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La expresión "crisis de la Baja Edad Media", u otras similares, como "gran depresión", está firmemente asentada en la historiografía contemporánea. Con ella se elude a la presencia, lógicamente en la época de referencia, de una serie de manifestaciones de muy diversa naturaleza que trastocaron la evolución seguida por la sociedad en el tiempo que le precedió. Tradicionalmente se ha puesto el acento en los aspectos demográficos, económicos y sociales de la mencionada crisis. El retroceso experimentado por la población europea, particularmente a consecuencia de la difusión de las epidemias de mortandad, la caída de la producción, ante todo en el medio rural, las bruscas alteraciones de los precios y de los salarios y, finalmente, la acentuación de las tensiones sociales, que alcanzaron cotas desconocidas, serían las manifestaciones más llamativas de la crisis. En cuanto a su cronología, aunque varía lógicamente de unas regiones a otras, se sitúa grosso modo en los siglos XIV y XV, con especial referencia a la primera de las centurias citadas. De ahí que en ocasiones se haya hablado, sin más, de la crisis del siglo XIV. En todo caso parece un hecho comprobado que la crisis ya estaba presente en el occidente de Europa, aunque de forma todavía incipiente, en el entorno del año 1300. Pero fue en el transcurso de la decimocuarta centuria cuando la crisis se generalizó, lo que explica que estuviera en su fase aguda alrededor del año 1400. De ahí, por ejemplo, que la obra colectiva, editada hace unos años por los profesores alemanes Ferdinand Seibt y Winfried Eberhard, y que recoge las ponencias presentadas por destacados especialistas en un seminario que trató sobre dicho tema, lleve por título "Europa 1400. Die Krise des Spätmittelalters" (1984) (hay traducción castellana, con el titulo "Europa 1400. La crisis de la Baja Edad Media", en Edit. Crítica, del año 1993). La interpretación de la crisis es, no obstante, un problema sumamente complejo. Como en tantas otras ocasiones, a propósito de cuestiones históricas controvertidas, puede decirse que han corrido ríos de tinta y que ha habido opiniones para todos los gustos, llegando algunos historiadores incluso a negar que hubiera crisis en la época final de la Edad Media. Ahora bien, partiendo de lo que juzgamos un hecho incontrovertible, la realidad de la crisis bajomedieval, es preciso destacar la existencia, como mínimo desde los años treinta del siglo XX, de un intenso debate historiográfico sobre el particular. En el mismo se han utilizado, básicamente, dos modelos teóricos de referencia, el "malthusiano", por una parte, y el "marxista", por otra. También se ha discutido si la crisis revelaba la decadencia de un sistema o si, por el contrario, suponía el anuncio de la próxima génesis, por supuesto difícil, de un nuevo mundo. En otras palabras, nos encontraríamos con la dialéctica entre una crisis depresiva o una crisis de crecimiento. Mas lo cierto es que en los últimos años se ha puesto especial énfasis en contemplar la mencionada crisis no sólo desde el prisma socio-económico, sin duda el privilegiado en la tradición historiográfica, sino también desde otras perspectivas. Algunos historiadores han puesto de relieve el impacto ejercido por la gran depresión europea de los siglos XIV y XV en ámbitos de la actividad humana tan variados como el político, el intelectual o el artístico.
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El impacto de la Primera Guerra Mundial en España tuvo un efecto decisivo sobre su evolución histórica. Esa España que había permanecido en el marco de las estructuras políticas de la Restauración ahora experimentó un cambio decisivo cuyos motivos deben encontrarse en el crecimiento económico, el desarrollo del sindicalismo obrero, la reivindicación de los nacionalismos y, más en general, una efervescencia provocada en la vida pública por todas esas circunstancias. Todos estos elementos empezaron a aparecer en el horizonte en torno al año 1917 de manera patente, pero sobre todo dominaron la escena a partir de la posguerra. El régimen de la Restauración se había situado ya con anterioridad en el comienzo de su crisis, pero a partir de la fecha citada se vio afectado por una progresiva parálisis. La escasa renovación del sistema político tuvo como consecuencia final que éste amenazara colapso en el momento en que a todas estas dificultades se sumó también el desastre de Marruecos y, con él, la reaparición del Ejército en la política. A pesar de ello no se debe olvidar que en un importante aspecto hubo una marcada continuidad entre el período de la preguerra y el siguiente. Aunque la sociedad española pareciera dominada por la crisis, lo cierto es que esta situación era también la consecuencia menos grata de la modernización que, si se había iniciado antes de la Primera Guerra Mundial, ahora fue mucho más decisiva. La industrialización favorecida por la guerra mundial tuvo como consecuencia el crecimiento de los sindicatos, pero éstos contribuyeron más a desestabilizar el sistema político que a modernizarlo. La política de la Restauración entró en crisis pero no se llegó a una democratización. La reaparición del Ejército en la política resultó obligada por la convergencia entre los problemas de orden público y la cuestión marroquí. La última consecuencia de esta situación fue una dictadura militar cuando el sistema político se demostró, al menos de momento, irreformable.
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Para algunos, la paz de Calias, a pesar de los problemas que ofrece la documentación pertinente, hay que admitirla por el mero hecho de que sus efectos se notan en las realidades de la política imperialista. Es el inicio de la llamada por Meiggs "crisis de los cuarenta". Resulta difícil justificar la alianza contra el persa cuando la paz con ellos se ha reconocido oficialmente. El dominio ateniense empieza a pensarse como instrumento para controlar a los griegos. De hecho, durante esos años, las listas de tributos reflejan graves problemas por parte de Atenas para efectuar la recaudación. Pericles agudiza paralelamente los aspectos ideológicos que resaltan la superioridad de Atenas. En 447-43 se inició la construcción del Partenón, que quería ser el símbolo de esa superioridad, dedicado a Atenea como cabeza de sus fiestas de integración, poderosa y conciliadora al mismo tiempo. Con todo, las acciones de recuperación no pueden cesar. A veces, como en el caso de Mileto, parece que se permite la conservación de un sistema oligárquico. En el caso de Colofón se impone el juramento de no disolver la alianza. Todo indica que se sigue una política de concordia, salvo en lo económico, pues a esas fechas se atribuyen, aunque haya voces discordantes, los decretos de Clinias y de Clearco, dirigidos a controlar las acuñaciones monetarias y la recaudación del tributo, con ánimo de dar vigor a la moneda ática, instrumento clave en la perduración del imperio, como medio de ingreso sustancial, habida cuenta de la importancia que ha adquirido la explotación de las minas de Laurio. En 446, cuando, en el lado de los enfrentamientos con Esparta, el panorama se ha aliviado gracias a la paz de treinta años, estalla una rebelión en la isla de Eubea. Fue especialmente conocida la represión, pues en Histiea se ejerció duramente y se asentaron mil atenienses después de haber expulsado a la población local. En Calcis también expulsaron a los hippobotai, clase de caballeros propietarios de tierra, que fue distribuida entre clerucos atenienses mientras que, en cambio, se reducía el tributo de cinco a tres talentos.
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Esta última opinión se fundamenta en el gran número de iconos conservados de la etapa final bizantina cuando, realmente, las tablas pintadas eran dominantes. Pero no había sido así siempre, especialmente en la época de la dinastía macedónica -867/1056- cuando fue utilizada una gran variedad de soportes y técnicas. El oro y la plata fueron empleados abundantemente para realzar el esplendor de los pequeños mosaicos. Las esculturas de mármol y marfil desempeñaron un papel destacado, aunque se prefería el relieve plano al objeto de mitigar la corporeidad pronunciada. Y el esmalte cloisonné fue apreciado especialmente, debido a su doble dimensión y translucidez, pues ayudaba a los artistas a representar un cuerpo desmaterializado. El icono en su origen fue un simple recuerdo, la imagen de una persona que por su testimonio de vida cristiana era merecedora de recuerdo. Este retrato se colocaba, por lo general, sobre su sepulcro, con el fin de perpetuar su memoria, al igual que ocurría en el mundo funerario greco-egipcio, y de manera que el peregrino pudiera contemplar la figura ejemplar del que había triunfado testimoniando su fe. Pronto circularon retratos de la Virgen y Cristo, considerados por la tradición como auténticos y atribuidos a san Lucas. Ya en el siglo VI, los iconos pasaron de evocar una figura a convertirse en objetos de culto, como lo eran las reliquias a las que aparecían asociados, transformándose en algo operativo. Adquirieron un valor místico. De esta época son los iconos más antiguos que nos han llegado; son, en buena medida, obras aisladas, originarias de Palestina, la provincia donde se ubicaba el monasterio de Santa Catalina del Sinaí y tanto por la época -VI-VII-, como por la técnica -encáustica-, aparecen influidos por la estética circundante. Los principales temas, como cabía imaginar, son los relativos a Cristo, san Pedro y la Virgen entre ángeles; a éstos se añadieron los santos más queridos, como Sergio y Baco, hoy en el museo de Kiev. Así se hicieron presentes en todas las partes del Imperio y en todos los ámbitos sociales, en iglesias, casas particulares o lugares públicos. Incluso podían llevarse colgados al cuello. Se rezaba ante ellos y se utilizaban como objetos profilácticos. Por eso el emperador Heraclio puso imágenes de la Virgen en los mástiles de sus barcos. Y para celebrar su triunfo sobre los persas, encargó un juego de nueve platos encontrados en Chipre, que al incorporar el tema de David, establece una referencia tipológica vinculada al emperador triunfante. Por otro lado, monumentales iconos fueron colocados en el interior de la iglesia de san Demetrio de Salónica, con motivo de su redecoración. Estos iconos, presentan a los siempre acosados fieles con su santo querido, a quien podían dirigir sus plegarias para obtener la salvación. Su fe en los poderes sobrenaturales de San Demetrio, se revela claramente en una recopilación de milagros hecha en el siglo VII. Este culto idolátrico llegaría al paroxismo en el ámbito catastrofista del siglo VII, en el momento en el que el enemigo pone cerco a la propia Constantinopla y reduce el Imperio a la mitad. Nace entonces la inagotable leyenda de los iconos que hablan, lloran, hacen milagros, atraviesan el mar, vuelan por los aires y se hacen descubrir en lugares de Teofanía. Cuando los ávaros sitiaron la ciudad, un retrato de Cristo fue utilizado como talismán y llevado por las murallas en solemne procesión por el Patriarca. En el año 717, cuando los árabes volvieron a sitiar la ciudad, la imagen de la Madre de Dios Hodegetria, una obra atribuida a san Lucas, fue asimismo paseada alrededor de la muralla. Este carácter se transmitiría a los nuevos pueblos ganados para la ortodoxia. En 1155, el príncipe Andrei Bogolinbski, al pasar desde Kiev a la región de Suzdal, llevó consigo el famoso icono de la Madre de Dios -la Virgen de Vladimir- que se veneraba en Vysgorod, cerca de Kiev. Este icono de Constantinopla fue adornado con oro, plata, perlas y piedras preciosas por encargo del príncipe y le acompañó siempre en las expediciones militares. Al icono se atribuyeron siempre sus victorias, convirtiéndose en el protector del príncipe, del pueblo y del Estado ruso. Y a partir de 1395, cuando fue llevado a Moscú y ese mismo día Tamerlán se retiró de la ciudad, su prestigio como objeto milagroso se prolongaría durante siglos. Una reacción contra el creciente abuso de los iconos llegó finalmente bajo los emperadores iconoclastas, famosos por sus éxitos militares. León III, más conocido como el Isáurico, fue el hombre providencial que logró romper el sitio de Constantinopla -717-18- y alejar a los árabes más allá de la meseta de Anatolia. Su hijo Constantino V, hizo retroceder el escenario de la lucha hasta Siria, Mesopotamia y Armenia. Esto coincidió con la caída de la dinastía Omeya y el traslado de la capital árabe, de Damasco a Bagdad. A partir de entonces la guerra no cesó, pero se limitó a incursiones fronterizas, repetidas un verano tras otro. Estos emperadores, al aumentar la seguridad del Imperio y eliminar el ambiente de derrota y desesperación, estuvieron en condiciones de imponer el criterio, profundamente arraigado en el pasado cristiano, de prohibir los iconos figurativos en los recintos bizantinos a partir del año 726. Como siempre había habido una corriente de oposición al uso de iconos en la Iglesia Cristiana y como la Iconoclastia fue un movimiento contemporáneo de rechazo del arte religioso figurativo en el mundo judío y en el musulmán, es razonable interpretar la prohibición de imágenes en Bizancio como un movimiento religioso genuino, como un intento positivo de provocar un arte cristiano no figurativo. Por todas partes, las imágenes fueron reemplazadas por símbolos o por pinturas profanas y las imágenes de Cristo o la Virgen, serán sustituidas por una cruz. Así ocurre en la iglesia de Santa Irene, reconstruida por Constantino V, que adornó el ábside con una gran cruz sobre un fondo dorado. En la iglesia de Blanquernas, Constantino hizo representar "árboles, pájaros de todas las especies y animales, rodeados de enredaderas de hiedra, donde se mezclan grullas y pavos reales". Trataba de colocar en primer plano el simbolismo y el naturalismo del cristianismo primitivo, pero no pudo evitar las acusaciones de los iconófilos que le acusaban de haber convertido las iglesias en "una pajarera y un jardín". Hubo, en cualquier caso, un arte subterráneo afecto a la tradición anterior como lo ponen de manifiesto los salterios del siglo IX con ilustraciones marginales, particularmente el salterio Chludov, que hoy se conserva en el Museo Histórico de Moscú. Sus miniaturas, aunque posteriores al año 843, parecen reproducir ilustraciones satíricas creadas por manifiestos antiiconoclastas. La Iconoclastia fue declarada herejía en el II Concilio de Nicea, en el año 787, pero retornó como política imperial en el 815. Fue finalmente restaurada la ortodoxia en el año 843. El primer domingo de Cuaresma, una solemne ceremonia señaló el restablecimiento del culto a las imágenes. Este hecho es celebrado por la Iglesia oriental como la Fiesta de la Ortodoxia. Los estudiosos modernos han valorado este acontecimiento como una victoria del helenismo sobre el orientalismo de los iconoclastas; sería más correcto decir -Mango- que lo que triunfó, no fue tanto el helenismo como el concepto del Imperio cristiano pre-iconoclasta. Para los contemporáneos, la supresión del iconoclasmo -la última gran herejía- representó la consecución del perfecto mundo cristiano y ello implicaba la noción de renovación, no en el sentido de creación del algo nuevo, sino de reconstitución de lo antiguo, esto es, el Imperio de Constantino y Justiniano. Esta renovación estaba reservada a los gloriosos reinados posteriores de Miguel III y Basilio I. La crisis iconoclasta, por lo demás, purificaría la función y significado del icono al precisar que si estaba pintado correctamente, es decir, si reproducía modelos cuya autenticidad estaba garantizada por la tradición, el icono se convertía en reflejo de su prototipo divino y participa de su santidad. Es el espejo en el que se refleja el mundo invisible: es existencialmente idéntico a su modelo, a pesar de ser diferente en su esencia. Venerar el icono es identificarse con él y recibir su Gracia. Al igual que la liturgia no es una representación escénica, sino la presencia aquí y ahora de la Pasión, el icono vuelve personalmente presentes las santas hipóstasis. Sobre esta doctrina, de la cual san Teodoro Studita dirá que es "inteligible solamente a la piedad e inaccesible a los oídos profanos", se construirá el sistema clásico de la pintura bizantina; afectará, en consecuencia, a la formación y práctica común de los pintores bizantinos en los siglos venideros. Así cabe entender la carta de Manuel Raoul al pintor Gastreas de hacia 1360: "Dado que la mano del pintor posee sagacidad y es hábil en imitar la verdad, yo también tengo necesidad de tu Sagacidad para un icono de la venerable y gloriosa Dormición de la purísima Madre de Cristo Nuestro Salvador; todo lo más cuanto que yo recuerdo tu muy considerable celo a este respecto cuando, no hace menos de veintiséis años, andabas buscando una pintura exacta de esto, y a menudo, por las mañanas, te trasladabas a Tavia Alta para reproducir los antiguos iconos que allí se conservan. Por esta razón deseo que me concedas lo que estoy buscando según los adecuados honorarios". Cuatrocientos años más tarde, las cosas no habían cambiado demasiado, de acuerdo con lo que nos cuenta Dionisio de Furna: "Sabed, estudiosos discípulos, que si queréis consagraros a esta ciencia de la pintura, es necesario que halléis a un sabio maestro, que os la enseñará en poco tiempo, si os dirige como nosotros le indicamos. Mas si solamente halláis a un maestro cuya instrucción y arte no sean perfectos, intentad hacer lo que yo hice, es decir, estudiad algunos originales del célebre Manuel Panselinos. Trabajad así un largo tiempo y esforzaros, como ya hemos dicho, hasta que lleguéis a captar las proporciones de ese pintor y los caracteres de sus figuras. Id después a las iglesias que él pintó y sacad antiboles del modo que se indica más abajo. No comencéis vuestra obra al azar y sin reflexión; actuad, antes al contrario, con la fe puesta en Dios y con piedad en este arte, que es una cosa divina". No es extraño que esta Guía de la Pintura del monje Dionisio de Furna, cuya redacción no es anterior al siglo XVIII, pudiera ser atribuida por su primer editor y por toda una generación de bizantinistas al siglo XIV. El estilo evolucionaría, pero los procedimientos serían siempre los mismos.
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La unión de las coronas de Castilla y Aragón tras el matrimonio de Isabel y Fernando supondrá el inicio del declive para Cataluña y su capital. El centro de gravedad de la Península fue trasladado a Castilla, con mayor potencial económico y una mayor población que el reino aragonés. El representante del rey será un virrey, encargado del gobierno de estas tierras. El rey Carlos I puso su empeño en la construcción de la muralla del mar, la gran obra pública del siglo XVI. La tensión existente entre la monarquía y los poderes públicos catalanes estalló con motivo del proyecto del conde-duque de Olivares denominado "Unión de Armas". Según este proyecto, el Reino de Aragón debía aportar una cantidad determinada de soldados al ejército imperial. La respuesta no se hizo esperar y Cataluña se alzaba en armas en el año 1640. El 7 de junio, día del Corpus Christi, grupos de segadores que estaban asentados en las puertas de Barcelona entraban en ella. Es el llamado Corpus de Sangre, jornada en la que el propio virrey, marqués de Santa Coloma, fue asesinado. La guerra durará once largos años en los que las tropas de Felipe IV asediarán en varias ocasiones la ciudad. El monarca consiguió la victoria y selló unos pactos con el gobierno de la Generalitat por los que se mantenían y respetaban los fueros, si bien en Barcelona quedaría establecida una guarnición permanente y se perdían todos los privilegios militares. Tras la muerte de Carlos II sin descendencia y el posterior conflicto sucesorio, Barcelona tomaba partido por el archiduque Carlos. Tras trece meses de duro asedio, la ciudad caía en poder de las tropas de Felipe V el 11 de septiembre de 1714. En la defensa de la capital catalana se distinguieron especialmente el general Antonio de Villaroel y Rafael de Casanova, "conseller en cap" ante cuya estatua se deposita una corona de flores cada once de septiembre, "Diada Nacional de Catalunya". Con motivo de la capitulación, Felipe V suprimía las principales instituciones urbanas -el Consell de Cent y la Universidad- e imponía los Decretos de Nueva Planta, por los que se eliminaban los anteriores privilegios forales. En el barrio de la Rivera se alzaba una nueva fortaleza militar en la que los adversarios del régimen eran encarcelados, cuando no ejecutados. Sin embargo, Barcelona verá como a partir de la mitad del siglo XVIII se experimenta una importante recuperación demográfica y económica.
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En marzo y abril de 1939, dos actos de agresión del Eje, la destrucción de Checoslovaquia y la conquista de Albania, hacen entrar en crisis la "política de apaciguamiento" desarrollada hasta entonces por los Gobiernos de Gran Bretaña y Francia. En el verano, los dos bloques se enfrentan abiertamente con el futuro de Polonia como nudo del conflicto. La conclusión, en agosto, del Pacto germano-soviético, abre la fase final de la crisis que, por iniciativa alemana, desemboca en la Segunda Guerra Mundial. El acuerdo de Munich sobre Checoslovaquia no consigue cumplir ninguno de los objetivos de la política de apaciguamiento: primero, Polonia ocupa Teschen y Hungría hace lo mismo con la zona sur de Eslovaquia. Después, Hitler sostiene el movimiento secesionista eslovaco explotando, en su favor, las dificultades internas del Estado checoslovaco. En marzo de 1939, mientras el sucesor de Benes, el presidente Hacha, intenta terminar con la semi-secesión eslovaca, Hitler anima al Gobierno húngaro para que, sin pérdida de tiempo, se anexione la Rutenia subcarpática y convoca en Berlín al presidente de la República checoslovaca con el objeto de imponerle su voluntad bajo la amenaza de destruir la ciudad de Praga. De esta manera, el día 14 de marzo, el destino de los pueblos de esta República queda en manos del Führer alemán. A partir de aquí, la destrucción de Checoslovaquia se consuma. El día 15, el Ejército del Reich ocupa Praga y proclama el protectorado alemán de Bohemia-Moravia. Pocos días después, Hitler obliga a Lituania a ceder Memel, mientras impone a Rumania, contra su voluntad, un acuerdo económico que garantiza al Reich un determinado suministro de petróleo. La Alemania nazi pasa así de la construcción del gran Reich de la raza alemana a la conquista de su espacio vital, con la adquisición de su primera colonia en territorio europeo. Munich ha soldado la amistad italoalemana; por eso, cuando Alemania resuelve a su gusto el asunto checoslovaco, Italia plantea su tradicional política de compensaciones. Aunque Mussolini y Ciano establecen unos ambiciosos objetivos a costa de Francia (Túnez, Djibuti, Córcega, Niza y Saboya), la decisión de Hitler de oponerse a ellos orienta la ambición italiana hacia Albania, cuya anexión tiene un evidente valor estratégico, ya que permite dominar el canal de Otranto y disponer de una cabeza de puente para actuar en los Balcanes. El 7 de abril, la resistencia del Gobierno albanés es destrozada por un desembarco de tropas y algunas horas de lucha. Aunque París y Londres no deciden todavía rebatir con las armas la violación alemana de los acuerdos de Munich y la violación italiana de los acuerdos mediterráneos, procuran, de manera inmediata, levantar ante el Eje un fuerte muro de contención. El 23 de marzo, una declaración anglofrancesa afirma que los dos Estados intervendrán con las armas en el caso de una agresión alemana contra Holanda, Bélgica o Suiza. El 31 de marzo, el premier británico anuncia que Gran Bretaña, enteramente de acuerdo con Francia, aliada de Polonia, facilitará a este último país cuanta ayuda esté a su alcance si, viendo amenazada su independencia, decide resistir. El 13 de abril, otra declaración anglo-francesa promete ayuda a Grecia, amenazada por la ocupación italiana de Albania, y a Rumania, amenazada por la política petrolera de Alemania. Y el 12 de mayo, Chamberlain anuncia en los Comunes la firma de un tratado de ayuda mutua con Turquía para el caso de que un acto de agresión provoque la guerra en el Mediterráneo. Este cambio en la política franco-británica es rápido, pero incompleto; por un lado, es compatible con la manifestación británica de seguir examinando las reivindicaciones alemanas si éstas se presentan en la mesa de negociaciones; por otro lado, tiene el gran defecto de la ausencia de la Unión Soviética y de la indiferencia de los Estados Unidos. Sin duda alguna, la participación de la Unión Soviética en el sistema diplomático anglo-francés hubiese tenido una gran importancia; pero aunque parece que Stalin deseaba el acuerdo, la desconfianza occidental impidió su culminación. Polonia no aceptaba la participación soviética en el apoyo que le habían ofrecido París y Londres; consciente de que la Unión Soviética no podía aceptar la pérdida definitiva de los territorios conquistados por Pilsudski más allá de la línea Curzon, y que esos territorios, poblados por rusos blancos y por ucranianos, peligrarían si el Ejército Rojo entraba en Polonia, incluso si lo hacía como aliado y amigo, el Gobierno polaco no deseaba la alianza soviética. Tampoco Rumania se mostraba dispuesta a permitir el paso de las tropas soviéticas por motivos similares. Pero mientras los Gobiernos de Francia, Gran Bretaña y la Unión Soviética no llegan a compromisos definitivos, el acercamiento italo-alemán se consolida con la firma del Pacto de Acero el 22 de mayo; el compromiso fundamental es el de una alianza ofensivo-defensiva y automática que, después de dudarlo bastante, Mussolini acepta, aunque ocho días después de la firma informe a Hitler de que Italia no estará preparada para ir a la guerra hasta 1942. En cualquier caso, el Führer está dispuesto a colocar al Gobierno fascista ante los hechos consumados. El 28 de abril, Hitler, en un discurso pronunciado en el Reichstag y en una carta dirigida al Gobierno de Varsovia, concreta sus reivindicaciones en Polonia: la ciudad libre de Danzig debe ser restituida a Alemania y las relaciones entre la Prusia oriental y el resto del Reich deben ser aseguradas a través del "pasillo" por medio de un ferrocarril y una carretera con estatutos de extraterritorialidad.
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Al igual que la crisis que marcó los años 656-661, cuyo resultado fue la instauración del califato omeya, la que se produjo en los años 740-750 tuvo también gran alcance en el mundo musulmán. Unido hasta entonces bajo el gobierno de los califas de Damasco, instalado en una región fuertemente impregnada por las tradiciones romano-bizantinas que lo vinculaban estrechamente con el mundo mediterráneo, este mundo musulmán vio desplazarse su centro político hacia la antigua Mesopotamia sasánida. Comenzaba, por otra parte, a fragmentarse alrededor de centros de gobiernos autónomos en el marco de los cuales se organizaron diferentes emiratos. En ellos, se desarrolló el Islam adquiriendo características muy específicas en cada caso: por un lado, recibió más o menos las influencias locales y por otro, nunca olvidó la unidad de Dar al-Islam tan sólidamente fundada desde su comienzo. En el mismo momento en que el califato abasí parecía llegar al apogeo del Islam medieval, comenzaba a producirse una disociación político-religiosa frecuentemente considerada la principal manifestación de su declive. En esta compleja evolución, al-Andalus tuvo un puesto importante. Allí apareció, en el año 756, el emirato omeya de Córdoba, el primer verdadero Estado musulmán, separado del califato oriental. Allí también, con la edificación de una mezquita particularmente original en Córdoba, se manifestó por primera vez la aparición de un núcleo de civilización periférica con características fuertemente marcadas. De una forma más general, Occidente marcó para el Islam dos puntos de referencia: en Poitiers, sufrió su primer revés militar, que marcó un punto de inflexión de un dinamismo expansionista que, hasta entonces, no pudo ser frenado más que temporalmente. Por otro lado, en Occidente se sintieron antes y con más fuerza las tendencias centrífugas que iban a ganar poco a poco la batalla a las fuerzas centralizadoras hasta entonces dominantes en la evolución del mundo musulmán en su primer siglo de historia. Con más exactitud, fue en Occidente donde las consecuencias político-religiosas de estas tendencias centrífugas se manifestaron con más evidencia. Se ha señalado más arriba que la política pro-qaysí de varios gobernadores de los últimos califas omeyas habían provocado en al-Andalus, y sobre todo en el Magreb, un fuerte descontento entre los yemeníes y los beréberes. Este malestar, muy notable en el segundo y tercer decenio del VIII, originó a partir del 739-740 graves disturbios político-religiosos que afectaron casi inmediatamente a todo Occidente, anticipándose unos años a las revueltas que incendiaron Oriente a partir del 744 y originaron, junto a la revuelta de Abu Muslim en el Jurasán, el acceso definitivo al poder de la dinastía abasí en el 750. En los primeros decenios del VIII, la difusión en Occidente de la doctrina jariyi, versión igualitaria del Islam, que refutaba el dominio del régimen árabe de los omeyas, dio un soporte ideológico sólido a la protesta beréber. El jariyismo había aparecido durante la primera crisis del Islam, cuando tuvo lugar el arbitraje que el yerno del Profeta, Ali, había aceptado entre él mismo y su competidor Muawiya. Considerando que Ali había dañado su propia legitimidad, cierto número de sus partidarios abandonaron su causa para adherirse al principio de que la comunidad de creyentes podía escoger libremente a su imam, sin tener en cuenta la pertenencia familiar, tribal ni étnica. Cualquier musulmán, aún siendo un esclavo negro, podía, desde este punto de vista, asumir la dirección política de la comunidad, si fuera digno de ella y si para ello lo eligieran los creyentes quienes, además, podían destituir y sustituir al imam si fracasara en su misión. Esta doctrina, reprimida con éxito en Oriente por el califato, respondía exactamente al descontento de los beréberes contra los dirigentes omeyas y contra sus apoyos árabes. Encontró un gran eco en el Magreb, donde fue propagada por misioneros "portadores de la luz". Con el gobernador Ubayd Allah b. Al-Habhab, nombrado según parece en el año 735, se adoptaron medidas particularmente humillantes. Parece que se quiso imponer a ciertas tribus beréberes intolerables cargas en forma de tributos humanos, tal vez entrega de mujeres sobre todo, en vista de la buena fama que éstas tenían entre la aristocracia árabe por su belleza. En el año 739 se produjo un gran levantamiento de los beréberes del Magreb occidental, quienes asesinaron al amil o agente del poder omeya en Tánger, y proclamaron imam a Maysara, un propagandista jariyí, de quien se decía que había sido aguador en Qairawan. Dos ejércitos importantes enviados desde Siria por el califa para reforzar los efectivos locales habrían sido derrotados sucesivamente, la primera vez sobre el Chelif en el año 740, la segunda sobre el Sebu en el 742, provocando así la pérdida del Magreb occidental y central. Sin embargo, se pudo mantener un poder árabe en Qairawan y en la parte oriental, pero no tardó en adquirir gran independencia frente a Damasco: en el 745, Handhala, el gobernador enviado por el califa, fue incapaz de dominar la anarquía que reinaba en la provincia de Ifriqiya, y abandonó el Magreb para instalarse en Oriente, dejando el campo libre a un miembro de la aristocracia árabe local, descendiente del gran conquistador del Magreb Uqba b. Nafi al-Fihri. Este aristócrata era Abd al-Rahman b. Habib al-Fihri, un personaje ambicioso y capaz, que logró imponer durante algunos años, hasta su asesinato en 755, un poder local prácticamente independiente que aparecía de hecho como el primer emirato que se había constituido en detrimento de la autoridad califal. Los acontecimientos del Magreb tuvieron repercusiones casi inmediatas en España. El gobernador de Qairawan, Ubayd Allah b. al-Habhab había mandado a Córdoba un representante suyo, Uqba b. al-Hayyay al-Saluli, un aristócrata árabe que, tal vez según el programa qaysí, había llevado activamente la guerra santa en la Galia. Persona moderada, no parece haber tenido una política interna demasiado parcial. Sin embargo, tuvo que seguir aplicando las medidas de normalización fiscal que sus predecesores habían empezado ya, hecho que provocó probablemente nuevos descontentos, tanto entre los árabes como entre los beréberes. El estallido de la revuelta en el Magreb occidental le llevó a intentar una intervención al otro lado del Estrecho, pero aunque las fuentes indican que masacró a los revolucionarios, el final de los acontecimientos mostró que esta acción no tuvo ningún efecto sobre la amplitud de la disidencia y no impidió que la revuelta beréber llegara a al-Andalus, donde se había producido ya algunos años antes la revuelta de Munusa a la que alude la Crónica mozárabe diciendo que la causa había sido la indignación de este jefe ante la opresión a la que los árabes tenían sometida a su etnia. Es imposible establecer la cronología exacta de los acontecimientos, pero su sentido global no deja de tener lógica. El fracaso de la política llevada por los representantes del califato de Damasco y la grave amenaza beréber acarrearon, en España y en el Magreb, una reacción local. No se sabe exactamente en qué condiciones el gobernador de Córdoba, Uqba, fue sustituido, poco antes de su muerte, por Abd al-Malik b. Qatan al-Fihri, uno de los jefes de yund establecido en el país que había llegado al poder gracias a los notables árabes de al-Andalus y con el apoyo de los yemeníes y, tal vez, con el acuerdo de su predecesor, consciente de la necesidad de favorecer la unión de las fuerzas árabes en al-Andalus contra la amenaza que representaban las sublevaciones beréberes que se producían por uno y otro lado del Estrecho. Estas preocupaciones no borraron, sin embargo, las viejas rencillas tribales que habían marcado la vida política del califato de Damasco desde el siglo VIII. El nuevo gobernador, de edad avanzada, había participado en su juventud (en el año 683) en la revuelta de Abd Allah Ibn al-Zubayr, notable mequense hostil a los omeyas, que había tenido el apoyo de los Ansar o tribus yemeníes que habitaban Medina. Vencidos en la batalla de al-Harra, los medinenses habían visto su ciudad saqueada por las tropas sirias que el califa Yazid (680-683) había enviado contra ellos. En esta ocasión, las rivalidades entre qaysíes y yemeníes ya se habían manifestado. Volverían a surgir un poco más tarde al estallar la crisis que siguió a la muerte de Yazid: los medinenses y varias tribus yemeníes dieron su apoyo a un primo de Yazid, Marwan b. al-Hakam, quien, gracias a este apoyo, logró controlar el poder a raíz de la victoria obtenida contra los sirios -partidarios de su rival- en la batalla de Mary Rahit. Hasta cierto punto, Abd al-Malik b. Qatan aparecía como representante de un partido a la vez antiomeya, medinense y yemení (a pesar de que los fihríes se habían unido a las tribus árabes del norte).
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Desde la década de los años setenta era ya perceptible un cierto cansancio en los sectores productivos, y un debilitamiento del crecimiento demográfico. La agricultura, la ganadería, las manufacturas y el comercio se vieron afectados gravemente por los conflictos bélicos que retraían recursos e interrumpían las relaciones económicas con el exterior, sobre todo con América, incidiendo en los ritmos demográficos y en el incremento de la conflictividad social. La crisis financiera, inducida también por los acontecimientos bélicos, puso a la monarquía absoluta al borde mismo de la bancarrota.
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El 121 a.C., asesinado el hermano joven de la familia Graco, Cayo, los optimates tomaron el poder e iniciaron una contrarreforma destinada a borrar todos las medidas tomadas por los populares en la última década. La ley agraria del 110 a.C. es un buen testimonio de la supresión de la obra de los Graco, ya que encierra múltiples prescripciones destinadas a liberalizar la trasmisión de la propiedad agraria sin preocuparse por las consecuencias nefastas que tales medidas podían acarrear para las capas populares. En pocos años, los optimates consiguieron situar al Estado romano en unas condiciones análogas a la época anterior de los Graco: de nuevo el ejército romano se encontraba desmoralizado y sus generales no concluían con éxito ninguna guerra. La corrupción de la administración se generalizó y las capas populares no encontraban salida a sus dificultades económicas. En Campania y en Sicilia se recrudecieron las protestas de los esclavos que alcanzaron proporciones alarmantes por el grado de organización de los que tomaron las armas contra sus dueños. Los propios autores antiguos ejemplificaron esta situación en las vergonzosas campañas militares de Africa contra Yugurta a quien se atribuye aquella famosa frase de que "en Roma, todo era venal" y en las no menos ineficaces operaciones militares contra las incursiones de pueblos bárbaros. A fines del siglo II, el occidente de Europa sufrió las convulsiones provocadas por las invasiones de pueblos bárbaros, cuyos componentes más numerosos estaban constituidos por cimbrios y teutones. Su amenaza exigió el empleo de grandes contingentes de tropas romanas. Rechazados de los pasos de Italia, estaban dispuestos a orientar su emigración hacia Hispania. Ante estos acontecimientos tan peligrosos, la sociedad romana reaccionó con el nombramiento como cónsul para el año 107 de un popular y un excelente general, Mario. Siendo prorrogado en el consulado hasta el año 100, Mario resolvió con éxito la guerra de Yugurta, la destrucción del ejército de cimbrios y teutones así como la amenaza de las revueltas de esclavos. Sin esas mínimas referencias no se comprende bien que algunas poblaciones de Hispania se hubieran rebelado contra el dominio romano. Contamos con noticias sobre enfrentamientos del ejército romano con celtíberos y lusitanos en diversos momentos de los años 114-93 a.C. La alianza de Roma con las oligarquías locales no proporcionó siempre las soluciones que necesitaban amplias capas de la población, que se veían ahora obligadas además al pago de impuestos y sometidas a la codicia de los publicanos sin que hubieran comenzado a sentir los beneficios de pertenecer a una unidad política superior. Los primeros años de las revueltas coincidieron con un momento de desorientación y debilidad de la política exterior romana, lo que desvela que los hispanos tenían un gran nivel de información sobre los acontecimientos de otras áreas del Occidente. Ahora bien, terminó imponiéndose el potencial militar de Roma. Las noticias referidas a los celtíberos son elocuentes del grado de represión aplicado por Roma: las cifras sobre la matanza de unos 20.000 celtíberos por el gobernador C. Valerio Flaco, la venta de poblaciones enteras como la realizada con Colenda (en el valle del Duero, sin localizar) en los mercados de esclavos y la represión sobre la ciudad de Termes (despoblado de Tiermes, Soria). Hace poco se halló un documento excepcional que procede de un poblado cercano al Puente de Alcántara. El texto fragmentado, escrito sobre una plancha de bronce, contiene el pacto de sometimiento de la comunidad indígena, los Seanoq(-), al poder de Roma. Presenta fecha consular del año 104 a.C. y nos ofrece la doble confirmación de que, en esa zona lusitana, se luchaba contra Roma y la de que la única salida para los indígenas fue el sometimiento, la deditio. No hay constancia de que la administración romana tomara medidas de repartos de tierras destinadas a solventar el origen de estas protestas. La única vía de escapar de la pobreza para muchos lusitanos y celtíberos será la de incorporarse como parte de las tropas auxiliares de las legiones romanas. Pero encontrarán la ilusión de una nueva política apostando por la causa de Sertorio.
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En este epígrafe, tras el recorrido de la evolución de los países democráticos se abordará la paradójica situación existente en el mundo al final del milenio por la que, habiéndose producido la victoria de la democracia en lo que tiene de principios esenciales, existe al mismo tiempo un profundo abismo de desconfianza entre los ciudadanos y los políticos. No se trata de una crisis de la democracia, por tanto, como la que se produjo en los años treinta sino que se refiere a la práctica cotidiana de la misma. Si repasamos el horizonte de la política contemporánea podremos constatar la generalidad del problema y la coincidencia en sus manifestaciones en todo el mundo. Podemos tomar en cuenta, en primer lugar, el caso de dos naciones en las que la democracia nació como consecuencia de la derrota en 1945. En Italia y en Japón los sistemas democráticos respectivos, aunque rápidamente consolidados, padecieron evidentes rigideces cuya consecuencia fue que cuando se planteó una situación como la descrita llegó a los peores resultados. En ambos países el rasgo más destacado fue la existencia de una democracia sin alternativa. En Italia el pecado original del sistema político consistió, en primer lugar, en un parlamentarismo excesivo como alternativa a la dictadura anterior pero, sobre todo, en una "democracia de partidos" en que se atribuía a éstos un poder excesivo. Algunos representaban a concepciones de vida, como la Democracia Cristiana o el Partido Comunista, pero el segundo estaba condenado a la imposibilidad de llegar al poder. De ello derivó una práctica perpetua de "transformismo" de las diversas opciones laicas junto con la DC y la "lottizazione" -división en partes- del poder acompañada de una corrupción generalizada. Pero en las elecciones de 1994 se produjo una transformación radical del panorama político con la aparición de nuevas fuerzas políticas como la Liga Norte, un neofascismo parcialmente renovado y un partido como el de Berlusconi. En Japón, una democracia nacida en 1945 hubo también una carencia de verdadera alternativa por la existencia de un partido como el Liberal Demócrata que monopolizó el poder hasta comienzos de los noventa, ayudado por un sistema electoral mayoritario y con distritos pequeños en los que era habitual la política clientelística. Los varios escándalos por corrupción de la clase política llevaron a que en la elección de 1993 por vez primera el Partido Liberal Demócrata fuera desplazado del poder. En ambos casos esta elección decisiva supuso el principio de un proceso de reformas de la que no se puede decir que haya concluido ni siquiera siga un rumbo claro, mientras que la insatisfacción política sigue siendo grande. Se podría pensar que esa carencia de alternativa es la causa fundamental del deterioro del régimen democrático en estos dos países pero la realidad es que en todos se han producido muestras de insatisfacción parecidas respecto a la clase política. En Francia se lamenta la existencia de una especie de Monarquía presidencial que gobierna y al mismo tiempo resulta por completo irresponsable ante el legislativo. Los fenómenos de corrupción han abundado y un populismo de diversos matices políticos domina una considerable porción del escenario político. En Alemania el propio Kohl, quizá el político más importante de la Europa del fin de siglo, ha visto empañado su prestigio como consecuencia de un caso de corrupción. Incluso en las democracias anglosajonas hay pruebas de que el problema se plantea en idénticos términos. En Estados Unidos las elecciones legislativas se han estancado en una participación de tan sólo el 35% y las presidenciales en torno al 50%. Cada vez se borran más las fidelidades de los ciudadanos a los partidos (fenómeno que se denomina como "tickett splitting"). El candidato Ross Perot consiguió en 1992 más votos que cualquier otro independiente desde 1915. Por su parte, en Gran Bretaña los niveles de participación en las elecciones europeas han quedado estancados en el 35%. Hay quejas crecientes contra el sistema mayoritario y, aunque la fama de honestidad de la clase política se ha mantenido, ha sido necesario elaborar nuevos códigos de conducta para ella. En el fondo, aunque la intensidad de los síntomas de crisis de la democracia varíe de acuerdo con la geografía y resulten diferentes, se pueden resumir en torno a unas cuantas cuestiones. En primer lugar, está planteada la renovación del marco institucional con intentos de atribuir al Parlamento un protagonismo más activo y de lograr que la individualidad del diputado no desaparezca o se potencien las comisiones de investigación. Respecto a la ley electoral hay muy diferentes percepciones de Gran Bretaña e Italia, de modo que cada uno de estos países repudia el sistema que tiene y prefiere el del otro. El "Gobierno dividido" en Estados Unidos entre presidencia y legislativo plantea un grave problema de ineficacia. En segundo lugar, se puede hablar -hasta cierto punto al menos- de una vuelta de la democracia directa. Establecida en Suiza desde hace 700 años, en Estados Unidos la mitad de los Estados lleva a cabo consultas de este tipo y sobre la decisiva cuestión de la construcción de Europa ha habido consultas incluso en los países del Viejo Continente, como Gran Bretaña, ajenos a esta tradición. Parece evidente que a un plazo medio no ya las encuestas sino la informática servirá para poner en contacto directo al ciudadano y al poder. En tercer lugar, una tendencia creciente consiste en someter a los profesionales de la política a un código de conducta especial y muy exigente, incluso con limitación de mandatos, posible revocación de los cargos y un concepto muy amplio de la responsabilidad política. Mención especial merecen los partidos políticos que se han ido transformando en el transcurso de la duración de los regímenes democráticos. Su última evolución ha llevado del "partido de masas", animado por una ideología, al partido de integración que pretende llegar a todos. También han aparecido, sin embargo, partidos "posmodernos", por así denominarlos, en los que resulta definitorio la vinculación al líder y pueden quedar limitados a un período de vida muy corta. Finalmente, la aparición de tantos casos de corrupción ha llevado a la conclusión de que se trata de un mal canceroso, pero también hay que tener en cuenta que se ha producido una transformación de criterios, de modo que lo que en otro tiempo parecía aceptable respecto a la financiación de los partidos, en un segundo momento ha pasado a ser considerado como un delito. Un rasgo muy característico de esta crisis de la práctica democrática consiste en que los procedimientos que han servido para combatir los peores males del sistema tienen también sus inconvenientes. Los jueces, por ejemplo, han perseguido la corrupción y se han hecho intérpretes de derechos emergentes, pero a veces han abusado de la prisión preventiva, han escenificado sus procesos ante los medios de comunicación y han dado la sensación de pretender ser dueños de la justicia en vez de sus administradores. La prensa, y en general los medios de comunicación, que también han sabido desvelar las desviaciones del poder, en ocasiones han vivido en connivencia con alguno de los partidos y ha abusado del "vértigo de la transparencia", que en ocasiones puede violar la intimidad del ciudadano que se dedica a la política. En suma, de todos estos factores puede deducirse que la "democracia de los partidos", tal como se engendró en 1945 experimenta una grave crisis y está emergiendo, aunque todavía con muchas dudas, una nueva democracia que podría ser denominada del público o de la opinión cuyos rasgos están por definir por completo. Otro fenómeno muy característico del fin de siglo consiste en lo que podría denominarse como "el retorno de la nación". En realidad, tenía mala fama desde 1945, en que el nacionalismo apareció vinculado -se pensaba que para siempre- con el fascismo; luego, desde un punto de vista democrático, la aparición de los regímenes nacidos de la descolonización, populistas pero muy lejanos a la democracia occidental, hizo poco por mejorar su prestigio. Con el transcurso del tiempo, en un período que puede iniciarse en 1968 pero que se recrudece en los años noventa, se ha producido la resurrección de la nación, con la peculiaridad de que ha tenido lugar no sólo en los regímenes nacidos del derrumbamiento del comunismo en que la sustitución de esta ideología por otra, simplificadora y movilizadora, ha resultado un procedimiento habitual. La resurrección del nacionalismo no se ha producido, pues, tan sólo como consecuencia de la caída del comunismo ni tampoco ha tenido un componente de violencia, como en muchos de los casos citados. Su origen está muy relacionado con algunos de los rasgos característicos del fin de siglo. En él da la sensación de que el Estado democrático padece una doble crisis de funcionalidad y de legitimidad. La segunda, como ya sabemos, está provocada por el despegue o alienación del ciudadano, mientras que la primera surge de que ha nacido un "hiperespacio posmoderno" que es el de la mundialización económica y de las organizaciones transnacionales no sólo en este campo sino también, por ejemplo, en el de los derechos humanos o las organizaciones no gubernamentales. Por si fuera poco, la sociedad civil ha recuperado parte de sus poderes y hay campos en los que la política parece haber renunciado a cumplir la función de otros tiempos. Se puede decir que la lógica económica lleva al cosmopolitismo, pero una parte de la política y también la cultural parecen inducir a fragmentación. Las organizaciones transnacionales imponen grandes decisiones en muchos terrenos, que son aceptadas, pero a menudo el Estado-nación tradicional es considerado como una entidad demasiado lejana. Existe una nostalgia del sentimiento de tarea compartida que, en cambio, el reverdecimiento del nacionalismo parece poder proporcionar. Dentro de estos rasgos generales los casos de resurgimiento del nacionalismo que cabe enumerar resultan muy variados. En Italia da la sensación de existir una congénita debilidad del nacionalismo propio tras haber pasado por la experiencia del fascismo. Así, el patriotismo italiano es débil cuando en realidad fue muy fuerte en el pasado. En este contexto ha nacido la "Liga Norte", partido populista, miembro de una nueva derecha que reivindica los valores de la empresa privada e identifica el Sur de la peninsula con una voluntad de vivir del Estado subvencionador. En este caso nos encontramos con un nacionalismo de los más ricos pero que carece de raíces históricas y culturales precisas. Éstas sí existen en Irlanda del Norte, donde la reivindicación de los católicos está casi siempre acompañada de una identificación de clase social. En este caso, como en la Europa del Este, la violencia ha jugado un papel absolutamente crucial en los planteamientos políticos: con el ápice de 467 muertos en 1972, la cuestión norirlandesa ha producido 3.000 muertos hasta el momento presente, una cifra superior a la de conflictos del Tercer Mundo como Ceilán o Nigeria. Hasta el momento no se ha conseguido nada más que un "lentísimo triunfo de la política" que no se ha visto plasmado en la realidad de forma definitiva y que parece hacer buena la frase de Bernard Shaw, nacido en el Ulster: "Mientras un pueblo no tenga un medio de expresión política y cultural propio le costará dedicarse a otra cosa". Todavía hay otros dos casos más de erupción nacionalista en Europa occidental, uno de ellos surgido a fines de los sesenta y otro mucho más reciente. Nació en Bélgica, sólidamente unida por el catolicismo hasta el punto de que en el pasado la clase dirigente de Flandes era, en realidad, francófona. Pero a mediados de los años sesenta la reivindicación flamenca dejó de ser protagonizada por una minoría habitualmente identificada con la extrema derecha. A partir de 1968 todos los partidos acudieron divididos por motivos lingüísticos ante las elecciones. En el período siguiente se ha llevado a cabo una "deconstrucción" de la nación. Para cada decisión importante que se tome es necesario tener en cuenta la "pilarización", es decir, el hecho de que se considera que Bélgica está dividida en unos "pilares" culturales cada uno de los cuales debe ser atendido. Desde 1969 se han producido en Bélgica hasta cuatro reformas constitucionales de envergadura e incluso la principal Universidad católica, Lovaina, se ha visto obligada a dividir su biblioteca en una sección francesa y otra flamenca. En cuanto a Escocia, su nacionalismo bien podía haberse originado en el siglo XVIII pues la región tenía personalidad cultural sobrada para engendrarlo. Aunque desde comienzos del siglo XX ha habido una representación parlamentaria del nacionalismo, la definitiva recuperación de voto nacionalista no tuvo lugar sino en 1974 y en 1979, tras un referéndum se cerró el paso a la posibilidad de un régimen autonómico. En los noventa se ha puesto en marcha con la peculiaridad de que los conservadores, pieza esencial de la política escocesa durante mucho tiempo, han desaparecido y sólo han quedado laboristas y nacionalistas sobre la arena política. Sin embargo, ha sido en Canadá donde se ha planteado la posibilidad efectiva de una separación política completa. Quebec, francófona y proclive a una visión más comunitaria como lo prueba la nacionalización de recursos hidroeléctricos, choca con la forma de vida más individualista de los anglosajones. Las sucesivas consultas populares no han llegado a resultados claros mientras la política de "francisation" cultural ha alcanzado extremos excesivos, como la persecución policiaca al uso del inglés o el proyecto de suprimir las señales de "Stop" en las carreteras por estar escritas en esa lengua. Muestra de una obsesión maniática pero también de una voluntad de recuperar la conciencia de comunidad, el nacionalismo y una democracia a la vez sometida a críticas y triunfante forman una pareja característica del fin de siglo. En el próximo capítulo nos tocará tratar de otros rasgos decisivos de este período.