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Hispanoamérica estaba dotada de gran nivel cultural con respecto a otras colonias del Continente. Tres siglos de colegios y universidades habían producido una minoría intelectual criolla altamente preparada, que venía enfrentándose con los españoles por el dominio de su administración, comercio, defensa, etc. Fue la minoría que organizó el relevo político en la coyuntura apropiada: cuando la metrópoli afrontó la gran crisis dinástica de 1808-10, como consecuencia de la intervención napoleónica. Nombres como Alzate y Ramírez, Bartolache, Unanúe, Cosme Bueno, Baquijano, Espejo, José de Caldas, etc. no salieron de la nada. Muchos son los aspectos que distinguieron la cultura del siglo de las luces, pero los más característicos fueron indudablemente la educación en colegios y universidades, las expediciones científicas, los libros, el periodismo y la propaganda revolucionaria.
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Imaginemos una ciudad que de pronto recibe asentamientos comerciales de toda Europa, mezclados con una ancestral población morisca, una nobleza reciente y dudosa, gitanos recién llegados y un sinfín de ganapanes que olfateaban un oro inexistente. Este ambiente generó muy pronto un mundo de picaresca, prostitución, engaños, corrupción, falsas acusaciones inquisitoriales, marineros en espera de embarque que nunca embarcaban y un sinfín de individuos marginales. Habría que meditar al margen de qué estaban estos individuos, pero de ello hablaremos más adelante. Si repasamos las impresiones de Blanco White sobre el puerto de Cádiz en el primer tercio del siglo XIX, podremos hacernos una idea de lo que fuera el de Sevilla a mediados del siglo XVI. Hubo de ser, en cuanto al pueblo llano, un cúmulo de miseria y esperanza en la urbe económicamente más importante de la Europa atlántica. Al mismo tiempo, la hipotética riqueza americana, generaba un aspecto diferente de esa variopinta sociedad. Pasado el 1500 ya se había levantado buena parte de lo que hoy es la catedral: una gigantesca fábrica de carácter inevitablemente gótico, sobre la destruida mezquita almohade. Desde 1401, fecha que coincide con acontecimientos artísticos italianos, como pueda ser la convocatoria del concurso para las puertas del baptisterio de Florencia, que ganó Lorenzo Ghiberti, el cabildo catedralicio decidió ocupar una enorme área de la ciudad, próxima al puerto, con este templo casi faraónico con el propósito de hacerlo perdurable y convertirlo en el núcleo fundamental de la urbe. Esta voluntad obliga a renunciar a la tradición arquitectónica almohade y mudéjar y se opta por la fábrica no en ladrillo sino en piedra, material inexistente en la zona e importada de Portugal no sin gran gasto. Con la piedra vienen también operarios portugueses, franceses, flamencos y alemanes para dar mayor variedad social a una ciudad que todavía no se había convertido en la capital del Nuevo Mundo. Desde antiguo, el cabildo catedralicio y el de la ciudad se reunían conjuntamente en el Corral de los Olmos que, abandonado por su incomodidad, dio paso a la construcción de las salas capitulares, anejas a la catedral, ya en pleno siglo XVI. Estos cabildos, fundamentalmente el eclesiástico, han de ligarse a un patriciado urbano, de burgueses adinerados que, tímidamente, pretendían emular el patriciado humanista a la italiana. De esta relación surge un buen número de canónigos, entre los últimos años del siglo XV y los primeros del XVI, que ponen al día el ámbito cultural de una Sevilla en plena ebullición. Hay canónigos que, en sus funciones, traspasan la barrera de lo puramente religioso, como Sancho de Matienzo, que fue nombrado por Isabel de Castilla tesorero de la Casa de Contratación. Probablemente el más importante y prematuro de estos canónigos humanistas fue Rodrigo de Santaella, quien, educado en Bolonia, fue de los primeros españoles, según Bataillon, que dominaban el griego clásico. El fundó el colegio de Santa María de Jesús con el propósito de convertirlo en una universidad de artes liberales, Derecho Canónico y Teología, tomando como modelo el colegio español de Bolonia. Impulsado por los nuevos conocimientos cartográfícos, llegó a traducir la obra de Marco Polo. Traducciones de textos de carácter marcadamente humanista se suceden en poco tiempo. Las más importantes son las llevadas a cabo por Diego López de Cortegana, también canónigo, que realiza la de las obras de Eneas Silvio Piccolomini, que fue el papa Pío II, las de Erasmo de Rotterdam y -haciendo gala de una escasa pacatería netamente humanista- "El Asno de Oro", de Apuleyo. El propio cabildo le encarga de que trate de persuadir a Domenico Fancelli, un florentino que había realizado para la catedral el sepulcro del cardenal Diego Hurtado de Mendoza, para que se quede en Sevilla y continúe su labor. Otros canónigos -en este caso genoveses, lo que ilustra la rápida babilonización de la ciudad- son los hermanos Jerónimo y Pedro Pinelo, hijos de Pedro Pinelo. Este, directamente llegado de Génova, fue amigo personal de Cristóbal Colón y primer factor de la Casa de Contratación. La familia se construyó muy cerca de la catedral, en la calle Abades, una casa bellísima que aún se conserva, donde los elementos mudéjares, platerescos y plenamente renacentistas se unen en un estupendo contubernio. No en vano el contemporáneo cronista Peraza afirma que los genoveses tienen todos muy lindas y alegres casas, con aguas de pie y excelentes vergeles. Este ambiente cultural muy avanzado, construyéndose la gigantesca catedral potenciada por un cabildo de corte moderno, choca frontalmente con el de las calles. Tenderetes donde se vendía de todo, prostitutas, gañanes, frailes limosneros, niños abandonados, perros callejeros y marineros de tres o cuatro idiomas distintos, hubieron de convertir Sevilla en una urbe difícilmente imaginable. Sin embargo, en lo que al arte concierne, que es lo que nos interesa, la erección de la catedral, la de innumerables conventos y palacios hacen de la ciudad un foco de atracción para artistas de todo tipo: pintores, escultores, tallistas, orfebres, doradores, etc. Pero curiosamente, la producción de la obra pictórica durante el siglo XVI está llevada a cabo por artistas foráneos, flamencos y alemanes sobre todo, y ocasionalmente algún sevillano educado en Italia, como Luis de Vargas. En definitiva, hemos de hablar sobre pintura hecha en Sevilla y para Sevilla pero no de buena pintura sevillana en sentido estricto.
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En la actualidad el proceso histórico de las poblaciones del Suroeste, conocido como cultura tartésica, se pone en relación con el horizonte cultural "orientalizante" (M.E. Aubet), que afecta de forma desigual a Grecia, Italia y el Sur de España, representando, según esta autora, una transición entre las culturas protohistóricas y geométricas del Mediterráneo y la civilización histórica clásica, con el acceso de las poblaciones de estas áreas a formas de vida urbana, en un período cronológico que se enmarca entre el s. VII y el s. VI a. C. En opinión de M.E. Aubet, el horizonte que conocemos como cultura tartésica nace exclusivamente de la componente fenicia y como fenómeno más "oriental" que "orientalizante", dado que las colonias fenicias del litoral de Granada, Málaga y Cádiz ya estaban fundadas desde mediados del s. VIII a. C. y su auge económico se inicia en el año 700 con la penetración generalizada de importaciones fenicias hacia el interior, lo que da como resultado un proceso de "aculturación" que conducirá a lo largo de los siglos VII y VI a.C a una serie de cambios culturales conocidos con el nombre de horizonte tartésico orientalizante.
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Entre el 100 a.C. y el 100 d.C. se desarrolló el centro de Pukará, a 75 km al norte del lago Titicaca. Organizado en torno a un gran templo levantado sobre una gran plataforma artificial, incluía en su interior un patio hundido rodeado por habitaciones en sus tres lados. El elemento más característico de esta cultura es su arquitectura decorada con relieves planos incisos colocados sobre estelas que por lo general representan animales-felinos, serpientes, pescados, mientras que las tallas en bulto redondo contienen escenas de hombres que a menudo portan cabezas trofeo. Estos rasgos, junto a las cerámicas polícromas, tienen claros paralelos estilísticos con los existentes en Tiahuanaco. En la región Circum-Titicaca se desarrolló durante el periodo Clásico, que se corresponde con el Intermedio Temprano que estamos comentando, una de las culturas que más especulaciones ha generado en relación con el desarrollo andino, consecuencia quizás de haber reconocido en ella su cronología claramente anterior a los incas. Dada su antigüedad, algunos estudiosos propusieron que Tiahuanaco fue la cultura madre de las civilizaciones americanas, mientras que otros la consideraban como la capital de un antiguo imperio megalítico, o de un gran imperio que se expandió por todos los Andes Centrales. El centro urbano, emplazado en la orilla oriental del lago Titicaca casi a 3.000 m. de altitud, está organizado en torno a un impresionante complejo ceremonial recubierto de piedras bien talladas y ornamentado con impresíonantes esculturas públicas, ocupando una extensión cercana a los 4 km2. Su evolución abarca desde los inicios de nuestra era hasta el siglo XII en que inició su declive, tal vez por no resistir a la competencia de Huari. Circundando este área administrativa y ceremonial, se levantó otra residencial que se extendió más de 50 ha y pudo albergar cerca de 20.000 habitantes. Dada la altitud sobre la que se levanta la ciudad, los tihuanaquenses se decidieron a controlar verticalmente el territorio sobre el que estaban establecidos, así como también aquellos otros que sometían bajo su control. De esta manera, por medio de andenerías o por el desplazamiento a regiones más bajas de algunos de sus ciudadanos, lograron controlar varios pisos ecológicos que les permitieron alcanzar un elevado nivel de autoabastecimiento, en un sistema que más tarde habría de ser llevado a sus últimas consecuencias por los incas. No obstante, las verdaderas colonias sólo fueron establecidas en los alrededores del lago Titicaca. Junto a ello, tuvo una enorme relevancia su especialización pecuaria, especialmente en rebaños de llamas, que les proveyeron de carne, lana y abono; y resultaron un útil fundamental para el intercambio y el transporte. La planificación central de la ciudad se organizó en torno a dos avenidas principales alineadas por templos levantados sobre plataformas, residencias de elite y tumbas. El templo más alto, Akapana, tiene una plataforma de 200 m de lado y alcanza 15 m de altura, asociándose a otra más pequeña, Kalasasaya, en cuya cima se colocaron pequeños santuarios y un patio hundido. Tales recintos son muy característicos de la arquitectura de Tiahuanaco y manifiestan la deuda de la cultura local con Chavín de Huántar. En la entrada noroeste al Kalasasaya se ubica la Puerta del Sol, cuya figura central es sin duda reminiscencia del Dios de los Bastones formativo. Otros edificios, como el Kantatayita, Luka Kollu, la gran pirámide de Rumapuncu, Putuni o Poma Punku constituyen el centro ceremonial y la capital político administrativa del estado. La imagen del Dios de los Bastones decora también la cerámica pintada, junto con pumas, hombres y símbolos religiosos. Los diseños están pintados en blanco, negro, amarillo, gris y marrón sobre un fondo rojo, siendo la forma cerámica más característica el kero o vaso para beber. Estos mismos diseños aparecen en el arte textil, en tallas de madera y ornamentos de metal. También es muy destacable su estilo escultórico, tanto aquel denominado Naturalista como el Clásico, definido por monolitos decorados con relieves colocados en sus cuatro lados, al que pertenecen la Puerta del Sol, el Monolito Bennett, el Fraile y el Monolito Ponce. En el otro extremo del lago, Puno pudo ser un centro de segunda o tercera categoría, pero que resulta de gran interés para reconstruir la cultura de Tiahuanaco, dado que no se han excavado estructuras residenciales en esta gran ciudad. En Puno, las casas tienen cimientos de piedra de campo, son de planta rectangular o irregular y fueron construidas sobre terrazas; algunas de ellas tuvieron tumbas en su interior. La parte superior era de adobe. Con el tiempo, el estado de Tiahuanaco se expandió, preferentemente hacia la costa y hacia el sur, pues al norte tenía una frontera cultural con Huari. Algunos centros al sur del Titicaca, como Luqurmata y Pajchiri fueron establecidos por el estado de Tiahuanaco, seguramente para controlar la región por medio de administrativos y colonos. Otros sitios pequeños constituidos por montículos de terrazas definen un tercer nivel en la jerarquía de asentamientos. Políticamente, el control se extendió por el sur hasta la región de Atacama en Chile, donde se establecieron colonias económicas en la costa y en el interior. Impresionantes caravanas de llamas recorrieron la distancia entre estas dos regiones, de tal manera que textiles, keros de oro y tallas de madera fueron depositadas en enterramientos en diversos sitios de Chile. También se emplazaron colonias en las laderas orientales de la jungla con el fin de conseguir coca, maíz, pimientos, frutas y otros productos del bosque tropical.
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Los estudios del Epliclásico se ven enriquecidos por el concurso de una nueva fuente documental que está basada en la tradición oral, la cual fue recogida en documentos escritos que hacen referencia a Mesoamérica desde el siglo X. Muchas de estas fuentes son contradictorias, están tergiversadas por los propios agentes que las recogieron y mezclan de manera sincrónica muchos acontecimientos; pero su análisis cuidadoso resulta de gran valor para la reconstrucción del pasado mesoamericano. La Historia Tolteca Chichimeca afirma que los toltecas llegaron desde el norte a la cuenca de México, donde ejercieron presiones hasta ocupar el norte del valle y sus aledaños conducidos hasta Ixtapalapa por su héroe mítico, Mixcoatl (Nube Serpiente). Desde este asentamiento se trasladaron a Tula dirigidos por Ce Acatl Topiltzin, Quetzalcoatl, lo que sucedió hacia el 960 d.C. Poco más tarde, una facción liderada por un sacerdote adscrito al culto de Tezcatlipoca se enfrentó a él, venciéndole y expulsándole de la ciudad junto con sus seguidores. Tula inició entonces un dominio político sobre un vasto territorio hasta que en 1.156 Huémac dedidió su traslado a Chapultepec, donde murió en 1.162, finalizándo así la dinastía de reyes toltecas.
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Los estudios del Epliclásico se ven enriquecidos por el concurso de una nueva fuente documental que está basada en la tradición oral, la cual fue recogida en documentos escritos que hacen referencia a Mesoamérica desde el siglo X. Muchas de estas fuentes son contradictorias, están tergiversadas por los propios agentes que las recogieron y mezclan de manera sincrónica muchos acontecimientos; pero su análisis cuidadoso resulta de gran valor para la reconstrucción del pasado mesoamericano. La Historia Tolteca Chichimeca afirma que los toltecas llegaron desde el norte a la cuenca de México, donde ejercieron presiones hasta ocupar el norte del valle y sus aledaños conducidos hasta Ixtapalapa por su héroe mítico, Mixcoatl (Nube Serpiente). Desde este asentamiento se trasladaron a Tula dirigidos por Ce Acatl Topiltzin, Quetzalcoatl, lo que sucedió hacia el 960 d.C. Poco más tarde, una facción liderada por un sacerdote adscrito al culto de Tezcatlipoca se enfrentó a él, venciéndole y expulsándole de la ciudad junto con sus seguidores. Tula inició entonces un dominio político sobre un vasto territorio hasta que en 1.156 Huémac dedidió su traslado a Chapultepec, donde murió en 1.162, finalizándo así la dinastía de reyes toltecas. Tula está situada a unos 60 km al noroeste de Teotihuacan, en una región de pequeños barrancos y valles bien comunicados. El sitio fue un pequeño asentamiento dependiente de Teotihuacan en tiempos Tlamimilolpa y comenzó a ser modificado mediante la construcción de pequeños montículos y un juego de pelota hacia el 650 d.C., cuando ya había cesado la influencia teotihuacana; es el área que se conoce como Tula Chico. Hacia el año 1.000 d.C. se termina de planificar la ciudad, que alcanza entonces unos 14 km2 y alberga entre 32.000 y 37.000 habitantes. En el interior del Recinto Ceremonial se construyeron el Templo del Sol (Tezcatlipoca Blanco del este) y el Templo de Quetzalcoatl al norte, que sirven para orientar la ciudad a 15" 30` al este del norte, la misma orientación que tuvo Teotihuacan. Junto al Templo de Quetzalcoatl se colocó el Palacio Quemado, una estructura de techo plano sostenida por pilares. El templo en sí estuvo decorado con talud y tablero y tuvo en la parte de atrás un Coatepantli -muro de serpientes- decorado con paneles tallados que contenían jaguares, pumas, águilas devorando corazones y coyotes, muchos de ellos con restos de pintura verde, roja, azul y blanca. En la plaza Principal se construyó un altar debajo del cual se ha descubierto un escondite con 33 vasijas, muchas de ellas fabricadas en Culhuacan, en el centro de México, así como figurillas huecas procedentes de diversos sitios del valle. También en la Plaza Principal se localiza el principal de los seis juegos de pelota hallados en la ciudad, el cual tiene forma de I, y presenta fuertes semejanzas con el existente el Xochicalco. Rodeando la colina sobre la que se levanta el centro, diferentes grupos de habitación recuerdan los conjuntos multifamiliares característicos de Teotihuacan. Más allá de la periferia, las casas aisladas corresponden a los campesinos menos urbanos del estado tolteca, las cuales presentan ajuares más sencillos. La arqueología contesta la vieja visión semilegendaria que retrataba a los toltecas como un pueblo poderoso que construyó un vasto dominio político en el altiplano mexicano. Al contrario, la expansión parece haberse efectuado hacia la frontera norte de Mesoamérica, por la Sierra Madre Occidental y hacia el límite con Chihuahua. Por una ruta que enlazaba el norte de Mesoamérica con la Gran Chichimeca penetraron productos controlados por comunidades del Suroeste de los Estados Unidos, como hematita, calcedonia, pedernal y turquesa. Casas Grandes, en esta árida región se transforma en un centro importante hacia el 1.050 d.C. y poco más tarde lo hace Zape, constituyéndose en potentes centros de intercambio en relación con productos procedentes de las culturas Hohokam y Anasazi de Arizona, de donde procedían objetos de cobre, turquesa, esclavos, peyote, sal y otros productos. Por estas mismas redes llegó el metal desde el Occidente de México, el cual fue distribuido después a otros sitios de Mesoamérica a través de rutas controladas por los toltecas, aunque curiosamente no se ha hallado ningún objeto de metal en la propia ciudad de Tula. El final de Tula ocurrió entre 1.168 y 1.178 d.C., y pudo estar motivado por una dramática destrucción del centro originada por el empuje de poblaciones chichimecas del norte de México. La mayor sequedad ambiental, que devolvió la aridez a las tierras del corredor hacia la Gran Chichimeca, y el abandono de la red comercial hacia el norte, presionaron sobre la cuenca de México, de manera que la ciudad terminó saqueada e incendiada, y algunas de las manifestaciones más arquetípicas de esta cultura -como los atlantes de la estructura B- enterradas. Huémac había trasladado la capital a Chapultepec hacia 1.156, de manera que Tula quedó desprotegida y a merced de las invasiones bárbaras, que se produjeron tan sólo doce años más tarde, dejando tras de sí un halo de prestigio y de poder que, si bien alejado de la realidad, sirvió para que los principales linajes del Postclásico pretendieran estar emparentados con la antigua nobleza tolteca.
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El primer condicionante de verdadero peso en el campo del arte etrusco es su falta de tradiciones propias. La cultura tirrena, en efecto, surge de la prehistoria de una forma tan acelerada que ya los historiadores antiguos creyeron necesario explicarla como efecto de un fenómeno colonizador. Los griegos no conocían otro caso semejante, y por tanto pensaron en la llegada masiva de lidios a la Toscana, con un efecto similar al provocado por sus propias colonias en todas las zonas costeras del Mediterráneo septentrional. Hoy, sin embargo, se tiende a explicar esta rápida evolución como fruto, sobre todo, del comercio. Sin negar la presencia de gentes asiáticas o del Egeo en los puertos etruscos primitivos, se ve en ellos a mercaderes y artesanos asentados que, en vez de crear colonias, se insertaron en el tejido social de los propios etruscos. El fenómeno se desencadenó en el siglo VIII a. C. -sobre todo en su segunda mitad- y en las primeras décadas del siglo siguiente. Bien podemos por tanto considerar este período como el de verdadera formación de la cultura etrusca. En el siglo VIII, en efecto, los etruscos vivían aún en su fase villanoviana. Instalados en mesetas bien defendidas -que con el tiempo se convertirán en verdaderas ciudades-, seguían encuadrados en tribus, regidas por los que los romanos llamarían patres familias. Y no es casual que señalemos el paralelismo con Roma: los asentamientos etruscos, como Caere, Tarquinia, Vulci o Veyes, debían de ser parecidísimos al poblado de Rómulo en el Palatino, con sus chozas redondeadas de tapial y ramaje; no podemos sino invitar al lector a dirigirse a la descripción de esa Roma primitiva: allí podrá ver, además, cómo estas culturas primitivas enterraban a sus muertos, introduciendo sus cenizas en vasijas (urnas bitroncocónicas o, por el contrario, en forma de casas) y éstas, a su vez, acompañadas por pobre ajuar, en pozos tapizados de piedras y recubiertos por una laja mayor. Esta cultura villanoviana no era, desde el punto de vista material, nada rica. Sus vasijas, armas, fíbulas y adornos, repetitivos hasta la saciedad, alinean hoy en los museos sus formas negruzcas, y parecen empeñarse en indicarnos -frente a lo que sería lógico en cualquier estructura de tribu- que era perfecta la igualdad entre todos los difuntos. Probablemente se trata tan sólo de un igualitarismo ritual, pero su efecto, en el campo del arte, revierte en una contención tradicionalista: raro es el objeto, antes de mediados del siglo VIII a. C., que denote una particular iniciativa en el campo de la plástica o un mero enriquecimiento decorativo. Como, por lo demás, no parece haber existido en Etruria, antes de la cultura villanoviana, ningún momento de esplendor definido -algunas manifestaciones arquitectónicas fechables hacia el año 1000 a. C., como el edificio rectangular de Luni, son sólo un palidísimo reflejo de las culturas del Egeo-, el etrusco del siglo VIII a. C. carece de toda referencia artística en su pasado. Es más que probable que, aún a principios de ese siglo, la tosca cerámica local (el grisáceo impasto) constituyese una producción doméstica, realizada según fórmulas transmitidas de padres a hijos, y sin conocimiento del torno; e igualmente tradicional y doméstica era no sólo la producción de tejidos, sino incluso la construcción de cabañas. En tales circunstancias, poca proyección tenían -salvo en el campo del trabajo del metal, siempre encomendado a técnicos especializados- la formación y perfeccionamiento artesanales. Ni siquiera parece posible hablar, como en las cuevas paleolíticas o en las tribus africanas, de hechiceros o sacerdotes instruidos en la pintura, la talla de máscaras u otras manifestaciones plásticas de carácter religioso; por lo menos, nada nos invita a pensarlo así.
obra
Dentro del Impresionismo, Morisot se especializará en los temas intimistas, protagonizados por mujeres. De esta manera parece congeniar más con Degas que con su maestro Manet. En La cuna observamos a una mujer vestida a la manera burguesa - traje negro con cuello y puños blancos de encaje y ajustado collar negro - contemplando a un bebé que duerme plácidamente en una cunita protegida por un mosquitero. La escena se desarrolla en una habitación, apreciándose las blancas cortinas al fondo y una pared entelada. El efecto atmosférico creado es sensacional, con un difuminado de los contornos que recuerda a la Escuela veneciana. El empleo del negro en contraste con el blanco está tomado de Manet, mientras que la luz penetrando a través de las cortinas enlaza con Degas. La pincelada empleada por Morisot es rápida y ligeramente empastada, sin dejar de lado el excelente dibujo que siempre exhibirá. La captación psicológica de la protagonista demuestra la facilidad que tenía la pintora para el retrato.
contexto
En circunstancias afortunadas no muy repetidas, la de una excavación arqueológica, desenterró F. Presedo en 1971 a la Dama de Baza. Una sencilla tumba de la antigua Basti, consistente en una fosa cuadrangular, contenía un espléndido ajuar en vasos cerámicos, armas y otros complementos, y la pieza excepcional de la escultura, adosada al centro de una de las paredes de la fosa. Se halló en perfecto estado de conservación, con toda su rica policromía, factor siempre destacado en esta obra, por cuanto llena en algo el hueco dejado por la pérdida casi total del colorido en las demás esculturas ibéricas. Está esculpida en una sola pieza de caliza de color grisáceo, ultimada con una fina capa de enlucido de yeso, y, sobre ella, pintada. Mide 1,30 m de altura, y 1,05 m de anchura máxima. Es una figura entronizada, creada a partir de un tipo muy difundido en todo el mundo griego o helenizado. El trono es de formas sencillas, con las patas someramente talladas, y el apoyo de las delanteras en forma de garras; su rasgo más característico es el respaldo, ensanchado en forma de alas convencionales, de extremos levantados y redondeados; todo él está pintado en color castaño, salvo una franja horizontal en blanco en la parte anterior de las alas. La Dama se sienta en él hierática, solemnemente. Viste una túnica azul, sobre dos sayas visibles bajo el borde inferior, que se adorna con una cenefa pintada, compuesta de una banda roja, un ajedrezado de este color y blanco, y otra de azul intenso; se cubre, de la cabeza a los pies, con un manto de tela gruesa, de color azul y cenefa pintada al borde como la túnica; lo mantiene abierto, ondulados los bordes asimétricamente, con naturalidad, hasta caer en punta a un lado y otro de los pies. Asoman éstos bajo la túnica, embutidos en calzados de paño rojo, y reposados sobre un cojín. Apoya las manos, cargadas de anillos, sobre el regazo: la derecha abierta, doblada palma abajo a la altura de la rodilla; la izquierda, cerrada, aprisiona un pichón de color azul. Luce varios collares al estilo de la Dama de Elche: cuatro gargantillas de cuentas, que rigidizan el cuello y un collar con grandes lengüetas y otro con colgantes de mayor tamaño en forma de anforillas sin asa, sobre el pecho plano, asexuado. Se toca sencillamente, con una especie de cofia o tiara dura, levantada hacia la nuca, de donde cuelga el manto, y ribeteada sobre la frente con una orla de cuentas; deja asomar el pelo, sobre todo en dos amplios bucles redondos a la altura de los pómulos, de intenso color negro, que le imprime cierto aire castizo. Destacan por su aparatosidad los pendientes, de forma troncopiramidal; con flecos. Sin duda, el efecto artístico más destacado de la escultura reside en el rostro. Visto de frente -el punto de vista principal de la figura, y el único con el que fue concebida-, forma un óvalo perfecto, cerrado arriba por la curva de una frente alta, abajo por la de una ligera papada. Es de cara algo mofletuda, los ojos pequeños y de mirada desdibujada por la pérdida de la pintura; la nariz es de ancho puente y afilada; la boca, apretada y carnosa; la barbilla, redondeada y algo prominente. Es un rostro de extraordinaria personalidad, muy distinto del de la Dama de Elche, por ser el de la bastetana realista, como si del retrato de una mujer de carne y hueso se tratara. En general, desde el punto de vista artístico, la Dama de Baza aporta datos fundamentales para el entendimiento de las tendencias que pueden tenerse por propias del mundo ibérico. Su conservación completa permite comprobar una clara jerarquización de los intereses que mueven al escultor a prestar más atención a unas cosas que a otras, a enfatizarlas en detrimento de las demás. Es un prurito anticlásico que se manifiesta en muchas artes, en la línea de las tendencias plebeyas delimitadas formal y conceptualmente por R. Bianchi Bandinelli para el arte itálico. La hipertrofia de las cabezas, el recargamiento de los signos externos que indican dignidad o riqueza, el descuido de los efectos compositivos o de las restricciones formales por la prioridad de los contenidos simbólicos, son tendencias que se manifiestan en la Dama de Baza. Por ejemplo, en la desproporción de las piernas, en la inorganicidad general de la anatomía, en la cuidadosa representación de las joyas. Son aspectos traídos a colación aquí, que pueden encontrar aún más apoyos para el comentario en otras obras del arte ibérico, entre ellas las figuras del Cerro de los Santos. Por otra parte, para la interpretación de la Dama de Baza, sus particularidades iconográficas y el hallazgo en la tumba se completan con un dato de primer orden: el hecho de servir de urna cineraria, para lo cual dispone de un amplio hueco abierto en un costado, bajo el brazo derecho del sillón (contenía, en efecto, los restos de una cremación). Se ha supuesto, sumando todos los datos, que fuera una diosa infernal, del tipo de la Perséfone griega o de la Tanit púnica. Y no faltan razones. Es también una invitación a la reflexión el realismo del rostro, que proyecta a una hipótesis de no poca trascendencia, la de que se tratara de una dama heroizada mediante la adopción de la apariencia de la divinidad tutelar del más allá. La escultura, a juzgar por el ajuar de la tumba, debe fecharse hacia la primera mitad del siglo IV a. C. o algo antes. Su importancia y representatividad para el arte ibérico, por la que nos ha parecido oportuno tratarla con algún detenimiento, no debe dejar en el olvido la existencia de otras estatuas femeninas sedentes, que confirman la buena acogida que tuvo esta fórmula iconográfica entre los iberos. Recordemos, por ejemplo, los fragmentos de una hallados en Elche, correspondientes, tal vez, a una Perséfone; otras dos en las necrópolis ibéricas del Cabecico del Tesoro (Verdolay, Murcia) y del Llano de la Consolación (Montealegre, Albacete); el grupo más numeroso corresponde a las halladas en el importante conjunto del Cerro de los Santos.
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Si la plenitud del arte ibérico pudiera ser determinada con los parámetros de una correcta captación de los prestigiosos modelos griegos, puestos al servicio de una sensibilidad distinta y con el añadido de elementos definitorios de la propia personalidad, de todo lo cual resultara un arte nuevo e inconfundible, con valor propio, la Dama de Elche sería un perfecto paradigma de ello. Es un busto de 56 centímetros de altura, aunque lo probable es que fuera segmentado a partir de una estatua de cuerpo entero, lo que sugiere, entre otras cosas, el corte irregular y brusco del plano inferior. Está realizado en caliza porosa de tonos ocres, y conserva restos de color, sobre todo el rojo de los labios y de algunas zonas del ropaje. Se halló casualmente en 1897, en un escondrijo hecho con losas, adosado a la muralla, al este de la ciudad; no era el lugar donde hubo de estar originariamente, sino una ocultación para librarlo de algún peligro, lo que, a la vista de lo ocurrido en tantos otros casos, no es cosa que deba sorprendemos. Según lo poco que ha podido saberse del contexto arqueológico, se hallaba en un nivel tardío, quizá romano republicano. Las circunstancias, por tanto, no son las mejores para facilitar la interpretación de la pieza. Recién descubierta, fue adquirida por el hispanista francés Pierre Paris y llevada al Louvre, de donde regresaría en 1941. El principal efecto de la escultura corre a cargo del contraste entre el lujoso atavío y, sobre todo, el exuberante tocado -todo ello realista, recargado de detalles- y el semblante sereno, idealizado de mujer. Es un rostro de rasgos finos: los ojos algo oblicuos, rasgados, tienen la mirada tenuemente ensombrecida por la ligera caída de los párpados superiores, que cubren parcialmente el iris, vaciado para hacer hueco a una sustancia desaparecida (un rasgo técnico ajeno a las demás esculturas ibéricas); las cejas, altas, prolongan sus líneas arqueadas en las formas rectas de la nariz, de aletas breves; la boca es de labios finos, bien perfilados, y cerrados en un gesto de serena seriedad; todo lo encierra un contorno dibujado por unos pómulos altos, apenas pronunciados, mejillas enjutas y una barbilla redondeada y firme. Va vestida con tres prendas: una fina túnica abrochada con una diminuta fíbula anular, sobre ella un vestido que se ve terciado sobre el pecho, y, por encima de todo, un manto de tela gruesa, cerrado algo más abajo del borde conservado, y por arriba abierto forzando una especie de solapas de plegado muy anguloso. Deja ver los tres grandes collares, dos con colgantes en forma de anforillas y, el inferior, con grandes lengüetas. Destaca sobre todo lo demás el tocado, suprema expresión de los ya bastante aparatosos que lucen otras esculturas ibéricas. Prueban de sobra los tocados que el griego Artemidoro se entretuvo en describir, cuando aquí estuvo en torno al año 100 a. C., como propios de las damas ibéricas. El de la escultura ilicitana se asemeja a alguno de ellos, aunque no se ajusta a ninguno completamente. Un velo, que se introduce por detrás bajo el manto, es alzado sobre la nuca con la ayuda de una especie de peineta; una funda sobre él, que originariamente debía de ser de cuero, se ajusta al cráneo, y además de servir de soporte a filas de esferillas que adornan el borde sobre la frente, cumple la finalidad de dar sujeción a los dos enormes estuches discoidales que enmarcan el rostro, del que lo separan unas placas decoradas con volutas y con colgantes terminados en perillas, que caen sobre las clavículas; un tirante de extremos abiertos pasa sobre la cabeza, sujeto a los discos, para impedir que se abrieran más de lo conveniente. Son estos últimos muy anchos y profusamente decorados, los que confieren a la Dama la apariencia que la hace universalmente reconocible y diferenciable de cualquiera otra. La idealización del rostro y la exuberancia del atavío convienen, más que a una mortal, por principal que fuera, a una divinidad, para la que estaría reservada la suprema ostentación petrificada en la escultura. Que se tratara de una diosa infernal es una hipótesis verosímil, si el profundo hueco que lleva a la espalda, por comparación con lo documentado en la Dama de Baza y en otras esculturas ilicitanas, pudo servir para alojar los despojos resultantes de la cremación de un difunto. Según Langlotz, sus facciones recuerdan los de las figuras femeninas del templo de Hera en Selinunte, en particular los de la misma Hera de una de las metopas, a lo que ha añadido A. Blanco la suposición de que pudiera ser obra de un griego o un ibero formado en los talleres sicilianos de Siracusa o la misma Selinunte. Su fecha de realización puede situarse en la primera mitad del siglo V a. C. Ya se ha dicho que el tocado de la Dama no es del todo insólito: más mesurado, o más humano, se documenta a menudo en las esculturas de orantes del Cerro de los Santos o en las figuritas broncíneas de los santuarios. Al elenco conocido se añadió en 1987 el hallazgo de una escultura en la necrópolis de Cabezo Lucero que repite bastante de cerca el tipo de la ilicitana; es más sencilla y de menor calidad, pero con los mismos grandes estuches discoideos que ella. Ha aparecido, por otra parte, muy mutilada, o por mejor decir, lo hallado se reduce a unos pocos fragmentos -despojos de lo que parece otra destrucción intencionada-, que documentan la pieza pero con muchas limitaciones, entre ellas la de no poder saber si se trata a ciencia cierta de un busto -como se viene afirmando- o era una figura completa.