hubiera arruinado combatiendo un peligro común, sino como un mero competidor comercial. Pero la estrecha vinculación de Gran Bretaña con Estados Unidos, nacida en la época de Churchill, se vio ahora confirmada. Lo más importante para Bevin era lo que sucedía en Europa, amenazada por la URSS. Su deseo más acuciante fue mantener a Estados Unidos involucrado en Europa y, sin duda, lo consiguió. Pero la política laborista respecto a una Europa federal fue escéptica e incluso Attlee estableció una gran diferencia entre el socialismo continental y el británico. En cuanto a la oposición, los nuevos conservadores no discreparon en exceso de sus adversarios: Macmillan, por ejemplo, escribió un libro titulado The Middle Way. En 1947, la Carta industrial del partido conservador dio nuevas pruebas de que no se oponían a la política social laborista. En las elecciones de 1950, los conservadores insistieron en que sus adversarios habían hecho desaparecer los beneficios de las empresas, pero no atacaron el Welfare State. Consiguieron dos millones de votos más -doce millones y medio- pero los laboristas, con más de trece millones, lograron el voto más nutrido de su historia. Sin embargo, el Gobierno laborista de 1950-51 no hizo otra cosa que nacionalizar la industria del acero. En realidad, era un Gabinete formado por personas ya de cierta edad que daban la sensación de estar terminando su carrera política y que, por tanto, no tenían mayor interés en el futuro. Bevin se había retirado ya y Attlee lo hizo en 1951. La segunda fase de Gobierno laborista se significó por la aparición de figuras como Hugh Gaitskell, tecnócratas a la americana que no eran de procedencia obrera sino universitarios mejor formados desde el punto de vista profesional. Otro rasgo de este momento fue la división interna del partido. La aprobación de un amplio programa de defensa con el apoyo de los conservadores llevó a la supresión de los pagos por atención oftalmológica y odontológica en la Seguridad Social y esto supuso que algunos personajes de la izquierda del partido, como Wilson y Bevan, dimitieran. En la campaña electoral de octubre de 1951, se debatió principalmente la capacidad de los dirigentes de los dos grandes partidos para dirigir el país en guerra. Los conservadores consiguieron 13.700.000 millones de votos y los laboristas doscientos mil más pero ganaron los primeros por 321 escaños contra 295 diputados. Los liberales sólo consiguieron seis diputados y perdieron muchos votos que en su mayoría fueron a parar a los conservadores. En el momento culminante de la guerra fría, predominó, aparte del evidente agotamiento de la propuesta laborista, la sensación de que era preciso recurrir a quien había dirigido al país durante la guerra. Churchill tenía 77 años cuando formó su segundo Gobierno. Había superado dos infartos y sufrió otros dos más que no modificaron sus hábitos, excepto en sustituir su consumo de coñac por el de otras bebidas alcohólicas. Elegido diputado por vez primera al final del reinado de la reina Victoria, no puede extrañar que la media de edad de sus ministros fuera de sesenta años. En la oposición -época en que con su tarea literaria consiguió una fortuna que nunca había tenido e incluso un Nobel- apenas había hecho otra cosa que hacer alguna declaración significativa sobre política exterior: si sus declaraciones sobre el "telón de acero" habían sido criticadas en un principio, la evolución internacional parecía darle la razón. Como siempre, pretendió que su Gobierno fuera nacional y eso le llevó a ofrecer la cartera de Educación a los liberales. Las figuras más determinantes del nuevo Gabinete fueron Eden, Butler y Macmillan. Este último llevó a cabo una política de vivienda muy radical, en la que implicó a la iniciativa privada y que explica su posterior ascenso hasta la dirección del conservadurismo. Esta política se explica porque los conservadores aceptaron las líneas esenciales del Welfare State. The Economist empleó el término "butskellism" -término que unía los apellidos de Butler y Gaitskell- para denominar la fundamental coincidencia de principios en política social entre los dos partidos. Las medidas de privatización de conservadores fueron escasas y se limitaron a la industria del acero. En realidad, si fueron otros políticos conservadores los que asumieron la política interior fue porque ésta no le interesaba a Churchill. En cambio, sí le apasionaban las cuestiones relacionadas con la exterior, hasta el extremo de que asumió la cartera de Defensa. Sus ideas sobre esta materia eran a veces grotescamente anticuadas -calificó a Gandhi de "miserable hombrecillo"- pero en algunas cuestiones como el europeísmo fue un precursor, a pesar de lo cual la no participación del Ejército británico en la CED contribuyó a hacer imposible esta iniciativa. En cambio, fue muy consciente de lo que Estados Unidos significaba para la Gran Bretaña: llegó a tener la idea de que podía tratar a Eisenhower como un maestro a un discípulo o, al menos, como a un igual y recomendó hasta el final no distanciarse de ellos. Hasta el final de sus días quiso entrevistarse con los líderes soviéticos, en la idea de que podría superar la guerra fría. Pero no consiguió apoyos para hacerlos y en 1955 los conservadores llegaron a la conclusión de que tenían que prescindir de su liderazgo. Luego, como explica Macmillan en sus memorias, se sintieron despreciables por haberle desplazado del poder. Retirado con ochenta años, Churchill conservó su escaño todavía durante una década. En los últimos tiempos, sus relaciones con Eden, su sucesor, se enturbiaron, pero en las elecciones de 1955, dirigidos por él, los conservadores obtuvieron 344 escaños y los laboristas, muy divididos, tan sólo 277. En torno a 1954, concluyó el período de racionamiento en Gran Bretaña y ese mismo año se introdujo la televisión comercial mediante ley. La fecha parece, pues, significativa en este caso como en el de muchos otros países europeos. La sociedad británica de la posguerra parecía mucho más optimista que en el pasado. En 1942, en momentos difíciles, por vez primera desde los años ochenta del XIX se había experimentado un crecimiento de la tasa de nacimientos, signo evidente de un cambio de actitud de fondo. Pero, aunque las novedades legislativas habían sido muchas, no hubo un auténtico cambio en materia de estratificación social. Dalton, Cripps y Strachey, dirigentes socialistas de primera fila, podían ser considerados como personas de clase alta y el propio Attlee era descendiente de una prestigiosa familia de abogados. La alta Administración estuvo también dominada por la clase más acomodada: el 74% de sus miembros procedía de Oxford o Cambridge, gobernaran los conservadores o los laboristas. Si existió esta continuidad social es porque, en realidad, en la vida pública no hubo discrepancias tan graves. El consenso implicó acuerdo en cuestiones tan espinosas como la política social, el gasto militar o incluso qué hacer respecto al Imperio (tampoco lo hubo sobre los gastos de la boda de la futura reina). La herencia de la guerra fue, al menos en apariencia, un aspecto exterior de unidad. Aunque para la derecha significaba un patriotismo constructivo mientras que para la izquierda suponía la cohesión social, la coincidencia en lo fundamental estaba asegurada. A pesar de esa identidad de fondo en las posturas, las interpretaciones de los historiadores sobre esta época de la Historia británica han resultado muy controvertidas. Si se ha presentado esta etapa como una singladura radicalmente novedosa, al mismo tiempo se ha asegurado, también, que el pueblo británico esperaba y obtuvo la solución de sus problemas de paro y de carencia de protección social, pero al mismo tiempo se atribuyó a sí mismo una misión excesiva en un momento en que se derrumbaban sus exportaciones y se habían volatilizado ya sus inversiones exteriores. Aunque los norteamericanos fueron especialmente generosos con los británicos en lo que respecta a la asistencia concedida a través del Plan Marshall, esta ayuda fue empleada para proyectos poco solventes y no para infraestructuras. Sólo los norteamericanos superaron durante estos años a los británicos en lo que respecta a número de Premios Nobel conseguidos. Gran Bretaña gastaba mucho más que la media de las naciones europeas en investigación y desarrollo, pero quedó al margen en lo que respecta a su capacidad de innovación tecnológica. Como a ello hubo que añadir una política que mantenía el recuerdo de la época imperial, la carga acabó siendo muy difícil de soportar. En 1950, quien había sido la potencia hegemónica era sólo el séptimo país en PIB del mundo; en 1970, estaba en el puesto dieciocho. Era demasiado y la combinación entre la política social y la combinación con una política exterior muy activa pudo provocar la decadencia económica a medio plazo.
contexto
La Segunda Guerra Mundial se inició para poner coto a un peligroso reavivamiento del imperialismo germano, que amenazó la seguridad e integridad de tres países vecinos (Polonia, Checoslovaquia y Austria), así como la influencia política de Francia y Gran Bretaña. A este motivo inicial se superpuso luego un ambiguo conflicto ideológico -que agrupaba en la lucha contra el totalitarismo y el racismo nazi a potencias totalitarias como la URSS y racistas como Sudáfrica-, pero el resultado último fue la sustitución del expansionismo alemán por otro más agresivo e igualmente totalitario -el soviético-, con la entrada en juego, como factores dominantes de la política centroeuropea, de dos países ajenos a este área: Estados Unidos y la Unión Soviética. A más largo plazo, este desenlace dio lugar al desmantelamiento de los imperios coloniales europeos. La cifra de muertos y desaparecidos en los seis años de conflicto superó los 50 millones, a los que es preciso sumar unos 35 millones de heridos graves. Es posible analizar estas cifras sobrecogedoras desde perspectivas muy diferentes. Una primera es su reparto por nacionalidades. El mayor sufrimiento correspondió a la Unión Soviética, con 21,5 millones de muertos; le siguieron China -más de 13 millones-; Alemania -más de siete-; Polonia -más de cinco-; Japón y Yugoslavia -más de dos cada uno. Por debajo del millón, Francia, con 620.000, y ya con menos de medio millón, Italia, Gran Bretaña, Estados Unidos, Rumania, Hungría, Checoslovaquia, Austria, Holanda, Bélgica, Grecia y Finlandia. Los demás países beligerantes tuvieron cifras de muertos inferiores a 10.000. Junto a la valoración meramente cuantitativa, cabe efectuar otra cualitativa, relativa al porcentaje de muertos en relación con la población total. Polonia perdió algo más del 20 por 100 de la población, la URSS y Yugoslavia, el 10 por 100, y entre el 5 y el 10 por 100, Alemania y Finlandia. Más de la mitad de las víctimas fueron civiles, causadas por: - Los bombardeos terroristas efectuados por la aviación, pero también por la artillería. Correspondió a la Alemania nazi la iniciativa, con las destrucciones de Varsovia (septiembre de 1939) y Rotterdam (mayo de 1940) y los ataques aéreos de este último año contra varias ciudades británicas, de modo muy especial Londres y Coventry. Alemanes fueron igualmente los bombardeos de ciudades rusas -Stalingrado, Leningrado- y los ataques con misiles -Fi 103, A-4, Rheinbote- contra aglomeraciones urbanas durante el último año de la guerra. Los aliados, de forma muy particular británicos y norteamericanos, destruyeron con sus bombardeos aéreos la práctica totalidad de las grandes ciudades alemanas. Los soviéticos carecían de aviación estratégica, pero su ataque final contra Berlín -abril de 1945- tuvo esta misma naturaleza. La culminación de esta técnica la constituyen, desde luego, las dos bombas atómicas contra Hiroshima y Nagasaki -agosto de 1945-, aunque previamente la aviación norteamericana había provocado destrucciones mayores mediante bombardeos convencionales, sobre todo en Tokyo. - El genocidio, del que son principal exponente los campos de exterminio nazis, donde fueron asesinados unos seis millones de personas, en su mayoría judíos. Nunca en la historia de la humanidad se había producido una combinación similar de empleo de la técnica más refinada y económica para lograr la exterminación en masa. Los campos constituyen, sin duda, la herencia más abominable de la guerra -los bombardeos causaron más muertos, pero al menos existía una posibilidad de defensa. Fuera de Alemania, el único caso similar que se encuentra probado es el exterminio por los soviéticos de diez mil mandos del Ejército polaco, en la primavera de 1940, en las denominadas Fosas de Katyn. - Las represalias contra la población civil -aunque hubo también algún caso contra unidades militares desafectas- durante los últimos años de la guerra. Los alemanes y los fascistas italianos fueron probablemente los campeones en este tipo de actividades. Pero tampoco los soviéticos se quedaron muy atrás cuando ocuparon territorio alemán, a comienzos de 1945. Los asesinatos de colaboracionistas -de forma muy destacada en Francia en 1945- fueron una prolongación de esta técnica. Los comunistas yugoslavos también emplearon prácticas de este tipo. - El mal trato a los prisioneros de guerra. Fue particularmente cruel el otorgado por los alemanes a los prisioneros soviéticos, por la URSS a los prisioneros alemanes y por Japón a los prisioneros norteamericanos y británicos. En China la crueldad con el prisionero enemigo fue similar por ambos bandos. Esta política continuó, de forma delirante, por la URSS después de la guerra: por un lado se negó, hasta la muerte de Stalin, en 1953, a devolver los prisioneros de guerra; por otro, internó en campos de concentración durante varios años a la práctica totalidad de los cientos de miles de prisioneros de guerra soviéticos que habían sobrevivido a los campos alemanes. Los combatientes sufrieron, comparativamente, bajas mucho menores que en la Primera Guerra Mundial, debido al cambio de táctica y los progresos de la Medicina. No volvieron a repetirse los ataques frontales masivos típicos de la guerra de trincheras y a la mejora de los servicios médicos se sumó el empleo de nuevos fármacos, de forma muy especial -por parte de los aliados- la penicilina.