La descomposición de al-Andalus, en esta etapa, provoca su desintegración literaria. La caída del poder almohade, antes de mediar aquel siglo consumada en al-Andalus, dispersó a sus poetas y prosistas: algunos se fueron a Marrakech, como el vate Ibn al-Jabbaza, en el cortejo de al-Mamum, el último califa de aquella dinastía que, en 1228, abandonó la Península; otros emigraron a Túnez o al Oriente islámico, como se apuntará luego; algunos permanecieron todavía cierto tiempo en sus recortadas tierras andalusíes, más o menos en relación con los poderes políticos que en al-Andalus sucedieron a los almohades, ninguno de los cuales consiguió, en lo que quedaba de aquella centuria, una brillante y estable corte literaria.No lograron siquiera tenerla en plenitud los emires Banu Hud, con capital en Murcia (1228-1243; y sometidos a Castilla, hasta 1266) y esporádica extensión a casi todo lo que restaba de al-Andalus. Murcia y otros enclaves de su territorio, en especial Orihuela, vivieron todavía, en la primera mitad del siglo XIII, de sus ricas rentas culturales que les permitieron sostener una decorosa cancillería, auspiciada por políticos-literatos como Aziz b. Jattab, y hombres de letras que ejercieron como secretarios, con relativa altura prosística y versificadora, como Ibn Amira de Alcira, cuyo talento literario fue empleado por la última administración almohade de Valencia y de Sevilla, luego por el emir Ibn Hud, y por otros señores de Murcia, hasta que emigró al Magreb, en 1239-1240; o como Muhammad Ibn Jattab, cuyo diwan poético se ha perdido, pero no sus cartas, como secretario de los Banu Hud hasta su caída, que marchó luego al castillo de Mentesa, para asistir allí con su pluma al régulo Ibn Waddah, hasta que ambos embarcaron rumbo a Tremecén, en 1274.Este enclave murciano, en que el residuo de poder político sigue recurriendo -cómo no- al servicio de la literatura, es comparable con la corte literaria que logró el arráez Said ibn Hakam en su también resistente (hasta 1287-1288) Menorca, donde se reunieron letrados emigrantes del resto de las Baleares ya conquistadas, y emigrantes también desde otros puntos ya perdidos de al-Andalus. Allí destacaron sus propios versos, y los de sus cortesanos, se escribió además buena prosa árabe, y hubo afán por reunir manuscritos de varios saberes, como un último legado.El brillo almohade y post-almohade de Sevilla se apagó con la salida de sus elites políticas y culturales, al filo de la conquista cristiana, y entre ellas partió hacia el Magreb, sin retorno, Ibn Sahl al-Israili (1212-1251), uno de los pocos poetas de sincero acento, cuyo Diwan es uno de los más hermosos de la poesía de al-Andalus.En el enclave independiente del Occidente andalusí, controlado por el arráez Ibn Mahfuz desde Niebla (1234-1262), no destacó demasiado literato ninguno, pues Ahmad al-Labli, que compuso obras filológicas y de crítica poética; si bien nacido en aquella ciudad, hacia 1217, sólo estudió en ella con un maestro, y completó su formación en Sevilla, antes de emigrar al Norte de África, alrededor de 1236.El último reducto de al-Andalus, el de la Granada nazarí, no consiguió organizar del todo su administración, y con ella su secretaría estatal y una parte considerable de su literatura, hasta casi rayar el siglo siguiente, el XIV, que sí conocerá un buen desarrollo del verso y de la prosa.Fueron muchos los literatos que emigraron, entre los que sin duda deben ser destacados Ibn al-Abbar, Ibn Said y Al-Qaartayanni. La trayectoria de estos tres grandes literatos es bien expresiva de la situación: surgidos de la sazón cultural que alcanzó al-Andalus en su cúspide almohade, de finales del siglo XII y primeros años del XIII, la decadencia andalusí, y las enormes pérdidas territoriales, les llevaron ya a dar sus frutos literarios finales en otras tierras, durante la segunda mitad de aquel siglo.Similar andadura del exilio siguieron otros muchos, muchísimos, literatos de mayor o menor categoría durante aquel siglo XIII, y ya desde su primera mitad, como el gran místico y excelente escritor en prosa y verso Ibn Arabí de Murcia (1165-1240), que murió en Damasco, tras una fecunda vida viajera, entre los pioneros emigrantes de aquella centuria. En Damasco acabó también sus días el mayor gramático de su época, Ibn Malik de Jaén (1203-1274). Otros fueron a instalarse en Egipto, como el famoso místico, espléndido cantor en zéjeles de su experiencia contemplativa, al-Sustari (Guadix, 1212-Tina, Damieta, 1269). En El Cairo fallecieron otros, como el destacadísimo gramático granadino Abu Hayyan (1256-1344). Incontables fueron los andalusíes que emigraron al Norte de África, y especialmente a Túnez, donde se les dispensó gran acogida. La producción en verso y prosa de estos andalusíes en otras tierras otorgó a la literatura andalusí uno de sus rasgos: el de su exportación al exterior, y su influjo, sobre todo en el Norte de África, tierras que heredaron el acervo andalusí.Hubo también algunos literatos que no emigraron, por encontrarse en territorios aún alejados de los avances cristianos, o porque hasta allí se retiraron, y que en ellos siguieron componiendo, dentro ya del defendido territorio del emirato nazarí, donde una nueva entidad política se estaba organizando, a partir de 1232.Dentro de este nuevo, y último, reino andalusí transcurrió la vida del gran escritor Abu l-Baqa de Ronda (1204-1285), famoso por la casida en que llora las pérdidas de ciudades de al-Andalus, uno de los temas recurrentes de las letras andalusíes de los últimos siglos; esa casida de Abu l-Baqa, al verterla Juan Valera desde el alemán, quedó teñida con el estilo de las Coplas de Jorge Manrique, sin que realmente lo tuviera; logró, eso sí, una emotiva versión algo libre, como él mismo reconocía:"Cuando sube hasta la cimaDesciende pronto abatidoal profundo..."Muchos versos de esta casida han sido traducidos en su punto por María J. Rubiera; por ejemplo:"Todo al llegar a su plenitud disminuye;no se engañe el hombre con los bienes terrenales.Esta morada no perdura para nadie...Pero ahora el Islam no tiene consuelo,por lo que le sucedió a la Península...¡Preguntad a Valencia lo que le sucedió a Murcia!¿Dónde están Játiva y Jaén?¿Dónde está Córdoba, sede de las ciencias,de la que el mundo se enorgullecía?¿Dónde está Sevilla y los placeres que contenía,su dulce río, desbordante y caudaloso?Eran capitales columnas del país.¿Qué puede quedar si faltan las columnas?..."En prosa, además de alguna obra sobre aritmética, compuso Abu l-Baqa algún tratado sobre retórica y risalas, como la que describe a la esclava en el mercado: "blanca como la plata, que llene el corazón y la vista, una tierna flor en un arriate lleno de hermosura".Poco a poco, la corte nazarí de Granada fue componiendo su imprescindible círculo de literatos, aunque para ello haya que esperar hasta los últimos años de aquel siglo XIII, cuando se formó la Cancillería del reino granadino alrededor de la gran figura literaria y política que fue el visir Ibn al-Hakim de Ronda (1261-1309), gran redactor en prosa, según captamos en algunas cartas suyas oficiales que han quedado, y tenaz poeta a lo largo de toda su vida, quizá autor de los poemas que adornan el Partal de la Alhambra, continuando en sus funciones políticas y literarias (de poeta-funcionario, según expresión acertada de Rubiera), pero superado en cantidad y calidad de obra por su discípulo Ibn al-Yayyab (1261-1348), a quien ya hay que considerar dentro de la plenitud granadina.A este reino nazarí, que se fue conformando con relativa lentitud en este siglo XIII, empezaron a acudir a su vez letrados de otros lugares, redondeando con sus funciones culturales las dimensiones estatales; así Muhammad ibn Rusayd (Ceuta, 1259-Fez, 1321) fue uno de los primeros magrebíes que a lo largo del período nazarí se instalaron en Granada, donde transmitió hadices y compuso poesía. Puso por escrito el relato de su viaje de peregrinación a La Meca, en 1284, detallada crónica de la cultura musulmana en aquel fin de siglo, una cultura musulmana muy homogénea por los intensos contactos existentes entre sus diversos ámbitos.Al producirse la emigración masiva de las elites cultas de al-Andalus, en este siglo XIII, y quedar los restos de la literatura andalusí clásica, y desde luego la popular, como casi único acervo de identificación cultural entre los mudéjares, y luego los moriscos, se intensifica el trasvase de esta literatura al ámbito romance de la Península, destacando el trasvase de la cuentística árabe hacia la cuentística castellana ocurrido, de forma tan notable, en la segunda mitad del siglo XIII, con el patrocinio directo de reyes y personajes castellanos, ente los cuales el papel de un Alfonso X el Sabio o del infante don Juan Manuel, entre otros, y entre muchas transmisiones anónimas, otorga a la literatura andalusí de este período otra de sus características: el gran alcance de su paso al ámbito literario romance.
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En 1468 la ciudad de Lovaina le encargó a Dierick Bouts cuatro cuadros sobre temas que exhortaran a la justicia, pues iban a ser colocados en el Tribunal de la ciudad. Bouts murió pocos años después y sólo había terminado uno de los cuatro paneles, el que ahora vemos, y el segundo estaba a medias. El tema que trata este cuadro es el de la calumnia: la emperatriz había tratado de seducir al conde, que la rechazó. Despechada, ella denunció al conde ante el emperador, que la sometió a la prueba del fuego para comprobar la verdad de su denuncia. La prueba consistía en poner la mano en las brasas. Si se era inocente, la mano no sufría quemaduras. Evidentemente, no era una prueba fiable y todo aquél que tuviera que pasar por ella se lo pensaba antes de seguir adelante con su denuncia. En cualquier caso, la emperatriz no pasó la prueba y la inocencia del conde quedó puesta de manifiesto. Bouts se inspiró en un pasaje de la Biblia para realizar la escena, aquel en el que la mujer de Putifar trata de seducir a José en Egipto. Rogier van der Weyden también había realizado un cuadro similar en 1436, para la ciudad de Bruselas, lo que indica el auge en el que se encontraba el poder civil en los Países Bajos, frente al tradicional poder de monarquía e iglesia en la Edad Media.
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Si la Corona española hubiera sufragado la conquista de América es probable que ésta hubiera durado varios siglos. No fue así, y la conquista se hizo en forma vertiginosa, concluyendo prácticamente a mediados del siglo XVI, cuando los castellanos dominaban desde el norte de México hasta Chile y el Río de la Plata. El éxito se debió a la milagrosa fórmula de las capitulaciones, nunca suficientemente valorada, que transformó esta actividad en empresa privada de carácter popular (no señorial, como en el caso de Brasil), igual que antes se había hecho con los descubrimientos. Las capitulaciones de conquista -semejantes a las de descubrimiento- consistieron en delegar en un individuo responsable la acción de dominar un territorio indígena insumiso, que luego sería propiedad de la Corona. Dicho individuo corría con todos los gastos de la misma y se beneficiaría con una gran parte del botín que pudiera lograr durante ella. La Corona, como dueña potencial de dicho territorio, imponía las condiciones (demarcación territorial, plazo en que debía realizarse, ciudades que se asentarían en el territorio, etc.) y otorgaba las mercedes que estimaba oportunas (títulos, nombramientos, derecho a repartir tierras y solares, rebajas de derechos, etc.). Recibiría además el quinto real o 20% del botín que se capturase. La empresa conquistadora se constituía, así, a crédito (se pagaría con la riqueza que se lograra arrebatar a los indios) y con un capital complejo estatal, privado y comunal. El capital estatal estaba representado por la autorización real para entrar en sus dominios y se materializaba en el pago del quinto real del botín. En realidad era un capital ficticio, a cambio del cual el monarca se quedaba luego con la parte del león: el Reino conquistado. El capital privado lo ponía el capitán conquistador, quien por lo regular formaba sociedad con personas ricas (encomenderos, clérigos y mercaderes) que le prestaban el dinero necesario para organizar la empresa: navíos, armas, implementos de combate, etc. El capitán y sus socios organizaban una verdadera empresa comercial: forma y plazos en que se entregaría el capital, fianzas, liquidación del préstamo e intereses, etc. En cuanto al capital comunal, lo ponían los soldados que se enrolaban en la empresa. Por su trabajo, es decir, por su actividad bélica, cobraban ya una parte o especie de acción del hipotético botín, pero podían ir sumando otras medias partes o partes enteras adicionales poniendo sus armas, caballo, etc. Esto último puede parecernos de escaso valor, pero representaba una gran suma, ya que los elementos bélicos costaban mucho a causa de su escasez. Había que traerlos de la metrópoli y los especuladores les imponían precios abusivos. Lo corriente es que el peón cobrase una parte, el ballestero parte y media y el caballero dos partes. El procedimiento de conquistar a crédito tenía, además, la ventaja de canalizar un gran número de intereses hacia el objetivo común de obtener el botín, única forma de que todos cobraran el capital invertido. Si no había botín los Reyes se quedaban sin su quinto, los soldados sin su parte y los socios capitalistas sin su dinero, pues normalmente el capitán conquistador no tenía bienes suficientes con que responder a sus acreedores. Esto explica el empecinamiento con que funcionaban las huestes conquistadoras, sorteando toda clase de dificultades. A los botines se añadieron otros dos incentivos potenciales, que fueron los rescates de personajes principales y las encomiendas y solares en las ciudades que se construyeran dentro del territorio conquistado. Lo primero se usó a partir de la conquista de México, y consistía en exigir una gran suma al jefe indígena apresado a cambio de su supuesta libertad (nunca se le concedía, pues podía capitanear una revuelta contra los españoles), tal y como se hizo con Moctecuhzoma, Atahualpa, el Zaque Quemuenchatocha, etc. En cuanto a las encomiendas, fueron decisivas, pues eran lo que realmente movía a los conquistadores. Ninguno de ellos quería vivir de la lanza, como siempre se ha dicho, ni tampoco obtener grandes posesiones de tierra, como igualmente se ha afirmado. Lo que realmente pretendían era vivir como unos señores, sin trabajar (los señores no trabajaban) y a costa de los indios. El capitán de hueste, transformado en Gobernador por obra y gracia de una conquista exitosa, se convertía en una especie de rey mago que regalaba a sus antiguos compañeros encomiendas de indios (bien es verdad que con carácter provisional la mayor parte de las veces) en consonancia con los servicios prestados durante la campaña. La encomienda tiene, así, su raíz y única explicación posible en la conquista, y de ahí que Las Casas atacara ésta para extirpar aquélla. Como consecuencia de lo anterior, se comprende que el reparto del botín era extremadamente complejo. Se separaba primero el quinto real, luego los costos generales de la expedición, las pérdidas sufridas durante la misma, y finalmente se procedía a hacer el número de partes totales, dando a cada uno la suya. Naturalmente, las reclamaciones de los soldados eran frecuentes, pues habían soñado durante meses o años con aquel momento, y se encontraban con que les correspondían apenas unos cientos de pesos. El botín de la conquista de México fue , por ejemplo, de 50 ó 60 pesos para cada peón y 100 para cada caballero. Surgían, por ello, disputas que los capitanes procuraban apaciguar haciendo uso de su habilidad y, a menudo, echando mano de su propio dinero para compensar a algunos revoltosos peligrosos. Los repartos de botines, las encomiendas y los cargos de los primeros asentamientos fueron la manzana de la discordia de los conquistadores y sembraron las semillas de las guerras civiles, como ocurrió en el Perú. Aparte de las conquistas capituladas con la Corona, estuvieron las subdelegadas, encargadas por alguna autoridad indiana como un virrey o un gobernador: Vázquez de Coronado, Valdivia, Diego de Rojas, etc. Mucho mayor es el apartado de las conquistas que nadie capituló, ni encargó, sino que obedecieron a la ambición de los jefes de hueste. Entre ellas, figuran las de descubrimiento y rescate, transformadas en tales por la rebelión de sus capitanes, como las de Cortés, Jiménez de Quesada, Olid, etc. o las que se hicieron por propia iniciativa de otros capitanes, sin que mediara orden alguna de nada, como la de Benalcázar, etc. Podríamos resumir, así, que la empresa conquistadora fue hecha a crédito y subvencionada en definitiva por los propios indios, que pagaron, con los botines que les capturaron, los gastos de las expediciones, los sueldos de los soldados sin soldada y los beneficios de los capitalistas que pusieron el dinero. Estos últimos fueron, quizá, los únicos que realmente hicieron negocio y, por lo común, sin necesidad de arriesgar la vida y hasta sin moverse del sitio donde residían. En Brasil, la empresa conquistadora tuvo unos matices diferentes. El hecho de que los portugueses tuvieran un excelente negocio, como eran la especiería y el mercado asiático (que no había necesidad de conquistar a sangre y fuego), motivaron que la Corona se desentendiera de su conquista hasta que vio en peligro la posesión del territorio a causa de las incursiones de los castellanos y los franceses. La monarquía tenía por entonces muchos problemas para afrontarla y decidió delegarla en los señores feudales que quisieran realizarla, tal como había hecho con las islas atlánticas. Dividió la costa, desde Pernambuco hasta el Río de la Plata, en franjas de 50 leguas y trazó paralelos hacia el sertón o línea de Tordesillas. Resultaron así 15 capitanías, que Juan III entregó a 12 capitanes donatarios (algunos de éstos tuvieron varias capitanías). A cambio de colonizarlas a su costa, otorgó a cada capitán la posesión de la tierra, que traspasaría luego a su heredero y descendientes (no podían enajenarlas, dividirlas, ni traspasarlas a un segundo feudatario), así como la jurisdicción civil y criminal (los jueces reales no podían actuar en su capitanía) e infinidad de prebendas señoriales: monopolio del palo, especias y drogas, quinto de metales y piedras preciosas, propiedad de los ingenios, molinos de agua, derechos tributarios de los colonos, etc. Los capitanes no conquistaban una tierra para su rey, a quien sólo rendían vasallaje, sino para ellos, careciendo por esto de apoyo popular. El sistema fracasó, como veremos más adelante, y las capitanías revirtieron al monarca.
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<p>Johannes Vermeer es el autor de este cuadrito con una típica escena de interior, como el resto de su obra. Representa a una joven inclinada sobre el almohadón del encaje de bolillos, con un cojín de costura y diversos hilos, a la izquierda, sobre una mesa. El fondo es claro, apreciándose la textura de la pared, mientras que el primer plano es más oscuro. La luz cae cobre la encajera y la labor, de tal manera que algunas zonas de su rostro se velan por la sombra. Vermeer ha restringido el marco de la escena proponiendo un primer plano muy próximo a la modelo, lo cual dota de una sorprendente modernidad a la imagen. La muchacha ha quedado recortada a menos de medio cuerpo, recogida sobre su labor y totalmente ajena a la mirada del pintor o del espectador. El artista juega con el poder de la luz con una habilidad que sorprendió a finales del siglo XIX a los impresionistas, que también estaban muy interesados en los efectos de la luz sobre los objetos. Renoir menciona este lienzo como uno de los más bellos de la historia de la pintura. La joven está modelada con golpes de luz y de sombra, en una evolución de la técnica del claroscuro que inauguró Caravaggio. Este autor fue muy importante para Vermeer y en general para el Barroco holandés, pues de él tomaron el modo de iluminar y componer una escena. Fuera de la influencia de Caravaggio, hemos de destacar la audacia cromática de Vermeer, propia del artista, reflejada en el hermoso azul específico de su paleta, el amarillo brillante de la blusa y los rojos de las madejas de hilo en primer plano. Todos estos colores están utilizados en sus gamas puras, sin matices, lo que les da una intensidad rítmica muy constructiva. En cuanto al tema, Vermeer se interesa en esta composición por mostrar a la mujer como ejemplo de virtudes, contrario a las actitudes que representan los vicios en otras obras como Caballero y dama tomando vino o Carta de amor. Por esta razón, la mujer está concentrada en su labor, el encaje, considerado una actividad femenina desde época medieval, tomando como fuente bibliográfica los proverbios de Salomón en los que se describía el modelo de mujer virtuosa, episodio bíblico citado en todos los libros referidos al matrimonio de la época. En la misma línea encontramos a la Criada con el cántaro de leche.</p>
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En la mística cristiana el concepto de encarnación -personificación de Cristo o María, percepciones sensoriales, milagros, etc.- está presente de manera extraordinaria en algunas de sus figuras más relevantes. San Francisco de Asís, en un momento en el que la devoción al Crucificado está en pleno auge, experimenta las cinco heridas o llagas que Cristo tuvo en la cruz, denominadas estigmas. Santa Teresa de Jesús habla de su propia experiencia, en la que alcanza un estado de éxtasis que incluye manifestaciones místicas, un paso en el camino hacia la unión mística con Dios. Sus vivencias espirituales las reflejó en su obra Las Moradas, en la que, no obstante, describe con cautela sus experiencias místicas y extáticas, dado el gran control y vigilancia que la Inquisición ejercía sobre manifestaciones de este tipo, que podrían ser consideradas heréticas. En ocasiones las experiencias místicas son descritas por los devotos o testigos acompañadas de manifestaciones físicas, como estados de trance, levitaciones, lloros o gritos, que son interpretados como producto de la acción divina en el interior del individuo.
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Lafuente Ferrari ha dicho del Neoclasicismo que es "el último de los estilos europeos que en el Renacimiento comienzan. Si el Renacimiento aspiraba a su modo a una reviviscencia del mundo antiguo, el Neoclasicismo es un intento de restauración". Matizando la definición añade: "El Neoclasicismo es un clasicismo de segundo grado a diferencia del espontáneo y paulatino acercamiento al arte antiguo operado por el Renacimiento con espíritu creador y vital".En el período de la Ilustración, el debate europeísta se cierra en torno a la vuelta a Roma y al racionalismo clasicista en las artes, ocasionando una ruidosa polémica llevada a cabo por minorías o elites cultas presentes en las academias y en otros foros intelectuales del mundo europeo, acentuándose la aversión al arte o a la cultura barroca, denostada por sus excesos de lenguaje lo cual sirve para su rechazo por Ponz, Jovellanos y otros insignes ilustrados.Pero el siglo XVIII es época de gran desarrollo científico y es por lo que se tiende a estudiar la Antigüedad con un espíritu cientifista. Se penetra en el mundo del Oriente próximo y remoto (chinoiserie, turquerie, etc.) y se alcanza sobre todo el mundo greco-romano. El atractivo de las ruinas de la Antigüedad suscita un verdadero furor arqueológico. Los viajes de eruditos, los Libros de Viajes, las colecciones de obras antiguas, las vedute, las expediciones arqueológicas (Italia, Spalato, Palmira, Baalbek...), los grabados extensamente cultivados en la época, todo contribuye al acercamiento a los ideales clásicos y a un análisis de la sinceridad, la funcionalidad y proporción de aquellas artes y que, profundamente analizadas a través del acarreo de materiales, conforman las teorías sobre aquella estética que en sus parámetros de equilibrio y serenidad vino a ser un contrapunto a la libertad creativa mantenida por el arte barroco.Las ruinas despiertan la imaginación y los nuevos ideales se mantienen incluso por encima de las convulsiones políticas y sociales. Los descubrimientos de Pompeya y Herculano y el proteccionismo estatal de los nuevos ideales clásicos impulsarán un movimiento que se ha considerado con una firme base espiritual-estética, con un valor positivo y creador, aún inmerso en una situación indecisa y problemática en la que hubo aciertos y vacilaciones pero que suscitaría un corpus teórico de la mano de Winckelman, R. Wood, Patte, Milizia, Batteau, Cochin, Diderot, etc.Como opción intelectual, tomó diferentes caminos en cada uno de los escenarios europeos. En Francia y en Italia tuvo una vida larga y fecunda. En España, ante la falta de una tradición clásica firme, se mantuvo en un abstracto muestrario historicista que tan sólo halló cierta base sólida en el magno estilo de Juan de Villanueva. Hubo incoherencia y vacío y un querer y no ser que dura, languideciendo, hasta la formación de la Escuela de Arquitectura a mediados del siglo XIX.Para algunos, el Neoclasicismo supone una reacción ante el agotamiento del Barroco que había llegado a la cumbre en sus búsquedas estéticas. Fue sin duda un movimiento de choque o reacción que opone la norma a la libertad y a la ligereza. Pero también se analiza desde la base de una Europa en transformación ideológica, científica, social y política, e incluso el nuevo lenguaje se traduce desde la vuelta a la Naturaleza que proclama Rousseau. Por sus variadas invocaciones surge sobre un panorama de dudas e incluso de incoherencias, situándose en un perenne debate en el que se enfrentan las nuevas ideas de libertad y el culto a la normativa clásica, que se adhiere a la austera grandeza de lo antiguo, sin poder evitarse la evocación también hacia un incipiente romanticismo, creándose el clímax de un arte rígido y un arte que se expresa en formas de una inflamada poética. Como ha señalado Chueca Goitia, "ello le impedirá conquistar por largo tiempo el escenario de la cultura quedando todo en una victoria pírrica...".Los anhelos de restauración clasicista parten, en algunos investigadores, de una vuelta al período renacentista que justifica que el punto de apoyo inglés hunda sus raíces en el palladiadismo, o que lo español vuelva coyunturalmente los ojos a Juan de Herrera. Este primer paso dio lugar a una revisión de la tratadística renacentista; sin embargo, en un proceso ideológico de mayor madurez se huye de todo subjetivismo, refugiándose en una polémica filosófico-crítica de la que serán pilares el "Vitruvius Britanicus", publicado ya en 1715, y los ideales de Algarotti y Lodoli, que coinciden en sus extremos con el P.M.A. Laugier, pilares consistentes de la ideología de la Ilustración. "Lettere sopra l'architecture" (1763), "Saggio sopra l'architettura" (1753) y "Essai sur l'architecture" (1753), junto a los escritos de Frezier, Krafft, Ledoux, Boulle, Castañeda, Ponz, Diego de Villanueva o Cean, consolidan los diferentes campos teóricos del Neoclasicismo.Surge la configuración del coleccionista, del anticuario, dando paso a los albores de una nueva ciencia, con representantes de tanta estima como el Conde Caylus o la personalidad de G. B. Piranesi, el veneciano que de manera libre e interpretativa llegó a ser el símbolo del arqueólogo fantástico.Cesare Brandi escribió que el Neoclasicismo conduce a una "hibernación mortal de la emblemática clásica", insistiendo en esa especie de conservación sin vida del mundo de la Antigüedad. Como se ha señalado, tal vez ese culto abrió el camino que condujo al sentido emblemático, sacral y objetual que el movimiento tuvo en algunos de sus planteamientos, al ser el objeto clásico conceptuado fuera de su contexto.El Neoclasicismo español quedó interrumpido por la guerra de la Independencia. Sigue entrañando vaguedad, ya que el siglo XVIII termina en gran parte de sus planteamientos en un barroco clasicista que fue encarnado por Juvara, por Sachetti, por Sabatini y por Ventura Rodríguez y su amplio discipulado, en una propuesta de amplia y arraigada significación. Desde la visión renacentista fue más bien un impulso estético, una inclinación hacia la búsqueda de un ideal de belleza que halló en lo clásico su modelista idónea. El Neoclasicismo puro europeo tuvo más bien un carácter ético, de ahí tal vez que los pensadores sean por lo general eruditos, religiosos o simples filósofos, pensadores de un análisis de carácter funcional o de un funcionalismo de necesidades.España en la época de la Ilustración no elabora rigurosas doctrinas al estilo de Italia, Inglaterra o Francia, lugares donde Milizia, Algarotti, Boullée, etc., forman parte sustancial de un profundo debate. Algunas ideas fueron aportadas por Diego de Villanueva en su "Colección de diferentes papeles críticos sobre todas las partes de la arquitectura" (1766), pero de su contribución se ha dicho que fueron "especulaciones que no tenía suficiente base", lo cual no impidió su radical planteamiento contra el barroco y rococó, "contra los retableros de las Provincias", defendiendo un funcionalismo moderado.Sus argumentos son válidos en la defensa de la grandeza y simplicidad del hecho artístico, pero se mira a Villanueva como comentarista "sin ideas propias" que ofrece "una compilación indecisa de planteamientos ajenos". En opinión de Hanno Walter Kruft el tratado villanovino "resulta particularmente provinciano en tanto renuncia a la tradición española".Los planteamientos clasicistas también se vierten en la gran crónica del "Viaje por España" de Antonio Ponz. Su obra vino a ser un inventario crítico de la arquitectura y otras artes españolas, vistas desde la perspectiva de un clásico con exceso de purismo y falta de objetividad. La esfera de influencia francesa e italiana fue la que sirvió de lejano marco a la expresión artística del despotismo ilustrado borbónico, que reflejamos más adelante en los escritos de tratadística española.