En términos políticos, el derrumbamiento del sistema isabelino vendría provocado por el enfrentamiento entre dos elites políticas y dos formas diferentes de concebir la estructura y los objetivos del Estado. Una, heredada del moderantismo histórico, muy proclive a una concepción patrimonial del poder, con escasa capacidad de respuestas renovadoras ante las transformaciones culturales, económicas y sociales. En suma, una tendencia acusada al inmovilismo y la endogamia, con nulas respuestas acomodantes al conjunto de las demandas sociales. Este sector de la elite política y esta concepción quedaron en parte desplazadas del poder por el dominio de la Unión Liberal de la escena política entre 1856 y 1864, pero, sin embargo, recobrará un protagonismo político excluyente en los últimos años del reinado de Isabel II, colaborando a la irreversibilidad de la crisis dinástica. La otra corriente, procedente del progresismo y del partido demócrata, a la que se irán incorporando desde 1866 sectores de la Unión Liberal, era más receptiva a las demandas del conjunto social, hasta entrar en colisión con el sector anterior y desgajarse paulatinamente del sistema conforme se agudice su inmovilismo. El desajuste estaría provocado, en última instancia, por las resistencias opuestas por una elite tradicional, que había sido la médula del moderantismo, pero cuyo discurso, sus prácticas de gobierno y su adecuación a nuevas situaciones habían quedado obsoletos, hasta suponer una traba para cualquier forma de cambio social. Desde este punto de vista podemos decir que la revolución de septiembre de 1868 se fraguó en el seno de una minoría política. La participación popular se extendería gracias a la acción de la intelectualidad y de los medios de comunicación de la época, incluida la transmisión oral, que difundieron con eficacia el mensaje político. En efecto, así ocurrió en las ciudades, que sólo representaban un mínimo porcentaje de la población. Otra cosa era en el ámbito rural, mucho más vasto, donde el mensaje político caló con dificultad por la mentalidad y el contexto social predominantes. Aquí la comunicación era mucho más lenta y mediatizada por la existencia del caciquismo antropológico y por el púlpito. Todo ello nos hace concluir que el espíritu político de la revolución de 1868 fue un hecho de minorías, localizado en los centros urbanos; la intervención del mundo rural se debió a otros factores de malestar y perseguía objetivos muy distintos, generalmente relacionados con el problema de la tierra y su mala distribución.
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La despoblación y la frecuencia de los malos años, rasgos que estuvieron presentes en el primer cuarto del siglo, continuaron causando sus estragos en el segundo cuarto. Los ejemplos son, de nuevo, abundantes. En 1330 el lugar de San Vicente de la Barquera, que alegaba encontrarse "pobre e muy despoblado", consiguió ver reducida su cabeza fiscal. En ese mismo año el número de pecheros de la villa palentina de Paredes, establecido tradicionalmente en 350, se rebajó a 300. Tres años después era el núcleo burgalés de Oña el que conseguía una disminución del número de sus pecheros. Por doquier se hablaba, insistentemente, del retroceso demográfico. En las Cortes de Madrid del año 1329 decía Alfonso XI que "toda la mi tierra es yerma e astragada" y en las Cortes de Alcalá de Henares de 1348 volvió a repetir esa misma idea al señalar que la tierra se encontraba "yerma e despoblada". Por lo que se refiere a los malos años, tampoco estuvieron ausentes de la Corona de Castilla durante el reinado de Alfonso XI. Un documento del año 1325 del monasterio de San Zoilo, de la villa palentina de Carrión, señalaba que "en este anno que agora paso non cogiemos pan nin vino nin cosa de que nos podiesemos proveer por raçon de la tempestad del elada e de la piedra e nublo e langosta que acaeçió... en la tierra". Pero un período particularmente duro fue, según todos los indicios, el de 1331-1333. ¿No es significativo que la documentación catalana hable, a propósito de 1333, como del "mal any primer"? Ese mismo año los vecinos de Oña se quejaban de los estragos causados en sus cosechas "por muchos peligros de piedra e de hielo". Pero más interesantes son los testimonios procedentes de los monasterios de Santo Toribio de Liébana y de Benevívere. En el primer caso el cenobio lebaniego se vio obligado a tomar en préstamo 50 cargas de pan debido a "los annos malos que pasaron de la Era de mill e CCCLXIX annos fasta en el anno de la Era de mill e trezientos e setenta e uno". El segundo dato alude a las dificultades por las que atravesó el monasterio de Benevívere para aprovisionarse de trigo, debido a la carestía reinante. Así pues, en dos entidades monásticas, relativamente distantes entre sí, se vivieron al mismo tiempo dificultades semejantes. Cabe situar otro período de malas cosechas entre los años 1343 y 1346. La Crónica de Alfonso XI nos dice, a propósito del año 1343, que "encarescieron las viandas et llegaron a grand precio". Dos años después, en las Cortes de Burgos, se dice expresamente que "fue muy grant mortandat en los ganados, e otrosi la simiença muy tardía por el muy fuerte temporal que ha fecho de muy grandes nieves e de grandes yelos". Por su parte un documento del año 1347, originario de la villa de Madrid, insistía en parecidos argumentos al indicar que los fuertes temporales que "an pasado ffasta aquí eran la causa de la gran mengua del pan e del vino e de los otros frutos". Todavía en 1348, en la varias veces citada reunión de Cortes celebrada en Alcalá de Henares, se recordaba que en los años anteriores, "por los tenporales muy ffuertes que ovo ...se perdieron los ffrutos del pan e del vino". Los datos mencionados, tal es nuestra conclusión, resultan sumamente expresivos. Los males señalados incidían ante todo sobre el mundo rural. Así las cosas no tiene nada de extraño que los documentos de aquellos años repitan una y otra vez que los sectores populares se encontraban en una situación de gran pobreza. Los habitantes de las villas de realengo, se dice en un documento del año 1332, "están en muy grand afincamiento de pobreza". "Los christianos sson muy pobres", se dijo en las Cortes de Madrid de 1339. Las gentes, dice la Crónica de Alfonso XI refiriéndose al año 1342, están empobrecidas. "Ffincaron las gentes muy pobres e muy menguadas", se expresa asimismo en un documento que data del año 1347. Tal era el panorama que ofrecía la Corona de Castilla al filo de 1350.
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El cartel gubernamental de izquierdas del primer bienio descansaba sobre un doble soporte: la izquierda republicana y el socialismo. Pero mientras este último formaba una única y disciplinada organización partidista, el republicanismo progresista se encontraba dividido en varios partidos jóvenes y poco consolidados, algunos de los cuales ni siquiera asumieron las consecuencias de una integración plena en la coalición. Y lo mismo sucedía con la derecha y el centro republicanos. Superada la euforia del triunfo e inútiles ya los lazos de solidaridad forjados en la lucha contra la Monarquía, los intereses particulares de los grupos sociales y económicos primaban en los partidos que los representaban. Los gobiernos presididos por Azaña durante el primer bienio reflejaban la amplitud de sus apoyos parlamentarios, pero también el difícil equilibrio de la mayoría, cuya estabilidad dependía de la permanente transacción entre sus integrantes y de su capacidad de resistencia frente a las crecientes presiones exteriores. El primer Gabinete Azaña, formado en octubre de 1931, reproducía la composición del Gobierno provisional, con la exclusión de los derechistas Alcalá Zamora y Maura. Pero tan sólo dos meses después, los radicales, que aspiraban a ser una alternativa centrista de gobierno y rechazaban la legislación sociolaboral impulsada por los equipos ministeriales del PSOE-UGT, abandonaron la coalición y rompieron definitivamente la Alianza Republicana de 1926. Ello supuso una nueva reducción de los apoyos políticos y parlamentarios del Gobierno, que aún disfrutaría de una holgada mayoría en las Cortes, pero cuyo carácter izquierdista se acentuaba. Azaña formó el 15 de diciembre de 1931 su segundo Gabinete, que sería el de más larga vida de la República. Durante su año y medio de vida, este Gobierno realizó la desigual labor reformista que hemos analizado en el capítulo anterior. Aunque su evolución fue sumamente estable en comparación con la de los restantes equipos ministeriales, no dejó de verse condicionada por las dificultades de los partidos que lo sostenían. En la izquierda republicana, el mayor problema lo planteó la crisis del radical-socialismo, pero también fue en algunos momentos muy nociva la actitud de los catalanistas de la Esquerra, empeñados en una compleja negociación con el Ejecutivo sobre la transferencia de competencias estatutarias. Azaña era consciente, por otra parte, de que la colaboración socialista era eventual, como quedó patente en el XIII Congreso del PSOE, celebrado en octubre de 1932, y de que sin la reconstrucción de la Alianza Republicana sería imposible la continuidad gubernamental en caso de retirada de los socialistas. Sus llamamientos en este sentido fueron rechazados por los radicales y otras fuerzas de centro, pero condujeron a la constitución, el 23 de diciembre de 1932, de la Federación de Izquierdas Republicanas de España (FIRPE), bajo la presidencia del radical-socialista Ángel Galarza. Pero la Federación no llegó a cumplir los fines para los que había sido creada. Los partidos integrantes, que se negaron a unificar sus minorías parlamentarias, sólo contaban con un treinta por ciento de los escaños de las Cortes y, además, la FIRPE fue boicoteada por un sector del dividido radical-socialismo. Por ello, mantuvo una vida poco activa y dejó de tener virtualidad tras la ruptura del Partido Radical Socialista, en septiembre de 1933. Por su parte, el socialismo vivió un intenso debate interno a lo largo del bienio sobre la conveniencia de mantenerse en el Gobierno. La esperanza de avanzar en la senda del reformismo social, y la coincidencia de los sectores que encabezaban Largo Caballero y Prieto sobre la necesidad de consolidar las instituciones republicanas, permitió que los Congresos celebrados por el PSOE y la UGT en 1932 se pronunciaran por el mantenimiento temporal de la colaboración, aunque con ciertas reservas. En el campo, las bases socialistas, desilusionadas por el alcance y los ritmos de la reforma agraria, comenzaron a agitarse muy pronto. Los sangrientos enfrentamientos entre guardias civiles y trabajadores ugetistas en Corral de Almaguer (Toledo), Castilblanco (Badajoz), o Arnedo (Logroño), abrieron una brecha en la confianza gubernamental, que ya no haría sino ampliarse. La moderación de las reformas apadrinadas por los ministros socialistas y su renuncia a imponerse a sus socios de coalición en algunos aspectos programáticos básicos -por ejemplo, en la reforma agraria- eran mal comprendidas por una militancia que empezaba a verse afectada por las dificultades de la economía nacional y por la radicalización de la respuesta patronal a la nueva normativa sociolaboral. Los sucesos de Casas Viejas, cuyas consecuencias políticas salpicaron al Gobierno y a su contundente política de orden público, convencieron a muchos socialistas de que era preferible no compartir responsabilidades de poder con la burguesía republicana. Dirigentes moderados, como el líder de la FNTT, Lucio Martínez Gil, o el propio presidente de la UGT, Besteiro, se veían cada vez más impotentes para contener la escalada de protesta social en que aparecían embarcadas las bases del sindicato, que en algunos lugares llevó a una espontánea unidad de acción con anarcosindicalistas y comunistas. A lo largo de 1933, se alcanzaron los índices más altos de conflictividad laboral del período republicano. No puede descartarse en ello el hecho de que fuesen los meses más duros de la recesión económica, pero sin duda el espectacular incremento en el número de huelgas obedeció fundamentalmente al descontento de los sindicatos ante el ritmo de las reformas y las dificultades que atravesaba la colaboración entre republicanos y socialistas. Significativamente, Indalecio Prieto, hasta entonces el más firme partidario de la colaboración con los republicanos, pasó a defender en marzo de 1933 la salida pactada de los socialistas del Ejecutivo, a fin de evitar una posterior ruptura más violenta, y la formación de un Gobierno de concentración republicana, que mantendría el apoyo parlamentario del PSOE. Pero la dirección caballerista del partido, deseosa de culminar la tarea que desarrollaba en el Ministerio de Trabajo, se opuso, alegando que ello abriría paso a la derecha antirreformista. El crispado debate sobre la Ley de Congregaciones no sólo galvanizó a la derecha, que hizo de ella una bandera de movilización popular, sino que enfrentó al católico presidente de la República con el Gobierno y, probablemente, le animó a disolver las Cortes Constituyentes. Por ello, cuando el ministro de Hacienda, Carner, abandonó su cartera por enfermedad, Alcalá Zamora pretendió utilizar lo que era un relevo ministerial puramente formal para plantear una crisis de Gabinete y desplazar a Azaña de su presidencia. Pero ni Besteiro, ni Prieto, ni Domingo aceptaron el encargo presidencial y, apoyado por sus aliados, el líder de Acción Republicana pudo forzar su continuidad, que aprovechó para dar entrada en el Gabinete formado el 12 de junio de 1933 a los federales y catalanistas de izquierda y para vencer las reticencias de los socialistas, que mantuvieron sus tres ministros. Durante el verano, los problemas se acumularon. El Partido Radical Socialista, siempre conflictivo, entró en una fase de descomposición, que afectó a la capacidad decisoria del Gobierno. La reforma agraria mostraba graves carencias técnicas y avanzaba con demasiada lentitud. La recesión golpeaba a la economía española, en su peor momento de todo el quinquenio. Cuando, el 3 de septiembre, los partidos de la mayoría fueron derrotados por la oposición en las elecciones de vocales regionales del Tribunal de Garantías Constitucionales, quedó patente la pérdida de apoyos populares y la división en el seno del bloque gubernamental. En realidad, crecía entre los políticos de todo el arco de la izquierda republicana el deseo de desembarazarse de la colaboración socialista, cuyas imposiciones en materia social y económica les parecían a muchos excesivas. No obstante, fue Alcalá Zamora quien provocó la crisis al anunciar el día 7 que retiraba su confianza al Gobierno, lo que forzó su dimisión. Abiertas consultas, Lerroux se comprometió a construir una mayoría parlamentaria de centroizquierda republicana sin presencia socialista, y el presidente le encomendó la formación de Gobierno. Había sonado la hora de los radicales.
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Los años de la posguerra mundial fueron de grave crisis social en todo el mundo y también en España. Como en el resto del mundo, la agitación social alcanzó su punto culminante en 1919 y fue acompañada por el ejercicio de la violencia. Los sindicatos españoles que habían tenido una escasa importancia hasta el año 1914, crecieron de una forma muy considerable hasta llegar a desempeñar un papel político importante. Se constituyó un fuerte movimiento obrero anarcosindicalista que, aunque había tenido su origen con anterioridad, logró ahora la plenitud de su desarrollo y constituyó el vehículo fundamental de la protesta obrera. La mayor fuerza del anarquismo en España se logró a partir de este momento a través del sindicalismo, que hasta entonces no había pasado de estar formado por unos grupos insignificantes. De unos 15.000 afiliados que tenía la CNT en 1915 se pasó a más de 700.000 en 1919, con una clara supremacía de los catalanes. El paso inicial estuvo constituido por la celebración, en el verano de 1918, de un Congreso en el que quedó configurada una tendencia sindicalista en el seno de la CNT de la que fueron representantes principales, en estos años y en los posteriores, Salvador Seguí y Ágel Pestaña. Sin embargo, perduró la ambigüedad acerca del paso definitivo hasta una nueva sociedad que, al ser revolucionario, incluía el uso de la violencia. En estas condiciones se iniciaron en Barcelona los más importantes conflictos sociales de la historia del obrerismo español, en los primeros meses de 1919, con una huelga de 44 días en La Canadiense, empresa eléctrica capital de este país que pretendía una disminución de salarios, mientras que los sindicatos pedían un reconocimiento de su papel en la empresa. La huelga resultaba especialmente grave porque de hecho suponía la paralización de la industria barcelonesa en su totalidad. Cuando el conflicto parecía poder resolverse, la exigencia por parte de los sindicatos de que fueran liberados los presos lo reprodujo de nuevo. El enfrentamiento provocó una airada reacción en las clases conservadoras, que como primera manifestación crearon un cuerpo armado de la clase media (el somatén). La dureza de la lucha social impulsó a los anarquistas militantes en los sindicatos hacia el maximalismo mediante el uso de la violencia. La agitación social también prendió con intensidad en Andalucía durante los tres años comprendidos entre 1918 y 1920, que pudieron ser denominados como el trienio bolchevique. La agitación empezó por el estallido de huelgas pero acabó por manifestarse en la pura reivindicación de la abolición de la propiedad. Con el transcurso del tiempo, los motivos reivindicativos casi desaparecieron o se convirtieron en fútiles, con el resultado de que los sindicatos, cuya afiliación había crecido de forma muy considerable, acabaron ahora por verla reducida a un mínimo. Mientras tanto, la situación en el seno de la CNT tendía hacia un creciente radicalismo, que se pudo percibir en el Congreso celebrado a finales del año 1919 en Madrid. Aunque nada tenían que ver sus principios con los del anarquismo, la CNT se adhirió a la Internacional comunista. Pronto, en Barcelona, que tenía una larga tradición de empleo de la violencia en la lucha social, reaparecieron los atentados terroristas. La ausencia de una policía eficaz colaboró en el proceso, pero más aún lo hizo la condescendencia de los propios dirigentes sindicalistas con respecto a los atentados, considerados como "actos de desesperación". Así, en ese mismo año, el terrorismo empezó también a utilizar otros procedimientos como el atraco. Se llegó a una auténtica profesionalización del pistolerismo y, de este modo, los sindicalistas acabaron por darse cuenta de cuál había sido el resultado de su tolerancia. Semejante en violencia fue la reacción del otro lado. Un importante sector de los patronos (no, desde luego, la Lliga que lo condenó) promovió su propio pistolerismo y, a finales del año 1919, aparecieron en Barcelona unos sindicatos libres nacidos en el Ateneo Legitimista que no excluyeron el empleo de las armas en sus actuaciones. Con todo ello, la vida en Barcelona acabó por hacerse imposible y esto tuvo graves consecuencias sobre la situación política no sólo de la capital catalana sino de toda España. Desde finales de 1920, el general Severiano Martínez Anido practicó un tipo de política que pretendía el enfrentamiento directo con los sindicatos, lo cual, lejos de solucionar el problema, no hizo otra cosa que multiplicar el número de muertos. De todos modos el Estado, que toleró ese género de actuaciones, al mismo tiempo promovió un número importante de disposiciones de carácter reformista relativas, por ejemplo, a la limitación de la jornada o la ley de accidentes de trabajo. En 1920 fue creado un Ministerio para tratar de estas cuestiones. Esta política contradictoria tuvo su paralelismo en el caso de la CNT. Las frecuentes detenciones de sus dirigentes más conocidos, que eran también los más moderados, impidió que se pudiera consolidar la tendencia sindicalista. En el año 1922 pareció poder llegar a triunfar cuando se repudió la anterior identificación con el comunismo. Pero de nuevo, a comienzos de 1923, los sectores más radicales se impusieron y quizá fueron incluso los causantes del asesinato del propio Salvador Seguí. Cuando se acercaba la Dictadura los sindicatos habían perdido fuerza y prestigio y, al mismo tiempo, reaparecía el terrorismo, diseñando una situación cuyo obvio resultado fue facilitar el golpe de Estado. Descrita la evolución del sindicalismo de procedencia ácrata es necesario también hacer mención a lo acontecido con el sindicato socialista. Como en el caso de la CNT, también en éste se produjo un considerable aumento en el número de los afiliados sindicales. Los militantes de la UGT alcanzaron los 250.000 y los del partido socialista unos 50.000. Además, en el año 1918 la representación parlamentaria socialista llegó a cuatro escaños, correspondientes a los dirigentes de la huelga de 1917. Sin embargo, aunque el socialismo se consolidó como la fuerza política más importante en Madrid, a partir del año 1921 se produjo un reflujo que no fue compensado por el hecho de que en 1923 lograran siete escaños en la capital de España. Igual que en la CNT, las noticias de la revolución rusa también conmocionaron al PSOE. La verdad es que, a diferencia de otros grupos políticos europeos de parecida significación, no hubo en el socialismo un sector de izquierdas muy nutrido que durante la Primera Guerra Mundial pretendiera cambiar el apoyo a los aliados por una condena de ambos beligerantes. El PSOE se mantuvo en una actitud que era reformista en la práctica pero que en teoría se seguía manifestando corno revolucionaria, con lo que no padecía los problemas de adaptación que tuvieron otros partidos en el momento de la posguerra. Sin embargo, tras el conflicto bélico se le planteó lógicamente al PSOE la posibilidad de adherirse a la Internacional comunista o seguir vinculado a la socialista. En un principio, el entusiasmo revolucionario era tan grande y las noticias procedentes de Rusia tan confusas que, en el año 1920, el PSOE se inclinó por adherirse a la primera. Sin embargo, el malentendido fue muy rápidamente superado cuando una legación de los dirigentes socialistas fue enviada allí en las primeras semanas de 1921. Coincidió con otra enviada por la CNT en la persona de Ágel Pestaña y, en uno y otro caso, los dirigentes españoles quedaron muy pronto y muy decididamente decepcionados. A la vuelta, la dirección socialista restableció la situación por el procedimiento de aceptar la revolución rusa, pero no las condiciones que imponía la Internacional comunista, que implicaban de hecho una dirección desde Moscú. Mientras tanto, se había configurado ya un partido comunista que, en realidad, fue minúsculo durante toda la década de los años veinte. Surgido en 1920 en los medios estudiantiles más que en los proletarios, alcanzó su definitiva configuración en 1921. Hubo un momento en que dio la sensación de que podía llegar a controlar a la CNT, cuya estrategia revolucionaria practicó durante mucho tiempo, pero en el año 1922 había perdido esa oportunidad. A mediados de los veinte, ya en la dictadura de Primo de Rivera, el PCE contaba tan sólo con unos 500 militantes, tan pretenciosos como incapaces de llevar a cabo una verdadera revolución.
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En los años de gobierno de los dos últimos monarcas de la dinastía originaria, Juan I (1387-96) y Martín el Humano (1396-1410), se hicieron evidentes las dificultades de todo orden que atravesaba la Corona de Aragón, que se tradujeron en retrocesos y cambios de orientación en la política exterior, y en divisiones y confrontaciones sociales en el interior. Es posible que, como quiere M. de Riquer, Juan I quisiera llevar adelante una política personalista prescindiendo de los fueros e instituciones representativas de los reinos, pero carecía de los recursos económicos necesarios para ello. Fue, en realidad, un monarca débil y posiblemente indolente, que se rodeó de una camarilla de favoritos despilfarradores, tomó algunas medidas aparentemente contradictorias (anuló medidas democratizadoras de los municipios dictadas por su predecesor, pero concedió a la pequeña nobleza el privilegio de formar un cuarto brazo en las Cortes) y, acuciado por problemas financieros, pudo realizar turbios manejos e incluso cometer traición. Reunió las Cortes generales en Monzón (1388-89) donde los estamentos se resistieron a sus demandas de subsidios, que Juan I justificaba por la necesidad de luchar contra los rebeldes sardos y contra una invasión de Cataluña que supuestamente preparaba el conde de Armagnac, heredero de los depuestos reyes de Mallorca. Al respecto, resulta muy sospechoso que el prestamista Luchino Scarampi, no sólo fuera acreedor del conde de Armagnac y de Juan I, sino que además se encargara de reclutar las tropas del presunto invasor. Los estamentos, que quizá desconfiaban de la palabra del monarca, no sólo no le dieron el dinero solicitado sino que le exigieron la expulsión de algunos de sus consejeros. Lejos de acceder, Juan I disolvió las Cortes y, rodeado de su camarilla, se distanció todavía más de los estamentos. Inevitablemente el conflicto estalló en 1396, cuando el rey pidió unas determinadas ayudas económicas al gobierno de Barcelona, y los consejeros, secundados pronto por los jurados de Valencia, no sólo se negaron sino que exigieron el saneamiento de las finanzas reales y la expulsión de los malos consejeros, sospechosos de traición. En aquellos momentos, después de las ventas e hipotecas de bienes, jurisdicciones y rentas reales efectuadas por el Ceremonioso, la situación de las finanzas era catastrófica, hasta el punto que, según los jurados valencianos, el monarca no podía costear su propio sustento sin pedir prestado o recurrir a las ayudas de las ciudades. Pero, más que al monarca, los gobernantes de las ciudades hacían responsables de la situación a sus consejeros. Así, no es de extrañar que, cuando Juan I murió sin descendencia masculina (1396) y le sucedió su hermano Martín el Humano, treinta y ocho consejeros y funcionarios, entre ellos el gran escritor Bernat Metge, fueran formalmente acusados de malversación, corrupción, cohecho y conspiración, y juzgados y condenados a penas de prisión y multas. Si no hubo condenas a muerte quizá fue porque el tribunal se percató de que una ruina tan grande del patrimonio real no pudieron crearla solamente un grupo de consejeros en tan pocos años de mal gobierno. Cuando se produjo la muerte de Juan I, su hermano y sucesor, Martín el Humano, se encontraba en Sicilia ayudando a la reina María de Sicilia y a su hijo Martín el Joven a pacificar este reino agitado por enfrentamientos nobiliarios. Durante los meses que transcurrieron hasta el regreso del nuevo rey a la Península (1397), ocupó la regencia su mujer, la aragonesa María de Luna, que contó con el apoyo de las ciudades, encargadas del proceso contra los consejeros del monarca difunto. En política interior, lo más relevante del nuevo reinado fue la tarea pacificadora y el intento de sanear las finanzas reales. El monarca adoptó un papel moderador y de respeto a las leyes e instituciones de sus reinos y, consciente de las dificultades del momento, reunió Cortes en Zaragoza (1398), Valencia (1402), Maella (1404) y Perpiñán (1406), seguramente con el propósito de obtener la colaboración de los estamentos a su política restauradora. Pero los estamentos catalanes se mostraron especialmente insolidarios y desunidos, como si hubieran perdido el sentido histórico, aunque el problema no era exclusivo de los catalanes. De hecho, la ruptura del tejido social, efecto de la crisis, era general en los reinos de la Corona, y por ello el monarca se vio obligado a viajar incesantemente y pacificar villas y ciudades donde nobles y ciudadanos ennoblecidos formaban bandos y se combatían entre sí, a veces con extrema violencia. Sin duda, detrás de las luchas se escondía el deseo de controlar el gobierno y las finanzas locales, a fin de obtener con ello ingresos auxiliares que complementaran las rentas patrimoniales que la crisis desgastaba. Quizá los más importantes de estos enfrentamientos (al menos por las consecuencias que tendrían en el futuro conflicto sucesorio) fueron los de los Vilaragut y los Centelles, en Valencia, y, especialmente, el de los Luna y los Urrea, en Aragón, que no supo atajar el lugarteniente general del reino, Jaime de Urgel, quien se enemistó con los Urrea y fue acusado de parcialidad. Más importante que la tarea pacificadora fue el intento de sanear las finanzas reales, condición necesaria para poder llevar adelante la empresa urgente de pacificar Sicilia (donde reinaban con dificultades María de Sicilia y el heredero de la Corona, Martín el Joven) y Cerdeña. El proyecto se basaría en la restauración del patrimonio real mediante operaciones de redención o recompra, de los bienes y jurisdicciones reales alienadas, a sus antiguos compradores o a los herederos de éstos. La fuerza jurídica para estas operaciones procedía del hecho de que las ventas de patrimonio y jurisdicciones reales generalmente se habían hecho a carta de gracia, es decir, con pactos de retroventa. El problema estaba en la falta de liquidez del monarca para llevar a cabo un número tan elevado de recompras. La solución consistió en interesar en la operación a los propios habitantes de los territorios o señoríos jurisdiccionales alienados, con quienes los agentes del monarca pactaron compensaciones (rebajas de impuestos, amortización de rentas, privilegios) a cambio de dinero. Así, los campesinos, habitantes de los antiguos señoríos reales enajenados (en manos de la nobleza, por tanto), fueron autorizados a celebrar asambleas para discutir las propuestas y formar sindicatos para reunir el dinero de la redención, con lo cual ensayaron los mecanismos que pronto aplicarían en la guerra remensa. Pero este proyecto de restauración, en gran medida, fracasó porque los nobles, poseedores de patrimonio y jurisdicciones reales, obstaculizaron su desarrollo y porque el propio rey, acuciado por la necesidad de llevar una expedición a Cerdeña (1408-10), vendió patrimonio y jurisdicciones aunque, en 1399, había declarado que estos bienes y derechos eran inalienables.
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La crítica de Paul Groussac Paul Groussac, el inolvidable maestro de historiadores en Argentina, estudió a Díaz de Guzmán en forma que se creyó agotadora21. Su aporte fue de gran trascendencia. Puso sobre el tapete a un historiador olvidado, resaltó sus méritos y señaló sus errores. Los aficionados a la historia colonial eran pocos en aquellos tiempos. Madero no había ido más allá de su Historia del puerto de Buenos Aires. Clemente L. Fregeiro se había detenido en el análisis, documental y crítico, que había hecho de esa misma obra. Trelles había muerto tiempo antes. Enrique Peña coleccionaba documentos que publicó mucho más tarde y daba a luz algunas monografías sobre gobernadores coloniales. No había, como no hay actualmente, un gusto especial por la historia de los primeros tiempos. Héctor R. Ratto se dedicó a los viajes de Vespucci, sin lograr un acierto final porque nadie sabía, entonces, qué significaba salir a buscar la Cattigara mencionada por Ptolorneo. Nosotros comenzamos a publicar libros de historia colonial en 1929 y así llegamos a encontrarnos con Ruy Díaz de Guzmán. Torre Revello y Guillermo Furlong, que nos siguieron en estas labores, no se ocuparon de este personaje. Hallamos documentos referentes a Díaz de Guzmán que nadie había tenido en cuenta. En 1942, la Institución Cultural Española, de Buenos Aires, presidida por el recordado Rafael Vehils, premió unos trabajos nuestros, como los mejores hispanistas, y publicó un libro nuestro en el cual hay un capítulo dedicado a Díaz de Guzmán22. Más tarde publicamos dos ediciones de La Argentina con introducciones y notas críticas. Fueron observaciones y ampliaciones nuevas que modificaron un tanto las de Groussac. Este autor, francés de nacimiento, hizo su cultura en Argentina, su patria de adopción; pero su antipatía a todo lo español, sólo por ser español, nunca lo abandonó. Tampoco tenía amor por lo americano con raíces hispánicas. La ironía volteriana, el desdén a lo no francés, la superioridad indudable de sus conocimientos históricos y literarios en un ambiente intelectual que no tenía la autodisciplina que él se había impuesto en su formación, lo convirtieron en un dómine al cual nadie se atrevía a rebatir. En Paraguay, un historiador de finas intuiciones y hondo sentido crítico, el doctor Manuel Domínguez, a quien mucho conocimos y admiramos siempre, lo refutó en más de una ocasión y tuvo razón. Por nuestra parte, los papeles que Groussac no había conocido o desdeñado, comprendimos que revelaban hechos nuevos y aclaraban no pocos pormenores qué tenían su importancia. Así lo hicimos notar en un ensayo sobre Díaz de Guzmán que incluimos, al estudiar los orígenes de la historiografía Argentina, en el primero de los dos tomos con que ampliamos la Historia de la República Argentina de Vicente Fidel López, edición Sopena de Buenos Aires. Ante todo, Díaz de Guzmán es un historiador que consultó los cronistas de su tiempo y, en particular, a los sobrevivientes de las expediciones de Sebastián Caboto, de don Pedro de Mendoza, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca y otras menores. Este aspecto de su vida, de hombre que habla con los otros hombres que hicieron la historia del Río de la Plata y de Paraguay, tiene un valor poco común en lo que se refiere a sus conocimientos. Era la tradición viva que daba fuerza a sus palabras. En ella, como en toda historia oral, en toda reminiscencia lejana, podía haber, y había, alguna confusión, algún cambio de nombres, alguna verdad convertida en fábula. El crítico, el investigador desapasionado, debe analizar estos errores o simples oscuridades para conocer su causa o hallar el núcleo verdadero que pequeñas desviaciones hacen aparecer 1 como falso. Esto no lo hizo siempre Groussac. Por el contrario, magnificó o despreció cualquier dificultad achacando toda la culpa a la supuesta ignorancia de Díaz de Guzmán. Es preciso reconocer que no siempre somos nosotros los que tenemos razón, y que si un escritor que vivió los acontecimientos que relata, parece equivocarse o se equivoca, es por algún motivo que nosotros no conocemos y debemos averiguar. Por ejemplo --y este caso debe ser muy recordado por los historiadores del período hispánico de la historia americana--, se ha achacado siempre al bávaro Ulrico Schmidl una continua serie de errores garrafales en materia cronológica. Sus fechas, se ha dicho, están todas equivocadas. Era un hombre que no acertaba un día ni un año, etcétera.
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Si el Despotismo Ilustrado obviamente nunca puso en cuestión las bases sociales de su poder, no por ello la Ilustración dejó de ejercer la crítica de la sociedad donde había surgido, que se convirtió también en objeto de su pasión reformista. Antonio Domínguez Ortiz ha señalado una oscilación en la procedencia social de los ilustrados, que comienzan siendo médicos y frailes (Mateo Zapata, Sarmiento, Feijóo, Piquer), nutren luego sus filas con grupos sociales más diversificados (aristócratas, clérigos, funcionarios y juristas) para terminar incluyendo a elementos de claro origen burgués (Foronda, Rubín de Celis, Heros). Esta impresión no deja de ser imprecisa y aun engañosa, pero subraya un hecho perfectamente verificado: la composición interclasista del movimiento, aunque limitada a aquellas clases acomodadas que podían tener acceso a la cultura superior. En cualquier caso, la crítica social se ejerció en la mayoría de los casos al margen de la extracción personal y se caracterizó por la contestación de los rígidos moldes estamentales heredados del pasado. Uno de los objetos frecuentes de la animosidad ilustrada fue una nobleza que había perdido la justificación de sus privilegios y que, encaramada a sus blasones, no contribuía con su esfuerzo a la finalidad proclamada como irrenunciable por la época, la prosperidad de la nación. Es muy famoso el texto de José Cadalso en sus Cartas marruecas: "Instando a mi amigo cristiano a que me explicase qué es nobleza hereditaria, después de decirme mil cosas que yo no entendí, mostrándome estampas, que me parecieron de mágica, y figuras que tuve por capricho de algún pintor demente, y después de reírse conmigo de muchas cosas que decía ser muy respetables en el mundo, concluyó con estas voces, interrumpidas con otras tantas carcajadas de risa: Nobleza hereditaria es la vanidad que yo fundo en que ochocientos años antes de mi nacimiento muriese uno que se llamó como yo me llamo, y fue hombre de provecho, aunque yo sea inútil para todo". Del mismo modo, Luis García Cañuelo se ensaña con la vida ociosa del ficticio aristócrata Eusebio, que nunca trabaja, ni se ocupa de sus hijos (pero va a misa a diario), ni se dedica al estudio (porque es fuente de ateísmo) y deja los negocios en manos de su confesor: "¡Oh, suerte envidiable la de Eusebio! A costa de unos trabajitos tan pequeños, de estas leves incomodidades, y de estos ratitos aprovechados se va labrando una corona de gloria inmortal. ¡Y cuán al contrario sería si fuese un pobre que se viese precisado a cargarse de obligaciones para mantener la vida!... Porque un hombre inútil a los demás, ¿cómo podrá ser buen cristiano?... Yo no puedo concebir esta sublime moral que sabe componer todo esto con el amor del prójimo y dispensarnos de la pena impuesta a los hijos de Adán de comer el pan con el sudor del rostro. Si la vida de Eusebio le asegura la salvación, ¿no tendremos mucha razón para exclamar contra toda la doctrina del Evangelio?" En definitiva, la nobleza era atacada porque no había sabido revalidar sus antiguos títulos de acuerdo con la norma imperante en la época, la del servicio a la comunidad. Pero en el pensamiento moderado de la Ilustración hispana, el ataque a la aristocracia que no cumple con sus obligaciones no entraña una descalificación de la nobleza en su conjunto, que sigue siendo considerada como uno de los pilares en los que descansa la sociedad. En un claro ejemplo de esta contradicción en la que se debate el pensamiento social ilustrado, incapaz de extraer las consecuencias revolucionarias de sus planteamientos más rigurosos, Jovellanos, que había fustigado duramente la existencia de los mayorazgos como uno de los máximos obstáculos para la modernización agraria, concluye, violentando sus argumentaciones, en lo inconveniente de su disolución: "Apenas hay institución más repugnante a los principios de una sabia y justa legislación, y sin embargo, apenas hay otra que merezca más miramiento a los ojos de la sociedad (...). Justo es que la nobleza, ya que no puede ganar con la guerra estados ni riquezas, se sostenga con las que ha recibido de sus mayores". Junto a los nobles, los eclesiásticos sufren las más acerbas críticas de parte de los ilustrados. Las flechas se dirigen al excesivo número de clérigos, a la riqueza inmensa e inmovilizada de las instituciones eclesiásticas, a la ignorancia y mundanidad de los pastores y a su condescendencia para con las supersticiones populares, no por más absurdas menos arraigadas, como demuestra la cruzada de Feijoo contra las creencias vulgares en materias religiosas. Sobre el excesivo número de eclesiásticos y su pésima distribución geográfica, claman insistentemente los escritores progresistas, algunos con cierta acritud y conocimiento de causa, como en el caso de Cabarrús: "Abro el censo español hecho en 1788 y hallo que tenemos dicisiete mil feligresías y quince mil párrocos, esto es dos mil menos de los que se necesitan. Pero para esto tenemos cuarenta y siete mil beneficiados y cuarenta y ocho mil religiosos; de forma que, siendo así que hay muchas parroquias sin pastor, distribuyendo mejor nuestros sacerdotes actuales podría haber siete en cada una de ellas. Es evidente, por consecuencia, que hay un exceso enorme y que, sin sondear demasiado esta llaga funesta, se puede atribuir a la demasiada facilidad con que se reclutan las órdenes religiosas y a las capellanías o beneficios de sangre..." Excesivo número de eclesiásticos y también excesiva riqueza de la Iglesia, que además se administra de manera viciosa (dejando muchas tierras baldías y privando de toda inversión o mejora tecnológica al resto) y que se emplea en dirección equivocada, distribuyendo indiscriminadas caridades que fomentan una ociosidad perniciosa, dando lugar a la situación satirizada acerbamente por Luis García Cañuelo: "Enriquecerlos a ellos para socorro de los pobres, ¿no fue lo mismo que hacer los pobres para hacer quien los socorriese?" De ahí el cerco impuesto por el siglo a la amortización eclesiástica, desde los escritos doctrinales (baste recordar a Campomanes, Jovellanos o Sempere y Guarinos) a las reclamaciones permanentes de las autoridades locales contra los acaparadores de grano, o a las arremetidas concretas, como la llamada desamortización de Godoy de 1798, una medida fiscal que no hizo sino renovar una práctica ya reclamada por la monarquía de los Austrias. De ahí también la diatriba sistemática contra el uso abusivo de la limosna, fábrica de holgazanería, y contra el empleo improductivo de unos ingresos que podían orientarse en un sentido más en consonancia con los modernos criterios de utilidad social. Finalmente, los numerosos representantes de esa Iglesia rica no parecen estar a la altura de su cometido, ya que entre ellos florece la ignorancia y la frivolidad. Conocido es el retrato que el padre Isla trazara de fray Gerundio de Campazas en el momento de encaminarse a predicar su sermón: "Salió, pues, más resplandeciente que el sol, más brillante que la aurora. Habíase (claro está) afeitado con la mayor prolijidad, encargando al barbero que se esmerase en la operación (...) La noche antes le había regalado el padre vicario con dos solideos de seda, de los que fabricaban las monjas, de exquisito arte y chulada, cuyo centro era una bolita muy chusca, elevada con la debida proporción (...) Calzóse (ya se ve) unos zapatos muy ajustados (...) No se olvidó, y ni podía olvidarse, de echar en una manga un pañuelo de seda de dos caras y de cara muy cumplida, siendo una faz de color de rosa y la otra de color de perla; y en la otra manga metió segundo pañuelo de Cambray, muy fino, con sus cuatro borlas de seda blanca a las cuatro puntas (..) Iba con el cuerpo derecho, la cabeza erguida, el paso grave, los ojos apacibles, dulces y risueños, haciendo unas majestuosas y moderadas reverencias o inclinaciones con la cabeza a uno y otro lado, para corresponder a los que le saludaban..." Y también ha sido muy difundida la crítica del protoliberal León de Arroyal contra la falta de preparación intelectual del clero: "Las ciencias sagradas, aquellos divinas ciencias, cuyo cultivo hizo sudar a los padres de la Iglesia, se han hecho tan familiares que apenas hay ordenadillo desbaratado que no se encarame a enseñarlas desde la cátedra del Espíritu Santo. El delicadísimo ministerio de la predicación, que por particular privilegio se permitió a un Pantero, a un Clemente Alejandrino, a un Orígenes, hoy es permitido, invicto epíscopo, a cualquiera frailezuelo que lo toma por oficio mercenario". Deseo de reforma de la situación eclesiástica, asaltos parciales a las tierras de la Iglesia bajo la presión de las necesidades fiscales de la Corona y crítica a algunos aspectos concretos de la actuación del clero, todo ello no compone, ni siquiera teniendo en cuenta las más sarcásticas invectivas de José Nicolás de Azara ni las más punzantes disquisiciones de Jovellanos sobre la propiedad de las manos muertas, ninguna propuesta radical de alteración del estatus o la función del clero en la sociedad estamental, sino tan sólo un llamamiento a la corrección de sus insuficiencias más notables y a la adaptación de sus conductas a los nuevos tiempos. Este espíritu de reforma, de contenido regalista y jansenista, es el mismo que inspira la formulación más extensa y avanzada sobre el papel del clero en una sociedad bien ordenada, la que en forma de utopía vertiera Luis García Cañuelo en las páginas del Censor: "los sacerdotes del país de los Ayparcontes son retribuidos por el Estado y han perdido todo su poder económico y político, así como su fuerza coactiva, en beneficio de un más perfecto ministerio en la esfera de lo estrictamente espiritual", realizando así el sueño secularizador de la Ilustración. Es el punto extremo que en la materia puede alcanzar el pensamiento reformista, sin convertirse declaradamente a la opción liberal. Nobleza y clero deben revalidar sus títulos justificativos y asumir nuevas responsabilidades en un mundo en transformación. También deben colaborar en la común empresa los miembros del estado llano, mediante su participación en la vida económica y su perfeccionamiento profesional, ambas actitudes compensadas por el nuevo reconocimiento de las actividades útiles y por la dispensa de honores por parte de la Monarquía. Estos planteamientos aparecen claramente manifestados en la apertura del debate sobre la dignidad del trabajo, que incluye pronunciamientos sectoriales sobre la nobleza comerciante o sobre la consideración social de los oficios manuales. Las apologías de las artes mecánicas se suceden entre algunos de los autores mencionados, como ocurre en Capmany, en Arteta de Monteseguro o en Pérez y López. El tema se convierte incluso en asunto dramático, que aborda Cándido María Trigueros (1736-1801), protegido de Campomanes, contertulio de Olavide y bibliotecario de los Reales Estudios de San Isidro, en su comedia Los menestrales, drama social reclamando el reconocimiento de las virtudes de las clases medias urbanas. Trigueros, que había escrito también poesía repudiando la ociosidad de los nobles, se unía así a la literatura en favor de los oficios ejercidos con honradez y útiles a la comunidad, uno de cuyos ejemplos puede ser este texto de José María Delgado, extraído de sus Adiciones a la Historia del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, publicadas en Madrid en 1786: "¿Juras defender que ninguno de tu familia se dedique a arte u oficio, por honesto que sea, prefiriendo que aumenten el número de holgazanes, vagamundos, inútiles en la República para todo, aun cuando se mueran de hombre? Sí, juro". Otro producto del mismo tipo es la obra de significativo título de Francisco Durán, La industriosa madrileña y el fabricante de Olot, o los efectos de la aplicación, comedia estrenada en 1789 y que contiene una condena del aristócrata ocioso, un elogio del trabajo, un discurso en pro de la promoción social por la laboriosidad, una alusión directa a los beneficios de la industria textil y una reivindicación de la Orden de Carlos III. La respuesta a esta corriente de opinión fue la famosa Real Cédula de 1783, que, revalidando medidas semejantes que venían ya de finales del siglo anterior, consideraba compatible con el honor el ejercicio de las artes mecánicas, combatiendo así el principio de la deshonra legal del trabajo. Del mismo modo, la legislación y la práctica gubernamental recogieron otra manifiesta corriente de pensamiento, favorable a la nobleza comerciante y en general a la compatibilidad entre trabajo y nobleza. La traducción de la obra clásica sobre el comercio aristocrático del abate Coyer encontró eco en otras formulaciones hispanas del mismo tipo, como las contenidas en el Discurso sobre el comercio (1775) de Antonio de los Heros, o en la Biblioteca española económico-política de Juan Sempere y Guarinos: "Una gloria inmortal le espera a V A. si favoreciere y honrare el trato y la mercancía, ejercitada en los ciudadanos por ellos mismos y en los nobles por terceras personas..."; escribe Saavedra Fajardo: "¡Oh, cuánto puede la fuerza de la educación y preocupaciones nacionales! ¡Y en cuántos contradicciones e inconsecuencias implican a los mayores talentos!" Saavedra establecía y se esforzaba en demostrar y persuadir una máxima interesante, la necesidad del comercio, para recomendar su ejercicio a la nobleza. Y al mismo tiempo envilece este mismo ejercicio, previniendo que los nobles comercien por terceras personas. En este sentido, la creación de la Orden de Carlos III, que recompensaba virtudes y méritos ajenos a la carrera militar, daba sanción oficial a la práctica ya difundida de ennoblecer a comerciantes distinguidos. Sin embargo, la no desmentida tendencia de la burguesía mercantil al ennoblecimiento y la propia concesión de honores nobiliarios denotaba que estos valores de la sociedad tradicional seguían siendo los predominantes y revelaba una vez más la voluntad de la Ilustración por mantenerse dentro de los límites del Antiguo Régimen. El nuevo discurso sobre el trabajo implicaba una severa condena de la ociosidad. Por ello también, los ilustrados volvieron a desenterrar la vieja polémica sobre el control de vagabundos y mendigos, de tanta tradición en la literatura clásica española. Así, Bernardo Ward publicaba en 1750 su Obra pía, retomando viejos argumentos contra la caridad indiscriminada y a favor de la reducción de los pobres a un oficio útil y provechoso a la república. Mayor sistematización alcanza el aragonés Tomás Anzano en su obra Elementos para un sistema de hospital general, que, publicada en 1778, no va más allá de una presentación de los principios básicos que habían inspirado el gran encierro del siglo anterior, lo que revela una vez más que la pasión modernizadora de los ilustrados no era gratuita. A comienzos del siglo siguiente, Meléndez Valdés cerraría el ciclo de las reflexiones teóricas sobre el tema, con sus Fragmentos de un discurso sobre la mendiguez, que pese a la firmeza de su diagnóstico no duda en apelar, como único remedio, a la sabia legislación del monarca ilustrado. El reformismo social se ejerció también en el terreno de las minorías étnicas y religiosas. Sin embargo, aquí sólo la irrupción de la Ilustración plena fue capaz de erradicar las prácticas de evidente crueldad todavía imperantes en la primera mitad del siglo, cuando Felipe V asistía a los últimos grandes autos de fe contra los judaizantes o cuando, bajo Fernando VI, el marqués de la Ensenada desencadenaba la más violenta de las persecuciones contra los gitanos. Las medidas promulgadas por Carlos III en favor de los judíos mallorquines y de los gitanos instalados en el reino, pese a una cierta ambigüedad en el último caso, testimonian un cambio de actitud hacia una tolerancia más acorde con la ideología de los tiempos. No puede concluirse el apartado sin mencionar los esfuerzos llevados a cabo para la racionalización y la suavización de las prácticas penales. En este campo, la aportación teórica más importante fue la del jurista Manuel Lardizábal, nacido en México, pero que desarrollaría su carrera profesional en España entre Madrid y Granada. Su Discurso sobre las penas contraído a las leves criminales de España, para facilitar su reforma (1782) constituye una tímida adaptación de la obra de Beccaria a las circunstancias hispanas, aunque no por ello deje de ser una contribución valiosa y llena de buenas intenciones a una cuestión que no fue prioritaria en el debate reformista. En cualquier caso, en el ámbito social y en el ámbito penal, la Ilustración contribuía también así a la modernización de España.
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Al muy alto y muy Poderoso Señor don Felipe, príncipe1 de las Españas, etc., nuestro señor Muy alto y muy poderoso Señor: Como no solamente admirables hazañas de muchos y muy valerosos varones, sino infinitas cosas dignas de perpetua memoria, de grandes y diferentes provincias, hayan quedado en las tinieblas del olvido por falta de escriptores que las refiriesen y de historiadores que las tratasen, habiendo yo pasado al Nuevo Mundo de Indias, donde en guerras y descubrimientos y poblaciones de pueblos he gastado lo más de mi tiempo, sirviendo a su majestad, a que yo siempre he sido muy aficionado, determiné tomar esta empresa de escrebir las cosas del memorable y gran reino del Perú, al cual pasé por tierra desde la provincia de Cartagena, adonde, y en la de Popayán, yo estuve muchos años. Y después de me haber hallado en servicio de su majestad en aquella última guerra que se acabó contra los tiranos rebeldes, considerando muchas veces su grande riqueza, las cosas admirables que en sus provincias hay, los tan varios sucesos de los tiempos pasados y presentes acaecidos y lo mucho que en lo uno y en lo otro hay que notar, acordé de tomar la pluma para lo recopilar y poner en efeto mi deseo y hacer con él a vuestra alteza algún señalado servicio, de manera que mi voluntad fuese conocida; teniendo por cierto vuestra alteza recibiría servicio en ello, sin mirar las flacas fuerzas de mi facultad; antes confiado juzgará mi intención conforme a mi deseo, y con su real clemencia admirará la voluntad con que ofrezco este libro a vuestra alteza, que trata de aquel gran reino del Perú, de que Dios se la hecho señor. No dejé de conocer, serenísimo y muy esclarecido Señor, que para decir las admirables cosas que en este reino del Perú ha habido y hay conviniera que las escribiera un Tito Livio o Valerio, o otro de los grandes escriptores que ha habido en el mundo, y aun éstos se vieran en trabajo en lo contar; porque, ¿quién podrá decir las cosas grandes y diferentes que en él son, las sierras altísimas y valles profundos por donde se fue descubriendo y conquistando, los ríos tantos y tan grandes, de tan crecida hondura; tanta variedad de provincias como en él hay, con tan diferentes calidades; las diferencias de pueblos y gentes con diversas costumbres, ritos y cerimonias extrañas; tantas aves y animales, árboles y peces tan diferentes y ignotos? Sin lo cual, ¿quién podrá contar los nunca oídos trabajos que tan pocos españoles en tanta grandeza de tierra han pasado? ¿Quién pensará o podrá afirmar los inopinados casos que en las guerras y descubrimientos de mil y seiscientas leguas de tierra les han sucedido; las hambres, sed, muertes, temores y cansancio?. De todo esto hay tanto que decir, que a todo escriptor cansara en lo escrebir. Por esta causa, de lo más importante dello, muy poderoso Señor, he hecho y copilado esta historia de lo que yo vi y traté y por informaciones ciertas de personas de fe pude alcanzar. Y no tuviera atrevimiento de ponerla en juicio de la contrariedad del mundo si no tuviera esperanza que vuestra alteza como cosa suya la ilustrará, amparará y defenderá de tal suerte que por todo él libremente ose andar; porque muchos escriptores ha habido que con este temor buscan príncipes de gran valor a quien dirigir sus obras, y de algunas no hay quien diga haber visto lo que tratan, por ser lo más fantasiado y cosa que nunca fue. Lo que yo aquí escribo son verdades y cosas de importancia, provechosas, muy gustosas y en nuestros tiempos acaecidas, y dirigidas al mayor y más poderoso príncipe del mundo, que es a vuestra alteza. Temeridad parece intentar un hombre de tan pocas letras lo que otros de muchas no osaron, mayormente estando tan ocupado en las cosas de la guerra; pues muchas veces cuando los otros soldados descansaban cansaba yo escribiendo. Mas ni esto ni las esperezas de tierras, montañas y ríos ya dichos, intolerables hambres y necesidades, nunca bastaron para estorbar mis dos oficios de escrebir y seguir a mi bandera y capitán sin hacer falta. Por haber escripto esta obra con tantos trabajos y dirigirla a vuestra alteza, me parece debría bastar para que los lectores me perdonasen las faltas que en ella, a su juicio, habrá. Y si ellos perdonaren, a mí me basta haber escripto lo cierto; porque esto es lo que más he procurado, porque mucho de lo que escribo vi por mis ojos estando presente, y anduve muchas tierras y provincias por ver lo mejor; y lo que no vi trabajé de mi informar de personas de gran crédito, cristianos y indios. Plega al todopoderoso Dios, pues fue servido de hacer a vuestra alteza señor de tan grande y rico rino como es el Perú, le deje vivir y reinar por muchos y muy felices tiempos, con aumento de otros muchos reinos y señoríos.
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Redactada entre 1540 y 1550, robando tiempo al sueño como el propio Cieza de León declarará a cierto punto en su propia obra, La crónica del Perú es el primer relato vivo -escrito sobre la marcha- de la exploración y conquista de los vastos territorios que hoy pertenecen a Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. Cuando el Presidente Pedro de la Gasea (pacificador del Perú, tras las alteraciones producidas por la rebelión de los conquistadores a las órdenes de Gonzalo Pizarro) encarga a Cieza de León que escriba La crónica del Perú éste lleva ya varios años trabajando sobre el tema. Esta obra, a la que el propio Cieza titulará Primera parte de la crónica del Perú, es justamente la primera de las cuatro partes en que el autor dividirá su extensa obra. La segunda parte, más conocida como El señorío de los incas, constituirá el quinto volumen de esta misma colección que ahora se inicia y aparecerá en las librerías el próximo mes de marzo. Esta Crónica del Perú no es sólo un simple relato de hechos. Es, quizá sobre todo, una inestimable descripción de tierras y gentes, de costumbres y tradiciones. Cieza, con esta obra, nos ha dejado un importante documento etnográfico sobre los indígenas americanos, su religión y economía, sus creencias y organización. Si sorprendente es la obra de Cieza, no lo son menos las condiciones en que fue escrita. Cieza -y sobre ello se insiste ampliamente en la introducción- va a las Indias cuando cuenta apenas quince años, regresa con treinta y muere cuatro años después. En tan corta e intensa vida, Pedro de Cieza de León dejará una vasta obra que le ha merecido el título de Príncipe de los cronistas de Indias.
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La crisis interna de al-Andalus y los éxitos militares de Alfonso III desembocan en una reflexión sobre la historia del reino, al que se dedican por estos años tres crónicas con un objetivo común: probar que el monarca astur es legítimo heredero de los visigodos y está llamado por Dios a reconstruir la unidad, a recuperar las tierras perdidas, a reconquistar el reino expulsando a los musulmanes, intrusos y enemigos del dios de los cristianos, del dios de los mozárabes podríamos decir, pues los redactores de estos textos son mozárabes procedentes de al-Andalus o clérigos por ellos formados, que no olvidan la persecución sufrida en los años centrales del siglo y ponen al servicio de Alfonso sus conocimientos históricos y bíblicos para animarle a expulsar a los musulmanes.La preparación de la reconquista obliga a buscar el parentesco de Alfonso con el último rey visigodo, a probar que los pecados de reyes y sacerdotes llevaron a Dios a permitir la pérdida de España, no sin prever y anunciar por medio de los profetas el momento de la recuperación, una vez perdonada por Dios la ofensa recibida en tiempo de los visigodos. La vinculación de los astures con los visigodos aparece desde las primeras líneas de una de las Crónicas, dirigida a Sebastián para que conozca La historia de los godos desde el punto en que la dejó san Isidoro hasta el reinado de Alfonso III: no hay ruptura sino continuidad histórica que se logra transformando a Pelayo, al vencedor de Covadonga, de simple "espatario de los reyes Witiza y Rodrigo" (Crónica a Sebastián) en "hijo del antaño duque Favila, de linaje real" (Crónica Rotense) y, finalmente, en "hijo de Bermudo, nieto de Rodrigo, rey de Toledo" (Crónica Albeldense), y por si el parentesco de Pelayo no fuera suficiente, se hace casar a su hija con Alfonso I, hijo del duque Pedro de Cantabria, de regio linaje (Rotense) o descendiente del linaje de los reyes Leovigildo y Recaredo (Sebastián), por lo que aunque Pelayo no hubiera sido heredero de los monarcas visigodos, los reyes asturianos serian los sucesores de Leovigildo, el unificador del reino visigodo, y de Recaredo, el monarca que convirtió a su pueblo al catolicismo.Los herederos directos de Rodrigo están libres de culpa y les cabe, por el contrario, el mérito de haberse enfrentado a los musulmanes, de haber iniciado la reconquista por mediación de Pelayo, cuyas palabras en Covadonga adquieren tono profético cuando dice al obispo Oppa, hijo de Witiza y portavoz de los musulmanes: "Cristo es nuestra esperanza de que por este pequeño monte que tú ves se restaure la salvación de España y el ejército del pueblo godo" (Rotense), palabras que repite con pequeñas variantes el texto de Sebastián y al que da forma mucho más completa la Albeldense, en la que se encuentra la llamada Crónica Profética por incluir una aplicación al mundo visigodo-asturiano de una profecía de Ezequiel, dirigida a Ismael, a los musulmanes, traducirán los cronistas tras hacer la oportuna adaptación: "Entrarás en la tierra de Gog (el pueblo de los godos) con pie fácil, y abatirás a Gog... Sin embargo, puesto que abandonaste al Señor... como hiciste a Gog, así hará el contigo. Una vez que los hayas poseído en esclavitud 170 años... Gog te dará tu pago como tú hiciste, y puesto que en fecha próxima se cumplirán ciento setenta años de la ocupación de España -la sitúan en el año 714-, se predice que este príncipe nuestro, el glorioso don Alfonso, reinará en tiempo próximo en toda España... Cuando se cumpla el plazo fiado por el profeta, se espera que llegue la venganza de los enemigos y se haga presente la salvación de los cristianos..."No cabe expresar de un modo más claro la idea de reconquista: restauración de la fe cristiana frente al Islam y recuperación de los dominios visigodos, a cargo del rey de Asturias, el sucesor legítimo de Rodrigo, que se convierte así en rey único de España con derechos sobre los territorios musulmanes y, también, sobre los cristianos, pues según los cronistas nadie resistió salvo los asturianos: los godos perecieron parte por la espada, parte por hambre. Pero los que quedaron de estirpe regia, algunos de ellos se dirigieron a Francia, pero la mayor parte se metieron en la tierra de los asturianos, y a Pelayo... eligieron por su príncipe (Sebastián); las tierras de Álava, Vizcaya, Alaón, Orduña, Pamplona y Berrueza está comprobado que siempre estuvieron en poder de sus habitantes, pero al no ser éstos de sangre real, no pueden reivindicar la herencia visigoda.La unidad visigoda resucitada por los cronistas de Alfonso III choca con la realidad, con una Hispania fragmentada en reinos y condados que están de acuerdo en la conveniencia de expulsar a los musulmanes pero no comparten las otras ideas implícitas en la reconquista: la reunificación del reino visigodo en beneficio del monarca asturleonés, cuyos sueños se desvanecerán en cuanto Abd al-Rahman III ponga fin a las revueltas, unifique al-Andalus y ponga coto a la expansión de los reinos cristianos, que no superarán los límites geográficos de fines del siglo IX hasta los años iniciales del XI.El título califal del emir cordobés tiene como objetivo recordar a los fatimíes la legitimidad de la dinastía omeya y su derecho a proclamarse heredero del profeta, y busca, además, hacer presente a los musulmanes de la Península, a los muladíes especialmente, las bases religiosas del poder cordobés. Tal vez, el título se dirige también a los cristianos del Norte, a los leoneses sobre todo, que dan a su rey Alfonso el calificativo de emperador, de rey de reyes, con el que refuerzan la idea unitaria implícita en la reconquista, no compartida como hemos dicho en los demás territorios cristianos ni, lógicamente, en al-Andalus.