El arte gótico inicia su desarrollo en Francia durante el siglo XIII. Su máximo exponente serán las catedrales, lugar donde tenía su cátedra el obispo. En su frente principal podemos apreciar la estructura de tres naves que se desarrolla en el interior, reflejada en las diferentes portadas. En la zona central nos encontramos con un rosetón decorado con espectaculares vidrieras. Las elevadas torres que coronan el edificio aportan una mayor elevación a la de ya de por sí esbelta silueta de la catedral. Para trasladar las presiones de la estructura al suelo los arquitectos góticos utilizan los arbotantes, especies de arcos que descansan en ligeros contrafuertes. Sobre el arbotante se sitúa el pináculo que otorga mayor esbeltez y sirve para ayudar en la distribución de las presiones. Entre los contrafuertes se colocan las ventanas donde apreciamos los arcos apuntados que caracterizan este estilo, que con su forma de punta de lanza aportan también mayor esbeltez a la construcción. Coloristas vidrieras cierran estas ventanas donde se presentan programas iconográficos de gran belleza. En la zona de la cabecera observamos la mayor altura de la nave central y los arbotantes de descarga, más cercanos debido a encontrarnos en un espacio circular por donde discurre la girola que rodea el altar mayor del templo.
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La diócesis de León disfrutaba de una doble exención económica; por un lado, gozaba de ese privilegio frente a un metropolitano (en este sentido los obispos de León defendieron su independencia especialmente frente a Toledo); y en segundo lugar, el cabildo catedralicio estaba exento frente a su obispo. Bajo esta perspectiva, la Iglesia se constituyó, junto al rey, en la institución más poderosa del León medieval, enriquecida con donaciones de impuestos por Alfonso VII (1126-1157) y por Alfonso IX (1188-1229); las lógicas tensiones derivadas del choque de intereses con el concejo no se mitigaron hasta la concordia de 1269.
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Tras la aparentemente frenética actividad constructiva de la segunda mitad del siglo XIII, las obras de la catedral entraron en una fase de ritmo más lento y pausado con la que se alcanzará el primer tercio del siglo XV. En el marco general de la arquitectura gótica se produjo una reiteración de modelos en los que se resuelven con precisión técnica las audacias que en el ámbito de las dimensiones plantearon los arquitectos, al tiempo que se multiplicaron las soluciones decorativas a remolque de la neutralización de empujes que derivan de la complejidad de los diseños, especialmente en el campo de las cubiertas. Pero lo que podría haber significado una fase de inercia del arte español, se convierte en un otoño de la Edad Media rutilante y lleno de vitalidad merced a la llegada de artistas de la Europa septentrional que enriquecieron el gótico hispano con la incorporación de modelos de Borgoña, Brabante, Flandes, Renania, etcétera, síntesis que se reflejó significativamente en la sede leonesa con ejemplos tan brillantes como el sepulcro del canónigo Grajal y la Librería capitular. La actividad constructiva se reinició con la designación como obispo de León de don Pedro Cabeza de Vaca (1440-1459), quien encomendó los trabajos a Jusquín (+1481), nombrado maestro mayor de la catedral entre los años 1445 y 1468. Este arquitecto, de posible origen holandés, remató en torno a 1447 la fachada Norte con un piñón flanqueado por dos elementos piramidales; la decoración se basa en los escudos de Juan II, el obispo Cabeza de Vaca y del papa Eugenio IV, que sirven de base a un espectacular vano en forma de triángulo curvo ornado con frondosa tracería flamígera. Durante el magisterio de Jusquín se construyeron dos extrañas estructuras, las denominadas Silla de la Reina en el lado Sur del crucero y Limona en el lado Norte, que tan sólo se explican por la ruptura del equilibrio de los empujes; la neutralización de las fuerzas que incidían sobre los muros meridionales a la altura del crucero produjeron grietas y desplomes por lo que fue necesario la construcción de unos contrafuertes. El problema se resolvió con brillantez puesto que un estribo implica el diseño de un elemento robusto, capaz de soportar fuertes empujes; sin embargo, en este caso se definieron dos estructuras, en forma de diáfanas pantallas, caladas con arcos apuntados interpretados conforme a modelos del siglo XIII, para rematar con una crestería, pináculos y macollas. En el año 1458 Jusquín inició la construcción de la Torre del Reloj en el ángulo Suroeste de la catedral. Es una obra sobria en la que se conjugan volúmenes heterogéneos, decorados con arcos entre los que destacan los conopiales ornados con macollas y una inscripción mariana, en la que el paso del tiempo eliminó algunas letras. Remata con una aguja calada de sección ochavada que recuerda modelos burgaleses, resuelta por Alfonso Ramos, maestro mayor de la catedral después de Jusquín, con cierta torpeza en la concepción de las proporciones. El taller de escultores que trabajó durante el magisterio de Jusquín realizó obras de singular interés como son el sepulcro de Juan de Grajal en el claustro, las adiciones al sepulcro de Ordoño II en el trasaltar y el sepulcro de Gonzalo Osorio Villalobos, obispo de León entre 1301 y 1313, en el acceso a la sacristía, además de algunas esculturas de desigual factura que se colocaron en las portadas. Quizá la obra que explique con más precisión la singularidad de la cultura artística castellano-leonesa de la segunda mitad del siglo XV sea el sepulcro de Juan Martínez de Grajal (1447), canónigo de la catedral de León y doctor en leyes por la Universidad de Salamanca. Es una obra de rara simplicidad y exquisita elegancia cuyo tema central es un texto epigráfico sostenido por un ángel sonriente; circunscribe la composición un arco apuntado con tracería del siglo XV en el intradós y macollas para rematar con la figura de San Miguel. El conjunto está envuelto por un alfiz con espiga que apoya sobre pináculos y ménsulas con figuras alegóricas. El texto de la lápida conjuga el concepto de vanitas y el amor por la ciencia en una composición que sintetiza lo sagrado y lo profano como preludió del humanismo. El último gran maestro gótico de la sede legionense fue Juan de Badajoz el Viejo (+1522). Durante el episcopado de don Alonso de Valdivieso (1486 a 1500), hombre ilustrado y humanista que legó su biblioteca a la catedral de León, se decidió la construcción de la Librería en el lado Norte de la catedral. Aun cuando el proyecto inicial no fue trazado por Juan de Badajoz el Viejo, su nombre aparece vinculado a la dirección de las obras en 1499; no está de acuerdo con la concepción y marcha de la construcción y solicitó un replanteamiento; aceptado por el cabildo, concluyó la obra en 1505. La Librería responde a un modelo de planta rectangular, subdividido en tres tramos, cubiertos por bóvedas de crecería tardogóticas con claves muy desarrolladas que descargan sobre ménsulas en las que se esculpieron ángeles y personajes veterotestamentarios. La puerta de acceso y la imposta que recorre el muro son un brillante ejemplo de la talla ornamental de inspiración centroeuropea. Las vidrieras son obra del burgalés Diego de Santillana y la puerta que hoy está emplazada en la Sala Capitular fue tallada por Juan de Quirós en 1513. Hacia 1515 Juan de Badajoz, a iniciativa del cabildo y sufragada por el príncipe-cardenal don Luis de Aragón (1512-1517), construyó la Puerta del Cardo, por la que se organiza la circulación entre la sacristía y el presbiterio. El conjunto es una exuberante combinación de arcos mixtilíneos y profusa decoración que configura una obra típica del arte hispano-flamenco.
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La caza constituye la actividad más reproducida y la que ofrece mayor número de escenas con gran número de participantes, aunque, a diferencia del Arte Paleolítico, que está dedicado casi exclusivamente a la actividad cinegética, en el arte levantino este quehacer es sólo la más habitual de las ocupaciones representadas. Sin embargo, es posible que el claro predominio de la caza sobre el resto de las actividades económicas reproducidas no corresponda a la estricta realidad y este hecho se deba al carácter aleatorio de la propia acción cinegética, cuyo rendimiento está determinado por muchos factores, en gran medida ajenos a la propia pericia humana, por lo que se apelaría a través de las pinturas a fin de que la acción fuera coronada por el éxito. A juzgar por los datos que tenemos de grupos culturalmente similares, es lógico pensar que fueran gentes de una economía mucho más diversificada, con actividades de carácter estacional dirigidas al aprovechamiento integral de un buen número de recursos naturales del entorno; entre estas actividades se encontrarían, sin duda, algunas de las que aparecen reproducidas de manera esporádica como es la recolección vegetal y de productos animales y otras de las que no nos ofrecen datos las pinturas como puede ser la pesca. Dejando aparte la importancia que la caza pudo llegar a tener entre estas gentes dentro de su dieta alimenticia y las causas por las que su representación es tan frecuente, vamos a analizar algunos de los datos objetivos que estas escenas nos ofrecen. En primer lugar, es interesante atender a las especies cazadas y a su proporción numérica, teniendo en cuenta que el dato no puede ser trasladado a efectos de importancia en la dieta, ya que hay que tener en cuenta que, por ejemplo, faltan representaciones de caza de especies menores, como puede ser el conejo, y por los restos osteológicos analizados en muchos yacimientos sabemos que es habitual entre los desechos domésticos. Esta significativa ausencia de capturas de especies menores podría reforzar la idea de que reproducen aquellas cacerías que entrañan riesgo, esfuerzo y, sobre todo, inseguridad sobre el posible éxito de la operación. Las especies objeto de las capturas representadas en los frisos levantinos, por orden de frecuencia, son: cápridos, cérvidos, suidos, bóvidos y équidos, además de algunas figuras no identificadas. Todas estas especies, así como los porcentajes de frecuencia en que aparecen, están en consonancia con los datos generales que nos brindan los análisis faunísticos de yacimientos próximos cultural y cronológicamente. Con respecto a las fórmulas empleadas en las capturas, si tomamos al pie de la letra los datos que nos proporcionan las pinturas, lo que siempre resulta arriesgado, hay que pensar que mientras cápridos, cérvidos y suidos eran capturados, tanto de forma individual como colectiva, los bóvidos y équidos eran reducidos por uno o dos individuos. En el caso de las tres primeras especies citadas, que son de menor volumen que las dos restantes, la obtención de la presa se conseguía por el sistema del ojeo, dirigiendo a la manada hasta el lugar donde un grupo de cazadores estaban apostados, allí los animales eran heridos mediante dardos disparados con arcos. Por el contrario, cuando el cazador se enfrentaba a su presa en solitario, el ataque se producía de forma directa. En ambas circunstancias los dardos eran portados en número de tres o cuatro, junto con el arco. En el caso de los animales de mayor talla (bóvidos y équidos), nos faltan datos sobre el sistema de captura de grandes manadas, pues cuando éstas son representadas, los animales aparecen estáticos y sin aparente relación con las figuras humanas más próximas a ellos, pero no resulta imposible que fueran víctimas de cacerías realizadas con las mismas tretas que las empleadas para la obtención de piezas de menor tamaño e incluso que cayeran en manos de sus perseguidores en las mismas acciones en las que se cobraban otros animales, como se desprende de la representación de la cueva dels Cavalls, donde un toro parece encerrado en la misma trampa que una manada de ciervos. La misma interpretación puede darse al covacho II de La Araña, donde un gran caballo está despeñándose, herido por una serie de flechas similares a las utilizadas en la captura de ciervos. Creemos, sin embargo, que es muy posible que estos animales grandes fueran también capturados con otras técnicas, sobre todo si se abordaba la caza de un único ejemplar. Así, en el abrigo de Selva Pascuala hay una escena que puede interpretarse como la caza de un équido sirviéndose de un lazo, ya que aparece un esquemático individuo representado en el momento de haber atrapado a un équido echándole una soga al cuello. Estos sistemas de capturas con trampas y lazos parece que fueron también utilizados, aunque de manera esporádica, para la caza de animales más pequeños, según se desprende de una escena del abrigo del Polvorín y de otra del Cinto de las Letras en las que se observa a unos cuadrúpedos (posiblemente cabras o ciervas) inmovilizados por las patas con unas cuerdas. A veces encontramos los episodios finales de las cacerías, pues se representan determinados cazadores, inclinados hacia adelante, en actitud de seguir las huellas dejadas por una pieza herida; estas huellas aparecen reproducidas de dos en dos y repetidas varias veces, creando una pista más o menos prolongada, al final de la cual suele encontrarse el animal con los dardos clavados. Los protagonistas de estas escenas cinegéticas son, claramente, figuras masculinas que, en muchas ocasiones, tienen marcado el sexo, a veces exageradamente acusado, y en el caso de las figuras asexuadas parece lógico identificarlas también como hombres, ya que sus atuendos, la potencia de la musculatura de sus piernas y otros detalles son iguales a los de las figuras masculinas. Estos cazadores se representan habitualmente desnudos, aunque tampoco es infrecuente que se cubran con unos calzones hasta las rodillas o con pequeños taparrabos colgantes a ambos lados del torso o sólo por delante. En cambio, es muy habitual que se adornen con tiras, posiblemente de materia vegetal, plumas o cuero, que cuelgan de la cintura, las piernas y/o los brazos o que lleven tocados de cabeza de formas muy variadas. Desconocemos si todos estos elementos eran meramente ornamentales o, como ocurre en muchos pueblos primitivos, tenían además la función de diferenciar entre sí a los diversos grupos o de destacar el papel desempeñado por un individuo o un clan dentro del grupo. El armamento utilizado para las cacerías está compuesto, en la mayoría de las ocasiones, exclusivamente por un arco y varias flechas. Los arcos son de tamaño y características muy variables, ya que mientras algunos no parecen sobrepasar el medio metro de longitud, otros se aproximan, e incluso sobrepasan, la altura de sus portadores, por lo que hay que suponer que alcanzarían el metro y medio de longitud. Además, mientras algunos ejemplares presentan forma de arco de violín, otros son meros segmentos de círculo y, con menos frecuencia, encontramos arcos de triple curva. No sabemos si estos últimos eran verdaderos arcos compuestos de segmentos de diferente elasticidad o si eran simplemente arcos reflejos o semirreflejos; sean del tipo que fueran, lo cierto es que se trata de ejemplares bastante complejos cuyo desarrollo requiere una importante experimentación o la existencia de contactos con otros grupos de gran tradición en el manejo de este tipo de armas, las cuales, debido a la materia con la que están elaboradas, apenas se han conservado, por lo que resulta muy difícil saber en qué momento de la Prehistoria se han ido logrando los distintos prototipos. Generalmente la cuerda sólo está indicada cuando el cazador se encuentra en actitud de tensarla para disparar la flecha, pero suele faltar cuando el arco es portado por su propietario, junto con las flechas. Los dardos son bastante largos y normalmente se reducen a un simple vástago sin punta diferenciada, hecho que no sabemos si se debe a que no se ha reproducido la posible punta enastada, o porque realmente lo que disparaban eran simples palos aguzados. Sin embargo, parece claro que estos proyectiles tenían una preparación en el extremo posterior con el fin de dotarlos de una emplumadura que permitiera dirigirlos mejor. Esta parte posterior unas veces presenta forma lanceolada o romboidal y otras se encuentra doblada en ángulo agudo, pero tampoco faltan los ejemplares que presentan unos apéndices, posiblemente plumas o tiras vegetales. Como ya se ha apuntado antes, es frecuente que los proyectiles sean llevados directamente en la mano por el arquero aunque hay excepciones en que el haz de flechas aparece guardado en un carcaj que es transportado, o bien cargado a la espalda o bien sujeto la mano por medio de una cuerda. Además de arco y flechas, en algunas escenas de caza encontramos otros útiles que pueden estar relacionados con la actividad. Es el caso de diversos tipos de recipientes con forma de cesto o de bolsa. Algunos autores los han interpretado como lugares donde se podría transportar determinado tipo de veneno para emponzoñar las puntas de las flechas. Asimismo aparecen otros elementos de difícil interpretación pero que podrían reproducir lazos, trampas, palos y hondas. Tanto los cestos como los lazos y quizás algunas trampas hechas con cuerdas, testimonian, de manera indirecta, la práctica de la cestería, actividad que, sin duda, estaría destinada también a la elaboración de adornos personales; esta artesanía del trenzado y anudados de fibras se inicia en un momento anterior al de la aparición del textil propiamente dicho, aunque, lógicamente, se mantiene después en paralelo ya que los productos de ambas artesanías son diferentes.
obra
Este cuadro fue realizado por encargo de un poderoso personaje, el cardenal Aldobrandini. Este cardenal acababa de comprar las bacanales de Tiziano para su colección, y quiso que Domenichino completara la misma con esta imagen, llena de sensualidad y belleza femeninas. Domenichino es en estos momentos uno de los intérpretes de mayor éxito del Barroco idealista, puesto que su dulzura a la hora de tratar las escenas unida a su técnica líquida y llena de luz daba como resultado cuadros muy placenteros para la vista y la imaginación, en un período en el que se le daba primacía a los sentidos sobre la razón o el intelecto. Domenichino plasma un momento de la vida de Diana, la diosa del Olimpo protectora de la caza, la guerra y las bellas artes. En un claro de un bosquecillo se han reunido Diana y sus ninfas para celebrar una competición de tiro. El paisaje comienza a gozar de un protagonismo propio, con gran atención a los efectos de luz y brillo del agua en la atmósfera, tal y como se ocuparán de desarrollar en la propia Roma los franceses Poussin y Claudio de Lorena. Las ninfas son todas hermosas doncellas, semidesnudas pero pertrechadas con los arcos y flechas de la caza. En fila, tres de ellas compiten con la diosa, destacada de pie a su lado. Evidentemente, por el gesto de alegría sabemos que ha ganado Diana: en efecto, su flecha ha atravesado la cabeza del señuelo, mientras que a una se le ha disparado mal el arco y la flecha salta sobre sus cabezas, a otra la flecha ha hecho blanco en el extremo de un arbolillo muerto, mientras que la flecha de la tercera ninfa roza al ave, pero no la hiere. Los perros quieren saltar para recoger la presa, mientras el resto de las muchachas se solaza en el baño o jugando en la campiña. Es una escena llena de alegría, sencillez y paz con la naturaleza.
obra
Toda la pintura de Domenichino, elaborada en base al rigor del dibujo y a la claridad compositiva, evidencia con extrema pureza el principio de la selección de los elementos del bello de la naturaleza para recomponerlos en un equilibrio superior, depurado de todo posible realismo; también afirma el criterio de adaptabilidad a la diversidad de las exigencias y situaciones temáticas, que fue parte común del quehacer profesional de los clasicistas y testimonio de la flexibilidad de su lenguaje. Ante sus obras, no es difícil comprender el grado de fidelidad a los principios clasicistas, ni tampoco que su rigor le hiciera afirmar que el "diseño da el ser, y no existe nada que tenga forma fuera de sus límites precisos". Pero, al mismo tiempo, es fácil entender que esa extrema pureza de convicciones acabara por atormentarle, afectándole a sus mismas dotes El cardenal Scipione Borghese se hizo con esta tela por la fuerza ya que el pintor se negó a vendérselo por lo que el cardenal no dudó en encarcelar al artista. Domenichino cedió al prelado el cuadro para recuperar la libertad.
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La caza de Moctezuma No sólo tenía Moctezuma toda la libertad que digo, estando así preso en casa y poder de los españoles, sino que también le dejaba Cortés salir siempre que quería a caza o al templo, pues era hombre devotísimo y cazador. Cuando salía a cazar, iba en andas a hombros de hombres; llevaba ocho o diez españoles en guarda de la persona, y tres mil mexicanos entre señores, criados y cazadores, de que tenía grandísimo número; unos para montear, otros para ojeos, otros para altanería. Los monteros esperaban liebres, conejos y guanas; tiraban a venados, corzos, lobos, zorros y otros animales, así como coyutles, con arcos, de que son diestros y certeros, especialmente si eran teuchichimecas, que tienen pena errando el tiro de ochenta pasos abajo. Cuando mandaba cazar a ojeo, era maravilla el ver la gente que se juntaba para ello, y la caza y matanza que a manos, palos, redes y arcos hacían de animales mansos, bravos y espantosos, como leones, tigres, y unas como especies de onzas, que se asemejan a los gatos. Muy difícil es coger un león, así por ser peligrosa presa y tener pocas armas y defensa los que lo hacen, aunque más vale maña que fuerza; sin embargo, mucho más es coger las aves que van volando por el aire, a ojeo, como hacen los cazadores de Moctezuma; los cuales tienen tal arte y destreza, que cogen cualquier ave, por brava y voladora que sea, en el aire, si el señor lo manda, según aconteció uno de esos días, que estando con Moctezuma los españoles que lo guardaban, en un corredor, vieron un gavilán, y dijo uno de ellos: "¡Oh, qué buen gavilán! ¡Quién lo tuviese!". Entonces llamó a algunos criados, que decían ser cazadores mayores, y les mandó que siguiesen a aquel gavilán y se lo trajesen. Ellos fueron, y pusieron tanta diligencia y maña, que se lo trajeron, y él lo dio a los españoles; cosa que sobra de crédito, mas certificada de muchos por palabras y escrituras. Locura fuera de un tal rey Moctezuma mandar tal cosa, y necedad de los otros obedecerle, si no lo pudieran o supieran hacer; si ya no decimos que lo hizo por demostración de grandeza y vanagloria, y los cazadores mostrasen otro gavilán bravo, y jurasen ser aquel mismo que les mandara coger. Si ello es verdad, como afirman, antes alabaría yo a quien lo cogió que al que lo mandó. El mayor pasatiempo de estas salidas era la caza de altanería, que hacían de garzas, milanos, cuervos, picazas y otras aves, fuertes y flojas, grandes y chicas, con águilas, buitres y otras aves de rapiña, suyas y nuestras, que volaban a las nubes, y algunas que matan liebres y lobos, y como dicen, ciervos. Otros andaban a caza de volatería con redes, losas, lazos, señuelos y otros ingenios, y Moctezuma tiraba bien con arco a las fieras, y con cerbatana, de la que era un gran tirador y certero, a los pájaros. Las casas a donde iba eran de placer, y los bosques que dije, dos leguas por lo menos fuera de la ciudad; y aunque algunas veces hacía fiesta y banquete allí a los españoles y señores que con él iban, nunca dejaba de volver por la noche a dormir a casa de Cortés, ni de dar algo a los españoles que le habían acompañado aquel día; y como Cortés viese con cuánta franqueza y alegría hacía mercedes, le dijo que los españoles eran traviesos, y habían escudriñado la casa, y cogido algún oro y otras cosas que hallaron en unas cámaras; que viese lo que mandaba hacer de ello; y era lo que él descubrió. Él dijo liberalmente: "Eso es de los dioses de la ciudad; mas dejad las plumas y cosas que no son de oro ni plata, y lo demás tomadlo para vos y para ellos; y si más queréis, más os daré".
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Los ejércitos mogoles pasaban la mayor parte del tiempo en batalla, pero en los tiempos de paz los soldados se dedicaban a realizar cacerías a gran escala lo que, además de procurar alimento y recreo, servía como entrenamiento de combate. La caza a gran escala se llevaba a cabo siempre de una forma parecida. Un gran número de batidores asustaban a las presas formando un círculo de hasta 50 km de diámetro, consiguiendo cercar a los animales en un área de unos 5 km de ancho. Una vez hecho esto, el emperador y los nobles comenzaban a cobrarse las piezas con lanzas, espadas y flechas. El emperador Akbar solía cazar con onzas, felinos muy veloces que derribaban a los venados mordiéndoles en el cuello. Por detrás iban los soldados, rematando al animal que quedase con vida.
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Tanto la caza como la pesca fueron actividades muy practicadas por los antiguos egipcios, que aprovechaban para ello sus campos y canales, así como los humedales en los que se resguardaban las aves de paso y cultivaban el papiro. La pesca era en algunas zonas una actividad muy provechosa y un complemento importante para la dieta, especialmente entre los grupos sociales menos pudientes. También el pescado seco o salado estaba incluido en la ración de los soldados. Para pescar usaban redes, sedales y trampas. La caza de aves se practicaba en los humedales con arpones o boomerangs. En las riberas de los ríos se ayudaban de barcas para cazar hipopótamos, una actividad de bastante riesgo. En el desierto, gacelas, liebres, antílopes, leones, hienas y avestruces eran los animales que se podían cazar. La caza de grandes animales como toros bravos y leones se consideraba una actividad propia de reyes.
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Conforme la guerra se acercaba a Singapur, los jefes de su guarnición comenzaron a tomar conciencia de lo mal defendida que estaba la fortaleza. Incluso por mar, donde se la consideraba invulnerable, ofrecía deficiencias pues sus baterías de 236 mm. sólo disponían de 30 proyectiles por pieza, dotación ridícula para sostener un largo asedio naval. Lo más lamentable sin embargo, era el estado de indefensión, en que se hallaba toda la zona norte, casi 40 kilómetros de costa separada del continente por el estrecho de Johore, que no contaba con baterías costeras, ni fortificaciones de tipo alguno. El primero en dar la alarma sobre el peligro que para Singapur suponía el avance japonés por Malasia fue el general de ingenieros Iván Simson, quien el 26 de diciembre lograba entrevistarse con el general Percival, jefe del ejército británico en Malasia y destinado, tal como se veían ya las cosas, a dirigir la defensa de Singapur. Simson le presentó un plan de fortificaciones para la costa norte que hubiera puesto muy difíciles las cosas a los japoneses. Pese a la escasez de tiempo, Simson se comprometía a levantar defensas permanentes y provisionales para la artillería y la infantería, además de colocar todo tipo de obstáculos contra lanchas de desembarco en el estrecho y contra carros en la costa, minas, alambradas, sistemas de iluminación nocturna, etc... Percival le escuchó con aire cansado. Era un hombre difícil de entusiasmar, terco como una mula e incapaz de volverse atrás de una decisión... Rebatió una y otra vez las propuestas de Simson y, tras dos horas y media de discusión, zanjó el tema con una frase que pasaría al anecdotario de la II Guerra Mundial: "Creo que las defensas que usted piensa levantar pueden resultar perjudiciales para la moral de las tropas y de la población civil". Simson, desesperado, no pudo reprimir la ironía: "Mi general, ¡las cosas irán mucho peor para la moral si los japoneses comienzan a pasearse por la isla!" (27). Percival había dicho su última palabra sobre el tema. Cuando el general Wavell, que el 15 de enero había asumido el mando del ABDA con sede en Batavia (Yakarta) se presentó de inspección en Singapur y comprobó la indefensión de toda la costa a lo largo del estrecho de Johore se sintió muy consternado de que nada se hubiera hecho, según su propio relato. Allí mismo en tono áspero, exigió una justificación de tal negligencia a Percival. La respuesta fue la misma que días antes diera a Simson, con gran asombro de Wavell. Entre tanto, Londres seguía creyendo que Singapur era inexpugnable. El primer ministro, Winston Churchill, se puso lívido cuando tuvo un informe de la situación a través de un telegrama de Wavell de 19 de enero: "...hasta hace poco todos los supuestos estaban basados en rechazar cualquier ataque a la isla que proviniera del mar, así como en el caso de que el ataque fuera terrestre, éste debería rechazarse en Johore o más al norte. Poco o nada se hizo para construir defensas en la costa septentrional de la isla de Singapur para impedir que el enemigo cruce el estrecho. No obstante se han tomado las disposiciones precisas para la voladura de la calzada". Churchill, atónito, escribiría: "...la posibilidad de que Singapur careciese de defensas terrestres no me cabía en la cabeza, como no me cabría el que se pudiera botar un acorazado sin quilla". Desde Londres se reiteró inmediatamente a Percival la orden de que fortificase las costa del norte con la máxima urgencia, a lo que el general obedeció con desgana y lentitud. Al tiempo, la metrópoli, que ya tenía muy serias dudas de que Singapur pudiera ofrecer una resistencia seria, debatía la conveniencia de reforzar la guarnición de la isla con la 18? división británica, condenándola también a la derrota y quizás al cautiverio, o desviar a los buques que la transportaban hacia Birmania. Finalmente se optó por la isla, donde desembarcó la 18? D. el 29 de enero. Justo por entonces llegaba a su fin la resistencia británica en Malasia. El 26 de enero el general Percival había comunicado a Wavell que apenas si podrían sostenerse una semana más en el continente, terminando su mensaje con este triste balance: "...nuestra aviación de caza se ha visto reducida a 9 aparatos", que bien poco podían hacer ante los dos centenares de aviones que podía emplear el general Yamashita.