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La noción de Plateresco como un estilo con identidad propia y fruto de una peculiar, castiza y primera asimilación de lo renacentista en el ámbito y gusto hispánico está hoy prácticamente desterrada, al margen de la equivocidad de un término que por su misma naturaleza resulta sin embargo insustituible. Cuando en 1677 Ortiz de Zúñiga se refiere en sus "Anales eclesiásticos de la Ciudad de Sevilla" a dos obras arquitectónicas tan significativas como las Casas Consistoriales y la catedralicia capilla de los Reyes, destacando las fantasías y labores que los artífices llaman plateresco, estaba lejos de acuñar un concepto nuevo. Son los propios artistas, al menos del ámbito hispalense, quienes ya en el siglo XVI hablan de fantasías, follajes y targatas platerescas en referencia a unos motivos ornamentales de inspiración italiana, trabajos con cierta profusión y con apariencia de formas repujadas. De otro lado, la comparación entre obras de arquitectura o mazonería y de platería está en numerosos autores, de Lope de Vega a fray Jerónimo de Sigüenza, pasando por Cristóbal de Villalón, pero ni tiene connotaciones estilísticas ni es exclusiva de lo español -sirva también la referencia de Filarete-, y en modo alguno implica una primacía o una subordinación entre unas y otra. Esta fue en época renacentista la contraria a la que parece significada en el vocablo; el mismo Juan Arfe afirma que su padre introdujo la arquitectura en la orfebrería. Cosa distinta es que la afinidad de la talla menuda con el trabajo de los orfebres diera lugar a una expresión tan plástica como equívoca. Pero lo usual es que la relación se establezca sólo en términos ponderativos y metafóricos, como ocurre en la Ingeniosa comparación entre lo antiguo y lo presente (Valladolid, 1529) de Cristóbal de Villalón, quien resalta la belleza de algunas catedrales góticas como la de León, de la cual dicen que maravillosos artífices en plata no pueden más fabricar, lo que se entiende como alusivo a la perfección en el acabado -Sigüenza habla en el mismo sentido del monasterio de El Escorial- y acaso con relación a su preciosismo o virtuosismo formal, sin un valor estilístico. La existencia de un Arte Plateresco y el sentido y la naturaleza de la primera arquitectura española del Renacimiento han sido particularmente debatidas y reconducidas en los últimos años por Rosenthal, Bury, Cloulas, Sebastián, Marías o Nieto, con especial análisis de los aspectos filológicos. El término, especialmente afortunado para Menéndez Pelayo o Camón, es hoy puesto en entredicho o calificado de inadecuado, tanto por lo que tiene de restrictivo -al presumir una singularidad nacionalista respecto del arte renacentista de otros puntos de Europa (Rosenthal)- como por supuestamente peyorativo (S. Sebastián) y, sobre todo, por definir un estilo arquitectónico con paradigmas no arquitectónicos (Marías). Atrás quedan las tempranas y muy críticas interpretaciones de Ponz y de Ceán Bermúdez, principal responsable este último del concepto de arquitectura plateresca como expresión del estilo clásico en la primera fase de su restauración, pródiga en ornamentos y pobre en lo estructural, unido a la idea de fusión estilística. Luego vendrían las apreciaciones de Caveda sobre el peso una influencia oriental inexistente en otros países (1849), que vino a dar al plateresco un controvertido marchamo de pintoresquismo al que no es ajena una parte de la historiografía francesa y que constituye lo que John Bury denomina la falacia mudéjar. Pero la más radical estimación de la especificidad del Plateresco corresponde al profesor Kubler, para quien el término reviste caracteres idiosincráticos, amén de otorgarle una dimensión integradora que hizo extensiva a aspectos estructurales y urbanísticos, nada acordes con su verdadera naturaleza. Mientras, en Camón (1945) no faltan consideraciones sobre su raíz gótica y sentido adjetivo afincado en lo decorativo y comparaciones con lo lombardo, junto a los tópicos de su singularidad y casticismo y estimaciones sobre su condición de estilo en la acepción más integral. Las limitaciones del Plateresco estriban sin embargo en la inexistencia de un lenguaje arquitectónico propio que lo defina como un auténtico estilo, por lo que tiende a verse como un problema de indeterminación estilística en el epílogo del Gótico. Desdeñada la expresión prerrenacimiento, que parece entrañar un valor anticipativo -difícilmente podría admitirse lo plateresco como antesala de lo renacentista-, se ha abierto paso y consolidado la no menos ambigua de protorrenacimiento, que debe entenderse sin carácter de germinalidad o potencialidad, con sentido de forma primeriza e indocta del Renacimiento. La aplicación restrictiva a la más temprana arquitectura de cierta influencia italiana realizada en España (S. Sebastián) es problemática, pues conviene precisar que son pocos los elementos objetivos para la distinción entre Plateresco y Protorrenacimiento, y es difícil trazar líneas divisorias. Pero el concepto de plateresco sigue siendo plenamente válido, atendiendo al uso primigenio del término, con referencia a un estilo ornamental (Lozoya), nunca a un sistema arquitectónico, y como común denominador de una tendencia protorrenacentista que es dispersa suma de experiencias o propuestas sin mayor unidad. Y sentado que se trata de una impostura y que corresponde a una arquitectura aún no renacentista, por subsistir estructuras y conceptos góticos, tampoco es satisfactoria la pretendidamente esclarecedora denominación de gótico plateresco, a partir de la terminología adoptada por D. Bayón para lo que Durliat llamara estilo Isabel y como aglutinante de lo uno y lo otro (Marías), pues si conceptualmente existe una continuidad, el repertorio ornamental empleado es bien distinto, y no existe constancia del uso del vocablo para las fantasías decorativas medievales. Pero no puede dejar de considerarse una inequívoca aunque constreñida voluntad de estilo (renacentista) por parte de arquitectos y comitentes. Así, la demanda de obras al romano es creciente desde los primeros años del siglo XVI, aunque se entienda por ello apenas un sistema de molduración y ornamentación, con criterio reductor y falso, y aunque las grandes obras continuaron erigiéndose con pautas plenamente góticas. Pero aun en la vehemente apología de lo moderno (gótico) frente a lo antiguo (clásico) que hace Cristóbal de Villalón en su "Ingeniosa comparación" -donde se anteponen obras tan dispares como los colegios de San Pablo y de Santa Cruz, en Valladolid, el sepulcro de Cisneros o la Universidad de Alcalá, a las pirámides de Egipto o al templo de Apolo en Delfos- lo que se expresa, lejos de toda clarividencia sobre la naturaleza de lo plateresco, no es la prevalencia de lo gótico sobre lo clásico sino la estimación de lo nuevo sobre lo viejo, que es a la par la de lo propio sobre lo ajeno. El problema de la distorsionada interpretación que la arquitectura renacentista alcanza en España en las primeras décadas del siglo XVI es el del limitadísimo conocimiento de las claves y el ser de la arquitectura clásica por nuestros artistas. Digna de tener en cuenta es la amarga crítica de Ambrosio de Morales en 1575 a los italianos, como responsables de la lentitud del Renacimiento fuera de Italia, porque poseyendo un amplio conocimiento de la Antigüedad lo habían usado siempre para ellos sin revelarlo y transmitirlo suficientemente a los demás ("Las Antigüedades de España". Alcalá de Henares, 1575). Y en un panorama profesional como el español, con numerosos artistas analfabetos y escasas y tardías traducciones de los grandes tratados, es comprensible que lo asimilado sean las formas ornamentales y que un maestro de la categoría de Rodrigo Gil de Hontañón (Compendio de arquitectura y simetría de los Templos) exponga una visión errónea de la arquitectura clásica y valore los órdenes como parte decorativa y subsidiaria. El general desconocimiento de Vitruvio y de los escritos de Alberti malamente podía ser subsanado por el voluntarioso y aún sesgado empeño de Diego de Sagredo, cuyas muy divulgadas "Medidas del Romano" (Toledo, 1526) rehuyen planteamientos de tipo estructural y ofrecen una imagen de la arquitectura como suma de molduras romanas, absolutamente alejada de toda noción de belleza engendrada en la proporción de las partes y el todo, poniendo el énfasis en la caracterización de la arquitectura más que en sus principios. Es erróneo entender sin embargo que esta inflexión ornamental sea patrimonio de lo español. Ya en Italia habían surgido soluciones dialectales que cifraban su carácter renacentista en un profuso y caprichoso revestimiento de los muros, como ocurre sobre todo en lo lombardo. A falta del bagaje teórico necesario para un mejor discernimiento, es lógico que esta arquitectura híbrida y de falsas credenciales clásicas tuviera mayor predicamento en Europa que el rigor de lo toscano, lo mismo en Francia (Caen, Rouen, Toulouse) que en tierras alemanas (Heidelberg), en España o en el último manuelino portugués, en parte también por razones geográficas. Son muchos los entalladores franceses -de los Picard o Guillén Colás a Jamete- que contribuyeron en su itinerancia a difundir aquí un dilatado repertorio de grutescos, soportes abalaustrados, motivos a candelieri, medallas-tondo y demás adornos que son la base de lo que Camón denomina segundo plateresco. Esta conexión con lo francés y lo lombardo es suficiente para arrinconar la idea de un casticismo estilístico, pues tampoco el usual e indiscutible componente mudéjar constituye una constante absoluta de nuestro Plateresco. Por otro lado, y a pesar de la temprana traducción del librito de Sagredo al francés, no puede hablarse de arte plateresco en el país vecino según lo han entendido diversos autores (Dieulafoy, Duprat, Durliat, Camón, Tollon), aduciendo una influencia en la arquitectura civil meridional más que cuestionable. Pues, aun respondiendo todas estas creaciones a un mismo criterio, el término sólo es válido en propiedad en los límites de la irradiación de nuestra arquitectura, en la que se origina. Tampoco parece claro, pese a las estimaciones de Bury, que la desaforada libertad exornativa del plateresco tenga que ver con la idea de licencia ornamental inherente al orden corintio y al compuesto, que en su más clara formulación había de esperar hasta Serlio y que también dista de explicar el decorativismo persistente en una ya más avanzada arquitectura, superadora de goticismos, que tiende a englobarse bajo la denominación de estilo ornamentado. Sin embargo es indudable que los artífices de lo plateresco creían que en sus adornadas formas imitaban la arquitectura de los romanos (Rosenthal, Cloulas), con la mirada puesta en la magnificencia de las creaciones cuatrocentistas y desde una profunda incertidumbre estilística.
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El 10 de marzo de 1826 había fallecido sin designar sucesor el rey de Portugal, Juan VI. La familia real portuguesa había huido a Brasil a raíz de la invasión de la Península por parte de las tropas napoleónicas y no regresó hasta 1820. El rey Juan VI había dejado como virrey de Brasil a su hijo mayor don Pedro. Durante su ausencia, Portugal se había dado una Constitución, que fue aceptada por el rey a su regreso, aunque no por la reina, Carlota Joaquina, hermana del monarca español y de su mismo talante político absolutista. En 1822, Brasil se declaró independiente y don Pedro fue proclamado emperador, por lo que, de acuerdo con la Constitución portuguesa, perdía sus derechos a suceder a su padre en Portugal. Los restantes hijos del rey, don Miguel, la princesa de Beira y la infanta Francisca, mujer del infante español Carlos María Isidro, eran partidarios de la Monarquía absoluta y enemigos de la Constitución. Esa actitud era compartida por los realistas portugueses, que habían puesto sus esperanzas en don Miguel, un joven impetuoso que en 1823 se había puesto a la cabeza de una insurrección militar para conseguir que su padre aboliese la Constitución. Poco antes de morir Juan VI había nombrado a una regencia presidida por la infanta Isabel María, la cual reconoció como heredero al emperador don Pedro. Este hizo elaborar una nueva Constitución y el 2 de mayo renunció a la corona en favor de su hija María de la Gloria, que sólo tenía entonces siete años. El gobierno español, que a la sazón presidía el duque del Infantado, temía que los acontecimientos de Portugal tuviesen una directa repercusión sobre la política española y que los liberales aprovechasen la circunstancia para sacar ventaja de ella. No ha de olvidarse que los constitucionales españoles habían sido bien acogidos en Portugal y podían ahora utilizarla como base para intentar algún movimiento revolucionario desde aquel país. Sin embargo, fueron más los realistas portugueses perseguidos los que atravesaron la frontera para buscar refugio en España. El gobierno español se vio obligado a establecer depósitos de refugiados en Salamanca, Toro, Palencia y algunas otras ciudades cercanas al vecino país. González Salmón tuvo que enfrentarse al problema creado por la sucesión portuguesa. El nuevo Secretario de Estado procedía del campo de la diplomacia, donde había desarrollado una amplia experiencia en las embajadas de París, Sajonia y Rusia. En la decisión que llevó a su nombramiento debió estar presente esta circunstancia, en unos momentos en que era necesario un gran tacto en las relaciones internacionales para encarar la cuestión de Portugal. En el seno del gobierno español, Calomarde era el único que se decantaba claramente por las aspiraciones del pretendiente don Miguel, pues tanto López Ballesteros, como Zambrano, Salazar y el mismo González Salmón eran más transigentes en cuanto al control de los realistas que se refugiaban en España. Sin embargo, la ayuda a los emigrados portugueses se produjo y desde este lado de la frontera se prepararon acciones de apoyo a los miguelistas, que desencadenaron una ofensiva a finales de noviembre de 1826. La jura de la Constitución por parte de don Miguel, que se hallaba en Viena, junto con la presión de Inglaterra y Francia, impusieron una mayor prudencia a la política portuguesa del gobierno español. Al cabo de unos años, la cuestión se resolvería con la proclamación de don Miguel como rey constitucional de Portugal en 1828 y con la derrota por parte de éste de las tropas que apoyaban a María de la Gloria. El gobierno de Fernando VII veía cómo la situación en el país vecino tomaba unos derroteros que satisfacía sus deseos y eso le permitió dedicar su atención a otro problema que había surgido en Cataluña con la sublevación de los agraviados.
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La aprobación de los polémicos artículos 26 y 27 de la Constitución abrió el camino a una serie de leyes y decretos con los que la izquierda gobernante buscaba imponer las pautas para la secularización legal del Estado. Aunque la oposición católica tachó estas medidas de legislación sectaria, lo cierto es que eran básicas en el programa reformista y venían dictadas por el carácter laico del régimen. Producida la separación entre la Iglesia y el Estado, era preciso que éste asumiera aquellas funciones administrativas y sociales que la Iglesia se había arrogado tradicionalmente en razón de su propia identificación con el Estado monárquico. Otra cosa es que esto hubiera debido hacerse con mayor tacto, o con ánimo menos propicio a la revancha. La inclusión de medidas manifiestamente anticlericales en el texto constitucional y los apasionados debates que ello originó dieron una dimensión excesiva a un problema que debía haberse relegado a una regulación legal posterior y más específica. La reforma religiosa, enmarcada en el plano más amplio de las relaciones Iglesia Estado, se centró básicamente en cuatro puntos: secularización de los usos sociales; control estatal sobre las actividades de las asociaciones religiosas; reversión al patrimonio nacional de una parte de los bienes eclesiásticos; y eliminación de la influencia del clero en el sistema educativo. Las principales medidas legales fueron: a) El decreto de disolución de la Compañía de Jesús, de 23 de enero de 1932. El Gobierno se limitó a dar de baja a la Compañía como asociación con personalidad jurídica en España, a disolver sus comunidades y a nacionalizar parte de sus bienes, especialmente colegios y residencias, que pasaron a ser administradas por un Patronato. Contra lo que se ha dicho a veces, no se trató de una nueva expulsión de los jesuitas. Los miembros de la Compañía pudieron seguir ejerciendo su ministerio en el país, pero sin vinculación a una Orden que por su disciplina y capacidad y por su cuarto voto especial de obediencia al Papa era considerada por los republicanos como altamente nociva para los intereses nacionales. b) El Decreto de secularización de los cementerios, firmado el 30 de enero de 1932, establecía la propiedad municipal de las necrópolis -hasta entonces muchas de ellas administradas por iglesias parroquiales o cofradías sacramentales, que en adelante deberían ser comunes para todas las confesiones, y se unificaba los enterramientos civiles y religiosos. Los entierros católicos, como manifestaciones públicas de culto, serían regulados por las autoridades locales, que podrían prohibirlos o gravarlos con impuestos. La aplicación de esta medida y de otras parecidas -como la retirada de Crucifijos de las aulas escolares, la supresión del Cuerpo Eclesiástico del Ejército, o la anulación de los honores militares al Santísimo Sacramento a su paso por las calles- buscaban adecuar al carácter laico del Estado ciertos usos tradicionales, que servían al clero para reforzar su poder moral sobre la sociedad, pero ofendieron a los católicos, acostumbrados a la protección oficial de su culto. c) La Ley de Divorcio, de 2 de febrero de 1932. También aquí se trataba de que el Estado asumiera una competencia civil que le atribuía la Constitución, la disolución del contrato matrimonial, que hasta entonces constituía un abusivo monopolio del clero católico. Pero el divorcio, combatido por la Iglesia y mal visto por la mayoría de la población, socialmente conservadora, fue un recurso poco utilizado: en sus dos primeros años de aplicación sólo se presentaron 7.059 demandas y se dictaron unas 3.500 sentencias favorables, lo que arrojaría un porcentaje ínfimo de 0,09 divorcios anuales por cada mil habitantes. d) La Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, aprobada por las Cortes el 2 de junio de 1933, y reglamentada por un Decreto de 27 de julio. Desarrollaba los preceptos constitucionales acerca del control estatal sobre todas las confesiones pero, como era inevitable, afectaba especialmente a los intereses de la Iglesia católica: regulación de las órdenes y congregaciones religiosas, que deberían inscribirse en un Registro especial del Ministerio de Justicia, y reglamentación del culto público; supresión de los subsidios oficiales y nacionalización de parte del patrimonio eclesiástico, templos, seminarios, monasterios y demás lugares destinados al culto religioso, aunque la Iglesia podría seguir utilizándolos a tal fin; atribución al Estado de la potestad de vetar los nombramientos de jerarquías religiosas que considerase inadecuados, etc. Atacaba además la base del sistema educativo católico al decretar el cierre de los centros de enseñanza de la Iglesia, con excepción de los seminarios. Los legisladores, excesivamente apresurados en este punto, fijaron el 31 de diciembre de ese año como fecha tope para el cese de las actividades docentes de los religiosos. La Iglesia católica poseía 295 centros de Segunda Enseñanza, con 20.684 alumnos y 4.965 de Enseñanza Primaria, donde estudiaban 352.004 escolares. El Gobierno confiaba en levantar en pocos meses 7.000 escuelas públicas y 20 institutos nacionales de Bachillerato, que paliasen los efectos del cierre inmediato de los centros religiosos, sobre todo en el medio rural, y seguir luego creando escuelas a un ritmo de 4.000 por año. En la Enseñanza Media, la sustitución se realizó sin grandes problemas, pero no sucedió lo mismo con la Primaria. Aunque se improvisaron unos 10.000 maestros mediante cursillos especiales, fueron muchos los Ayuntamientos que por falta de voluntad o de medios no abrieron nuevas escuelas, lo que originó una considerable incertidumbre en numerosas familias. Por fin, cuando se aproximaba el término del plazo legal para el cierre de los centros religiosos, se produjo la derrota electoral de la izquierda, y los nuevos gobernantes radicales suspendieron la aplicación de la Ley de Congregaciones, lo que permitió a la Iglesia mantener abiertos sus establecimientos docentes. La respuesta de los medios católicos a este cúmulo de medidas secularizadoras fue progresivamente intolerante, sobre todo en lo que afectaba a los privilegios jurídicos y económicos del clero y a su ámbito educativo. La mayor oposición se produjo ante la Ley de Congregaciones, que reforzó la posición del sector más combativo del clero en unos momentos en que la coalición gubernamental estaba en crisis y la derecha política en pleno ascenso. La carta episcopal de 25 de mayo de 1933, encabezada por el cardenal Vidal i Barraquer, condenaba todas las ingerencias y restricciones con que "esta ley de agresiva excepción pone a la Iglesia bajo el dominio del poder civil", y llamaba a la movilización política de los católicos contra todo lo que "amenazara a los derechos integrales de la Iglesia". El propio papa Pío XI dedicó la encíclica Dilectísima Nobis (3 de junio) a "condenar el espíritu anticristiano del régimen español", afirmando que la Ley de Congregaciones "nunca podrá ser invocada contra los derechos imprescriptibles de la Iglesia" y animando a la unión de los católicos contra la República: "ante la amenaza de daños tan enormes, recomendamos vivamente a los católicos de España que, dejando a un lado recriminaciones y lamentos y subordinando al bien común de la patria y de la religión todo otro ideal, se unan todos, disciplinados, para la defensa de la fe y para alejar los peligros que amenazan a la misma sociedad civil". Estas y otras manifestaciones de ruptura, así como las incendiarias prédicas de los diputados derechistas en las Cortes, acentuaron en los católicos un reflejo de persecución y dotaron a la actividad antirreformista de la oposición conservadora de un cierto aire de cruzada, hasta el punto de ser la movilización religiosa del electorado una de las causas de la recuperación de la derecha no republicana en las elecciones de noviembre de 1933.
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El asunto de la conversión al paganismo o de la apostasía de Juliano se ha desorbitado bastante. Algunos estudiosos mantienen que no fue sinceramente cristiano nunca, en gran parte por rechazo hacia Constancio y su religión (Martha). Otros autores le atribuyen unas fuertes convicciones cristianas durante sus primeros años, de modo que su ruptura con el cristianismo habría sido el resultado de una crisis religiosa (Bidez, Festugière). También se ha intentado explicar su apostasía por la mala formación teológica recibida, atribuyéndola al hecho de ser arrianos los preceptores a los que Constancio lo había encomendado (Allard, Riciotti). En el fondo de muchos estudios se percibe el interés por comprender esta extraña decisión de Juliano. En nuestra opinión, nada tiene de extraño que Juliano o cualquier otro contemporáneo suyo educado en un ambiente cristiano, pudiera posteriormente hacerse pagano. El cristianismo no era aún una religión totalmente implantada en Oriente y, menos aún, en Occidente. Desde la época en que se produjo claramente el acercamiento de Constantino a la Iglesia, hasta el momento en que Juliano se convirtió al paganismo, apenas habrían pasado treinta años. Durante este período el paganismo pudo ser oficialmente relegado, pero era muy poco tiempo para desarraigar una religión de siglos. Pese a su actitud política de defensa del tradicionalismo romano, Juliano es sobre todo un oriental, un helenista, tanto en el aspecto cultural como en el religioso. Sus reflexiones religiosas -de las que sus obras nos informan abundantemente- se inspiraron directamente en los "Libros Herméticos", compendio del paganismo neoplatónico tardío, aunque los autores que han estudiado profundamente las obras religiosas de Juliano coinciden en que hay en ellas elementos filosóficos que son aportaciones del propio Juliano. De sus obras se desprende que las relaciones entre el Dios Supremo y el Sol son similares a las que contemplaban los cristianos de su tiempo entre Dios Padre e Hijo. El Dios Supremo ha creado a Helios (Sol) con su propia substancia, por tanto Helios es semejante y consubstancial al Dios Creador. Helios es un demiurgo o mediador entre el Dios Creador y la creación. Así, es Helios quien ha orientado la colonización griega, a través de su oráculo en Delfos, y la fundación de Roma con su esplendor también son obra suya. Helios es generalmente identificado con Apolo y, a veces, con Mithra, Marte, Serapis y Júpiter, aunque tal vez se trate de diferentes manifestaciones del Sol. Uno de los rasgos de la religiosidad de Juliano que más pábulo ha dado a los ataques verbales de los cristianos fue seguramente su afición a los cultos mágicos. Esta afición pudo deberse a la influencia que sobre Juliano tuvieron Prisco y, sobre todo, Máximo de Éfeso. Este extraño personaje que, probablemente con razón, ha sido presentado como uno de los mayores charlatanes de todos los tiempos, inició a Juliano, en torno al 352, en no se sabe qué misterios de Hécate (según Piganiol) o de Mithra (según Bidez) en el interior de una gruta atestada de fantasmas. La actitud de Juliano respecto al cristianismo fue inicialmente de tolerancia. En realidad se limitó a proclamar la libertad de culto ofrecido a los dioses paganos, anulando las disposiciones de Constancio sobre la prohibición de sacrificar a los dioses y abriendo los antiguos templos clausurados. Más aún, sabemos por Amiano que Juliano reunió en su palacio de Constantinopla a los jefes de las dos iglesias divididas (arriano y católico) y les exhortó a que solventaran sus querellas y se reconciliaran. Pese a las pretensiones de tolerancia de Juliano, pronto se comprobó que el deseo de venganza de los paganos por las humillaciones sufridas y la intransigencia de los cristianos no iban a hacer viable una convivencia sin problemas. Así, se sucedió una serie de arreglos de cuentas y desórdenes graves: el obispo arriano Jorge fue muerto en Alejandría con otros dos funcionarios cristianos. Sabemos de un obispo de Aretusa que destruyó un templo pagano y fue condenado a reconstruirlo; como se negara a hacerlo fue entregado a la población, que le castigó con dureza. Como era previsible, la Iglesia perdió muchas de las ventajas que había logrado de Constantino y Constancio: se suprimió la jurisdicción episcopal en materia de delitos civiles, se restituyó a las curias de las ciudades a los curiales que habían escapado de ellas para hacerse clérigos y cesaron las generosidades económicas que se habían iniciado con Constantino. En junio del 362 Juliano promulgó la famosa ley de enseñanza, en virtud de la cual los profesores de gramática, retórica y filosofía serían en adelante nombrados por el poder central, previa propuesta de los municipios que atestiguaran la moralidad del candidato. Esta ley siguió en vigor bajo los sucesores de Juliano, con la diferencia de que los candidatos en vez de ser preferiblemente paganos, serían cristianos. Juliano explica en una carta las razones que le habían impulsado a tomar tal decisión: "Homero, Hesíodo, Demóstenes, Heródoto, Tucídides... ¿es que no creían que los dioses eran los guías de toda educación? Yo encuentro absurdo que el que comente sus obras desprecie a los dioses que ellos honraron. No obstante, y por absurda que me parezca esa inconsecuencia, no exijo de los educadores de la juventud que cambien de opinión, sino que les dejo elegir: o que dejan de enseñar lo que no toman en serio o bien, si quieren continuar sus lecciones, que prediquen primero con el ejemplo...". Es verdad que, a partir de esta fecha, la actitud de Juliano hacia los cristianos se tornó menos benevolente. Un ejemplo característico de estas agrias relaciones es el castigo que aplico a Cesarea de Capadocia, donde los templos paganos habían sido destruidos. Como represalia, Juliano la borró de la lista de ciudades y le devolvió su antiguo nombre de Mazaca. Además, enroló en el ejército a los clérigos de esta ciudad y le impuso una multa de 300 libras de oro. Sócrates dice que excluyó a los cristianos de la guardia pretoriana y del gobierno de las provincias ya que su propia ley, decía, les prohibía usar la espada. Gregorio de Nazianzo afirma que Juliano persiguió a los cristianos -idea que se ha propalado entre algunos historiadores contemporáneos-. Excepto la opinión de Gregorio, que además era un encarnizado enemigo de Juliano y nada imparcial, no poseemos ninguna otra noticia. Incluso otro escritor cristiano, nada sospechoso de simpatías por Juliano, Sócrates, lo confirma: "Juliano rechazó la crueldad de la época de Diocleciano, sin dejar por ello de perseguirnos; pero yo llamo persecución al hecho de inquietar de alguna manera a las gentes de paz". Si hemos de creer a Libanio, algunas de estas gentes de paz habrían sido autores del complot que acabó con la vida del emperador. En los veinte meses que duró el gobierno de Juliano se puso de manifiesto la imposibilidad de convivencia pacífica entre estas dos religiones. Después de la muerte de Juliano no volvió a haber ningún otro emperador pagano, por lo que su efímero mandato fue la última oportunidad del paganismo; un paganismo que, por otra parte, no había logrado fortalecerse suficientemente, pues el proyecto de Juliano de reorganizar el clero pagano -tal vez la tarea más necesaria- inspirándose en opinión de Labriolle en la organización eclesiástica, no pudo llevarse a cabo antes de la muerte del emperador.
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La cuestión de la capitalidad, en cualquier caso, no desaparecería del horizonte político y continuó preocupando a los italianos, ya que todos eran conscientes que no se llegaría a ningún cambio sustancial de la situación sin el acuerdo de las potencias y, muy especialmente, de la Francia de Napoleón III, que tenía que aplacar las críticas que le dirigían los católicos franceses por una política contraria a los intereses del Papa. Una intentona de Garibaldi ("Roma, o morte"), a finales de agosto de 1862, tuvo que ser abortada por las tropas italianas en Aspromonte. La Convención franco-italiana de septiembre de 1864, sólo sirvió para que los italianos trasladasen la capital a Florencia, después de haber ofrecido garantías de que los Estados Pontificios serían respetados, pero la cuestión seguía abierta. La indefinición en cuanto a la retirada de la guarnición francesa en Roma era una permanente demostración de la necesidad de contar con el beneplácito de las grandes potencias, mientras que la presencia de los austriacos en Venecia continuaba siendo un agravio para el nuevo Estado.
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<p>Altamira es un hito fundamental de los orígenes del arte, supone la culminación de un estilo artístico forjado durante milenios. La llamada Sala de Polícromos de la Cueva de Altamira es uno de los lugares más importantes de la prehistoria mundial. El arte que alberga no sólo constituye uno de los testimonios artísticos más antiguos de la humanidad y la primera manifestación de arte rupestre paleolítico que se descubrió en todo el planeta, sino, además, la obra cumbre de un pintor genial. La Sala de Polícromos fue durante el Paleolítico Superior un santuario cuyo ambiente oscuro necesitó luz artificial para realizar las pinturas. Los artistas se iluminaron con lámparas alimentadas con grasa animal. En esta sala de la cueva aparecen manifestaciones artísticas de diversos momentos del Paleolítico Superior. Se distinguen varias superposiciones que denotan que su realización se llevó a cabo en diversas etapas. Las representaciones comprenden una amplia variedad de temas del arte paleolítico: animales, signos y antropomorfos. El conjunto de pinturas más antiguo corresponde al periodo Solutrense, entre 18.500 y 16.500 años. Son grandes figuras de caballos pintados en rojo o negro, manos pintadas en positivo y en negativo, y numerosos signos grabados. Al conjunto de pinturas del periodo Magdaleniense, en torno a 14.500 años, corresponden los bisontes polícromos, representados en diferentes posturas y actitudes. Forman parte también de este conjunto dos caballos, una cierva y una impresionante cabeza de uro o toro del Paleolítico ya extinguido. También se conservan gran cantidad de grabados, entre los que destaca la figura completa de un impresionante ciervo en actitud de bramar y algunas cabezas de cápridos y cérvidos de gran belleza. Los antropomorfos muestran convenciones habituales en este tipo de representaciones, como la actitud "orante", con las manos levantadas ante la cara, y cabezas que recuerdan la forma de los pájaros. El pintor se ha servido de diversos procedimientos para elaborar su arte. Los colores se han conseguido a partir del carbón vegetal, arcillas y tierras naturales (óxidos de hierro y manganeso), disueltos en agua. La técnica de ejecución asombra por su modernidad e inteligencia: primero se graba con buril el contorno de los animales que después resalta con lápices de carbón vegetal, raspándose y sombreándose si es preciso. El colorante de ocre se reserva para el interior, aplicado directamente con la mano o con aerógrafos de hueso, expresando la anatomía del animal y destacando algunos detalles peculiares al administrar las distintas tonalidades. Algunas zonas se modelan a través del raspado, el lavado y la frotación de los colores. El pintor selecciona los rasgos esenciales que identifican la especie, aprovecha las formas y protuberancias naturales de la cueva para encajar sus figuras, adquiriendo así, algunas de ellas, volumen y relieve. El arte de Altamira alcanza en el Gran Techo todo su apogeo, pero también en otras galerias de la gruta se conservan manifestaciones rupestres interesantes y menos conocidas. La última de ellas recibe el nombre de "Cola de Caballo". Alberga representaciones pintadas y grabadas de animales (caballos, ciervos, bisontes), signos reticulados y máscaras. La interpretación del arte rupestre cuaternario sigue siendo objeto de vivas polémicas. Han sido formuladas varias teorías para interpretar este arte: el arte ornamental, la magia propiciatoria, la mentalidad totémica, el chamanismo. En cualquier caso, la mayoría de los investigadores piensan que el arte rupestre paleolítico formó parte del mundo espiritual y religioso de sus autores, que respondía a unas creencias y que, por tanto, las cuevas decoradas fueron santuarios en los que el hombre plasmó una concepción del mundo que se perdió en el tiempo.</p>
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En el Paleolítico Superior, hace entre 18.000 y 14.000 años, la Cueva de Altamira estuvo habitada por poblaciones de Homo sapiens sapiens. La cueva se encuentra situada en la parte alta de una de las suaves colinas que rodean el valle donde se asienta actualmente Santillana del Mar, en Cantabria. La entrada de la cueva tenía una amplia boca de 20 metros de ancho y seis de alto, que daba acceso a un vestíbulo de unos 200 metros cuadrados. Este espacio era el lugar de habitación, estando iluminado por la luz del día. Aquí se realizaba la vida en torno a hogares, siendo un lugar lleno de actividad y objetos de uso cotidiano. Sus pobladores vivían de la caza, la pesca, la recolección y el marisqueo. Vestían prendas muy diversas confeccionadas con pieles de animales, que les protegían del clima frío. Su indumentaria no se diferenciaba sustancialmente de la actual: pantalones, casacas, capuchas, chubasqueros, botas... Sus prendas se adornaban con colgantes y objetos de hueso, conchas o dientes. Para su labor diaria, disponían de numerosos instrumentos en sílex, hueso y asta, especializados para cada uso como cuchillos, raspadores, punzones, arpones, azagayas, agujas, buriles, etc. El fuego de los hogares les proporcionaba luz y calor, les servía para ahuyentar las fieras y cocinar alimentos. Se iluminaban también con lámparas de tuétano: en un recipiente el tuétano servía como combustible y fibra vegetal como mecha. El interior de la Cueva no estaba habitado. La cueva en total tiene un recorrido complejo de 270 metros y un trazado irregular a través de varias salas, todas ellas con pinturas y grabados paleolíticos. Se distinguen en ella cuatro partes: el Vestíbulo, la Sala de Polícromos, la Hoya y la Cola de Caballo. De todas las áreas, la Sala de Polícromoses la más llamativa, por albergar una de las mejores colecciones de arte rupestre del mundo. Esta sala fue considerada por Breuil la Capilla Sixtina del Arte Paleolítico y donde se localizan los famosos bisontes. En esta sala se conservan bisontes, caballos, ciervos, manos, antropomorfos y signos, pintados y grabados, de los periodos solutrense y magdaleniense. Las pinturas y grabados están situados en el techo de la sala, cuya altura oscila entre 0,70 y 2 metros. Para confeccionarlos, primero se grababan y dibujaban con carbón el contorno exterior y algunos detalles anatómicos. A continuación, se aplicaba el color rojizo de relleno. Sobre esta masa cromática, se realizaban raspados para separar planos y dar relieve a la anatomía. El empleo del relieve natural y la textura de la piedra ayudan a dar realismo a la figura. Mucho se ha elucubrado acerca del sentido de las pinturas. Los especialistas consideran que son manifestaciones de alto valor simbólico, pudiendo servir como figuras totémicas, elementos propiciatorios o ritos de fecundidad, entre otras teorías. Actualmente se piensa que, al tratarse de una manifestación cultural tan extendida en el tiempo y el espacio, es difícil hacer una sola lectura sobre el sentido y significado de estas figuras.
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Junto con las cuevas francesas de Cosquer (Marsella) y Chauvet (valle de L'Ardèche) el complejo de La Garma (Omoño, Cantabria) contiene uno de los mayores descubrimientos de la Prehistoria en las últimas décadas. Contenedor y contenido han permanecido prácticamente sellados durante milenios, permitiendo la conservación en condiciones excepcionales de numerosísimos restos mobiliares de actividad humana y de pinturas y grabados rupestres pertenecientes a varias etapas del Paleolítico Superior. Estas espectaculares evidencias forman parte de un conjunto de cuevas y galerías inicialmente abiertas al exterior y comunicadas entre sí que han llegado hasta nosotros gracias a haber permanecido clausuradas como consecuencia de procesos naturales y humanos De hecho, el descubrimiento de las galerías interiores, en noviembre de 1995, se llevó a cabo durante los trabajos de excavación en dos cavidades (Garma A y B) de dimensiones y apariencia modestas. El acceso desde Garra A hacia el interior, con la posterior cadena de descubrimientos, no tuvo en principio otro propósito que completar la topografía. A lo largo de los últimos tres años, se ha diseñado e iniciado un ambicioso proyecto interdisciplinar de investigación, respaldado por un convenio entre la Universidad de Cantabria y la Consejería de Cultura y Deporte del Gobierno de Cantabria. La Garma es una colina situada en las estribaciones meridionales del macizo de Calobro, muy cerca de la bahía de Santander. Con 186 m de altura, esta suave elevación domina la vega de Omoño que, regada por el Pontones, se extiende al pie de su vertiente meridional, a unos 35 m de altitud. El conjunto de calizas mesozoicas del que forma parte el monte de La Garma presenta una morfología interna y externa típicamente cárstica. En superficie muestra una formación de lapiaz muy desarrollada, con laderas escarpadas y difícilmente transitables (que es lo que significa el topónimo Garma), cubiertas por un denso bosque de encinar cantábrico, mientras en su interior, centenares de miles de años de disolución de la caliza han dado lugar a la excavación de numerosos conductos hipogeos, que se estructuran básicamente en cuatro pisos o niveles subhorizontales, intercomunicados en algunos puntos mediante simas, desplomes de los techos o a través de galerías colgadas en las paredes de otras inferiores. El único sector activo del gran complejo cárstíco que horada este monte, aún por explorar en su totalidad, es el situado en el nivel de su base, por el que discurre la corriente de agua responsable de la formación del sistema de cavidades, hoy un modesto arroyo que aflora por un manantial conocido por el descriptivo nombre de Fuente en Cueva y confluye algunas decenas de metros más adelante con el río Pontones. A escasos metros sobre esa salida, y con una orientación similar, se abre la cueva de Truchiro, una reducidísima cavidad que cuenta con dos bocas y un recorrido lineal de menos de 10 m, finalizado en un angosto tubo. Una decena de metros por encima y algunos más hacia el este, se encuentra la antigua entrada, obturada por un derrumbe, de la que denominaremos Galería Inferior. En ella se localizan las manifestaciones más relevantes del conjunto arqueológico de La Garma. Se trata de una caverna de grandes dimensiones, con varios cientos de metros de recorrido a lo largo de una galería aproximadamente lineal, con secciones amplias y techos que, en ocasiones, alcanzan más de veinte metros de altura. En su extremo más profundo, acaba en un enorme pozo de alto techo y unos veinte metros de profundidad que cae sobre el ya mencionado nivel de base. En su tramo intermedio, allí donde la delineación de la planta experimenta su más importante inflexión, el desplome parcial del techo permite la comunicación, a través de una sima de 13 m de altura, entre este piso y el inmediatamente superior. Éste, que hemos denominado Galería Intermedia, es otra amplia cavidad, de estructura aproximadamente lineal, cuya entrada (asimismo clausurada por un desplome y aún sin localizar) se abriría al suroeste a unos 70 m de altitud. Tiene una longitud de unos ochenta metros y secciones de hasta quince de altura. En su extremo meridional, este nivel enlaza con el más alto hasta ahora conocido en el sistema de La Garma, mediante una oquedad abierta en una de sus paredes siete metros por encima del suelo. Es, en realidad, el brusco final de una pequeña cueva que hemos llamado La Garma A, una cavidad de corto y quebrado trazado que se abre al exterior a través de una angosta entrada orientada al sudoeste, a 84 m de altitud. Trece metros por debajo, y algunos menos hacia el oeste, se encuentra La Garma B, otra cueva de reducidas dimensiones que se estructura en una galería única de unos cuarenta metros de longitud, dispuesta en dirección aproximadamente transversal a la anterior. A las diferentes galerías y accesos, practicables o no, que se han descrito, hay que añadir otras cavidades de menor entidad y posible interés arqueológico. A diferentes alturas, y orientaciones sobre el actual fondo del valle, se abren las cuevas de Peredo, La Corta de Casto I y II y El Mar y la covacha de Valladar. Las particulares características de La Garma han determinado la intensa ocupación humana de este entorno a lo largo de toda la Prehistoria y, de forma más esporádica, en tiempos históricos. Como se verá más adelante, distintos grupos humanos se han servido de esta colina bien para su establecimiento, permanente o temporal, bien para el desarrollo de diferentes actividades relacionadas con la subsistencia o con el ámbito espiritual, aprovechando, principalmente, las oquedades que tan generosamente ofrece. Las cuevas han proporcionado abrigo al hombre desde tiempos inmemoriales, sobre todo en períodos de rigor climático en los que las condiciones eran desfavorables para el asentamiento al aire libre. El medio ambiente templado que hoy existe en estas latitudes no ha sido constante a lo largo de la Historia. Al contrario, ha sufrido fuertes variaciones de ritmo desigual, sujetas a fluctuaciones climáticas de alcance planetario. Los testimonios más impresionantes hallados en el complejo arqueológico de La Garma deben situarse, precisamente, en un contexto de rigurosidad ambiental; se encuentran evidencias de prácticas cotidianas y comportamientos que tuvieron lugar en épocas avanzadas de la última glaciación, que incluyeron las pulsaciones de máximo frío conocidas en el transcurso de ese episodio climático (circa 16.000 a.C.). El paisaje de La Garma sería entonces diferente. En primer lugar, el descenso del nivel del mar más de 100 m por debajo del actual (a causa de la concentración de ingentes masas de hielo en los casquetes glaciales), supuso un alejamiento de la línea de costa de hasta 12 km. La bahía de Santander no existía y el macizo de La Garma quedaba en una posición considerablemente más interior, algo más alto sobre el valle y enclavado en un paisaje mucho más pelado, con menos árboles -bosquetes de pinos, abedules y otras especies en zonas protegidas y bien orientadas- y amplias zonas de vegetación rala, con herbáceas y brezales. En este paisaje estepario, los distintos accesos al sistema, y espe cialmente la amplia entrada de la Galería Inferior, destacarían llamativamente en la ladera del monte, señoreando desde su posición preeminente el territorio que se extiende a sus pies. Con anterioridad a nuestros ancestros directos, los Homo sapiens sapiens, La Garma fue frecuentada por bandas de cazadores-recolectores del Paleolítico Inferior, de cuyas actividades quedan evidencias en la Garma A y en la Galería Intermedia, incluyendo industria lítica arcaica y abundante fauna. Por lo localizado hasta el presente, estas primeras ocupaciones son probablemente anteriores al Musteriense clásico, y acaso correspondan al último Interglacial, si es que no son algo anteriores. En cualquier caso, de una antigüedad superior a los 70.000 u 80.000 años. Las muestras más espectaculares documentadas hasta el presente en La Garma corresponden al Paleolítico Superior (ca. 36.000-9.500 a.C., en la región cantábrica). Sus testimonios se distribuyen en varias cuevas situadas a distintas alturas sobre la base del valle. En la más alta, La Garma A, las excavaciones en curso han documentado al fondo del vestíbulo una serie de seis niveles que, por las fechas de radiocarbono obtenidas y algunos instrumentos más expresivos (azagayas y un arpón), demuestran la presencia de ocupaciones de prácticamente todas las fases del Magdaleniense (14.500 a 9.500 a.C.) y transición al Aziliense. En la "Galería Intermedia" las evidencias del Paleolítico Superior se reducen hasta el momento a cuatro series de puntuaciones gruesas de color rojo situadas sobre cuatro pilares estalagmíticos. La Galería Inferior debió ser el yacimiento esencial durante el Paleolítico superior de esa zona. Fue el sitio más ocupado, en más ocasiones y durante más tiempo, y en el que se desarrollaron funciones y actividades más variadas y más complejas. Su orientación, amplitud del vestíbulo y menor altura sobre el fondo del valle parecen, en este caso, coherentes con su espectacular registro arqueológico. Cuenta con el conjunto paleolítico más importante, una extensa área de estancia en el largo vestíbulo inicial (I) y otros enclaves en el interior, con estructuras habitacionales y amplios suelos con restos de actividad (III y IV). Las evidencias de aquella época se distribuyen desde su misma entrada hasta el final de la zona accesible del fondo de la cueva, y consisten en utensilios de piedra, hueso y asta, restos de fauna de mamíferos y de moluscos, estructuras artificiales, restos de iluminación, balizamientos y una amplia muestra de manifestaciones artísticas parietales. Salvando las distancias y las diferencias en la información disponible, la boca de esta Galería Inferior de La Garma desempeñaría en este monte un papel de interdependencia y jerarquización similar al de la Cueva de El Castillo (Puente Viesgo) en el Pico del mismo nombre. Son precisamente las pinturas y grabados rupestres los que, por el momento, nos permiten un acercamiento inicial a la cronología de las ocupaciones de esta Galería. Las distintas técnicas presentes, el estilo de las figuras y los mismos temas, relativamente convencionales, muestran numerosos puntos de contacto con lo conocido en otros conjuntos rupestres de la región. Ello permite suponer una sucesión de ocupaciones decorativas a lo largo de unos 15.000 años, desde el periodo Gravetiense (ca. 25.000 a 19.000 a.C.) a momentos avanzados del Magdaleniense (ca. 14.500 a 9.500 a.C.), momento en que debió clausurarse la entrada a esta Galería Inferior. La fauna representada, con abundantes especies extinguidas, o algunos de los huesos y astas locali zados en superficie (al menos de bisonte o uro, caballo, ciervo y reno), hacen referencias a ese último periodo de la era de las glaciaciones en que se desarrolla el Paleolítico Superior. Un periodo especialmente frío, durante el cual la comarca era transitada por las especies salvajes representadas en las paredes de la Galería. Hasta el momento, el total de figuras de animales supera las 60, con un número muy equilibrado de bisontes, caballos y cabras, sobre el que destacan ciervos y ciervas. Además está presente el uro, un carnívoro, un probable megaceros -cérvido gigante ya extinguido, no muy frecuente en los conjuntos parietales cantábricos-, varios cuadrúpedos no identificables y una máscara sumaria completando un relieve natural, muy similar a manifestaciones bien conocidas de Altamira y El Castillo. Como ya se ha adelantado, cabe diferenciar al menos dos o tres etapas de decoración. La más antigua es un amplio conjunto de pinturas en color rojo o marrón-amarillento, acaso de cronología Gravetiense. Entre ellas hemos contabilizado hasta ahora 43 manos en negativo, realizadas con pigmento soplado rojo o amarillo, y que ya en este momento constituyen el tercer conjunto del mundo en número de este tipo de representaciones. Hay, además, un buen número de series de trazos pareados en rojo, puntos -aislados o en grupo-, trazos verticales -bastones o palotes- en diversas composiciones, etcétera. Estas pinturas se sitúan preferentemente en las áreas más interiores de la cavidad, esencialmente las zonas VI a IX, aunque hay algunas en las zonas I, II y IV. Son probablemente posteriores algunos paneles que incorporan figuras animales de estilo figurativo-geométrico (Estilo III en la sistemática de A. Leroi-Gourhan) o signos, todos ellos pintados en rojo (uro, cabras, megacero y bisontes de zona IV, cierva y cuadrúpedos de zona II, cuadrangulares simples del vestíbulo). El estilo y técnica de los animales, o la misma tipología de los signos, son similares a los de conjuntos atribuidos al periodo Solutrense en la región (entre hace 19.000 y 14.500 a.C.). Estas manifestaciones se distribuyen por las zonas medias y anteriores de la Galería, a diferencia de las atribuidas a períodos anteriores. La última época representada en la Galería Inferior es la Magdaleniense (14.500-9.500), y a ella corresponde la mayor parte de las evidencias, habitacionales, industriales y artísticas. En el amplio vestíbulo de la cueva se documenta un extenso yacimiento de ocupación: un área de aproximadamente 535 m2, a lo largo de unos 68 m desde la entrada obturada. Creemos que las ocupaciones prehistóricas que aparecen en superficie corresponden a las fases centrales del desarrollo magdaleniense (entre el 12.500 y el 10.000 a.C.). A ello apuntan el utillaje (que incluye cuatro bastones perforados, espátulas, punzones, azagayas y abundantes industrias líticas), moluscos marinos como el bígaro Littorina littorea y la lapa Patella vulgata, de tamaño grande, que es habitual en fases frías de la última glaciación. Entre los testimonios superficiales de este área destaca un recinto acaso interpretable como los restos de una cabaña: una estructura de planta oval delimitada por bloques y situada junto ala pared izquierda de la cueva. De igual forma, se han localizado otras estructuras de habitación en el interior de la cueva, en las zonas III y IV. Se trata de recintos con muretes de piedra seca adosadas alas paredes de la galería. En ellas y en los alrededores son extremadamente abundantes los restos industriales-documentándose algunas obras de arte mobiliar y un buen número de azagayas de asta- y tecnológicos -varios fragmentos de astas de reno con recortes-, de comida, etcétera. En la zona IV, se han podido diferenciar cuatro espacios habilitados a lo largo del lateral izquierdo de la galería principal. Al menos tres de ellos están delimitados por muretes de piedra, que debieron servir para sujetar un cierre a base de postes y mamparas de piel, ramas u otros materiales, con pequeños espacios libres para la entrada. Es asombrosa la cantidad de instrumental y restos de comida dispersos por el suelo -con una inusual concentración de mandíbulas de caballo- o, en ocasiones, encajados en las hendiduras de pilares estalagmíticos -que en algún caso están pintados de rojo- o entre las piedras de los muretes. Se aprecian aquí utensilios como buriles, lascas, agujas, colgantes realizados sobre Littorina y sobre canino de carnívoro, así como una espléndida espátula sobre costilla, decorada con una figura de cabra. Lo más asombroso, sin embargo, ha sido la localización de un buen número de animales grabados o pintados en el techo inclinado de esta zona. Es decir, situados sobre las estructuras habitacionales, lo que podría indicar que muchas de las representaciones se realizaron desde el interior de estos espacios. La misma complejidad y diversidad del instrumental dejado en esas estructuras habla de la variedad de funciones llevadas a cabo allí, que no se restringieron al arte rupestre. Ésta fue una actividad más, pero acaso no el eje o razón última de esas penetraciones al interior de la cueva. Las figuras de estilo magdaleniense (o IV de la serie de Leroi-Gourhan) se distribuyen esencialmente por paneles anteriores de la cavidad (en zonas I, III y IV), en los que a veces se superponen a otras estilísticamente más antiguas, aunque éstas últimas tienden a concentrarse en tramos profundos. Además, parecen en íntima conexión con los espacios habilitados y con áreas con muchos restos de actividad sobre el suelo. Por el contrario, estos restos faltan en casi todas las zonas con paneles de Estilos II o III. Es obra de los artistas magdalenienses gran número de grabados y de pinturas en negro como técnicas principales, con trazos de contorno o también con rellenos en el interior del cuerpo. Entre los primeros han sido localizadas varias las cabezas de cierva con trazos estriados en barbilla y pecho. Estas figuras conforman un motivo bien datado en el Magdaleniense Inferior y, acaso, en fases inmediatamente posteriores. Entre las pinturas son frecuentes los caballos y bisontes, así como algunas cabras, o máscaras. A partir del 10.000 a.C., con el inicio del período Holoceno, se produce a escala planetaria una rápida suavización de las condiciones ambientales. En La Garma se notan rápidamente esos cambios: el incremento en la humedad ambiental da lugar a la formación de costras estalagmíticas en los vestíbulos de La Garma A y La Garma 8, y la superficie del monte se cubre de una densa vegetación arbórea, dominada por especies típicas de clima templado, hasta adquirir un aspecto similar al actual. Sin embargo, la modificación ambiental más radical, y la que se reflejó de forma más clara en los yacimientos de La Garma fue el movimiento de la línea de costa. Al fundirse las enormes masas de hielo que cubrían gran parte de los continentes por el incremento de las temperaturas se produjo una nueva subida de más de 60 m en el nivel de los océanos, que acercó la línea de costa unos 6 km a La Garma, hasta los 5 km de distancia actuales, y dio lugar a la formación de la cercana bahía de Santander, cuyos ricos recursos podrían ser fácilmente aprovechados desde esa zona. Los indicios de esta época, conocida como Mesolítico, se concentran en La Garma A, donde se constata la presencia humana entre 6.500 y 5.700 a.C., durante el llamado óptimo Climático -un período en el que las temperaturas medias eran ligeramente más elevadas que las actuales-, y en la cercana cueva del Mar. Consisten en un tipo de depósito muy característico de esta época: los concheros, grandes acumulaciones de cáscaras de moluscos marinos (fundamentalmente lapas, caracoles de mar, almejas, mejillones y algunas ostras), mezcladas con huesos y carbones, que llegan a obturar la entrada de las mismas, como casi sucedió en La Garma A, cuyo pasillo de acceso quedó prácticamente colmatado. A lo largo del V milenio a.C., llegan a la región cantábrica dos novedades fundamenta les: la agricultura y la ganadería, que se integran paulatinamente en el sistema económico de las sociedades indígenas, las cuales todavía dependerán en gran medida de los recursos silvestres, que siguen desempeñando un papel fundamental hasta el III milenio. En La Garma A aún no se han podido estudiar en detalle estos cambios, de los que parece haber algunos indicios en el vestíbulo donde, por encima del conchero mesolítico, quedan restos de ocupaciones todavía ricas en moluscos marinos que incorporan una novedad: la cerámica, que en la Península Ibérica suele ser aproximadamente coetánea de la economía productiva. Poco después del 3.000 a.C., se produce un cambio radical en el uso de La Garma: de lugar de habitación a necrópolis. La estructura funeraria más antigua, datada a comienzos del III milenio a.C., durante el Calcolítico, es una fosa de poca profundidad abierta en la segunda sala de La Garma A, en cuyo interior se depositaron, desarticulados, los huesos de diversos individuos. Particular interés tiene el rico ajuar funerario que los acompañaba: algunas cerámicas, diversas puntas de flecha talladas con retoque plano invasor, y un extraordinario puñal de sílex. La pieza más notable es, sin duda esta última, un arma de 11 cm de longitud, con dos muescas laterales para encajar un mango de madera, finamente tallada en toda su superficie. Parece probable que este puñal fuera importado, pues el tipo de sílex empleado no es local, y no se conocen objetos similares en la región, ni tan siquiera en el Norte peninsular. Hay que llegar a los poblados y necrópolis calcolíticos de la Extremadura portuguesa y de Almería para encontrar piezas comparables. Sin duda tan excepcional hallazgo, notable por su hechura, la calidad de la materia prima y del trabajo empleado en su elaboración, y totalmente distinto a las manufacturas locales, no pudo ser un objeto corriente. Más que una mera arma destinada a un fin utilitario debió de ser un objeto de lujo, expresión material de la riqueza y del relieve social de su poseedor, en un momento en el que está comenzando a desarrollarse en toda Europa la desigualdad social. Durante la Edad del Bronce, el uso de las cuevas de la ladera de La Garma como lugares sepulcrales se hace muy frecuente. Tanto en La Garma A como en La Garma B, El Truchiro y la cueva de Peredo se encuentran depósitos sepulcrales datados a fines del III milenio a.C. y a lo largo de la primera mitad del II. Se trata de enterramientos múltiples, desarticulados, en los que los cadáveres están acompañados de cerámicas lisas y de algunos objetos de sílex y, más raramente, de metal, como una interesante punta de cobre de La Garma B. Por lo general, los restos aparecen muy cerca de la superficie, lo que sugiere que, al igual que en muchos otros yacimientos de Cantabria y el País Vasco, los cadáveres se depositaban directamente en el suelo. En un momento indeterminado después del 1.500 a.C., se abandonan esas cavidades, la mayor parte de ellas de forma definitiva. Sin embargo, siglos más tarde, los grupos humanos vuelven a la zona, pero no a depositar sus muertos, sino a asentarse en ella de forma permanente. En la cima de la colina, a unos 180 m de altitud, en el lugar conocido como Alto de la Garma, se establece un poblado de la Edad del Hierro, un castro de unos 18.000 m2, con una línea de fortificación en torno a la cima del monte. Esta defensa tendría, según se ha observado hasta ahora, una base de piedra, sobre la que tal vez se alzara una empalizada de madera. Algunos indicios -como la existencia de una reconstrucción de las fortificaciones- hacen pensar en un empleo muy prolongado de este poblado, cuya cronología no se conoce todavía con precisión, pero que probablemente abarque varios siglos del tramo central del I milenio. Lo que parece indudable es que el castro del Alto de la Garma fue abandonado antes de la conquista del territorio cántabro por los romanos. De hecho, ni en el castro, ni en ningún lugar de La Garma y sus alrededores se han encontrado, por ahora, restos arqueológicos atribuibles a la época romana. Sin embargo, los cántabros prerromanos no fueron los últimos grupos del pasado en dejar su impronta en este monte. Hacia los siglos VIII o IX d.C., se documenta la presencia de personas en diversos lugares de la zona, como demuestra la aparición de vasija de cerámica de esa época en el vestíbulo de La Garma A o en la cercana covacha de Valladar. Sin embargo, algunos hombres se aventuraron mucho más adentro. En la Galería Intermedia y en la Inferior se han encontrado numerosos carbones procedentes de teas y hogueras que han podido ser datados por carbono 14 en este momento, señalando el rastro de aquellos remotos exploradores. Pero lo más notable es la presencia en la Galería Inferior de los esqueletos de cuatro varones jóvenes. En algún caso (dos que se han hallado junto a la propia sima de acceso a la Galería) cabe plantearse si podrían ser personas muertas en un accidente. Sin embargo, en los dos esqueletos más completos, depositados en una amplia sala con una indudable intención escenográfica, y rodeados de fragmentos de estalagmitas rotas, el carácter funerario parece fuera de toda duda. Las dataciones obtenidas hasta ahora sitúan estos restos en la época en que la comarca donde se localiza La Garma, Trasmiera, estaba integrada políticamente en el Reino de Asturias. Sin embargo, algunos de los objetos que acompañan a los cadáveres apuntan a una tradición cultural más antigua, de raigambre visigótica. Las actividades funerarias que parecen documentarse en La Garma difícilmente pueden relacionarse con la ortodoxia cristiana, en un momento en que en la región eran ya bastante frecuentes los cementerios junto a las iglesias. Resulta muy sugerente pensar en la posibilidad de que los indicios arqueológicos medievales de La Garma reflejen la pervivencia de ritos paganos en una región que, como la mayor parte del Norte peninsular, estaba cristianizada de forma aún muy superficial en aquellos siglos oscuros de los comienzos de la Reconquista.
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Una obra, la Trinidad angélica de Rublev, expresa fehacientemente la madurez que había alcanzado este arte en el siglo XV, el siglo de oro ruso de la pintura de iconos.Siguiendo el texto del "Génesis" y la tradición iconográfica bizantina, la Trinidad era representada bajo la forma de tres ángeles recibidos en la mesa de Abraham en Mambré. Aquí, sin embargo, el pintor ha prescindido de la figura del Patriarca y de su esposa, Sara, reduciendo, en consecuencia, el símbolo a sus elementos esenciales.Los tres ángeles, sosteniendo un largo cetro entre sus manos, están sentados alrededor de una mesa baja sobre la que se sitúa una copa. Su cabeza pensativa está aureolada por un nimbo de oro. Sus ojos tienen una expresión misteriosa y sus grandes alas plegadas, hacen pensar en pájaros posados un instante sobre la tierra esperando remontar el vuelo.Los tres mensajeros se parecen como hermanos porque simbolizan un Dios único bajo una triple encarnación. Da la impresión de que los místicos visitantes no son criaturas de carne y hueso, sino seres del más allá, espíritus puros.El paisaje mismo está en consonancia con este misterio. La encina verde de Mambré, con el tronco bajo y nudoso, y el propio peñasco sobre la que se asienta, se orientan en el sentido de los ángeles. La composición elegida tampoco es casual, pues de acuerdo con la iconografía cristiana, el círculo es el símbolo del cielo, de la serenidad, del deseo de unidad.El color, por último, contribuye a lograr una integración de los elementos puestos en juego, alcanzando una feliz armonía entre las manchas y los espacios intermedios, entre las figuras del plano anterior -más densas- y los objetos lejanos -más aéreos-, entre éstos y el fondo, dando como resultado una plena sensación de unidad.Este icono destaca por la sencillez monumental de la composición y el trazo majestuoso de las túnicas, pero sobre todo por su delicadeza espiritual. Se trata de una extraordinaria obra maestra, reflejo de un arte idealizado y místico. Nada más etéreo que esta visión, verdadera pintura del alma, que reconcilia al hombre con el mundo, con su destino; provoca no sólo respeto, reverencia, adoración, sino también entusiasmo, fascinación y amor, hasta casi superar el profundo significado teológico, y amortigua el temor reverencial de Dios. En definitiva, permite a los fieles enlazar lo visible inmediato con lo conceptuado como invisible.